Adorno gustaba de desacreditar a Puccini con un veredicto lapidario: música ligera. No era un cumplido. Pero, con el tiempo, se ha hecho plausible considerarlo como tal. Uno de los pasos más significativos del teatro pucciniano fue precisamente volver a poner en movimiento las fronteras entre música culta y música ligera. Con un detalle importante: la música ligera, en su tiempo, todavía no existía.
Cuando Adorno habla de música ligera, y son los años sesenta, no piensa simplemente en un determinado repertorio popular: piensa en un cierto sistema de deleite, en un público en particular, en un sistema de mercado muy preciso. Todo esto empezaba a existir cuando Puccini terminó de escribir su música. En cierto modo, por tanto, empujó la música culta hacia la intuición de un mundo musical alternativo que todavía tenía que acontecer. Intuyó los contornos de una nueva modalidad de la experiencia musical que luego encarnó la música ligera. No por casualidad su parábola creativa ha quedado sin verdaderos herederos: último linaje suspendido en la nada de una tradición que muere ahí. Las expectativas que intuían las obras puccinianas encontrarían respuesta en la cristalización de la música ligera como un sistema musical alternativo fuerte, autónomo, rico y vital. En ese sistema, se quiera o no, la modernidad se reconoce, hoy, mucho más que en aquél, secundario, alimentado por la música culta. Las obras puccinianas iban hacia un lugar que todavía no existía y que sin embargo se convertiría, sólo pocos años después, en morada de la modernidad. Despacharlas como música ligera es una reducción: de alguna manera ellas inventaron la música ligera.
Bajo una reflexión crítica severa y exasperadamente ligada a los ideales de la música culta, ese paso de Puccini hacia lo nuevo cobra casi integralmente el aspecto de un peligroso paso atrás. Hay que entender que si bien se trataba de un paso atrás, era sin embargo un movimiento estratégico a su manera genial. Había, ahí, la intuición de que estaba a punto de venirse abajo una estable línea de demarcación entre obra de arte y producto de consumo; y que la obra de arte, si quería sobrevivir y hacer que sobrevivieran las exigencias que encarnaba, tenía que reciclarse como mercancía: anómala, incómoda, redundante, pero mercancía.
En la práctica, todo esto implicaba un viraje decisivo en la manera misma de entender el trabajo creativo. Se esfumaba la imagen del artista como pionero solitario de altos horizontes ideales y se imponía la idea de obra como cristalización del imaginario colectivo. Ya no es tanto el público el que tiene que seguir al artista por los intrincados caminos de un progreso continuo, sino la obra la que tiene que encontrar las formas, los materiales y el lenguaje para pronunciar los deseos y las expectativas del público. Es una revolución copernicana. No se puede negar que precisamente desde esa revolución se abrirán las condiciones para una producción creativa totalmente sometida a la moda y definitivamente subyugada a la idiotez de lo real. Desde ahí la modernidad desarrollará su inigualable capacidad de producir basura. Pero es desde ese mismo punto, de esa misma revolución ideológica, de donde nacerá, por ejemplo, el cine, convirtiéndose muy pronto en refugio del arte y en morada de la significación. Es de ahí de donde germinará la potencia de la música ligera, la que con el tiempo se descubrirá capaz de testimoniar su propio mundo con extraordinaria exactitud. Es una encrucijada ideológica crucial de la que nacerá la peligrosa y bella libertad de lo moderno de producir, indistintamente, arte y detritos comerciales. Lo fascinante de las obras puccinianas es que habitan exactamente en esa encrucijada crucial. Y por ello son criaturas anfibias en las que conviven detritos y arte, vulgaridad y nobleza, basura y poesía, mercancía y espíritu. Conviven de una manera tan entrelazada que se hace casi imposible diferenciarlos. Es más: se convierte en inútil. Porque en Puccini el problema no es ya el de reconocer la línea de demarcación del arte, y ni siquiera el de salvaguardar los privilegios de la música culta. Puccini está más allá. El problema, para él, era el de acuñar una idea nueva de espectáculo. Ésta es la esencia verdadera de su trabajo: buscaba una idea de espectáculo que pudiera tolerar el impacto con la modernidad. Todo su trabajo hay que juzgarlo en relación con esta ambición, con esta acrobacia.
Puccini trabaja en el momento en que la modernidad empieza a imponer una brusca aceleración a la rítmica de las emociones y a la intensidad de los mensajes; y trabaja con un material, el teatro musical, al que le cuesta trabajo seguir esa aceleración, por limitaciones congénitas y frenos ideológicos. A pesar de ello, intenta llevar esa torpe y pesada farándula a los ritmos de ese nuevo mundo que está por llegar. Y lo hace dándole una nueva disposición, más ligera y, a la vez, más «fuerte». Éste es el doble movimiento que dibuja el perfil de su acrobacia y que motiva su constante oscilación entre arte y detrito comercial. Un número fascinante de gran equilibrismo.
A su composición concurren los elementos más diversos. Sobre todo las historias elegidas, tan vertiginosamente alejadas de las pretensiones ideológicas de un Wagner, pero diferentes también de aquellas a las que estaba acostumbrado el melodrama decimonónico italiano: historias que pescan en el imaginario colectivo del gran público de ese tiempo con una exactitud que sólo el cine sabrá igualar. Historias que se apartan del limbo simbólico de la Historia solemne y buscan nuevos decorados donde las pasiones abrasen lo suficientemente cerca como para hacer temblar y lo suficientemente lejos como para salvaguardar la magia de la ficción. El máximo acierto, en este sentido, es La fanciulla del West intuición exacta de un horizonte imaginario-realista, el del western, que luego el cine demostraría que era el formato ideal fantástico de los sueños de cierto público de la modernidad.
Después, una vez elegidas las historias, viene la decisión para una drástica vuelta de tuerca en la intensidad espectacular de la obra. Hay un ejemplo que puede ser esgrimido como símbolo de esta operación: los primeros veinte minutos de Turandot. Un cuento de hadas: se diría que es una vuelta a los escenarios por mucho tiempo preferidos por el melodrama. Incluso la elección del íncipit parece una restauración de los viejos modelos: una escena colectiva, grandiosa, con la llegada del héroe arropado por la solemnidad de algún rito arcaico. Pero el ritmo de la narración está drásticamente acelerado, en un puñado de segundos se condensa de todo: el Pekín de hace mil años, una muchedumbre enfervorizada, exaltada por un sortilegio poético y sanguinario, un joven y bellísimo príncipe que se encamina hacia la muerte, otro príncipe que se esconde, un viejo que lo reconoce, y es su padre (agnición que, por sí sola, habría ocupado escenas enteras en una obra del siglo XIX), una esclava que lo reconoce, y que es la mujer que ha sacrificado su propia vida por una sonrisa suya (idem), y la muchedumbre que de repente sucumbe a la conmoción por la suerte del príncipe condenado, y las lágrimas vertidas sobre él, y el hacha que se cierne sobre él, hasta la aparición del nudo al rojo vivo de todo ese mundo: una mujer, pero es la mujer más bella del mundo, tan bella que el héroe sin nombre olvida a su padre, olvida a la esclava que lo ama, se olvida de sí mismo y desafía a la suerte pidiéndole nada menos que la muerte o esa mujer. No son más que veinte minutos de espectáculo. Ninguna obra prepucciniana se había concedido nunca un vértigo similar de acontecimientos. Es, drásticamente, la ambición de una espectacularidad nueva, rompedora.
Es bajo la presión de tal ambición donde el teatro pucciniano carga sus propias tintas, exaspera sus tonos, infla su retórica. Y es éste el movimiento en el que indudablemente está inscrito su rasgo de mayor debilidad, el momento de máximo desequilibrio sobre el abismo del producto comercial puro y simple. Desde que en el siglo XVIII se hizo la partición en recitativos y arias, la ópera italiana tenía su propia medida en la dosificación de performances vocales y clímax emotivos: un arte sutil que a pesar del carácter cada vez más popular del repertorio conservó hasta llegar al rigor verdiano la mágica capacidad de confeccionar excesos comedidos. En Puccini estas normas de comportamiento del efecto se descomponen y se deslizan hacia concesiones generosas a la libido de la audición. El enredo mismo de los sentimientos resulta exacerbado hasta el punto de que se arriesga a convertirse en caricatura y comicidad involuntaria. El cuidado por la construcción psicológica es sustituido a menudo y con gusto por la búsqueda pura y simple de la emoción. Los personajes puccinianos viven una curiosa existencia fuera de lo común, en la que las curvas del sentimiento se convierten en performances exasperadas y las situaciones más elementales se ahogan en irresistibles congestiones emotivas.
La condescendencia con paladares no precisamente muy finos es evidente. Y la atención a olfatear la moda, innegable. La impresión, por momentos, es la de encontrarse frente a un desechable muestrario de estremecimientos baratos. Con todo, el hecho de que todavía hoy, quizá hoy más que antaño, esa mercancía continúe entusiasmando a la clientela dice mucho sobre la capacidad de zahorí de Puccini para sintonizar con la sensibilidad del gran público.
Hay que añadir que la espectacularidad a la que aspiraba Puccini no podía encontrar en el teatro más que una caja angosta y refrenada. En este sentido el hipertrófico despliegue de las líneas vocales, el uso indiscriminado del arma del agudo y el empleo de una orquesta extremadamente rica, a menudo redundante y tautológica, parecen ser el remedio necesario a las lagunas congénitas del teatro. Con la cordura de después, y con el cine en los ojos, se hace bastante comprensible que, no disponiendo del arma del primer plano, se termine por recurrir al agudo. Y que, no pudiendo trabajar sobre la variedad de los encuadres o sobre los ritmos del montaje, se pueda usar a la orquesta como ojo que guía y péndulo de lo que sucede. La espectacularidad a la que se encaminaba Puccini anticipaba ya unas señas de identidad fuertes (una guía al deleite), y era muy parecida a la que sólo el cine conseguiría elaborar plenamente: un sistema que aseguraba al espectador una pasividad muy superior a la del pasado. También en esto Puccini intuía una de las vías a las que tendería la modernidad: la de confeccionar productos que redujesen al mínimo los tiempos de descodificación y asegurasen una inmediatez de consumo lo mayor posible. Se puede discutir sobre la peligrosidad de tales dinámicas: pero es innegable que la modernidad iba por ese lado. Para Puccini el problema era encauzarse por esos derroteros con el único auxilio de las armas de la música. Que esto le haya llevado a la utilización extrema del efectismo musical es un hecho que, se juzgue como se juzgue, no hay que considerar aisladamente sino como un botón de muestra, entre otros, de una idea precisa de la espectacularidad.
Fue a través de esa idea, imaginada y sólo en parte realizada, como Puccini intuyó la modernidad. Evidente y abismal es su diferencia con la aproximación de las vanguardias. Para ellas, el encuentro con la modernidad se resolvió casi íntegramente en un problema de lenguaje. Para Puccini, significativamente, el del lenguaje es un problema accesorio. No ausente, pero tampoco esencial. Las vanguardias buscaban un nuevo lenguaje capaz de articular lo moderno: Puccini buscaba, ante todo, una nueva idea de espectáculo que hiciera justicia a la modernidad. Y en esa búsqueda, los límites del lenguaje que tenía a su disposición no representaron nunca un problema insalvable. Quizá sólo ante el dueto que debía cerrar Turandot, Puccini se sintió, en ese lenguaje, enclaustrado. No deja de tener sentido el hecho de que no consiguiera escribirlo nunca.