CAPÍTULO 34

Las crónicas Caster

ANGELUS SALIÓ precipitadamente de la habitación, con los otros Guardianes pisándole los talones.

Dejé escapar el aire que había estado conteniendo.

—¿Adónde van?

—Tienen que darte una oportunidad, o serán tachados de injustos.

—¿Tachados de injustos? —¿Lo decía en serio?—. ¿Estás diciendo que nunca nadie se ha dado cuenta de cómo son?

—Temen al Consejo. Nadie se atreve a cuestionarlo —declaró Xavier—. Pero por encima de todo son orgullosos. Especialmente Angelus. Desea que sus seguidores piensen que te está dando una oportunidad.

—¿Pero no es así?

—Ahora eso depende de ti. —Xavier se volvió con algo parecido a una expresión de tristeza en lo que quedaba de su rostro humano—. No puedo ayudarte. No más allá de esto, amigo mío.

—¿De qué estás hablando?

—No voy a entrar ahí. No puedo —repuso—. No en La Cámara de las Crónicas.

Por supuesto. La habitación que albergaba el libro. Tenía que estar cerca.

Miré la hilera de puertas más allá de donde estábamos que jalonaban uno de los laterales de la habitación. Me pregunté cuál de ellas desembocaría en el final de mi viaje, o en la muerte de mi alma.

—¿Tú no puedes entrar ahí dentro? ¿Y yo sí? No vayas a dejarme tirado ahora —bajé la voz—. Acabas de enfrentarte a Angelus. Has hecho un trato con el diablo. Eres mi héroe.

—No soy ningún héroe. Como he dicho, soy tu amigo.

Xavier no podía hacerlo. ¿Quién podría culparle? La Cámara de las Crónicas debía de ser una especie de casa de los horrores para él. Y ya había corrido demasiado peligro.

—Gracias, Xavier. Eres un gran amigo. Uno de los mejores. —Le sonreí. La mirada que me devolvió encerraba toda una lección.

—Este es tu viaje, hombre muerto. Sólo tuyo. Yo no puedo llegar más lejos. —Posó su brazo sobre mi hombro, presionando pesadamente.

—¿Por qué tengo que hacerlo todo solo? —Tan pronto como lo dije supe que no era cierto.

Los Antepasados me habían puesto en el camino.

La tía Prue se había asegurado de que tuviera una segunda oportunidad.

Obidias me había contado todo cuanto necesitaba saber.

Mi madre me había dado la fuerza para hacerlo.

Amma velaba por mí, y cuando me encontró, creyó.

Lena me había enviado el Libro de las Lunas, contra todo pronóstico, directamente desde el otro lado del universo. La tía Marian y Macon, Link y John y Liv estaban allí con Lena cuando yo no podía estar.

Incluso el Maestro del Río y Xavier me habían ayudado a seguir adelante, cuando en todo momento hubiera sido mucho más sencillo renunciar y darme la vuelta.

Nunca había estado solo. Ni siquiera un minuto.

Tal vez fuera un Wayward, pero mi camino estaba plagado de gente que me quería. Ellos eran el único camino que conocía.

Podía hacerlo.

Tenía que hacerlo.

—Lo entiendo —respondí—. Gracias, Xavier. Por todo.

Él asintió.

—Volveremos a encontrarnos, Ethan. Te veré la próxima vez que cruces el río.

—Espero que no pase mucho tiempo.

—Yo también lo espero, amigo mío. Por ti más que por mí. —Por un instante creí que me estaba guiñando un ojo—. Pero me mantendré ocupado coleccionando y contando hasta tu regreso.

No dije nada más y él se deslizó a través de las sombras de vuelta al mundo en el que nada sucedía y los días se confundían con las noches.

Confié en que me recordara.

Estaba casi seguro de que no lo haría.

Una a una fui tocando la hilera de puertas delante de mí con la mano. Algunas tenían un tacto tan frío como el hielo. En otras no sentí nada, únicamente la madera. Pero hubo una que latió bajo las yemas de mis dedos.

Sólo una me quemó al tacto.

Supe que era la puerta correcta antes de ver los reconocibles círculos Caster tallados en la madera de serbal, igual que en la Temporis Porta.

Esta era la puerta que daba al corazón del Gran Custodio. El único lugar en el que el hijo de Lila Jane Evers Wate encontraría instintivamente su camino, ya fuera o no un Wayward.

La biblioteca.

Mientras me abría paso a través de las macizas puertas justo enfrente de la Temporis Porta, supe que era hora de acometer la parte más peligrosa de mi viaje.

Angelus estaría esperando.

Las puertas no eran más que el principio. En el momento en que penetré en el interior de la cámara, me encontré en medio de una habitación casi totalmente reflectante. Si se suponía que debía ser una biblioteca, era la más extraña que había visto nunca.

Las desintegradas piedras bajo mis pies, las ásperas paredes de roca, el techo y el suelo del que brotaban estalactitas y estalagmitas mientras la habitación se curvaba sobre sí misma, todo parecía construido con algún tipo de gema transparente, tallada en miles de facetas imposibles que reflejaban la luz en todas las direcciones. Era como si estuviera dentro uno de los once joyeros de la colección de Xavier.

Aunque menos claustrofóbico. Una pequeña abertura en el techo dejaba pasar la suficiente luz natural como para sumir toda la habitación en un deslumbrante resplandor. El efecto me recordó a la cueva de las mareas donde nos encontramos por primera vez con Abraham Ravenwood, la noche de la Decimoséptima Luna de Lena. En el centro de esta habitación, había un estanque de agua del tamaño de una piscina. La masa lechosa de agua blanca se agitaba como si hubiera fuego por debajo. Tenía el mismo color que los ojos invidentes y opacos de Sarafine, antes de morir…

Me estremecí. No podía pensar en ella, ahora no. Tenía que centrarme en sobrevivir a Angelus. En derrotarle. Respiré hondo y traté de concentrarme en lo que me había llevado hasta allí. ¿Con qué me estaba enfrentando?

Mis ojos se fijaron en el burbujeante líquido blanco. En medio del estanque, una pequeña franja de tierra rosada sobresalía del agua, como una minúscula isla.

En el centro de la isla había un pedestal.

En el pedestal había un libro, rodeado de velas que titilaban con extrañas llamas verdes y doradas.

El libro.

No necesitaba que nadie me dijera qué libro era, o qué estaba haciendo allí. Ni tampoco el motivo por el que toda una biblioteca estaba consagrada a un solo libro, rodeado por un foso.

Sabía exactamente por qué el libro estaba allí, y por qué estaba yo.

Era la única parte de todo ese peregrinaje que entendía. La única cosa que estaba perfectamente clara desde el momento en que Obidias Trueblood me contó la verdad sobre lo que me había sucedido. Eran Las Crónicas Caster, y yo estaba allí para destruir mi página. La que me había matado. Y tendría que hacerlo antes de que Angelus pudiera detenerme.

Después de todo lo que había aprendido sobre ser un Wayward y encontrar mi camino, aquí es adonde conducía. No había otro camino que tomar, ningún otro sendero que encontrar.

Estaba al final.

Y todo lo que deseaba era regresar.

Pero primero tenía que llegar a esa isla, a ese pedestal y a Las Crónicas Caster. Tenía que hacer lo que había venido a hacer.

Un grito desde el otro lado de la habitación me hizo dar un respingo.

—Chico Mortal. Si te vas ahora, te dejaré tu alma. ¿Qué te parece ese desafío? —Angelus surgió al otro lado del estanque. Me pregunté cómo habría llegado hasta allí, y deseé secretamente que hubiera tantas formas de abandonar esta habitación como las que había de acceder a ella.

O al menos, tantas formas de volver a casa.

—¿Mi alma? No, no lo harás. —Me quedé al borde de la piscina y lancé una piedra a la burbujeante agua, observando cómo desaparecía. No era ningún estúpido. Sabía que él nunca me dejaría marchar. Terminaría como Xavier o Sarafine. Con alas negras o los ojos blancos, no es que hubiera mucha diferencia. Al final, todos estábamos atados por sus cadenas, pudiéramos verlas o no.

Angelus sonrió.

—¿No? Supongo que es cierto. —Hizo un gesto con la mano, y una docena de piedras surgieron en el aire a su alrededor saliendo disparadas hacia mí, una tras otra, y golpeándome con extraordinaria puntería. Me llevé los brazos a la cara cuando uno de aquellos proyectiles pasó rozándome.

—Muy maduro. ¿Ahora qué piensas hacer? ¿Atarme y plantarme en tu viejo patio de huesos? ¿Cegarme y encadenarme como a un animal?

—No te sobreestimes. No quiero una mascota Mortal. —Trazó un círculo con el dedo y el agua empezó a girar en una especie de remolino—. Simplemente te destruiré. Será lo más sencillo para todos nosotros, aunque no suponga un gran desafío.

—¿Por qué torturaste a Sarafine? No era Mortal. ¿Por qué molestarse? —grité.

Tenía que saberlo. Sentía como si nuestros destinos estuvieran de alguna forma entrelazados: el mío, el de Sarafine, el de Xavier, y el de todos los Mortales y Caster que Angelus había destruido.

¿Qué éramos nosotros para él?

—¿Sarafine? ¿Era ese su nombre? Ya casi la había olvidado. —Angelus se rio—. ¿Acaso esperas que me preocupe de cada Caster Oscuro que acaba aquí?

El agua se agitó con virulencia. Me arrodillé y la toqué con una mano. Estaba gélida y un poco viscosa. No quería nadar a través de ella, pero era incapaz de discernir si había otra forma de cruzar.

Levanté la vista hacia Angelus. No sabía en qué acabaría concretándose todo este rollo del desafío, pero pensé que lo mejor sería hacerle hablar hasta que lo averiguara.

—¿Acaso ciegas a cada Caster Oscuro y les haces luchar hasta la muerte?

Volví a mirar el agua. Se rizaba suavemente donde la había tocado, volviéndose clara y tranquila.

Angelus se cruzó de brazos sonriendo.

Mantuve mi mano en el agua mientras la corriente transparente se extendía por toda la piscina, aunque mi mano se estaba quedando entumecida. Por fin pude distinguir lo que había realmente bajo la lechosa superficie.

Cadáveres. Igual a los que había en el río.

Flotando boca arriba, con el cabello verde y los labios azules, sus rostros como máscaras sobre sus abotargados cuerpos muertos.

Como yo —pensé—. Ese es el aspecto que debo tener ahora mismo. En alguna parte, donde aún tengo un cuerpo.

Escuché a Angelus reírse. Pero apenas conseguía oírle, y mucho menos pensar. Tenía ganas de vomitar.

Me aparté del agua. Sabía que estaba intentando asustarme, y decidí no volver a mirarla.

Mantén tu mente en Lena. Consigue la página y podrás volver a casa.

Angelus observaba, riéndose cada vez más fuerte. Me llamaba como si yo fuera un niño.

—No tengas miedo. Tu muerte final no tiene por qué ser así. Sarafine falló al cumplir las tareas que se le habían encomendado.

—Así que ahora sabes su nombre. —Mostré una sonrisa.

Él me miró fijamente.

—Sé que me falló.

—¿A ti y a Abraham?

Angelus se puso tenso.

—Felicidades. Veo que has estado escarbando en asuntos que no te conciernen. Lo que significa que no eres más listo que el primer Ethan Wate que visitó el Gran Custodio. Y que no estás mucho más cerca de ver al Caster Duchannes al que amas de lo que lo estaba él.

Todo mi cuerpo se quedó paralizado.

Por supuesto. Ethan Carter Wate había estado aquí. Genevieve me lo había dicho.

No quería preguntar, pero tenía que hacerlo.

—¿Qué le hiciste?

—¿Tú qué crees? —Una sádica sonrisa se extendió en el rostro de Angelus—. Trató de llevarse algo que no le pertenecía.

—¿Su página?

Con cada pregunta, el Guardián parecía más satisfecho. Podría jurar que se estaba divirtiendo.

—No. La de Genevieve, la chica Duchannes a la que amaba. Quería retirar la maldición que ella había hecho caer sobre sí misma y sobre los descendientes Duchannes que vendrían tras ella. Y en cambio, perdió su estúpida alma.

Angelus bajó la vista al agua burbujeante. Asintió, y un único cuerpo emergió a la superficie. Unos ojos vacíos enormemente parecidos a los míos me miraron fijamente.

—¿Te resulta familiar, Mortal?

Conocía ese rostro. Lo habría reconocido en cualquier parte.

Era el mío. O mejor dicho, el suyo.

Ethan Carter Wate aún llevaba el uniforme confederado con el que murió.

Mi corazón se desplomó. Genevieve no volvería a verlo nunca, ni en este mundo ni en ninguno otro. Había muerto dos veces, como yo. Pero nunca volvería a casa. Nunca rodearía a Genevieve con sus brazos, ni siquiera en el Más Allá. Había intentado salvar a la mujer a la que amaba, y a Sarafine, Ridley y Lena y el resto de los Caster que vinieran después de ellas en la familia Duchannes.

Y había fracasado.

Lo cual no hacía que me sintiera mejor. No mientras estuviera de pie donde me encontraba. Y no mientras dejara atrás a una chica Caster de la forma que ambos lo habíamos hecho.

—Tú también fracasarás. —Las palabras resonaron a través de la cámara.

Lo que significaba que Angelus me estaba leyendo la mente. Llegados a ese punto, casi resultaba el hecho menos sorprendente de todo lo que estaba ocurriendo en la habitación.

Y sabía lo que tenía que hacer.

Traté de vaciar mi mente lo mejor que pude, imaginando el viejo campo con forma de diamante donde Link y yo solíamos practicar el béisbol infantil. Observé a Link lanzar una pelota en semifallo en la novena entrada mientras yo estaba en la base golpeando mi guante. Traté de visualizar al bateador. ¿Quién era? ¿Earl Petty mascando chicle debido a que el entrenador había prohibido el tabaco de mascar?

Luché para concentrar mi mente en el juego mientras mis ojos hacían otra cosa.

Vamos, Earl. Sácala fuera del parque.

Fijé los ojos en el pedestal, y luego en los cuerpos flotando a mis pies. Nuevos cuerpos continuaban emergiendo, entrechocándose unos con otros como sardinas en lata. No pasaría mucho tiempo antes de que estuvieran tan apiñados que ni siquiera me dejaran ver el agua.

Si esperaba un poco más, tal vez pudiera utilizarlos como escalones…

¡Para! ¡Piensa en el juego!

Pero era demasiado tarde.

—Yo que tú no lo intentaría. —Angelus me observaba desde el otro lado de la piscina—. Ningún Mortal puede sobrevivir en esa agua. Necesitas un puente para cruzar, y como puedes ver, ha sido retirado. Una precaución por motivos de seguridad.

Extendió su mano delante de él, retorciendo el aire en una corriente que me llegó por encima del agua.

Tuve que clavarme al suelo para mantenerme en pie.

—No recuperarás tu página. Morirás de la misma forma deshonrosa que tu tocayo. La muerte que todos los Mortales merecen.

—¿Por qué yo, y por qué él? ¿Por qué cualquiera de nosotros? ¿Qué te hemos hecho a ti, Angelus? —le grité por encima del viento.

—Eres inferior, nacido sin los dones de los Sobrenaturales. Nos obligáis a permanecer ocultos mientras vuestras ciudades y colegios se llenan de niños que crecerán para no hacer nada más que ocupar espacio. Habéis convertido nuestro mundo en una prisión. —El aire empezó a levantarse a medida que retorcía su mano con más fuerza—. Es absurdo. Como construir una ciudad para roedores.

Esperé, recreando aquel estúpido partido de béisbol —a Earl balanceándose, el chasquido del bate— hasta que las palabras se formaron, y pude pronunciarlas.

—Pero tú naciste Mortal. ¿En qué te convierte eso?

Sus ojos se agrandaron, su cara se transformó en una máscara de auténtica rabia.

—¿Qué es lo que has dicho?

—Ya me has oído. —Hice que mi mente volviera a la visión que había tenido, forzándome a recordar los rostros, las palabras. Xavier, cuando sólo era un Caster. Angelus cuando sólo era un hombre.

El viento arreció y me tambaleé, la punta de mis zapatillas se salpicó con el borde de la piscina llena de cuerpos. Intenté mantenerme firme, esperando que mis pies no resbalaran.

El rostro de Angelus se había vuelto aún más pálido que antes.

—¡No sabes nada! Mira lo que has sacrificado… ¿para salvar el qué? ¿Una ciudad llena de patéticos Mortales?

Cerré los ojos dejando que las palabras le alcanzarán.

Sé que naciste mortal. Todos esos experimentos no pueden cambiarlo. Conozco tu secreto.

Sus ojos se ensancharon, el odio asomó a su rostro.

—¡No soy un Mortal! ¡Nunca lo fui y nunca lo seré!

Conozco tu secreto.

El viento sopló aún más fuerte, y las rocas volvieron a volar por el aire, esta vez con más violencia. Traté de protegerme la cara mientras golpeaban mis costillas, estrellándose contra la pared de detrás. Un hilo de sangre resbaló por mi mejilla.

—Te desgarraré hasta hacerte jirones, Wayward.

Grité por encima del estruendo.

—Tal vez tengas poderes, Angelus, pero muy en el fondo, sigues siendo un Mortal, igual que yo.

No puedes utilizar fuerzas Oscuras como Sarafine y Abraham, ni Viajar como un Íncubo. No puedes cruzar sobre el agua mucho más de lo que pueda hacerlo yo.

—¡No soy un Mortal! —gritó.

Nadie puede.

—¡Embustero!

Demuéstralo.

Hubo un segundo, un terrible segundo, en el que Angelus y yo nos miramos a través del agua.

Entonces, sin decir palabra, Angelus se elevó en el aire, precipitándose por encima de los cadáveres de la piscina, como si no pudiera contenerse ni un momento más. Hasta ese punto llegaba su desesperación por mostrarme que era mejor que yo.

Mejor que un Mortal.

Mejor que cualquier otro que alguna vez intentara caminar sobre el agua.

Yo estaba en lo cierto.

Los cadáveres putrefactos estaban tan apiñados que corrió por encima de los cuerpos hasta que empezaron a moverse. Brazos estirándose para intentar atraparlo, cientos de manos hinchadas emergiendo de la superficie. No se parecía en nada al río que había tenido que cruzar para llegar aquí.

Este río estaba vivo.

Un brazo se enroscó en su cuello, tirando de él hacia abajo.

—¡No!

Me estremecí mientras su voz retumbaba contra las paredes.

Los cuerpos tiraban de su túnica desesperadamente, arrastrándole hacia el abismo de pérdida y miseria. Las mismas almas que había torturado, ahora le estaban ahogando.

Sus ojos se clavaron en los míos.

—¡Ayúdame!

¿Por qué debería?

De todas formas, no había nada que pudiera hacer, aunque hubiera querido. Sabía que esos cuerpos me ahogarían a mí también. Era un Mortal, igual que Angelus, o como mínimo una parte de él.

Nadie puede caminar sobre el agua, no de donde yo vengo. Nadie excepto el tipo del cuadro enmarcado en la clase de la escuela de verano.

Una pena que Angelus no fuera de Gatlin; de ser así, lo habría sabido.

Sus manos crispadas golpearon la superficie del agua hasta que no quedó nada salvo un mar de cuerpos. El hedor de la muerte estaba por todas partes. Era sofocante, y traté de taparme la boca, pero el característico olor a putrefacción y desechos era demasiado fuerte.

Sabía lo que había hecho. No era inocente. Como no lo era en la muerte de Sarafine y tampoco en esta. Estaba leyendo en mi mente y le había empujado a hacer esto, aunque fueron su odio y su orgullo los que le habían propulsado a la piscina.

Era demasiado tarde.

Un brazo putrefacto se enroscó alrededor de su cuello, y en pocos segundos había desaparecido bajo el mar de cuerpos. Era una muerte que no hubiera deseado para nadie.

Ni siquiera para Angelus.

O tal vez sólo para él.

En apenas un instante, la piscina se volvió de nuevo de un blanco lechoso, aunque ahora sabía lo que se escondía por debajo.

Me encogí de hombros.

—A fin de cuentas, el desafío no ha sido para tanto.

Tenía que encontrar el puente, o algo que pudiera utilizar para cruzar.

El astillado tablón no estaba demasiado escondido. Lo localicé en una alcoba a unos pocos metros de donde Angelus había estado de pie unos momentos antes. La madera estaba seca y crujía, lo que no era muy tranquilizador, considerando lo que acababa de presenciar.

Pero el libro estaba tan cerca.

Mientras deslizaba la tabla sobre la superficie del agua, casi podía sentir a Lena en mis brazos y escuchar a Amma gritándome. No podía pensar con claridad. Lo único que sabía es que tenía que atravesar el agua y volver con ellos.

Por favor. Dejadme cruzar. Lo único que quiero es volver a casa.

Tras ese pensamiento, inhalé hondo.

Entonces di un paso.

Y luego otro. Ahora estaba a metro y medio, tal vez un poco más.

A mitad de camino. Ya no había vuelta atrás.

El puente era sorprendentemente ligero, aunque crujía y se combaba con cada uno de mis pasos. Aun así, me había sostenido hasta entonces.

Respiré hondo.

Apenas un metro y medio más.

Un metro y veinte…

Escuché un estrépito como una ola por detrás de mí. El agua empezó a agitarse. Sentí un punzante dolor en mi pierna cuando esta cedió bajo mi peso. El viejo tablón chasqueó como un mondadientes roto.

Antes de que pudiera gritar, perdí el equilibrio, cayendo en el agua letal. Sólo que allí ya no había agua, o si la había yo no estaba en ella.

Estaba en los brazos de los muertos emergentes.

O aún peor.

Estaba cara a cara con el otro Ethan Wate. Tenía tanta parte de esqueleto como de hombre, pero ahora lo reconocí. Traté de apartarme, pero me agarró por el cuello con su huesuda mano. El agua chorreaba de su boca, donde debían haber estado sus dientes. Había tenido pesadillas menos terroríficas.

Volví la cabeza para evitar que el cadáver babeara en mi cara.

—¿Podría un Mortal formular un hechizo Ambulans Mortus? —Angelus se abrió paso a través de los muertos que se arremolinaban a mi alrededor, tirando de mis brazos y piernas en todas direcciones, con tal fuerza que pensé que iban a descoyuntar todos mis miembros—. ¿Desde debajo del agua? ¿Despertar a los muertos? —Se alzó triunfante en el suelo firme, delante del libro. Con más aspecto de loco del que nunca pensé que podría tener un Guardián chiflado—. El desafío se ha acabado. Tu alma es mía.

No contesté. No podía hablar. En su lugar, me encontré mirando los ojos vacíos de Ethan Wate.

—Ahora, traédmelo.

A la orden de Angelus, los cadáveres se irguieron de la apestosa agua, alzándome hasta la orilla. El otro Ethan me arrojó a tierra como si no pesara nada.

Al hacerlo, una pequeña piedra negra se escapó de mi bolsillo.

Angelus no lo advirtió. Estaba demasiado ocupado mirando al libro. Pero yo la vi claramente.

El ojo del río.

Había olvidado pagar al Maestro del Río.

Por supuesto. No podrías esperar cruzar el agua siempre que quisieras. No por estos lares. No sin pagar un precio.

Cogí la piedra.

Ethan Wate, el muerto, giró su cabeza hacia mí. La mirada que me lanzó —si es que podía llamarse así, considerando que apenas tenía ojos— me provocó un escalofrío a lo largo de la espalda. Sentí pena por él. Pero por nada en el mundo hubiera querido estar en su lugar.

Entre nosotros dos nos debíamos eso.

—Hasta pronto, Ethan —declaré.

Con el último resto de mis fuerzas, lancé la piedra al agua. Escuché cómo golpeaba, emitiendo únicamente un leve sonido.

Resultaba inapreciable, salvo que fueras yo.

O uno de los muertos.

Porque desaparecieron en breves segundos después de que la piedra golpeara en el agua. Casi tan rápido como lo que tardaría una piedra en hundirse hasta el fondo de una piscina de cuerpos.

Caí de espaldas en el minúsculo trecho de tierra seca, agotado, y durante un segundo, me sentí demasiado asustado para moverme.

Entonces vi a Angelus allí de pie, pegado al libro, leyendo a la luz de las parpadeantes llamas verdes y doradas.

Sabía lo que tenía que hacer. Y que no me quedaba mucho tiempo para hacerlo.

Me puse de pie.

Ahí estaba. Abierto sobre el pedestal, justo delante de mí.

Y también delante de Angelus.

LAS CRÓNICAS CASTER

Estiré la mano para tocar el libro, y los dedos me ardieron.

—¡No! —bramó Angelus, agarrando mi muñeca. Tenía los ojos brillantes, como si el libro tuviera algún poder extraño sobre él. Ni siquiera apartó la vista de la página. No estoy seguro de que pudiera.

Porque era su página.

Casi podía leerla desde donde estaba, unas mil palabras reescritas, una tachada por encima de la siguiente. Podía distinguir la pluma, manchada de tinta en la punta, casi temblando entre sus dedos junto al libro.

De modo que así es cómo lo hacía. Cómo forzaba al mundo sobrenatural a plegarse a su voluntad. Cómo controlaba la historia. No sólo la suya, sino la de todos nosotros.

Angelus lo había cambiado todo.

Una persona podía hacerlo.

Y una persona podía cambiarlo.

—¿Angelus?

No respondió. Tal y como tenía los ojos clavados en el libro, recordaba más a un zombi que los propios cadáveres.

De modo que no quise mirar. En su lugar, cerré los ojos y tiré de la página, con toda la fuerza y rapidez que pude.

—¿Qué estás haciendo? —Angelus parecía frenético, pero no abrí los ojos—. ¿Qué has hecho?

Sentí mis manos ardiendo. La página quería soltarse de mí, pero no lo iba a permitir. De modo que la que sostuve con fuerza. Ahora nada podría detenerme.

Y la arranqué con mis manos.

El sonido del desgarro me recordó al de un Íncubo, y casi esperé encontrarme con John Breed o Link apareciendo junto a mí. Abrí los ojos.

No tuve tanta suerte. Angelus estiró la mano para coger la página, empujándome en una dirección mientras tiraba de mi brazo en otra.

Agarré una chorreante vela del pedestal y prendí fuego al borde de la página. Esta empezó a echar humo y llamas, y Angelus aulló de rabia.

—¡Déjala! ¡No sabes lo que haces! Puedes destruirlo todo… —Se lanzó contra mí, soltándome puñetazos y patadas, y casi arrancándome la camisa. Sus uñas arañaron mi piel, una y otra vez, pero no la solté.

No la solté ni siquiera cuando sentí las llamas llegando hasta mis dedos.

No la solté cuando la página manchada de tinta se convirtió en cenizas.

No la solté hasta que el propio Angelus se deshizo en la nada, como si estuviera hecho de pergamino.

Finalmente, cuando el viento se hubo llevado al olvido hasta el último rastro del Guardián y su página, me encontré mirando a mis quemadas y ennegrecidas manos.

—Mi turno.

Incliné la cabeza y empecé a pasar las delicadas páginas de pergamino. Podía distinguir fechas y nombres en la parte superior, escritos por diferentes manos. Me pregunté cuáles habría escrito Xavier. Y si Obidias habría cambiado la página de alguien más. Confié en que no fuera él quien cambió la de Ethan Carter Wate.

Pensé en mi tocayo y me estremecí, luchando para contener las náuseas.

Ese podía haber sido yo.

Hacia la mitad del libro, encontré nuestras páginas.

Ethan Carter estaba justo delante de mí, las dos páginas escritas claramente por diferentes manos.

Hojeé la página de Ethan Carter hasta que llegué a la parte de la historia que ya conocía. Era como leer el guión de la visión que había presenciado con Lena, la historia de la noche en que murió y Genevieve utilizó el Libro de las Lunas para traerlo de vuelta. La noche en que todo comenzó.

Miré el borde de la página donde esta se unía con la encuadernación. Estuve a punto de arrancarla, pero sabía que no habría ninguna diferencia. Era demasiado tarde para el otro Ethan.

Yo era el único que todavía tenía una posibilidad de cambiar su destino.

Finalmente, pasé la página para encontrarme con la escritura de Obidias.

Ethan Lawson Wate

No leí mi página. No quería arriesgarme. Podía sentir cómo atraía mi vista, con el suficiente poder como para Vincularme a ella para siempre.

Así que miré hacia otro lado. Ya sabía lo que sucedía al final de esa versión.

Ahora estaba cambiándola.

Arranqué la página, los bordes se separaron de la encuadernación con una descarga de electricidad más fuerte y brillante que un relámpago. Escuché lo que parecía ser un trueno en el cielo sobre mí, pero seguí arrancándola.

Esta vez, mantuve las velas lo más alejadas del pergamino que pude.

Tiré de la hoja hasta que las palabras se soltaron, desapareciendo como si hubieran estado escritas con tinta invisible.

Bajé la vista a la página y vi que estaba en blanco.

La dejé caer en el agua que me rodeaba, viendo cómo se hundía en las lechosas profundidades, desvaneciéndose en las interminables sombras del abismo.

Mi página había desaparecido.

Y, en ese preciso instante, supe que yo también.

Miré la punta de mis Converse

Hasta que desaparecieron

Y desaparecí

Y ya nada importaba…

porque

no

había

nada

debajo

de

ahora

y

luego

tampoco

yo