CAPÍTULO 31
Guardianes de secretos
NO RECUERDO LO QUE VI cuando penetré en el Custodio Lejano. Lo que recuerdo son los sentimientos. La sensación de auténtico terror. El modo en que mis ojos no podían encontrar nada —ni una sola cosa familiar— donde posarse. Nada que pudieran entender. Nada de cuanto hubiese podido encontrar en otros mundos me había preparado para lo que ahora veía.
El lugar era frío y maligno, como la torre de Sauron en El señor de los anillos. Tenía esa misma sensación de estar siendo vigilado, la sensación de que una especie de ojo universal podía ver lo que yo veía, podía percibir los terrores más profundos de mi corazón y explotarlos.
Mientras me alejaba de las Verjas, dos altos muros se erguían sobre mí a ambos lados del camino, extendiéndose hacia un mirador desde donde podía ver gran parte de una ciudad. Era como si estuviera contemplando un valle desde lo alto de una montaña. A mis pies, la ciudad se expandía hasta el horizonte en una enorme sucesión de estructuras. Cuando me fijé más detenidamente, advertí que no se parecía a una ciudad corriente.
Era un laberinto, una enorme y trabada maraña de senderos tallados a partir de setos recortados que se extendía amenazante a través de toda la ciudad y se interponía entre donde yo estaba y el edificio dorado que se alzaba en el fondo del horizonte.
El edificio al que tenía que llegar.
—¿Has venido para enfrentarte al laberinto? ¿Has venido para los juegos? —escuché una voz detrás de mí, y me volví para ver a un hombre de una palidez antinatural, como los Guardianes que habían aparecido en la Biblioteca de Gatlin antes del juicio de Marian. Tenía los ojos opacos y llevaba esas gafas prismáticas que había llegado a asociar con el Custodio Lejano.
Sobre su delgado cuerpo colgaba una túnica negra como las que llevaban los miembros del Consejo cuando sentenciaron a Marian —o lo que quiera que planearan hacer antes de que Macon, John y Liv les detuvieran.
Ellos eran las personas más valientes que conocía. No podía fallarles ahora.
Ni a Lena. Ni a ninguno de ellos.
—He venido por la biblioteca —contesté—. ¿Podría mostrarme el camino?
—Eso es lo que he dicho. ¿Para los juegos? —Señaló un galón de oro sobre su hombro—. Soy oficial. Estoy aquí para asegurarme de que todos los que entren en el Custodio encuentren su camino.
—¿Eh?
—¿Quieres ganarte la entrada al Gran Custodio? ¿Es ese tu deseo?
—Así es.
—Entonces estás aquí por los juegos. —El hombre pálido señaló al descuidado laberinto verde por debajo de nosotros—. Si sobrevives al laberinto, acabarás allí. —Movió su dedo hasta señalar las torres doradas—. El Gran Custodio.
No quería encontrar mi camino a través del laberinto. Todo lo que se refería al Más Allá parecía ser un enorme galimatías, pero lo único que quería hacer era buscar mi salida.
—Creo que no me ha entendido. ¿No hay ningún tipo de puerta? ¿Un lugar por el que pueda acceder sin tener que participar en ningún juego? —No tenía tiempo para aquello. Necesitaba encontrar Las Crónicas Caster y salir de allí. Volver a casa.
Vamos, hombre.
Él me golpeó el brazo con su mano, y tuve que esforzarme para continuar de pie. El hombre era increíblemente fuerte, con la fuerza de Link y John.
—Sería demasiado sencillo si se pudiera caminar hasta el Gran Custodio. ¿Qué sentido tendría?
Traté de disimular mi frustración.
—No lo sé. ¿Tal vez acceder al interior?
Él frunció el ceño.
—¿De dónde vienes?
—Del Más Allá.
—Hombre muerto, escúchame bien. El Gran Custodio no es como el Más Allá. El Gran Custodio tiene muchos nombres. Para los nórdicos es Valhalla, Salón de los Señores. Para los griegos es el Olimpo. Hay tantos nombres como los hombres quieran llamarlo.
—Está bien. Todo eso ya lo sé. Sólo quiero encontrar el camino a esa biblioteca. Si pudiera encontrar a alguien con quien hablar…
—Sólo hay un camino para el Gran Custodio —declaró—. El Camino de los Guerreros.
Suspiré.
—¿Así que no hay ningún otro camino? ¿Como un portal? ¿Tal vez una Puerta del Guerrero?
Sacudió la cabeza.
—No hay puertas para acceder al Gran Custodio.
Por supuesto que no.
—¿En serio? ¿Y qué me dice de una escalera? —pregunté. El hombre pálido negó con la cabeza—. ¿O tal vez un sendero?
Él había dado por zanjada la conversación.
—Sólo hay un camino para entrar y una muerte honrosa. Y únicamente hay una salida.
—¿Quiere decir que todavía puedo estar más muerto que ahora?
Sonrió educadamente.
Volví a insistir.
—¿Qué es exactamente una muerte honrosa?
—Te enfrentas con el laberinto. Este hará lo que quiera contigo. Y aceptarás tu destino.
—¿Y? ¿Cuál es entonces la salida?
Se encogió de hombros.
—Nadie sale, salvo que decidamos dejarle marchar.
Genial.
—Gracias, creo. —¿Qué más podía decir?
—Buena suerte, hombre muerto. Que luches en paz.
Asentí.
—Sí, claro. Eso espero.
El extraño Guardián, si eso es lo que era, volvió a su puesto de vigilancia.
Bajé la vista al enorme laberinto, preguntándome una vez más dónde me había metido y cómo iba a salir de allí.
No se debería decir pasar el trance de la muerte. Se debería decir superarlo.
Porque el juego, una vez que había perdido, es cuando empezaba a endurecerse. Estaba algo más que preocupado porque tan sólo acababa de comenzar.
Sin embargo, no podía posponerlo por más tiempo. La única forma de terminar con toda esta historia del laberinto era, al igual que con muchas otras cosas, entrar a saco a por él.
Tendría que encontrar el camino de la forma más dura.
Por el Camino de los Guerreros, o como se llamara.
¿Y luchar en paz? ¿Qué querría decir eso?
Me mantuve alerta mientras me tambaleaba al descender por los peldaños de una escalera tallada en la piedra. Empecé a adentrarme en el valle de debajo, y los escalones se ampliaron convirtiéndose en capas de empinados acantilados donde el musgo verde crecía entre las rocas y la hiedra colgaba de los muros. Cuando alcancé la base de la escalera, me encontré en un inmenso jardín.
Pero no un jardín como esos donde la gente de Gatlin cultivaba tomates, justo delante de sus aparatos de aire acondicionado, sino un jardín en el sentido del Jardín del Edén, nada que ver con El Jardín del Edén, la floristería, de Main Street en Gatlin.
Este era como un sueño. Porque los colores estaban todos equivocados, eran demasiado brillantes y había demasiada variedad. Cuando me aproximé, comprendí dónde estaba.
El laberinto.
Filas interminables de setos plagados de arbustos en flor que hacían que los jardines del Ravenwood parecieran pequeños y descuidados en comparación.
Cuanto más caminaba, menos me parecía estar andando y más estar abriéndome paso por una selva. Tenía que apartar las ramas de mi cara, y dar patadas a las zarzas y la maleza que me llegaban hasta la cintura. Tú mismo o muérete. Es lo que Amma habría dicho. Sigue intentándolo.
Aquello me recordó a la vez que intenté volver a casa solo desde Wader’s Creek cuando tenía nueve años. Había estado hurgando en el taller de trabajo de Amma, que resultó no ser un taller de trabajo en absoluto, sino más bien el cuarto donde almacenaba sus provisiones para los hechizos. Ella me soltó una buena reprimenda y yo, muy digno, le dije que volvería caminando hasta casa. «Puedo encontrar mi camino», le aseguré. Pero no encontré ni mi camino ni ningún otro. En su lugar, deambulé de un lado a otro adentrándome cada vez más en el pantano, aterrorizado por el sonido que las colas de los caimanes hacían al golpear el agua.
No sabía que Amma me estaba siguiendo, hasta que caí de rodillas y empecé a llorar. Ella surgió bajo la luz de la luna, con las manos en las caderas.
—Supongo que deberías haber dejado un rastro de migas de pan si pensabas escapar. —No dijo nada más, y extendió su mano.
—Habría encontrado el camino de vuelta —dije.
Ella asintió.
—No tengo la más mínima duda, Ethan Wate.
Pero ahora, mientras apartaba el polvo y las espinas de mi cara, no podía contar con que Amma viniese a rescatarme. Esto era algo que tenía que hacer por mí mismo.
Como arar el campo de la Lilum y devolver el agua a Gatlin.
O saltar de cabeza desde el depósito de agua de Summerville.
No me llevó demasiado tiempo darme cuenta de que me encontraba más o menos en el mismo barco en el que había estado aquel día en el pantano cuando tenía nueve años. Estaba recorriendo los mismos senderos una y otra vez, a no ser que otro tío llevara puestas las mismas Converse que yo. Por lo que parecía, bien podría estar perdido de vuelta a casa desde Wader’s Creek.
Tenía que pensar.
Un laberinto es solamente un enorme rompecabezas.
Estaba enfocándolo mal. Necesitaba señalar los senderos que ya había recorrido. Necesitaba algunas de esas migas de pan de Amma.
Arranqué todas las hojas del arbusto que tenía más cerca metiéndomelas en los bolsillos. Alargué el brazo derecho hasta que tocó el muro de setos, y empecé a caminar. Luego mantuve mi mano derecha sobre el muro del laberinto y utilicé la izquierda para arrojar las hojas que tenían tacto de cera, cada pocos pasos.
Era como un enorme laberinto entre maizales. Mantén la misma mano sobre las cañas hasta que llegues a un punto sin salida. Entonces cambia de mano y ve hacia el otro lado. Cualquiera que se haya quedado atrapado en un laberinto de maíz puede decírtelo.
Seguí el sendero de la derecha hasta que terminó. Entonces cambié de mano y de migas. Esta vez estiré el brazo izquierdo, y utilicé piedras en lugar de hojas.
Después de lo que parecieron horas de errar a través de ese rompecabezas tan especial, topando con un sendero detrás de otro sin salida y tropezándome con las mismas piedras y hojas que había utilizado para señalar mi rastro, alcancé finalmente el núcleo central del laberinto, el lugar en el que todos los senderos llegaban a su fin. Sólo que el centro no era una salida. Era un foso, con lo que parecían ser unas gigantescas paredes de barro. Cuando una gruesa capa de bruma blanquecina se esparció a mi alrededor, me vi obligado a enfrentarme a la verdad.
El laberinto no era en absoluto un laberinto.
Era un callejón sin salida.
Más allá de la niebla y el barro no había nada, salvo la impenetrable maleza.
Sigue moviéndote. Mantén tu rumbo.
Avancé, apartando las olas de espesa niebla que se pegaban al suelo a mi alrededor. Justo cuando parecía que me estaba abriendo camino, mi pie tropezó con algo largo y duro. Tal vez un palo o una cañería.
Traté de caminar con más cuidado, pero la niebla dificultaba enormemente la visión. Era como mirar a través de un cristal untado de vaselina. Según me iba acercando al centro, la bruma blanca empezó a aclararse y volví a tropezar.
Esta vez pude ver lo que me había obstaculizado el paso.
No era una cañería o un palo.
Era un hueso humano.
Largo y fino, debía de ser el hueso de una pierna o tal vez de un brazo.
—Mierda. —Tiré de él y se soltó, haciendo que una calavera humana rodará hasta mis pies. La tierra a mi alrededor estaba abarrotada de huesos, tan largos y pelados como el que sostenía en la mano.
Dejé caer el hueso y retrocedí, tropezando con lo que creí que era una roca. Pero era otra calavera. Cuanto más rápido corría, más tropezaba, torciéndome el tobillo al enredarme en los huecos de una vieja cadera, metiendo mis Converse entre las vértebras.
¿Estaría soñando?
Por encima de todo tenía una abrumadora sensación de déjà vu. La sensación de que estaba corriendo hacia un lugar en el que ya había estado antes. Lo que no tenía sentido porque no recordaba ninguna experiencia con fosos o huesos ni de haber deambulado estando muerto, al menos hasta ahora.
Y aun así.
Sentía como si ya hubiera estado aquí, como si siempre hubiera estado aquí, y no pudiera alejarme lo suficiente. Como si todos los senderos que hubiera recorrido en mi vida convergieran aquí, en este laberinto.
No hay más salida que a través de él.
Tenía que seguir moviéndome. Tenía que enfrentarme a este lugar, a este foso lleno de huesos. Adonde quiera que me llevara. O a quién.
Entonces una sombra oscura emergió, y supe que no estaba solo.
Al otro lado del claro, había una persona sentada en lo que parecía una caja. Estaba encaramada en lo alto de un espantoso montón de restos humanos. No…, era una silla. Podía ver el respaldo elevándose por encima del resto, los brazos sobresaliendo más anchos.
Era un trono.
La figura se rio con insoportable seguridad mientras la niebla se abría revelando un irregular campo de batalla lleno de restos de cadáveres. Lo que no parecía importar a la persona que estaba en el trono.
A ella.
Porque cuando la niebla se despejó para dejar a la vista el centro del foso, supe inmediatamente quién estaba sentado en ese repugnante trono de huesos. El respaldo hecho de huesos de espalda rotos. Los reposabrazos de huesos de brazos rotos. Los pies hechos de pies rotos.
La Reina de la Muerte y los Malditos.
Riéndose tan estruendosamente que sus rizos negros culebreaban en el aire, como las serpientes en las manos de Obidias. Mi peor pesadilla.
Sarafine Duchannes.