Capítulo V

TRES

Me fugué con Luciano a París. No esa misma noche ni a la mañana siguiente ni a las dos semanas… Había tiempo de sobra para pensarlo y planearlo, me dije, porque para viajar a Europa Luciano necesitaba primero el consentimiento de mi tío Grande y después la bendición de mi tía Francisca, quien a pesar de que la separación de su hijo segundo le desgarraba el alma como a la Virgen María de los Dolores: las famosas siete espadas acribillando su corazón —así le dijo llorando a mi tío Grande—, ella, mi tía Francisca, mejor dicho, el inconmensurable amor materno de mi tía Francisca le ordenaba pensar antes que nada en la felicidad de Luciano, y la felicidad de Luciano estaba en París, en ese curso de privilegio, primer escalón de una carrera musical, de virtuosismo pianístico si cabe la palabra, que ellos los padres deberían impulsar, ¡ellos!, no el recién nombrado gobernador Enrique Fernández Martínez, por muy amigo que fuera del compadre Orestes Marañón, político aquél al fin de cuentas, pronto a presumir de mecenas ante la fina sociedad del Estado y a pararse el cuello luego si el muchacho lograba triunfar en Europa.

Tan machaconas fueron las peroratas de mi tía Francisca que mi tío Grande dijo está bien está bien, ya no se discuta más, y encomendó a su primogénito Lucio hacerse cargo del sistema de transacciones necesario para dotar a su hermano Luciano de cantidades suficientes para el viaje, para el curso y para una estancia decorosa en la Ciudad Luz.

—Y óyeme bien, Francisca, si tu hijo se vuelve joto será responsabilidad tuya, sólo tuya, por el resto de tu vida. Ya no quiero saber del destino de ese pobre muchacho. Allá tú.

Mientras ocurrían estos forcejeos yo dudaba y dudaba y dudaba: no sólo estaba convencida de los estragos familiares que provocaría nuestra fuga —digna de una historia de Rafael Pérez y Pérez—, sino del terrible dolor que me significaría renunciar para siempre al amor de Lucio. Eso me quitaba el sueño. Y gracias precisamente a una crisis de insomnio fue que asumí la decisión definitiva.

De no haber sido porque una noche oí sonar las notas agudas del Chase and Baker no en la forma de un preludio o una mazurca con los que Luciano solía llamarme a la conversación secreta en el salón, sino las notas agudas de un tintineo obsesivo; de no haber sido porque alertada y pensando de inmediato en Luciano me levanté de la cama y bajé las escaleras y vi al regordete Luis sentado en el taburete ante las teclas pulsadas por él con el índice y el anular ajeno por completo a mi presencia, sorprendido cuando me vio y trató como siempre de huir; de no ser porque lo alcancé y lo detuve y lo forcé para que habláramos yo tal vez no habría tomado la decisión de romper para siempre con Lucio y fugarme con Luciano.

Luis tardó en aceptar pero lo aceptó al fin: sí, sabía de mi juego en simultáneas con sus dos hermanos; nos espió durante años y en esos años sorprendió mis besuqueos con Lucio como sorprendió al mismo tiempo —en simultáneas, pues— mis manoseos con Luciano en ese taburete, todo lo cual calificaba Luis de reverenda canallada, dijo. Una y otra vez me acusó de mujer liviana, y una y otra vez me instó a que renunciara a ambos o eligiera a uno de los dos. Y que si elegía a uno de los dos, me gritoneó Luis, ese uno debería ser forzosamente Luciano porque Luciano quería mi alma no sólo mi cuerpo.

Lucio era un rufián, el semental del rancho, lo llamó. A él, a su propio hermano, a su hermano menor, el benjamín, lo trataba como a bestia de carga y ante capataces y obreros, ante parientes y amigos, lo acusaba de ser un bueno para nada: el zángano Luis.

—¿Un semental dijiste?

Con el beneplácito de mi tío Grande, Lucio ejercía el derecho de pernada sobre las hijas de los trabajadores: un gran número de muchachas sencillas, recolectoras de duraznos, tejedoras, auxiliares en la ordeña, nixtamaleras, ayudantes de cocina, desyerbadoras, habían abierto las piernas a Lucio —con el perdón sea dicho— y otras muchas estaban a punto de hacerlo luego de tanto acoso y tanta amenaza del hijo del patrón. Y eso no era lo más. Lo mucho más para ella, para Norma, era que su adorado Lucio tenía amores clandestinos, ya no digamos con las prostitutas del burdelito Miraflores, el de la vereda al Teján, al que iba todos los jueves, sino con las mujeres casadas como la tal Chayito, cuñada de Celestino González, el del cafetín de la plaza de San Roque. Tres años fue su amante de planta y medio Guanajuato sabía que ese niño de once meses de Chayito no nació de su matrimonio con el hermano de Celestino, porque ese hermano de Celestino de nombre Heladio tenía fama y tipo de invertido: nació de la unión pecaminosa de Chayito con Lucio en el mismo tiempo que te enamoraba a ti, Norma, dijo Luis.

Lloré, grité y grité no, estuve a un tris del desmayo, pensé en regresar a México, en enfrentar antes cara a cara a mi Lucio, en no sé cuántas barbaridades más, y decidí mejor emprender ciertas pesquisas: primero preguntando del caso a Orestes Marañón, quien discreto como siempre para todo lo relacionado con los Lapuente no dijo sí ni dijo no pero meneó la cabeza como si lamentara la existencia de tipejos así, y después visitando a la cuñada de Celestino González en su casita de fachada azul añil a espaldas del Teatro Juárez.

Aproveché una ida a Guanajuato con mi tía Irene, un lunes por la mañana. Luego de que oímos una misa cantada en el templo parroquial y compramos hilos y botones en la mercería Azucena del mercado Hidalgo, sugerí a mi tía Irene que realizáramos una breve visita a la cuñada de Celestino González.

Casi se le desbarató el chongo a mi tía Irene cuando oyó el nombre de Chayito. No la bajó de cuzca durante todo el alegato de su negativa, pero era precisamente por cuzca, le dije, por lo que me interesaba hacerle esa breve visita inspirada en lo que predicó el padre Huesca en la misa del domingo, tía, ¿ya no te acuerdas?, sobre la necesidad de acercarnos a los pecadores como Jesús se acercó a la mujer adúltera que se encontró en el pozo, ¿ya no te acuerdas?

Aceptó de mala gana mi tía Irene y dimos toda la vuelta a la manzana del Teatro Juárez. Yo llevaba un buen pretexto para caerle de golpe: le había comprado en El Gallo Pitagórico un librito de horóscopos, tema que según Celestino González inquietaba y encantaba sobremanera a su cuñada Chayito. Y eso se le vio en la cara cuando abrió la puerta, cuando miró la carátula del libro y nos miró a nosotras y no llegó a entender ni en ese momento ni nunca a qué demonios se debía nuestro interés por visitarla con tanta amabilidad, siendo como era de una clase inferior. En los diez o quince minutos que estuvimos ahí, en su casa muy limpia, Chayito se portó bien. Nos sirvió un agua de tuna, nos ofreció un poco de chicharrón con guacamole —que rechazamos— y acabó mostrándonos a su criatura de once meses: un escuincle divino que gateaba de aquí para allá y se llamaba Alberto. Era el vivo retrato de Lucio Lapuente. No necesitaba yo realizar más pesquisas.

Fue entonces cuando decidí fugarme con Luciano.

Preparamos bien el lance, con estrategia de ajedrez. En compañía de Orestes Marañón, Luciano se iría por delante a la Ciudad de México al día siguiente de la gran despedida que le organizó mi tía Francisca: una barbacoa fenomenal a la que asistieron ciento y pico de comensales, coronado el festejo con un estudio para piano de Liszt interpretado a cuatro manos por el profesor Marañón y por el virtuoso hijo segundo de los Lapuente, en la antesala misma de la gloria internacional, según predijo el gobernador Fernández Martínez en la farragosa pieza oratoria con que se remató la reunión.

De acuerdo con la estrategia, yo alcanzaría a Luciano y al profesor Marañón unos días después valiéndome de un pretexto que funcionó de maravilla: mi padre estaba por cumplir cincuenta y cinco años y mi mejor regalo sería sin duda presentarme de sorpresa en México, acompañada de mi tía Irene —propuso rápido mi tía Irene tal y como yo lo había previsto.

No fue difícil deshacerme de mi tía Irene luego que mi tío Grande y mi tía Francisca encomiaron mi deseo de felicitar a mi padre en su cumpleaños. La víspera del viaje organicé una travesura: agregué al licuado de piña que mi tía Irene tomaba todas las mañanas para defenderse de la artritis dos cucharadas de semillas molidas de abelmosco, un purgante insaboro y efectivísimo —según Lucio— usado con frecuencia con las chivas preñadas. Se bebió el licuado sin advertir menjunje alguno y ya para mediodía la pobre de mi tía Irene se derramaba toda en una diarrea incontenible que le ocupó la noche entera en precipitadas carreras de ida y vuelta al cuarto de baño, entre bascas y retortijones. Se vio obligada a suspender el viaje. Desde luego yo no podía hacer lo mismo, le dije, porque llegaría a México después del cumpleaños de papá, y aunque Lucio se ofreció prontamente a acompañarme, tanto mi tía Francisca como mi tío Grande se sumaron a mi rechazo porque sería muy mal visto —aunque fuéramos primos— el viaje en tren de dos jóvenes de nuestra edad.

No le sorprendieron a Lucio tales razones, muy acordes con la moralidad de sus padres, sino la vehemencia con que yo sostuve mi empeño de viajar sola. Era la confirmación del súbito desdén con que empecé a tratarlo después de mi plática con Luis. Nada entendía Lucio: por qué me negaba a salir a montar, por qué separaba mi mano cuando la buscaba, por qué me levantaba de la mesa cuando su pierna presionaba la mía. Varias veces trató de hablarme a solas en la huerta o en el potrero, pero aduje pretextos sin fin: que me dolía la cabeza, que tenía un quehacer en la cocina con mi tía Francisca, que me estaba esperando mi tía Irene.

No, no me pasa nada. No, no estoy enojada contigo. No, no me vinieron con ningún chisme, Lucio, yo soy así. Me da por épocas: me deprimo, me aburro, me canso del rancho y de Guanajuato y de todo. Ya me pasará. No te preocupes. Tenme paciencia.

Lucio consideraba pretextos todas mis explicaciones y se enojaba, se iba al billar, tal vez al burdelito aquel de la vereda al Teján, o a la casa de Chayito. Bebía mucho, llegaba muy tarde sin cuidarse de que mi tío Grande lo sorprendiera borracho, y sufría, sufría sobre todo el muy maldito, infiel.

Lo conseguí. Viajé a México sola, y en la estación de Buenavista a donde fueron a esperarme, Luciano y el profesor Marañón me dijeron que ya todo estaba listo para el viaje a Veracruz y para la travesía en barco hasta Europa.

—No me acuerdo muy bien lo que pasó esa semana en México —dijo la abuela.

Se había puesto en pie y se mantenía inmóvil en la orilla de la mecedora, apoyada en el bastón. Miraba hacia la escalera, detrás de mí, como si yo fuera transparente.

—Es que no quiero acordarme —dijo—. Eso es lo que pasa.

Volvió a tomar asiento y en el silencio yo cambié el caset de la grabadora.

—Me sentía pésimo, imagínate. Me costaba gran esfuerzo escribir a mis tíos una carta con toda la verdad: que me fugaba con Luciano, que no me volverían a ver nunca, que me perdonaran por favor, que pensaran de vez en cuando en mí, que me perdonaran por favor, que me perdonaran, que me perdonaran, que me perdonaran…

Por primera vez vi sollozar a la abuela, parecía una joven.

—Cálmese —dije, por decir.

Respiró hondo y pareció tranquilizarse al fin. Se levantó los anteojos. Con el pañuelo blanco restregó sus ojos cerrados para limpiarlos de lágrimas. Se sonó ruidosamente frotándose una y otra vez la punta de la nariz, como si quisiera hacerse daño. Convirtió el pañuelo en una bola húmeda. Lo escondió dentro del puño. Luego continuó su narración:

Parecía como si un asalto a mano armada, o un vendaval, o un terremoto, o las tres desgracias al mismo tiempo hubieran arrasado la queridísima casa de mis padres en la calle de la Palma. Así la vi de rota, de sucias las paredes, de mugrosos y desvencijados los muebles, de deshilachados los tapetes: el descuido era absoluto, y dolía: allí nací, allí murió mi madre. En la pared principal de la sala, donde reinó siempre un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús junto a la foto de bodas de mis padres, colgaba ahora, enorme, la fotografía enmarcada de Carolina García.

No tuve tiempo de sufrir más porque la alegría de abrazar a mi padre, tras la sorpresa mayúscula, me nubló los ojos y me hizo sonar campanitas en la cabeza. Qué dicha dicha.

Esa misma noche, que era la del cumpleaños cincuenta y cinco, Carolina García, mi padre y yo nos pusimos elegantes y cenamos cabrito en el restorán Prendes a la cuenta personal de mi madrastra. Sólo fuimos los tres porque mi padre no quiso invitar a sus amigos íntimos, como le sugerí: ni al presidente del club, ni al poeta Reveles, ni al Chato Vargas… Solamente los tres, y la pasamos de maravilla, lo que sea de cada quien. Carolina García: simpatiquísima con sus chistes de gachupines tontos y sus burlas al trompudo presidente Cárdenas que estaba llenando el país de españoles comunistas. Mi padre: atento a todo lo que yo quería y decía, feliz de verme y agradecido por la sorpresota que le di llegando así, de repente y sin aviso. Se emborrachó un poquito.

Lo de veras malo vino después, al final de la semana, cuando confesé a mi padre lo de mi fuga a París con mi primo Luciano Lapuente.

—Mañana nos vamos a Veracruz.

Luciano me había pedido guardar el secreto, siquiera hasta el último instante, para no dar tiempo a que la noticia llegara a Guanajuato y se organizara —vaya uno a saber— cualquier loca operación de impedimento. Por eso Luciano no se presentó en casa de mi padre un solo día de la semana; yo dormía en mi cuarto —polvoso y arañado por los ratones, pero lo mejor conservado de mi viejo hogar— mientras Luciano y Orestes Marañón lo hacían en un viejo hotel cercano al Zócalo; nos encontrábamos durante el día para tratar asuntos relacionados con el viaje y pasear un poco, si acaso. Nada más. No puse a Luciano delante de mi padre ni lo llevé siquiera al club de San Juan de Letrán. Guardé el secreto hasta el último momento. En el último momento solté la verdad:

—Mañana nos vamos a Veracruz y ahí nos embarcamos en el Victoria —para Le Havre.

Nunca imaginé tal furia de mi padre. Me llamó desnaturalizada y me acusó de traición a esa familia que me había dado techo, amor, educación para que yo, ahora, les pagara de manera contraria a las buenas costumbres inculcadas y practicadas por esa gente tan decente… ¡y tan horrible al mismo tiempo!, la verdad, que se vayan al carajo —exclamó mi padre al dar fin a la botella de ron—. Abrió otra sin chistar y empezó a despotricar contra los Lapuente y sobre todo contra mi tía Irene que me arrancó de su lado para convertirme en esto: en una mujer perdida a punto de fugarse con su primo. Todo habría sido distinto si yo no me hubiera ido a Guanajuato —gemía mi padre—. Desde cuándo él habría mandado al mismísimo demonio a la tonta de Carolina para vivir solamente con su hija ahí, en esa casa tan bonita, tan limpia y bien pintada que se vería ahora. Continuaba con Carolina por eso: porque su hija estaba en Guanajuato y él era incapaz de vivir solo. Maldita vida, Norma. Maldita tu tía Irene que te secuestró, chilló mi padre, y volvió a decir: y mira para qué, para que esta muchacha, mi hija única, termine traicionándonos a todos.

—No quiero saber de ti nunca más, Norma. Fuera. No me escribas. No me mandes telegramas. Para mí ya estás muerta.

Antes de embarcarnos en el Victoria, Luciano y yo nos unimos en matrimonio en un juzgado civil del puerto de Veracruz, con Orestes Marañón como único testigo y luego de cohechar a un juez de apellido Galíndez y uñas manicuradas quien alegaba no sé cuántas irregularidades por la falta de papeles indispensables para celebrar un matrimonio con todas las de la ley.

En el muelle nos despedimos del profesor Marañón. Aún recuerdo su brazo derecho levantado con el sombrero en la punta de su mano, como una estatua surgiendo del monumento mismo que el profesor se merecía: nuestro único testigo de boda y nuestro único lazo atado apenas a ese mundo, una silueta que nos decía adiós con el sombrero.

La segunda tarde de navegación, cuando las dos parejas que ocupaban con nosotros el estrecho camarote salieron a cubierta, Luciano y yo hicimos por primera vez el amor. No resultó tan hermoso como yo había imaginado, pero él, siempre prudente, siempre generoso, lo atribuyó al difícil instante que vivíamos. Me resultaba imposible, y era explicable que me resultara imposible, incluso cuando mi piel desnuda se untaba al cuerpo de Luciano, dejar de pensar en la carta escrita a los Lapuente poco antes de abordar el barco y a punto de llegar la susodicha carta a la estación de Guanajuato, a la oficina de correos de Guanajuato, a las manos de mi tío Grande y de mi tía Francisca y de mi tía Irene. Tras el azoro inconmensurable y el grito horrísono, una cauda de improperios semejantes a los lanzados por mi padre estarían brotando ahora de las fauces de mi tío Grande, de mi tía Francisca, de mi tía Irene, y del mismo Lucio incluido en ese coro de maldiciones y de quejidos, porque también quejidos de dolor provocaría nuestra fuga.

Creí escuchar un ¡aaaay! larguísimo rasgando el mar, como una flecha.

Ya no existen Norma y Luciano, diría mi tío Grande a punto de encerrarse en la biblioteca. Se hundió el barco. Se ahogaron. Punto.

Como tres años, o un poco más, vivimos en París. En la Rue de la Fleur, a unas cuadras del templo de la Madeleine, Luciano consiguió en alquiler un lindo piso. Yo le sugería que buscáramos mejor una casa de huéspedes porque seguramente mi tío Grande habría ordenado a Lucio interrumpir de golpe cualquier envío monetario y pronto empezaríamos a sufrir estrecheces, difíciles de soportar en cualquier parte pero más en una ciudad extranjera, ¿no crees? A manera de respuesta, Luciano me tomaba de los hombros, fijaba en mí sus ojos negrísimos y me besaba con paciencia. Él llevaba dinero suficiente para vivir poco más de seis meses con holgura, decía, y a los siete meses ya estaríamos tan habituados a París que él o yo, o ambos, no tendríamos demasiados problemas para conseguir trabajo: él tocando el piano en cualquier cafetín de Montmartre y yo cuidando niños o impartiendo clases de español a los franceses.

—Algo así, Norma, no te preocupes.

De momento lo más importante era aprender francés, decía Luciano, cosa que por cierto no me costó el menor esfuerzo. De veras. Para mi sorpresa y la de Luciano —sobre todo para la sorpresa de Luciano quien por motivo de sus clases con Arthur Rubinstein (que así se llamaba el maestro celebérrimo) y de su trato con mayor número de personas, amigos y compañeros de la escuela de música, debió aprender más pronto el francés y la verdad no podía, no podía…—; para mi sorpresa y la de Luciano, digo, yo me solté hablando francés en el mercado y en la calle y en el café y en donde fuera, a poco menos de dos meses de instalarme en la Ciudad Luz. Tenía una facilidad extraordinaria, me di cuenta: tanta como para el ajedrez. En la academia del Barrio Latino donde Luciano y yo estudiábamos mañana y tarde —él aprovechando los pocos huecos que le dejaban sus cursos de piano— yo era la más aventajada en un grupo numeroso de españoles recién llegados a París. Y no sólo me dediqué al francés. Al año empecé con el alemán y enseguida con el italiano. Los aprendía con tan asombrosa rapidez que antes de irnos a Madrid, años más tarde, trabajaba ya en una asociación de intérpretes dedicada a atender turistas o gente de negocios en viaje por Francia. La All. Ganaba buen dinero.

—Pero eso fue después, perdón. Regreso a nuestros primeros meses en París.

A poco tiempo de llegar, disponiendo de una suma considerable de nuestro capital básico, Luciano adquirió un piano de medio uso que ocupaba casi toda la salita del piso alquilado. Desde luego no era un Chase and Baker como el de la casona, ni menos un Steinway como el de Orestes Marañón; era un viejo Ronish que todavía sonaba muy bien, aunque un vecino gruñón del quinto piso, mesié Gustave, viudo y numismático, conminaba a Luciano a no tocar por las noches: amenazaba con acusarlo a la policía, meterlo a la cárcel, echarlo del país… De poco servían mis ruegos porque poco importaba a mesié Gustave que mi marido hubiera resultado el discípulo preferido de Arthur Rubinstein durante aquel curso de perfeccionamiento y que Rubinstein le compartiera algunos de sus secretos. El pianista debe cantar con voz sorda mientras toca, decía Luciano que decía el maestro Rubinstein; cantar con el cuerpo porque la música no brota de los dedos en movimiento sino del impulso que hace moverse a las vísceras. Y así tocaba Luciano: con el hígado, con los pulmones, con el corazón pulsando los fascinantes preludios de Liszt o hasta los monótonos e intrincados ejercicios de Czerny, de Cramer, de Moscheles. Cuando concluyó el curso de Rubinstein y éste se fue de París, Luciano siguió estudiando con otros virtuosos de primer nivel como el italiano Busoni y el español Pujol.

Así veo a Luciano ahora en la memoria: estudiando, estudiando, siempre estudiando como si fuera imposible alcanzar la perfección en una técnica propia que podía asombrar a los pueblerinos de Guanajuato, pero no a los europeos. Buenos pianistas había de sobra en el viejo continente, y para sobresalir entre la multitud era necesario ser más que los mejores.

Llevábamos una vida austera. Comíamos en casa —trataba de preparar las recetas de la tía Francisca con los comestibles que encontraba en el mercado de la Rue Mouffetard— y salíamos poco, casi siempre a conciertos en la sala Gaveau, en la Pleyel, o en la Ópera Garnier. Algunos fines de semana paseábamos por Versalles, íbamos a misa a Notre Dame, curioseábamos a los pintores de las callejuelas de Montmartre. Mi orgullo era el ahorro. Me hacía feliz guardar hasta el franco más indispensable —escondido en la cajita forrada de conchas marinas que me regaló Orestes Marañón en Veracruz— aunque para sorpresa de Luciano y mía los depósitos bancarios desde México aparecían sin retraso alguno. Tal como lo prometió mi tío Grande, Lucio nos enviaba cada dos meses el dinero acordado. Por eso era el asombro. Como si nada los enojara contra nosotros llegaban puntuales las remesas, aunque ninguna carta de Guanajuato de no ser, desde luego, las del profesor Marañón. Eran pocas y breves. Nada nos contaba en relación con nuestra muerte decretada por mi tío Grande, lo que hacía evidente su deseo de disimular cualquier noticia capaz de perturbarnos.

Fue duro el golpe, fue duro —escribió Orestes Marañón en su primera misiva—. Hay que confiar en el tiempo, como dice Bernard Shaw; el tiempo todo lo alivia.

Y nada más. Prefería informarnos de las violentas manifestaciones en León de la Unión Nacional Sinarquista y de las polémicas públicas por la nacionalización de los ferrocarriles mexicanos decretada por el presidente Cárdenas. También nos daba consejos, entre paternales y filosóficos, para hacer más plena nuestra vida matrimonial.

En eso andábamos bien. El amor entre Luciano y yo, sometido durante los primeros meses a las presiones anímicas derivadas de la fuga y el desgarramiento —lo que provocaba fuertes enojos mutuos alternados con momentos de melancolía— se fue acendrando con las semanas hasta convertirse en una llama viva. Al completar el segundo año en París, lo único doloroso en mi trato íntimo con Luciano era que no se produjeran mes tras mes los anuncios de un embarazo deseado al principio con ilusión, luego con desasosiego y años más tarde —cuando nos fuimos a Madrid— con auténtica desesperación. De nada valieron los engorrosos análisis clínicos ni los tratamientos de los especialistas que me hicieron sentir humillada y lastimada. De nada valió el dineral gastado en mi maldita esterilidad.

La esterilidad es tu castigo por el daño que has hecho a tu familia, Norma, me decía a mí misma por las tardes acodada en el barandal de piedra del Petit Pont, llorando frente a las aguas mansas del Sena. Un viejecito de barbas muy densas se acercó y me tendió un libro empastado en rojo. Era una novela de Gorki traducida al francés cuyo título me pareció una dolorosa ironía: La mère. Lo compré, lo leí, pero no me gustó: el asunto nada tenía que ver con mi problema, y era ese problema lo único que me obsesionaba una vez sepultado el recuerdo de mi padre, a quien escribí cuatro cartas y no recibí respuesta, y una vez arrinconadas las imágenes de los Lapuente y de mi tía Irene, a quienes de vez en cuando soñaba envueltos en la niebla de madrugada, caminando a mi encuentro por una callejuela del Barrio Latino pero mostrándome de pronto las espaldas justo cuando les gritaba y corría a alcanzarlos: ellos cruzando ahora el Petit Pont y entrando a Notre Dame para volverse figuras de colores en los vitrales heridos por lanzas de luz.

Terminada la misa de ocho el templo se había ido vaciando mientras yo me mantenía de rodillas, con la mente en blanco, en la penumbra, frente al vaso rojo del Santísimo donde una veladora cintilaba como una esperanza. No estaba en Notre Dame, estaba en la Madeleine: ese extraño templo cuya fachada me recordó cuando la vi por primera vez —habíamos ido a vivir cerca, ya lo dije— las postales del Partenón. De pronto me eché a llorar sin saber exactamente por qué —en ese tiempo lloraba por cualquier cosa—, y no sacaba aún el pañuelito de mi bolso cuando sentí a mis espaldas una presencia. Era un hombre de negro, ensotanado, muy alto. Tendría como cincuenta años y una sonrisa de santo. Me habló en un español trabajoso, como si adivinara mi origen, y yo le respondí en francés sin darme cuenta. Traté de sonreír. Me ayudó a levantarme. Lo seguí hasta la sacristía y ahí conversamos durante un par de horas. Tenía un apellido judío, se llamaba André Lipstein.

Con el padre André Lipstein inicié aquella mañana una larga relación amistosa y religiosa que con el tiempo me permitiría entender al Jesucristo de los Evangelios —como lo llamaba el padre Lipstein— más preocupado por la miseria de los desheredados que por las cuestiones de la moral y de la fe, y del cumplimiento con las leyes de la Iglesia que tanto machacaban los curas de Guanajuato.

—Los muy cretinos. ¡Punta de imbéciles!

Sonreía el padre Lipstein con mis exabruptos dictados por la irreligiosidad, y tal llegó a ser en mí su influencia que durante una temporada lo acompañé en sus visitas a los barrios miserables de París, donde más que enseñar catecismo a los indigentes les enseñaba a defenderse de las injusticias y a reclamar sus derechos. El padre Lipstein optó también por visitar fábricas y centros de trabajo, lo cual le suscitó serios problemas con sus superiores. Entonces abandonó de golpe las tareas parroquiales en la Madeleine y entró a trabajar en una fundidora de acero de Burdeos, como un obrero más; para mostrar el Evangelio en la acción, decía.

Desde luego, en aquel primer encuentro en la sacristía de la Madeleine sólo hablé con el padre Lipstein de mis penas, de mis pecados, de mis amoríos en simultáneas con los dos hermanos y de la horrible culpa que me acosaba en las noches por vivir con Luciano sin estar casada ante la ley de Dios. Él no consideró la situación tan grave como yo la vivía —no te vas a ir al infierno por eso, muchacha, a Dios no le hacen falta papeles—; sin embargo, para tranquilizarme, me ofreció celebrar dos semanas más tarde, ahí en la Madeleine, un casamiento clandestino en el que fungieran como testigos el sacristán cojo del templo, don Torino, y una beata simpatiquísima que me ayudaba en las tareas de la casa, la inolvidable Justine. Para certificar el matrimonio religioso como exigían los cánones de la diócesis, el padre Lipstein se vio obligado a falsificar papeles y dar fe de documentos imposibles de conseguir en poco tiempo. Fue una boda simplísima pero maravillosa. De ella escribí a nuestras gentes de Guanajuato exagerando las circunstancias, intentando demostrarles que había sido poco menos que el acontecimiento del año en París. Ni una carta llegó de respuesta, ni siquiera de Orestes Marañón.

Al principio, en tiempos de aquella boda, Luciano vio con buenos ojos mi amistad con el padre Lipstein: me encontraba más animada, más amorosa, más alegre. Luego, por desgracia, cambió de opinión. Empezó a criticar la frecuencia de mis excursiones a los barrios miserables y a malinterpretar la diligencia con que atendía al sacerdote cuando iba a cenar a la casa: me pasaba el día entero preparándole el costoso filete a la Chateaubriand según receta de mi tía Francisca, se me caía la baba con su plática, no tenía ojos más que para él, decía Luciano. Eran celos, Dios mío, horribles celos de mi esposo.

—Mira cómo te mira. Mira cómo te besa al despedirse, casi te muerde la esquinita de la boca. Mira cómo te agarra y te soba la mano. Mira cómo te sonríe.

—Ideas tuyas.

—No. Es un hombre como cualquiera, Norma, con un sexo colgando entre las piernas, no estoy inventando nada.

Reñíamos por el tema del padre Lipstein. Luciano empeñado en verlo como un gañán libidinoso y yo como un célibe por vocación, gustoso de ser eunuco por amor al reino de los cielos, igual que Jesucristo. En eso porfiaba la de la voz aunque algunas noches, al darme la vuelta en la cama después de consumar un acto de amor con Luciano en el que manos y boca de André Lipstein habían aparecido fugazmente como un relámpago de tentación, empecé a sentir un cosquilleo en los muslos y un oleaje en el pubis que a lo mejor daban la razón a mi marido. En todo caso era yo, no el sacerdote, quien se estaba enamorando fuera de orden. Me asusté. Dejé de ver a Lipstein y me consagré al aprendizaje de idiomas y a desempolvar mi ajedrez. Por noticias rebotadas supe del trabajo de Lipstein en la fundidora, como sacerdote obrero, y en los posteriores años de la guerra mundial me contaron que había militado en la resistencia francesa.

Precisamente para apartarme de André Lipstein, cuando el rostro de Lipstein se me reflejaba hasta en el agua de la tina, junto con las ganas de telefonearle, de verlo, de acompañarlo a sus barrios, fue Luciano quien se empeñó en que desempolvara mi ajedrez. Un compañero suyo irlandés, Fredy MacLean, virtuoso del contrabajo, le recomendó para mí un club de viejos zorros, el casino Lafayette, muy próximo a la estación del metro Miromesnil. El lugar me recordó al club de San Juan de Letrán, aunque la zona de ajedrez era un solo cuarto largo y estrecho, para cuatro o cinco mesas, pero muy elegante: olía a caoba y a tabaco Mapleton.

Mi presencia en el casino molestó a los viejos porque no estaban acostumbrados a que una joven de las Américas se atreviera a retarlos. Me miraron con desdén, pero el desdén se convirtió en azoro cuando jugué con un barbón que me recordó al poeta Reveles. No logré ganarle, aunque estuve a un tris de coronar mi peón blanco y darle el susto de su vida.

Oh la la, mademoiselle

Perdí otros juegos, esa misma tarde y alguna más, hasta llegar al convencimiento de que necesitaba estudiar y practicar en casa. En los tenderetes de libros usados, a orillas del Sena, encontré un librito formidable, La práctica de mi sistema /Tomo 2, de un ruso de apellido impronunciable: A. Nimzowitsh. Mientras Luciano practicaba por las noches glisseando, repitiendo los agobiantes estudios de Moscheles, volviendo loco al mesié Gustave, a cuyos puñetazos en la pared colindante ya nos habíamos acostumbrado, yo me sentaba frente al tablero y analizaba jugada por jugada, librito en mano, las partidas que servían de ejemplo al sistema de Nimzowitsh. Era muy buena su teoría de los dos alfiles conservados a toda costa para los momentos finales y traté de aplicarla con los viejos de Lafayette. Empecé a ganar. Los viejos dieron por respetarme, al grado de disputar entre sí los turnos para jugar conmigo. Los enojaban mis ausencias cada vez más frecuentes, obligadas por mis clases de idiomas y luego por mi trabajo casi estable en la Asociación de Intérpretes Internacionales, y cuando me presentaba de nuevo me llenaban de halagos, a veces de flores o regalos.

Cómo me hubiera gustado compartir con mi padre estos momentos de mi regreso al ajedrez. No me atreví a mandarle una nueva carta. Lo más que llegué a escribir fueron las dos líneas del cómo derroté a Monsieur Philippe Avignon, ex combatiente de la guerra del catorce, poniendo en práctica aquel gambito de torre en situación casi idéntica. Me frené en esas dos líneas. Arrugué el papel. Me solté a llorar.

Dos viernes no pude asistir a la cita con la abuela. El primero porque me enviaron del periódico a entrevistar al procurador de Nuevo León, y el segundo porque Teo, el mayor de nuestros hijos, nos pegó un sustazo el jueves por la noche. Desde recién nacido Teo ha padecido del sistema respiratorio y ese jueves, con sus ahogos horribles y un calenturón de cuarenta grados, pareció que se moría. A las tres de la madrugada lo llevamos al Pediátrico de la Nápoles, y María Fernanda y yo nos pasamos ahí todo el viernes. Telefoneé a la redacción para pedir a Mónica que mandara al Chapo a casa de la abuela, a decirle que yo no iría esa tarde, pero como ya había sucedido otras veces: o el Chapo se pasó el recado por el arco del triunfo o fue Mónica quien se olvidó una vez más de mi encargo.

Eso era, para mí, lo mortal de la falta de teléfono en Córdoba 140: se necesitaba ir hasta la casa de la abuela para avisarle de cualquier imprevisto, y si el recado no le llegaba —como sucedió en aquella ocasión por culpa del Chapo o de Mónica— la abuela se enojaba, mejor dicho se ponía tristísima por lo que consideraba un desdén.

—Vamos a suspender estas reuniones —me dijo desde su mecedora luego de hacerme esperar en el porche cuarenta y cinco minutos.

Le había contado ya de la enfermedad de Teo, de lo rápido que se presentó la crisis y de lo rápido que felizmente fue resuelta por la doctora Mireles Guzmán —el domingo Teo ya andaba por las resbaladillas del parque, feliz—. ¡Qué le iban a interesar mis problemas a la abuela! No me creyó. Ni siquiera me puso atención. Se ensimismó en su tristeza: ¡le había fallado su escribano!

—Sí, yo creo que las suspendemos —repitió—. Ni a ti te importan y a mí me cansan mucho. Cucaracha en pies de luna martes trece. No tiene caso.

—Como usted quiera, señora.

Cerré el portafolio. Continuaba de pie frente a ella, furioso, la verdad. Ahora me salía con esto después de haberme hecho esperar ¡cuarenta y cinco minutos! No para castigarme —se precipitó a excusar la enfermera a su ama— sino porque estaba finiquitando con don Venancio Méndez, su anticuario de cabecera, la venta del piano de gran cola que se hallaba en el salón principal.

Eso parecía cierto. Cuando llegué a Córdoba 140 ese viernes, a las cinco en punto, encontré un camión de mudanza frente a la reja abierta. Por las losetas del jardín frontal cinco cargadores avanzaban sosteniendo con cables, o directamente con manos y brazos, el hermoso instrumento. Dirigía la operación un hombrecillo calvo y lo hacía como si estuviera frente a una orquesta: movía de arriba abajo las manos para indicar el ritmo al que deberían conducir el piano, siempre en posición horizontal.

Aunque me mantuve inmóvil, a distancia para no entorpecer el delicadísimo traslado al camión, alcancé a leer la marca del piano, cosa a lo que no me había atrevido en tantos viernes, cuando cruzaba frente al salón rumbo a las escaleras. Tal como lo había supuesto era un Chase and Baker.

La enfermera, que había llegado hasta mí vigilando también a la comitiva de los cargadores, advirtió mi curiosidad.

—Es el de Luciano, ¿verdad? —le comenté con gesto cómplice. Me miró como si hubiera oído una barbaridad.

—Es el piano de la señora —dijo.

—El que estaba en Guanajuato, en el rancho.

—No sé. Cuando yo vine aquí, ya estaba aquí ese piano.

La enfermera me despidió la mirada y fue hasta la reja por la que habían desaparecido ya los cargadores y el hombrecillo calvo. Al rato regresó conmigo y me indicó el porche.

En el silloncito de mimbre esperé esos cuarenta y cinco minutos a que bajara el anticuario don Venancio Méndez y a que la abuela me autorizara a subir.

Cuando llegué al salón y le conté de Teo y le ofrecí disculpas por los dos viernes de ausencia fue cuando me armó todo el teatro de la humillación y el desdén y la carabina de Ambrosio.

—Aquí le paramos.

—Como usted quiera, señora —repetí. Estaba furioso, ya lo dije.

Nos fuimos a París porque nuestra situación económica se puso difícil. Al año y meses de haber llegado se interrumpieron por fin las remesas de mi tío Grande enviadas por Lucio. No más; sin una sola explicación, sin advertencia alguna. Sobrevivimos gracias a nuestros ahorros, muy mermados por los gastos médicos que exigieron los tratamientos a mi esterilidad, pero sobre todo gracias a un trabajo de pianista que consiguió Luciano en un restorán modesto de Pigalle, decía él: un barcito. Yo sabía que se trataba de un burdel. Cuando perfeccioné mi francés y avancé en el estudio del alemán, los de la Asociación de Intérpretes me encomendaron algunos trabajos que equilibraban como de milagro el presupuesto. De cualquier modo siempre eran más los gastos y Luciano andaba nervioso, de mal humor; reñíamos por cualquier tontería.

Mi marido entabló amistad con una muchacha española que tocaba muy bien el violín, según él. Se llamaba Cristina Basave y era rubia, guapita, no muy simpática la verdad. Su holgada situación económica la hacía portarse como una mujer de la aristocracia, nivel al que estaba muy lejos de pertenecer. Sólo porque su padre era un exitoso comerciante en vinos de Rioja y porque su madre pertenecía a una familia madrileña de abolengo eclesiástico, la tal Cristina —Cristi, le decía Luciano— se sentía la reina de Saba. Ella y su familia se trasladaron a París cuando se instaló la República española y en esta época a la que me refiero, cuando Hitler amenazaba invadir Francia, los Basave iniciaban los preparativos del regreso, ahora que Franco derrotó a los rojos y España retoma el camino de la libertad y del orden: decía Cristina acariciándose con la yema del índice la naricita respingada para llamar la atención de Luciano. Le coqueteaba de lo lindo, en mi mera jeta, siempre que mi marido la invitaba a comer a la casa, luego de encontrarse a la salida del Conservatorio donde ambos estudiaban; ella violín y sólo como un pasatiempo, ¡atención!, no pensaba dedicarse profesionalmente a la música, ni lo mande Dios —y lanzaba sus chilliditos—; eso de rozarse con gente de todas las clases sociales en una orquesta no era para una chica de su educación.

Hasta insultos como éste le reía Luciano a Cristina, todo le reía. Porque la alusión era un insulto, ni duda cabe. La ambición de mi marido era precisamente participar en una sinfónica, una sinfónica importante, y luego alcanzar el sueño dorado de convertirse en solista y viajar por el mundo.

—Pero por tu madre santa, Luciano, no te devanes los sesos. Pon los pies en la tierra, chaval, no te sobrestimes —lo seguía ofendiendo Cristina aunque ya no delante de mí; a solas, cuando platicaban en el café del Conservatorio—. Los solistas famosos, los que andan por el mundo tañendo recital tras recital y paleando dinero, María Santísima, son unos cuantos elegidos por los dioses, Luciano: unos cuantos, poquísimos.

Si él quería dedicarse a la música debería adquirir un verdadero sentido práctico —remataba su charla Cristina en una mesita a la calle en el Café de Flore— y elegir rápidamente otro instrumento como el violín. El violín tenía más posibilidades: en orquestas de cámara, en conjuntos de cuerda, en las mismas sinfónicas había de vez en cuando oportunidad de conseguir una plaza de violín y ascender quizá, con el tiempo, a concertino. Con el piano no hay manera, chaval. En pocas obras para sinfónica el piano está presente como instrumento de batalla, y pensar en tocar como solista por muy alumno predilecto de Rubinstein que hubiera sido —hay tantos alumnos de Rubinstein vagando desempleados por el mundo, Luciano— es soñar; eso, soñar en ser Liszt, Chopin, Sauer, Granados, Albéniz… Vanidad de vanidades; soberbia de gran iluso la de Luciano Lapuente.

Cómo odiaba yo a Cristina Basave. Además de convencer a mi marido con razones de esta índole, terminó prestándole uno de sus carísimos violines de colección —un Morgana de la parentela de los Guarneri, ¡ella tenía un Guarneri!— y lo puso a estudiar en Violín 2 del Conservatorio. Dominó pronto Luciano el violín, desde luego. Como yo para los idiomas, mi marido tenía una notable facilidad para el manejo de los instrumentos musicales. Aún no cumplía tres meses de haberse iniciado en el violín cuando interpretó para Cristina y para mí, en una sobremesa en la casa, los momentos más importantes de una de las primeras sonatas de Beethoven para violín. Qué maravilla. La misma Cristina, que llevaba tantos años dale y dale con su Guarneri, no hubiera sido capaz de tocar aquello con tal habilidad, con tanto sentimiento sobre todo.

—Os lo dije, os lo dije —chillaba Cristina mientras aplaudía—. Tú serás el Paganini mejicano.

Pedante estúpida.

Pese a los celos que me comían el corazón, reconocí y agradecí en todas las formas posibles la generosidad con que se portaron con nosotros Cristina y su familia. El señor Basave activó sus influencias políticas para facilitar nuestro traslado a Madrid y todavía nos hizo un préstamo considerable que si no recuerdo mal nunca le pagamos. Cristina por su parte consiguió desde París una plaza de violinista para Luciano en un conjunto de cuerdas valenciano administrado por el maestro Atenor Gris, un pariente que la quería muchísimo. Antes pues de presentarnos en Madrid, mi esposo ya tenía un buen trabajo.

A dos o tres meses de que Luciano y yo desmontáramos nuestro piso en la Rue de la Fleur, los Basave regresaron a España. Me descansó librarme del latoso mesié Gustave, pero sí sentí muchísimo deshacernos mediante una venta apresurada del viejo Ronish: porque me había encariñado físicamente con el piano, con su presencia en nuestra apretada salita, con sus sonidos nocturnos, y porque esa venta representaba para Luciano una quema de naves y para mí el punto final de una etapa romántica en la que el piano fue el cupido de nuestro encuentro, el móvil de todo lo ocurrido después.

Una semana antes de dejar París hice un viaje relámpago a Burdeos. Quería despedirme del padre Lipstein, confesarle quizá que lo soñaba obsesivamente haciéndome el amor mientras huíamos en un tren de pasajeros lejos de Luciano y de Dios. No encontré a André Lipstein en la fundidora de acero; lo habían echado por incompetente, me informaron, y al parecer trabajaba ahora en la Gascuña, en el sur de Francia. Conseguí sin embargo una dirección en Bayona que años después me permitiría saber de su muerte cuando militaba en la resistencia francesa.

Los viejecitos zorros del casino Lafayette se despidieron lindísimos. Me regalaron un ajedrez de ébano que aún conservo, junto con un par de cartas de recomendación para un club madrileño, muy exclusivo, donde jugaban grandes veteranos españoles. También los directores de la Asociación de Intérpretes me contactaron con su filial en España. A pesar de que escaseaban las oportunidades de trabajo, porque la guerra civil lo había paralizado todo, los de la Asociación confiaban en que mi dominio del francés y del alemán me abriría camino. Así fue, bendito sea Dios. En menos tiempo de lo que supuse, mi trabajo de intérprete, luego de traductora en el Ministerio de Educación del gobierno franquista, me permitieron enfrentar —casi yo sola— las necesidades económicas de nuestro matrimonio.

Llegados a Madrid nos instalamos en un modesto piso en la calle de Fuencarral, cerca del hostal donde vivimos las primeras semanas. El edificio tenía en la planta baja, hacia la calle, una zapatería donde solicité y conseguí trabajo durante cosa de un mes. El dueño era un alemán de nombre Günter no sé cuánto, que me pagaba un sueldo miserable, aunque en esos días aliviador. Se entraba en el edificio por un lado de la zapatería y subíamos hasta el tercero derecha por una empinada escalera que crujía. Todo el edificio crujía y tronaba y se movía como si padeciera escalofríos. El sereno que cuidaba la entrada a la calle, don Amareto, un viejo arrugadísimo porque se había encogido de repente, solía meternos miedo en razón de que éramos mejicanos con jota y sospechosos simpatizantes de los republicanos vencidos.

—En este edificio espantan —enroncaba la voz—. Hay fantasmas, muchos fantasmas porque en el tercero derecha ¿sabéis quién vivió? Serafín Montoya, el gitano.

La mentada orquesta de cámara de don Atenor Gris donde Luciano empezó a tocar el violín era uno de los pocos grupos subvencionados por el gobierno. A menudo le organizaban giras por el país y eso hacía ausentarse a Luciano muchos días al mes. A veces sospechaba yo que en las giras de la orquesta Cristina Basave acompañaba a los músicos.

En realidad yo no debería hablar mal de la Cristina Basave de aquellos tiempos. Gracias a ella conseguí mi puesto de traductora oficial en el Ministerio de Educación, luego de que Cristina estuvo porfía que te porfía, con su padre, hasta que su padre se vio forzado a realizar la gestión a muy altos niveles y Cristina llegó una tarde a darme la magnífica noticia, con su naricita respingada y su gesto de fuchi, eso ni modo.

Superando mis malos sentimientos le compré de regalo unas partituras carísimas de Honnegger, Milhaud y Erik Satie en la casa Level, elegidas desde luego por Luciano. También preparé una comida para ella y sus compañeros del Conservatorio de Madrid: utilizando guindillas en lugar de chiles jalapeños seguí paso a paso la receta de mi tía Francisca de un pescado a la veracruzana. Por desgracia eso encendió la lengua de los comensales, hicieron un escándalo horrible, dejaron a un lado el pescado infernal y sólo probaron de muy mala gana el arroz con alubias y un postre de leche que se me aguadó demasiado.

Luciano me reclamó a gritos, por la noche. En realidad estaba pasado de tragos y me gritó cosas que en sus cinco sentidos jamás me habría espetado. Que se arrepentía de haber salido conmigo de Guanajuato, dijo; fue un craso error. Debió viajar solo porque si hubiera viajado solo no sería este violinista de tercera metido en una orquestucha de quinta. Él había nacido con la estrella de gran pianista y tenía cualidades suficientes —se lo dijo Rubinstein en persona, no un maestrillo cualquiera, se lo dijo Rubinstein—, cualidades suficientes para sorprender al mundo con la música de los grandes interpretada con el sentimiento que solamente los grandes manifiestan a través de un pianista de primer nivel. Por fugarse con una prima calenturienta y cuzca, gritaba Luciano, abandonó su rancho, perdió a sus padres, traicionó a sus hermanos. Y ahora de lo único que tenía rabia y verdaderos deseos era de golpear a Norma hasta quitarle el sentido, de arrojarla a la calle, de maldecirla por frígida, por estéril, por hueca, por puta infeliz.

Cómo lloré.

Más que comer con Cristina Basave en nuestro piso de Fuencarral, éramos Luciano y yo quienes con más frecuencia, y contra toda mi voluntad, degustábamos los almuerzos en el piso elegantísimo de los Basave situado a espaldas del Museo del Prado, en Alberto Bosch. Presumían también de una hermosa casa de campo en El Escorial, para los meses del verano.

El señor Basave, el padre de Cristina, Martín Basave, era el más simpático de la familia; me recordaba a veces a mi tío Grande por lo fatuo y lo prepotente, porque se descarrilaba hablando de política —éste elogiando la gesta de Franco, así le decía: la gesta—. Bromeaba a cada rato. Era muy generoso. Le caía yo muy bien por mi sonsonete de mexicana y por mi asombroso dominio del francés y del alemán y del italiano y poco del portugués: levantaba los brazos y señalaba hacia mi sitio como si me presumiera ante sus visitas, desconocidas siempre para mí.

Al hijo varón de los Basave, José Ramón, unos años mayor que Cristina, se le veía poco en aquellas comidas porque o andaba en la casa de campo, o en las playas del Mediterráneo español, o en francachelas con los señoritos de Madrid interesados en todo menos en la horrible guerra que ensangrentaba a Europa. Tenía fama de despilfarrador y consentido de su madre, doña Remedios, a quien sugirió casar a Cristina su hermana con un amigo entrañable, ése sí retoño de la aristocracia española, auténtico Borbón. El exquisito amigo de José Ramón se llamaba Antulio del Valle Almoneda y antes de que Cristina pudiera decir pío, o esperen un momento, ¡coño!, déjenme probar, los Basave y los Del Valle ya estaban celebrando una boda pomposa en el Templo de los Jerónimos que sonó a ceremonia de reyes, cuando menos de príncipes: el excelentísimo don Antulio del Valle Almoneda y la finísima Cristina Basave y Gutiérrez, unidos por la gracia de Dios y por la bendición a distancia de su santidad el Papa Pío Doce.

Varias semanas, por no hablar de meses, tardó mi querido Luciano en sofocar la ira que primero le provocó la intempestiva boda de su adorada Cristina, y el desánimo en que se prolongó después tan desagradable acontecimiento, fruto del doble interés de los padres del varón y de los padres de la hembra: los de Cristina prontos a empalagarse con las mieles de la nobleza, y los del joven Antulio ansiosos por resolver de una vez por todas ciertos reveses económicos surgidos en los tiempos aciagos de la República.

—Lo de siempre, carajo; el mismo cuento de toda la vida entre comerciantes y príncipes, hasta parece de novela —gemía Luciano en un bar de la plaza del Callao, empujándose el último brandy en compañía del chelo, de la viola y el contrabajo del conjunto de cámara valenciano—. Y la única víctima es la pobrecita de Cristi.

No me atreví a contradecir a mi marido por dos razones: porque me sentía feliz de que su hipócrita romance se hubiera roto en pedacitos, y porque no ganaría más de lo mucho que ya había ganado con la boda convenciendo a Luciano de que su Cristi podía ser todo menos una víctima. Era ella la primera interesada en agarrarse a la rama de un árbol genealógico como el de Antulio, no seas ingenuo. Seguramente la chica no podría querer nunca a ese hombre —en eso tenía razón Luciano—, pero a quién diablos podía querer una egoísta y vanidosa y presumida muchacha como ella. ¿A Luciano? ¿Podía enamorarse Cristi de Luciano, si la pobre no sabía lo que significaba renunciar a una familia, entregarlo todo por el ser amado? Cristina era incapaz de tomar decisiones. Se dejaba llevar sin remos, sin timón alguno por la vida, y la corriente se encargaba de escribirle la historia que a ella le competía edificar con su voluntad.

—No sé si me explico.

Lo definitivo fue que a raíz de la pérdida de Cristina como amiga musical, como confidente de inquietudes que a mí nunca me comunicó, y una vez superada la ira, el desánimo, la breve etapa alcohólica inevitable, Luciano giró la cabeza y girándola nos reencontramos casi con la misma ilusión de nuestro enamoramiento original. Volvió a ser el romántico Luciano de los nocturnos de madrugada, y aunque ahora prefería el violín —y como violinista conseguía trabajos con su Morgana, tocaba en bodas, en fiestas de cumpleaños, en reuniones exclusivas— sus ojos volvían a brillar como si estuviera frente al piano, navegando sobre ese oleaje de la música que lo balanceaba de derecha a izquierda en el banquillo, sus dedos glisseando sobre las teclas graves y agudas de mi cuerpo tanto tiempo olvidado.

Fuimos felices en la tranquilidad. Él en sus tareas musicales, ya sin el frenesí juvenil de alcanzar la gloria; yo en mis trabajos de traducción y un poco, a veces, en el arte del ajedrez. Sin ánimo de desmerecer a Luciano puedo decir que en ese tiempo —recién terminada la guerra mundial, cuando en el casino no se oía hablar más que del plan Marshall— la del verdadero éxito profesional era yo. Brillaba en mi trabajo. Ganaba buen dinero. Ahorraba cada mes.

En eso pensaba una tarde, sola en mi departamento, mientras preparaba unas torrejas en la cocina. Sonó el timbre. Era invierno, recuerdo. No sabría precisar el año pero estábamos sufriendo un invierno muy crudo, como dicen: había nevado dos días seguidos en Madrid. Fui a la puerta. Ya no vivíamos en el tercero derecha de Fuencarral, donde por cierto nunca dejó de asustarnos, noche a noche, el fantasma de Serafín Montoya invocado por don Amareto. Ahora vivíamos en un piso mejor, más amplio, más luminoso, en Campoamor, cerca de la plaza de Alonso Martínez. Después de un inútil ¿Quién es? Desde el pasillo, giré la perilla. La puerta rechinaba siempre porque se estaba colgando por el peso excesivo y las bisagras necesitaban aceite, me decía Luciano todas las mañanas pero nunca hacía nada para remediarlo. La puerta rechinó cuando la abrí. Rechinó: un ruido agudo, pudo ser un gemido. Pude yo desmayarme. Perder el conocimiento en el acto. Caer en el quicio y despertar muchas horas, muchos años después. Nada de eso, al contrario; más que un susto fue una conmoción: un relámpago de vida, un intenso silencio que siguió al rechinido y que hizo transitar la mirada de dos que se encuentran diez años, doce años, ¿cuántos años después?

Inmenso, arropado por un abrigo que lo hacía parecer un gigante y cubierta la cabeza con una gorra de pana negra, ahí estaba Lucio Lapuente.

Tardamos en hablar. Lo primero fue un abrazo en el plano mismo del quicio, en la frontera exacta entre el afuera y el adentro de mi casa. Me hundí en su ropa abundante y suave, ligeramente húmeda; al retirarme un paso sentí que sus labios me quemaban un poco la frente como cristalitos de hielo. Seguramente como brillaba la mía, su mirada brillaba con luces de lágrimas. Me sentí incapaz de articular más palabra que su nombre: Lucio Lucio Lucio Lucio, y él me respondió Norma Norma Norma Norma.

Después me dijo que a todas horas durante el viaje no hacía sino imaginar las variantes que podrían ocurrir cuando nos encontráramos: él conmigo, él con Luciano, Luciano y yo con él al mismo tiempo. El silencio. La ira. El dolor. La tristeza. El llanto. La alegría y el placer de continuar vivos y de tropezar nuevamente nuestros ojos a pesar de lo ocurrido.

—¿Por qué? —me preguntó Lucio.

No le respondí hasta haber escuchado de su boca todo lo que pasó en Guanajuato y que ignorábamos casi por completo porque fueron muy escasas las noticias de Orestes Marañón, y es que Orestes Marañón —reveló Lucio—, murió como al año y medio de la fuga. Fue un accidente. Mejor dicho: un hecho de sangre provocado, según algunos, por una pandilla de rateros que entró a robar los tesoros artísticos del profesor Marañón, y al oponerse el viejo lo acuchillaron en el forcejeo; según otros fue la venganza de un homosexual loco, aunque nunca se tuvieron sospechas en ese sentido de Orestes Marañón; el caso es que el crimen no ha sido resuelto y la casa del profesor permanece cerrada a piedra y lodo por orden de las autoridades.

—También murió mi padre, Norma, tu tío Grande —dijo Lucio. Y no me solté a llorar de golpe porque mi ansia por saber más detalles fue más fuerte que la cuchillada de dolor.

—¿Por nuestra culpa, Lucio?

—Sí, por la noticia de ustedes. No aguantó la noticia. Más que la noticia: no aguantó la mentira, la forma ruin en que se fugaron. El engaño. La traición. La falta de confianza en él. ¿Por qué, Norma? —repitió Lucio.

—¿Cómo fue lo de mi tío Grande?

—Le dio un ataque al corazón. Eso que llaman ahora un infarto. Y aunque salió bien y vivió reponiéndose ¿qué digamos? un año, dos, tal vez dos años y medio reponiéndose, el corazón volvió a fallar y de ese segundo trancazo ya no lo sacó ni Dios. Ahora soy el único hombre del rancho porque el gordo Luis se fue de cura a no sé qué puta orden, y ni a quien le importe.

—¿Y mi tía Francisca?

—Ella como siempre. Tal vez hasta mejor, aunque te sorprenda —dijo Lucio—. Como si la muerte de su marido la hubiera aliviado de tantos malos tratos y malos recuerdos de mi padre que en realidad siempre fue con ella un perfecto cabrón. Mi madre habla mucho de ti, Norma, a todas horas. Pero habla muy chistoso, como si fueras difunta; como hablaba de mi hermana Lucrecia cuando resulta que no nació, tú conoces la historia. Habla de ti como de una santa en el cielo y habla de Luciano como de un pianista de fama mundial que no puede ir a visitarla porque está muy ocupado, lo justifica mi madre, tocando aquí, tocando allá, triunfando en todas partes.

—¿Y mi tía Irene?

—Bien. Regular. Envejeció muy rápido y se puso como una ciruela pasa, chiquitita. De vez en cuando viaja a México para visitar a tu padre que está bien, me parece, no sé mucho de él.

—¿Y tú, Lucio?

—Yo qué.

—Tú qué, Lucio.

Lo volví a abrazar, muy fuerte muy fuerte. Entramos a sentarnos. Encendí la chimenea. Abrí una botella del Rioja 42 de los Basave.

Lucio se había casado con una joven de Celaya, Elsa Rendón, de una apreciable familia Rendón poseedora de tierras que se extendían desde Salvatierra hasta Yuriria, disfrazado el latifundio con falsas divisiones que amparaban escrituras firmadas por prestanombres y socios fantasmas, además de una ganadería magnífica de reses bravas. Se casó bien Lucio Lapuente, no faltaba más, y era feliz con Elsa y los tres hijos varones de seis, cuatro y tres años que habían de heredar con el tiempo, porque Elsa era hija única, las hectáreas de los Rendón y el rancho de los Lapuente.

Trabajaba Lucio de sol a sol, más duro desde la muerte de su padre, sin dejarse de preguntar jamás al correr de las semanas, los meses y los años, por qué de repente Norma, tan pronta a jurarle amor y compañía eternos se había largado con su hermano Luciano así como se fue, por la puerta de servicio —calificó alguna vez mamá Francisca—, por los corrales de las mulas —completó papá Grande en pleno ataque de rabia—, envenenada el alma por los malos consejos de Orestes Marañón con su ridículo espíritu bohemio… o por cuáles endemoniadas razones te fuiste, Norma: ¿porque sabías mis amores secretos con Chayito, la cuñada de Celestino?, ¿de mis andanzas eróticas con las trabajadoras del rancho?, ¿de mi incapacidad física y mental para ser hombre de una sola mujer? ¿Eran estos motivos suficientes para traicionarme con Luciano?, cuando debiste en el momento de la decisión que si… vaya, bueno, está bien, si te gustaba más mi hermano podías tranquilamente declarar en voz alta tus verdaderos sentimientos, y pasada la primera impresión, el inevitable estallido grosero, brutal, hirviente de mi orgullo herido, de mi dignidad lastimada, de mi envidia vuelta grito, pasada esa primera impresión mía y de mis padres, mis padres y yo acabaríamos por comprenderte y hubiéramos sido los últimos, óyeme bien Norma, yo habría sido el último en tratar de impedir que te casaras con Luciano. Soy hombre de infinito amor propio, de lucha, de agallas, y precisamente por eso soy un buen perdedor. Si yo hubiera oído de tu boca el «Prefiero a Luciano por mucho que te quiera a ti también Lucio», juro por Dios santísimo que me habría rebanado los labios con mis propios dientes antes de pronunciar un insulto contra ti o contra él, porque tú y él eran entonces y lo seguirán siendo hasta el fin de mis días, óyelo bien, Norma, mis seres más queridos. Más que a mis padres quise y quiero a Luciano, y más que a la buena de Elsa, mi mujer, más que a ella con todo y sus hijos que son los míos, te quiero a ti, Norma, desde aquellos días de campo en las afueras del rancho, ¿te acuerdas? Lo que te dije con mis ojos y con mis manos fue para la eternidad.

Por eso fue que Lucio, al decir de Lucio, siguió enviando durante año y medio las remesas de dinero a París sin enterar a su padre de tales operaciones que el padre daba por canceladas desde el momento en que conoció la noticia mortal de la fuga de sus hijos. Por eso era que Lucio había dejado pasar muchos años, los suficientes para lograr que se desvaneciera todo legítimo afán de venganza, y se presentaba ahora aquí, una tarde en Madrid, en pleno invierno, con intenciones de abrazar a Norma y a su afortunado marido.

Era el momento de la reconciliación. Fue el reencuentro de dos hermanos cuando impulsada desde afuera, luego de hacer chirriar la llave y las bisagras, se abrió la puerta de nuestro piso en Campoamor y un gesto de estatua se congeló en el rostro de mi querido Luciano.

Se repitió la escena. Lucio se adelantó. Se abrazaron. Todo fue así de sencillo al cabo de la historia.

No sé qué hablaron los hermanos Lapuente cuando los dejé solos y cuando al otro día, por la tarde, en el bar del Hotel Palace donde se hospedaba el mayor de los hermanos, bebieron hasta la madrugada. No sé qué pudieron confiarse aunque estoy segura de que nada dijo Lucio al segundo de los Lapuente sobre el camino rumbo a la mina de San Bernabé.

Pensé que Lucio se quedaría más tiempo en Madrid, pero se fue a los tres días porque le faltaban asuntos por arreglar en Tenerife y Lisboa, mintió. Era sin duda que no quería abusar de los sentimientos. Se había producido la reconciliación y resultaba peligroso tentar al diablo, como solía decir mi tía Irene en situaciones donde la fragilidad de un sentimiento pone en peligro una decisión.

Por un telefonema de Lucio supe años más tarde, los primeros días de un lluvioso noviembre de Madrid, que mi padre se había metido el cañón de una pistola en la boca y había jalado el gatillo.