CAPÍTULO 7

Crucigramas

MIENTRAS VEÍA A LINK y Lena desaparecer hacia Ravenwood, comprendí que había otro lugar al que necesitaba ir, otra persona a la que necesitaba ver antes de regresar. Ejercía como dueña de Wate’s Landing mucho más de lo que cualquier Wate lo haría nunca. Protegiendo el lugar con sus propios conjuros.

Una parte de mí temía hacerlo, imaginando lo desolada que estaría. Pero, fuera como fuera, necesitaba verla.

Habían ocurrido cosas malas.

Eso ya no podía cambiarlo, por mucho que quisiera.

Sentía que todo estaba mal, y haber visto a Lena no había mejorado esa sensación.

Como diría la tía Prue: todo estaba patas arriba.

Ya fuera en este mundo o en el otro, Amma era la única persona que siempre me ponía firme.

Me senté en el bordillo al otro lado de la calle, esperando a que el sol desapareciera. No terminaba de decidirme y permanecí como paralizado. No quería hacerlo. Quería observar cómo el sol se ocultaba tras la casa, tras las cuerdas del tendal, los viejos árboles y el seto. Quería ver cómo los rayos de sol se iban desvaneciendo y las luces de la casa encendiendo. Esperé a ver la familiar luz en el despacho de mi padre, pero aún seguía oscuro. Debía estar dando clases en la universidad, como si nada hubiera sucedido. Lo que probablemente era bueno, incluso positivo. Me pregunté si todavía seguiría trabajando en su libro sobre la Decimoctava Luna, salvo que el restablecimiento del Orden hubiera acabado también con todo aquello.

Sin embargo, había luz tras la ventana de la cocina.

Amma.

Una segunda luz parpadeó tras la pequeña ventana cuadrada de al lado. Seguramente las Hermanas estaban viendo alguno de sus concursos televisivos.

Entonces, en la menguante luz, observé algo extraño. No había botellas en nuestro viejo mirto. Aquel en el que Amma solía colgar boca abajo botellas rotas para atrapar cualquier espíritu maligno que pasara por allí y así evitar que entraran en la casa.

¿Dónde estarían las botellas? ¿Por qué ya no las necesitaba?

Me levanté y traté de acercarme un poco más. A través de la ventana de la cocina vislumbré a Amma sentada ante la vieja mesa de madera, probablemente haciendo algún crucigrama. Imaginé los súperafilados lápices del número 2 garabateando, casi podía oírlos.

Crucé el césped y me quedé en el sendero, justo delante de la ventana. Por una vez pensé que era una buena cosa que nadie pudiera verme, porque en Gatlin curiosear tras las ventanas de noche era motivo suficiente para que hasta la gente decente quisiera sacar sus escopetas. Claro que había un montón de cosas por las que la gente de por aquí querría sacar sus escopetas.

Amma levantó la vista mirando hacia la oscuridad, como un ciervo ante los faros de un coche. Hubiera podido jurar que me vio. Pero entonces unos faros reales iluminaron detrás de mí, y comprendí que no era a mí a quien Amma miraba.

Era a mi padre con el viejo Volvo de mi madre, entrando derecho por el sendero y pasando por delante de mí. Como si yo no estuviera allí.

Lo que, en muchos sentidos, era cierto.

Me quedé de pie ante la misma fachada que durante tantos veranos había tenido que repintar, y alargué el brazo para tocar los brochazos junto a la puerta. Mi mano atravesó el muro.

Desapareció en el interior, igual que cuando empujaba la puerta encantada de la Lunae Libri, aquella que parecía una vieja reja.

Tiré de mi mano y me quedé contemplándola.

Por mí, perfecto.

Di un paso y me adentré en el muro de la casa donde quedé atrapado. De alguna forma parecía quemar, como si hubiera entrado en una chimenea encendida. Supongo que una cosa era poder de deslizar la mano, y otra muy distinta que mi cuerpo pudiera atravesar la casa.

Rodeé el edificio hasta la puerta principal. Nada. Ni siquiera podía introducir media pierna. Lo intenté con la ventana de encima de la mesa de la cocina, y con la que estaba sobre el fregadero. Probé con las ventanas traseras y las laterales, y con la pequeña gatera que Amma había instalado para Lucille.

No hubo suerte.

Entonces comprendí lo que estaba sucediendo, porque cuando regresé a la ventana de la cocina, conseguí distinguir lo que Amma estaba haciendo. No era el crucigrama del New York Times, ni siquiera el de Barras y Estrellas. Tenía una aguja en una mano, y no un lápiz, y un trozo de tela, en vez de un papel, en la otra. Estaba haciendo algo que le había visto hacer cientos de veces, y que no estaba dirigido a mejorar el vocabulario de nadie ni a mantener tu mente tan despierta como la de los ciudadanos de Nueva York.

Era algo que tenía que ver con mantener el alma de la gente a salvo, y al condado de Gatlin, seguro. Porque Amma estaba cosiendo un pequeño bulto de ingredientes en uno de sus infames saquitos de arpillera con conjuros, los mismos que solía encontrar en mis cajones o debajo del colchón y a veces incluso en mis bolsillos. Habida cuenta de que no podía poner un pie en la casa, debía de haber estado cosiéndolos sin descanso desde que salté del depósito de agua.

Como de costumbre, estaba utilizando sus hechizos para proteger Wate’s Landing, y no había forma alguna de atravesarlos. La hilera de granos de sal esparcidos por los alféizares era aún más gruesa de lo habitual. Por primera vez, no había duda de que sus absurdas protecciones mantenían la casa libre de espíritus. Por primera vez, advertí el extraño fulgor de la sal, como si lo que quiera que fuese que le diera energía se filtrara en el aire alrededor del cerco de las ventanas.

Genial.

Estaba comprobando la puerta mosquitera de detrás, cuando vi por el rabillo del ojo la escalera que llevaba al sótano de las conservas de Amma. Recordé la puerta secreta al fondo de la pequeña habitación con los estantes, aquella que probablemente se utilizó en el Ferrocarril Subterráneo. Traté de pensar dónde salía el túnel, el mismo en el que encontramos la Temporis Porta, la puerta mágica que llevaba al Custodio Lejano. Entonces recordé que la trampilla del túnel se abría al campo al otro lado de la carretera 9. Ya me había permitido salir antes de la casa; tal vez esta vez pudiera ayudarme a entrar.

Cerré los ojos y pensé en el lugar, con todas mis fuerzas. No me había funcionado antes, cuando traté de imaginarme en otra parte. Pero eso no significaba que no pudiera volver a intentarlo. Mi madre había dicho que así es como a ella le funcionaba. Tal vez lo único que tenía que hacer era imaginarme en otra parte con el suficiente convencimiento, y encontraría el camino. Algo parecido a los zapatos de rubíes en El mago de Oz, sólo que sin los zapatos.

Pensé en el recinto de la feria.

Pensé en las colillas de cigarrillo, las malas hierbas y la tierra dura con las marcas de las desaparecidas atracciones, y los remolques de los camiones.

Nada.

Volví a intentarlo. Todavía nada.

No estaba seguro de cómo lo haría un Sheer. Lo que me dejaba absolutamente atascado. Estuve a punto de renunciar y eché a andar, pensando que, si conseguía llegar hasta la carretera 9, podría subirme a la parte trasera de cualquier camioneta sin que el conductor se diera cuenta de nada.

Pero justo cuando todo parecía imposible, pensé en Amma. Pensé en lo mucho que deseaba entrar en mi casa hasta el punto de que casi podía saborearlo, como un buen plato del estofado de Amma. Pensé en lo mucho que la echaba de menos, y en cómo deseaba abrazarla, escuchar uno de sus sermones y deshacer el lazo de su delantal, como había hecho toda mi vida.

En el momento en que todos esos pensamientos tomaron forma en mi mente, mis pies empezaron a zumbar. Bajé la vista pero no pude verlos. Me sentía como si hubiera echado una pastilla efervescente en un vaso de agua, como si todo a mi alrededor estuviera burbujeando y siseando.

Y luego desaparecí.

Me encontraba de pie en el túnel, justo frente a la Temporis Porta. La vieja puerta tenía el mismo aspecto prohibido en la muerte del que había tenido en vida, y me sentí feliz al dejarla atrás mientras me abría paso a través del túnel hacia Wate’s Landing. Sabía adónde me dirigía incluso en la oscuridad.

Corrí todo el camino hasta casa.

Y no me detuve hasta atravesar la puerta de la despensa, subir la escalerilla y llegar a la cocina. Una vez superado el problema de la sal y los saquitos de hechizos, los muros no parecían un problema, o no uno muy grande.

Era como presenciar una de las interminables sesiones de diapositivas de las Hermanas, y encontrarte frente a la pantalla contemplando la centésima foto de un trasatlántico, para, de pronto, bajar la vista y descubrir que el barco está pasando por encima de ti. Esa es la sensación que me transmitía la pared. Una especie de proyección, tan irreal como una fotografía de alguien en su crucero a las Bahamas.

Amma no levantó la vista cuando me acerqué. Los tablones no crujieron por primera vez en la vida, lo que me hizo pensar en las miles de veces que aquello me hubiera venido bien —cuando intentaba salir furtivamente de casa por la puerta de la cocina, lejos de los vigilantes ojos de Amma. Era como esperar un milagro, e incluso así casi nunca funcionaba.

Habría sido estupendo poder echar mano de algunas habilidades de los Sheer cuando estaba vivo. Ahora daría cualquier cosa porque alguien supiera que estaba ahí. Es curioso cómo funcionan las cosas. Como suele decirse, supongo que tienes que tener mucho cuidado con lo que realmente deseas.

Entonces me detuve en seco. Bueno, lo que realmente me paralizó fue el olor que salía del horno.

Porque la cocina olía como el cielo, o al menos de la forma que debería oler el cielo, dado que últimamente no dejaba de pensar en él. Los dos mejores olores de la tierra. La chuleta de cerdo con salsa Carolina Gold era uno de ellos. Habría reconocido la famosa mezcla de mostaza dorada y salsa barbacoa de Amma en cualquier parte, por no mencionar el cerdo cocinado a fuego lento, que se deshacía al más mínimo roce del tenedor.

El otro olor era a chocolate. Pero no un chocolate cualquiera, sino el más espeso y oscuro de los alrededores, lo que significaba que Amma estaba preparando su tarta de chocolate, mi favorita entre todos sus postres. Aquella que nunca hacía para los concursos, ferias o incluso para familiares que se la pedían, porque sólo era para mí, por mi cumpleaños, cuando sacaba buenas notas o tenía un mal día.

Era mi tarta, igual que la de merengue de limón era la del tío Abner.

Me desplomé en la silla que tenía más cerca frente a la mesa, con la cabeza apoyada en las manos. No obstante, esa tarta no era para que yo la comiera. Era una ofrenda. Algo que llevar a Greenbrier y dejar en mi tumba.

La idea de esa tarta de chocolate abandonada sobre la tierra húmeda junto a la pequeña cruz de madera hizo que se me revolviera el estómago.

Mi situación era peor que estar muerto.

Me había convertido en uno de los Antepasados, aunque sin ninguno de sus poderes.

El cronómetro con forma de huevo sonó, y Amma apartó su silla, pinchando la aguja en el saquito una última vez y dejándolo caer sobre la mesa.

—No queremos que tu pastel se seque, ¿no es cierto, Ethan Wate? —Amma se acercó a abrir la puerta del horno, y una ola de calor y aroma a chocolate irrumpió en la cocina. Se puso sus manoplas guateadas e introdujo las manos tan al fondo que creí que iba a incendiarse. Entonces sacó la tarta con un suspiro, prácticamente arrojándola sobre los quemadores.

—Será mejor dejar que se enfríe. No quiero que mi chico se queme la boca.

Lucille, que había olfateado el olor a comida, apareció en la cocina. Con un ágil salto se subió a la mesa, como hacía siempre, para tener la mejor posición posible.

Cuando me vio ahí sentado, soltó un espantoso maullido. Sus ojos me fulminaron con la mirada, como si hubiera hecho algo terriblemente ofensivo.

Vamos, Lucille. ¡Qué nos conocemos desde hace mucho!

—¿Qué pasa, vieja amiga? ¿Tienes algo que decir?

Lucille volvió a maullar. Estaba tratando de llamar la atención de Amma. Al principio, pensé que sólo intentaba dar la lata. Pero luego comprendí que me estaba haciendo un favor.

Amma estaba escuchando. Más que escuchar, estaba escrutando y mirando por toda la habitación.

—¿Quién anda ahí?

Volví a mirar a Lucille y sonreí, alargando el brazo para rascarle la cabeza. Ella se enroscó bajo mi mano.

Amma barrió la cocina con su ojo de halcón.

—No te atrevas a entrar en mi casa. No quiero que tu espíritu merodee por aquí. Aquí no queda nada más que llevarse. Unas cuantas ancianas y corazones rotos nada más. —Extendió lentamente el brazo hacia la jarra que estaba sobre la encimera y agarró la Amenaza Tuerta.

Ahí estaba. Su arma letal, su todopoderosa cuchara de la justicia. El agujero en el centro parecía más que nunca un ojo que todo lo ve. Y no tuve duda de que podía ver, casi tan bien como Amma. Fuera el que fuese el estado en el que me encontraba, podía sentir con total nitidez que el objeto era extremadamente poderoso. Al igual que la sal, la cuchara parecía brillar, dejando una estela de luz cada vez que la ondeaba en el aire. Supongo que las cosas con energía podían adoptar todas las formas y tamaños imaginables. Y cuando se trataba de la Amenaza Tuerta, yo era el último en poner en duda los poderes que tenía.

Me revolví incómodo en la silla. Lucille me lanzó otra mirada, bufando. Estaba empezando a cansarme. Me dieron ganas de bufarle en su cara.

Estúpido gato. Esta aún es mi casa, Lucille Ball.

Amma miró en mi dirección, como si pudiera ver directamente dentro de mis ojos. Resultaba espeluznante comprobar lo cerca que estaba de intuir donde me encontraba. Levantó la cuchara por encima de los dos.

—Ahora escúchame. No me gusta que metas las narices en mi cocina, sin permiso. Así que o bien sales ahora mismo de mi casa, o te presentas, ¿me has oído? No pienso consentir que irrumpas en esta familia. Ya he tenido que soportar suficientes cosas.

No me quedaba mucho tiempo. A decir verdad, el olor del saquito con el hechizo me estaba poniendo malo, y no tenía demasiada experiencia en encantamientos, si es que podían llamarse así. Estaba completamente fuera de mis habilidades.

Miré fijamente la tarta de chocolate. No quería comerla, pero sabía que tenía que hacer algo con ella. Algo para que Amma entendiera, igual que había hecho con Lena y el botón de plata.

Cuanto más pensaba en la tarta, más claro veía lo que tenía que hacer.

Di un paso hacia Amma y su pastel, esquivando la agresiva cuchara, y planté mi mano en la tarta, con toda la fuerza que pude. No fue fácil, sentí como si estuviera intentando dejar mi huella en el cemento de Hollywood unos momentos antes de que este se solidificara en la acera.

Pero aun así lo hice.

Arranqué un buen trozo de tarta de chocolate, dejando que esta se desmoronara por un lado y su contenido se esparciera hasta el quemador. Incluso podría haberle dado un buen bocado, que era más o menos lo que parecía el agujero en el lateral de la tarta.

Un enorme y fantasmal mordisco.

—¡No! —gritó Amma, contemplándola fijamente con ojos abiertos como platos mientras con una mano sujetaba la cuchara y con la otra el delantal—. Ethan Wate, ¿eres tú?

Asentí, a pesar de que no podía verme. Sin embargo, algo debió de notar, porque dejó caer la cuchara y se desplomó en una silla frente a mí, permitiendo que las lágrimas afloraran a sus ojos, como un bebé al verse solo en el cuarto habilitado como guardería de la iglesia.

Conseguí escucharla a través de las lágrimas.

Era apenas un susurro, pero me llegó con tanta claridad como si estuviera gritando mi nombre.

—Mi chico.

Sus manos temblaban mientras se aferraba al borde de la vieja mesa. Puede que Amma fuera una de las mejores Videntes de las tierras bajas, pero también era una Mortal.

Y yo me había convertido en otra cosa.

Posé mis manos sobre las suyas, y hubiera podido jurar que deslizó sus dedos entre los míos. Estaba acunándose ligeramente en la silla, igual que hacía cuando cantaba un himno que le gustaba o estaba a punto de terminar un crucigrama especialmente difícil.

—Te echo de menos, Ethan Wate. Más de lo que imaginas. No soy capaz de hacer mis crucigramas. No puedo recordar cómo hacer el estofado. —Se pasó una mano por los ojos, dejándola sobre la frente como si tuviera dolor de cabeza.

Yo también te echo de menos, Amma.

—No te vayas muy lejos de aquí, todavía no. ¿Me has oído? Tengo un par de cosas que decirte, uno de estos días.

No lo haré.

Lucille se lamió la pata, pasándola por encima de sus orejas. Bajó de la mesa y maulló una última vez. Luego empezó a caminar fuera de la cocina, deteniéndose solamente para mirarme. Podía escuchar lo que estaba diciendo con tanta claridad como si me estuviera hablando.

¿Y bien? Vienes de una vez. Me estás haciendo perder el tiempo, chico.

Me volví para abrazar a Amma, pasando mis largos brazos alrededor de su pequeña silueta, como había hecho tantas veces antes.

Lucille se paró y ladeó la cabeza, esperando. Entonces hice lo que siempre hacía cuando se trataba de ella. Me levanté de la mesa y la seguí.