La espectacularidad

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La modernidad es un lugar, y un tiempo, que tiene infinitas vías de acceso. La Música Nueva eligió la estrecha puerta de una radical y dura revolución lingüística. Pero en el patrimonio genético de la música culta existen otras hipótesis de andadura: otras intuiciones que buscaban lo moderno por distintos derroteros. Un patrimonio de presentimientos y profecías que la ideología de la Música Nueva y su artificial planteamiento ante el público han censurado durante mucho tiempo. Entre muchas, recuperamos aquí una que parece más útil que las demás, hoy, para volver a encontrar una relación directa con la modernidad. Por simplicidad, valga resumirla en la aventura de dos nombres carismáticos, que encarnan de manera sólo más evidente y radical que otros una cierta manera de entrar en el siglo XX: Mahler y Puccini.

Lo que el sinfonismo mahleriano y el teatro musical pucciniano intuyeron de la modernidad fue la idea de espectáculo que cultivaría y el tipo de público que la habitaría. Más de lo que pueda parecer, fue una intuición tan intrépida como genial. Imaginaban, con una exactitud que tiene algo de sorprendente, un mundo que no existía todavía. Anticipaban un cuadro del gusto colectivo, de las condiciones sociales y prácticas del deleite, del contraste entre distintas y nuevas formas de espectáculo, que se produciría plenamente sólo decenios más tarde. Era una intuición que conllevaba, entre otras cosas, una significativa revisión del concepto mismo de música culta: una redefinición de su campo ideal que, aun a costa de desmantelar algunos de los dogmas que habían asegurado su potencia, intentaba seguir la significación en el éxodo que la modernidad imponía. Los rasgos regresivos y mistificadores que atañen tanto a las obras puccinianas como a las sinfonías mahlerianas son el testimonio de una retirada estratégica que buscaba nuevas posiciones de fuerza desde las que afrontar el impacto con lo moderno. En ellos se encierra la idea, de por sí intrépida, de que sólo autorreduciendo su propio alcance ideal la música culta podría adecuarse al estatuto de lo moderno. De que sólo asumiendo ciertos rasgos de corrupción dictados por la modernidad y metabolizándolos en su propia estructura sería posible mantener un vínculo con lo real. Era una acción exactamente contraria a la intentada por la Música Nueva. Se reaccionaba a lo moderno abriéndole las puertas y dejando que penetrase en el tejido de la música. No era una rendición incondicional: era la apertura de un diálogo. Un equilibrismo arriesgado, indudablemente: allí donde el sinfonismo mahleriano se desliza en un vacuo tecnicolor sonoro o el teatro pucciniano se presta a la vulgaridad de burdos feuilletons para diletantes de fin de semana, se puede leer la derrota a la que esa acrobacia podía llevar. Pero era el precio que había que pagar por una preciada ambición: participar en la modernidad.