Las sinfonías mahlerianas son la crónica espectacular de una invasión. Son el acta de una salvadora catástrofe. El diagrama de una explosión. En ellas serpentea el agrio perfume de la modernidad.
Hay que imaginarse la sinfonía clásica, aquella que desde el último Mozart llegó hasta Brahms, como una ciudadela fortificada.
Un territorio autónomo, construido sobre un orden propio y cimentado por sus propias leyes. Un microcosmos, perfecto, en el que el siglo XIX reproducía el orden y el sistema que pretendía de la realidad.
Hay que imaginarse el universo de afuera, que sacudido por el presentimiento de alguna calamidad presiona frente a las murallas. El repertorio caótico del mundo exterior que asedia la ciudadela protegida.
Hay que imaginarse el instante en el que alguien abrió las puertas. Y enseguida después, el espectáculo de una ciudadela que se convierte en metrópoli, de un orden que se deshace en mil microsistemas y de un espacio cerrado que se convierte en apertura sin fronteras. Ese espectáculo es la esencia de las sinfonías mahlerianas.
La sinfonía clásica se movía según un riguroso sistema autolegitimador y cerrado. Su devenir era deducido de un material de partida, en sí relativamente exiguo, que se movía sobre las líneas dictadas por la lógica musical, vagabundeando en zonas limítrofes para luego volver sobre sí mismo. Por mucho que fuera un camino variado e imaginativo, su estructura estaba sustancialmente controlada: nada caía fuera del círculo trazado por la lógica musical. La música era ley y frontera de sí misma.
Mahler no disolvió, simplemente, ese orden. Para ser más exactos, lo sometió a la incursión de elementos externos. Abrió su entramado a la invasión de un repertorio de objetos musicales ajenos a su configuración. El camino lógico-deductivo del discurso musical es desbaratado por la continua incursión de materiales independientes y clandestinos. La fricción que nace entre el originario orden teórico y los nuevos sujetos musicales subversores constituye el núcleo incandescente en torno al cual se solidifica la obra. En varias ocasiones la reflexión crítica ha descrito esa fricción como una dialéctica resuelta, induciendo a interpretar a Mahler como el artífice capaz de abrir las estructuras de la sinfonía, acoger la invasión de fuerzas externas y luego volver a cerrar el todo, encontrando un nuevo orden superior aún legitimable por una cierta lógica musical. Sea verdadera o falsa, una lectura de este tipo adolece del prejuicio inútil que liga el valor de una obra a su capacidad de organizar en una unidad su material. De hecho, las sinfonías mahlerianas suenan mucho más fascinantes cuanto más delatan las rupturas en el trabajo de sutura de las heridas por ellas mismas abiertas. Su rasgo profético está en la fuerza con la que abren a lo distinto el tejido compacto del discurso musical. Lo que de genial hay en ellas es el erigirse en encrucijada abierta por la que transitan acontecimientos sonoros. El hecho de que luego consigan o no controlar ese tráfico en el afianzador perfil de algún orden formal es una eventualidad no tan importante: reverbera en ella la bella inutilidad que, en teatro, acompaña al rito del final feliz.
El repertorio de elementos que desde el exterior entra en el tejido musical mahleriano es muy complejo: las figuras más reconocibles apelan a motivos populares, cantilenas triviales, retahílas infantiles, pasos de baile, fanfarrias, corales. Pero bajo estas figuras más o menos canónicas bulle una suerte de inmigración clandestina compuesta de materiales sonoros, tics instrumentales, asimetrías rítmicas. Es como el caótico amontonarse, en un hogar provisional, de pequeños residuos de humanidad en fuga. Lo que es importante entender es que incluso cuando encuentran el tenue perfil de un vals o la solemne coherencia de una fanfarria militar, esos pequeños residuos permanecen sustancialmente como fragmentos en desbandada: son los detritos de alguna explosión. El sinfonismo mahleriano trabaja sobre un material espurio, imperfecto, y a veces decididamente corriente. Deja que la corrupción se infiltre en la malla de su tejido. En esta actitud empieza a vacilar la línea de demarcación entre producto artístico y objeto musical puro y simple. Se vislumbra el mismo fenómeno que ya se vio en acción en Puccini: la obra salva cualquier barrera determinada y se coloca en un más allá en el que se vuelven irrelevantes las viejas jerarquías del consumo musical. Es un episodio musical que la reflexión crítica a menudo prefiere negar: temiendo extraviar a Mahler más allá de las tranquilizadoras barreras de la tradición culta, prefiere atribuirle la capacidad de rescatar cualquier material de su imperfección, elevando todo a la órbita de una superior inspiración musical y moral. Una posición de este tipo hace justicia, quizá, a algunos pasajes del sinfonismo mahleriano. Pero se sustrae al encanto de tantas páginas suyas: aquellas en que más diferenciadamente el proceso que aquí se ha visto encauzarse alcanza su radical y clamoroso cumplimiento. Aquellas que abandonan los anclajes de la tradición y afluyen a la modernidad.
Una vez abiertas las puertas de la ciudadela, Mahler se encuentra frente a la caótica invasión de una oleada de sonidos prófugos y célibes. La primera tentación podía ser la de recomponerlos en la unidad de una nueva fortificación unitaria y estable. Y es posible que una ambición de este tipo recorra más o menos subterfugiamente su obra. Pero, constantemente, es perseguida, contradicha y suspendida por otro instinto: el de maravillar. Ante esa invasión Mahler intuye que en ella late una espectacularidad inédita y le sobreviene una tentación: ponerla en escena. También puede ser que tuviera la ambición de domar esa invasión: pero es cierto que sobre ella triunfaron repetidamente el deseo y el instinto, más sencillamente, de contarla. Todo ese repertorio de materiales desbandados se convierte en la pirotécnica materia prima de una procesión grandiosa e hipnotizante. Una cosa es doblegarse a ellos para reconducirlos a la razón y al orden, otra cosa es quedarse fascinado e intentar devolverlos a la espectacularidad. Y esto es lo que hace Mahler. Sus sinfonías se convierten en grandiosos retablos que encierran la épica de un universo sonoro en un fulgurante entremezclarse. Un movimiento casi objetivo las lleva siempre más lejos de la rigurosa lógica de un discurso exquisitamente musical. Bajo la mirada que lo quiere narrar, ese nuevo universo sonoro se hace leyenda, genera fantasmas, produce imágenes, recita historias. El sinfonismo mahleriano entra en la espiral de una espectacularidad elevada al cubo: espectacularizar un espectáculo. Sus excesos, su gigantismo, sus redundancias retóricas nacen de ahí.
En el momento en que se alinea en el lado del narrar Mahler encuentra un útil aliado: el poema sinfónico. Un género que se había ya afianzado como alternativa al sinfonismo clásico, encontrando favores cada vez más crecientes entre el público, y que encarnaba de la manera más elemental la idea de un espectáculo sinfónico que no se apoyase sólo en la abstracta y esotérica lógica musical, sino que tomase del exterior un elemento que dirigiese su camino. La elección de una historia que narrar ofrecía un margen exterior en el que apoyar el discurso musical una vez que se le había sustraído de los pilares de teóricas leyes formales. El referente narrativo tenía la ventaja de ser percibido más fácilmente y eso explica la progresiva complacencia del público: es más fácil reconocer el instante de la muerte del héroe que la vuelta del primer tema de la forma sonata. Sobre todo es más fácil encontrar una razón para conmoverse. Desde la Sinfonía fantástica de Berlioz en adelante, ese particular producto sinfónico había puesto a punto técnicas relativamente refinadas de narración: es en éstas en las que se basa Mahler cuando elige la vía de la espectacularidad y de la narración. No por casualidad sus tres primeras sinfonías son, más o menos explícitamente, «programadas». No por casualidad, sin embargo, no se llaman poemas sinfónicos. Mahler tenía en mente algo mucho más complejo, comprometido y radical. Él no podía saberlo, pero tenía en mente el cine.
El hecho de que el sinfonismo mahleriano se haya convertido en modelo para una determinada corriente de la música de películas, cuando no se ha convertido en sí mismo, tout court, en banda sonora, no deja de molestar a los críticos bienpensantes que ven en ello la manifestación de un ilícito epigonismo que hay que condenar y basta. Es sin embargo un dato revelador, puesto que intuye uno de los tantos mecanismos de la espectacularidad mahleriana: la capacidad de hacer retroceder la música a telón de fondo, escenografía, comentario. Parece un rasgo regresivo, y tomado aisladamente lo es. Pero es necesario entender que ese movimiento, entrelazado con muchos otros, consigue dar al escenario sonoro una profundidad y un pluralismo de niveles nunca antes intentados. En su retroceder, la música mahleriana abre de par en par la chácena del escenario y abre físicamente ante sí un vacío que aguarda y acoge a otros sujetos. A veces en ese vacío se disponen objetos sonoros determinados: son las páginas en que la música mahleriana se exhibe en la bella acrobacia de hacer de banda sonora de sí misma. En otras ocasiones ese vacío permanece, musicalmente, un vacío; en su retroceso a banda sonora la música mahleriana, ahí, reabsorbe sobre el escenario fantasmas de historias, atisbos de imágenes: materiales no sonoros. Se puede tomar como ejemplo de este mecanismo los primeros compases de todo el sinfonismo mahleriano: el comienzo de la Primera sinfonía. Lo que ahí sucede, en un nivel sonoro, es puro telón de fondo, margen, escenografía. El instinto, al escuchar esas notas, es mirar alrededor para ver qué es lo que está por suceder o quién está a punto de llegar. Uno es empujado irremisiblemente a esperar la aparición del verdadero protagonista de ese espectáculo. Ni siquiera el advenimiento, al final, del primer tema, disuelve la sensación de que ese protagonista permanezca situado en el limbo de la imaginación. Lo que se está viviendo es un tipo de espectáculo anómalo y de alguna manera inconcluso. Si quisiéramos ponerle un nombre, diríamos: eso es cine sin más.
El hundimiento del escenario sonoro aquí descrito es multiplicado por Mahler y desarrollado en todas direcciones hasta conseguir derrumbar todas las paredes y adquirir un escenario teórico e infinito que es en todo equivalente a lo que será el plató cinematográfico: un espacio hipotético que se construye sobre las infinitas visiones parciales dictadas por los encuadres. Lo que en el cine se realizará con la elección de los encuadres y con la técnica de montaje, Mahler lo consigue usando, además del material temático, la paleta, enriquecida hasta el extremo, de la orquesta. Cada figura sonora, caracterizada en un determinado perfil de timbre, se convierte al mismo tiempo en personaje y encuadre particular de ese personaje. Primeros planos, contraplanos, planos generales: en cada ocasión la escritura mahleriana señala un personaje y contemporáneamente dicta la manera de mirarlo, lo coloca en un punto determinado de un escenario grandioso que trabaja en distintos niveles, que contempla cercanías sin vías de escape y poéticas lejanías, contraluces y fundidos. Se esfuma casi en la nada la reglamentación de alguna lógica musical: incluso allí donde sobrevive el esqueleto de la forma sonata el espectáculo se mueve en secuencias casi visuales, en cualquier caso narrativas. Es un verdadero y auténtico montaje, que con respecto al cinematográfico tiene incluso un arma más: la posibilidad de montar simultáneamente escenas diferentes o incluso contradictorias. Ráfagas de nostálgicos vals y oleadas de apocalípticas fanfarrias están en escena simultáneamente, ocupando lugares distintos del plató imaginario pero convirtiéndose en teselas de un mismo espectáculo. En la lógica de un preciso trabajo de montaje encuentran explicación rasgos que, a los ojos de una lógica exquisitamente musical, parecen insensatos. El ejemplo más evidente es el de los frecuentes claros en los que Mahler bloquea el discurso musical entregándolo a una aparente calma creativa. Largos pasajes en vacío donde la música parece girar sobre sí misma sin finalidad; prolongadas vacilaciones que contribuyen no poco al gigantismo final de las sinfonías y que, bajo un perfil exquisitamente musical, no pueden por más que aparecer como redundancias extraviadas o inaceptables concesiones al narcisismo compositivo. Leídas sin embargo dentro de la lógica de un montaje narrativo dejan traslucir algo distinto, en cierto modo buscan obtener aquello que, para la música, es imposible: la inmovilidad. Mahler buscaba el carisma del encuadre fijo y mudo. Pero la música sólo puede conseguir el encanto del silencio y de la inmovilidad al precio de negarse a sí misma: Mahler intentó hacer lo menos doloroso posible ese obligado gesto de autodestrucción.
Todo ello describe un sistema de representación y un modelo de espectáculo muy distintos de los propuestos por el sinfonismo clásico y, en general, por la música culta. Es importante notar cómo ellos requieren del espectador un tipo de actitud, de descodificación, de deleite, muy cercanos a los del cine. No es por casualidad por lo que las sinfonías mahlerianas resultan mucho más accesibles al público de hoy que al que las vio nacer: el espectador moderno ha aprendido del cine la lógica que las mantiene unidas. El público mahleriano ha empezado a existir, como gran público, sólo después de la Segunda Guerra Mundial: no es exageradamente incauto afirmar que lo ha creado, involuntariamente, Hollywood. También por eso es un público sustancialmente «popular»: no en cuanto a censo sino en cuanto a gusto; un público ampliamente desconocedor de las alquimias constructivas de la escritura mahleriana pero muy dispuesto a dejarse aturdir por la espectacularidad de sus thrillers sonoros, de sus cascadas de decibelios y de sus generosas desbandadas retóricas. Puesto que junto a él sobrevive una minoría de oyentes más consciente que todavía aprecia en esa música la elaboración culta y extremada de formas y lenguajes de la tradición, la platea mahleriana se convierte en el exacto reflejo sociológico de la identidad anfibia de esa música: que, de un plumazo, venía a ser la última estribación de un pasado heroico y la inauguración de un futuro drásticamente distinto.
Relacionar a Mahler con el cine es una paradoja histórica: pero es una paradoja útil. Ayuda a entender cómo la instintiva necesidad de comprender lo nuevo de la modernidad ha pasado, en sus obras sinfónicas, sobre todo a través de la búsqueda de una forma de espectáculo distinta y revolucionaria. No puede dejar de sorprender la exactitud con que en ellas se anticipan los mecanismos espectaculares que adoptaría la forma de expresión que más congenió con el público de la modernidad. Al igual que no puede dejar de fascinar el intento de construirlas con el material sonoro y con el lenguaje de la tradición. También aquí, el centro de gravedad del movimiento hacia delante cae fuera de la elaboración lingüística pura y simple. El lenguaje mahleriano permanece sustancialmente dentro de las fronteras de la música tonal: la urgencia de abrir de par en par esas fronteras queda en un segundo plano frente a la urgencia de abrir de par en par los perfiles de la idea de ópera, de espectáculo. El obstáculo, exquisitamente lingüístico, que las vanguardias reconocerían como irrenunciable vía de acceso a la modernidad, es esquivado en favor de un rumbo diferente. La referencia al cine ayuda a descifrarlo, sustrayéndolo del censor olvido en el que lo habían hundido la praxis y la ideología de la música contemporánea.