Capítulo VI

Norma encontró por fin la manija de la portezuela. Estaba a punto de llorar, quién sabe por qué. Tal vez de rabia, de miedo, de emoción. También ella, de repente, se sentía enamorada. Absurdo, absurdo, absurdo.

—No te vayas —le suplicó Daniel.

TRES

Norma impulsó la portezuela con toda su energía y brincó a la banqueta. Corriendo llegó hasta la puerta del edificio. Le temblaban las manos cuando buscó el llavero dentro de su bolso y no acertaba a distinguir entre las otras la llave dorada de la cerradura principal. Abrió con un empellón y no volvió la cabeza para despedirse ni para mirar siquiera hacia el camioncito de redilas de Daniel Limón.

Cuando se tiró de espaldas en su cama sintió que el cuarto comenzaba a girar porque se había subido al volantín del parque infantil de Chapultepec. Respiraba como si tuviera un fuelle dentro. Le brincaba el corazón.

Durante toda la noche, tendida sin desvestirse sobre la cama cubierta, luchó entre sueños consigo misma: unas veces regañándose por no haber huido con Daniel Limón, ¡cobarde!, y otras agradeciendo a la Virgen de Lourdes su mano extendida cuando estaba a punto de desbarrancarse por aquel precipicio que era el pecado. Ella y nadie más que ella era la culpable de haber ido a la fiesta de Paquita, y ella y nadie más que ella era la culpable de no haber tenido el valor suficiente para seguir las luces de colores del maravilloso Daniel, aunque sólo fuera por una noche.

Hasta que se levantó a la mañana siguiente con una terrible jaqueca, Norma advirtió que su padre y su madrastra no habían dormido en casa. Andarán de farra, pensó, o se habrían ido de viaje sin avisar, como la otra vez. Eso sí: tomó una doble decisión mientras degollaba las naranjas para el jugo y se preparaba una taza de café: no volver con Toño Jiménez, como ya lo había jurado, y no ver nunca más, pero nunca más, al mentado Daniel Limón. Si Toño o Daniel la buscaban cualquier día de esa o de otra semana les diría claramente, a cada uno, algo muy similar:

—Pero si ya te dije que habíamos terminado, Toñito, ¿en qué forma quieres que te lo repita?, ¡carambas!

—Eres muy simpático, tienes mucha labia y mucho charme y lo que gustes y mandes, pero no me interesas ni así de tantito, Daniel. Adiós.

Ninguno de los dos llamó a Norma esa primera mañana de sus cavilaciones. Fue Paquita Suárez quien la buscó al tercer día en la zapatería de don Günter. Al salir a la una y media se topó con la amiga y juntas fueron a comer unas tortas de pavo en Motolinía.

—Perdón que no te llamé antes —se excusó Paquita—, pero es que hemos estado todos en el jaleo.

—¿Qué pasó? —abrió los ojos Norma.

Había sucedido que esa noche de la fiesta Daniel regresó al estudio de Florentino, después de dejar a Norma en su departamento de Donceles, echando pestes de ella. No la bajaba de timorata, niña cursi, mosca muerta: furioso porque primero le diste jalón —interpretó Paquita— y a la hora de la hora el cortón inclemente. La verdad todos estábamos seguros, apenitas notamos que se hicieron humo de la fiesta, que el canijo Daniel te había llevado a su cuarto como hace con todas. Cuando regresó despotricando contra ti me di cuenta que lo habías mandado a romanear, y no me extrañó ni tantito porque te conozco mosco.

—Pues qué se pensaba el mugroso.

—Entonces que se pone a empinar el codo y a molestar a mis amigas, ¿vas a creer? Y ya se iba a armar el pleito, imagínate nomás, hasta que Florentino muy centrado le marcó el alto porque iba a dar al traste con la fiesta, le dijo, y la fiesta es de mi mujer, le dijo Florentino a Daniel. Entonces Daniel le dice: está bueno. Y que agarra y que se larga con dos amigos a seguirla por ahí, con el Chale y con Agustín, que fue el que nos contó todo. Se llevaron dos de ron, enteras, y en el camión de Daniel iban chupe y chupe. Entonces planearon pasar por las güilas de una casa de mala nota que está en Mixcoac, según nos contó Agustín, por las barrancas. Es un congal al que van todos los cuates del taller, menos Florentino, me jura y me perjura Florentino, pero vete tú a saber, manita, yo no metería la mano al fuego.

—Todos los hombres son iguales, decía mi tía Irene.

—Entonces que se van al congal. Pero como ya iban bien troles los tres en el camión, y Daniel maneja rapidísimo, a la hora de pasar por la vía del tren, porque por ahí pasa el tren que va a Cuernavaca y a Cuautla, ¿ya sabes dónde?… Entonces que van por ahí y que les toca cruzar justo en el momento en que el tren ya estaba por pasar, manita. Nomás por hacerse el muy macho, dice Agustín, este Daniel que se lanza a pasar antes, así, presumiéndoles a sus cuates, tú lo oíste cómo es de presumido, puras ganas de presumirle al Chale de su audacia y de su valor, ya iba bien trole el pobrecito.

—¿Qué pasó?

—Pues eso. Que una llanta del camión que se atora en la vía, ahí había puros hoyancos, dice Agustín, mientras el tren venía pitando. Nomás imagínate. El tren los agarró de lleno, hizo pinole al camioncito de redilas. Y sólo Agustín salió ileso. El Chale y Daniel se murieron.

—¿Se murieron?

—Sí, se murieron.

—No me vaciles, Paquita, ¿se murieron?

—Aplastados. Horrible. Ayer mismo los enterramos en Dolores. —Paquita sacó un pañuelo de rayitas—. Perdona que no te avisé, manita, pero andábamos en el puro jaleo.

Paquita Suárez tenía los ojos colmados de lágrimas y se llevaba hasta la orilla de los párpados la punta del pañuelo. Norma parecía una estatua. Se mordía la uña del índice derecho.

Ahora fue la abuela quien interrumpió las conversaciones dos viernes seguidos. El primero, llegué a Córdoba 140 con veinticinco minutos de retraso por culpa de un tráfico tremendo, era viernes de quincena, y tan pronto abrió la reja la enfermera me informó que la señora había amanecido muy mal. Fue necesario solicitar un tanque de oxígeno, llamar al médico —un tal doctor Gutiérrez—, inyectarle no sé qué. Afortunadamente reaccionó a media mañana y ya desde las cuatro se veía con buen semblante, aunque no quería hablar ni salir de su recámara; la dejó durmiendo ahora que oyó sonar el timbre y bajó a abrirme, sabía que era yo. Me ofrecía disculpas por no haberme telefoneado a tiempo pero era cierto: no se había despegado de la señora más que para pedir el oxígeno y llamar al doctor Luis Miguel Gutiérrez; no tuvo cabeza para más.

Di la vuelta con intenciones de retirarme luego de hacer un comentario cortés. La enfermera me detuvo. Podía pasar, descansar un rato, tomar un café si me apetecía, dijo con una sonrisa que me sorprendió más que la indisposición de la abuela. La enfermera me estaba sonriendo por primera vez en los cinco o seis meses que llevábamos de conocernos. Aunque no puedo acusarla de acto grosero alguno en los intercambios de palabras a que se reducía nuestro trato, su gesto casi siempre agrio me hacía suponer que le resultaba antipático. Era ella quien ponía punto final a cada sesión, siempre: subía la escalera o salía de algún cuarto de la planta alta y su sola presencia indicaba que ya debía retirarme por más que la abuela tratara de retenerme y me retuviera con su cháchara algunos minutos más. La enfermera bajaba entonces conmigo y me acompañaba hasta la reja en silencio casi absoluto. Siempre la vi con su uniforme blanco, sus medias apenas traslúcidas, sus toscos zapatos tenis; a veces se echaba a la espalda un suéter, como si fuera una capa, o se presentaba con el cabello suelto que le llegaba a los hombros. Si no fuera tan corpulenta llamaría la atención por sus ojos grandes y unos labios finísimos que ahora me sonreían por primera vez. La sonrisa le quitaba casi diez años: parecía una mujer de treinta, treintaicinco.

Me condujo por la breve escalinata hasta el porche y allí me senté. Ella desapareció unos minutos y regresó con una charola de asas: contenía un termo, dos tazas de porcelana muy delicada, con sus platitos y las cucharitas y la azucarera y las servilletas blancas, deshiladas…

Empezó hablando de cualquier cosa: del clima cálido que hacía hervir la ciudad como si estuviéramos todos dentro de una tetera, de los anticuarios que abusando de la señora se habían llevado ya, la semana pasada, a un precio de esquilmadores, una alfombra de Tetuán regalo de la Carmelita de don Porfirio al notario Jiménez, el juego de sala Biedermeier del salón blanco, los maniquíes italianos del taller de costura de doña Elvirita, el viejo escritorio de cortina del doctor. Como si diera por universalmente sabida la historia de Córdoba 140, la enfermera hacía referencia a muebles de valor, y sobre todo a personas de las que yo había recibido muy escasa información de la abuela y cuyos nombres y parentesco se me enredaban en la memoria. En realidad no hacía más que dar vueltas a temas sin importancia para ver de qué manera provocaba mis preguntas. Necesitaba mis preguntas de reportero, porque celosa de la abuela quería sentirse, como ella, la protagonista de un relato recogido por mi grabadora con toda seriedad reporteril y en vistas a convertirse en un girón de historia. Eso supuse que discurría en su interior la enfermera mientras llenaba por segunda vez mi taza de un café riquísimo que nunca había bebido en la casona.

—Me lo mandan de Jalapa, tengo parientes por allá. A la señora no le gusta.

—¿Cuánto tiempo lleva usted viviendo aquí?

—Como veinte años.

—¿Veinte años?

—Era jovencita cuando llegué. Acababa de terminar mi preparación en la Escuela de Enfermería y Obstetricia Florencia Nightingale. Ahí me conoció el doctor Jiménez Careaga. Él ya se había jubilado, y estaba muy enfermo de sus pulmones cuando nos fue a dar un curso o unas charlas, ya ni sé, sobre el cuidado a los pacientes de posoperatorio, todavía me acuerdo, figúrese, lo tengo bien clarito.

—¿Y cómo vino a dar aquí?

La enfermera sonrió y sin quitarme los ojos de encima, mirándome por arriba del filo de la taza, dio un breve sorbo a su café. Había logrado su propósito. Aunque sin grabadora de por medio, estábamos iniciando ya la ansiada entrevista.

—El doctor Jiménez me contrató para que lo cuidara. Pobrecito. Sabía que no iba a durar muchos años porque lo suyo era un cáncer de pulmón: un tumor de este tamaño. Lo operó un compañero suyo, oncólogo, el doctor Bladimiro Lapuente, pero no hizo más que provocar que el cáncer se le extendiera por todos lados y al año y medio, a los dos años, ya no se podía hacer absolutamente nada. Pobrecito. Sufrió mucho el doctor Jiménez antes de morir… En las tardes, como a estas horas, luego que le metía sus cinco miligramos de morfina, porque sólo con eso se le calmaban los dolores, se ponía a platicarme y a platicarme, no sé ni por qué.

—¿De qué le platicaba?

—De todo. De su vida. Me contaba su vida, ¿va usted a creer? Cómo fue que conoció a la señora, de jovencita, cuando él todavía estudiaba en la facultad, que entonces estaba allá en el centro, en la plaza de Santo Domingo. Pobrecito. Y como se enteró de que la señora, la muchacha ésa que le gustaba, jugaba muy bien ajedrez, él fue con un amigo ajedrecista buenísimo, campeón de no sé dónde, y le pidió que le diera un curso relámpago. Pues aprendió. Y aprendió tan bien y tan rápido, porque era muy inteligente, que se fue con la muchacha y la retó y le ganó en un dos por tres cuatro partidos al hilo.

—Él a ella.

—Sí, él a ella. El doctor Jiménez a la señora cuando eran veinteañeros. Cuatro partidos al hilo en forma brillante, me contaba. Entonces ella se pasmó de la emoción y aceptó ser su novia. Se casaron antes de que él sacara su título de médico cirujano y se vinieron a vivir aquí a Córdoba con los padres del doctor, porque los muchachos andaban muy mal de dinero, imagínese, el doctor de estudiante y ella pues nada, era de familia muy pobre. Yo no conocí en persona a los padres del doctor Jiménez, tenían años de muertos cuando llegué. El padre madrileño, era un notario de mucha fama, don Mauricio, y mamá Elvirita cosía ropa ajena: tenía su taller allá en el fondo, donde ahora es el garaje; un día lo llevo a verlo: está lleno de triques y de basura pero tiene cosas muy valiosas como los maniquíes italianos; bueno, no, los maniquíes ya se los llevaron esos negociantes abusivos, son una plaga, la verdad.

—Según me contó la señora, Toño Jiménez tenía dos hermanos.

—Cómo que Toño. El doctor Jiménez. Jiménez Careaga. Don Antonio, le decían sus gentes.

—Tenía dos hermanos. María Elena. Se llamaba la mayor, me parece, ¿no es así?

—Sí, María Elena. Tampoco a ella la conocí. Ya vivía en Madrid con su esposo, un arquitecto español. Igual se fueron a radicar a España los papás del doctor Jiménez, cuando el doctor Jiménez ya era famoso, y les dejaron esta casa para ellos solos, qué suerte: para el doctor y la señora; los heredaron en vida.

—¿Muy famoso el doctor Jiménez?

—Famosísimo. Usted debería saberlo como periodista. En sus tiempos de gloria no se hablaba en México más que de dos cardiólogos: don Ignacio Chávez, que había sido su maestro, y don Antonio Jiménez Careaga. Lo máximo de lo máximo. Pero como cirujano, cirujano del corazón y de digestivo y de respiratorio, el mejor del país y de América Latina, incluyendo Cuba, era el doctor Jiménez. Hasta de Rochester lo mandaban llamar cuando se presentaba una intervención difícil.

—Habrá ganado mucho dinero, supongo.

—No sé. Tal vez sí, aunque era muy caritativo con la gente pobre, atendía gratis al primero que se le ponía enfrente y repartía su dinero a manos llenas. Y luego, bueno, también, la de líos en que lo metió su hermano.

—Su hermano Javier.

—Jaime. Se llamaba Jaime; tenía cuatro años menos. Yo lo conocí muy de paso, justo cuando se murió el doctor. Llegó al entierro de negro riguroso y con esos lentes oscuros, como si se hubiera pasado llorando toda la noche, vaya usted a saber. Una tarde, de repente, me habló mucho de su hermano el doctor Jiménez. Estábamos aquí en el porche; él muy tranquilo, parecía haberle caído bien la quimioterapia, y que se suelta a hablar del tal Jaime. Era terrible, yo no sabía: un dolor de cabeza, pobre doctor, le sacó canas verdes su hermanito. Le entraba muy fuerte al trago y al pócar, no sé si también a la droga, pero no me extrañaría nadita. Total, que recién jubilado el doctor Jiménez, según me contó el propio doctor, se le presentó su hermano Jaime para proponerle un negocio de muchos millones de pesos. Era algo así como entrar en sociedad con una firma de laboratorios farmacéuticos: la Janssen, la Schering, la Upjohn, una de esas transnacionales enormes. No sé qué le pasó a don Antonio: si creyó de verás en el proyecto de Jaime, si solamente trató de ayudarlo, o si le entró de golpe la codicia. El caso es que invirtió todos sus ahorros, según me dijo, y hasta se endeudó hipotecando esta casa para entrar en aquella maldita sociedad que terminó resultando un fracaso como cualquiera pudo suponer desde la aparición de Jaime y que hundió económicamente al doctor Jiménez y a la señora Norma. Ya no se repusieron jamás. El hermano estafador desapareció del mapa y luego vino el cáncer y la extirpación del tumor, y la prolongada agonía de la que fui espectadora y asistente durante cuatro o cinco años, ya no sé cuántos fueron. Más que perder a uno de sus más eminentes científicos, México perdió con el doctor a un hombre bueno, sensible, honrado, tierno, dulce, leal, maravilloso ser humano. Aunque hayan pasado quince, casi veinte años, nunca terminaré de llorarlo.

La enfermera se había puesto de pie y giró el cuerpo para soslayar su figura apesadumbrada. Del escote había extraído un pañuelo azul y con él se frotaba suavemente la orilla del ojo derecho. Hizo un ruido con la nariz, para contener la humedad, mientras negaba obsesivamente con la cabeza, como si más que en el porche de la casona de Córdoba 140 estuviéramos quince años antes en la agencia funeraria donde se velaba al doctor Antonio Jiménez Careaga.

No pude evitar la pregunta obvia del reportero acostumbrado a agredir. Ni siquiera la pensé:

—¿Estaba usted enamorada del doctor?

Pensé que la enfermera me dispararía con los ojos. Se mantuvo así, a punto, unos instantes, hasta que al fin la sonrisa de sus labios finísimos le apaciguó el semblante. Descubrí que el centro de su labio superior dibujaba claramente la hendedura del corazón prototípico. Arriba temblaban unas gotitas de sudor. Daban ganas de besarla justo ahí.

Respondió tranquila.

—El doctor Jiménez sólo estaba enamorado de su esposa Norma. Jamás quiso a otra mujer, ni por asomo. Sólo a ella, a ella, a ella. Y de eso le gustaba platicar cuando nos sentábamos en estos sillones. De cómo aprendió ajedrez para conquistarla, de cómo la convenció de que se casaran antes de terminar su carrera. Se vio forzado a traerla a vivir a la casa de sus padres, pero jamás permitió que ellos o el hermano Jaime le faltaran al respeto. Le dio su lugar y se lo mantuvo. Consiguió que sus padres la terminaran queriendo como a otra hija. Le demostró siempre, a todas horas, el gran amor que un hombre es capaz de sentir por una mujer durante toda la vida, así como lo prometió frente al sacerdote el día de su boda.

Interrumpí a la enfermera. Su exaltación de la fidelidad masculina amenazaba convertirse en demagógica.

—Perdón. No le pregunté si el doctor Jiménez amaba a su esposa. Le pregunté si usted amaba al doctor Jiménez.

—¿Yo?

—No me responda si no quiere. Es simple curiosidad. Curiosidad de la buena, créame.

—¿Se me nota?

—Francamente sí.

Volvió a sentarse. Su figura corpulenta parecía ir adquiriendo esa extraña fascinación de las protuberancias que esconden y prometen los cuerpos femeninos abundantes. Se sirvió más café, aunque luego no se llevó la taza a los labios, ni siquiera le añadió el azúcar que en las tazas anteriores se había obsequiado generosamente.

—Yo era muy joven en ese tiempo, ya le dije, no llegaba a los veinticinco. Admiraba al doctor Jiménez por su fama de cirujano y de científico, y más porque me había elegido entre enfermeras más inteligentes y más capaces para que viniera a cuidarlo en sus últimos meses de vida. Había algo de trágico, y por trágico terriblemente atractivo, en una situación como aquélla, es obvio. El doctor Jiménez era un condenado a muerte y mi trabajo, mi apostolado pensaba yo, consistía precisamente en hacerle más llevaderos sus dolores y más tranquila su agonía. Qué muchacha a esa edad, ¡o a cualquier otra, qué caray!… porque sí le digo una cosa: si eso lo volviera a vivir hoy a mis cuarenta y siete cumplidos, igual me enamoraría locamente de un hombre de la talla del doctor Jiménez. Cuánto más a los veintitantos, ¿no le parece? Cuando una siente, como enfermera y como mujer, que está cuidando a su maestro, a su padre, a su dios. Era un dios para mí, eso estaba clarísimo, aunque también, más que todo, la verdad, un hombre deseado carnalmente con todas mis fuerzas.

—¿Y él se dio cuenta?

—Claro que se dio cuenta.

—¿Cómo?

—El doctor Jiménez había pasado una mala tarde aquella vez, con dolores horribles que ni las píldoras ni las inyecciones lograron aliviar. Yo subí a llevarle un té de bugambilia al saloncito de allá arriba, el que usted conoce, donde ve a la señora. Tenía los ojos cerrados y se impulsaba muy despacio en la mecedora. Me sintió llegar y sin abrir los ojos, con un simple gesto, rechazó el té. Dijo que ya se sentía mejor; bastante mejor, dijo. Le pregunté si se le ofrecía alguna otra cosa. No me respondió pero me dejó acercarme, paso a paso. Le acaricié la frente, las cejas, las mejillas, la barba que se había dejado crecer para compensar el pelo de la cabeza perdido por la quimioterapia. Un largo rato, bien largo, lo estuve acariciando hasta que el doctor extendió su mano derecha y con los ojos cerrados, siempre con los ojos cerrados, me tocó, me palpó los pechos. Esa noche terminamos en la cama, qué remedio, en la cama de mi cuarto. La señora no estaba en la casa. Se había ido por la mañana a Guanajuato, a sus cosas, y fue el doctor Jiménez, no yo, quien caminó hasta mi cuarto, enfermo como estaba; el cuarto que está allá atrás, junto al garaje, donde era antes el taller de costura de mamá Elvirita. No había anunciado su visita, pero yo lo estaba esperando luego de las caricias en la mecedora que ni siquiera fueron un manoseo fenomenal, no se vaya a creer: fue simplemente un intercambio cariñoso de dos o tres minutos a lo más. Yo le acaricié la frente, las cejas, las mejillas, la barba, y él me tocó los pechos como si fueran esponjas. Me aparté. Me despedí. Regresé después a decirle Buenas noches: desde abajo, a la mitad de la escalera, y como no respondió pensé que se había quedado dormido. Estaba dormido pero sabía yo que se despertaría unas horas después. Se despertó. Se quitó la ropa. Se puso una bata y bajó y caminó hasta mi cuarto, a un lado del garaje. Golpeó suavemente la puerta. Yo estaba desnuda en la cama y le dije: Entre, doctor. Pasamos juntos casi toda la noche, abrazados, acariciándonos, aunque no se produjo un verdadero contacto carnal, usted me entiende. Quiero decir: no hubo coito completo, pero sí mucho amor, usted me entiende. Ésa fue la única vez que estuvimos juntos: dos meses antes de que el doctor Jiménez falleciera.

La enfermera se abotonó los dos ojales altos de la blusa blanca de su uniforme. Luego vacío dentro de la taza de café ya frío tres cucharaditas de azúcar que se puso a mover y a remover, los ojos fijos en el líquido. Se levantó de golpe como si un recuerdo la hubiera asaltado.

—Voy con la señora, perdóneme un momento. A ver si no se le ofrece nada. Regreso.

—Si le parece…

—No, no se vaya, por favor, todavía es temprano. ¿Se le antoja una copa de vino?

—Estoy bien así, gracias.

—¿Una copa de vino, o más café? Tengo abierta la botella. Es un Chablis.

—No, gracias. De veras no.

Desapareció por el interior de la casa. Tardó poco en regresar al porche. Traía en la derecha una botella de vino blanco, descorchada, y dos copas en la izquierda, trenzadas de las patas por el índice y el anular. Se habían vuelto a soltar los dos botones altos de la blusa blanca del uniforme. Mostraba una sonrisa nostálgica.

—Está muy tranquila la señora. Al rato se duerme, no hay problema.

—¿Por qué me cuenta todo eso?

—¿Qué cosa?

—Su aventura con el doctor Jiménez.

—Usted me preguntó.

—No tiene obligación de hacerme caso.

—Si va a escribir la historia de la señora es bueno que sepa cosas que ella no sabe, ¿o no?

—Aunque sean mentiras… o fantasías.

—Yo no cuento mentiras. Tal vez ella sí, no sé; usted sabrá mejor.

Nos bebimos la primera copa de Chablis. Estaba muy frío, recién salido del refrigerador, y pensé en Elías Chávez: los buenos vinos no se enfrían, aunque sean blancos, de no ser el champán.

—Usted conoció aquí a la señora Norma, me imagino.

—Sí, aquí. Cuando vine a cuidar al doctor Jiménez.

—¿Se veía muy enamorada de él?

—Muy enamorada, claro, por supuesto.

—Yo tenía la impresión, por lo que usted estaba contando, que era al contrario. Que a la señora Norma le fastidiaba cuidar a su esposo enfermo, desahuciado, y por eso la contrataron a usted.

—Uy no, no, qué barbaridad, jamás quise decir eso. Si lo di a entender es un error mío, terrible. De ninguna manera, de veras. La señora estaba enamoradísima del doctor, como lo estuvo desde que se casaron, según llegué a saber… Y lo cuidaba a todas horas como si fuera un bebito. Lo acompañaba al hospital. Se estaba con él durante las radiaciones, en la quimioterapia, en las consultas. Lo quiso muchísimo, siempre.

—¿Está segura?

—Segurísima, igual que usted, no se haga. La señora debe haberle contado maravillas de su esposo… Si de algo habla conmigo, a veces, cuando está de buenas, es del doctor Jiménez: su amor inolvidable.

—No tuvieron hijos, ¿verdad?

—La señora era estéril.

—Estéril con él. Tuvo un nieto, ¿qué no? El muchacho este, reportero, Beto Conde, el de Guanajuato… por el que vine aquí.

—De esa historia no sé.

—No me diga que no conoció a Beto Conde, por Dios. Estuvimos platicando de Beto Conde la primera vez que pisé esta casa, ¿ya no se acuerda?, cuando usted me dejó entrar.

—Me acuerdo de Beto Conde, claro, pero no conozco su historia.

—Por lo que me ha contado hasta ahora la señora Norma, Beto Conde debió ser hijo de Luchita, María de la Luz, la hija que ella tuvo con su primo Lucio Lapuente, el del rancho de Guanajuato.

—Ya le dije que de Guanajuato no sé nada.

—¿De veras nada?

—Bueno, cuando la señora estaba más entera iba a veces a Guanajuato, a visitar a sus parientes del rancho. Pero a mí no me hacía comentarios. La señora nunca me ha contado cosas de su vida, como a usted. Lo poco que yo sé es lo que he visto y lo que he vivido aquí. Y lo que me platicó el doctor Jiménez sobre su familia, sobre el matrimonio con la señora… Claro, muchos de los muebles y de las cosas que se roban esos malditos anticuarios se los trajo la señora del rancho, pero más no sé.

—Ni de su nieto.

—Ay, mire, la señora le dice mhijito y mi nietito al primer chamaco que se le pone enfrente. Como no tuvo hijos, ¡y no tuvo! ¿eh?, se lo puedo jurar por la Virgen del Perpetuo Socorro, siente que el mundo está repleto de descendientes suyos… Son las fantasías de la señora, créame, por ahí le ha pegado su enfermedad: imagina, sueña historias y gente que nunca conoció.

—¿Y las fotografías?

—Las fotografías no sirven para probar nada; usted como periodista lo sabe mejor que yo. Pero vaya a Guanajuato, ándele, vaya a investigar. Hace muchos años que se vendió ese rancho y le va a costar sudores encontrar algún Lapuente o amigo de Lapuente por esos rumbos.

—¿No me acaba de decir que de Guanajuato no sabe nada?

—Eso no es saber. Son datos aislados, de oídas, sin importancia.

Bebimos la segunda y la tercera copa de Chablis.

Había amainado el calor, concluido la tarde, y la enfermera se levantó para encender la luz. El porche tenía en el centro del muro frontal un viejo arbotante de latón ennegrecido, con un foco de no más de sesenta watts que mal iluminaba el sitio. En realidad no hacía falta más para distinguir el perfil de la enfermera. Confirmé que a pesar de su corpulencia y de su andar de pronto paquidérmico resultaba atractiva quizá por eso mismo, ya lo dije: por el contraste entre la vastedad y la fineza de sus facciones: los labios delgadísimos, cortados como a navaja, y el brillo de dos ojos grandes cuya humedad permanente era imposible discernir: o los lagrimales no funcionaban bien, o el recuerdo de su romance con el doctor Jiménez había removido sus sentimientos.

Permanecimos largo rato mudos luego que la enfermera regresó al sofá de mimbre. Se escuchó a la distancia el estruendo de un pesado camión que cruzó por Córdoba y las turbinas de un jet rugiendo y desapareciendo su ruido en el crepúsculo.

—Tampoco sabe nada del padre de la señora…

—¿De don Lucas?

—Ah, vaya, sí sabe… sabe algo de su historia.

—Más que de su historia, lo conocí a él, a él mismo, aquí, en persona, en esta casa.

—Conoció a don Lucas.

—Eso es lo que me pasa, ¿no le digo?, mi peor defecto: a cada rato doy a entender cosas contrarias a lo que estoy pensando o quiero platicar. Y es por mi incultura, porque nunca me enseñaron a explicarme bien, no aprendí… ¡Claro que conocí a don Lucas! Justo por don Lucas me contrató para este trabajo de planta el doctor Jiménez, aquí en su casa. La señora lo quería muchísimo.

—Al doctor Jiménez…

—Sí, al doctor Jiménez, claro, lo quería muchísimo como le estaba diciendo hace rato. Pero también tenía que cuidar a don Lucas, y ya dos enfermos eran palabras mayores. La señora no podía atender a don Lucas y al doctor Jiménez al mismo tiempo, resultaba agotador; aunque ella decía que sí, que sí podía, que iba a cuidar a los dos, que tenía fuerzas y corazón para eso y para más, cosa que afortunadamente no le permitió su esposo, porque antes que nada él era muy considerado con su mujer. Y fue entonces cuando me trajo a mí. Se plantó personalmente en la Escuela de Enfermería y Obstetricia, y aunque la doctora Lombardo le recomendaba chicas con más experiencia que yo, el doctor Jiménez estuvo dale y dale: Quiero a la gordita, quiero a la gordita…, como me decía cuando fui su alumna. Hasta que la doctora Lombardo dejó de necear y dijo Bueno, está bien, como usted quiera, doctor, llévese a la gordita.

Mientras la enfermera desenrollaba su lengua, achispada tal vez por el Chablis, yo me puse a hacer cálculos mentales.

—Perdón. Un momento.

—Qué.

—Espéreme. Según mis cuentas, cuando usted vino a esta casa, don Lucas ya estaba muerto, por fuerza. Lo digo por lo que hace el número de años, nada más, sin pensar en lo del suicidio.

—Cuál suicidio.

—Por el número de años.

—No. Sus cuentas están mal. Cuando yo vine a esta casa, don Lucas estaba vivo. Ya era viejísimo, pero estaba vivito y coleando. Con decirle que sobrevivió al pobrecito doctor Jiménez, cómo la ve. Murió después de él, más tarde: a los ciento siete años de edad; óigalo bien: a los ciento siete.

—Don Lucas.

—Era un anciano maravilloso. En sus últimos años ya no hablaba, ya no podía caminar. Se quitaba a cada rato los lentes y quién sabe por qué razón hacía girar como remolino sus ojitos de lenteja. Horas y horas allí, en su silla de ruedas, a la mitad del jardín, frente a su mesita de ajedrez, estudiando o jugando contra él mismo, no sé, yo nunca he entendido cómo se juega el jueguito ése. De vez en cuando, la señora jalaba una silla de fierro, se acomodaba enfrente y parecían enfrascarse los dos en una partida que duraba siglos, en absoluto silencio. Yo los veía desde aquí, al lado del doctor Jiménez que estaba sentado donde está usted. Desde aquí. Y entonces el doctor Jiménez me contaba cómo él y su esposa, la señora, se trajeron a vivir a esta casa a don Lucas, cuando don Lucas se quedó por segunda vez sin mujer… Pobre don Lucas, tuvo una vida horrible. Su primera esposa, la mamá de la señora.

—María de la Luz. Luchita.

—Yo no sé cómo se llamaba la mamá de la señora, no me invente nombres por favor. Esa primera esposa de don Lucas, le estoy diciendo, se fugó o la raptaron. La raptó un general revolucionario, parece.

—A Luchita.

—La señora Norma era un bebita entonces, todavía no cumplía un año, y se quedó sin mamá porque su mamá se fugó con ese general revolucionario que le digo, llegado del norte, de los villistas que andaban de pleito con Carranza. Abelardo Iracheta se llamaba el general, ya me acordé. Ése era su nombre: Abelardo Iracheta. Se fugó ella con el general Iracheta o el general Iracheta se la llevó a la fuerza, como a usted le convenga creer; nunca se llegó a saber la verdadera versión. El caso es que a partir de ese momento ya nadie tuvo noticia alguna de la tal Luchita, según dice usted que se llamaba la mamá de la señora, aunque le decían con un apodo muy feo: la Embadurnada, la Chamagosa, algo así. Entonces don Lucas dio por muerta a su esposa, y en consecuencia su hija única, la señora, creció como huérfana cuidada, eso sí, por una tía, hermana de don Lucas, de nombre Imelda, o Inés, o Iliana, sepa Dios. Hasta que don Lucas volvió a casarse, esta vez sí con una verdadera santa, al decir del doctor Jiménez. Una monja del Sagrado Corazón, una Santa Teresita del Niño Jesús, así era de buena la segunda esposa de don Lucas llamada Carolina Garza, me parece, aunque la señora Norma la odiaba con toda su alma y todavía ahora, en sueños, dice cosas horribles de su madrastra Carolina: simplemente por el hecho de ser su madrastra, cosa muy explicable a mi entender, porque para una chamaca como era entonces la señora a los catorce o quince años, toda frágil, toda mocha, tener una madrastra y haber tenido como madre a una casquivana capaz de fugarse con el primer general villista que pasa a caballo por el mero centro de la ciudad, es el peor castigo con que Dios nuestro señor puede ensañarse contra una criatura inocente. Lo que quiero decir con todo este alegato es que el matrimonio de la señora con el doctor Antonio Jiménez Careaga, a quien Dios tenga en su santa gloria, fue la mismísima salvación eterna para la señora. El doctor Jiménez le dio tanta alegría y tanta vida a su compañera que desde recién casados la señora dejó de pensar que su madre Luchita se había fugado con el general Iracheta y admitió por fin las virtudes de doña Carolina Garza. Por desgracia esta santa madrastra murió de tifoidea justo cuando la señora estaba empezando a quererla de verdad. Entonces el doctor Jiménez le ofreció a su mujer, le propuso mejor dicho, traerse a esta casa a su suegro, al desconsolado don Lucas, moralmente desbaratado por la muerte de su segunda esposa doña Carolina. Don Lucas oyó la propuesta, lo pensó un poquito, se limpió una lágrima con la punta del pañuelo y ya está: se vino a vivir aquí sin problemas, como usted debe comprender, porque la casa es grandísima, pueden vivir al mismo tiempo varias familias sin estorbarse. Pues aquí vivió don Lucas durante añales. Aquí se hizo viejo, viejísimo, hasta su muerte, cuando acababa de cumplir ciento siete años como le decía, y su hija, la señora, ya tenía para entonces como setenta y pico. No sé muy bien cuántos. No me haga caso. Soy tonta para medir los años y para sumar y restar números. Lo que sí digo es que muerto el maravilloso doctor Jiménez y muerto después don Lucas, el ancianísimo padre de la señora a quien nunca, por cierto, escuché pronunciar una sola palabra, ¿va usted a creer?, una sola palabra no le escuché, estaba mudo ya de tan viejo, ¿va usted a creer?; muertos los dos varones de la casa pensé, me dije: ya nada tengo que hacer aquí. Era el momento de agarrar mis cosas, hacer mi maleta, irme. Pero me quedé. Me quedé porque la señora empezó a enfermarse de la edad. Alguien necesitaba cuidarla, ¿o no? Alguien.

—Sí, alguien.

—¿Está usted de acuerdo?

—Estoy de acuerdo, claro.

—Eso hice.

—Muy bien.

—No podía hacer otra cosa.

—Hizo lo debido.

—¿De veras lo piensa?

—Por supuesto. Hizo lo debido.

—Gracias. Muchas gracias, joven.

Me puse de pie. Habíamos agotado la botella de Chablis y empezaba a punzar en mi cabeza, de lado a lado, una de esas terribles migrañas que me tumbaban por horas en la cama y por las que María Fernanda me insistía en visitar al doctor Iglesias, mandarme hacer una resonancia magnética, atenderme a la mayor brevedad, no vaya a resultar un tumor, Dios no lo quiera. Me sentía en ese instante, sobre todo, desinteresado ya de aquel amasijo de anécdotas en las que muy poco o nada me parecía verdadero.

—Ya le conté lo que quería saber —dijo la enfermera.

Sonreí con un gesto cajonero como para despedirme. Levanté el portafolios, me moví hacia los escalones del porche. Entonces la enfermera me detuvo del brazo presionando con agudeza el huesito de mi codo; estuve a punto de lanzar un gemido.

—¿Puedo preguntarle algo? —dijo.

—Qué. —Me solté de su pinza.

—¿De dónde sacó esa barbaridad?

—Cuál barbaridad.

—Lo del suicidio de don Lucas.

—El arzobispo de Parangaricutirimícuaro se quiere desarzobisparangaricutirimicuarizar, el que lo desarzobisparangaricutirimicuarizare será un buen desarzobisparangaricutirimicuarizador.

Riéndose con toda su bocaza desportillada, horrible, la abuela estaba haciendo pendular nuevamente su mecedora. Parecía feliz de verme rabiar otra vez, como todos los viernes, ante su latosa manía de interrumpir a medio curso sus relatos con esos juegos de lenguaje que apasionaban a María Fernanda cuando escuchaba las cintas. (Perdón. Rectifico. Suspendo. Abro un paréntesis porque María Fernanda está leyendo este párrafo y dice que no. A ella le interesaron en un principio los galimatías de la abuela —hasta inició un análisis semiótico, como ya dije—, pero no estos trabalenguas ni los insulsos jueguitos de palabras en que derivó después. Ésos la decepcionaban, me dice María Fernanda. Y cierro el paréntesis)

—La madre godabre pericotabre tarantantabre fue con sus hijos godijos pericotijos tarantantijos al monte godonte pericotonte tarantantonte a cazar una liebre godiebre pericotiebre tarantantiebre.

Volvió a reír, qué fastidio. Sus ojos ágata brincaban como rebotando tras los lentes de botella. Me pidió una copita de coñac. Se había fatigado con los trabalenguas.

—Así que estuvieron platicando, ¿eh? Mientras yo me moría, ustedes plática y plática. —Dio un pequeño sorbo a su coñac después de levantar en brindis el pequeño cubo.

—Sólo ese viernes —me disculpé.

—De mi nieto.

—No, de eso no. La enfermera duda que Beto Conde haya sido nieto de usted.

—¿Duda?

—No cree. Eso me dijo.

—Qué puede saber la pobre —resopló la abuela al tiempo que dificultosamente trataba de ponerse de pie.

Me precipité a ayudarla. La sostuve del brazo derecho y la impulsé hacia arriba mientras ella se afianzaba a la mecedora que también detuve, con la pierna. Luego le puse la mano en el mango del bastón que me solicitaba con ademanes.

—Vamos abajo —ordenó.

—¿Quiere que llame a la enfermera?

—Tú nada más. Qué. ¿No eres capaz de ayudarme?

Asentí mientras desconectaba la grabadora y emprendía las acciones necesarias para llevar conmigo, a toda prisa, los útiles de trabajo: mi portafolios, la libreta de argollas, la grabadora por supuesto.

La alcancé cuando empezaba a bajar por la suntuosa escalera pero rechazó el apoyo de mi mano. Con la izquierda se sostenía del barandal y con la derecha empujaba enérgica el mango del bastón cuya punta iba clavando peldaño tras peldaño. Era la primera vez que la veía fuera del salón verde, lejos de su mecedora.

—Beto Conde era hijo de Luchita —empezó a decir al bajar—; mi pobre Luchita mhija linda. Se encandiló con un gigantón que vivía en León y trabajaba con el cuero para hacer botas, zapatos, guantes de beisbol. Él era beisbolista, primero en la liga del Bajío, con los Talabarteros de León, y luego jugó profesionalmente con los Diablos Rojos del México, en la Liga Mexicana.

—¿Y era bueno para el beis?

—Malo como jugador de cuadro y como, como… ¿cómo les dicen a los que juegan hasta mero atrás?

—Jardineros.

—No no. Los que juegan mero atrás.

—Fílders. El cénter fílder, el rait fílder…

—Eso. Fielders —pronunció con perfecto inglés.

La abuela se detuvo en el último tramo de la escalera. Nunca la había visto tan de cerca; su piel encarrajuda por surcos profundísimos que se iban convirtiendo en nudos al llegar a su largo cuello de gallina cocorera. A treinta centímetros de distancia se antojaba una vieja de noventa y nueve años, no de los ochenta y pico que mis sumas y restas le calculaban. Tal vez tenía ya los ciento siete a los que llegó su padre cuando se murió de eso, de pura vetustez, de ancianidad, si es que de veras don Lucas se murió de ciento siete; tal vez la profusión de vidas de la abuela, si es que de veras hubo tal profusión, amontonó edades en un solo cuerpo, de tal manera que esa vieja sumaría no ya los cien verosímiles años de su apariencia, sino los doscientos o trescientos de una existencia con suerte interminable.

Pensé en Beto Conde. Recordé su rostro alumbrado a media noche por un rebote de luz neón sobre la mesa larga de la redacción y traté de encajarlo en el rostro ligeramente cetrino de la abuela. Se parecían muchísimo sin duda, al menos en mi recuerdo. Volví a leer el grito de la libreta azul de taquigrafía, el Avísenle a la abuela que me metió en esta aventura de la que renegaba a veces cuando me dirigía a Córdoba 140 en lugar de aprovechar mi viernes libre en la Cineteca, en el dominó del Chamaco, en mi casa con María Fernanda, ¡carajo, qué estoy haciendo aquí en lugar de estar cogiendo!

—Era fielder de los Diablos Rojos del México y muy bueno con el bat. Se llamaba Heriberto Tonina Conde. Pobre de mi Luchita mhija linda, se murió antes de tiempo.

—¿Se murió su hija?

—Todos se mueren antes que yo.

—¿Su hija o el beisbolista?

—Todos.

—¿También Lucio Lapuente?

La abuela se acercó a milímetros como para hablarme en secreto, a la oreja.

—Tuve otro nieto, para que te enteres, shhh. Beto Conde no fue el único, tuve otro: varoncito. Pero nació down.

—¿Niño down?

—Sí, down.

—Por eso ayuda usted a las escuelas especiales.

Pareció sorprenderse. Habíamos llegado ya a la planta baja y la abuela se soltó del remate del barandal para girar hacia mí.

—Quién te dijo.

Me turbó. Me sentí en pecado. No supe cómo rectificar.

—Cómo lo sabes.

—La enfermera —confesé al fin, alzando los hombros—. Me dijo que el candil que estaba por allá —y señalé hacia la sala grande, borrosa en la penumbra— era una donación para una escuela de niños down. Eso me dijo. ¿Tiene algo de malo?

—Voy a tener que prohibírtelo.

—Prohibirme ¿qué?

Encendió la luz de la sala casi al mismo tiempo en que levantó el bastón como para señalar algo. Qué. Empezó a batirlo en el aire, a la derecha, arriba, insegura como si de pronto hubiese olvidado a dónde pensaba dirigirlo. Se golpeó con los nudillos la boca cerrada, en un gesto muy suyo, y también meneó la cabeza de aquí para allá.

—¿De qué estábamos hablando?

—De su nieto. De Beto Conde… De su yerno beisbolista.

—No no, antes. Mucho antes.

—De su padre.

—¿De papá?

—De una partida de ajedrez de don Lucas.

—¿Qué te dije?

—Nada. Se puso a decir trabalenguas.

—Ah, sí… —La abuela sonrió con el gesto aliviador de quien recobra la memoria. Me golpeteó la pierna con el bastón: Ven para acá.

Avanzamos hasta la mesita de ajedrez que había llamado mi atención desde la tarde de mi llegada. Era una mesa de muy fina madera sin duda, cuyas cuatro patas se entretenían en retorcimientos y en enroscaduras afrancesados antes de caer sobre el piso convertidas en garras de águila. En la superficie —que daba espacio a un reloj de competencia con sus dos carátulas y sus botones interruptores, lo mismo que a las piezas sacrificadas durante la partida y a dos cuadernillos de anotación apuntando respectivamente al norte y al sur— se implantaba la cuadrícula blanquinegra de un tablero empotrado de mármol. Las piezas eran de diseño tradicional pero de ébano, averigüé después.

—¿Sabes ajedrez?

—Un poco.

Dije un poco aunque en realidad no era un mal aficionado. Mi tío Bernardo me regaló mi primer tablero cuando cumplí ocho años y en la prepa cinco gané un campeonato de preparatorias oficiales. Ahora jugaba de vez en cuando en el café de la librería Gandhi, antes en la Casa del Lago, y ganaba y perdía al parejo. Mi mayor hazaña fue un jaque mate maravilloso al poeta Homero Aridjis, luego de una larguísima entrevista que le hice sobre la mariposa monarca para el suplemento cultural de Armando Ponce. Pero eso fue hace más de cinco años.

La abuela apuntó hacia el tablero con el bastón:

—El momento decisivo.

La partida andaba en su último tercio con las negras arrinconadas en su área, a la derecha del tablero. Llamaba la atención —lo distinguí de un golpe de vista desde el primer día— la incomodidad del rey negro, en jaque por el único caballo de las blancas. Ya no había reinas. La ventaja parecía de las blancas.

—Tú llevas las negras. ¿Qué haces?

—Ni idea —respondí.

La abuela me impulsó con su garra derecha a que tomara asiento en el lugar de quien llevaba negras. Ella permaneció de pie. Insistió:

—¿Cómo te quitas ese jaque?

—No sé, la verdad.

—Cómo que no sabes. Piensa, no seas flojo. Concéntrate. Tómate el tiempo que necesites.

No era fácil pensar, ni concentrarse, teniendo a mis espaldas a la abuela en su papel de maestra-genio capaz de reprobarme sin misericordia.

—Concéntrate, concéntrate.

Sí, la ventaja del caballo blanco sólo admitía dos reacciones: o arrimar el rey jaqueado hacia la torre —no hacia un peón tejedor que estorbaba por ahí— con la esperanza de organizar un contrataque, o comer el caballo jaqueador con el alfil negro sobre negras, que a su vez sería comido después por la torre blanca; es decir: un cambio de piezas: caballo blanco por alfil negro.

Lo dije:

—Una de dos: o arrimar mi rey hacia la torre, o comerme el caballo.

—Exacto, muy bien —aprobó la abuela—. Ésas son las únicas respuestas inteligentes. ¿Cuál escoges?

Luego de tantos viernes oyendo hablar de proezas ajedrecísticas, no ponía en duda que la abuela fuera jugadora de primerísimo nivel. No me estaba tomando el pelo. Me ponía a prueba porque necesitaba medirme —sepa Dios con qué intenciones—, aunque no se daba cuenta de que mi nivel de aficionado me impedía calcular jugadas en frío. Si de pronto yo conseguía buenas partidas en la Gandhi o como aquella contra Homero Aridjis, era no por mi ánimo calculador, sino por esa bendita inspiración que brota al calor mismo del juego, por los jaloneos psicológicos entre los contendientes, por las descargas de adrenalina, por el orgullo de ganar frente a una chica que me está viendo y admirando. En frío sólo ajedrecistas como la abuela Norma o como los campeones internacionales puede resolver problemas de manera brillante.

—Creo que lo mejor es comerse el caballo blanco —dije después de cinco o siete minutos de concentración.

—¿Por qué?

—Porque un caballo metido ahí, en el nudo de la batalla, sobre el enroque, es muy peligroso a estas alturas del juego. Luego se van a echar encima las torres, los peones con ganas de coronar.

—¿Entonces?

—Lo mejor es comerse el caballo blanco —repetí.

La abuela tensó una esquina de los labios en un gesto que no pude calificar como sonrisa. Enseguida, mientras tomaba asiento en la silla del jugador de blancas y apoyaba el mango del bastón en el filo de la mesa, cerca de las piezas desechadas, dijo suspirando:

—Eso mismo pensé yo aquella noche.

CUATRO

Don Lucas trató de salvar de dos trancos los cuatro escalones del porche pero se tropezó en el remate del último y cayó al suelo, cerca de la mano inútilmente tendida de Norma que no alcanzó siquiera a tocarlo. Uno de los cristales de sus anteojos de miope se estrelló al chocar contra el mosaico del piso, y la mano izquierda con la que intentó detenerse se luxó a la altura de la muñeca.

Norma pensó que su padre estaba ebrio (ya volvió a beber, ¡maldita sea!, no te digo) y por un instante deseó que se hubiera quebrado de veras la mano o que un trozo de cristal lo hubiera dejado ciego en castigo por la traición a sus promesas. Pronto descubrió, con alivio, que no, que su padre no andaba ebrio, al contrario: era tanta su emoción y su deseo de llegar pronto hasta su hija que intentó subir de dos trancos los cuatro escalones del porche, como si fuera un muchacho, y cayó de bruces, lastimado, definitivamente ridículo.

—Ora sí ya estoy viejo.

Mientras Norma le vendaba la muñeca en el cuarto que años atrás perteneció a Jaime Jiménez, el hijo problemático de doña Elvirita y del señor notario don Mauricio, don Lucas expuso a su hija las razones de su emoción. Proveniente de San Francisco, donde se había enfrentado a Émile Jakobson, el más peligroso rival del campeón del mundo Mijail Botvinnik, estaba pronto a llegar a la Ciudad de México el célebre gran maestro internacional Benito Palomera, un joven español de veinticinco años, natural de Santander. En el Internacional Palace de San Francisco, luego de empatar ocho juegos de una ronda de quince, Palomera había terminado venciendo a Jakobson por cuatro partidas a tres.

—La última fue de alarido, aquí la traigo anotada. Jakobson abrió con la siciliana, imagínense, y trató de sorprender al español yéndose al cambio desenfrenado de piezas, como si estuviera jugando pin pon. El español lo dejó llegar, le respetó hasta lo último la iniciativa, al grado de ofrecerle su torre a cambio de un mugroso alfil. Jakobson aceptó sin pensarlo, parecía muy ventajoso el cambio, pero eso lo descolocó y cuando menos lo pensábamos todos los ahí presentes, el mismo Jakobson incluso, el españolito se fue puje y puje y coronó su peón negro envenenado. Hubieran visto qué tenacidad, qué decisión la de este Benito Palomera.

Quien así narraba el acontecimiento acaecido en San Francisco era Ramoncito Iturriaga, el nuevo presidente del club de San Juan de Letrán. Inteligente, buen jugador a los cuarenta y dos años de edad, aunque nada notable, nada del otro mundo, Ramoncito Iturriaga había obtenido tan honroso cargo a raíz del fallecimiento del viejo presidente del club, muerte que lastimó muchísimo a don Lucas.

No faltó en la cofradía de ajedrecistas capitalinos quien propusiera justamente a don Lucas como sucesor del viejo presidente, pero fue don Lucas el primero en rechazar cualquier posible candidatura.

A él le importaba el ajedrez, no la política del ajedrecismo —sentenció, inventando la palabra—. Aunque se tratara de una política noble como ésta, era al fin de cuentas política, y no. Él no. Cómo arrogarse además el puesto y la memoria de su queridísimo amigo a cuyo tesón se debía el engrandecimiento del respetado club.

Las propuestas recayeron entonces en dos candidatos: Simón Reveles, hijo del poeta Reveles también ya fallecido, y este Ramoncito Iturriaga, que gozaba del padrinazgo decidido de don Jacinto Morales. El excéntrico don Jacinto Morales no se había vuelto a parar en aquel segundo piso remodelado gracias a sus donaciones desde el brutal descalabro sufrido frente al juego relampagueante de don Lucas, unos trece o quince años atrás, ¿lo recuerdan? No obstante, seguía subvencionando al club con generosas partidas de dinero cada vez que la cofradía le lanzaba gritos de auxilio. El excéntrico diletante estaba muy viejo, se decía en el medio, casi ciego y paralizado de las piernas a causa de una artritis que le estaba convirtiendo los huesos en charamuscas. Seguía jugando en la intimidad de su mansión, casi siempre con sus mismos invitados extranjeros, tan excéntricos como él, y ya no se dejaba mirar ni en las recepciones de las embajadas europeas a las que fue en un tiempo tan adicto. Ahora moraba como un ermitaño forrado en oro, pero ermitaño al fin, en la cueva de ese estrambótico palacio en la prolongación del Paseo de la Reforma.

En las elecciones para presidente del club de San Juan de Letrán el apoyo de don Jacinto Morales a Ramoncito Iturriaga fue definitivo: De los 61 votos emitidos por los miembros activos, 58 fueron para Ramoncito y solamente 3 para Simón Reveles; uno de esos tres, por cierto, así se supo, del veterano don Lucas. Ramoncito celebró su aplastante victoria con una cena-bufet en el salón del club a la que asistió don Lucas, un poco a regañadientes, acompañado por Norma y el doctor Jiménez. Dada la fama pública del connotado cirujano y cardiólogo, la presencia de Antonio Jiménez en el festejo dio singular relevancia a la toma de posesión de Ramoncito. Así lo registró un breve texto aparecido en Excélsior —con una foto posada de Ramoncito, Jiménez y Norma— en el rincón dedicado a las noticias de ajedrez, al final de la sección deportiva.

Norma no había conversado antes con Ramoncito Iturriaga. Lo conocía a distancia, de verlo jugar en el club algunas de las dos o tres tardes al mes en que Norma acompañaba a su padre —ahora que su padre vivía ya con ellos en Córdoba 140— y no sospechó entonces que pudiera ser un hombre tan avispado, tan vivaz, tan divertido. Desde luego la euforia de esa noche le daba un encanto especial, aunque de cualquier forma y bajo cualquier circunstancia Norma hubiera terminado convencida —lo dijo Norma—, en oposición a su padre, de que Ramoncito imprimiría al club una notable vitalidad: tenía ideas, propuestas, un gran entusiasmo sobre todo. Lo demostró pronto. A los tres meses Ramoncito había organizado ya un curso de ajedrez para principiantes, otro de perfeccionamiento y actualización para veteranos, y un programa de colegios de primaria y secundaria donde el ajedrez se proponía como materia optativa pero validable, al nivel del taller de modelado, del taller de electricidad, del taller de teatro. Ramoncito también organizó torneos y viajes de intercambio con ajedrecistas cubanos y argentinos, y de él fue la idea de traer al club de San Juan de Letrán al celebérrimo Benito Palomera, el español que asombraba al mundo.

Como después de su presentación en el Internacional Palace de San Francisco, Palomera quería darse una vuelta por México para conocer Xochimilco —eso dijo a Linda Foreman, reportera del San Francisco Herald— Ramoncito entró en negociaciones con Imelda Serrano, la agente de Palomera —una mujer hombruna y racista, dura de carácter—, para conseguir una presentación del español en el club de San Juan de Letrán.

Ramoncito Iturriaga proponía que durante día y medio Benito Palomera se enfrentara a tres grandes ajedrecistas mexicanos en rondas individuales de tres partidas en una. El jueves en la mañana jugaría contra Mario Campos López, un jovenzuelo, casi adolescente, que acababa de resultar subcampeón en el torneo caribeño celebrado en Caracas. El jueves en la tarde jugaría contra don Lucas, la estrella del club de San Juan de Letrán, y el viernes por la mañana o por la tarde competiría contra el teniente coronel José Joaquín Araiza, nuestro campeón nacional.

Imelda Serrano interrumpió a Ramoncito con una fingida carcajada, estruendosa y grosera. No. No necesitaba siquiera plantear esa propuesta a Benito. Conocía su respuesta de antemano. Ella misma contestaba por él, ahora. Sabían, sí, de muy buena fuente, del tal José Joaquín Araiza, el campeón de México. Era un jugador de muy buen nivel, pero…

—Pero por Dios, señor Iturriaga, está muy por debajo del nivel de Benito —chilló la Serrano—. Benito no puede sentarse en un tablero y jugar individuales, de tú a tú, con principiantes.

Y si para Imelda Serrano el campeón de México le parecía un principiante, qué decir de don Lucas y de Mario Campos López.

—Imposible, señor Iturriaga.

Ramoncito se tragó su propuesta —ni siquiera contaría luego el incidente a los consejeros del club— y aceptó la propuesta que le hizo a cambio Imelda Serrano. Aceptó que Benito Palomera se presentara en el club de San Juan de Letrán sólo por una tarde, la tarde del viernes cuatro, y en plan de exhibición. Jugaría en simultáneas con un máximo de quince competidores mexicanos. Por esa única presentación Ramoncito Iturriaga se comprometía a pagar una cantidad altísima, fijada en dólares, que los miembros del consejo consultivo jamás conocieron porque Ramoncito Iturriaga ejerció su derecho a mantenerla en secreto: no se pagaría con los fondos del club, se pagaría —y se pagó— con un donativo especial de don Jacinto Morales, quien sólo pidió a cambio ocupar uno de los quince tableros de las simultáneas.

Por desgracia —y vale decirlo de una vez— don Jacinto Morales sufrió un agudo ataque de artritis la víspera de la exhibición y se vio obligado a quedarse en su palacio retorciéndose y llorando por los fortísimos dolores, o tal vez, también, por la perdida oportunidad de jugar con un genio de los tableros.

Diez de los quince tableros para las simultáneas con Palomera fueron dirimidos en una competencia capitalina, siguiendo el sistema suizo a cinco rondas, y los otros cinco se ofrecieron a los mejores jugadores del club encabezados, desde luego, por don Lucas, de la categoría de los Oro Viejo, como se clasificaba en México a jugadores estrella que no habían optado por los títulos de grandes maestros o grandes maestros internacionales de las federaciones extranjeras.

Pero don Lucas estaba furioso. Él había soñado, se había preparado, se había hasta luxado la mano izquierda de la emoción, pensando en que jugaría frente a frente contra el retador de Botvinnik. Lo daba por un hecho y ahora Iturriaga le salía con esta cantaleta; pues qué se está creyendo este alzado, carajo, gritó y manoteó. Por muy cerca que estuviera del campeonato mundial, el pinche gachupín no tenía derecho a menospreciar a los ajedrecistas mexicanos, ni al buenazo de Araiza ni al Marito Campos ni a mí, qué chingados, cómo de que no.

—No es desprecio, don Lucas —mintió Ramoncito—. Entiéndame bien. Es cosa de la Federación Internacional. Palomera estaría feliz jugando individuales con Araiza, con usted, con gente de la que tiene noticias —siguió mintiendo—. El problema es la Federación Internacional. En competencias como ésta, no programadas por la Federación Internacional, el señor Palomera tiene prohibido jugar individuales de motu proprio, tiene que sujetarse a las reglas de la Federación.

—Y desde cuándo inventaron esas reglas estúpidas. Capablanca y Lasker y Alekhine jugaban con quienes les daba su gana, no faltaba más.

—Son reglas del último congreso, don Lucas —mintió Ramoncito por última vez—. El señor Palomera no tiene la culpa.

Norma se empeño en convencer a su padre:

—Qué pierdes, papá, qué pierdes.

—Es asunto de dignidad —manoteó al aire don Lucas.

Estaba en el amplio comedor de Córdoba 140. La mesa larga, para doce, ocupada sólo por tres. Verónica la sirvienta llegaba y se iba con los recipientes y platones de la sopa de cebolla, el arroz blanco con rajas, las alcachofas, los pulpos en su tinta, el flan riquísimo.

Cuando llegó la hora del flan riquísimo y el cafecito, terció Antonio Jiménez:

—Anímese, suegro, usted lo puede hacer pedazos.

—En simultáneas no es ningún mérito. Si se pone a jugar contra quince es natural que alguien le gane.

—No es tan fácil, papá, no lo conoces —habló Norma—. Este Palomera es de veras bueno. Lleva cuatro exhibiciones de simultáneas en que no pierde un solo juego.

—No es cierto.

Norma estiró el brazo hacia el mueble que estaba atrás y tomó una libreta. Extrajo el recorte de una página de revista.

—Es de Gambito, mira. Me la dio Ramoncito Iturriaga. —Leyó—: Simultáneas en Barcelona. Contra veinticinco, Palomera ganó veinticinco partidas y empató una. En Milán. Simultáneas contra veinte. Ganó veinte, sin empates. En Lisboa, hace dos meses. Simultáneas contra veintidós, Ganó dieciocho, cuatro le hicieron tablas. Y ahora en San Francisco.

—En San Francisco qué —gruñó don Lucas.

—En San Francisco, después de ganarle a ese Jakobson, jugó simultáneas de exhibición. Ganó quince de las quince. Nadie le hizo tablas siquiera. —Norma terminó su última porción de flan riquísimo—. No pierde, papá. Palomera no pierde nunca.

Don Lucas encendió un largo puro, de los que le enviaban de Guanajuato, mientras Toño Jiménez contenía una sonrisa porque se daba cuenta que su suegro estaba cayendo en la tentación activada por Norma. Lamentaba el médico levantarse de la mesa, pero tenía una cita urgente en el Hospital de Jesús.

—Debe estar jugando contra aficionados —rezongó don Lucas—. Para hacerse publicidad.

—Son clubs de primera, papá, de primerísima.

Y si quieres te consigo la revista. Se la mandan a Ramoncito de Barcelona. Ahí traen todos los juegos de Palomera en los últimos torneos, ya los vi. Es de veras un genio, te lo juro.

Se levantaron de la mesa sin que don Lucas mostrara haber tomado una decisión. Toño Jiménez le palmeó el hombro derecho antes de avanzar a grandes zancadas hacia la puerta donde ya lo esperaba su impaciente chofer.

—Volvieron a hablar del hospital, doctor.

Esa noche, en el salón verde de la planta alta, don Lucas detuvo a Norma cuando cruzaba rumbo a su recámara. Desde la mecedora la prendió de la mano.

—Voy a jugar las simultáneas, pero con una condición.

Norma adivinó en los ojos de su padre la condición. Completó don Lucas, después de la pausita:

—Que tú también juegues.

—Ay no, papá, cómo crees —respingó Norma de inmediato. Y se soltó de la mano que la detenía—. Yo estoy entumida, ya hace mucho que no me pongo a jugar en serio.

—En simultáneas, una jugadora como tú lo puede descontrolar fácilmente; con tu chispa, con tu inventiva… Tú tienes más imaginación para el ajedrez que todos los del club juntos, ésa es la pura verdad.

—Jamás, papá, no estoy loca. Jamás. Pero si quieres, para que veas, me siento a tu lado y te digo lo que me va pareciendo el juego.

Así se hizo.

El amplio salón del club se hallaba pletórico aquella tarde-noche de noviembre. Había llovido desde el mediodía y algunas calles del centro —Motolinía, Bolívar, Palma…— volvieron a encharcarse por las tardías tormentas de otoño y más por el mal drenaje que el regente Casas Alemán no lograba restaurar. Los socios del club y los espectadores espontáneos, varones en su mayoría, arribaban al segundo piso cerrando paraguas y buscando un guardarropa inexistente donde dejar sus gabardinas empapadas. Se veían obligados a conservarlas dobladas en la percha del brazo o en el respaldo de una silla próxima, si es que alguna encontraban libre a esa hora, a punto ya de ocurrir el acontecimiento.

Cuando el reloj de pared marcó las siete y cuarto —la cita era a las siete en punto— el local no admitía más gente. Don Tacho el portero, auxiliado por dos compadres fortachones, marcó con su presencia y su continuo atajamiento un punto final, y no se permitió la entrada a más público. Unos minutos después fue necesario incluso cerrar las puertas, entre las protestas de los rechazados. Sólo se abrieron un par de veces para dar paso como anguilas a tres reporteros y un fotógrafo que llegaron tarde y a codazos se hicieron camino hasta el cerco de mesas, en forma de U, donde se habían dispuesto los quince tableros con sus respectivos quince batallones de negras y de blancas: las blancas siempre para el protagonista de la exhibición —pequeña tradicional ventaja— quien recorrería tablero por tablero, caminando por el perímetro interno de la U y respondiendo a cada embate de los rivales.

Acompañado por la hombruna Imelda Serrano y por el sonriente Ramoncito Iturriaga, el gran maestro internacional Benito Palomera llegó al club pasadas las siete y media. Pese a que se hospedaba relativamente cerca, en el Hotel del Prado de Avenida Juárez, el tráfico perturbado por las inundaciones motivó el retardo que a nadie pareció importar cuando vieron al español subir las escaleras. Fue recibido con un aplauso tan largo y tan fuerte como la expectación que generó el dinámico Ramoncito en los ambientes ajedrecísticos y en la socialité capitalina. Aunque pocos sabían de la existencia del campeón santanderino antes de su arribo a México, tanto se habló y se escribió de su personalidad en el radio y en la prensa que como a una personalidad ameritaba recibirlo y presentarlo. Lo presentó Ramoncito Iturriaga, desde luego, machacando la calidad de Benito Palomera como rival próximo del campeón mundial Mijail Botvinnik y haciendo pensar a la mayoría que el español no era solamente el único ajedrecista en el mundo a la altura de Botvinnik, sino su seguro victimario. Por tanto significaba un honor inconmensurable —reflexionó en voz alta Ramoncito— que este campeonísimo visitara México donde el ajedrez se está volviendo una religión y accediera a derrochar su talento en una múltiple partida en simultáneas contra quince de los mejores ajedrecistas de nuestro país.

En el centro interior de la U de mesas Benito Palomera permanecía con la vista gacha, humilde, mientras Ramoncito lo empapaba de epítetos, como la lluvia afuera. Era Benito un joven alto, muy delgado; cejijunto de cejas muy espesas, aunque rubias, lo que suavizaba el ceño continuamente fruncido como de gente importante.

—Pinche gachupín, se cree la divina garza —se oyó apenas una voz a espaldas de Norma—. Ojalá y le ganen todos.

Norma giró la cabeza y descubrió a un joven de ojos verdes que le recordó al Toño Jiménez de quien se enamoró allí en el club hacía como doce, como trece años. El joven buscó la sonrisa cómplice de Norma pero ella no aprobó el retobo: la hija de don Lucas sentía genuina admiración por un ajedrecista que había llegado a alturas inalcanzables para la mayoría de los profesionales del juego-ciencia. Eso demostraban sus partidas consignadas en revistas y libros de ajedrez, y eso fue demostrando Benito Palomera en las primeras nueve vueltas que dio frente a los quince tableros de sus rivales.

No, que no le ganen todos —se dijo mentalmente Norma para contradecir al joven majadero—. Que sólo mi padre le gane —deseó.

Jugaba rápido Benito Palomera. Recorría de derecha a izquierda tablero por tablero y de un solo vistazo detectaba el movimiento realizado por el enemigo en turno; entonces se pasaba el índice por la frente y casi sin detenerse, como si aplicara un script aprendido de memoria, movía una de sus blancas, un peón, el caballo, un alfil, para enseguida avanzar hacia el siguiente tablero donde se repetía el ademán, el gesto, la desestima del rival que volvía a clavar los ojos en la telaraña de las piezas modificada ahora por la nueva posición de las blancas, siempre amenazantes.

A vuelta y vuelta de Benito Palomera empezaron a caer los rivales. Y no es que fueran ajedrecistas bisoños. De los quince en simultáneas figuraban por lo menos cinco de primer nivel. Ninguno con título de gran maestro internacional como Palomera, pero sí con una calidad indiscutible demostrada en torneos nacionales y latinoamericanos: dos fueron finalistas en el último torneo de Buenos Aires; otro, Gamaliel Santamaría, era nada menos que el subcampeón de México y campeón de Guadalajara, y don Lucas, sin duda el mejor, representaba a esa legión de ajedrecistas desdeñosos de cuanto tenga que ver con torneos oficiales y competencias organizadas por las múltiples federaciones, pero a veces con una categoría muy superior a quienes repletan sus vitrinas con medallas y trofeos adquiridos en la brega del ajedrez profesional: un auténtico Oro Viejo.

—El no ser profesional no significa ser inferior —sentenciaba el poeta Reveles en sus tiempos de gloria.

Y completaba don Lucas:

—Aquí la única medida es la que brinca del tablero cuando uno se sienta frente al otro y a ver de qué cuero salen más correas. Usted muévale su peón o su caballo y yo le digo luego qué tanto puede presumir de campeón.

Justamente fueron seis competidores excelentes —porque habría que agregar a Joel Rodríguez, un estudiante de ingeniería feroz en los finales, y a don Santiaguito, el peluquero de Tacuba— quienes sobrevivieron a la masacre acaecida en el territorio yermo en que se convirtió la U de mesas: cementerio de reyes y de alfiles y caballos y peones sobre los que brilló el genio colosal de Benito Palomera.

—Puta madre, cómo juega —reconoció en un murmullo silbante el joven ojiverde. Ya no se encontraba a espaldas de Norma. La mujer había tomado asiento junto a su padre y a lo largo de la partida asentía de continuo en relación a los movimientos con que don Lucas atajaba las terribles embestidas de la reina y el latoso caballo de Benito Palomera.

Hasta aquel momento —el momento en que sólo quedaron seis jugadores vivos en la partida de simultáneas— Norma no había necesitado hacer una advertencia o aventurar un consejo a su padre. No sólo aprobaba la forma en que se replegó en su esquina derecha, sino estaba convencida de que el contrataque que preparaba don Lucas iba a sorprender al español: lo iba a tambalear y a doblegar sobre las mesas como a un toro herido por el estoconazo hasta los gavilanes.

De los seis vivientes hasta las 9:15 de la noche el primero en inclinar su rey fue Gamaliel Santamaría; más tarde los dos finalistas del torneo de Buenos Aires, y el peluquero Santiaguito abrió tamaños ojos, casi brincó de su asiento cuando en dos jugadas imprevistas una torre de Palomera, apoyada primero por el brinco de un caballo, se comió el peón negro del alfil de la dama y produjo un mate contundente. Palomera lo marcó sin pronunciar palabra. Luego de mover la torre y absorber con los dedos tentáculos el peón comido, señaló con el índice de la mano llena al rey negro muerto en ese instante, paralizado ipso facto por el jaque mate.

—Puta madre, cómo juega —volvió a decir el ojiverde.

Sólo quedaron vivos el estudiante de ingeniería Joel Rodríguez y don Lucas. Joel Rodríguez ya no tenía oportunidad de ganar. Lo sabía y luchaba por alcanzar unas tablas que en el contexto de esa batalla campal representaba una hazaña. El único con verdaderas posibilidades era don Lucas.

Movió el peón.

En ese instante, atraído por un ademán silencioso de Ramoncito Iturriaga, don Tacho se apareció en el interior de la U cargando dos sillas que puso una delante del tablero de don Lucas y otra del tablero de Joel Rodríguez para ofrecer descanso a Palomera. Ajeno a la silla, Palomera se inmovilizó de pie frente al tablero de don Lucas. Era la tercera o cuarta vez que se detenía a reflexionar ahí una vez eliminados trece enemigos y mientras Joel Rodríguez seguía luchando para implementar con su dama el jaque continuo que le ganaría las honrosísimas tablas con el futuro campeón mundial.

El español papaloteó sus cejas rubias y la frente se le arrugó como un abanico. Tomó asiento en la silla traída por don Tacho. Parecía asombrado del último movimiento del peón negro con que don Lucas cerró el flanco donde se atrincheraba su rey aunque dejó libre, al mismo tiempo, la casilla a la que podía saltar el caballo de Palomera para producir el jaque. Al español le era evidente que don Lucas lo estaba incitando a ese jaque: le tendía una trampa, lo azuzaba, lo engolosinaba.

Palomera aceptó el reto y sorbió la nariz cuando hizo saltar su caballo. Por primera vez en toda la noche pronunció en forma sonora la voz persa de ataque:

—Jaque.

Durante veinte segundos don Lucas mantuvo su vista en el nudo de la batalla como si quisiera memorizar su posición. Enseguida se levantó de un impulso de la silla, se quitó los anteojos, puso ambos brazos en alto.

—Pido veinte minutos. ¿Se puede?

Don Lucas no miraba a Palomera sino a Imelda Serrano sentada en una silla junto a la mesita de servicio, al fondo de la U. Imelda giró el cuello para interrogar con la vista a su representado. Éste no tenía ojos más que para la casilla ocupada por su caballo agresor, pero desde luego había escuchado la petición. Se llevó una mano a los labios entrompados que de pronto sonreían. Ahora sí miró a don Lucas, se diría que compasivamente: como miran los jóvenes a los viejos cuando están a punto de ganarles una partida de ajedrez, de dominó, de pócar.

—Tómese el tiempo que guste —dijo Palomera—. No se agobie.

—Sólo veinte minutos —replicó don Lucas mientras se daba la vuelta y trataba de alejarse, junto con Norma, hacia el otro extremo del salón, lejos de la partida en crisis.

Los observadores apiñados en torno a los dos únicos tableros vivos se movieron trabajosamente, empellándose, para dar paso a don Lucas. Alguien le palmeó la espalda. El joven ojiverde empuñó la mano y la agitó en corto mientras decía:

—Le puedes ganar, abuelo. Tú puedes.

Desde luego ése era el anhelo de la mayoría después de dos horas de competencia. Don Lucas representaba el honor del club de San Juan de Letrán, la última oportunidad de enaltecerlo porque la posibilidad del jaque continuo de Joel Rodríguez contra Palomera se disipó catastróficamente cuando un hábil movimiento de la torre blanca, genial ocurrencia, interrumpió el penduleo de la dama negra e hizo trizas el sueño de tablas del estudiante de ingeniería.

Joel Rodríguez inclinó su rey. Se levantó y cuando iba a retirarse Palomera tendió su brazo izquierdo por encima del tablero para tocarlo apenas, para detenerlo. Con la derecha le dio un fuerte apretón de manos.

—Muy buen juego, amigo.

Luego el español fue hasta la silla vecina de Imelda Serrano y de la mesita de servicio tomó un vaso de vino tinto que su representante había solicitado a Ramoncito desde el inicio de la exhibición. Hasta ese momento Palomera probó el espeso Marqués de Riscal. Primero un sorbo, para remojarse los labios, después un trago largo que vació el recipiente. Imelda hizo ademán de llenar nuevamente el vaso, pero Benito Palomera negó con la cabeza.

Ya se acabará ésa y otra botella más, pensó Ramoncito Iturriaga, feliz. Estaba por concluir la exhibición.

También en otro extremo del salón don Lucas vaciaba un vaso en su garganta seca pero era de agua mineral. Con Norma comentaba la situación, rodeado de espectadores que se mantenían en silencio, respetuosos, observando al único posible vencedor de Palomera.

Los expertos sabían, se daban cuenta. Las negras de don Lucas sólo tenían dos jugadas inteligentes para quitarse el jaque: o comer el caballo blanco con el alfil, para el cambio de piezas, o mover el rey a la casilla lateral, hacia la torre, y provocar la persecución de las negras.

—Qué piensas —preguntó don Lucas a Norma.

—Ya sé lo que buscas pero no va a caer en tu trampa, papá —dijo Norma—. Es demasiado listo para lanzarse a la persecución y dejarte coronar.

—Si me persigue lo atrapo… Para eso jugué así.

—No te va a perseguir.

—Le regalo el alfil.

—No te lo va a aceptar.

Don Lucas meneó la cabeza. Mucho confiaba en la visión previsora de Norma, en su tino para adivinar las reacciones psicológicas de los rivales. Bebió un segundo vaso de agua mineral.

—¿Tú qué harías, hija?

—Lo que hay que hacer, lo más seguro. Yo comía el caballo.

—Y empieza la matazón, se abre el tablero.

—Garantizas las tablas, papá. Con este genio, las tablas son una proeza. Búscalas, no le hagas al héroe.

Don Lucas pellizcó suavemente, amorosamente, la barbilla de su hija.

Regresaron al tablero; el viejo con una decisión: hacerle caso a Norma.

Comió el caballo de Benito Palomera y buscó a toda costa el empate. No lo dejó el español. En cinco jugadas, las dos últimas extravagantes, maravillosas, que ni Botvinnik en persona, ni Maux Euwe, ni Alhekine hubieran imaginado, previsto, Benito Palomera destruyó como si empuñara una metralleta el cerco de don Lucas y le vaticinó el jaque mate en tres movimientos más.

Don Lucas inclinó su rey.

Un aplauso de Ramoncito Iturriaga rubricó el triunfo del español. Imelda Serrano imitó a Ramoncito aplaudiendo muy fuerte, más fuerte, como para obligar a la concurrencia decepcionada a premiar con justicia la hazaña del extraordinario jugador. Todos terminaron aplaudiendo mientras Benito Palomera agradecía con caravanas de actor y sonreía, sonreía.

De regreso a Córdoba 140, en el auto de Toño Jiménez conducido por su chofer, Norma se disculpaba con su padre, sumamente apesadumbrada:

—Te aconsejé mal, perdóname. Te hice perder.

—Tal vez hubiera perdido igual.

—Te aconsejé mal —insistió Norma.

Don Lucas palmeó la mano de su hija. Lanzó un suspiro profundo:

—¿Sabes qué he estado soñando últimamente, hijita? He soñado con tu madre, ya van varias veces. Que está viviendo aquí, con nosotros, en esta casa… no me lo vas a creer pero la extraño mucho. La necesito.