CAPÍTULO 1

Hogar

UN BORRÓN DE CIELO AZUL sobre mi cabeza.

Sin nubes.

Perfecto.

Igual que el cielo en la vida real, sólo que tal vez un poco más azul y con menos sol cegándote los ojos.

Supongo que el cielo en la vida real no es totalmente perfecto. Quizá eso sea lo que lo haga perfecto.

Hazlo.

Cerré de nuevo los ojos apretándolos con fuerza.

Quería que pasara el tiempo.

No estaba seguro de hallarme preparado para ver lo que hubiera allá fuera. Por supuesto, el cielo parecía mejor siendo el cielo lo que era y todo eso.

Por no asumir que ahí era donde estaba. Había sido un chico honesto, hasta donde yo sabía. Pero había visto lo suficiente como para comprender que todo lo que había pensado sobre las cosas estaba muy lejos de ser exacto.

Tenía una mente abierta, al menos para la media de Gatlin. Quiero decir, que había escuchado todas las teorías. Me había sentado mucho más tiempo del que me correspondía en la escuela de verano. Y después del accidente de mi madre, Marian me habló de una clase de budismo a la que asistía en Duke impartida por un tipo llamado Buda Bob que decía que el paraíso era como una lágrima dentro de una lágrima dentro de una lágrima, o algo así. Un año antes, mi madre intentó hacerme leer el Infierno de Dante, que según me había contado Link trataba sobre un edificio de oficinas que se incendiaba, pero que, de hecho, hablaba del viaje de un tío a los nueve círculos del infierno. Sólo recuerdo la parte que mi madre me contó sobre monstruos o demonios atrapados en un abismo de hielo. Creo que era el noveno círculo del infierno, pero había tantos círculos allí abajo que, después de un rato, me parecía que todos se mezclaban unos con otros.

Después de lo que aprendí sobre infiernos, más allás y mundos paralelos, o cualquier cosa que cupiera en la triple capa de bizcocho que era el mundo Caster, ese primer vistazo al cielo azul me pareció insuperable. Me sentí aliviado al ver que había algo que se asemejaba a una tarjeta de bienvenida esperándome. No pretendía encontrarme con puertas de perlas o querubines desnudos. Pero el cielo azul era un bonito detalle.

Abrí los ojos de nuevo. Aún azul.

Azul Carolina.

Un grueso abejorro pasó zumbando sobre mi cabeza, volando hacia lo alto del cielo —hasta que se estrelló contra él, como había hecho miles de veces antes.

Porque no era el cielo.

Era el techo.

Y esto no era el cielo.

Estaba tendido en mi vieja cama de madera de caoba en mi aún más vieja habitación, en Wate’s Landing.

Estaba en casa.

Lo que era imposible.

Parpadeé.

Todavía seguía siendo mi casa.

¿Habría sido un sueño? Confiaba desesperadamente en que así fuera. Quizá lo fuese, tal y como había sucedido cada mañana durante los seis meses que siguieron a la muerte de mi madre.

Por favor, que haya sido un sueño.

Alargué un brazo tratando de tocar el polvo bajo el armazón de mi cama. Sentí la familiar pila de libros y saqué uno.

La Odisea. Una de mis novelas gráficas favoritas, aunque estaba convencido de que Mad Comix se había tomado algunas libertades respecto a la versión escrita de Homero.

Vacilé, y entonces saqué otro libro. En la carretera. La sola vista de Kerouac era una prueba innegable, así que rodé hacia un lado hasta poder ver el pálido cuadrado en la pared donde, hasta hacía unos pocos días —¿sería ese el tiempo que había transcurrido?— el sobado mapa de carreteras había estado clavado, con unos círculos en rotulador verde señalando todos los lugares de mis libros favoritos que quería visitar.

Era mi habitación, de acuerdo.

El viejo reloj de la mesilla parecía haber dejado de funcionar, pero todo lo demás estaba igual. Debía ser un día cálido para estar en enero. La luz que se filtraba por la ventana era casi antinatural, como si estuviera en una de esas malas viñetas de Link en un vídeo musical de los Holy Rollers. Pero aparte de la iluminación de película, la habitación estaba exactamente igual que cuando la había dejado. Al igual que los libros bajo mi cama, las cajas de zapatos que contenían toda la historia de mi vida seguían alineadas en mis paredes. Todo lo que se suponía que tenía que estar allí, estaba, hasta donde yo podía distinguir.

Excepto Lena.

¿L? ¿Estás ahí?

No podía sentirla. No podía sentir nada.

Miré mis manos. Parecían estar bien. Sin moratones. Miré mi camiseta blanca. Sin sangre.

No había agujeros en mis vaqueros ni en mi cuerpo.

Me dirigí al baño y me miré en el espejo sobre el lavabo. Ahí estaba yo. El mismo y viejo Ethan Wate.

Aún seguía contemplando fijamente mi reflejo cuando escuché un sonido en el piso de abajo.

—¿Amma?

Sentía como si mi corazón estuviera palpitando, lo cual era bastante curioso, ya que desde que me había despertado, no estaba ni siquiera seguro de que latiera. En cualquier caso, podía escuchar los familiares sonidos de mi casa, llegando desde la cocina. Los tablones crujiendo mientras alguien se movía a un lado y otro delante de los aparadores, los fogones y la vieja mesa de la cocina. Las mismas viejas pisadas, haciendo el mismo viejo recorrido de rutina de cada mañana.

Si es que era de día.

El olor de nuestra vieja sartén al fuego llegó flotando desde el piso de abajo.

—¿Amma? No será eso beicon, ¿verdad?

La voz llegó clara y serena.

—Cariño, creo que ya sabes lo que estoy cocinando. Sólo sé cocinar una cosa. Si es que se puede llamar así.

Esa voz.

Era tan familiar.

—¿Ethan? ¿Cuánto tiempo más vas a hacerme esperar para darte un abrazo? Llevo aquí abajo mucho tiempo, corazón.

No podía entender las palabras. No podía escuchar nada excepto la voz. La había oído antes, no hacía demasiado, pero nunca así. Tan alta y clara y llena de vida como si estuviera allí abajo.

Que era donde estaba.

Las palabras eran como música. Ahuyentando toda la miseria y confusión.

—¿Mamá? ¡Mamá!

Me precipité escaleras abajo, bajando de tres en tres los peldaños, antes de que pudiera contestar.