Capítulo IV

—Vente conmigo, Norma.

Los ojos profundos del muchacho correspondían a su acento. No parecía un rufián. Se antojaban sinceras sus palabras cuando le hablaban del amor que le había despertado desde el primer momento: más puro que la noche clarísima y las estrellas colgando arriba de las azoteas.

—Tengo novio —balbuceó Norma—. Estoy comprometida.

Se sintió tonta al decirlo.

—Estás comprometida conmigo.

—Apenas te conozco.

Norma encontró al fin la manija de la portezuela. Estaba a punto de llorar, quién sabe por qué. Tal vez de rabia, de miedo, de emoción. También ella, de repente, se sentía enamorada. Absurdo, absurdo, absurdo.

—No te vayas —le suplicó Daniel.

TRES

Hicieron el amor en un cuarto de azotea. Olía a pintura como en el galerón de la fiesta, y resultó difícil porque Norma luchaba entre el deseo y el rechazo con plena conciencia de estar cometiendo un pecado mortal. Necesitaría confesarse con el padre Ramiro, romper su compromiso con Toño Jiménez, evitar la mirada de su padre, soltar una trompetilla a su madrastra cuando Carolina García leyera en su rostro, sin necesidad de preguntas, las huellas de la fornicación condenada claramente en el sexto mandamiento. Pensaba en las monjas y en el abandono de su tía Irene. En su comunión diaria en San Francisco. Pero también sentía chasquidos y besos por todo el cuerpo mientras aquellos dedos punzantes remodelaban sus pechos como lo había soñado tantas veces bajo el agua caliente de la tina.

Fue delicado pero enérgico Daniel Limón. Hecho un enredijo le extendía las piernas y le besaba la cara interna de los muslos para ablandarlos. Lo intentó dos veces hasta que en la tercera Norma experimentó el impulso de un dardo caliente desgajándola, luego el golpeteo continuo sobre su pubis y el orgasmo entre doloroso y dulce por el que se iba hacia las estrellas. Llegó a las estrellas en otro momento de la noche y hubiera querido no perder nunca ese gemido placentero brotado en el sitio mismo del corazón; su corazón no estaba arriba a la izquierda —descubrió Norma—, latía en el rincón húmedo de su sexo.

Ya era de día cuando Norma despertó. Tenía delante los ojos de Daniel; su barbilla partida, su sonrisa tierna. El muchacho estaba en calzoncillos, con el torso descubierto y los pies descalzos.

—¿Quieres un café?

—Quiero irme —dijo Norma enderezándose en la cama.

—Tranquila, espérate.

—Me quedé toda la noche.

—Te quedarás toda la vida, conmigo —sonrió Daniel mientras bebía de su jarrito humeante.

El cuarto de azotea era pequeño. Se veía limpio a pesar del desorden de una mesa atiborrada de chácharas y libros y lámparas y una hornilla eléctrica donde se calentaba una cafetera de peltre. Dos sillas, otra mesita, un buró, un viejo ropero. Cuadros en las paredes.

—Me voy —dijo Norma. Había rescatado de entre las sábanas y el piso de mosaico su ropa interior y su vestido azul; se vestía con rapidez—. ¿Dónde puedo ir al baño?

Daniel le señaló el sitio: era un cuartito húmedo, maloliente, a la izquierda y hasta el fondo caminando por la azotea entre paredes descarapeladas, tinacos y lavaderos.

¿Qué estás haciendo aquí? Preguntó Norma a la Norma que no se atrevió a posar por completo sus nalgas en la taza de fierro. Al limpiarse con dos trozos del papel periódico que colgaba de un clavo, descubrió una mancha de sangre en la curva del muslo. Jaló la cadena. El ruido la asustó.

No lo puedo creer, Norma, ¿qué hiciste?, ¿estás loca?

No era un solo cuarto el que Daniel ocupaba en la azotea de aquel edificio de oficinas distribuidas en largos pasillos, idénticos en cada piso (donde terminaba la escalera principal arrancaba otra, muy estrecha, de lámina, y esa conducía al humilde hogar de Daniel Limón); lo integraban otros dos cuartos vecinos al sitio donde Norma dejó vencida su virginidad. En uno de ellos, el que se podría llamar sala-comedor, amueblado con sillones viejos y una mesa arrinconada contra una esquina, Daniel había tumbado la mitad de un muro para conectarlo al otro, el más amplio, convertido en su estudio de pintor: botes, pinceles, brochas, cartulinas, trapos, bastidores y un caballete, de cara a la ventana de fierro que ocupaba toda una pared. En el caballete reposaba un lienzo a medio pintar: el cuadro de una mujer apenas configurada por brochazos inclementes; no tenía rostro.

—¿Quién es? —preguntó Norma.

—Vas a ser tú: la mujer que estaba esperando.

—¿Me quieres pintar como esas monas horribles?

—Quiero pintar tu alma.

—Jamás —sentenció Norma.

Daniel la tomó del brazo, intentó besarla. Ella se apartó de un jalón, quería irse ya. Con reniegos había aceptado entrever los dominios del muchacho y ahora tenía prisa por abandonar el sitio, como si al hacerlo consiguiera borrar de un golpe la aberrante locura que la puso allí.

—¿Nos vemos en la noche?

—Ni sueñes.

—Claro que lo sueño, Norma, espérate. No te vayas. Yo te quiero, de veras te quiero con toda el alma. Para mí esto no fue una aventura, fue el más grande descubrimiento de mi vida, te lo juro.

—Pero yo no quiero saber de ti nunca más.

—¿Por qué?

Norma se sentía sucia de alma y de cuerpo mientras caminaba con pasos muy largos y sentía enormes ganas de echarse a correr lejos de aquel barrio nefasto. Cruzó frente a un edificio amarillo de baños públicos y hubiera deseado, de no ser por el asco y por la urgencia de estar de nuevo en su casa, entrar, meterse bajo la regadera de presión y enjabonarse la conciencia, restregar con un zacate las huellas de Daniel, ahogarse, morir.

Cambió el rumbo. No. Iría a la oficina de su padre y le pediría perdón, de rodillas, llorando. Estaría preocupadísimo su padre, pensó: toda la noche buscándola en la Cruz Verde y en las delegaciones de policía, imaginándola muerta, accidentada, perdida. Se había convertido en eso: en una mujer perdida.

—Por la puerta de vidrio —le señaló la jovencita morena que atendía el ingreso a una oficina cuadriculada de escritorios y archiveros. Norma ya conocía el sitio pero su ansiedad la desorientaba.

Don Lucas tenía los ojos clavados en una montaña de papeles. Levantó la cabeza. Se quitó los lentes. La miró.

Con las manos agarradas a su bolsa de mano como a un barandal que la protegía del vacío, Norma avanzó despacio. Su padre tardaba en hablar: se puso de pie, carraspeó, se frotó la nariz, volvió a sentarse.

—Perdóname, hijita. Estuve jugando hasta muy tarde con el Chato Vargas y luego nos fuimos a su casa, ya sabes, los tragos. Perdón… Me quedé a dormir ahí… ¿Te preocupaste?

—¿Y Carolina?

—Se fue a Tehuacán, dizque con sus tíos, ve tú a saber. Ya no sé si regrese.

Don Lucas se tensó las canas de su calva reciente.

—Las cosas andan muy mal con Caro, hijita… Pero siéntate Norma, siéntate por favor, vamos hablando de una vez.

Norma tomó asiento frente al escritorio de su padre. Dejó de morderse los pellejitos de los labios.

—Tú ya te diste cuenta, no encontramos la manera. Claro, mucho de la culpa es mía, porque no me he portado con ella, ni contigo, como debería portarme.

—Yo no tengo nada que reclamar, papá.

—Uy sí, tienes muchísimo, muchísimo. No lo haces porque eres muy prudente, como era tu mamá… Justamente, mira, el Chato Vargas me decía ayer que hay un doctor muy bueno que cura este vicio, ya sabes, el alcohol. Y lo voy a ir a ver, Normita. Hoy mismo en la tarde hago la cita y te juro que todo volverá a ser como antes. No quiero que tu novio.

—Toño ya no es mi novio —interrumpió Norma.

—¿Qué pasó?

—Lo voy a cortar… No es el hombre de mi vida, papá.

—Pues si no es el hombre de tu vida haces muy bien, hijita, claro que sí. Tú eres muy linda y muy inteligente, puedes encontrar un muchacho mejor.

Por encima del escritorio, don Lucas tomó con su derecha la mano extendida de Norma. La acarició suavemente.

—¿Por qué no nos vamos a Guanajuato, Normita?, esta Semana Santa. Tú y yo solitos. Ya ves qué bien la pasamos la otra vez. Tu tía Irene te extraña mucho.

Justamente esa tarde Norma recibió carta de su tía Irene.

Con el tiempo, las misivas de la hermana de su padre habían dejado de ser escuetas y duras. Empezaron a llenarse de muchachita, linda, hijita adorada, todas las noches rezo por ti, cuando don Lucas y Norma accedieron a visitarla en el rancho de los Lapuente un par de veces, por la Semana Santa. Por supuesto la tía Irene aprovechó la ocasión para sugerir que Norma se quedara ahí, con ella; invitación que don Lucio Lapuente reforzó e hizo suya con expresiones tan estentóreas como sinceras: sí, sí sí, sí sí, le encantaría ver a Norma viviendo en Los Duraznos y formando parte de familia como hermana consentida de los primos Lucio, Luciano y Luis.

La cosa no pasaba de eso: magnifica disposición, reiterada propuesta y agradecimiento al calce. Hasta ahí. Nada más. Estaba muy claro que la muchacha no deseaba ni desearía jamás vivir lejos de su padre.

—Un viajecito rápido en Semana Santa. Ya falta poco.

Un viajecito rápido le caería muy bien. Cinco o siete días de vacaciones en el rancho le ayudarían a olvidarse de Daniel Limón y de Toño Jiménez al mismo tiempo: a la porra los dos; ¡a calacas y palomas!, como en los tiempos de canicas. Regresaría aliviada y dispuesta a ayudar a su padre a vencer el maldito alcoholismo y a sacarse del corazón a la mugrosa Pintarrajeada: causa única de todas las desgracias ocurridas a su familia desde que la tía Irene se fue a Guanajuato.

Norma releyó en el baño la carta de la tía Irene y se echó a llorar.

Al día siguiente citó a Antonio Jiménez en una nevería de la calle Hidalgo, La Estrella Polar, donde acostumbraban reunirse para sus chiqueos verbales.

Toño abrió tamaños ojos.

—¿Pero por qué? ¿Nada más porque no nos casamos luego luego?

—No sólo por eso.

—Pues mira, para que lo sepas, ya hablé con mi papá. Y ya casi está de acuerdo en que nos casemos para fin de año.

—¿Sin que termines tu carrera?

—Sin que termine mi carrera. Puedo recibirme en año y medio… y viviríamos en su casa mientras tanto.

—Eso jamás.

—Bueno, le puedo pedir que nos ayude para que alquilemos una casita cerca, en lo que me recibo… Te quiero, Norma. Quiero vivir contigo. Quiero que tengamos muchos hijos. Quiero que me apoyes en mi carrera y me ayudes a ser un buen médico que gane lo suficiente para mantener a nuestra familia.

—Sólo piensas en ti.

—Estoy hablando de nuestra familia.

—Nuestra familia, la tuya. Tus hijos. Tu carrera. Tu título. Tu consultorio.

—No he dicho nada de mi consultorio, Norma.

—¿Y no piensas en lo que yo pueda querer?

—¿Qué cosa?

—Estudiar una carrera, por ejemplo. Tener una profesión.

—¿Qué profesión?

—El ajedrez.

—¿El ajedrez?

—Quiero jugar ajedrez como una profesión.

Toño guardó silencio. Lamió la cucharita del helado de fresa que casi se había terminado.

—La semana pasada no me hablabas así, Norma. ¿Estás enojada conmigo, todavía?

—Enojada no. Cambiada.

—Cambiada de qué, por qué. ¿Qué te hice?

—No me hiciste nada. Yo me hice a mí misma, todo. Cambié de golpe.

—¿De la noche a la mañana?

—De la noche a la mañana, así soy. No lo sabía, pero así soy.

—Y a santos de qué.

—Estoy enamorada de otro hombre.

Toño soltó la cuchara y sacudió la cabeza como en el escalofrío de un tic. Luego sonrió, burlón.

—Me quieres hacer enojar. No te creo.

—Peor para ti.

—Quién es.

—No lo conoces. Un muchacho que me presentaron en esa fiesta a la que no quisiste ir. Si hubieras ido conmigo…

—No te burles, Norma.

—Te estoy hablando con la purita verdad, Toño.

—¿Te enamoraste de él, así, a simple vista?, ¿con un flechazo de película? ¿Es Rodolfo Valentino?

—Sí, es Rodolfo Valentino.

—Norma, por Dios…

—No insistas, Toño, ya. Por favor. Hasta aquí llegué contigo. Punto.

Toño siguió insistiendo mientras pedía la cuenta, mientras se alejaba de la mesa sin dejar propina, mientras salían a la calle Hidalgo, mientras se separaban por fin: Toño dejando extendida la mano de Norma y a punto de soltarse a llorar de dolor y de rabia.

Apenas cruzó la Alameda y pisó la acera de Avenida Juárez, Norma se sintió aliviada como de un crónico dolor de muelas. No vería nunca más a Toño Jiménez pero tampoco a Daniel Limón. Daniel Limón le había servido sólo para deshacerse de aquella cucaracha, según insultaba a su padre a los enchinchosos jugadores que nada más lo hacían perder el tiempo con marrullerías o pausas interminables entre movimiento y movimiento. Daniel Limón fue el clavo para sacar otro clavo, émbolo mecánico para deshacerse del parche de la virginidad —¡pero qué te pasa, Norma, carajo!—, chispazo para descubrir que con ese mediocre y mocho estudiante de medicina no deseaba salir a caminar la vida. De repente y de milagro, como al conjuro de un pase de Mandrake el mago, Daniel Limón hizo aparecer de una muñequita de trapo a la nueva Norma que caminaba alígera por San Juan de Letrán rumbo al club de ajedrez.

Esa tarde jugó como nunca. Venció llevando negras al gordo Pérez Jácome y luego se enfrentó con la hija del presidente del club, una cuarentona de nombre Mercedes que vivía en Guadalajara y presumía ser —así la presentaba al menos su padre— la mejor ajedrecista de la República.

En la primera partida con Mercedes, la defensa siciliana de Norma, desarrollada como Gilg en 1927, hizo pensar a su rival que las negras preferían actuar con cautela. Mercedes se confió y se lanzó al acoso sacando su dama antes de tiempo; entonces Norma organizó en trenza a sus alfiles, se apoderó de la iniciativa junto con el centro del tablero, y en la jugada dieciocho, después de un imparable intercambio de piezas, la mejor ajedrecista de la República se quedó sin fortaleza alguna en un campo desolado. Dobló su rey en la jugada veintiuno.

El triunfo de Norma atrajo la atención de los jugadores del club. El padre de Mercedes y el padre de Norma aplazaron sus partidas y acudieron al tablero de las mujeres a presenciar la revancha.

Mercedes movía la cabeza y fumaba de continuo:

—Me descuidé con la variante del alfil —dijo al presidente del club, como disculpándose, mientras ordenaba las negras en su lado.

Norma guiñó un ojo a don Lucas. Desde su salida, sobrecargando de piezas un centro restringido, remedó al mejor Capablanca, el que destrozó a Alhekine, a Marshall, a Akiba Rubinstein…

—Ah, la chiquita Capablanca —exclamó el presidente del club, que conocía bien el estilo del campeón cubano. Con eso puso en alerta a su hija Mercedes quien rehuyó con inteligencia un gambito de caballo y obstaculizó el ingreso de las torres blancas. No pudo hacer más; la mejor ajedrecista de la República buscó las tablas con desesperación; infructuosamente, porque Norma la sorprendió con un jaque mate de peón en el rincón izquierdo del tablero.

Mercedes se levantó de un brinco mientras el presidente del club clavaba los ojos en las piezas congeladas sobre el tablero tratando de descifrar cómo se había cocinado ese mate inverosímil que venció por segunda vez a su hija.

—Jugaste muy bien, Nora —dijo Mercedes tendiendo su derecha.

—Me llamo Norma —rectificó Norma.

—Ojalá juguemos otro día.

—Cuando quieras.

Ya eran las nueve de la noche cuando Norma, enrachada y con enjundia para jugar hasta la madrugada, retó a su padre y le ganó una partida rarísima gracias a que logró coronar un peón envenenado al que don Lucas desdeñó.

—Me engañaste otra vez, como con el gambito de torre, ¿te acuerdas? —exclamó el padre de Norma y la estrechó fuerte contra su pecho.

Salieron a caminar por Madero, Motolinía, Tacuba, rumbo a Donceles. Su padre continuaba asombrado por el juego que le ganó a la tal Mercedes.

—No te conocía esa agresividad, me dejaste patitieso.

—Estaba inspirada.

—Pero casi no vienes al club, ¿cuánto hace?

—El librito verde, papá.

—¿Qué estás estudiando? ¿La defensa siciliana?

—Los peones… Los peones pasados, los finales con torre y peones.

Se detuvieron a cenar unos churros con chocolate en una fonda de Tacuba y continuaron hablando de los finales de partida a base de peones. Luego de Carolina García, escondida en Tehuacán.

—Si esta semana no regresa, la voy a ir a buscar.

—No te humilles, papá. Por favor no te humilles.

Semana y media más tarde Norma habló con Paquita Suárez. Fue Paquita quien la buscó en la zapatería, pero esta vez don Günter no la dejó salir porque era sábado de mucho movimiento. Se quedaron de ver el domingo, en el jardín de San Fernando.

Desde luego no hubo más tema que Daniel Limón. El pintor acababa de estar en casa de Florentino y Paquita, muy entusiasmado porque Diego Rivera lo había llamado de nuevo como ayudante para un mural en el Hotel Reforma. No era la primera vez. Daniel estuvo en la cuadrilla del maestro Diego cuando pintó esa maravilla del Palacio Nacional —así dijo Paquita: esa maravilla— y antes trabajó con el maestro Siqueiros en la Escuela Nacional Preparatoria. En ese entonces Daniel tenía como quince años —imagínate qué tan genio es—, y si no siguió con Siqueiros fue porque ahora Siqueiros andaba peleando en España contra los fascistas de Franco. Era un gran artista el queridísimo Daniel. El mejor del grupo. Cuando vendía sus cuadros de caballete a los gringos —tienes que verlos, Norma, son de volverte loca— se metía un dineral a la bolsa, aunque todo se le iba en la causa del Partido o en la enfermedad de su madre, encerrada desde hacía muchísimo tiempo en un sanatorio mental de Guadalajara.

Además de gran artista y gran persona —siempre según Paquita Suárez— Daniel era un impresionante orador y un político con ideas clarísimas; avistaba los peligros del trotskismo, infiltrándose como una serpiente en el corazón mismo del Partido, y trabajaba por la edificación en nuestro país del verdadero comunismo enfrentado cara a cara a los regímenes burgueses de todos los presidentes de la República, incluyendo al de este Cárdenas, que con la mano izquierda saludaba al socialismo mientras con la derecha —eso también lo sostenía Florentino— propinaba golpes bajos a los camaradas obreros.

Poco o nada entendía Norma de lo que hablaba Paquita Suárez. Sólo al padre de Toño Jiménez había oído nombrar a Diego Rivera, y muy mal por cierto: lo llamaba pintor de brocha gorda, pintamonotes horribles. De Siqueiros, nada, y de comunismo, lo que decía el padre Ramiro: una doctrina herética empeñada en destruir la religión, la familia, la moral.

Por lo que venía escuchando de Paquita desde el jardín de San Fernando hasta un café de chinos de la Colonia Guerrero, Norma se percató de que nada de lo ocurrido en el cuarto de azotea había contado Daniel a sus amigos. No es un cínico —pensó Norma—; por lo menos es discreto.

—Se fueron sin avisar. Cuando voltié la cara ya no estaban, Norma, ¿qué pasó?

—Me marié con los jarritos y le pedí que me llevara a mi casa. No te quise molestar.

—Todos pensamos que se habían ido a otra cosa.

—¿A qué?

—De romance. Daniel es muy enamorado. No deja viva a la que se le pone enfrente.

—¿De veras me creíste capaz?

—Qué tiene. Yo no lo hubiera visto mal. Así me pescó Florentino. Lo conocí en una fiesta y acabamos en la cama.

—¿De veras?

—¿Entonces no hubo nada de nada? ¿Ni un besito?

—Pero muy rápido.

—Ay ya ves, canija, ya salió el peine.

—Muy rápido. Nos despedimos y ya. No quedamos de vernos ni nada.

—Eso sí no te lo creo —sonrió Paquita, con malicia.

Empezaba a oscurecer. Salieron del café de chinos y Norma acompañó a Paquita Suárez hasta la parada de camión. Cuando el camión se aproximaba, preguntó:

—¿Qué dijo Daniel? Ora que fue a visitarlos, ¿qué dijo?

—¿De qué?

—De mí.

—Ya te conté.

—No me contaste nada —protestó Norma.

Paquita extendió el brazo para marcar la parada.

—Ah pues luego te platico. Te busco la semana próxima.

—¿Pero qué dijo?

El camión se detuvo y Paquita se aproximó al estribo para subir. Volvió apenas la cabeza:

—Que eras muy linda. Que se había enamorado de ti.

Toda la noche del domingo y todo el lunes rumió Norma estas dos frases de Paquita Suárez. ¿Será cierto?

En lugar de ir a San Francisco a confesarse con el padre Ramiro —o mejor con un sacerdote desconocido que no sepa quién soy, que nada más oiga y me regañe y me absuelva y ya— Norma tomó la decisión de faltar ese martes a la zapatería y se fue a caminar, a caminar, a caminar en busca del rumbo que le pareció nefasto aquella mañana de su primera vez. Cuadras arriba y cuadras abajo veía y reveía tratando de reconocer establecimientos, edificios, tendajones; aquella fachada, un letrero, el puesto de periódicos, un detalle, por Dios, para activar su memoria. Empezaba a desanimarse cuando localizó al fin, en la acera de enfrente, el edificio amarillo de los Baños Públicos. De ahí ya fue más fácil.

El portón a la calle estaba abierto. No le parecieron tan lóbregos los pasillos como los sintió cuando bajó corriendo de estampida. En el segundo piso reparó en un letrero adosado a una puerta con una leyenda borrosa, inexistente casi: Sindicato de Obreros Técnicos Pintores y Escultores. En el tercero la detuvo una mujer gorda que cargaba una cubeta y un trapeador.

—¿Dónde va?

—A la azotea. Con el señor Daniel Limón.

La gorda hizo un gesto incomprensible y siguió su camino por el pasillo.

Norma temblaba cuando subió la escalera de metal. Sintió una opresión en el pecho. Pensó en regresar, en bajar corriendo otra vez. Siguió hasta encontrar la azotea. Llegaba música de alguna parte.

Primero golpeó con los nudillos el cuarto aquel, donde había pasado la noche, y como nadie pareció escucharla fue hacia el cuarto vecino. La puerta se hallaba ligeramente abatida y del interior escapaba, de un disco a medio volumen, la poderosa voz de un cantante de ópera a la que se encimaba otra voz, en vivo, desentonada y potente, remedo triste del tenor.

Norma cruzó la sala con pasos cortos y se asomó al estudio. De espaldas, empuñando una brocha que batía el aire como para acompasar el aria operística, estaba Daniel con la camisa desfajada, el pelo revuelto, sucio, y el pantalón manchado de pintura.

—¡Lotería! —exclamó Daniel al descubrirla.

Norma frunció la boca porque le chocó la expresión: le pareció grosera.

—Sabía que ibas a venir.

Daniel separó el brazo del disco y apagó el aparato.

—Tú sabes dónde vivo.

—Pero no me gusta forzar a nadie.

—¿Así piensan los comunistas?

—Así pienso yo.

Daniel se aproximó pero ella le puso dos dedos sobre los labios para detener el beso.

—A todas horas pienso en esa noche —murmuró Daniel—. Todavía tengo tus ojos en mis ojos, tu piel, tus manos, tus piernas…

Se produjo el beso. Norma lo hizo breve.

—Vas a pensar que soy una buscona.

—No hables como niña burguesa. Tú eres una mujer libre.

Los dedos de Daniel empezaron a manipular el botón más alto de la blusa blanca de Norma. Ella le apartó las manos.

—No —dijo—. Quiero hablar contigo. Quiero conocerte.

De una jarra que estaba sobre la mesa, entre pinceles y botes de pintura, Daniel sirvió dos vasos de agua fresquísima, de jamaica. Luego se pusieron a conversar. Le mostró sus cuadros: eran grandes lienzos, sujetos en bastidores, de pinturas terminadas o a medio terminar. Se encontraban uno tras otro apoyados sobre un muro y Daniel los fue exhibiendo como si lo hiciera frente a un coleccionista reflexivo.

Casi todos proponían figuras humanas: hombres, mujeres, rostros encimados con expresión, doliente o furiosa. Las formas no guardaban proporciones reales y de pronto un brazo escapaba de una cubeta y un puño flotaba en una nube entre manchones de pintura negra y brochazos rojos que parecían llamaradas. La confusión de colores y el desorden de la composición creaban para Norma una atmósfera horripilante.

—¿No te gustan? —preguntó Daniel.

—No los entiendo muy bien.

—¿Qué no entiendes?

—Yo estoy acostumbrada a los retratos, a los paisajes tranquilos —se atrevió a decir Norma.

—Para eso existe la fotografía. La pintura tiene que expresar lo oculto de nuestra realidad: el dolor de las madres desamparadas, la furia del proletariado. Además de todo lo demás —se exaltaba Daniel—. Necesitamos abrir los ojos del pueblo para que grite, para que se rebele de una vez.

Más que su discurso interminable, a Norma le fascinaban las manos de Daniel, sucias de pintura, con las uñas negrísimas, moviéndose en círculos como garras o volando como palomas por el cuarto.

Ese día y muchos otros, los fines de semana, Daniel llevó a Norma a conocer la obra de los muralistas nacionales. Primero la del maestro Diego que coronaba la escalera del Palacio Nacional y donde la historia patria se convertía en una historieta pegada a las paredes.

—Aquí está Hidalgo, en el centro, junto a Morelos. Allá Juárez, mira, con las leyes de Reforma, ¿ya lo viste? Ésa es la Inquisición. Aquí están los conquistadores destruyendo a los indígenas. El pueblo está en todas partes, míralo: masacrado, burlado, dolido.

Fueron a ver La creación del hombre en el Anfiteatro Bolívar y viajaron a Chapingo, con una cesta que llevó Norma para almorzar en un claro del jardín entre paladeos y besuqueos luego que Daniel le explicó la manera en que el maestro Diego había ilustrado La evolución biológica y la transformación social con ese desnudo gigante de una mujer representando La tierra dormida.

Un sábado por la mañana conoció Norma los frescos de Rivera en la Secretaría de Educación Pública y Los mitos de Siqueiros en la Escuela Nacional Preparatoria.

—El mural es como una novela, Norma. Está lleno de historias y de personajes, tardas una vida en captarlo. A la pintura de caballete se le aprecia de golpe, como un cuento.

Se vieron obligados a suspender sus recorridos artísticos porque Daniel empezó a trabajar con el maestro Diego en la obra para el Hotel Reforma de que le habló Paquita. Más que un mural eran cuatro tableros enormes donde Diego quería mofarse de la burguesía. La obra se iba a titular Carnaval de la vida mexicana y el trabajo de Daniel consistía en cuadricular los espacios, bocetar los dibujos trazados antes en papel, manchar con pintura los fondos. Poco tenía de creativa la tarea, a veces el muchacho funcionaba de mandadero, pero él se sentía orgulloso de estar al lado del gran artista. Un mediodía, Norma fue a visitarlo con la curiosidad de conocer cómo se daba el desarrollo de una obra así. Daniel la presentó con Diego Rivera. El famoso parecía mayor de los cincuenta años que tenía y ella lo encontró muy feo: mirada hosca, overol mugroso, zapatotes viejos, y un ridículo sombrero de alas extendidas. Rivera no prestó atención a la muchacha. Trazó un gesto con la boca, a manera de saludo, y continuó limpiando los pinceles.

La relación entre Norma y Daniel había entrado ya en una etapa como de noviazgo —palabreja que el muchacho odiaba—, aunque no habían vuelto a acostarse —palabreja que admitía—. Solamente se besaban y tocaban en el camioncito de redilas y en el estudio de azotea.

Estaban en el estudio de azotea una tarde, ya anocheciendo, cuando de los besos y los estrujones Daniel trató de saltar con Norma a la cama. Ella se apartó enérgica.

—Pero si ya me pusiste a prueba casi un año, Normita, caray.

—Me voy.

—Espérate, vamos echando una apuesta.

—¿Qué apuesta?

—Tanto me presumes que órale, a ver: te juego un ajedrez. Si te gano, a la cama; si pierdo, te vas.

Norma soltó una risa.

—¿Me lo juras?

—Te lo juro —exclamó Daniel y acto seguido se acuclilló frente a un mueble repleto de rollos de papel, libretas, tubos apachurrados de óleo, de donde extrajo un tablero polvoso y la caja de las piezas. Los llevó a una esquina de la mesa. Despejó el área. Acomodó los peones…

—Te doy las blancas, para que veas.

Norma seguía sonriendo. Más de una vez le había contado de sus hazañas en el club de San Juan de Letrán, pero Daniel nunca ponía atención ocupado en ser el único centro de toda plática, se tratara de pintura o se tratara, como en este momento, de ajedrez: inolvidables eran sus victorias trepidantes sobre los camaradas del partido y los mates de fantasía con que asombraba a los viejos zorros de una cantina de Cinco de Mayo.

—De veras soy muy bueno, Norma.

Aunque Norma se aventuró a jugar como una principiante —anticipando la salida de su dama y avanzando sin freno los peones, como lo hacía el poeta Reveles—, venció con extrema facilidad a Daniel. Apenas se despejó el campo sacó las torres, y las torres blancas de Norma barrieron al enemigo como los tanques de la guerra del catorce, dijo Daniel. Y se rascaba la cabeza:

—Increíble, increíble, increíble…

Norma no dejaba de sonreír cuando al levantarse para darle un largo beso en la boca tropezó con el tablero y derramó las piezas en el piso de mosaico: caían como botones, rodaban un tramo.

Hicieron el amor hasta que la muchacha se irguió asustadísima porque no había visto el reloj. Lo siguieron haciendo ahí mismo una o dos veces por semana, ajustados cada vez mejor sus cuerpos, descubriendo ella placeres distintos en las nuevas posturas que Daniel le enseñaba, cuidadoso siempre de no ir más allá de lo pedido por Norma entre murmullos y mientras la muchacha buscaba acomodos que terminaban con su cabeza acunada en el torso peludo de Daniel.

Eso sí era el paraíso terrenal.

Don Lucas conoció a Daniel en La Buena Estrella, un merendero de la calle de Bolívar a donde Norma llevó al muchacho a presentarlo con su padre. No agradó a don Lucas la prepotencia del pintor ni el continuo frotamiento de sus dedos sobre los brazos y los hombros de Norma, delante de él, sin recato alguno, como si estuvieran casados. Por la conversación entendió don Lucas que la relación de los muchachos se medía ya en meses, no en semanas. Y casi nada le había confiado Norma, ¿por qué?

Era culpa de su padre, se latigueaba don Lucas. La temporada mala se había prolongado, ni hablar. Cuando no andaba de viaje a Tehuacán para reconciliarse con Carolina y traérsela de nuevo al departamento de Donceles, se pasaba las noches en el burdel de La Negrita —él decía a Norma que en casa del Chato Vargas— cobrando venganza de las canalladas de la mujer. Maldita maldita, la maldita Carolina. Siempre sospechó de ella y más cuando esa misma tarde descubrió una carta enviada desde Tehuacán, Puebla. Abrió el sobre. Desdobló la página. Leyó el Mi querida Caro y la firma con letra horrible de un tal Paco. Parecía una simple carta amistosa, aunque esas frases insulsas podían estar escritas en clave, pensó don Lucas.

¡La que armó Carolina cuando se topó con que el imbécil de su marido había violado su correspondencia! Paco era un amigo de la infancia, cuántas veces tendría que decírselo; Lucas no tenía razón para imaginar infidelidades ni menos derecho a violar su correspondencia, cabrón, eso merecía la cárcel.

—A la que debes espiar es a tu hija —le gritó Carolina—. Esa mosquita muerta se está acostando con alguien en tus narices.

El manotazo de Lucas sólo abatió el aire porque Carolina García se movió a la derecha.

—A las escuinclas que dejan de ser quintitas se les echa de ver en la cara, en la forma de caminar, de mover la cintura. Tú nomás fíjate, Lucas, no seas pendejo.

El pleito entre don Lucas y Carolina García no fue de los históricos —don Lucas no salió a emborracharse con el Chato Vargas ni Carolina García huyó a Tehuacán— porque el padre de Norma sabía que su mujer decía la verdad y él mismo, mea culpa, mea culpa, mea culpa, no había sabido guiar a Norma como lo habría hecho sin duda la tía Irene si viviera con la muchacha en Guanajuato.

Eran más de las once y media de la noche cuando don Lucas oyó los ruidos de Norma entrando en la sala y al poco tiempo en el baño y en su recámara.

Norma estaba desnuda, enfundándose el camisón. Se dio la vuelta asustada y aceleró sus movimientos.

—¿Te estás acostando con tu novio? —preguntó don Lucas.

Norma se mordió los pellejitos de los labios donde aún sentía los besos de Daniel Limón. Movió los hombros, como retorciéndose. Luego hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Vamos a casarnos, papá.

Hablaron durante una hora y media de la falta que les había hecho a ambos tu mamá, Normita, y después la tía Irene. Del error de haber traído a Carolina García, de su mutua incapacidad para hacer una vida en común con todos los detalles que implica una vida en común: los tiempos compartidos, las obligaciones bien distribuidas, los paseos semanales, las amistades familiares, los viajes más frecuentes al rancho de Guanajuato. Terminaron abrazados, llorando.

Esa misma semana, Norma se disgustó con Daniel porque Daniel Limón no quiso oír una palabra sobre casamiento por lo civil y mucho menos por la Iglesia.

—Yo no creo en papeles ni en esas babosadas, amor. Soy comunista de verdad, ¿no te has dado cuenta todavía?

Norma lo dejó hablando solo, con el discurso a medias, y bajó de golpe la cortina de su tendajón, como le dijo a Paquita Suárez cuando Paquita Suárez y su esposo Florentino trataron de servir de intermediarios para reconciliar a la pareja. Norma se había confesado en La Profesa, como mujer anónima encerrada en el ropero de un confesionario, y después de la regañada y la penitencia que le puso un sacerdote de voz gangosa por terribles pecados cometidos por la joven, tomó la firme decisión de renunciar para siempre a Daniel Limón si él no aceptaba un casamiento como Dios manda: es decir: con ella de blanco y en el templo de San Francisco. A sabiendas de que tal exigencia requería de un milagro, y ella no creía en los milagros, Norma pidió autorización a su padre para irse diez días a Guanajuato, ahora sí, con su tía Irene y la familia Lapuente: quería pensar, quería distraerse, quería olvidarse de Daniel y hasta de Toño Jiménez que se le estaba apareciendo en sueños y le revoloteaba a veces como mariposa en el estómago.

—¿Cuándo piensas irte? —le preguntó don Lucas.

—El domingo. Ya hablé con don Günter y me anticipó mis vacaciones.

Parecía un buen plan, pero se interpuso Daniel Limón. El viernes anterior a la partida se presentó en el negocio de don Günter y Norma se dejó vencer por los ojos profundos y la barbilla partida del muchacho. Pensando en ti, Norma —le dijo—, acababa de abandonar sus mugrosos cuartos de azotea y conseguido una vivienda muy decente en una vecindad de la Colonia de los Doctores, aledaña, por suerte, a la bodega donde Daniel estaba instalando su nuevo estudio. Allí la llevaría a vivir como su esposa cuando se casaran el mes próximo en un juzgado de lo civil.

Desde luego, lo del matrimonio lo discutieron más tarde, no en el momento en que se produjo el encuentro cuando ella salió de la zapatería al concluir su trabajo. Luego de un forcejeo verbal, el inevitable estira y afloja, anduvieron caminando en la Alameda sin que Daniel consiguiera una sonrisa de Norma. Pero la venció eso: sus ojos profundos, su barbilla partida, el ansia de sentir en sus brazos y en sus piernas y en sus pechos las caricias de este tipejo infame, prepotente, pagado de sí mismo, terco, ardiente, maravilloso, maravilloso, maravilloso, repetía Norma usando la palabra preferida de Daniel Limón mientras se amaban a revolcones en la cama de la nueva vivienda. Ella no era capaz de resistir, lo necesitaba tantísimo que era más fácil abandonar en un rincón a Nuestra Señora de Lourdes y olvidarse de un vestido blanco y una iglesia llena de flores que perder el aliento de este comunista del infierno.

En verdad era linda la vivienda. Norma pondría una maceta de geranios por aquí, su mesita de ajedrez por allá, unos visillos de encaje en la ventana, el mantel de su madre en el comedor… Sería la dueña y señora, mujeresposa del pintor Daniel Limón. De entrada sufriría una secuela de reprimendas, tal vez un manotazo en la mejilla, pero en menos de una semana lograría convencer a su padre de ese matrimonio sólo por el civil. Nada anunciaría a la tía Irene ni a los Lapuente de Guanajuato, qué les puede importar. Paquita Suárez y Florentino serían los únicos testigos de un casamiento casi en secreto. Continuaría jugando ajedrez tres veces por semana en el club de San Juan de Letrán.

Norma se guardó por un tiempo la noticia porque el matrimonio se aplazó de repente. El maestro Siqueiros estaba de regreso en México y confió a Daniel un trabajo secreto de extrema importancia.

Le encantó a Norma el maestro Siqueiros. A diferencia del maestro Diego, el mechudo sí reparó en la muchacha y hasta felicitó a Daniel por su magnífica elección.

Siqueiros no quitaba los ojos de Norma. Se dirigía precisamente a ella cuando narraba a un grupo de jóvenes pintores, en el galerón de Florentino y Paquita, sus más brillantes hazañas en la guerra civil española —perdida desgraciadamente para la causa de la libertad— dijo.

Las otras reuniones con Siqueiros durante los cuatro meses siguientes fueron secretísimas. Participaban Daniel con una docena más de comunistas muy selectos reunidos quién sabe dónde. Nada sabía Norma de los asuntos y de su trascendencia porque el maestro Siqueiros pidió a sus compinches silencio absoluto.

Es un complot, dedujo Norma porque veía muy nervioso a Daniel los pocos días que lograba verlo, en lapsos brevísimos. No se sentaban a platicar. No visitaban a Florentino y Paquita. No hacían el amor.

—¿Por qué no me cuentas?, yo te puedo ayudar.

—Te he dicho más de lo que debo.

—No me has dicho nada.

—Es todo lo que puedes saber.

Una tarde de mayo de 1940, pocos días después de que Norma cumplió veinticuatro años sin que Daniel se diera por enterado a pesar de que Florentino y Paquita prepararon un festejo y él no fue, ni se disculpó, ni le dio un regalo, ni siquiera un beso…, esa tarde en que Norma fue a ver a Daniel a su estudio, a unas casas de la nueva vivienda, el muchacho se paseaba nervioso de un lado a otro, entre sus cuadros y su tiradero. Y ya no pudo más:

—Vamos a balacear a Trotski.

—¿Vas a matarlo?

—Sólo a darle un susto, a él y al gobierno.

—¿Trotski no es comunista?

—Es un traidor, Norma. Queremos que el presidente lo expulse. Que sepa que no lo queremos en México.

—¿Y el maestro Siqueiros?

Todo lo supo Norma unos días más tarde.

Disfrazado de mayor del ejército, con lentes oscuros y bigote postizo, el pintor David Alfaro Siqueiros comandó un asalto a la casa de Coyoacán donde vivía el viejo Trotski. Se utilizaron dos automóviles, uno de ellos conducido por Daniel Limón. El grupo estaba compuesto por miembros del partido, muy de la confianza del maestro Siqueiros, y por un par de campesinos de Hostotipaquillo, un pueblo minero del estado de Jalisco. A excepción de Siqueiros, todos iban disfrazados de policías civiles. Dispararon como doscientos tiros sobre la casa y salieron huyendo.

Lo que narró Daniel y lo que Norma leyó en los periódicos asustaron más a la muchacha. El maestro Siqueiros fue a refugiarse a Hostotipaquillo y el resto de los camaradas se escondieron con amigos o continuaron haciendo su vida normal, como Daniel Limón. Creían estar a salvo, pero alguien hizo una delación, agarraron a un camarada asaltante, y el gobierno desató entonces una cacería feroz acicateado por el escándalo de los periódicos.

Aprovechando que su padre se encontraba en Tehuacán —una vez más había ido a reconciliarse con Carolina García—, Norma se trasladó a la vecindad de la Colonia de los Doctores para acompañar a Daniel Limón. El muchacho se veía más tranquilo que Norma. Pese a la supuesta cacería policial —no les creas mucho a los diarios, le recomendaba Daniel— se consideraba fuera de peligro porque la operación resultó perfecta, te lo juro.

Norma no pensaba lo mismo y trataba de convencerlo de que se fuera a Guadalajara, a casa de su primo, cerca de su madre encerrada en el sanatorio mental.

—No pasa nada.

—Pero si hasta Paquita y Florentino sospechan, Daniel.

—¿Qué sospechan?

—Que tú estabas en el complot.

—Ellos no saben nada, no es cierto.

—Vete a Guadalajara, Daniel. Hazlo por tu hijo.

Los ojos de Daniel Limón se abrieron como lámparas.

—Estoy embarazada —completó Norma.

—¿Embarazada embarazadísima? ¿Estás segura?

—Embarazadísima, Daniel.

Daniel se lanzó hacia la muchacha. La abrazó por la cintura, la levantó en vilo y luego giró con ella como si fueran una pirinola.

—Maravilloso maravilloso —gritaba y reía Daniel—, maravilloso. —Saltó como un chamaco para golpear con la mano el foco que colgaba del techo.

Norma respiró a plenitud. Había temido que la noticia enojara a Daniel, más en una situación como la que estaban viviendo, y la reacción explosiva del muchacho la llenó de alegría: no se había equivocado, ese hombre la amaba de veras.

Daniel se puso a cantar el aria de Cavalleria rusticana. Sacó de un cajón de triques una botella de un tinto portugués y sirvió dos vasos. Antes de arrojarse a la cama se acabaron la botella.

Fue esa tarde, o la tarde del día siguiente, o una tarde pasados varios días —no siempre es fácil para una cabeza vieja recordar con exactitud— cuando un grupo de policías vestidos de civil irrumpió en la vecindad de la Colonia de los Doctores. Directo se fueron los intrusos a la vivienda de Daniel. Golpearon la puerta. La derribaron.

Mientras entraban como un ventarrón, Daniel Limón brincó por la ventana que daba a una azotehuela. Detrás de él se hallaba Norma, ayudándolo a huir. Cuando la muchacha giró la cabeza hacia el ruido de los invasores se encontró con el disparo. La bala le penetró en la cabeza, a la altura de la frente, y Norma se desplomó de golpe: cayó de espaldas.

—Está muerta —dijo minutos después un policía vestido de civil.

Durante una eternidad la abuela se mantuvo en silencio. Yo estaba a punto de apagar la grabadora.

—Sírveme un coñac.

Me levanté para obedecerla. Era el cuarto coñac que pedía aquella tarde y sentí cierta aprensión ante el peligro de que la enfermera me avistara alcoholizando a la anciana: un acto sin duda reprobable. Como la abuela enchuecó la boca para acentuar su exigencia, ya no dudé. Serví el licor y puse en su mano deformada por la artritis el cubito de cristal.

Con el trago en la mano, mientras yo continuaba de pie, su brazo extendido señaló hacia los dos cuadros colgados sobre la pared del saloncito.

—Son de Daniel Limón.

Aunque no soy un experto en cuestiones artísticas, unos meses antes mi amigo Armando Ponce me había pedido cubrir una nota sobre las celebraciones del centenario de Siqueiros (se exponían en Bellas Artes varias obras de caballete pintadas por el artista en los años treinta), lo cual me permitía ahora aseverar que sí, ciertamente esos dos cuadros de la abuela parecían emparentados con las pinturas de la exposición. Eran semejantes a los valiosos Siqueiros —el mismo estilo, la misma temática— aunque los firmaba, con una letra amarilla brillando sobre el fondo ocre: Daniel Limón / 1939.

Mientras la abuela sorbía el coñac examiné las pinturas.

—¿Te gustan?

—A veces pienso que me está tomando el pelo, señora.

—Qué dices.

—Que a veces pienso que me está tomando el pelo.

—Sí, eso puede ser. Puede ser que te engañe…

—Por qué razón.

—Por el gusto de engañarte, nada más.

La abuela sonrió y con la izquierda alzó del piso una campanilla: la hizo sonar. Era la primera vez que yo veía esa pequeña campana de bronce, de timbre nítido, cuyo mango configuraba un pequeño Napoleón Bonaparte de cuerpo entero. Sin duda la mantenía sobre el buró de su recámara, y como ahora nuestras conversaciones solían prolongarse hasta llegada la noche había decidido tenerla consigo en el saloncito, al pie de su mecedora.

La enfermera tardó en subir un par de campanilleos más. Noté su gesto reprobatorio cuando advirtió la copa de coñac en el puño de la abuela. Se la arrancó sin pronunciar palabra mientras yo me hacía el disimulado.

—El álbum negro —ordenó la abuela.

Con todo y copa de coñac, la enfermera salió hacia el rumbo de la recámara y regresó con un álbum empastado en piel negra, muy grande, gastado por el uso. Las cartulinas se hallaban cubiertas de fotografías amarillentas, pegadas con esquineros, aunque también alcancé a ver otras sueltas, flotando entre las hojas.

Como me hallaba de pie junto a los cuadros siqueirianos, me resultaba imposible a esa distancia distinguir las imágenes del álbum. Sólo pude apreciar la fotografía que la abuela buscó entre varias cartulinas y me puso delante. Era de tamaño postal y de color sepia. En ella se veía una pareja de jóvenes detenidos sobre una angosta calzada, mirando hacia la cámara. La muchacha vestía una falda amplia que caía hasta muy cerca de los tobillos; llevaba un suéter oscuro y zapatos sin tacón, como sandalias. El joven, de pantalón amplio y camisa arremangada, cruzaba con su brazo izquierdo a la joven por detrás de los hombros. Él era bien parecido. Ambos sonreían.

—Soy yo con Daniel Limón, en Chapultepec.

De inmediato me mostró otra fotografía, más grande, como de ocho por diez. Era una foto en la fachada de un templo.

—Mi boda con Lucio, en la iglesia parroquial de Guanajuato. El que está a la izquierda es mi papá. A la derecha de Lucio, mi tío Grande y mi tía Francisca. Y la de negro, la del chongo, es mi tía Irene.

Ni siquiera pude distinguir a los personajes citados. Me arrebató las dos fotos de un tirón. Volvió a meterlas en el álbum.

—¿Por qué no me presta su álbum?, me serviría.

—No comas ansias, muchacho, no comas ansias.

Al lado izquierdo de la mecedora, de pie, la enfermera había presenciado la escena sin chistar. Cuando salió con el álbum de pastas negras rumbo a la recámara, cruzó conmigo una mirada rápida. Creí leer un gesto como de lástima hacia mí.

De nuevo me senté en el sillón. Revisé la grabadora: seguía funcionando. Era una grabadora grande, buenísima, que María Fernanda me trajo de Nueva York: grababa hasta los suspiros.

—¿Sigues pensando que te estoy tomando el pelo?

—No sé.

—Qué no entiendes.

—La muerte de Norma.

—Terrible, ¿verdad? Pero acuérdate, la muerte está siempre al final de todos los caminos.

—¿Qué pasó después?

Un silencio largo, otra vez, como siempre.

La abuela tomó de su regazo el pañuelo blanco que nunca abandonaba y lo oprimió con el puño. Luego lo lanzó hacia mí.

—Ahí va un navío, un navío, cargado de…

El pañuelo hecho bola no alcanzó siquiera la mesita de cristal. Se desplegó en el aire, quedó flotando unos segundos y fue a caer al pie de la mecedora, sobre sus pantuflas de peluche.

—Tarántulas. Timbre. Tejones. Tijeras. Tapices. Torrejas. Tiranos. Tapetes. Turrones. Tarimas. Toreros. Tepaches. Terremotos. Tenazas. Tinteros. Tomates. Tiendas. Tíos. Tunas. Tejas. Tacos. Tepaches. Tirantes. Tinacos. Talegas. Temas. Tontos. Tundas.

Se echó a reír. Jadeaba contenta, divertida, borracha, feliz como una niña.