CUATRO
Fue un puñal la noticia. Desgarrador el hecho. Espantoso, terrible, aterrador, punzante, durísimo, nefasto, catastrófico, dardo de lumbre en el ombligo centro de la vida. Como una jarra me quebré sobre las baldosas del patio de mi casa y dicen que al despertar (si en verdad eran, aquéllas, bocanadas de un despertar): gemía, aullaba, hendía mi voz la barba de cemento y golpeaban mis puños los muros de esa cárcel. Dicen que me perdí, que me volví de grasa y mugre y lodo hasta los hombros. Que mis ojos oteaban el vacío. Que la espuma chorreaba de mis fauces cuando la flecha gris de un ancla me rebanó las ingles y me dejó goteando una sanguaza espesa que corría por la hilada de tabiques amenazando hormigas, formando luego contornos amarillos en las esquinas mustias y fangosas. Me llenaron de trapos. Me callaron a golpes. Me prohibieron, atándome, el agrio rechinar de mis retorcimientos para no lastimarme, le explicaron a Lucio, aunque en verdad querían no lastimarse ellos con mi clamor continuo y el estentóreo escándalo de mi dolor gritado noche a noche para impugnar a un Dios que no quiere oír hablar de compasión. Me inyectaron en todas las regiones de mi cuerpo: en el cuello, en los brazos, en las nalgas y detrás de las orejas. Me echaron así al mar, con todo y mi silencio para que no supiera a qué sabe el sabor de la venganza. Electroshocks, chalecos pierdevidas y jarabes y píldoras y jugo de limón a todas horas de la noche y el día. Tienes que repetir conmigo, me gritaban, y repetía mi nombre Norma Norma Norma Norma hasta agotar salivas y empezar a llamarme de otro modo para huir de ese trance hemipléjico, atroz. Nada querían decirme de Luchita, muy lejos de mis ojos. Ni siquiera dejaban que la vieja, viejísima tía Irene se acercara a limpiarme las babas o a frotarme de espumas a modo de caricias que nadie me dio nunca, ni al principio ni al fin de mi existencia. Sólo falsos consuelos, mentiras de a centavo para hacerme llegar al fondo de mi ansiedad, porque mi padre, mi papá, mi papacito progenitor, maestro en los tableros blanquinegros estaba muerto allí, miren allí, tendido en el mosaico de aquel cuarto de baño de la casa de la calle de Palma donde entré como niña y salí señorita, caído a la derecha del lavabo, con la cabeza toda reventada y las cuatro paredes, hasta el techo, salpicadas de sangre, pegoteadas de trozos de cráneo y de cerebro y de pelos y piel, y qué sé yo de cuánta porquería de la que estamos hechos se reventó mi padre la cabeza la tal maldita noche de noviembre. Y yo no pude más. Me reventé también. Eso pasó: no pude contener mi razón: se me escapó en un grito: se voló de mi alma y rotos mis sentidos se fueron derramando como agua entre los dedos. No los pude alcanzar. Corrí y no pude. Perdí la facultad de construir oraciones completas. Ignoraba si la luna se ve de cuando en cuando por las noches de luna, o si es el astro sol nuestra única estrella perdurable. Por eso me obligaban con mimos o con tronar de dedos exigentes a repetir mi nombre Norma Norma, Normita, Norma Norma, hasta volver a convertirme en la Norma de siempre. Ésta que al fin regresa a la casa del rancho después de cuánto tiempo. Imaginé de pronto que había pasado un día solamente, pero al cruzar la arcada del portón y mirar a lo lejos las huertas de duraznos me apercibí de que todo ese tiempo transcurrido se contaba por siglos, no por meses ni años. Me platicaron el suceso, despacio y otra vez. Me dijeron que a recoger con pala y con escoba las sombras del cuerpo de mi padre regadas en el piso de aquel cuarto de baño en la casa de la calle de Palma viajaron hasta México los míos apenas nos tronó como una bomba la maldita noticia: mi tío Grande, tía Irene y Lucio mi marido. También llegó al panteón Carolina García, me dijeron, y la gente del club: no sé quiénes ni cuántos porque ignoraba con quién hizo mi padre su familia cercana cuando yo me escapé y me vine a vivir a Guanajuato, y me casé con Lucio y me brotó del vientre mi querida Luchita. Poco a poco lograba, poco a poco, reconocer mi entorno y sopesar mi yo rescatado por fin de aquel viaje al infierno. No digas el infierno, fue una crisis mental, solamente una crisis como cualquier enfermedad, me dijo Lucio al abrazarme allí, a punto de ayudarme a montar una yegua nacida en diciembre pasado, dijo Lucio y completó Luchita con una voz de cántaro: una yegua que encargó mi papá para ti, pura sangre de Arabia. Luchita, mi Luchita. La miraba y miraba y si hubiera tenido más ojos la miraría mejor. Se había hecho una mujer. En mi pasmo, en mi encierro, en los siglos que estuve en hospitales y en casas de retiro, prisionera, durmiendo sin ensueños, soportando torturas, en todos esos días, tal vez semanas y años, mi Luchita preciosa, la vida de mi vida se había vuelto mujer. Ya se alzaban sus pechos. Ya sangraban sus labios el rojo tentaciones. Ya sus manos finísimas se tendían para darme sostén al ir pasito a paso rumbo a la casa verde que construyera Lucio en el prado trasero. Entendí que llegaba la hora del regreso. Y regresar quería decir averiguar de punta a punta lo que ocurría en el rancho. La vejez de mis tíos, lo primero. Mi tío Grande muriéndose de cáncer. Mi tía Francisca un poco despistada y excéntrica. Mi tía Irene llenándose de arrugas para arropar con ellas, en profundo silencio, la muerte de mi padre. Pero además de esa vejez cansada de los viejos, irremediable y lógica, se imponía descubrir el mundo desatado y obsceno que daba fama a Lucio. Lo sabía todo mundo desde antiguo y yo empecé a saberlo, a confirmarlo más bien porque lo sospeché de siempre, cuando volví a la casa y por quién sabe quién, por un rumor, un chisme, una oportuna indiscreción me enteré de los viejos amores de Lucio con mi amiga Chayito, la del tarot y la bola de vidrio y los horóscopos chinos, la cuñada del tonto Celestino González con quien tenía Lucio un hijo más grande que Luchita, es decir, de un amor más antiguo. Diferente, se disculpó el muy cínico cuando solté mi rabia más verecundia que desilusión porque todos estaban al tanto de esa vida de juergas y mujeres mientras yo andaba en negros muriendo en una celda de hospital. Él divirtiéndose, cabrón; él hablando borracho de matar a su hermano para vengar la afrenta del atentado aquel. No quitaba su dedo del renglón; lo escuché nuevamente y me encerré en mi orgullo para ya no sufrir. Quería nacer de nuevo para llenar de luces a mi niña querida, mi querida Luchita cabalgando conmigo por los prados del rancho. Qué bonita mi niña, qué bonita, bonita, muy bonita, señor.
Al regresar a la salud, un día, entre no sé qué libros me encontré una libreta de pastas amarillas de un señor Iturriaga: don Ramón Iturriaga de la Hoz. A mano, con letra en tinta negra, clarísima, había escrito la historia de cómo fue el suicidio de mi padre. Treinta páginas eran, ceñidas, apretadas, terribles porque hasta ese momento, cuántos años después, me asomaba al detalle igual como se asoma un alma al precipicio con miedo de caer: yo con miedo de romperme de nuevo en el patio del rancho y a regresar al agrio laberinto donde perdí cordura y corazón. Desgarrador el hecho. Espantoso, terrible, aterrador, punzante, durísimo, nefasto, catastrófico, dardo de lumbre en el ombligo centro de mi padre, de mi papá cabrón, desgraciado, cobarde, miedoso hijo de puta. Congoja. Sufrimiento. Pena. Dolor. La noche huele a pólvora, señores, y los árboles forman con sus ramas el corazón pazguato de lo que fue inocencia y hoy es apenas agua tempranera abierta a nuestros ojos. No estás aquí, Daniel. Y si te busco, tampoco te veré. Colores de lagarto. Eso es mejor, alcantarilla verde. Por qué diablos me pides que rece a Dios eterno si Dios ya se cansó de tanta pedidera.
Dejé a la abuela riendo. Regresé a la casa como a las nueve y media de la noche.
Además de sus hallazgos semióticos, María Fernanda había descubierto que los galimatías, los juegos de palabras, los trabalenguas de la abuela recogidos en mis grabaciones de presentaban siempre que ella incidía en un episodio de tensión. No eran por lo tanto gratuitos, ni secundarios, sino que exhibían un importante fenómeno psicológico con el que mi narradora intentaba soslayar situaciones conflictivas evocadas por su memoria.
—No es poesía chabacana ni simple parloteo, ¿te das cuenta? Inclúyelos completos, no los recortes.
También María Fernanda —ese fin de semana en que nos encerramos a trabajar en casa, los niños se fueron con mis suegros— leyó y elaboró —siempre tan ordenada— un análisis puntilloso del último capítulo que llevaba escrito hasta el momento, en borrador: el capítulo VII o 7 —aún no decidía cómo designarlos.
Anotaba mi esposa que el supuesto escrito de Ramón Iturriaga de la Hoz en la carpeta de pastas amarillas o la supuesta narración del mismo Ramón Iturriaga de la Hoz a la Norma recién llegada de Madrid por el suicidio de don Lucas adolecía de un estilo literario inverosímil para una persona como el tal Iturriaga —un simple jugador de ajedrez, romo de entendederas—. Necesitaba yo —me dijo— hacer hablar o escribir a Ramón Iturriaga con la verosimilitud de quien se expresa coloquialmente ante otra persona —ante Norma llegada de Madrid— o de quien redacta con las torpezas de un espontáneo escritor, no con el estilo de un profesional de la literatura. Me sugirió corregir anacronismos en los diálogos —el argot de los años cincuenta tiene variantes coloquiales y geográficas en relación con el de nuestro tiempo— y en las descripciones de una ciudad y de una sociedad muy distintas de las de este fin de siglo. Encontró contradicciones imperdonables —le expliqué que estaban puestas a propósito—, como la duración de la partida en simultáneas: en un relato se hablaba de dos horas y en otro de hora y cuarto, algo así. También había incongruencias en todo lo escrito hasta ahora en las distintas Normas. Relataba yo las varias líneas de experiencias como si correspondieran a Normas diferentes, y no lograba mi verdadero propósito: la imagen de una sola Norma sometida a un haz simultáneo de experiencias.
Estudié hasta muy tarde del domingo las observaciones de María Fernanda —numeradas y ordenadas en breves cuadros sinópticos— y ahora llego a la conclusión de que me va a resultar imposible corregir los errores sustanciales. No me siento capaz de crear un estilo propio, exclusivo, para cada voz narrativa, ni recrear con verosimilitud, con genuino dramatismo, las múltiples variantes de la biografía de la abuela. Entre la brillantez y la seducción con que ella me relata sus aventuras y la reelaboración novelística que yo hago se abre un abismo. Me parece sumamente difícil emocionar literariamente a los lectores tanto como me he emocionado yo escuchando a esta mujer que sin duda me engaña, pero cuyo engaño —hasta donde voy— me convence cada día más de lo fascinante que es, por compleja, toda existencia humana —y perdón por la retórica.
Prosigo pues con el relato. Es decir, prosigue ella.
CINCO
A partir de la infausta muerte de mi padre empezaron a caer uno tras otro mis queridos familiares, como aquellos soldaditos de plomo con los que jugaban a las guerritas los chamacos de la calle de la Palma cuando yo era una niña. Los observaba embelesada, recuerdo. Frente a frente, cada rival levantaba su formación con diez o doce soldados en posición de ataque o montados a caballo, protegidos algunos por un cañón de rueditas o con nopales o arbolitos planos. Empezaba entonces la batalla el primer rival haciendo rodar hacia el ejército enemigo aquellas enormes canicas ágata ganadas en el juego del hoyito. Caía uno, caían dos, caían tres y cuatro soldados, y terminaba perdiendo quien primero se quedaba sin uno solo en pie: el campo regado de cadáveres, fatídica imagen de una batalla idéntica a la vida.
El primero en caer fue mi tío Grande, víctima de un cáncer en la próstata que lo succionó en meses sin que él se decidiera a enfrentarlo con métodos quirúrgicos, radicales, como le aconsejó el cirujano aquel, el de la milagrosa operación a Lucio cuando el atentado, y a quien visitó mi tío Grande en el Hospital de Jesús durante uno de sus últimos viajes a México: el doctor Jiménez Careaga.
—Prefiero morir en la cama que en la plancha —gritó, grosero—, y nadie trató de convencerlo de lo contrario.
Murió sin hacer mención alguna de Luciano, aunque ya en las últimas mandó buscar a su compadre Orestes Marañón a Guadalajara, donde éste se fue a vivir y a dar clases particulares de piano. Pronto acudió Marañón al llamado de mi tío Grande y es probable que en las dos horas que permanecieron encerrados en la habitación del enfermo, el profesor le haya contado largo sobre las andanzas de Luciano en Europa o en Estados Unidos o sepa Dios en dónde se escondía el amor de mi vida —meditaba ya a menudo mientras maldecía mi nefasta elección del mayor de los Lapuente, origen de todos los desastres acaecidos a la familia—. Intenté abordar a Orestes Marañón cuando salió de la recámara, pero el viejo profesor, muy cargado de años, cojeante de la izquierda, hosco conmigo, apenas se detuvo. Muy de paso me preguntó por mi salud —sabía tal vez de mi temporada en el manicomio—, algo dijo de la belleza en flor de Luchita a quien se encontró bajando la escalera, y cuando pronuncié con interrogaciones el nombre de Luciano echó a caminar forzando su cojera porque tenía mucha prisa, dijo, había quedado de comer con sus viejos amigos guanajuatenses en El Cañón del Colorado y quería asomarse a su casita, aquélla repleta de vitrinas, escritorios, libreros de piso a techo, que alquilaba a un violinista de la Orquesta de Cámara de Guanajuato.
Tres o cuatro días después de la visita de Orestes Marañón, vino Luis Lapuente a despedirse de su padre. Ya era un franciscano ordenado sacerdote, estaba en aquellos días destinado como auxiliar de párroco en el templo de San Francisco de la calle de Madero, en la Ciudad de México, y pretendía dar la extremaunción y escuchar en confesión sacramental al perverso de su progenitor.
—Qué más quisieras, pero no te voy a dar el gusto cabrón —bufaba colérico mi tío Grande—. Morboso. Te mueres de la curiosidad, ¡tú qué dijiste! Serás muy cura muy cura, pero tu padre no es un pendejo, idiota.
No se confesó con su hijo, por supuesto, pero al rato le entraron los temblorines, le agarró la angustia y a gritos y leperadas pidió la presencia del ancianísimo padre Casimiro Huesca, el de la iglesia de San Cayetano. Con ése que había sido su enemigo toda la vida, el cura ridículo de sus chistes, el hipócrita santurrón que se atragantaba en opíparos banquetes, se emborrachaba con Chateneuf du Pape del 35 y tenía una amante de planta en Uriangato, la gorda Sanjuanera de El Remolino, mi tío Grande se reconcilió con Dios en una confesión de dos horas y media. En la cama donde iba a morir minutos después, él y el padre Casimiro Huesca terminaron abrazados, llorando a lágrima tendida, como de película española.
Ni mi tía Francisca ni mi tía Irene dieron muestras de verdadero dolor en la muerte de mi tío Grande. Lloraron un poquito, sí, durante el velorio al que asistió medio Guanajuato, incluido el gobernador Jesús Rodríguez Gaona, se vistieron de riguroso luto durante cuarenta días, pero a la semana de sepultado el dueño del rancho en el mausoleo de los Lapuente, sorprendí a mi tía Francisca cantando bajito el Me he de comer esa tuna mientras cambiaba el agua y ponía alpiste dentro de la monumental jaula de sus canarios.
El segundo soldadito en caer fue precisamente ella, mi tía Francisca. Aconsejada por una tal Elsa Rendón, a quien señalaban como amante en turno de mi marido y con quien ella jugaba brisca los fines de semana, mi tía Francisca estaba planeando un tour al extranjero con el efectivo que le dejó mi tío Grande —yo suponía que el viaje era para encontrarse con Luciano en algún sitio secreto— cuando una mañana cataplúm, de pronto, a dos cuadras de la Alhóndiga de Granaditas, en el momento justo en que cruzaba frente a la cantina-billar del hijo de Pepe Cárdenas, se le detuvo de golpe el corazón, como igual se había detenido dos días antes el reloj de la Parroquia de Guanajuato, por primera vez en setenta años descompuesto.
Así como una pulmonía suele seguir a un catarro, mi tía Irene se fue detrás de mi tía Francisca. Se había convertido en una ciruela negra encarrujada y su único quehacer consistía en pasarse las tardes hincada frente al altar derecho del templo de La Compañía adorando al Santísimo y pidiendo perdón a Dios por sus imperdonables pecados.
Sabía mi tía Irene que la muerte le iba a llegar de un momento a otro: antes de que los zanates vuelvan a cruzar por el Jardín Unión, chillaba levantando el índice con el mismo ademán del San Agustín del convento franciscano. Un día me pidió acompañarla a dar un paseo por la huerta de los duraznos. Sólo recorrimos el tramo del camino corto. Falta de aire, jalándolo como si se ahogara, tomó asiento en la banca de piedra inscrita con el nombre de mi tío Grande en los azulejitos amarillos; ahí, humedeciendo su pañuelo bordado con las lágrimas que le escurrían detrás de los anteojos, me pidió perdón también a mí por todos los desastres desatados a su alrededor, dijo.
—Por mi culpa te casaste con ese canalla de Lucio, no con Luciano o con Luis; hubieras sido más feliz, Normita. Perdón delante de Dios. Por mi culpa abandonaste a tu padre en México en las garras de la Pintarrajeada; por mi culpa se desbarató la vida de Lucas, él era el huérfano; por mi culpa tomó finalmente esa tremenda decisión que es un pecado sin atenuantes contra el Espíritu Santo, de los que no se absuelven; por mi culpa, pues, mi hermano está en el infierno por toda la eternidad. Perdón delante de Dios. Por mi culpa tu Lucio se lanzó a la vida licenciosa, a desvirgar doncellas, a embarazar mujeres casadas, porque una noche que yo estaba furiosa contra ti por tus faltas de respeto para conmigo, y por tu ingratitud, fui corriendo a chismearle cómo te besabas con Luciano con las luces apagadas, en el taburete del piano, y cómo él te estrujaba los pechos y te metía los dedos entre las piernas. Perdón delante de Dios. Perdón querida sobrina porque siempre odié a tu madre María de la Luz, tanto que cuando estaba muy enferma de su difteria, tú no tenías más de tres años, yo dejé de darle a propósito su medicina por las noches: la odiaba, la odiaba, la odiaba; quería que se muriera y se murió. Perdón delante de Dios.
No dejé a mi tía Irene proseguir con su letanía. Me levanté de la banca de piedra. Corrí hasta la casona grande. Subí de dos en dos las escaleras y en la recámara que toda mi juventud fue mi recámara, donde aún dormía mi tía Irene, me eché a llorar de bruces en la cama y a golpear con los puños las almohadas.
—¡Vieja maldita! ¡Bruja! ¡Asesina! ¡Hija de tu reverenda chingada!
Avisada por mis gritos mi adorada Luchita entró para consolarme. Me abracé a ella fuerte fuerte fuerte, y cuando bajamos al salón y nos sentamos frente al Chase and Baker que ya tocaba muy bien Luchita, una de las muchachas del servicio llegó corriendo a decirnos que en la huerta de duraznos, en el camino corto a la banca de piedra estaba la señorita doña Irene con la cabeza apuntada para arriba y no se quería mover. Volamos Luchita y yo. Mi tía Irene tenía el brazo derecho extendido y se agarraba a su rosario con desesperación, como si se agarrara a la raíz de un durazno para que esos diablos chocarreros con cuernos de chivo y cola de iguana que tanto le servían para asustarme cuando niña no la arrastraran hasta las calderas del infierno.
—Ave María purísima.
La muerte de los grandes del rancho lo cambió todo: el ambiente, los quehaceres, el régimen de vida y de trabajo, hasta los ruidos en las caballerizas y el olor a azahares en las huertas. Luis no volvió a aparecerse por Guanajuato a pesar de que los curas de San Cayetano pedían su traslado a la diócesis para atender el templo de San Diego. Nunca supe más de Carolina García y las pocas noticias que me llegaban del profesor Orestes Marañón eran desagradables: hablaba mal de mí y me había puesto un apodo que jamás logré traducir: la Descolorida.
Lucio adquirió un sorprendente segundo aire. Se infló como verdadero y único dueño de las propiedades del rancho: de las huertas y de las hectáreas de siembra, de los establos y de las curtidurías, de las propiedades y de los animales y de los hombres, de las realidades y de los proyectos. Al volverse así, poderoso, crecido, rompió toda clase de relaciones con su manceba Chayito y envió a su hijo Alberto —quien empezaba a coquetear con mi Luchita, sin correspondencia a Dios gracias, hubiera resultado horrible— a estudiar a Guadalajara con los jesuitas. Conmigo se dio la vuelta entera para mirarme otra vez, al menos durante un buen rato. Me empezó a comprar ropa traída desde la Ciudad de México y a lucirme en las fiestas. Muchos bailes organizó Lucio en el salón de la casona, la casa grande, a la que regresamos a vivir, dueños absolutos —ya lo dije— de las tierras y de las vidas de tanta gente que trabajaba con nosotros y que yo veía cruzar de un lado para otro mientras me ponía a pensar, sin poder evitarlo, cuántos de aquellos muchachos morenos y musculosos, y cuántas de aquellas chiquillas de trenzas negras y cinturas ceñidas, jornaleros unos y otras de nuestra hacienda, podrían ser, serían, son, pensaba yo con la lectura de un libro suspendida al final de un capítulo, podrían ser hijos del gran semental del rancho erguido como gigante contra el cielo recortado de montañas, dios de esa tierra, aborrecido marido mío, adorado en ocasiones: cuando cerraba el libro y cerraba la puerta y cerraba los ojos para dejar de escuchar los zumbidos de los electroshocks y desnuda, abierta, húmeda de todos los labios de mi cuerpo me entregaba a su sexo disparador de gritos, gemidos, luces, relámpagos, retorcimientos, sueños: carajo, Lucio, rómpeme ya otra vez por tu tiznada madre.
Pasó el tiempo. Se disiparon los buenos ratos. Una tarde me dijo Lucio, olía mucho a tragos:
—Ya sé por dónde anda Luciano.
—De qué hablas.
—De Luciano. Ya sé por dónde anda. ¿Te gustaría verlo?
—Jamás.
—No mientas, puta, claro que te gustaría verlo. Mírame a los ojos. Te gustaría verlo y cogértelo y luego largarte con él.
—Jamás.
—Se hizo famoso en Europa, ¿sabías eso? Por eso ya no puede esconderse.
Me tropecé con el maldito taburete del piano. Me agarré al pasamanos de la escalera. Ahí me detuvo. Me jaloneó.
—Está en París. Voy a ir a verlo.
Me jaloneaba.
—Tenemos una cuenta pendiente, ¿te acuerdas? En la escalera trató de violarme. Me arrancó la ropa. Me lastimé la espalda con el filo de los peldaños. Salí por fin corriendo hacia la casa del prado de los papalotes. Me encerré en la recámara de niña de Luchita, donde Luchita se iba a dormir a veces cuando su padre o yo la regañábamos, o cuando la pobre no soportaba los gritos de borracho de Lucio atronando la casona. No corrió tras de mí. No fue a buscarme el miserable Lucio. Prefirió largarse de repente a París, sin decirme una palabra y sin dejarme los encargos urgentes de las muchas necesidades del rancho. Todo lo apalabró con el idiota de Avelino Sánchez Luque, su administrador, un joven que a cada rato andaba luciendo su hermosa musculatura; sin que viniera a cuento se quitaba la camisa y así semidesnudo se plantaba ante mí, con una risita de gandalla el muy grosero. Todo lo apalabró con el idiota de Avelino, y fue Avelino quien me informó del repentino viaje de Lucio en un avión a París, vía Nueva York.
—Qué barbaridad.
Sentí el campanazo de la muerte; porque Lucio tuvo siempre a la muerte en el filo mismo de su vida, como un cuchillo, según acostumbraba decir mi tío Grande quién sabe por qué.
—La vida es un cuchillo —decía mi tío Grande—. Y tiene un filo así de largo por donde se asoma uno a la muerte. Hay quienes viven asomados desde siempre, frotando con ese filo el índice que sangra —decía mi tío Grande quién sabe por qué.
Tardé en recibir la información, el dato central y sus detalles, por boca del propio Avelino Sánchez Luque, administrador del rancho.
Lucio Lapuente fue encontrado muerto.
Lucio Lapuente fue encontrado muerto en una callejuela de París, por el rumbo de Pigalle. Tenía dos puñaladas en el vientre y una en el cuello. Durante toda la madrugada, de acuerdo con las informaciones recabadas por Avelino, el cuerpo de Lucio se vació sobre las baldosas y el agua de lluvia acarreó su sangre hasta las coladeras.
Envié a Avelino a París, a enterarse de todo, aunque mi empeño terminó siendo inútil porque la investigación policiaca se quedó a medias: nunca descubrieron al asesino, o a los asesinos, y poco se llegó a saber de las circunstancias. Sólo que en las primeras horas de la noche fatídica Lucio Lapuente fue visto en el bar Petite de la Place Blanch en compañía de un varón que no se desprendía de una amplísima capa española, embriagándose ambos en plan de grandes amigos que vuelven a encontrarse después de largos años. Al filo de la media noche, ya solo, Lucio contrató en la casa de Madame Marguerite a dos prostitutas, Marina y Cosette, y con ellas se mantuvo encerrado en la llamada habitación Richelieu hasta la una o dos de la madrugada. Salió de la casa de Madame Marguerite sin despedirse de Madame Marguerite y caminó hasta la esquina donde fue apuñalado, probablemente para despojarlo de la billetera de piel de víbora que le vieron Marina y Cosette al bajarle los pantalones, probablemente para hacerlo pagar una afrenta de índole pasional, explicó a Avelino el inspector Jean Louis Mergier encargado de las fallidas pesquisas.
Sacudidos desde luego por el asesinato del patrón en esas terribles circunstancias, aunque no dolidos por la muerte de un tipo tan déspota, arbitrario, explotador y abusivo como lo era también mi tío Grande, la gente del rancho temió sobre todo verme sufrir de nuevo el telele que me envió al manicomio cuando el suicidio de mi padre. Luchita se preocupó muchísimo por esa posibilidad apenas Avelino Sánchez Luque regresó de París y nos puso al tanto del crimen, pero qué ideas, uy no, ni comparación ¡carambas! No me quebré como una jarra en el patio de la casona ni me lancé a aullar por la huerta ni me arranqué cabellos a puñados. Me vestí de riguroso negro, sí, durante los cuarenta días de rigor como hicieron mi tía Francisca y mi tía Irene cuando cerró su vida mi tío Grande, pero una vez transcurrido ese lapso que establecen las tradiciones de la sociedad guanajuatense, desgarré todos los trapos de luto, hasta los corpiños y las pantaletas, me solté canturreando el Adiós mamá Carlota, adiós mi tierno amor, y vestida toda de blanco, envuelta en una túnica, me alcé de los sótanos de mi conciencia dispuesta a convertirme en el alma y señora de las huertas y de las hectáreas de siembra, de los establos y de las curtidurías, de las propiedades y de los animales y de los hombres del rancho, de las realidades y de los proyectos.
Avelino Sánchez Luque se puso de inmediato a mis apreciables órdenes, de rodillas se puso. Lo hice levantarse, lo llevé a mi cuarto, forniqué con él toda la noche y al día siguiente lo despedí sin indemnización alguna. Lo mandé a la chingada como quien dice, para acabar pronto. No me representó un gran esfuerzo conseguir nuevo administrador.
Ahí fue donde me agarró el ataque de risa. Contó de tal manera el episodio con Avelino, brillaron con tal intensidad los ojitos pícaros de la abuela, esquirlada su luz por los anteojos concéntricos, que como una cosquilla o un hipo la risa me tronó en la boca del estómago y salió brincoteando salpicada por salivazos. Me cimbraba el cuerpo, me hacía crujir las clavículas, me castañeteaba las muelas en un estira y afloja incontrolable. Qué risa, ya, por Dios, qué risa y risa. Y la abuela reía también con sus dientes amarillos para no darme tiempo a acabar de reír: el estómago otra vez zangoloteado y los ojos churridos de lágrimas, yo frote y frote el pañuelo hecho bola dentro de la boca para tarascar la tela y tragarme hasta los dedos si pudiera en un esfuerzo para ya no más, caramba, esto es lo que llama el diccionario desternillarse de risa. Uno parece tonto.
—¿Qué te da tanta risa? —preguntó la abuela cuando ella terminó y se limpiaba los labios con el índice y el pulgar.
Dije cualquier cosa, hipeando, pero no la verdad. A risotada tras risotada me imaginaba a la Norma de cuarenta y pico fornicando con el amante de Lady Chatterley, todo lleno de músculos embarrados de crema Chantilly; ella corriéndolo después con el gesto de una reina de cómic y él escurriéndose encuerado por la puerta, encogido y triste, con los calzoncillos entre las manos hechos una bola de trapo mientras ella, con el gesto así, mandona, pronunciaba las frases que me destaparon el ataque de risa, tan absurdo como todo ataque de risa.
—Lo mandé a la chingada, para acabar pronto. No me representó un gran esfuerzo conseguir nuevo administrador.
Cuando el fuelle terminó de agitarse colegí que durante el brete la abuela había llamado a la enfermera y la enfermera llegó y desorbitó los ojos, de verdad asustadísima, como si en lugar de un ataque de risa se enfrentara a una convulsión epiléptica, tan grave así le pareció mi trance. Por órdenes de la abuela, un simple ademán con el índice enhiesto, la enfermera me sirvió un cubito de coñac que al rato se convirtió en dos.
—Perdón —gemía yo—. Perdón, perdón —conteniéndome—. No sé de veras qué me pasó.
—Mejor aquí lo dejamos —subrayó la abuela. Se quitó los lentes. Limpió los cristales concéntricos con su pañuelo blanco. Ordenó a la enfermera regresar a su recámara los álbumes de fotos que no me enseñaba aún.
—No no, permítame…
Había prometido mostrarme las fotos de ella con Luchita en los quince años de Luchita. La foto de Luchita con Lucio en la entrada de La Valenciana. La foto de Luchita montando a caballo por el prado de las cañadas. Ella jugando ajedrez con Luchita en la antigua biblioteca del tío Grande. Quién sabe cuántas fotos más.
—Mejor aquí lo dejamos.
—No no. Permítame. Un momento, señora, por favor —dije mientras estiraba el brazo hacia los álbumes, como se tiende un náufrago hacia la barca salvadora.
Dejé la copa del segundo coñac sobre la mesa de vidrio. Volví a encender la grabadora.
Se había consumido el clima propicio para la risa y la abuela estaba nuevamente adusta. Se perdían definitivamente los tres álbumes verde, negro y morado en manos de la enfermera, rumbo a la recámara.
—Ya estoy muy cansada —dijo la abuela cuando me vio reencender la grabadora. Tentaleó como a ciegas hasta encontrar el mango del bastón. Se apoyó en él para erguirse. Durante ese movimiento fue cuando me atreví:
—Fue Luciano el que mató a Lucio, ¿verdad?
—¿Qué no oíste lo que dije? —se enrabietó la abuela—. El inspector Mergier no resolvió nunca el caso.
—Pero usted sabe que fue Luciano.
—Yo no sé nada, no seas tonto. De lo único que estoy segura es de que el inspector Mergier no era ningún Maigret, y eso: nunca resolvió el caso —me miró—. Tú sabes quién es Maigret, ¿no?
—El de Simenon.
—¿Has leído a Simenon?
—No, pero sé que Simenon creó ese personaje, como el Sherlock Holmes de Conan Doyle, como el Hércules Poirot de Agatha Christie.
—El mejor es el de Simenon. Maigret es mi personaje inolvidable, lo adoro.
—Maigret hubiera descubierto que Luciano asesinó a Lucio, seguro.
—¡Ay! no digas tonterías, no seas estúpido. Kalimán es corazón cayuco, puente de piedra de luna, arte medio a la mitad.
—¿Cómo?
—Maigret es un personaje imaginario. Sólo puede descubrir casos de novela.
Por el pasillo, la abuela llegó a dos pasos de la puerta cerrada de su recámara. Se detuvo de repente. Me miró como si estuviera fotografiándome. Tenía la boca abierta como quien deja abierto el sobre de una carta secreta.
—Tú qué supones —preguntó despacio, incisiva.
—De qué.
—De la muerte de Lucio.
—Según lo que usted cuenta: que Lucio se fue a París para matar a Luciano y fue Luciano el que mató a Lucio, esa noche, después de que se reconciliaron en el bar, de que se emborracharon y quedaron de verse al día siguiente. Luciano, para mí, era ese hombre de la capa española. Engañó a su hermano. Le tendió una trampa. Le recomendó el burdel de la madame ésa, Brigitte…
—Marguerite. Madame Marguerite.
—Lo esperó a la salida del burdel y lo apuñaló en el callejón.
—Eso te imaginas tú.
—Eso es lo que usted me contó, señora. Lo que usted piensa.
—Yo no pienso que Luciano haya matado a Lucio, no me calumnies. Ya no tenía por qué. Había pasado mucho tiempo. Se había casado con una muchacha española, tenía dos hijos. Era un pianista famoso en Europa, lo que se dice un hombre exitoso y feliz.
—Pudo haber matado en defensa propia.
—Un año después de la muerte de Lucio, Luciano me escribió una carta en la que me contaba eso: de su mujer, de sus hijos, de sus muchos contratos para dar conciertos en Milán, en Berna, en Ámsterdam. No me hablaba una palabra de su hermano asesinado ni yo le dije nada en la respuesta. Empezamos a cartearnos. Un día de éstos, si me animo, te voy a enseñar nuestra correspondencia para que conozcas mejor al que fue el hombre de mi vida.
—Me encantaría leer esas cartas.
—Cuando Luchita terminó su secundaria, o cuando cumplió los dieciocho, no me acuerdo, la mandé de premio a París, a pasar dos meses con Luciano y su familia. Le encantó su tío Luciano a mi Luchita. Ella sabía que pudo haber sido su padre y lo quiso mucho más que al recuerdo de Lucio.
La puerta de la recámara se abrió y apareció la enfermera. Sostenía una pequeña charola con dos vasos de agua, uno lleno y otro a la mitad, y algunos frascos y cajitas de medicinas.
—Más que de verdad, esa historia parece una novela —dije.
—Cuál historia.
—La del asesinato de Lucio.
De pie tomó la abuela las medicinas que le ofrecía la enfermera: dos píldoras de un frasquito chaparro, una alargada que extrajo del plástico transparente de una cajita amarilla, y otra redonda, difícil para ella de tragar. La enfermera expulsó cuatro gotas en el vaso de agua a la mitad, el líquido se pintó color naranja.
—Cuando termine de contarte vas a entender todo, todo. Ten paciencia, muchacho. No comas ansias.
La abuela se despidió con un extraño ademán. Como una niña traviesa, de cinco años —como mi hija Perlita— sacudió la mano por debajo escondiéndola de la enfermera y me hizo un guiño, si es que lo que alcancé a distinguir al otro lado de su lente izquierdo fue de verdad un guiño. Desapareció al entrar en la recámara.
—Que tenga buenas noches.
Al pie de la escalera, en la planta baja, aguardé el regreso de la enfermera como solía hacerlo en los últimos meses, al terminar las sesiones. Ella tardaba y me asomé a la sala grande, tenía semanas de no curiosear por ahí. Encendí la luz. Gran sorpresa: se hallaba casi vacía. Ya no estaban los sillones enfundados en sábanas, ni los ternos de sala, ni la lejana mesa de billar, ni el cortinaje de terciopelo a medio desprenderse, ni las vitrinas monumentales. Una que otra silla sobre la duela ennegrecida salpicaba el espacio ampliando ópticamente sus dimensiones. Ya no estaba la mesita de ajedrez, ¡caramba!, con la jugada del jaque y los sillines de los rivales. ¡Ya no estaba!
La enfermera me encontró azorado, pajareando a derecha e izquierda.
—No está el ajedrez —gimoteé.
—Se lo llevó ayer don Venancio.
—Con todo y jaque.
La enfermera asintió. Apagó la luz de la sala grande, lo cual era una forma de impulsarme hacia la puerta del porche.
—Pensé que la señora podía vender todo menos esa mesa y ese ajedrez —dije—. Después de lo que me contó.
—Según ella ya no lo necesitaba —explicó la enfermera—. Ya había servido para lo que había servido. Eso le dijo a don Venancio Méndez. Y el maldito viejo vació la sala.
Después de aquella larga confesión de la enfermera, y de nuestras pláticas breves y ocasionales, se había establecido entre nosotros una especie de amistosa confianza —no sé bien cómo decirlo—, de complicidad tal vez.
—Me preocupa la señora —dijo ella, mientras avanzábamos hacia la reja—. Oí todo lo que le platicó sobre esa hija imaginaria y me asusta.
—Qué le asusta.
—Es pura imaginación, se lo juro, pura loquísima imaginación. La señora tiene principios de Alzheimer.
—No me diga.
—Eso sospecha el doctor Gutiérrez.
Andaba mi Luchita llegando a los treinta cuando se enamoró «locamente», «frenéticamente», «cósmicamente»: me dijo en un arrebato de exaltación la noche de un torrencial aguacero en la que entró en mi cuarto empapada de la pañoleta a los tenis, y de pie frente a la cama, mientras yo trataba de desanudar tres cadenitas de oro enredadas con inquina, me hizo su solemne revelación.
—Lo quiero cósmicamente, mamá. Como a nada en la vida.
No era desde luego la primera vez que mi hija sentía haber encontrado al hombre de sus sueños, pero sí me pareció la primera en que se mostraba verdaderamente sacudida por un arrebato amoroso. De la frivolidad con que otras veces elogiaba a sus enamorados en turno, saltaba ahora, esa noche que se convirtió en una larga temporada de dos años y meses, a la seriedad y solemnidad de quien experimenta haber descubierto el complemento exacto a su persona.
Vaya, qué noticia, por fin, ya era tiempo —habría podido responder yo a su noticia—. Preferí ser cauta. Aguardar a que me ampliara los pormenores del sujeto en cuestión. Sobre todo a que el tiempo dijera si el motivador de aquel éxtasis mantenía tras la prueba de la convivencia su calidad de prospecto, de príncipe azul encarnado, de amante cuajado en marido.
Mi Luchita no era una perita en dulce, ¡vaya que no lo era! Muchos de sus enamorados no merecían, a mi juicio, los maltratos propinados por la mocosa consentida en que se transformaba a menudo la hija de mis entrañas. Otros fueron ellos los ingratos, desde luego, los abusivos, los desleales, los infieles, los sinvergüenzas, los malditos. Y otros más, la mayoría, representaron esos simples objetos del deseo que permiten a la mujer probar el sabor de distintos varones y ejercitarse en el peliagudo arte de la relación con el otro.
Como todas las madres, procuré desde siempre que mi hija encontrara su propio modelo de felicidad. Yo no tuve un padre porque abandoné a mi padre en un desplante de quinceañera estúpida (¡otra cosa muy distinta hubiera sido mi vida!) y sí tuve en cambio una horrible tía bruja que apergolló mi voluntad. Por eso dejé a mi Luchita libre como al viento. Le enseñé a jugar ajedrez, sí, pero cuando se fastidió de jugarlo, una tarde en que le dije No seas tonta, mueve el alfil porque mi caballo te va a dar jaque doble, ella se levantó de golpe y me confesó de buen modo que el ajedrez la tenía hasta la coronilla y no quería volver a asomarse a un tablero en los días de su vida. Tampoco le gustaba el piano, le hartaban los nocturnos de Chopin y el Para Elisa de Beethoven, y no quería volver a sentarse frente a un teclado en los días de su vida. Me sorprendieron una y otra cosa, lo confieso, porque había invertido tiempo y paciencia en mis lecciones de ajedrez, y porque había contratado a la famosa maestra Georgina del Pozo para que la convirtiera en una pianista del nivel de Luciano. Lástima. Ni modo. Está bien, le dije. No quieres jugar ajedrez, no juegues. No quieres ser pianista, deja el piano. ¿Qué quieres hacer entonces, hija mía queridísima? ¿Estudiar una profesión en México que te permita encargarte en el futuro de la administración del rancho? ¿Estudiar veterinaria para atender a nuestras Holster y a las Apicollan y a los bovinos Humberlintz y a los toros de lidia si nos asociamos con los Torrecilla o los San Mateo? Nada de eso, nada de eso, respondió mi Luchita sacudiendo las manos y poniendo cara de fuchi. Déjame pensarlo, dijo. Déjame viajar un rato por el mundo y esperar a que llegue el hombre de mis sueños. A él me gustaría dedicarme por entero, exclamó al fin Luchita en un arrebato que me escandalizó, la verdad, porque ése había sido justamente mi problema con su padre, con Lucio: dedicarme a él como quien ejerce la profesión de esposa. Por él dejé el ajedrez. Por él rechace a Luciano. Por él no tuve el valor de regresar a México a salvar a mi padre. Y en lugar de recibir la merecida recompensa por esa entrega absoluta, mira cómo me pagó el maldito Lucio, hija mía. Hasta ahora que está muerto y enterrado en una fosa común de Montparnasse, hasta ahora que mi padrecito está retorciéndose en los infiernos en compañía de mi tío Grande y mi tía Irene, hasta ahora en que Luciano y Luis están lejos, es decir, desaparecidos, también muertos de algún modo, ésta que soy yo a los cincuenta y pico puede proclamar a los cuatro vientos su condición de mujer absolutamente libre, y absolutamente exitosa y adinerada y triunfal. Nunca antes este rancho había alcanzado tal esplendor, me dijo hoy en la mañana don Javier Marroquín. Ni con el señor Grande, ni con Lucio su esposo. Y no se lo digo porque sea usted mi patrona, añadió don Javier Marroquín, se lo digo porque eso proclaman los papeles de la contabilidad. Gracias a su inteligencia, a su dedicación, a su mano suave y dura con sus subalternos, usted ha conseguido levantar el gran emporio de Los Duraznos que su hija unigénita recibirá como herencia el día en que usted nos falte: Dios quiera que eso tarde muchísimo, señora Norma.
El caso es que mi Luchita se cruzó de brazos en lo relacionado a cualesquiera actividades productivas y se dedicó a dejarse enamorar por una cauda de pretendientes que yo iba consignando en una de aquellas libretitas azules utilizadas por mí de muy joven para escribir mi diario: un diario que por cierto terminé tirando a la basura porque a nadie le interesó robármelo. De los más importantes de esos pretendientes, digo, elaboré una especie de pequeño diccionario que me sirvió en aquellos tiempos para adentrarme en el alma de mi querida hija. Aquí está.
Dos viernes completos, en sesiones de tres horas cada una, se dedicó la abuela a desgranarme eso que llamaba el Diccionario de pretendientes de su querida Luchita. Desde un tal Miguelón Arias, hijo de los encumbrados Arias con que se asoció la abuela para transformar el rancho en el segundo centro agropecuario del Bajío, Miguelón que terminó dejando plantada a Luchita la misma víspera de la boda por irse con una rubia jalisciense de Arandas, hasta el simpático Calixto Escalante, que tenía todas las virtudes deseables para una mujer (era guapo, culto, adinerado, formal) pero también un defecto insuperable: era homosexual fanático.
Aunque se antojaban sabrosos los relatos de los pretendientes de Luchita —sobre todo por la picardía con que la abuela pasaba lista a los malandrines— cuando mi esposa María Fernanda oyó las grabaciones y leyó luego las diez cuartillas en que resumí el Diccionario de pretendientes, me confesó con todita sinceridad que le parecía un pegote horrible en el cuerpo de la historia.
Además de largos, los relatos eran mentirosos, los calificó María Fernanda. Y no porque la abuela se propusiera mentir y mintiera adrede, sino porque su proclividad a inflar hechos pretéritos mal almacenados por su memoria la llevaba con frecuencia a levantar edificios narrativos más fantasiosos que verdaderos. No quería hacerlo la abuela, pero lo hacía. Y eso le preocupaba. Le preocupaba a María Fernanda y le preocupa a ella misma. Le preocupaba tanto a la abuela la precisión y la verosimilitud de todo lo que platicaba, que en una ocasión, por aquellos meses, me preguntó a bocajarro apenas llegué al salón verde y antes de que empezara a instalar mis chunches:
—¿Te gusta el beisbol?
Junto con un gesto de sorpresa puse cara de tonto, creo.
—Sí, el beisbol, no me mires como pendejo. O quieres que te diga béisbol, como los pinches gachupines que ni siquiera saben hablar su idioma.
—Me gusta más el fut —contesté al fin.
—Pero sabes de beisbol. Conoces las reglas, sabes de las Ligas Mayores, de la Liga Mexicana, del Parque del Seguro Social, de don Ernesto Carmona y el jonronero Héctor Espino.
—No, de eso sí nada, nada.
—Pero conoces a alguien que sepa.
—¿De beisbol?
—Sí, alguien que sepa de la jerga y de la historia y de los récords —urgió la abuela.
—Francisco Ponce —dije.
—¿Quién es Francisco Ponce?
—El hermano de Armando. El director de la Sección Deportiva del periódico. De beis lo sabe todo. Es una enciclopedia. De niño jugó en la Liga Maya.
—Ah, perfecto. Magnífico —sonrió la abuela—. Muy bien.
—¿Para qué lo quiere?
—Yo no lo quiero para nada —exclamó la abuela—. Es para ti. Para que te ayude.
—¿Para que me ayude?
—Para que te ayude a escribir. Para que se oiga verosímil, cuando la pases en limpio, la historia de mi Luchita con el padre de Beto Conde.
Después de este largo deambular de María de la Luz Lapuente con hombres que nunca le ofrecieron la posibilidad de una feliz vida en pareja, resultaba explicable que doña Norma se quedara atónita, sacudida, perpleja, cuando esa noche del torrencial aguacero María de la Luz entró en su cuarto, empapada de la pañoleta a los tenis, y de pie frente a la cama, mientras doña Norma trataba de desanudar tres cadenitas de oro enredadas con inquina, la muchacha le hizo la solemne confesión de que estaba enamorada locamente, frenéticamente, cósmicamente, de un hombre original y único. Una maravilla de persona, dijo que era el objeto de su amor.
El fulano se llamaba Heriberto Conde. Aunque parecía diez años mayor, tenía dos menos que María de la Luz. Era prieto como un cuero mojado. Pelo lacio y tenso, eléctrico. Los ojos parecían de chino, dos almendras, pero lo más sobresaliente era su cuerpo grandote, fofo, paquidérmico. Se movía como el gigantón de Tacámbaro: bamboleándose a la derecha y luego a la izquierda, avanzando siempre muy despacio y produciendo la impresión de que de un momento a otro levantaría una de sus manazas y la dejaría caer sobre una mesa para hacer saltar las fichas de dominó, o sobre una barra de cantina para tumbar los tarros de cerveza, o sobre el hombro de un cristiano para triturarle una clavícula y tenderlo en el piso ajedrezado de mosaico.
—Parece una ballena, Luchita —le dijo doña Norma.
—Es como Babe Ruth —replicó la hija.
—¿Cómo quién?
—El jonronero más famoso de todos los tiempos, mamá. El beisbolista de los Yanquis.
—Desde cuándo sabes tú de beisbol.
—Heriberto es beisbolista. Le dicen justo así como tú le dices: Tonina. Heriberto Tonina Conde. Juega en la liga de aquí del Bajío, pero se lo quieren llevar a México con los Diablos Rojos del Abulón Hernández para que entre al beis profesional y se pueda ir a Estados Unidos como tantos que están triunfando allá.
Hablaba ya Luchita con la jerga del beisbol y pronto su madre se volvió experta en un deporte que también, como el ajedrez, exigía inteligencia, cálculo, estrategia, anticipación de jugadas. Vulgar, pero muy hermoso en ese sentido el tal deporte rey, como sus fanáticos lo calificaban y como a doña Norma le pareció.
Aunque para la madre de Luchita el grandote de Heriberto era sin duda un mamarracho como pretendiente de su hija —sin clase social, sin apellido de abolengo, sin dinero— cuando en el rancho le tendía su manaza para saludarla y le sonreía con una carota de niño bueno, reconocía doña Norma para sus adentros que ninguno de los pretendientes, novios o amantes de Luchita mostraron jamás esa bondad de alma que trasminaba esta enorme tonina, ¡carajo!, hasta el apodo era insoportable.
Sí, Heriberto Tonina Conde jugaba en la paupérrima liga del Bajío con los Talabarteros de León. Ganaba una bicoca como beisbolista, lo indispensable para remendarse el uniforme, para comprar un par de tortas de pierna y huevo con chorizo los días de entrenamiento y para mandar regalos a María de la Luz que consistían casi siempre en muñecas de trapo o de cartón. Las muñecas eran la adoración de Luchita. Lo fueron siempre y Heriberto Tonina Conde llenaba la vida de la consentida unigénita de muñecas que compraba en los puestos del mercado o a veces en las jugueterías importantes de Celaya y Guadalajara.
De su trabajo en el taller y en la cadena de zapaterías de León, con sucursales en Zacatecas, Jalisco y Michoacán, era de donde Heriberto se agenciaba su sostenimiento económico. Trabajaba de talabartero, muy bueno el gigantón para cortar y manejar el cuero, la vaqueta, y hubiera podido progresar mucho en ese oficio, decían sus compañeros, si no viviera obsesionado por el beisbol. Sólo quería ser beisbolista, tan famoso como los famosos del México de los años gloriosos, cuando los Pasquel y el Parque Delta de la Avenida Cuauhtémoc. El Ramón Bragaña de los Azules del Veracruz, el Ángel Castro de los Sultanes del Monterrey y luego de los Diablos Rojos, el Lázaro Salazar sólo de los Sultanes, el Roberto Ortiz de los Diablos Rojos, el Napoleón Reyes de los Pericos del Puebla cuando el gran Beto Ávila se fue a los Indios de Cleveland. Famosísimo, mejor, como los gringos de las series mundiales: Mickey Mantle, Joe Dimaggio, sobre todo el inolvidable Bambino. Él hubiera querido nacer Babe Ruth y bateando de cuarto en el orden con los Talabarteros del León lo parecía a veces, porque de cada tres o cuatro visitas al plato dos volaba la pelota más allá de la alambrada del jardín izquierdo. Era malo fildeando en el cuadro, como segunda o como tercera base, porque su cuerpazo lo amortiguaba en sus acciones, aunque de cuando en cuando tenía lances que hacían gritar a los fanáticos enloquecidos, como aquel dobleplay de fantasía, contra los Cuervos del Querétaro: Tonina Conde recibiendo a medio cuerpo la pelota del shorestop, pivoteando en la segunda para un out y lanzando un rayo hacia primera para completar de escándalo el relampagueante dobleplay. Ahí se acabó el partido: 2-0 de los Talabarteros del León contra los Cuervos del Querétaro.
Aunque iba a pocos partidos, doña Norma se volvió experta en las estrategias de este deporte-ciencia. Pero era Luchita quien verdaderamente gozaba los encuentros y se lanzaba del pobretón estadio de Querétaro a los pedregosos llanos de Salvatierra o a las tribunas en las afueritas de Guanajuato, enamorada siempre durante un año, dos años, tres años, del paquidérmico Heriberto Tonina Conde.
—¿Qué te gusta de él, hija? —le preguntaba doña Norma.
—Todo, mami, todo. La manera en que me trata, en que me mira, en que me ríe…
—Una pregunta en secreto, Luchita, ¿ya se acostaron?
—Claro que no. Delante de Dios prometimos no tener sexo hasta que nos hayamos casado.
—¿Delante de Dios?
—Delante de Dios, mamá. Beto es muy católico.
Los Diablos Rojos de México llamaron al Tonina Conde cuando los dirigía Tomás Herrera, pero él empezó a jugar un poco después con el Zacatillo Guerrero de manager. Antes renunció a la fábrica de zapatos y se fue a vivir a la Ciudad de México con dos compañeros de su nuevo equipo: el tercera base Abelardo Vega y el gran pítcher Alfredo Ortiz. Tenía menos tiempo y más distancia para encontrarse con María de la Luz: sólo cuando ella lo perseguía en sus giras por la República, feliz de que La Afición, el Esto y hasta el Mago Septién empezaran a referirse a su novio como el nuevo fenómeno de la Liga Mexicana. Lo decían por su tremenda potencia con el bat, no por su errático fildeo. En la primera serie que los Diablos Rojos perdieron por limpia con los Sultanes de Monterrey, el Zacatillo Guerrero retiró para siempre al Tonina Conde de su puesto en la segunda base y lo mandó al jardín derecho donde cometía un promedio de pifia o pifia y media por partido. Calculaba muy mal los elevados y se exasperaba con él el Zacatillo Guerrero en los entrenamientos mañaneros. Hay que salir al sonido del batazo, le repetía por quinta vez el manager, pero Tonina Conde arrancaba casi siempre tres o cuatro segundos después, lo que impedía medir la parábola de la pelota, llegar a tiempo, decidir en el trance si era mejor esperar el rebote sobre la cerca o jugarse el todo por el todo y tratar de atraparla de cordón de zapato.
Como antes doña Norma platicaba con Luchita de aperturas y finchetos, la hija le explicaba ahora esos tecnicismos beisboleros cuando se aparecía en el rancho, luego de haber seguido a los Diablos Rojos en sus giras por el norte de la República y haber aterrizado por dos semanas en la Ciudad de México. Esas dos semanas en México, decía Luchita a su madre, eran lo mejor de lo mejor en su vida amorosa con Heriberto Tonina Conde. Aunque los jugadores no tuvieran partido inmediato, entrenaban todos los días en el Parque del Seguro Social, a veces hasta por las tardes, pero les dejaban una o dos libres a la semana, y entonces María de la Luz y su Tonina salían a ver películas de Pedro Infante, a comer cochinita pibil en el Círculo del Sureste o a danzonear en el California de Tacubaya. Se la pasaban de maravilla juntos Luchita y su beisbolista en la capital, le contaba la canija muchacha por teléfono de larga distancia a su madre; ella hospedada en casa de la Güera Romano, una amiga guanajuatense, decía, y él viviendo con Alfredo Ortiz, el pítcher, o a veces en el Hotel Roma de la Avenida Cuauhtémoc, a dos cuadras del parque de beis.
—¿Ya hicieron el amor, mhija?
—¿Qué no entiendes, mamá? Hasta que nos hayamos casado, te dije.
En la gran serie final del campeonato de la Liga Mexicana, Diablos Rojos del México contra el Águila de Veracruz, María de la Luz invitó a su madre a viajar rápido a la capital para ver el último partido, el definitivo, entre las dos mejores novenas de la temporada: tenían lugares de palco entre home y tercera.
Para Luchita y para Heriberto Conde ese desafío lo significaba todo. Si los Diablos Rojos ganaban el partido y por tanto el campeonato, Zacatillo Guerrero había prometido al futuro yerno de doña Norma un contrato por tres años con los Diablos Rojos, con muy buen dinero. (¡No faltaba más!, Tonina Conde estaba en la cumbre: resultó líder jonronero con 22 vuelabardas en la temporada y su porcentaje de bateo cerró con 320) Sería ése el momento para celebrar el ansioso matrimonio del que Conde y Luchita tenían ya todo planeado. Aunque vivirían en la Ciudad de México por exigencias del equipo, tendrían para ellos, en el rancho, la casita verde del prado trasero que construyó Lucio al poco tiempo de su matrimonio con doña Norma.
—Eso es lo que yo te decía, mamá, ¿me entiendes ahora? Ésta es la profesión a la que quiero dedicarme: la de esposa de mi marido de tiempo completo. Él es mi vocación, mi trabajo, mi sueño, mi realidad, mi futuro.
Qué podía doña Norma replicar a su hija en ese momento, viéndola tan entusiasmada. Para qué contradecirla.
Hasta la novena entrada el partido entre los Diablos Rojos del México y el Águila de Veracruz había sido digno de una final de campeonato, lo que se dice un partidazo. Estaban 1-1.
La carrera de los Diablos Rojos fue producida por un sencillo de su pítcher Alfredo Ortiz que empujó hasta home a Leo Rodríguez en la quinta entrada. En la sexta empataron los del Águila de Veracruz con un jonrón impresionante del Calamar Peña: la pelota voló hasta el Panteón Francés según dijo por radio el Mago Septién.
Llegó la novena entrada. Nada pudo hacer el Águila en la parte alta de su inning: tres hombres retirados en orden. Necesitaban entonces detener a los Diablos Rojos para tratar de ganar luego en extrainnings. Una carrera de los Diablos Rojos, una sola carrera, acabaría con las esperanzas del Veracruz.
En el cierre de aquella novena entrada, Leo Rodríguez recibió base por bolas como primer bateador. Los aguileños esperaban el toque de sacrificio del siguiente en el orden, pero Domingo Cruz los sorprendió con un sencillo al jardín derecho que empujó a Leo Rodríguez, velocísimo, hasta la antesala. Domingo Cruz se quedó en primera.
Con hombres en primera y en tercera, llegó Sansón Parra como emergente del México y dio un toque perfecto. Él fue sacado out en la inicial, pero Domingo Cruz avanzó hasta segunda mientras amarraban a Leo Rodríguez en la tercera base.
En esas ventajosas condiciones (cierre de la novena, un out, hombres en segunda y en tercera) llegó el turno al bat para Heriberto Tonina Conde. Un out, hombres en segunda y en tercera, cierre de la novena entrada. No necesitaba hacer grandes proezas el toletero de los Diablos para coronarse de gloria; con sólo un globo profundo al jardín metería en pisa y corre la carrera de la victoria definitiva.
Entre la gritería entusiasta de los fanáticos que repletaban el Parque del Seguro Social —Luchita y doña Norma en su palco, temblando y haciendo changuitos—, Heriberto Tonina Conde caminó lentamente hacia la caja de bateo como personaje principal de una película de beis. Eso parecía la situación: el episodio prefabricado de una historia donde el protagonista, en el último momento del partido, hace ganar apoteósicamente a su equipo con un jonrón por la zona del jardín central.
Parte baja de la novena entrada. Un out. Hombres en segunda y en tercera.
Cerraba los ojos doña Norma durante su relato, y todavía puedo mirar en el recuerdo —decía— la mole del inmenso Tonina Conde dando al aire pequeños sacudones con el bat mientras avanza cansinamente hacia el home plate. Llega al fin. Rasca la tierra cobriza con los spikes. Se tienta la visera para recomponerse la gorra. Se oprime los genitales. Se abre en compás luego de señalar con el índice hacia las graderías del jardín central —remedando a Babe Ruth, le confía Luchita a su madre—, como para indicar por dónde va a mandar el cañonazo de respuesta a la primera pichada del Zurdo Bobby González, el pítcher tapón que han mandado los del Águila para contener la última embestida de los Diablos Rojos. Silencio. Expectación. El bat enhiesto arriba.
Dicen que Benito Fragoso, el cátcher del Águila, pidió al Zurdo Bobby González un slider hacia adentro, y que Bobby González prefirió mandar la recta, su recta deslumbrante de ochenta y cinco millas por hora. Era el primer lanzamiento y con él quería atemorizar a Heriberto Tonina Conde, burlarse de sus fanfarronadas a lo Babe Ruth, payaso.
La recta velocísima del Zurdo Bobby González salió, sin embargo, muy cerrada hacia el home, muy alta, muy sobre el bateador, y en el parpadeo que dilató el lanzamiento el Heriberto Tonina Conde no alcanzó a tirarse de plano de espaldas contra el suelo, a girar siquiera el cuerpo contra el pítcher, a inclinar de perdida la cabeza para meter la gorra-casco a modo de defensa; quién sabe por qué, y quién sabe cómo diablos cómo, lo que Heriberto Tonina Conde hizo fue volverse hacia el frente y la pelota lanzada a ochenta y cinco millas fue a estrellarse, a incrustarse violentísimamente en la carota del cuarto bat de los Diablos Rojos del México, todo tinto en sangre de inmediato el mazacote horrible de su faz.
Fue como un balazo de cañón en pleno rostro.
Ahí quedó muerto para siempre, tirado en la caja de bateo, el Heriberto Tonina Conde. Un accidente insólito en la historia del beisbol mexicano dijeron a diario, durante meses, todos los periódicos de la República y algunos allende la frontera.
Dos semanas después del incidente trágico, cuando ya se habían secado las lágrimas de María de la Luz y de doña Norma, la atribulada muchacha dijo a su madre:
—Voy a abortar.
—¿Qué?
—Estoy embarazada. Traigo aquí un hijo del Beto.
No tuvo ánimo doña Norma para echarle a la cara un puñado de regaños.
—No tenías por qué mentirme, hija del alma —pensó—. Para qué.
Luchita salió corriendo hacia las caballerizas y se echó a galopar sobre La Consentida como si quisiera de una vez poner punto final a su futuro.
Contra la voluntad de la muchacha, doña Norma impidió que abortara. En Yuriria María de la Luz Lapuente dio a luz a un varón morenito, delgaducho, anémico, que luego regaló a una muchacha de servicio que vivía en Purísima del Rincón, en las inmediaciones con Jalisco. Mientras doña Norma se hundía otros diez meses en un psiquiátrico, Luchita se fue a vivir a Montreal con un loco canadiense que se apareció en esas fechas por Guanajuato buscando una veta de oro en la abandonada mina de San Quintín. Luego de larguísimas e inútiles operaciones y radiografías geológicas regresó a Montreal.
Antes conoció a María de la Luz Lapuente. Le dijo el canadiense, tomándole las manos:
—¿Quieres irte conmigo?
Nadie sabe nada de Luchita desde entonces.
Muerto mi padre, muertos mis tíos, muerto mi marido, mi yerno, lejísimos Luciano, desenfocado Luis, desaparecida para siempre mi hija Luchita, yo me crucé de brazos en el rancho, huérfana, viuda, loca, para esperar y sentir cómo se va llegando la vejez.