CUATRO
Éstos son fragmentos; mejor dicho: ésta es una versión resumida de la historia que me contó (nos contó) el señor don Ramón Iturriaga de la Hoz apenas llegué por la vía aérea (llegamos) de Madrid.
Antes de pensar en el rancho de Guanajuato, en la tumba de mármol y bronce de mi tío Grande, en mi tía Irene convertida en una ciruela pasa chiquitita o en la tía Francisca alucinada y negadora de la realidad; antes de completar el contacto indispensable con mi primo Lucio Lapuente, quien nos telegrafió primero y escribió después por carta la terrible noticia e hizo la cita con don Ramón Iturriaga de la Hoz y prometió recibirme (recibirnos) en el aeropuerto, aunque a última hora se lo impidió un urgente viaje de negocios a Tampico y ya no pudo mi primo Lucio ser el intermediario con este señor; antes incluso de correr a asomarme a la casa de mi infancia en la calle de la Palma y buscar a Carolina García o algún vecino del rumbo; antes me presenté directamente (nos presentamos) en el club de ajedrez de San Juan de Letrán.
En una habitación del segundo piso del Hotel Regis desempaqué (desempacamos) solamente lo indispensable y sin parar mientes en lo cansado de un viaje tan largo y tan peligroso salí corriendo (salimos) hacia el edificio donde ya se encontraba en espera el señor don Ramón Iturriaga de la Hoz, presidente en turno de ese club de ajedrez a cuyo local acompañé tantas veces a mi padre durante mi infancia y mi pubertad.
Poco recordaba del recinto de no ser aquella fachada imponente de balcones encolumnados y las empinadas escaleras dentro el pasillo largo y oscuro. Me pareció todo diferente. Era en verdad diferente.
—Lo ve diferente —me explicó don Ramón Iturriaga de la Hoz— porque hemos remodelado varias veces el club y ahora estamos pensando en alquilar otra oficina aquí enfrente, en el mismo piso, dando la vuelta al pasillo. Ya no cabemos —subrayó Iturriaga—. El ajedrez se está convirtiendo en una nueva religión.
Era muy amable Iturriaga de la Hoz. De inmediato me ofreció (nos ofreció) una taza de café o de té de mandarina y galletitas con nuez. Señaló con la mano extendida los sillones de cuero. Empezó a hablar mientras me temblaban las piernas, los brazos, el cuello. Sentía ganas de echarme a llorar.
Éstos son, pues, fragmentos; mejor dicho: ésta es una versión resumida y poco retrabajada de la historia que aquella tarde me contó (nos contó) don Ramón Iturriaga de la Hoz.
El español santanderino Benito Palomera, el más fuerte rival del campeón mundial Mijail Botvinnik, estaba de visita en México. Llevaba una hora y media jugando simultáneas contra quince ajedrecistas mexicanos. En una hora y cinco derrotó a trece y ya sólo quedaban dos: Joel Rodríguez, un estudiante de ciencias químicas, veracruzano de ojos saltones, y nuestro admirado don Lucas, el orgullo el club, auténtico Oro Viejo del ajedrez mexicano.
Joel Rodríguez perdió la oportunidad de un honroso empate por confiar demasiado en los movimientos diagonales de su dama. Una torre le taponeó el jaque continuo y Rodríguez fue derrotado en la jugada 46.
Don Lucas quedó de único sobreviviente, como última esperanza de sacar adelante la dignidad del club.
Cuando Joel Rodríguez inclinó su rey y pronunció en voz muy baja una sarta de insultos contra sí mismo —«la pendejeaste otra vez, vas y chingas de nuevo a tu madre»—, don Lucas avanzó un peón.
Justo en ese instante yo hice una seña a don Tacho para que acercara una silla frente al tablero de don Lucas y el español pudiera tomar asiento. Había jugado todas las partidas de pie, debía estar muy cansado.
Benito Palomera tomó asiento en la silla que acercó don Tacho. Por su gesto en trompa parecía asombrado del movimiento del peón negro. Tardó como treinta segundos en hacer saltar su caballo blanco:
—Jaque —dijo en voz alta.
Lo primero que hizo don Lucas fue clavar la mirada en el nudo de la batalla que el caballo de Palomera acababa de agudizar. Ahora estaba en jaque y a mi juicio —porque me aproximé al tablero para analizar a conciencia la situación— don Lucas sólo tenía dos jugadas inteligentes para contestar ese jaque. O comerse con el alfil el caballo blanco jaqueador, y desatar un cambio de piezas imparable que lo llevaría quizás al empate, o mover el rey a la casilla lateral, hacia la torre.
Don Lucas se puso de pie de un solo impulso. Con la voz y con los ojos se dirigió a Imelda Serrano quien además de ser una señora de piernas sensacionales, enteras y limpias como de encino, era la agente publicitaria y económica del ajedrecista, una especie de dealer.
—¿Puedo solicitar un receso de veinte minutos?
No fue Imelda sino Benito Palomera quien respondió. Lo hizo con la sonrisa compasiva de quien se sabe y se siente superior.
—Tómese todo el tiempo que guste, abuelo. No se preocupe.
Don Lucas se abrió paso entre la multitud de espectadores y caminó hacia mi despacho que estaba al fondo, con ventana a San Juan de Letrán. Yo entré con él. Le ofrecí un trago de brandy Fundador que guardaba en la gaveta de los licores, pero prefirió un vaso de agua.
—Con mucho hielo —dijo.
Llamé a Tacho y le ordené el vaso de agua para don Lucas. Al abrir de nuevo la puerta vi a la distancia a Benito Palomera e Imelda bebiendo del Marqués de Riscal que les dejé preparado desde el principio de la exhibición, en la mesita de servicio cercana a la formación de tableros.
Don Lucas bebió el agua y atrapó los hielos con los dientes. Se puso a masticarlos con ferocidad, ruidosamente. Caminaba de un lado a otro del despacho. Se detuvo.
—¿Qué harías tú, Ramoncito? —preguntó. (Me decía Ramoncito de cariño, desde que yo era un chamaco que aprendió a jugar viéndolo)
—¿Qué haría yo? ¿Me está preguntando, don Lucas?
—¿Te comerías el caballo?
—Para asegurar las tablas, don Lucas.
—Eso harías.
—Yo no soy quién para aconsejarle, pero hacerle tablas a este señor, después de lo que hemos visto, es una proeza… Pienso.
—Sí, eso parece —dijo don Lucas. Terminó de masticar el último hielo, entró a mi sanitario privado para descargar una larga orinada y regresó al campo de batalla cuando no se cumplían aún los veinte minutos de receso.
Benito Palomera no quitaba los ojos de encima a don Lucas con sus cejas tan espesas muy arriba, como ventilándolas. Aún sostenía en la derecha una copa a medias que Imelda Serrano le arrancó con cierta brusquedad, porque la Federación Internacional prohibía a sus jugadores beber durante las partidas, aunque fueran de exhibición.
Don Lucas tomó asiento. Quienes nos hallábamos cerca pensamos que atraparía de inmediato el caballo blanco jaqueador para retirarlo del tablero y poner en ese sitio su alfil negro. No lo hizo. Prefirió pellizcar con la punta de los dedos la crucecita de su rey y lo movió a la casilla lateral, hacia la torre, para quitarlo del jaque.
Palomera no pudo contener una reacción de asombro. Fue un gemido bajísimo, apenas audible:
—Caramba.
El español acarreó entonces su torre, desde el extremo del tablero, y trató de emprender una cacería. No. Momento. Don Lucas cerró su cerco, se negó a los cambios desaforados que proponía Benito Palomera y en una maniobra brillante, en realidad brillantísima, regaló un alfil, encandiló luego al español con un cambio de torres, y ya cuando Palomera se disponía a saetearlo otra vez con el caballo, un peón de don Lucas se deslizaba por el flanco izquierdo como empujado milagrosamente hacia la meta por la Virgen de Guadalupe. Para atajar el peón, Palomera se vio obligado a sacrificar su segunda torre. Acababa de entregarla cuando en todo el salón se escuchó el anuncio cavernoso de don Lucas. Terrible:
—Mate en cuatro, señor Palomera.
Tan inesperado como un trueno matinal, el anuncio cayó en el ámbito con el peso de una palabrota que obligó a Imelda Serrano a descruzar las piernas con que tenía atrapada la mirada libidinosa de un joven ojiverde. Rápido fue la dealer rumbo al sitio donde amenazaban a su pupilo.
Hasta que el retador de Botvinnik movió instintivamente un peón, defendiéndose, resultó evidente para todos, aún para los ignorantes, que hiciera lo que hiciera Benito Palomera el mate anunciado por don Lucas era una verdad inevitable.
Y en el momento en que Palomera puso horizontal su rey estalló en el salón un aplauso espeso, gordo, que se fue haciendo interminable.
El español sacudía con sus dos manos la derecha de don Lucas:
—Mis respetos, abuelo, felicidades.
—Gracias gracias gracias —respondía don Lucas abrumado por el aplauso, pero sin quitar los ojos del vencido.
—Sobre todo por ese final —remató Palomera—. Parecía imposible.
Agitando las manos me tuve que poner delante de quienes sólo emitían entusiasmos para nuestro gran Oro Viejo, luchaban por meterse en sus brazos, y se olvidaban injustamente de la proeza realizada esa noche por el español. El saldo seguía siendo estrepitosamente favorable a éste: catorce victorias contra una sola derrota.
Cerré el acto con un breve discurso. Agradecí a Benito Palomera y a su eficaz agente doña Imelda Serrano el generoso gesto de aceptar nuestra invitación al club; no sólo a visitar este club de inigualable abolengo en el mundo del ajedrez mexicano, sino jugar en nuestro club —subrayé—: someterse al tenaz esfuerzo de una prolongada exhibición de simultáneas, en las que brilló como un sol su talento, su destreza, el genio que sin duda lo hará muy pronto, querido Benito, campeón del mundo.
Imaginé que los amigos de don Lucas se lo llevarían a celebrar a la casa non sancta de Graciela Olmos, si alguien se ponía espléndido, o al congal de La Negrita que tanto les gustaba a mi padre y al Chato Vargas y donde yo me inicié, a Dios gracias, en la gimnasia varonil. Me habría encantado acompañarlos porque también yo me sentía orgulloso de que hubiera quedado a salvo el honor del club gracias al más valioso de nuestros decanos. Incluso prometí hacerlo («Si van con La Negrita allá los alcanzo», dije a Tobías) luego de llevar en mi auto a Benito Palomera y a Imelda Serrano al Hotel del Prado donde se hospedaban. Pensé que los dejaría allí, en la recepción, porque Palomera se veía con ojeras de cansado y un poco de mal humor, las cejotas gachas: no era para menos, el broche final había sido ciertamente una cucharada de vinagre en el gaznate del campeón; no querría el santanderino saber nada de nada esa noche; se echaría a dormir como un leño y nos veríamos mañana para la excursión programada a Xochimilco. Luego él se iría con Imelda al Hotel Las Brisas de Acapulco, un par de días, y a mediados de semana los dos regresarían en avión a Madrid.
Contra lo que calculaba, Benito Palomera no quiso aterrizar en el hotel. No estaba cansado ni tantito así, dijo; las simultáneas le resultaron divertidas, coño, fáciles, un buen entrenamiento para estar siempre en forma, como debe ser, y se le antojaba conocer esa noche el México nocturno, qué tal.
—Eso. Llévanos a oír mariachis y a probar la tequila.
Fue así como directamente del club, sin hacer escala en el Hotel del Prado, nos lanzamos a la Plaza de Garibaldi. Ahí, lo de rigor: saltamos de cantina en cantina, de tugurio en tugurio, y la Imelda Serrano se puso una guarapeta de órdago bebiendo caballitos de tequila como si fueran de rompope. Advertí entonces que aunque la dealer se hacía pasar por amante secreta y discreta del ajedrecista, eso era una soberana patraña, como diría ella. Jugaba a eso ante los demás, actuando un poco de femme fatale, pero lo cierto era que su interés apuntaba hacia las criaturas de su mismo sexo. Lo descubrí luego de un show entre folklórico y obsceno que soportamos en el último tugurio de nuestra ronda. Al levantarme a orinar, cuando topeteaba por el estrecho y oscuro pasillo, alcancé a distinguir del otro lado a una Imelda ya muy trole manoseándose con una rubia gringa que vestía de yucateca y no dejaba de reírse, como atorada entre la puerta del toilette y las garras frenéticas de la española. Ni Imelda me vio ni yo hice que había visto qué. Cada quien su gusto, ni modo —pensé—. Lástima de piernas.
Regresamos como a las dos y media de la madrugada al Hotel del Prado; ya muy tarde, sin duda, para alcanzar a don Lucas y su comitiva en el congal de La Negrita. Imelda Serrano tomó enseguida rumbo hacia la zona de cuartos, y cuando pensé que Palomera se iría con ella sosteniéndola y guiándola en su caminar equívoco, el español me invitó un último trago en el bar: el del estribo.
—Qué tal un martini con aceitunas negras —dijo.
Al entrar en el bar: la sorpresa. De pie, apoyado en la barra con su antebrazo, el traje todo como de papel crepé de tan arrugado y la corbata desahorcada hasta la mitad de la camisa, don Lucas nos estaba mirando avanzar hacia él. Se veía sobrio, absolutamente sobrio, me di cuenta, y su continua sonrisa era la de un hombre por completo feliz.
Los borrachos, en todo caso, éramos nosotros: Benito Palomera y yo, aunque no de caernos al suelo ni vomitarnos en la alfombra como lo estaría haciendo sin duda Imelda en su habitación. Pinche vieja.
Palomera no se aguantó la burla:
—¿Vienes a celebrar con nosotros, abuelo?
—Si tú me lo permites —le devolvió don Lucas el tuteo.
Algo dije yo en son de broma, algo replicó el español sonriendo, y entre frases huecas y chascarrillos a medias nos fuimos a sentar los tres al fondo del bar. Como una aparición se presentó de golpe una mesera de faldita corta y piernas tentadoras que alcancé a frotar apenas con las yemas de mi derecha.
—¿Qué estabas bebiendo, campeón? —preguntó Palomera.
—Jugo de toronja.
—¿Con vodka? —traté de averiguar, directo.
Don Lucas negó con la cabeza, siempre con la sonrisa por delante, y pidió a la mesera de la faldita otro jugo de toronja, aunque éste sí con vodka, dijo, como si se hubiera estado reservando este momento para empezar a beber como él lo hacía en sus temporadas severas: fuerte y de continuo.
—Que no vaya a ser Oso Negro. Vodka Smirnoff —dijo.
En lugar de los martinis ofrecidos, Palomera y yo pedimos whisky. Al primer sorbo, apenas llegaron las bebidas, dejamos de hablar sandeces. El español palmeó a don Lucas:
—No quisiera ofenderte pero debo decirte la verdad. Fue un chiripazo abuelo.
—Lo sé —dijo don Lucas. Y bebió de su toronja con vodka.
—¿De veras lo sabes? ¿No te sientes un campeón por haberle ganado al campeón Benito Palomera?
—En simultáneas no es mérito, no me chupo el dedo. Por eso vine a pedirte un favor.
—Yo no hago favores a nadie —dijo Palomera. Y rio, fuerte. Sin ganas, pero fuerte—. Ya me sé el cuento, es el de todos. Quiero jugar con usted en individuales, Benito, por favor.
—Me lo gané —interrumpió don Lucas, con energía.
—No te ganaste nada, abuelo. Tuviste suerte, pero eso no es la clave de esta ciencia. Déjame decírtelo en seco, para que me entiendas y ya no se diga más: no estás a mi nivel.
—Déjame comprobarlo en una partida.
Palomera hizo un buche con el whisky y frunció sus cejas espesísimas. Giró hacia mí.
—Habladme mejor de Acapulco. Qué vale la pena ver por allá. ¿Los clavadistas de la Cañada?
—La Quebrada —corregí—. Sí, valen mucho la pena.
—Y las putas, ¿qué tal? ¿Es posible conseguir putas decentes?, quiero decir: finas, elegantes…
—Yo ya estoy viejo, señor Palomera.
—No me digas señor Palomera, abuelo, no me jodas.
—Yo ya estoy viejo y en toda mi vida nunca he tenido la oportunidad de enfrentarme con un jugador… de ésos, de tu categoría. Sí, me doy cuenta, absolutamente me doy cuenta, tú eres de otro nivel. De una clase a la que nunca podremos aspirar los ajedrecistas como yo, porque… porque no sé, porque no pudimos dedicarnos al ajedrez en cuerpo y alma, porque no tuvimos un padre que nos enseñara desde niños, porque nos faltó tiempo, inteligencia, no sé… No tenemos genio suficiente pero a veces olfateamos, sentimos cerca la comezón de esa naturaleza superior y quisiéramos, por una sola vez en la vida aunque sea, medir nuestra pequeñez con esa grandeza, contagiarnos de esa sabiduría, de ese poder, de ese ángel, y tratar de dar el salto al más allá. Yo estoy seguro de que puedo ganarte jugando de tú a tú, Benito. Lo presiento. Lo sé. Sólo te pido que me des una oportunidad.
—Supongamos que aceptara.
—¿De veras aceptas? —interrumpió don Lucas ansioso—. Si tú aceptas, yo.
Ahora fue Benito Palomera el que interrumpió:
—No no, un momento. No estoy aceptando nada. Sólo digo. Supongamos que tú y yo nos ponemos delante de un tablero. Yo te haría trizas, de veras, por supuesto, créemelo, pero tú te sentirías dichoso con sólo eso, ¿no?, con haber jugado conmigo.
—Digamos que sí.
—Pero yo qué gano, abuelo. Sí sí, ¿me entiendes? ¿Qué coños gano yo?
Don Lucas permaneció en silencio un largo rato, casi inmóvil. Su único movimiento fue llevarse a los labios el jugo de toronja con vodka. Lo bebió, como si lo besara.
—Ganas la satisfacción de haberme hecho un gran favor, Benito… Si es que de veras me ganas, ¿eh?
Rio Benito Palomera y también don Lucas. Yo miré a la distancia e hice en el aire un remolino con el índice para indicar a la de faldita corta una ronda más de tragos.
—Y qué te parece si le pusiéramos un poco de música al asunto. A lo mejor terminaría aceptando. No por hacerte un favor sino porque me conviene.
—No entiendo —dijo don Lucas.
—Sí entiendes —replicó Palomera.
Don Lucas dudó. Iba a decir algo y se arrepintió a media palabra. Buscó más líquido en el vaso pero sólo quedaban un par de hielos que se resistían a despegarse del fondo. Aún no llegaba la ronda que acababa yo de ordenar.
—Estás hablando de apuesta.
—Sí. Apuesta prohibida, secreta, por debajo de la mesa, como decimos los del gremio. De eso estoy hablando, abuelo. De algo que le ponga música al jueguito.
—De cuánto.
—Una cantidad interesante. No voy a perder mi tiempo jugando contigo por una bicoca, abuelo, discúlpame. En todo caso mejor me consigo una puta que me entretenga más. —Benito Palomera se esquinó para mirarme. A él le quedaba aún suficiente whisky en su vaso. Lo bebió y aproximó su rostro a mi rostro, casi me arañaban sus cejas espesísimas. Agregó, como si estuviera ronco—: De apuesta, pero muy en secreto, ésa es la condición. Que el asunto no salga de nosotros tres, ¿de acuerdo, Ramiro?
A cada rato equivocaba mi nombre. Me llamaba Ramiro en lugar de Ramón y eso me hacía sentir ninguneado, más minúsculo que nada. Esta vez no lo corregí.
—¿De a cuánto? —insistió don Lucas.
—Cincuenta mil dólares, ¿qué tal?
Salidos del bar y del Hotel del Prado, don Lucas y yo echamos a caminar por la Avenida Juárez. Soplaba mucho viento: parecía llegar como un fuelle gigantesco y desde la Alameda, luego de abanicar los fresnos y los álamos y cruzar hasta la acera sur por donde avanzábamos rumbo al centro. Yo iba furioso, la verdad. Había decidido olvidarme de momento de mi auto, estacionado en la primera de Humboldt, para acompañar unas cuadras a don Lucas que prefería irse a pie hasta su casa en la calle de la Palma. Necesitaba airearse, mantenerse fiel a la costumbre de sus caminatas nocturnas, dijo. Por mi parte yo quería resoplar mi asombro, desbaratar del cogote este nudo de rabia.
Sin duda Benito Palomera era admirable como genio del ajedrez, y mi respeto científico, por ende, debería permanecer intacto; pero como ser humano, caramba, como hombre, como prójimo, como hijo de la civilización occidental, era una soberana basura —lo califiqué—, lo que se dice una caca. El infeliz se había desenmascarado de golpe, con cinismo, con fatuidad, con esa hiriente prepotencia que no respeta ni los pudores ni la sensibilidad ajena.
—Mire que ofenderlo así, don Lucas. No se lo merece una persona tan fina como usted. Podríamos hasta denunciarlo a la Federación. Hacer que le prohíban su torneo con Botvinnik.
—No es para tanto, Ramoncito —replicó don Lucas—, no es para tanto.
—Claro que es para tanto y para más. Si no fuera porque yo debo comportarme como presidente del club y como su anfitrión, no como ajedrecista ofendido, me olvidaba ahorita mismo de él y dejaba que se hiciera bolas con su viaje a Xochimilco y a Acapulco. Que lo cuide su Imelda Serrano, don Lucas, que haga algo esa pinche tortillera, carajo, no hay derecho.
—Para qué se enoja, Ramoncito. Palomera se puede dar ese lujo.
—Nadie se puede dar el lujo de ofender a un colega, y menos proponer con ese descaro una apuesta en el ajedrez… ¡Cincuenta mil dólares! ¿Oyó eso? Es un asalto a mano armada, don Lucas. Con alevosía y ventaja. ¡Cincuenta mil dólares!
—Tal vez pueda conseguirlos —dijo don Lucas.
El viejo se había detenido de sopetón frente a la antigua iglesia de Corpus Christi y parecía mirar hacia el hemiciclo a Benito Juárez. Le pegaba el viento en la cara, lo obligaba a entrecerrar los ojos. No obstante sonreía porque aún gozaba el triunfo sobre el español y esa victoria lo hacía prever, envalentonado, un triunfo aún mayor, en verdad meritorio, digno de figurar en los anales del ajedrez mexicano. ¡Don Lucas vencedor de Benito Palomera en individuales! No existía mejor broche de oro para cerrar con destellos de gloria la carrera ajedrecística de un viejo sin fama. Eso presentía y eso gozaba anticipadamente ahora mientras el viento le hendía el rostro y él se imaginaba en un sitial como el de ese otro Benito, el Benito Juárez de la historia y del hemiciclo, coronado por los laurales de oro con que aquellas diosas aladas medían la frente del Benemérito.
—Cincuenta mil dólares —volví a decir, para regresarlo a la realidad.
—El viejo Morales —murmuró don Lucas. Y echó a caminar.
Desde luego acompañé a don Lucas al palacete excéntrico de don Jacinto Morales la tarde siguiente. Yo mismo hice la cita y yo mismo, por teléfono, relaté a nuestro millonario benefactor la hazaña de don Lucas ante Benito Palomera:
—Qué lástima que no lo vio y qué lástima que no pudo jugar usted también con ese monstruo, don Jacinto.
Luego de cruzar el prolongado jardín que dilataba la construcción, luego de ser recibidos por una ama de llaves que recordaba a la momia aquella de la Rebeca de Joan Fontaine, luego de ser detenidos, interrogados y finalmente guiados por un batallón de jovenzuelos que pululaban por la residencia moviéndose de un lado a otro, don Lucas y yo arribamos a la biblioteca de don Jacinto Morales.
El estrafalario anciano —porque ya era eso don Jacinto: un anciano de cabello y barba blanquísimos— estaba prácticamente enchufado a una silla de ruedas que a pesar de tener la forma de un trono y el instrumental de un laboratorio no dejaba de ser el lacerante potro de tormento de un paralítico. Desde allí me sonrió y desde allí saludó con una exclamación silbante a don Lucas, a quien tenía muchos años de no ver, desgraciadamente, dijo, con sincero tono de lamentación. Sabía yo, y lo sabía mejor don Lucas, lo que ese benefactor del ajedrez lo admiraba y lo envidiaba —sobre todo esto último— convencido de que su acribillada salud ya no le iba a dar la oportunidad de alcanzar la estatura ajedrecista de nuestro decano del club. Quizá la misma distancia que separaba a don Jacinto Morales de don Lucas era la que yo veía entre don Lucas y Benito Palomera, pensé para mis adentros, y ojalá me equivoque, dije.
La conversación de don Jacinto atacó de principio el tema de su salud, por supuesto. La crisis artrítica, productora de agudos dolores, como si un tornillo gigante le contorsionara los adentros, le impidió participar en las simultáneas de Palomera como le impedía a diario pensar en otra cosa que no fuera la morfina. Ahora el dolor empezaba a ceder, por fortuna, gracias a unas hierbas amargas que uno de sus secretarios le trajo de San Pedro Pantitlán. En dos días más se sentiría muy aliviado —le mandó decir el brujo—; incluso podría caminar por sus jardines y practicar algunos ejercicios eróticos.
No abundó don Jacinto en el tema de su enfermedad; tampoco en el de sus bellísimos secretarios; se conformó con derramarles una carretada de epítetos dulzones, rematada por una caricia fugaz sobre la barbilla de durazno del joven de rulos rubios que en ese momento se aproximó a él para vaciarle dentro de la boca el líquido verde de un gotero. Pasó enseguida al tema del ajedrez, que era la única razón de la visita de don Lucas.
—Así que le ganaste a Benito Palomera —dijo don Jacinto con una pizca de sorna.
—En simultáneas —precisó don Lucas.
—Por supuesto. Sólo en simultáneas se le puede ganar a un genio así.
—¿Tú ya habías oído de él?
Resopló don Jacinto y el resoplido pareció ser el impulso con que el millonario condujo su silla eléctrica hasta la enorme mesa de la biblioteca. Del revoltijo de papeles y porquerías que la desordenaban, don Jacinto rescató un libro de pastas duras y seis o siete ejemplares de una revista de ajedrez. Con su carga regresó hasta don Lucas y se puso a arrojarle las revistas una a una, como si fueran barajas.
—Palomera, Palomera, Palomera —iba diciendo.
Eran ejemplares de diferentes ediciones, de distintos años, de Gambito, publicación mensual de ajedrez, y en todas se veía a Benito Palomera en la fotografía de portada; en una de ellas era todavía un niño como de diez años, sólo por las cejas se le reconocía.
Don Jacinto arrojó también el libro hacia las manos de don Lucas, pero éste no lo atrapó. Cayó al suelo, abierto, y yo me incliné a levantarlo. En la foto se veía a Palomera concentrado sobre un tablero. El título en letras rojas, muy grandes, me pareció un tanto ridículo: Benito, el Zorro.
—Desde Alekhine no se veía un genio de este tamaño, te lo aseguro. Olvídate de Lasker, de Capablanca, de Jakobson. Va a destronar a Botvinnik en un abrir y cerrar de ojos. Lo he estado estudiando, Lucas, es algo de veras increíble.
—Yo también estudié unos juegos suyos. Y se le puede ganar.
En una gran charola de plata, cuyas asas eran incómodas cabezas de cisne, el secretario de los rulos rubios nos trajo las bebidas solicitadas. Whisky con agua y mucho hielo para don Lucas y para mí. Y whisky con jugo de manzana —dizque para engañar a la artritis— para don Jacinto Morales. Hasta el secretario de los rulos hizo mofa de la combinación cuando le entregó el vaso:
—Aquí está tu porquería —dijo, confianzudo, riendo y moviendo el hombro como si le dieran calambres. Se alejó cadereando.
—¿De veras que se le puede ganar?
—No es un superhombre —dijo don Lucas—. Tiene un punto débil, como todos. Los alfiles.
—Los alfiles qué —preguntó don Jacinto.
—Los alfiles —repitió don Lucas.
Tardamos el tiempo de otro whisky para empezar a hablar de la apuesta y de los cincuenta mil dólares, y fui yo quien plantee a don Jacinto la cuestión sin darle muchas vueltas. Pensé que se escandalizaría por la propuesta impúdica del españolito, pero nuestro excéntrico benefactor, excéntrico al fin de cuentas, la recibió con la alegría de quien escucha algo sumamente divertido. Me estaba oyendo, muy sonriente y muy atento, cuando entró en la biblioteca otro jovencito secretario, negro como de Arkansas, con una camiseta sin mangas untada a su fornida y realmente hermosa musculatura. A él señaló con el índice don Jacinto:
—Oye esto, Tomi, oye esto.
—Qué qué —cacareó el negrito.
—De lo que estábamos hablando ayer. Los campeones son los primeros en jugar ajedrez de apuesta.
—Por eso son millonarios —silbó el negrito.
Si antes de llegar a la residencia yo estaba convencido de que don Jacinto iba a decir que no y a poner el grito en el cielo apenas don Lucas le pidiera los cincuenta mil dólares en préstamo, ahora me sentía seguro de lo contrario: de una respuesta absurda por afirmativa que nuestro excéntrico benefactor empezó a razonar mientras se movía con su silla eléctrica por la biblioteca, ademaneando sin parar, libre al parecer de las terribles punzadas y los calambres de la artritis.
—No no, un momento, un momento, Lucas, entiéndeme bien: yo no te voy a prestar nada porque tú no tienes ni en qué caerte muerto. Con qué vas a pagarme si pierdes, a ver, con qué demonios me pagarías.
—Don Lucas había pensado en darle de garantía su casita de la calle de la Palma —intervine yo; don Jacinto no me dio tiempo a proseguir.
—Eso no debe valer ni treinta mil dólares, Ramón, no diga estupideces, y aunque los valiera: cómo voy yo a echarte a la calle y a quedarme con lo único que tienes, Lucas, no soy Stalin, carajo.
—Cincuenta mil dólares es una fortuna, Jaci, una fortuna —chilló entrometiéndose otro de los secretarios, un morenito en shorts amarillos, éste sí muy marica.
Lo calló de un manotazo don Jacinto.
—Lo que voy a hacer, Lucas, no es prestarte cincuenta mil dólares. Voy a apostar cincuenta mil dólares a tu juego contra el señor Palomera. Si ganas, yo gano los cincuenta mil que él ponga, tú ni un quinto. Y si pierdes, yo soy el único que pierdo; todo.
—No vas a perder, Jacinto —dijo don Lucas—. No vas a perder.
—Claro que voy a perder. Tú no le ganas a ese hombre ni con la ayuda del puto de San Luis Gonzaga, el de la azucena.
—Entonces para qué apuesta, don Jacinto —pregunté yo.
—Primero: porque me da mi regalada gana. Segundo: porque quiero poner una placa que diga —se rascó unos segundos la cabeza—: Aquí jugó Benito Palomera antes de ganarle a Mijail Botvinnik el campeonato mundial de ajedrez. Ésa es mi única condición. Que el juego se celebre aquí en mi casa y pueda yo invitar a quien se me antoje. Desde luego no a esta bola de mariquitas. A éstos los voy a mandar al zoológico de Chapultepec desde temprano. Gente seria. Intelectuales, periodistas, amigos importantes. Ésa es mi condición.
No hubo problema para que Benito Palomera aceptara la condición de nuestro audaz mecenas, en el entendido de que ninguno de los espectadores asistentes tendría el menor conocimiento de la apuesta monetaria concertada. No se admitiría además, como regla, un final tablas. En caso de empatar la partida se disputaría otra, u otras, hasta que uno de los contendientes se alzara con el triunfo.
Además de los importantes del club de San Juan de Letrán, entre quienes se encontraban el Chato Vargas y algunos de los vencidos por Palomera en las simultáneas —Joel Rodríguez desde luego—, don Jacinto Morales invitó a ajedrecistas diletantes de su tribu y a personalidades del gran mundo de México. No conocía yo a todos pero sí reconocí al pintor Diego Rivera, al maestro Vasconcelos, a don Salvador Novo por supuesto, y al publicista Eulalio Ferrer. Eran en total como veinte los espectadores congregados esa tarde de noviembre en la biblioteca de don Jacinto Morales para un encuentro que se anunció privadamente como histórico y del que darían testimonio dos periodistas acompañados de sus respectivos fotógrafos: Panchito Rosales, por El Universal, y el llamado Duque de Otranto por Excélsior y Revista de Revistas. Ninguno de ellos sospechaba que el tête a tête entre el gran Benito Palomera y don Lucas era de apuesta. La apuesta se concretó a puerta cerrada en un saloncito vecino a la biblioteca. Sólo Imelda Serrano —quien desde luego terminó enterándose y tolerando el pecaminoso lance de su representado— y yo como amigo de don Lucas, estuvimos representes. Yo puse en el interior de un secreter que perteneció a Maximiliano los dos sobres: uno con los cincuenta mil dólares en efectivo que don Jacinto extrajo de los tomos III y IV de un Quijote de la Mancha en edición de Jackson, y otro con el cheque que firmó Imelda Serrano sobre un banco de Nueva York. Discretamente, al terminar la partida, el vencedor iría al saloncito, abriría el secreter de Maximiliano y tomaría para él los dos sobres.
La partida se anunció para las 7:00 p.m., pero se inició una hora y media más tarde por los aperitivos que se sirvieron a la selecta concurrencia y sobre todo porque a Benito Palomera le dio por revisar varios estantes de la maravillosa biblioteca de don Jacinto y por maravillarse y preguntar y repreguntar acerca de un paisaje de José María Velasco colgado en la pared principal de la pinacoteca y que a Palomera le recordaba un Corot original que tenía en su casa, dijo, un poco más pequeño, la verdad.
—Imposible —negó Salvador Novo, quien en compañía de Eulalio Ferrer acompañaba a don Jacinto y a Palomera por la pinoteca—. Corot nada tiene que ver con nuestro Velasco. Otra realidad, otra técnica.
—Para mí, el mejor cuadro de Corot —intervino Eulalio Ferrer— es una que está en el Metropolitano de Nueva York, me parece. Recuerdo de Morfontaine.
—Yo prefiero los retratos de Corot —dijo Novo—. Son menos apreciados que sus paisajes pero más intensos. La dama de la perla, por ejemplo, es una delicia de ternura. —Se volvió hacia Palomera—: Desde luego usted conoce ese cuadro, maestro, ¿verdad?
Palomera hizo un gesto afirmativo con las cejotas, pero sin duda mentía. Sonrieron entre sí Novo y Ferrer y los cuatro regresaron a la biblioteca.
Cuando Palomera y don Lucas se sentaron frente a la finísima mesa de don Jacinto, luego de rechazar las piezas de marfil esculpidas por el discípulo de Renoir y sustituirlas por unas comunes y corrientes, de pino, don Lucas se veía francamente nervioso. Se calmó un poco cuando ganó las blancas en el volado que yo mismo realicé lanzando al aire un centenario, pero en las primeras jugadas de su salida siciliana cometió un error de peón —pieza tocada, pieza movida— y quedó incómodo durante toda la partida. Ya no logró reponerse y nunca de los nuncas, para ser francos, estuvo en posibilidades de poner en peligro a Benito Palomera.
En poco más de media hora el español lo deshizo. Lo puso en evidencia. Lo mostró como un aprendiz del juego-ciencia, no como el talentoso don Lucas del club de San Juan de Letrán. En otras circunstancias se hubiera podido decir: fue una mala tarde para nuestro gran Oro Viejo, ya se repondrá en la revancha. No. Aquí no había revancha ni futuro posible. La mala tarde era una definitiva mala tarde para don Lucas.
Lo vi sudar. Lo vi jadear discretamente. Lo vi tratar de contener el ligero temblor que sacudía su derecha cuando se alzaba por encima del tablero para realizar el movimiento de un caballo y se ocultaba luego bajo la mesa, escondida como con vergüenza.
Toda la partida se antojaba una vergüenza.
—No es lo mismo jugar en simultáneas, ¿verdad? —sonrió Palomera en el momento de ponerse de pie, después de haber deslizado por las casillas negras un alfil que hacía guiños de muerte a la reina blanca de don Lucas.
Aún don Lucas tenía un par de buenas réplicas cuando Palomera lo conminó:
—No estará pensando que todavía puede hacer algo por su reina, abuelo.
—Salvarla.
—Sólo durante tres movimientos.
Don Lucas no había visto aún el futuro que le auguraba Palomera. Lo vio en ese instante, los ojos clavados en aquel quirófano mortal y una gota de sudor llorándole por la frente.
Se levantó.
—Tiene razón. Ya no hay nada que hacer.
—Doblar el rey —volvió a sonreír Palomera y giró el cuello para mirar hacia la silla de don Jacinto Morales y hacia el grupo de invitados: Novo, Ferrer, Diego Rivera, el maestro Vasconcelos a punto de aplaudir, verdaderamente admirado por el relampagueante español, como lo calificó después en un artículo.
Se había hecho un pesadísimo silencio. Palomera se frotó las cejas y me señaló el camino hacia el salón del secreter de Maximiliano.
—Vamos, Ramiro, tengo prisa.
Cuando regresé de la biblioteca don Lucas ya no estaba. Se oían murmullos, chasquidos, comentarios en voz baja. Dos meseros espigados repartían bebidas y bocadillos.
—Huyó —dijo don Jacinto Morales, más con lástima que con reprobación.
Entendíamos que era comprensible, lógica, saludable, su necesidad de estar solo. No imaginábamos que iría directo a su casa en la calle de la Palma y frente al espejo del cuarto de baño, mirando su imagen de perdedor, metería el cañón de una pequeña pistola escuadra en la boca y oprimiría el gatillo. No cumplía aún los setenta y cinco años.
—Fue una tontería, Norma —me dijo al terminar don Ramón Iturriaga de la Hoz mirándome a los ojos. Los suyos estaban empeñados por el recuerdo—. Una soberana tontería. A esa edad sólo se suicidan los cancerosos.