Era jueves. Después de mi entrevista a Porfirio Muñoz Ledo y de cubrir la manifestación de los taxistas en el Zócalo llegué a la redacción del periódico cansado y malhumorado. Muy tarde. Me llevaría hasta las once o doce de la noche redactar las dos notas, aunque podía dejar para el sábado la entrevista —no era en realidad urgente, ni siquiera una buena entrevista; Muñoz Ledo andaba de mamón— y concentrarme en la crónica de la manifestación para salir del periódico antes de las diez y alcanzar a ver con María Fernanda el especial del Canal 40. No ameritaba la mentada manifestación más de cuatro cuartillas, cinco cuando mucho con el esquema de siempre.
Ya había resuelto el lead, ya tecleaba encarrerado por la cuartilla dos cuando recibí el telefonema. Otra vez sin molestarse en preguntar quién me llamaba —esta niña no entiende—, Mónica me pasó directo la comunicación.
—Mendieta. Quién habla.
Tardé en entender porque tardé en reconocer la voz de la enfermera que se dirigía a mí sin presentarse, sin disculparse, sin aclarar sobrentendidos, como si estuviéramos habituados a telefonearnos todos los días. Y no. Nada más lejano a eso. Ésta era la primera o la segunda vez cuando más que la enfermera de Córdoba 140 se comunicaba conmigo a la redacción. Su llamada pertenecía a otro mundo. Era de otro mundo porque yo había intentado separar con mente esquizofrénica los asuntos del periódico de los asuntos relacionados con la abuela para que en el transcurso de la semana, durante mis horas de reportero, las preocupaciones periodísticas no se mezclaran con ese mundo que no obstante mis esfuerzos me empezaba a crecer en el papel, y sobre todo en el alma, como los monstruos parásitos de la ciencia ficción que se enquistan en sus víctimas hasta exprimirles la última gota de sangre. Como una víctima de la obsesión por la abuela empezaba a sentirme a diario cuando en el auto camino de la escuela con mis hijos, en casa con María Fernanda, en el café con la tropa de reporteros, incluso durante una manifestación, una entrevista, un acto público, mi mente obstinada rompía los linderos de la esquizofrenia y daba un brinco mortal hasta Córdoba 140 o, lo que es peor, hasta los escenarios mismos donde se desarrollaban las narraciones de la abuela: el Hotel Victoria de Madrid para las exhibiciones de ajedrez de Benito Palomera, la casona en Guanajuato durante los conciertos de Luciano en el Chase and Baker, las callejuelas cercanas a Pigalle donde asesinaron a Lucio, la desaparición de Luchita a la muerte de Heriberto Conde.
—¿En qué estás pensando? —me preguntaba María Fernanda.
—Por dónde chingados la giras que no pelas a nadie —protestaba Luis Moreno en El Negresco de Balderas.
—¿No me oíste, no me oíste? —me sacudió Mónica—. Te anda buscando el director.
Te veo distraído. Estás como zonzo. ¿Te sientes mal? ¿Andas enfermo? ¿Tienes problemas en tu casa? ¿Necesitas un permiso? ¿Te crees la divina garza?
—Lo mejor será mandarte a Chiapas para ver si los retos cabrones te sacuden, Mendieta. Tú no eres para notas cajoneras.
Pero en lugar de mandarme a Chiapas mi orden de información de ese jueves decretaba conversar con Muñoz Ledo (pícalo, que te cuente los pleitos internos en el partido, que se encrespe, que suelte la sopa) y cubrir la manifestación de taxistas (con muchas opiniones, con mucho color, mucho color, al estilo Monsiváis).
Colgué el teléfono.
—¿Pasa algo? —preguntó Mónica mientras me dirigía al escritorio de Luis Moreno para pedirle un palomazo.
Era jueves y había dejado de llover. Calaba el frío.
La reja entreabierta permitía cruzar por la amplia rendija sin mancharse la ropa con el agua y el lodo del fierro mojado. En el lóbrego porche, mientras me aproximaba por el camino de losetas, distinguí a un grupo de cuatro o cinco personas que de momento parecían estatuas pero en un instante empezaron a moverse, a girar, a levantar acompasadamente los brazos sin grandes ademanes ni desplazamientos, como si los cuatro o cinco fueran muñecos del reloj suizo de un monumento gótico dando la hora. Cuando pasé a su lado sin saludarlos siquiera con el habitual movimiento de cabeza, escuché frases, palabras sueltas, interjecciones, murmullos de enjambre, pero no alcancé a enlazarlos en un trozo de discurso.
Entré en el vestíbulo y me brincó más gente en el salón grande y en los pasillos oscuros, tenebrosos. Sólo reconocí a don Venancio Méndez, el anticuario, en charla susurrante con aquel hombrecillo calvo a quien vi cuidar durante la mudanza abusiva, cual si se tratara de un cofre de cristal, el Chase and Baker de Luciano Lapuente. El hombrecillo me sonrió al paso, pícaro: parecía un duende cómplice de alguna travesura ignorada por mí, y antes de que yo tuviera tiempo de corresponderle con una sonrisa gentil, él me lanzó un gesto obsceno con su derecha —eso creí ver— al tiempo que tomaba del antebrazo al anticuario y se perdían ambos por el fondo del salón desierto que precisamente ellos se habían encargado de ir vaciando a lo largo de los años.
Advertí que casi todos los reunidos en la oscura planta baja de Córdoba 140 eran personas maduras, encaminadas hacia la vejez la mayoría, aunque no faltaban un par de jóvenes varones elegantes y una pálida muchacha de negro cuyos rasgos faciales, muy a la pasada, se me antojaron emparentados con las facciones de la Norma joven de la fotografía colgada atrás de la mecedora.
Al pie de la escalera, cuando acababa de hacer girar su cuerpo robusto, liberada por vez única del uniforme blanco, vestida con un sastre de dos piezas gris con rayas perla finísimas que la hacían verse definitivamente atractiva porque además su cabello recién cortado caía suelto a la altura del cuello y sus labios eran de un rojo bermellón y su cutis delataba por una astilla de luz una capa de make-up y sus ojillos negros parecían más intensos; cuando completaba el giro de su cuerpo al pie de la escalera la vi y creí reconocer, tardé en reconocer, reconocí, si acaso digo bien, a la fiel enfermera de la abuela.
Sonrieron hacia mí sus labios en punta de corazón.
Yo mostré la intención de estrecharla con un abrazo fuerte, conmovido, sincero, pero ella echó un paso atrás para evitarlo y a cambio me tendió como un freno su derecha que oprimí y mantuve unida a la mía más de cuatro, cinco, seis segundos cuando ya el sudor de la enfermera se hacía sentir en mi palma.
Nos miramos.
—¿Quiénes son? —le pregunté con imprudencia, abrupta mi reacción. Y en referencia vaga señalé con un giro del mentón a la gente que apenas se movía en las tinieblas del salón grande y en torno al vestíbulo.
Me respondió con voz apenas audible:
—No me lo va a creer pero conozco a muy pocos. —Acerqué mi oído izquierdo para escucharla—. Algunos son conocidos de la señora o parientes lejanos de Guanajuato.
—¿Cómo se enteraron? ¿Y cómo llegaron tan pronto?
En lugar de responder se puso a dar discretos empujoncitos con la cabeza:
—Aquél es don Venancio Méndez y el afinador de pianos don Tirso. Ésa de allá es la costurera Catalina Pío, está junto al doctor Gutiérrez. Ése es el doctor Luis Miguel Gutiérrez que ha cuidado todos estos años de la señora. (Era un geriatra joven pero muy canoso, como si se hubiera contagiado de la ancianidad de sus enfermos) Y Estercita Rubio y Marisol Río: amigas de la señora desde que vivía el doctor Jiménez —seguía siseando la enfermera—. Ése de allá es un ajedrecista del club, pero no sé cómo se llama; sólo lo conozco por Simón. Don Simón. A él le iba a regalar el tablero y las piezas, ¿se acuerda?, pero terminó llevándose todo don Venancio. Y la de allá, ésa, la del cabello blanco y lentes redondos es la profesora Ernestina Limón, la directora de la escuela especial, la de niños down.
—¿Ernestina Limón? ¿No es pariente de Daniel Limón?
—¿Quién es Daniel Limón?
—El pintor. El autor de los cuadros que están allá arriba.
La enfermera sonrió con un visaje de mofa. Observada sin el uniforme y tan arreglada como se puso adquiría la donosura de una dama de mucha clase.
Dijo burlesca:
—Usted se creyó siempre todas las historias de la señora, ¿verdad?
—Daniel Limón existió, fue un personaje de verdad.
—Pues pregúntele a la profesora, a lo mejor sí es pariente de éste que usted dice y lo saca de dudas, y le da la razón —volvió a sonreír.
Avancé unos pasos hacia el espejo de gran marco dorado frente al que Ernestina Limón se había detenido a conversar con un anciano que empuñaba un paraguas como bastón y no alcanzaba a reflejarse en el espejo que casi alcanzaba el techo. Aunque la ausencia de reflejo se debía sin duda al ángulo desde el cual observaba yo al anciano del paraguas, el efecto resultaba impresionante y hacía pensar en un vampiro. Era una tontería considerarlo así, desde luego; sin embargo, en un ambiente penumbroso como aquél, donde un puñado de amigos y conocidos de la abuela parecían congregarse para acompañarla, la idea de estar junto a fantasmas que se deslizan por los pasillos, que se mueven a pausas en el porche, que danzan en el tenebroso salón grande o están a punto de flotar en lugar de subir las escaleras no se antojaba de manera alguna un pensamiento extravagante.
Me acerqué con otro paso más:
—Perdón que la interrumpa, profesora, pero quisiera preguntarle si es usted pariente de Daniel Limón. Del pintor Daniel Limón.
Ernestina Limón quitó los ojos del anciano vampiro del paraguas y me los puso a mí junto con una sonrisa afable.
—Me ausento —dijo el vampiro del paraguas.
—Espéreme, espéreme —lo detuvo la profesora—, me voy con usted, don Pepe.
Se dirigió a mí:
—Así que Normita te contó la historia de Daniel Limón, eh. También a ti.
Necesitaba apresurarme porque tenía la impresión de que la profesora y el anciano estaban a punto de trasponer la puerta principal filtrándose, convertidos en humo, en viento helado de muerte. Directo afirmé:
—Es usted su hija.
El vampiro del paraguas dijo adiós sacudiendo los deditos, cruzó el vestíbulo y abrió la puerta hacia el porche antes de que la profesora Ernestina me respondiera. Ella había dejado de sonreír. No parpadeaba.
—¿Es usted la hija de Daniel Limón? —insistí, ahora en tono interrogativo.
La mano de la profesora, una mano que parecía sin color, sin peso, sin sentimientos, se posó brevemente en mi hombro. Sus anteojos redondos reflejaron la tímida luz de una lamparilla colgante que se multiplicó en esquirlas y su cabeza se movió con sentido negativo. Fue detrás del anciano, como un ave. Antes de salir al porche se volvió y me dijo:
—Desgraciadamente no.
Así como me atreví con la directora de la escuela especial para niños down, y luego con la pálida muchacha de negro y con el notario don Gaspar, así debí atreverme con todos los concurrentes a Córdoba 140 poniendo en práctica mis artes de reportero. Era la ocasión idónea y la dejé transcurrir como un estúpido. Los tenía a tiro de piedra para confrontar sus versiones particulares con las historias de la abuela acumuladas durante esos dos años —¿fueron de veras dos años?— en que me terminé perdiendo por los laberintos de una anciana mentirosa. Si era o no mentirosa, o mentirosa a medias, o fantasiosa como la Scherezada que a fuerza de contar y contar y contar conseguía detener la muerte entrevista detrás de las puertas o debajo de la mecedora, era ésa la oportunidad para descubrirlo de una vez por todas. No me porté como el reportero recién graduado en la Septién García pronto a atiborrar de preguntas al puñado de concurrentes a Córdoba 140 y la oportunidad se fue. No sé por qué no pude. Aún no me lo explico. Tenía miedo, seguro. Estaba impresionado, en desconcierto. Me sentía un deudo más con ganas de soltarme a llorar, qué ridículo.
—¿No va a subir? —me preguntó la enfermera—. Arriba sólo queda don Gaspar el notario.
La enfermera seguía inmóvil en el primer peldaño despidiendo a otra pareja de enlutados que descendía. Sentí su mirada a mis espaldas acompañándome en el ascenso.
Don Gaspar el notario era sin duda ese pequeño viejo sentado en el borde de la mecedora, deteniendo con sus piernas clavadas a la alfombra el posible vaivén del respaldo. Sostenía con la derecha una taza y su platito de porcelana y miraba hacia el fondo del té naranja que removía con una cucharita. No alzó los ojos cuando crucé a su lado rumbo a la recámara principal donde yo nunca había entrado.
Al llegar a la puerta que se abría me topé con sorpresa con la pálida muchacha de negro a quien divisé al llegar, en el salón grande de la planta baja. En ningún momento la vi subir porque seguramente abrió las alas y voló al piso alto por una ventana, sobre la araucaria del jardín y entre la balaustrada superior coronada por absurdos cisnes de piedra, y volando se coló por las contraventanas al interior de la alcoba. La detuve bajo el quicio, más con el ademán que con mi contacto en su antebrazo. Se sorprendió.
—Perdone. Disculpe…
—¿Sí?
—¿Es usted pariente de la señora Norma?
Casi sin mover los labios dijo No con la nariz. Parecía nerviosa.
—Pensé… Perdone.
—Mi abuelita fue muy amiga de doña Norma —se animó. Tenía una voz clara, como de cristal—. Su mejor amiga, decía mi abuelita. La conocí por ella, y aunque sólo venía a verla muy de vez en cuando la quise mucho.
En sus relatos, según mi memoria, la abuela nunca me habló de amigas. Fui poco amiguera, me decía. De no ser en su juventud de México, claro está, con Paquita Suárez.
—¿No fue Paquita Suárez su abuelita? —pregunté atropellado.
—¿La conoció usted? —se sorprendió nuevamente la muchacha.
—Por la señora Norma. Sólo de oídas.
—Mi abuela Paquita murió hace como diez años. Ella me traía a visitar a doña Norma. Y luego que murió yo seguí viniendo a ver a doña Norma de vez en cuando porque me contaba muchas historias de todas las vidas que vivió en ésta.
La pálida muchacha de negro se interrumpió de golpe. Del pasillo le llegó la mirada punzante de un hombre moreno, canoso, aprisionado dentro de una vieja chamarra azul. También sus zapatos tenis eran viejos y estaban manchados de lodo.
—Perdón —dijo la muchacha—, tengo que irme.
Supuse que el hombre acababa de llegar a Córdoba 140 y había subido corriendo las escaleras. Jadeaba. Su aspecto me hizo recordar a los pintores chamagosos —como los llamaba la abuela— del taller de Daniel Limón, aunque era absurdo pensar en Florentino. Habían transcurrido muchos años, demasiados para sobrevivir.
—Espérate —la detuve—. Cómo te llamas.
—Tengo que irme. —Y se dirigió pronta al chamagoso de los tenis enlodados. El chamagoso me censuró con un chasquido y atrapándola del antebrazo se llevó por las escaleras a la pálida muchacha de negro.
Se me escapaban todos, sin remedio, como si estuviera tratando de agarrar peces dentro del agua.
Entré por fin en la recámara de la abuela, sumida en una oscuridad que sólo la luz ámbar de una veladora eléctrica interrumpía desde el buró. Entre las sombras, muebles como de principios de siglo cuya propiedad era atribuible al notario Jiménez —y que en situación de condenados a muerte aguardaban la codicia de don Venancio— repletaban el sitio: un ropero enorme, dos cajoneras de las llamadas chiffoniers, dos burós, una vitrina rinconera, un secreter, una mesita con dos sillas y un sillón reposet utilizado seguramente por la enfermera para velar el sueño de la abuela. Contrariaban la armonía de las valiosas antigüedades los tanques de oxígeno e invadían las paredes imprecisas fotografías enmarcadas, un par de óleos siqueirianos semejantes a los del salón verde y en la cabecera una reproducción enorme, barata, sin valor artístico, de la Virgen de Lourdes. Sobre las superficies del buró y de las cajoneras se repartían frascos de medicinas, bandejas de enfermería, un cómodo de hospital, además de papeles en desorden y objetos y adornos imposibles de distinguir. A pesar de eso yo quería registrar todo, inventariar hasta la más pequeña figura de porcelana porque en realidad tenía miedo de centrar mi vista en la cama donde yacía el cadáver de la abuela.
Me aproximé, no tuve más remedio.
La enfermera había vestido a la abuela con un traje azul oscuro, con chaquiras, que parecía de fiesta, como para la ópera. Le cruzó sus manos deformadas por la artritis sobre el pecho, aunque no pudo evitar que los dedos se crisparan como las garras de un buitre. El cabello me sorprendió por blanquísimo, como si la enfermera se lo hubiera teñido esa misma tarde, lo que contribuía a subrayar esa extraña belleza que sólo ahora, de manera inverosímil, recuperaba la lozanía de su juventud, cuando enamoró a Toño Jiménez, a Daniel Limón, a Lucio Lapuente, a Luciano, a André Lipstein, a Maximiliano Bernal, qué sé yo a quién más y a todos juntos en simultáneas, a Luis también, a Luis Lapuente, lo olvidaba, lo olvidó ella siempre en sus relatos. Pronto esa piel añosa del semblante, en esos momentos lozana, repito, empezaría a contraerse en su deterioro imparable hasta quedar convertida en la máscara de papel maché de una momia que ya nunca veríamos, por fortuna.
Esto poco era ya lo que restaba de la abuela, pensé, de todas sus vidas, de todos sus placeres, de todos sus dolores, de todas sus mentiras.
Luego de suspender a medio viaje el beso con el que estuve a punto de acariciar su frente, salí trastabilleando, tropezando con sus pantuflas horribles, y en el pasillo me encontré con don Gaspar el notario.
—No te aflijas, muchacho —me tuteó—. Ya está descansando.
—¿Usted es el notario? —pregunté. Y tras la afirmativa implícita agregué otra pregunta con lo poco que en ese instante me quedaba de reportero—: ¿Hizo testamento?
—Normita se pasó haciendo testamentos toda su vida —respondió don Gaspar—. Tengo siete. El último lo firmó la semana pasada. Le dejó todo a su primo de Guanajuato, tú debes saber. El padre Luis. Fray Luis Lapuente, de los franciscanos.
Sin despedirme de la enfermera y cruzando a través de los cuerpos opacos de los fantasmas huí de Córdoba 140 cuando empezaba a caer de nuevo una lluvia torrencial. En mi Tsuru blanco vagué por calles y avenidas más allá de Ciudad Universitaria, casi hasta la salida a Cuernavaca, maldiciendo a la abuela —qué tontería— por haberse muerto sin desenredar la madeja de esa historia que me dejó embrollada en capítulos y vidas inconclusas, atrapada mi tarea en una leyenda con finales dispersos imposibles de ordenar. Estúpido yo, me repetí porque me dejé engatusar y perdí mi tiempo sin llegar absolutamente a nada, pensé: pensaba herido por el dolor de una muerte que ni siquiera me permitía llorar.
Regresé a mi casa después de media noche. Al amanecer conté a María Fernanda el deceso de la abuela y el sábado temprano salí rumbo a Guanajuato.
Tardé en encontrar el viejo rancho de Los Duraznos, nadie me daba razón, pero lo encontré al fin gracias a un bolero que me lustró el calzado en el monumento al Pípila y me dijo que su padre fue ordeñador de vacas en la pasteurizadora de doña Norma. Ya no existía el rancho como tal. Las enormes hectáreas de labor y de pastura para los toros de lidia habían sido vendidas y fraccionadas, y las instalaciones avícolas, las pasteurizadoras, los criaderos, las huertas, terminaron sucumbiendo igual a como sucumbieron sus dueños en su derrumbe trágico, diría Aristóteles. Sólo quedaba en pie la casona abandonada, sin muebles, semidestruida, ofertada en venta por la inmobiliaria del Grupo Kirsa.
Al recorrer la casona con ánimo de ratificar o rectificar luego en mi escrito las descripciones de la abuela, admiré la construcción enclavada junto a la huerta primigenia de duraznos, ahora en el desgaste del descuido. Ahí estaba el salón principal de techos altísimos, sostenidos por vigas de grosor increíble donde resonó su música el Chase and Baker traído de casa del profesor Marañón para la inexistente Lucrecia; ahí el comedor, vecino de la enorme cocina de la tía Francisca repleta de peroles extraviados, y la escalera que trepaba despacio, lentamente, a la planta alta poblada de habitaciones. La que ocuparon la tía Irene y la joven Norma conservaba su terraza hacia el prado de los papalotes convertido luego en el espacio donde Lucio Lapuente erigió, al unirse con Norma, la casa propia donde nació Luchita y a la que asaltó Luciano como un bandido para disparar contra su hermano mayor. Era cierto entonces que Lucio y Norma se casaron porque ahí permanecía la casa, descarapelada y triste, agónica, sin vida, mirando entre hierbajos e higueras retorcidas hacia el barandal de la terraza.
Entré en la biblioteca del tío Grande. Sobre las duelas anchas, pandeadas por la humedad, como solitario testigo del naufragio, se mantenía no sé por qué un sillón desvencijado, cojo, de alto respaldo y brazos firmes. Contra la pared: los esqueletos de dos vitrinas para libros, muy altas y muy anchas. En una de ellas, el desastre respetó una media docena de libros encuadernados en piel. Tomé al azar un par. En la Editorial Sopena, pero empastado el volumen en color vino, Dostoievski seguía ofreciendo el drama de Raskolnikov. Al hojear el libro vi caer, como le ocurrió a la Inés del Tenorio, un papel amarillento doblado en tres. Contenía, reproducido a mano con letra pálmer menuda y clara, un verso célebre de Neruda:
Para Norma
Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.
Luis
También era cierto entonces, me dije, aquello de los versos del joven Luis Lapuente para Norma que aparecían bajo una pastilla de jabón, o en el tablero de ajedrez, o entre las páginas del libro que la musa leía.
Escuché a mis espaldas una voz gangosa:
—¿Usted conoció esta casa?
Al volverme descubrí al cuidador que me había permitido asomarme a Los Duraznos. Era un viejo enteco y rengueaba.
—En sus buenos tiempos no había nada igual en Guanajuato, por Dios santísimo. Ahora lo tasajearon todo y nadie quiere comprarla, no sé por qué. Decían que el gobernador estuvo en tratos para quedarse con todo, hasta donde llega la huerta, y venía muy seguido por aquí. Luego dejó de venir, quién sabe qué pasó.
—Es del padre Luis, me dicen —comenté—. El padre Luis Lapuente.
—De eso yo ni idea —gangoseó el viejo—. A mí me pagan los de la compañía. La señora Infante viene cada quincena y me da mis centavos.
—¿Y el padre Luis?
Acicateado por mí y por un par de billetes después de argüir ignorancia, abundar en pretextos, el cuidador me proporcionó información suficiente, elemental, para encontrar al padre Luis. Sí, lo conocía y vivía en Guanajuato de mucho tiempo atrás: tenía a su cargo el templo de San Diego.
No lo pensé dos veces, con celeridad para que no me sorprendiera la noche, entré en mi auto y volé al templo de San Diego, en el mero corazón de Guanajuato: frente al Jardín Unión y callejuela de por medio del Teatro Juárez. Recordaba de un viaje anterior la joya colonial, aunque hasta ahora reparé en su bella fachada barroca, muestra de lo que debió haber sido el colosal convento franciscano.
Aún se podía entrar en el templo, para mi fortuna, salpicado en su interior por unos cuantos fieles. Una beata de rebozo y brazos delgadísimos, como varas, arreglaba en la zona del presbiterio las flores para las misas del domingo, supuse. Me dijo sin mirarme siquiera que el padre Luis andaba por Salvatierra o San Miguel de Allende, no estaba muy segura dónde, porque el padre Luis no tiene paradero, así me dijo.
—Con todo y sus años, ya lo ve, corre de aquí para allá en sus misiones y quehaceres. Cuando no está dando ejercicios a las carmelitas, se queda a dormir con los viejitos del asilo o echa viaje para las rancherías. Le gusta visitar a los pobres y a los enfermos, ya se sabe. Lo quieren, lo necesitan. Es un santo.
—Entonces no está aquí.
—Sí está aquí pero no está ahorita —explicó la beata sin dejar de manipular sobre los jarrones de latón. Le estaban quedando muy bien los arreglos de azucenas y gladiolas blancas y ramos de nube; se lo dije.
—Gracias, señor —me miró—. El que le puede dar razón es fray Esteban.
Fray Esteban escapaba de un confesionario. Vestía el hábito de franciscano pero lo presumía como si llevara un atuendo de príncipe. Él confirmó que el padre Luis —no lograba controlar el amaneramiento de su voz y de sus gestos— estaba en San Miguel de Allende impartiendo ejercicios espirituales. Si tanto me urgía lo podía encontrar aquí después del domingo, el lunes, a más tardar el martes —dijo. Y me despidió con un guiño.
No encontré el lunes al padre Luis —al parecer se había quedado sermoneando monjas en San Miguel de Allende—; me recibió el martes por la tarde en una pequeña estancia de la casa cural arrimada al trasero del templo. Cuando entré se balanceaba en una mecedora que me recordó la mecedora de la abuela y tenía un libro abierto en las manos. De un moderno aparato estereofónico con bocinas de a metro brotaba una canción picarona de Joaquín Sabina.
Alzó los ojos el padre Luis. Cerró el libro. Se desprendió de los anteojos bifocales.
—¿Tú eres el que me anda buscando?
Era un hombre muy gordo a quien el hábito franciscano hacía parecer un pope satisfecho, rotundo. Aunque tenía el cabello completamente blanco y según mis cálculos andaba por los ochenta, transpiraba vigor, energía, no sé si santidad. Su cara mofletuda le borraba todas las posibles arrugas.
Con el estribillo y desnudos al anochecer nos encontró la luna la canción de Sabina llegó a su término y el aparato se apagó automáticamente. El padre Luis me invitó a tomar asiento en un diván lateral, arrimado contra la pared, que parecía más propio de un psicoanalista que de un sacerdote. Me quedé en la orillita.
Tardé en abrir la boca porque no sabía cómo empezar; me sentía turbado, tonto, impertinente, y las técnicas de la entrevista noticiosa resultaban muletillas incómodas para abordar un tema al fin de cuentas personal. Fue necesario emprender un rodeo inacabable sobre mi visión turística de Guanajuato antes de explicarle, eso sí en pocas palabras, mi relación con la abuela, es decir con su prima Norma, y mis deseos de conocerlo personalmente y conversar con él a raíz del sorpresivo fallecimiento.
—Normita no ha muerto —interrumpió el padre Luis. Lo hizo levantando el índice y con él se rascó su enorme lunar en el mentón—. ¿Eres católico, hijo?
Asentí con vaguedad.
—Pues muy mal católico, pésimo debes ser, porque para nosotros la muerte no existe —volvió a levantar el índice—. La muerte es vida, hijo. Más vida. Mucha vida. Toda la vida que se puede alcanzar.
—Entiendo.
—¡Qué vas a entender! —exclamó con la misma expresión tantas veces utilizada por la abuela contra mí. Tú no entiendes, muchacho, me decía la abuela. Ése es tu problema, que no entiendes, no entiendes, no entiendes.
El padre Luis tosió, carraspeó, se limpió la boca con un pañuelo arrugado antes de soltarme un rollo imparable sobre el evangelio de San Juan, el pasaje de Lázaro, y citar una retahíla de textos de San Buenaventura que exponían muy bien, aseguró, los fundamentos teológicos de la vida eterna.
—En lugar de andar fisgoneando novelitas comunistas o masturbándote con películas pornográficas, lee a San Buenaventura, hijo, ponte a beber en las fuentes inagotables de los santos padres de la Iglesia. Entonces sí entenderás.
Le prometí hacerlo y aproveché su acción de guardarse el pañuelo trabajosamente bajo el hábito para soltar un rollo paralelo sobre mis largas conversaciones con la abuela en vistas a un libro que ella misma me pidió escribir para dejar testimonio de su paso por el mundo —así me había dicho, dije—. Y aunque el material recopilado hasta ahora me parecía abundante y rico en incidentes, generoso en mensajes vitales y morales muy propios para servir de guía a mucha gente, yo me sentí frenado de pronto por la muerte sorpresiva de la señora.
—Que la muerte no existe, hijo, no se te olvide.
Y consideré necesario entonces, importante, recurrir al padre Luis Lapuente para completar episodios cruciales que doña Norma dejó pendientes y que tal vez usted, padre Luis, tenga a bien relatarme, en la inteligencia de que estoy dispuesto a ser muy respetuoso de la intimidad pero también muy tenaz en mi empeño por llenar esos huecos fundamentales para mí.
—¿Y cuáles son esos huecos? ¿Qué quieres saber?
Sentí al padre Luis interesado en mi discurso, no sé si convencido ya. Dejó de moverse en la mecedora, depositó el libro en una mesita lateral, se puso de pie.
Con la gordura que le resultaba difícil mover, el viejo franciscano llegó hasta el estereofónico y extrajo el compacto de Joaquín Sabina. Le sopló, volvió a guardarlo en su caja y de un pequeño estantero eligió otro de Vivaldi, o de Bach, no estoy muy seguro, nunca supe mucho de música. Cuando volvió a tomar asiento en la mecedora, el silencio se llenó con los gratos sonidos del clásico.
—¿Cuáles son esos huecos? —volvió a preguntar. Tenía los ojos entrecerrados, los bifocales nuevamente puestos, las manos enlazadas sobre el vientre.
—¿Me permite hacerle una pregunta? ¿Una pregunta muy personal?
—Pregunta, hijo. —Parecía deleitarse con Vivaldi.
—Cuando usted era joven, mucho antes de irse al seminario, desde luego, ¿estaba enamorado de la abuela? Perdón, quiero decir: ¿estaba enamorado de su prima?… Eran muy jóvenes los dos, casi adolescentes.
—¿Enamorado yo?
—Ella me lo dijo. Me dijo que usted le escribía versos románticos. Declaraciones de amor.
Mientras se arrancaba los bifocales y abría grandes los ojos, el padre Luis tronó con una risa franca que sacudió su cuerpo con todo y mecedora.
—Cómo crees. Eso no es cierto. Qué barbaridad, cómo crees. —Dejó de reír y estiró su cabeza hacia el diván donde yo continuaba sentado. Bajó la voz—: Normita siempre fue mentirosa, pobrecilla. Muy mentirosa.
—Es que el sábado estuve en la casona y de pura casualidad encontré esto, en un libro olvidado. Le tendí el papel amarillento doblado en tres que guardaba en el bolsillo de la camisa. Antes de desdoblarlo me miró fijamente y se enganchó los anteojos. Lo leyó con toda calma. Luego volvió a reír, ahora suavecito.
—No es mi letra. Es letra de Normita. —Como si lo hiciera casualmente arrugó el papel en el puño, lo convirtió en una bolita de basura—. Yo no tengo necesidad de mentirte, hijo, pero sí, Normita era muy fantasiosa. Ella misma copiaba esos versitos de los libros de la biblioteca y se ponía a esconderlos por dondequiera, para hacerse ilusiones de que yo se los mandaba. Estaba un poquito enamorada de mí, ésa es la verdad.
Dejé que se abriera un largo silencio —buen tip periodístico para incomodar a los entrevistados— y vi cómo el padre Luis, incómodo desde luego, volvía a ponerse de pie con dificultad. En dirección a un mueble largo y esquinado, junto a la ventana por donde empezaba a llegar la noche, arrojó como distraído la bolita en un cesto. Luego extrajo del mueble una estola morada, la besó con gesto sacerdotal y se la colgó al cuello.
—Muy bien, hijo. Muy bien, muy bien. Entiendo. Me convenciste. Es importante que en la historia de mi prima resplandezca la verdad, toda la verdad, porque la verdad nos hará libres: dijo Jesucristo por boca de San Juan. De acuerdo, muy bien. Yo voy a contarte cosas cruciales de la vida de Normita, no estas boberías romanticonas, pero antes tú necesitas limpiar tu alma con una buena confesión, una confesión sacramental, digo. ¿Me entiendes? Es la única forma de jugar limpio entre nosotros para que resplandezca la verdad. ¿Me entiendes, hijo?
No le entendía, por supuesto. Estaba atónito, desconcertado, con ganas de soltar una risotada francota, como las suyas, pinche viejo gordo, ¿qué pretende?
Avanzó hacia mí.
—¿Cuánto hace que no te confiesas, hijo?
—Yo no me confieso nunca.
—¿Nunca?
—De niño, hace muchos años.
—¿La última vez?
—La última vez cuando iba a casarme, creo. Nunca más.
—Pues ahora vas a hacerlo —dijo, muy serio, tocándose la estola—. Acuéstate.
—¿Qué?
—Aquí en el sofá. Acuéstate. —Y me dio un ligero empellón.
Aún ahora que recuerdo, meses después, aquel inverosímil episodio con el gordo franciscano en la casa cural de Guanajuato, sigo sin entender —no trates de entender, me insistía la abuela hasta el cansancio— cómo a pesar de mis protestas, de mis rotundas negativas, de mis burlas a la confesión, del regateo en que se convirtió el duelo verbal entre el sacerdote y yo, terminé como un prisionero idiota tendido en el diván con la cara hacia el techo y los ojos que no quería cerrar como jugando en un principio a enumerar pecados de niño, adolescente, joven: raterías, palabrotas, masturbaciones en el clóset, carrujos de mariguana a la salida de la prepa, y el fajo de billetes ahí, en un pasador de cobre, robado sin compasión al pendejo plomero que arreglaba un excusado en la casa de mis padres, para saltar después de esos deslices, sin saber bajo qué impulso febril de revelar secretos, hasta el Desierto de los Leones una tarde de lluvia con el Gordo Izaguirre y el Pelón Navarrete prendidos ya los tres por los carrujos y un pomo de tequila frente aquella muchacha de ojos negros y cara asustadísima, de no más de veinte años la chica, pechuda, caliente, en minifalda, que gemía y buscaba como ratita húmeda por dónde era posible arrancar a correr apenas la cercamos y entre gritos e insultos la asustábamos más cerrándole la huida, metiéndola en un círculo, agarrándola al fin de un brazo y de una pierna y a tiempo el costalazo brutal en el charco de lodo para buscar su boca y luego yo, yo que rasgué su blusa y el sostén amarillo con su filo de encajes y le mordí sus tetas y chupé sus pezones mientras el Gordo y Navarrete le detenían las piernas, pataleaba la chica, se defendía entre gritos de no y no y no, por favor ya no, y por supuesto sí, hija de puta, ahora vas a ver cómo te va por ese chingadazo, agárrenla, le gritaba al Pelón que de un tirón de uñas le sacó toda rota la pinche pantaleta; ya no rugió, ya no se defendía; se dejó coger primero de Izaguirre, después de Navarrete y yo la cabalgué el tercero, lleno el cuerpo de sangre, no sé de dónde y cómo tanta sangre, no sé de dónde salía como pluma fuente rajada el vomitón de sangre, de los madrazos sí que los tres le soltamos a lo bestia; allí quedó la pobre hecha una mierda y echamos a correr, cada quien por su lado y a su casa; después ya no volvimos a tratar el asunto: fue lo que fue, a olvidarnos de todo porque así se hace duro el corazón y el macho se hace macho, ya puede luego, muchos años más tarde, agarrar los embutes que te ofrecen a diario en el gobierno y aceptar esas dádivas, favores, para tener por fin una casita propia. Eso soy: uno más en la cola de la vida trabajando por el mísero sueldo del periódico. Eso soy: violador y ratero, ya ni quien me perdone.
—Dios perdona siempre —dijo el padre Luis. Me tendió su pañuelo arrugado y sucio; con él me limpié la cara embarrada de lágrimas y mocos.
—Te voy a dar la absolución pero condicionada, hijo, ya sabes: la reparación del daño. Ego te absolvo… —soltó sus latinajos.
Yo me había sentado en el diván y le pedí pasar al cuarto de baño. Ahí vomité dentro de la taza.
Cuando regresé a la estancia todavía me zumbaba la cabeza. El gordo se estaba poniendo un abrigo negro sobre el hábito franciscano. Parecía un hombre de negocios.
—¿Te gusta caminar? —preguntó—. Vamos a callejonear si quieres, como dicen los turistas. A estas horas cae bien.
La noche era clarísima y el viento frío me hacía sentir más ligero, como aliviado de aquella pesadilla con ese gordo ojete que me tomó del brazo y me fue platicando de Luchita, la querida hija de la abuela. No recuerdo con precisión su relato porque me distraía imaginando estar en otro país, sorprendido por los callejones de subida y de bajada, cercados de viviendas y balcones y macetas y ese olor a tierra húmeda cuando acaba de llover. Tal vez yo podría como la abuela, pensé, regresar al pasado para enderezar el rumbo y elegir otra vida que me hiciera distinto del que soy.
—Luchita no abortó —me interrumpió el padre Luis—. ¿Sabías eso?
—Sí, le regaló su hijo a una sirvienta de Purísima del Rincón. Eso me contó doña Norma.
—¿No te digo?, Normita siempre fue mentirosa, ya lo estás viendo. El niño se quedó conmigo en Guanajuato.
—Usted no estaba entonces en Guanajuato.
—Claro que estaba. El niño creció conmigo, aquí. Fue como mi hijo: lo cuidé, lo mandé a la escuela, estudió periodismo ya de grande. Se hizo periodista.
—Beto Conde.
—Cuando lo mató el trolebús me localizaron a mí y fui a su entierro. Yo lo bendije por última vez.
Habíamos llegado a El Rincón de Extremadura, una pequeña cantina de Guanajuato próxima a la Plaza de San Roque; tal vez se había convertido en taberna el viejo cafetín de Celestino González, pensé. El padre Luis saludó confianzudo a un hombre espigado y narigón, con la camisa arremangada a pesar del frío, que se hallaba en la orilla más próxima de la barra, frente a la caja registradora. Luego caminamos los dos hasta una mesa en el fondo del establecimiento.
De no ser por una pareja de turistas empeñados en frotarse las manos y en murmurarse palabritas y chocar miradas, la taberna estaba vacía. Era un lugar simpático, repleto de botellas detrás de la barra, con mesitas rústicas de madera mal cortada y sillas con respaldo de metal, pintorescas pero incómodas.
El padre Luis pidió una botella de vino tinto de la casa. Nos sirvieron dos en la hora y media que permanecimos en el lugar: él contándome cómo Luchita, después de abandonar a su hijo la muy desnaturalizada, se fue a vivir a Monterrey con un licenciado en Administración de Empresas, no con un aventurero canadiense que buscaba oro en la mina abandonada de San Quintín, como me contó doña Norma.
—Mentirosilla mentirosilla, te digo.
Según el gordo franciscano, Luchita seguía viviendo en Monterrey y nada quería saber de su madre ni del único Lapuente que sobrevivió a la familia y que era él, el padre Luis Lapuente. Pero él, el padre Luis Lapuente, había tomado la decisión de hacer un viaje a Monterrey para confesar a su sobrina, darle la absolución y convencerla de que Dios siempre está con nosotros, dijo.
En la segunda botella de tinto, mientras picábamos el jamón serrano y los variados quesos del enorme platón llevado hasta la mesa por un jovenzuelo pelado a rape, el padre Luis me relató su vida en el seminario de los franciscanos, su reconciliación tardía con su padre —el tío Grande de la abuela— en el momento justo de morir, si a eso le llamamos morir —dijo el sacerdote palmeándome el brazo—, porque la muerte no existe, hijo, ya lo sabes. El caso es que el tío Grande aceptó reconciliarse con su benjamín; no sólo eso: aceptó proferir una confesión general ante él en su mismo lecho de agónico. Confesión terrible al parecer, plagada de pecados contra el sexto y noveno mandamiento en mujeres como la Eufrosina de Silao, que el viejo dueño del gran rancho levantado por su propio esfuerzo no tuvo empacho en detallar a su hijo menor como para cerrar con el broche de oro del arrepentimiento su destino inevitable.
—Y así es —dijo el padre Luis—. Así es. Todos estamos llenos de pecados, empezando por mí. —Me volvió a palmear el brazo con su mano regordeta y chata antes de llevarse a la boca el último trozo de jamón serrano. Él también había tenido y caído en tentaciones, me confió para que yo lo supiera de una buena vez. A los cinco años de sacerdote estuvo a punto de colgar los pesados hábitos de franciscano cuando se entusiasmó hasta la fornicación con una viuda que presidía a las mujeres de la Orden Tercera de San Francisco por un solo detalle puntual: la tal viuda le recordaba, por el encaje de su cara, por su cuerpo quebrado a la mitad gracias a una cinturita de este tamaño, de este tamaño, hijo, imagínate, y por sus piernas perfectas, le recordaba nada menos que a la Normita chamaca con quien volaba papalotes en el prado posterior de la casona y a quien años después escribía a mano, con tinta negra y letra pálmer, versos románticos en papelitos escondidos por aquí y por allá.
—¿Lo ves, hijo?, te mentí —suspiró el padre Luis—. Era cierto el cuento aquel de los papelitos, como te lo contó mi prima, así fue. Y es que todos somos mentirosos, hijo. Todos tenemos pecadillos y pecadotes.
Se levantó el franciscano y llamó al jovenzuelo pelado a rape para pedirle la cuenta. Se había bebido él solo la segunda botella de tinto y su cuerpo enorme se bamboleó al tratar de avanzar entre las mesas.
—Ya estoy pedo —dijo. Y soltó una risotada para celebrar su vulgaridad.
Quedé de pasar por él al día siguiente para acompañarlo —me pidió— al asilo de ancianos y al hospital psiquiátrico en su visita semanal de los miércoles.
Como a las nueve y media de la mañana llegué en mi Tsuru blanco a la casa cural luego de comprar un ejemplar de mi periódico a la salida del hotel. En primera plana traía una extensa entrevista con Muñoz Ledo. No era la mía por supuesto —no alcancé a redactarla, ya lo dije—; estaba firmada por el canijo Luis Moreno, quien por lo anunciado en los sumarios había conseguido sacarle la sopa al difícil político, tal y como lo exigía el jefe de información. Bien por Luis Moreno. Empecé a leerla en el auto, a golpes de mirada, mientras conducía hasta el Jardín Unión.
El padre Luis ya había oficiado misa de ocho y desayunado, me dijo, como rey: huevos con machaca, frijoles refritos y unas enchiladas verdes, además de bizcochos sopeados en el chocolatito de rigor. Se veía feliz, satisfecho, retozón. Me trataba ahora como si me conociera de tiempo atrás.
Fue larga y tediosa la visita al asilo de ancianos. Viejos decrépitos, temblorosos, tristes —algunos de menor edad que el padre Luis—, se apiñaban en torno al franciscano para pedirle favores, dinero, milagros, y el gordo sacerdote los animaba sacudiendo con su mano los cabellos de las ancianas o pellizcando los cachetes a los ancianos como si todos fueran niños. Todos lo parecían, la verdad. Tal vez eran vidas que estaban recomenzando un segundo ciclo, aunque sin esperanzas de llegar a una nueva juventud. Esa infancia era el final.
Como me adivinó cansado, aburrido —en realidad yo quería regresar a la Ciudad de México antes de mediodía y volver a Guanajuato otro fin de semana—, el sacerdote me propuso, mientras viajábamos al hospital psiquiátrico en las afueras, por el rumbo de Marfil, no acompañarlo en sus encuentros con los locos.
—Para qué, hijo.
Aunque este psiquiátrico era privado y los enfermos gozaban de comodidades y atenciones de las que se carecían en los hospitales mantenidos por el gobierno, la visita me podría parecer deprimente, dijo. Había aquí internos de todas las edades y todos los niveles de enfermedad, desde autistas y esquizofrénicos desahuciados, y lo que se dice locos furiosos apenas controlados por camisas de fuerza, pastillas en grandes dosis y no sé si electroshocks, hasta psicóticos tranquilos que de pronto asumían actitudes de la llamada gente normal.
—No hace falta.
No me asustaban los locos, más de una vez trabajé notas en el Fray Bernardino de Tlalpan y en las famosas granjas de la vieja carretera a Puebla, pero agradecí el comedimiento del gordo franciscano. Realmente carecía de humor para asomarme a miserias y decrepitudes. Con los ancianos del asilo ya había tenido suficiente.
Crucé con el sacerdote las oficinas de la entrada y él mismo me detuvo, después de saludar a un par de enfermeras a quienes les soltó una picardía, en un corredor de arcadas al aire libre que miraba a un enorme jardín. Era la zona de consulta externa por donde se veían cruzar a intervalos médicos y afanadoras, algunos internos quizá.
—Aquí puedes esperarme —dijo el padre Luis—. Voy de entrada por salida, no me tardo.
Lo vi desaparecer por las grandes rejas de un pasillo, ligero como si hubiera olvidado en el auto el peso de su obesidad, y me senté en una banca de madera a leer la entrevista con Muñoz Ledo. Bien por Luis Moreno. Qué envidia. La entrevista le había salido realmente redonda.
El voy de entrada por salida se prolongaba ya más de cuarenta y cinco minutos —pinche gordo ojete— cuando me aventuré por el jardín. Sobre el pasto recién cortado como para un partido de golf se alzaba a tiro de piedra una gran fuente, con alto surtidor, entre arriates de malvones, pensamientos, margaritas, azaleas que intentaban convertir aquella cárcel en algo semejante a un hotel de Taxco de cuatro estrellas por lo menos. A la izquierda del jardín localicé una severa construcción, sin duda reciente, integrada a la que supuse un ala de laboratorios, de salas para médicos, tal vez un instituto de investigación psiquiátrica. Crucé bajo una arcada y continúe por un pasillo amplio, largo. Todo era soledad, asepsia, silencio, de no ser por una música muy suave que empecé a distinguir: salía de una puerta a medio cerrar. Me asomé como lo habría hecho cualquier reportero y de un vistazo, a la distancia, creí encontrarme frente a una especie de suite, dividido el espacio por una salita que antecedía sin duda a la habitación propiamente dicha. Un sillón se esquinaba en relación con la puerta y en él se distinguía una figura, un hombre, tarareando en murmullos la Estrellita de Ponce que brotaba del aparato de radio.
Oí su voz.
—Pásele, pásele, lo estaba esperando.
No era un hombre, era una mujer, una anciana con el cabello ondulado. Su rostro, al volverse, me recordó de súbito a la abuela. Era la abuela. Todas las ancianas eran la abuela. Todas la misma. Todas iguales. Todas idénticas: con el rostro encarrujado, con un vestido blanco como faldón, con unas horribles pantuflas de peluche, lentes gruesos como fondo de botella y detrás unos ojos de canicas ágata.
Me sonreía cuando la vi de frente, atónito. Con un gesto me indicó la presencia de un taburete para que me sentara delante de ella, pero no obedecí. Me mantuve de pie tratando de distinguirla, de precisarla entre todas las ancianas idénticas del mundo mientras ella se llevaba su mano de raíces a la boca para extraer una dentadura que depositó dentro de un vaso de agua, en la mesita lateral.
—¿No trae grabadora? —preguntó.