CAPÍTULO 8
Botellas rotas
LUCILLE ARAÑÓ LA PUERTA del dormitorio de Amma, que se abrió ligeramente. Me deslicé por la abertura justo detrás del gato.
El dormitorio de Amma tenía mejor y peor aspecto que la última vez que lo había visitado, la noche en que salté del depósito de agua. Esa noche, los tarros de sal, las piedras del río y el polvo de tumbas —los ingredientes de muchos de los hechizos de Amma— faltaban de su lugar en las estanterías, junto con dos docenas, como mínimo, de botellas diferentes. Sus libros de «recetas» estaban desperdigados por el suelo, sin que hubiera un solo amuleto o muñeca a la vista.
La habitación era un reflejo del estado de ánimo de Amma, perdido y desesperado, de tal forma que me dolía recordarlo.
Pero hoy el cuarto presentaba un aspecto totalmente diferente, hasta donde yo podía apreciar, la atmósfera aún estaba inundada de lo que ella sentía en su interior, las cosas que no quería que nadie más viera. La puertas y las ventanas estaban cubiertas de amuletos, pero si bien los viejos talismanes de Amma eran tan efectivos como solían, estos parecían todavía mejores: había piedras intrincadamente dispuestas alrededor de la cama, pequeños haces de espino atados alrededor de las ventanas, sartas de cuentas decoradas con pequeños santos de plata y símbolos enlazados alrededor de los postes de la cama.
Se había tomado muchas molestias para mantener lo que fuera a raya.
Los frascos se apilaban igual a como recordaba, pero las estanterías ya no estaban vacías. Numerosas botellas rotas de cristal marrón, verde y azul se alineaban en ellas. Las reconocí de inmediato.
Eran las mismas del árbol de botellas de nuestro jardín delantero.
Seguramente Amma las había quitado. Tal vez ya no tuviera miedo de los malos espíritus. O puede que no quisiera atrapar a uno equivocado.
Las botellas estaban vacías, cada una tapada con su correspondiente corcho. Rocé una de las pequeñas, de un azul verdoso con una larga grieta en un lado. Lentamente, y con tanto esfuerzo como si estuviera empujando el Cacharro de Link colina arriba hasta Ravenwood en un día de verano, retiré el corcho de la boca de la botella, y la habitación empezó a desvanecerse…
El sol calentaba con fuerza, una húmeda bruma emergía del agua como un fantasma. Pero la pequeña niña con las trenzas bien peinadas sabía lo que pasaba. Los fantasmas estaban hechos de algo más que vapor y bruma. Eran tan reales como ella misma, esperando a que su anciana abuela o sus tías los llamaran. Y eran exactamente igual que los seres vivos.
Algunos eran amistosos, como las niñas que jugaban con ella a la rayuela o al juego de cordeles. Y otros eran odiosos, como el viejo que merodeaba alrededor del cementerio de Wader’s Creek siempre que tronaba. En cualquier caso, los espíritus podían ser atentos o muy irritables, dependiendo de su humor y de lo que tuvieras que ofrecer. Nunca estaba de más llevarles un regalo. Su retatarabuela se lo había enseñado.
La casa estaba justo en la cima de la colina, sobre el arroyo, como un desgastado faro azul que guiaba tanto a los muertos como a los vivos de vuelta a casa. Siempre había una vela encendida en la ventana en cuanto oscurecía, unas campanillas sobre la puerta, y una tarta de nueces sobre la mecedora por si acaso aparecía alguna visita, lo que sucedía muy a menudo.
La gente llegaba desde muy lejos para ver a Sulla, la Profetisa. Así es como llamaban a su retatarabuela, debido a sus numerosos auspicios que se hacían realidad. Algunas veces incluso dormían en el pequeño parterre de hierba delante de su casa, esperando su oportunidad para verla.
Pero, para la niña, Sulla era simplemente la mujer que le contaba historias y le había enseñado a hacer encaje y masa quebrada con mantequilla. La mujer con el gorrión que entraba volando por la ventana para posarse sobre su hombro, como si fuera la rama de un viejo roble.
Cuando alcanzó la puerta principal, la niña se detuvo, alisándose el vestido antes de entrar.
—¿Abuela?
—Estoy aquí, Amarie. —Su voz era suave y profunda. «Cielo y miel», decían los hombres de la ciudad.
La casa sólo tenía dos habitaciones y un pequeño espacio para la cocina. La habitación principal era donde Sulla trabajaba, leyendo las cartas del tarot y las hojas de té, preparando amuletos y raíces para sanar. Había frascos para conservas por todas partes llenos de cualquier cosa, desde olmo escocés y manzanilla hasta plumas de cuervo y polvo de tumbas. En la balda inferior estaba uno de los tarros que Amarie tenía permiso para abrir lleno de caramelos envueltos en un grueso papel de cera. El doctor que vivía en Monk’s Corner los traía cada vez que aparecía para recoger algún ungüento o pedir alguna lectura especial.
—Amarie, ven aquí ahora mismo. —Sulla estaba extendiendo sobre la mesa un paquete de cartas en forma de abanico. No eran las cartas del tarot que le gustaba leer a las señoras de Gatlin o Summerville. Estas eran las cartas que su abuela guardaba para lecturas especiales—. ¿Sabes lo que es esto?
—Las Cartas de Providencia —asintió Amarie.
—Exacto. —Sulla sonreía, sus finas trenzas caían por encima de su hombro. Cada una de ellas estaba atada con un hilo de colores, un deseo que alguien que la había visitado anhelaba se hiciera realidad—. ¿Sabes en qué se diferencian de las cartas del tarot?
Amarie sacudió la cabeza. Sabía que las imágenes eran diferentes: el cuchillo manchado de sangre, las figuras de los gemelos mirándose entre sí con las palmas unidas.
—Las Cartas de Providencia dicen la verdad, el futuro, aunque hay días en que no me gusta verlo. Todo depende de a quién se lo esté leyendo.
La pequeña niña estaba confusa. ¿Acaso las cartas del tarot no mostraban el verdadero futuro si una poderosa adivina las interpretaba cuando estaban desplegadas?
—Creí que todas las cartas mostraban la verdad si sabías cómo interpretarlas.
El gorrión apareció volando por la ventana abierta y se posó sobre el hombro de la anciana.
—Existe una verdad a la que puedes enfrentarte y una verdad a la que no puedes. Ven aquí y siéntate, voy a enseñarte lo que quiero decir. —Sulla barajó las cartas, la Reina Furiosa desapareció en el montón detrás del Cuervo Negro.
Amarie se acercó hasta el otro lado de la mesa y se sentó en el mismo viejo taburete en el que tantas personas esperaban para conocer su destino.
Sulla giró su muñeca, desplegando las cartas con un ágil movimiento. Sus collares se enredaban alrededor de su garganta: amuletos de plata mezclados con imágenes que Amarie no reconocía, cuentas de madera pintadas a mano intercaladas entre fragmentos de piedra, cristales de colores que atrapaban la luz cuando Sulla se movía. Y la favorita de Amarie: una suave piedra negra ensartada con un trozo de cuerda que descansaba en el hueco del cuello de Sulla.
La abuela Sulla la llamaba «el ojo».
—Y ahora presta atención, pequeña —indicó Sulla—. Algún día tú también harás esto, y yo estaré susurrándote con el viento.
A Amarie le gustó cómo sonaba aquello.
Sonrió y sacó la primera carta.
Los bordes de la visión se difuminaron, y la fila de botellas de colores apareció ante mi vista. Aún estaba tocando el agrietado cristal azul verdoso y el corcho que había desatado la memoria, uno de los peligrosos secretos encerrados que Amma no quería que escaparan al mundo. Pero este no parecía en absoluto peligroso, salvo tal vez para ella.
Todavía podía ver a Sulla enseñándole las Cartas de Providencia, las cartas que algún día formarían el despliegue en el que se mostraría mi muerte.
Contemplé el aspecto de las cartas, especialmente los gemelos, enfrentados. El Alma Fracturada. Mi carta.
Pensé en la sonrisa de Sulla y lo pequeña que parecía comparada con su gigantesca presencia como espíritu. Sin embargo, llevaba las mismas trenzas intrincadas y las pesadas sartas de cuentas ondeando alrededor de su cuello tanto en la vida como en la muerte. Excepto la cuerda con la piedra negra, esa no la recordaba.
Bajé la vista a la botella vacía, volviendo a poner el corcho y dejándola en la balda con las otras. ¿Contendrían todas estas botellas recuerdos de Amma? ¿De fantasmas que la acechaban de un modo que no hacían los espíritus?
Me pregunté si la noche de mi muerte estaría en una de esas botellas, atrapada, donde no pudiera escapar.
Confíe en que así fuera por el bien de Amma.
Entonces oí un crujido en las escaleras.
—Amma, ¿estás en la cocina? —Era mi padre.
—Aquí estoy, Mitchell. Justo en el mismo sitio de siempre antes de cenar —contestó Amma. Su voz no sonaba normal, pero dudé que mi padre lo hubiera advertido.
Seguí el sonido de sus voces de vuelta por el vestíbulo. Lucille estaba sentada en el otro extremo esperándome, con su cabeza inclinada hacia un lado. Permaneció sentada muy recta hasta que estuve a escasos centímetros de ella, y luego se levantó y salió.
Gracias, Lucille.
Había cumplido con su trabajo, y había acabado conmigo. Probablemente tendría un buen cuenco de leche y un mullido cojín esperándola delante de la televisión.
Me dije que la próxima vez ya no se asustaría tanto al verme.
Cuando doblé la esquina, encontré a mi padre sirviéndose un vaso de té frío.
—¿Ha llamado Ethan?
Amma se tensó, con su cuchillo apoyado sobre una cebolla, pero mi padre no pareció darse cuenta. Ella empezó a trocearla.
—Caroline lo tiene muy ocupado atendiéndola. Ya sabes cómo es, elegante y descarada, igual que lo era su madre.
Mi padre se rio, sus ojos se arrugaron en los extremos.
—Eso es cierto, y también es una paciente terrible. Debe de estar volviendo loco a Ethan.
Mi madre y tía Prue no bromeaban. Mi padre se hallaba bajo la influencia de un poderoso hechizo. No tenía ni idea de lo sucedido. Me pregunté cuántos miembros de la familia de Lena habrían sido necesarios para ponerlo en marcha.
Amma alargó el brazo para coger una zanahoria, cortando el extremo antes incluso de haberla apoyado sobre la tabla de cortar.
—Una cadera rota es mucho peor que una gripe, Mitchell.
—Lo sé…
—¿Qué es todo ese alboroto? —Preguntó la tía Mercy desde el salón—. Estamos tratando de ver Jeopardy.
—Mitchell, ven aquí ahora mismo. Mercy no es nada buena con las preguntas de música. —Esa era la tía Grace.
—Tú eres quien cree que Elvis Presley aún sigue vivo —replicó la tía Mercy.
—Desde luego que sí. Es capaz de bailar cualquier ritmo que le pongan —gritó la tía Grace, captando como mucho una de cada tres palabras—. Mitchell, date prisa. Necesito un testigo. Y de paso, trae un poco de tarta para acá.
Mi padre estiró el brazo para coger la tarta de chocolate de la encimera, que aún estaba caliente del horno. Cuando desapareció por el vestíbulo, Amma dejó de trocear la cebolla y acarició el gastado amuleto de oro de su collar. Se la veía triste y rota, agrietada como las botellas que se alineaban en las estanterías de su dormitorio.
—Acuérdate de hacerme saber si Ethan llama mañana —gritó mi padre desde el salón.
Amma se quedó mirando fijamente hacia la ventana durante un buen rato antes de hablar, apenas un murmullo que sólo yo pude escuchar.
—No lo hará.