—En la noche todo se vuelve cojín de ventanas, humo de ciruelas y caballo amarillo para saltar por las cuatro esquinas de una playa sin leche. Esconde peripecias, muchacho. Aguza el estampido de un vientre sin sombrero. Busca al ruin en las cajas del sótano. No te olvides del corcho. Ayúdame a encontrar el secreto, muchacho, no me dejes.
En la tercera o cuarta sesión la abuela empezó a tutearme y a compartir conmigo su Martell. Se bebía dos copitas al principio de la velada y al terminar la segunda impulsaba con la punta de los dedos la botella en señal de invitación. Entonces me ponía de pie para servirme un trago en el pequeño cubo de cristal.
Dejaba la botella. Levantaba la copa. Sorbía la superficie picante de coñac antes de regresar al sillón seguido siempre por su mirada atenta a cada uno de mis movimientos. También yo vigilaba sus gestos y recogía sus ruidos con mi grabadora que encendía apenas entraba en el salón porque quería registrarlo todo: tanto sus casuales observaciones a mi manera de vestir o a la lluvia que se veía caer afuera, como esos galimatías con los que solía interrumpir su narración. Cerraba sus ojos ágata para dejar salir el flujo de las frases hiladas sin sentido, mientras con los dedos rugosos tamborileaba en los brazos de la mecedora.
¿De veras sólo hablaba por hablar? ¿No sería que en lo profundo de ese caótico parloteo se ocultaban misterios y secretos?
Durante la fatigosa tarea de desgrabar en casa sesión tras sesión, de principio a fin, me distraía con la absurda poesía de la abuela que para María Fernanda terminó por convertirse en obsesión personal. No eran frases gratuitas, ¡fíjate bien!, no era un simple juego de lenguaje: algo quería extraer la anciana de lo más íntimo de su experiencia. Y con el escrúpulo de un científico María Fernanda se ponía a volcar en cuadros complicadísimos dibujados en una libreta de argollas cada una de las frases agrupadas según su estructura sintáctica, según la frecuencia en el uso de términos, según el empleo de posibles asociaciones automáticas y según no sé cuántas categorías más planteadas por mi esposa en su minuciosa investigación.
Para mí eso era tiempo perdido, locuras. Lo importante —el meollo de mi trabajo, al fin de cuentas— estaba en las historias.
—¿Ya empezaste a escribir?
Había entrado la enfermera para darle su medicina de las cinco y media de la tarde: unas gotas amarillas diluidas en medio vaso de agua.
—Sólo tengo un borrador, señora.
—Vas muy atrasado —dijo, y bebió el líquido amarillo arrugando más su arrugado semblante. Devolvió el vaso a la enfermera. La enfermera abandonó el salón.
De la alfombra verde donde lo había dejado levanté mi viejo portafolio negro y extraje un fólder con las primeras treinta páginas en sucio.
—No no no no no —protestó la abuela—. No estoy aquí para leer, ése es problema tuyo. Me estoy muriendo, quiero acabar, ya no me queda mucho tiempo.
Abrí el fólder, moví dos o tres hojas y lo volví a cerrar.
—¿Cómo te quedó el pleito?
—¿El pleito?
—¿No escribiste el pleito entre mi padre y la tía Irene?
—Ah sí, el pleito, claro… Me quedó bien.
—No creo —dijo la abuela sacudiendo el índice. Bajó la mano, sonrió—: Y a lo mejor por mi culpa.
Vestida de azul, con los ojos muy abiertos, asustada por los gritos que se oían hasta su recámara, Norma avanzó despacito por la sala. Aún llevaba los caireles de su fiesta de quince años y a pesar del susto se veía como una flor. Así le decían las vecinas cursis de la tía Irene: eres un capullo de rosa abriéndose a la vida, al aroma del amor, a la esperanza…
—Tú decide, Norma —dijo Lucas apoyando suavemente su derecha en el hombro de la chiquilla—, ya tienes edad para elegir. Te quedas conmigo o te vas con tu tía Irene a Guanajuato.
Norma miró los ojos empañados de su tía mientras la mano de Lucas le presionaba apenas el hombro. Guardó silencio un rato, pero al fin dijo:
—Me voy con mi tía Irene.
DOS
Nunca olvidaré ese viaje, claro que no: trácata y trácata y trácata y trácata en el tren repleto de gente, y más gente, y otra gente ofreciendo por las ventanillas porquería y media cada vez que nos deteníamos en cada estación para comer un taco de cualquier cosa, a escoger entre las tostadas y los sopes, o los panuchos y los tacos dorados y los dulces de leche que eran mi adoración, pero ahorita nada me daba ganas de comer porque me sentía la tonta más infeliz del mundo a pesar de los consuelos de mi tía Irene que acariciaba con sus dedos de bruja mi cabello, dale y dale con que Guanajuato era muy bonito y mi papá iría a verme por lo menos tres veces al mes. Yo pensaba no es cierto mientras veía por la ventanilla a los vendedores levantando sus porquerías de almorzar, no es cierto, y al montón de niños pidiendo limosna con la manita alzada y tan infelices como yo, no es cierto, también sin mamá, también sin papá, corriendo para alcanzar al tren que ya se iba apenas el señor de la cachucha pasó por el pasillo del vagón gritando Váaaaaamonos y justo en el momento en que un pasajero retrasado echó a volar su maleta a través de la ventanilla y luego saltó él mismo hasta nuestros asientos, casi encima de la tía Irene asustadísima por el brincote del viejo apestoso que ensuciaba mi vestido con sus patotas mientras repetía Perdón, Perdón, Perdón señora. Pum, ya estaba adentro.
Dejé de llorar, ya había llorado mucho, y me apreté a mi tía más de lo que se apretaban entre sí los pasajeros del vagón llenísimo, porque no hubiera podido vivir en México sin mi tía: quién me iba a peinar, quién me iba a llevar al colegio de las madres, quién me iba a dar de comer todos los días y quién me iba a enseñar lo que ya iba aprendiendo gracias a ella: desde la costura y el tejido de agujas, hasta las reglas de educación importantísimas para hacerme una niña de veras decente y no como las niñas groseras de a la vuelta, horribles porque nunca tuvieron una tía Irene para guiarlas por el camino de la Virgen de Lourdes. No me quedé contigo porque no te quisiera, papá. Te quiero de aquí a las nubes, desde Alaska hasta la puntita de abajo en el mapa. Tú me trajiste el día de mi cumpleaños el vestido azul. Tú me enseñaste ajedrez y te gané a ti y a todos los señores del club, con sus ojotes abiertos cuando me abrazabas fuerte, tan fuerte que se me cayó el moño de la cabeza y luego ya no lo encontré. Me fui porque te iba a estorbar en la casa y porque no quería tener otra mamá. La única mía está en el cielo para siempre. Desde allá me ve y desde allá me cuida como me va a cuidar en Guanajuato mi tía Irene, papá. Ven, papá, ven a verme cada semana, tú solito, y nos ponemos a jugar ajedrez, aquí lo traigo, el que me regalaste cuando cumplí doce, ¿te acuerdas?
Con el trácata trácata trácata me fui quedando dormida. Cuando desperté ya estamos en Guanajuato, me dijo mi tía Irene. Ya llegamos, Normita. Vas a ser muy feliz aquí, te lo prometo.
La casa de mi tío Lapuente era un rancho grandísimo lejos del mero Guanajuato. Terrenos enormes de hectáreas y más hectáreas con borregos y vacas y caballos. Yo aprendí a montar muy bien porque me enseñó mi primo Lucio, el mayor de los tres hermanos Lapuente, primogénito de mi tío Lucio al que todos los de por aquí le decían el señor Grande, quién sabe por qué; a lo mejor por eso, porque era grandote, muy alto, muy fortachón, de meter miedo por su cara tosca y cuadrada y por unas manotas que parecían estar a punto de quebrar el tarro de cerveza cuando lo agarraba así o tumbar de un solo manotazo a cualquiera de sus hijos. Me daba miedo al principio, después ya no. Era regañón con los muchachos, pero a mí me decía Normita y me daba moneditas de plata de veinte centavos y me traía duraznos de la huerta y prometía convertirme en su consentida Lucrecia, la hija que nunca tuvo porque nunca nació mujer de su esposa Francisca: una señora muy callada, metida casi siempre en la cocina inventando platillos exquisitos, o borde y borde en la sala de costura con mi tía Irene, por las noches, o por las mañanas rece y rece en la iglesia frente al altar de Nuestra Señora de la Santa Fe de Guanajuato.
Ésos eran los Lapuente: mi tía Francisca y mi tío Grande. Primo hermano mi tío Grande de mi tía Irene y de mi papá. Sus hijos eran mis primos segundos, parientes de sangre: Lucio, Luciano y Luis. Les habían puesto nombres así para que a través de las generaciones se perpetuara no sólo el apellido de la familia sino el sonido mismo del nombre del padre: tronco de un árbol fecundo, estirpe guanajuatense amante del orden y del progreso y del decoro y del trabajo y de la honradez por encima de todo.
Mi primo Lucio, el que me enseñó a montar, era el mayor; tenía veintidós años. Seguía Luciano, de veintiuno: más guapo, más inteligente y más fino que Lucio. Tocaba de maravilla el gran piano de cola que mi tío Grande llevó a la casa el mismo día en que estaba por nacer su hija Lucrecia: porque al parecer, la noche anterior, mientras la tía Francisca se contorsionaba con los primeros dolores del parto, mi tío Grande había soñado el nacimiento de una niña lindísima llamada por Dios a convertirse en pianista de prestigio universal; ya desde el sueño la veía mi tío Grande tocando un nocturno de Chopin en un piano aún inexistente, de tal manera que apenas amaneció, mientras la comadrona auxiliaba a la tía Francisca, antes por supuesto de corroborar el sexo de la criatura a punto de salir al mundo, mi tío Grande subió a Guanajuato y se trajo el piano de gran cola que el profesor Orestes Marañón intentaba vender desde hacía dos años. No fue el piano para Lucrecia, porque Lucrecia nació Luciano, y Luciano aprendió a tocarlo desde muy niño merced primero a las lecciones elementales impartidas por su madre y luego a las muy profesionales de Orestes Marañón cuya fama de gran músico se extendía por todo el país y habría de prolongarse, como una herencia, en la persona de su ahijado Luciano. Llegará a ser famoso, compadre, famosísimo, vaticinaba Orestes Marañón a mi tío Grande, pero mi tío Grande, según me platicó después mi tía Francisca, se ponía al borde de la histeria, convencido como estaba de que el piano comprado para la hija Lucrecia que nunca nació no era asunto de varones; mi tío Grande quería ver a sus hijos en el establo, ordeñando a sus vacas Holster, participando en la cosecha del trigo en los terrenos abajeros, aprendiendo a cortar y a empacar los duraznos de las huertas… no tocando valsecitos y mazurcas que eso vuelve maricas a los hombres, compadre, con el perdón tuyo pero los hace volteados.
El menor de los Lapuente se llamaba Luis, tenía mi edad; era regordete, tímido, melancólico, y cuando terminara su secundaria, ya muy pronto, sería destinado a la ordeña de las vacas suizas bajo la supervisión estricta de su hermano Lucio.
Maravillosos hermanos Lucio, Luciano y Luis. Maravillosa toda la familia Lapuente. Gracias al trato comedido y amoroso que me dieron desde el primer día pude superar el doloroso desgarramiento provocado por la separación de mi padre.
Cuando llegamos a la casona ya mi tía Francisca nos tenía preparada una recámara muy amplia en el piso alto, junto al cuarto de baño verde. Los pisos eran altísimos, así de gruesos los muros, y el techo enladrillado estaba sostenido por vigas de donde yo veía salir a veces, desde mi cama, acostada bocarriba, toda clase de alimañas: que una arañita azul, que un grillo patón con alas, que un alacrán amarillo, qué horror, cómo me asusté la primera vez, luego me fui acostumbrando. La cama de mi tía Irene era más ancha que la mía, no hacía juego, aunque las dos tenían cabeceras y pieceras de latón garigoleado. El ropero ocupaba la mitad del muro de enfrente, había un tocador con laterales y con espejo al centro, primoroso, y junto al balcón prolongado en una terracita hacia ese jardín inmenso, sin árboles, donde Luis y yo volábamos papalotes en las primeras semanas, coloqué, sobre una mesita, mi queridísimo ajedrez: su tablero negro y blanco y sus piezas en formación, listas para la batalla.
Nadie jugaba ajedrez en casa de los Lapuente. Ni ajedrez ni nada relacionado con el espíritu de competencia; ni baraja, ni damas chinas, ni dominó, ni siquiera palitos chinos. El juego vuelve pendencieros a los hombres, decía mi tío Grande, los aleja de sus obligaciones, los pervierte. Odiaba el billar, por ejemplo. Tenía terminantemente prohibido a sus hijos asomarse a la cantina de don Pepe Cárdenas, pero su primogénito Lucio lo desobedeció desde siempre. Era buenísimo para la carambola el primo Lucio: se ganaba su buenos pesos cada vez que se aparecía en el local de don Pepe Cárdenas a quien le había hecho jurar —a él y a los parroquianos asiduos— que jamás lo delatarían con su padre. Al parecer todos cumplieron la promesa, por leales y porque era un acontecimiento ver jugar a Lucio carambola de tres bandas, de fantasía; también porque Lucio invitaba los tragos. (Esas cosas y otras me las platicó el propio Lucio tiempo después, cuando salíamos a montar rumbo a la mina de San Bernabé, nuestro escondite) Con aquello de la rígida prohibición al juego implantada por mi tío Grande, yo no me atreví a mostrar a los Lapuente mi precioso ajedrez. Lo conservaba en mi cuarto, como un adorno, y como un adorno lo veían seguramente mi tía Francisca y las muchachas del servicio. Ninguna de ellas me hizo nunca la más ligera mención.
Era triste no poder jugar ajedrez. Algunas noches lo hacía a solas, para proponer y practicar variantes tal y como lo recomendaba mi padre a quienes deseaban mejorar su nivel de juego: me sentaba frente a la mesita apenas alumbrada por la pequeña lámpara de buró, y mientras mi tía Irene roncaba yo promovía en el tablero ataques y defensas en los que era a un tiempo blancas y negras, para luego dedicarme a analizar las partidas difíciles incluidas en el librito verde de mi padre —su santa Biblia, lo llamaba—, o a ensayar, con el mínimo de jugadas, el mate de alfil y caballo según la regla del triángulo. Pensando en mi padre me iba a dormir ya de madrugada. Qué ingrato. No contestaba mis cartas. Ni siquiera fue capaz de enviarme un telegrama el día de mi cumpleaños. ¿Seguiría enojado? ¿Sufriría mucho con la Pintarrajeada?
Tres años después de mi llegada a Guanajuato, cuando cumplí los dieciocho, tuve por fin el atrevimiento de bajar mi ajedrez al comedor de los Lapuente. La ocasión era muy especial. Acompañado de Carolina García mi padre estaba allí, allí mismito, de visita.
Luego del caluroso recibimiento general, de los abrazos palmeados, de mis explosiones de alegría y de llanto, de la gran comilona preparada por mi tía Francisca, de la interminable disertación con la que mi tío Grande presumió de sus tres hijos, de su mujer, de su rancho, de su difunto padre —hermano entrañable de la madre de mi padre—, de los recuerdos de infancia, del tiempo transcurrido como una nube de lluvia pasajera, sin ánimo alguno de rencor contra su hija Norma y su hermana Irene, acogidas cariñosa y generosamente por él, por mi tío Grande, para demostrar sin la menor vacilación que en ese rancho y en esa casona provinciana cabía completo un corazón para todos los de nuestra misma sangre: la tuya, Lucas; nunca lo olvides porque si estás aquí es porque nuestra sangre llama y tu hija es mi hija, y yo te lo agradezco, Lucio —respondía mi padre encarrerado ahora en su propia perorata—, porque como tú bien dices nada me puede hacer tan feliz como el saber y sentir que mi tesoro, mi bien más sagrado, está viviendo con ustedes, y que gracias a ustedes mi adorada Norma podrá tener el techo, la familia, el horizonte que yo no pude darle porque no pude enfrentar ni resolver mis enormes defectos, Irene, tenías toda la maldita razón. Luego pues de aquel interminable intercambio de exagerados discursos, repletos de mentiras, disimulos, verdades a medias, endulzados con los postres, rociados con el coñac, aromatizados por el delicioso café recién traído de Jalapa; luego de aquella histórica reconciliación entre los dos primos hermanos —como los dos primos hermanos la calificaron sin morderse la lengua, los muy hipócritas— mi padre me invitó a jugar una partida de ajedrez —con el consiguiente asombro general—, porque era la mejor manera, dijo mi padre, de celebrar el reencuentro con su hija. Allí, frente a todos los Lapuente —menos frente a mi tío Grande, quien al advertir el sacrilegio y sin tener la manera de evitarlo, se retiró de la sala con el pretexto de irse a fumar un habano a la biblioteca— mi padre y yo iniciamos una partida en toda forma. No lo vencí, desde luego, pero Lucio, Luciano y Luis se dieron cuenta inmediata de mi nivel ajedrecístico, lo que para ellos representaba cosa de asombro, noticia extraordinaria, feliz descubrimiento, dijeron. Y todo fue entonces platicar de mi historia en el ajedrez, desde la hazaña del gambito de torre a los once años hasta una victoria mía —pura invención de mi padre— sobre una supuesta jugadora cubana de cuarenta años. Nada comparable a lo que mi propio padre había conseguido durante mi ausencia: un triunfo aplastante sobre el campeón mexicano José Joaquín Araiza, el teniente coronel, seguido de una exitosa gira por América Central con saldo de veinticinco victorias, siete empates y tres derrotas, que lo tenían encaramado en el pináculo de las tablas ajedrecísticas latinoamericanas.
Se veía bien mi padre en casa de los Lapuente, maravilloso. No se excedió con el coñac y se mostraba apapachón con Carolina García. Ella prudente, sencilla, silenciosa, ignorada por casi todos desde su llegada. Por casi todos, que no por mi tía Irene. Viendo a mi tía Irene echar desde su silla en el comedor unos ojotes de puñal a mi madrastra comprendí la causa de su mala voluntad desde que estábamos en México. Comprendí por qué siguió diciendo en Guanajuato, delante de los Lapuente y sus amistades, que Carolina García era una mujer de la calle. Comprendí por qué me contagió su sentimiento de antipatía. Comprendí que mi tía Irene tenía celos, envidia, celos horribles ya que esa mujer había conseguido no solamente ocupar el lugar de mi madre sino volverla a ella, a mi tía Irene, prescindible para su hermano. No no, la verdad, observándola con detenimiento ahí en el comedor francés justo enfrente de mi madrastra, Carolina García no se mostraba ordinaria, ni vulgar, ni coscolina. Era fea, sí, por exuberante, por burda, por tosca de facciones, pero traía un vestido sencillo sin escote y andaba maquillada con suma discreción: ya no merecía el apodo de Pintarrajeada. Fue cortés con los saludos; se portó prudente durante la comilona: masticaba con la boca cerrada y en las dos o tres ocasiones en que intervino en la charla lo hizo en forma comedida y sólo para hablar bien de mi padre. Luego, al convivir con todos durante tres días en la casona, hasta simpática me pareció. Se mostraba interesadísima en los secretos culinarios de la tía Francisca con quien se pasó horas aprendiendo recetas y colaborando en los quehaceres diarios de ese arte sagrado para la familia Lapuente.
Por momentos llegué a pensar que mi vida en México, con ella, no habría sido el infierno que vaticinó mi tía Irene. Tal vez mi decisión resultó precipitada pero ahora ya era demasiado tarde para rectificar. Ni siquiera mi padre insinuó el regreso, convencido sin duda de que yo era feliz en Guanajuato y recibía de la familia de su primo lo que él no podía darme en México. Cuando se despidieron en la estación del tren, amoroso él y amorosa mi madrastra, mi padre prometió contestar mis cartas y visitarme con mayor frecuencia. No contestó una línea, jamás —era flojísimo para escribir—, pero acompañado de Carolina García volvió al rancho de mi tío Grande al año siguiente y al siguiente… Mejor aún se portó en aquellas visitas Carolina García: peinaba las canas de mi padre con sus dedos, le llamaba mi viejo, le daba de vez en cuando palmaditas en el muslo; con mi tía Francisca agarró confianza porque gracias al recetario que le regaló durante la primera visita, mi madrastra abrió en un par de accesorias vecinas a la casa de México un pequeño restorán, y le empezaba a ir bien, ya estaba formando su clientela, vivía feliz con mi padre, muy feliz, repetía a cada rato frente a los Lapuente para contradecir los gestos de mi tía Irene a quien le daba por murmurarle en las noches a mi tío Grande: hipócrita, lagartona, maldita. Nos viene aquí a presumir de trabajadora y decente y mira cómo cruza la pierna, Lucio, cómo se ríe con los dientes pelados y el bocado a medio tragar, cómo se pinta de nuevo la muy cuzca, Pintarrajeada infeliz, se está chupando al pobre de Lucas, desmejorado y flaco, peor cada vez. ¿No te das cuenta?: ¡está volviendo a beber!: ayer se empujó tres coñacs de un solo golpe y se hubiera tomado otros dos si tú no te llevas la botella. Así murmuraba mi tía Irene a mi tío Grande, y no alcancé a oír aquella noche, estaban en la escalera, todo lo que respondió a su vez mi tío Grande. Algo sobre una conversación sostenida por ambos esa tarde mientras paseaban por la huerta de duraznos. Pobre Lucas, oí comentar con un chasquido a mi tío Grande, y eso me llevó a pensar durante el insomnio que a lo mejor la equivocada era yo; con suerte la Pintarrajeada seguía siendo la Pintarrajeada de mis quince años y nada más aquí, en Guanajuato, para darnos atole con el dedo, simulaba disfrutar con mi padre un matrimonio de maravilla.
—¿Cómo te va con mi madrastra, papá? Dime la verdad.
—Bien, Normita, no te inquietes, Carolina es una buena mujer. Lo que me preocupa eres tú, hija, ¿estás bien?, ¿eres feliz aquí, con tus tíos, con tus primos, con Irene? ¿Te va bien?
—Me va muy bien, papá. Me va muy bien.
Era cierto. La pura verdad. A los diecinueve y a los veinte y a los veintiún años podía gritar a voz en cuello, sin morderme la lengua, sin dudarlo un instante que sí que sí que sí: la vida me sonreía. Así le contestaba a Orestes Marañón cuando me lo encontraba comprando libros en la plaza de San Roque, o en la escalinata del Teatro Juárez al salir de un concierto. El profesor Marañón no preguntaba como mi padre: ¿Te va bien, Normita? ¿Te sonríe la vida, Normita? Sí, profesor, la vida me sonríe; a veces a carcajadas, a veces aquí, muy dentro, como una punzada en el mero lugar del corazón.
Era cierto. La pura verdad. Llegué a Guanajuato como una chiquilla bobalicona amarrada a las faldas de mi tía Irene y a los cuatro o cinco años, más o menos, algo se me desató adentro, algo crujió, algo tronó como si de repente se hubiera roto una olla repleta de libertad. Fue cosa del amor, supongo. Porque ocurrió que al paso de los meses, despacito como se movía el segundero del gran reloj Ives Renaud entronizado en la sala principal de los Lapuente, fui descubriendo que mis dos primos Lucio y Luciano, el primogénito y el pianista, se estaban enamorando de mí. De aquellas aburridas tardes bordando con mi tía Francisca y mi tía Irene en el salón de costura, de aquellas inocentes mañanas volando papalotes con mi primo Luis en el prado vecino a mi recámara, de aquellas monótonas idas y vueltas al templo de San Diego a confesarme y a rezar devociones, salté de golpe —como en el parpadeo que nos brinca de la niñez a la juventud, del sometimiento a la libertad— a mis paseos a caballo con Lucio rumbo a la mina de San Bernabé donde fundamos nuestro escondite, y a las lecciones de música que Luciano tomaba en casa de Orestes Marañón donde el viejo pianista nos informaba de Adolfo Hitler y nos prestaba novelas prohibidas de Victor Hugo, de Alejandro Dumas, del malvado Zolá.
Lucio y Luciano se enamoraron de mí. Y yo de ellos: de los dos al mismo tiempo.
—No puede ser, no puede ser… no puede ser, muchacha, no puede ser —mugía el padre Casimiro Huesca por la rejilla del confesionario—. Escoge a uno, el que te guste más. Escoge a uno y luego reza un rosario todas las noches, al acostarte. Señor mío Jesucristo…
Lucio era la fuerza, la ambición y el derecho a ser algún día el dueño, no sólo el administrador de la hacienda de su padre. Sabía de siembras y cosechas, todo sobre árboles frutales, y el negocio de los duraznos prosperaba gracias a sus gestiones en la zona del Bajío y de buena parte del país. Quería invadir de duraznos el territorio nacional, como quería también ser el proveedor lechero más poderoso de la región. Mi tío Grande se enorgullecía de su hijo por todo eso, y porque tenía don de mando: manejaba a capataces y peones con firmeza y comedimiento. Era noble y enérgico a la vez. Sus hombres de confianza lo consideraban el verdadero patrón, cosa que para mi tío Grande representaba un alivio: poco a poco empezaba a delegar en su primogénito las responsabilidades del patrimonio histórico erigido por sus antepasados, apenas disminuido en tiempos de la Revolución, y casi intocado cuando el reparto de tierras más reciente estuvo a punto de rebanar sus dominios. El colmillo y el tacto político de mi tío Grande le permitieron negociar, disfrazar escrituras y salir victorioso de los embates del gobierno federal. Ésa acababa de ser la última hazaña, decía, en defensa del tal patrimonio que no era solamente de su familia sino de Guanajuato mismo y de todo el Bajío, por vida de Dios. Ahora tocaba a su primogénito continuar y extender la gran obra agrícola y ganadera. Para mi tío Grande llegaba el momento del retiro. A descansar, papá; a disponer de más tiempo para esos viajes a Silao, donde según las malas lenguas tenía una querida de nombre Eufrosina. Lucio sabía de ella, también la tía Francisca sospechaba, pero nadie hacía escándalo ni mentaba esa aventura que habría de prolongarse hasta la muerte de mi tío Grande.
—Qué se le va a hacer; así ha sido siempre mi padre: mujeriego y garañón.
Alzaba los hombros Lucio y sonreía con su gesto pícaro, sobre todo cómplice porque también el primogénito tenía fama el muy maldito (después se le supo todo) de mujeriego y garañón. Por lo pronto el único mujeriego y garañón era mi tío Grande.
—Y ni modo —seguía diciendo Lucio—. Así como yo no puedo dejar el billar ni los tragos con mis cuates cada sábado, así mi papá no puede abandonar esa nalga que le da lo que mi madre ya no quiere dar porque se le agotó la paciencia, más bien la fuerza para soportar el jineteo de un ranchero incansable.
Habíamos desmontado en la subida a la mina y almorzábamos la tortilla a la española que yo misma preparé y acomodé en la cesta, entre duraznos y ciruelas, junto con la botella de vino blanco, los cubiertos de plata, las servilletas y el mantelito deshilado de Aguascalientes.
No fue la primera vez que nos besamos. Nos besábamos en nuestro escondite desde hacía dos años. Lucio me acariciaba el cabello mientras me repetía lo de siempre: que la luz que yo había traído a su existencia de macho solitario y que la bella flor del campo que yo era entre los hierbajos y el pedrerío de ese paisaje agrio. No era muy palabroso el atrabancado Lucio. Prefería estarme besando y besando, pero yo le detenía sus manazas para no dejarlo llegar a más. Jugábamos solamente con nuestros labios, con nuestros dedos trenzados, con suspiros y temblores. Luego subíamos hasta la mina o montábamos de nuevo para descender al páramo, soltar las riendas y dejar que mi alazana galopara conmigo en libertad. Puro viento. Puro sol. Puro impulso de existir con el amor de Lucio corriendo detrás hasta alcanzarme. Reír. Regresar. Fingir ya dentro, en la casona, a la hora de cenar, una simple relación de primos acostumbrados a verse día a día, sin el menor acento pasional. Ni quien lo sospechara. Con tal perfección construimos nuestra novela secreta que ni siquiera mi tía Francisca era capaz de imaginar que aquel salir a montar juntos un par de veces a la semana significara algo distinto a una simple costumbre deportiva. Incluso la propia tía Francisca regañó en una ocasión a Lucio porque lo vio hacerme una mala cara —así de magistral era el fingimiento— cuando entró en el saloncito de costura y besó a su madre y a mi tía Irene en la mejilla mientras me espetaba un seco buenas tardes y dejaba sin respuesta una pregunta accidental sobre el lavabo descompuesto del baño verde.
—No debes tratar así a Norma, hijo —lo regañó a solas mi tía Francisca—: si no te simpatiza esfuérzate en hacerle sentir que ésta es su casa. Ella es huérfana, no lo olvides; necesita de ti como de todos nosotros. La semana pasada estuvo muy enferma de la gripa y tú ni siquiera subiste a saludarla; sólo subió Luis y tu padre que también está molesto contigo porque tratas mal a Norma y es tu prima, Lucio, como si fuera tu hermana, tenlo bien presente.
Ay Dios mío, cómo nos reímos luego del regaño mientras nos besábamos en el escondite a campo abierto, en un recodo de la subida a la mina.
Con Luciano fue distinto.
Con Luciano mi amor fue platónico —por llamarlo de algún modo—, al menos en lo que hace a besos y caricias. Y eso por un tiempo, al principio. No es fácil explicarlo porque el orden de los acontecimientos se complica, pero vale la pena el esfuerzo para entender mejor la historia.
Luciano tocaba el piano maravillosamente, ya lo dije. A pesar de que mi tío Grande se opuso durante más de una década a que un hijo suyo, varón, se dedicara al arte musical exclusivo de señoritas y solteronas, el profesor Orestes Marañón venció la resistencia de mi tío Grande, y él en persona se esmeró en conducir a Luciano por el maravilloso camino del virtuosismo instrumental. Eso también ya lo dije.
Para no violentar a mi tío Grande, las lecciones de Orestes Marañón nunca fueron impartidas en el piano adquirido para la inexistente Lucrecia. Luciano subía todas las mañanas a Guanajuato y en la casa del profesor Marañón repleta de vitrinas, escritorios, libreros de piso a techo, cajoneras, atriles, porcelanas de Jacob Petit, paisajes al óleo, gobelinos, trapos y partituras por dondequiera, ¡un verdadero desbarajuste de casa! para decirlo en pocas palabras, Luciano interpretaba las cada vez más difíciles composiciones que su padrino le proponía con el firme propósito de convertirlo en un Liszt guanajuatense. Era un buen piano el de Marañón, mejor que el Chase and Baker que le vendió a mi tío Grande al nacer Luciano: un Steinway de media cola traído de Munich a fines de siglo por la casa Wagner y Levien de la Ciudad de México y adquirido luego por Ifigenia y Tiresias Marañón, hermanos ya difuntos del profesor. Sin duda Luciano estaba a la altura de tan fino instrumento; lo hacía sonar espléndido porque el muchacho tenía una asombrosa facilidad para extraer sonidos ocultos, oído privilegiado, un sentimiento capaz de arrancar lágrimas a las piedras: pregonaba el viejo músico cuando los vecinos le inquirían por su discípulo predilecto.
Tanto aprendió Luciano con Orestes Marañón, tan rápido desarrolló su técnica, que al cumplir los veinte años, poco antes de aparecer yo en el rancho de los Lapuente, el hijo segundo de mi tío Grande ya había dado un concierto en el Teatro Juárez ante una concurrencia de exquisitos, entre quienes se encontraba el polémico periodista convertido ahora en gobernador del Estado, don Agustín Arroyo Ch, acompañado de familiares y algunos miembros de su gabinete. El éxito de ese concierto suavizó por supuesto a mi tío Grande. Luego de recibir una cascada de aplausos con el público de pie, seguida de felicitaciones ditirámbicas, abrazos y hasta solicitud de autógrafos, Luciano escuchó al gobernador Arroyo Ch prometer, delante de su padre, los apoyos y el dinero necesarios para que el muchacho fuera a Europa a perfeccionar su virtuosismo. Era la respuesta inmediata a la sugerencia hecha por Orestes Marañón durante el coctel celebratorio: Este joven merece ir a París, señor gobernador, es un orgullo para Guanajuato. Me contaron que mi tío Grande hizo una cara horrible: Yo no necesito favores de un gobernador comunista, protestó; aunque resultó evidente que el éxito de su hijo lo hizo sentirse más grande todavía de lo que era, y desde luego se pavoneó ante la crema social y política del Estado. Desde esa noche, por tanto, y para disfrute de los Lapuente, Luciano adquirió el derecho de tocar el piano de Lucrecia, el Chase and Baker de gran cola, cuantas veces quisiera y en la presencia misma de su padre, incluso. Aunque su padre, claro está, cuando se daba el caso, aducía cualquier pretexto con tal de no ver a su hijo frente a las teclas —se me figura un mariquita de burdel— y se encerraba en la biblioteca a fumarse uno de aquellos habanos importados de Pinar del Río.
Cuando mi tía Irene y yo llegamos a vivir en la casona de los Lapuente, ya era habitual oír a Luciano tocar el piano de sobremesa, más bien por las noches cuando cada quien estaba metido al fin en su respectiva habitación. Desde la mía yo escuchaba aquella música como si brotara del mismísimo cielo, cantada por mi madre. Me hacía llorar. Me arrullaba. Me impulsaba a dibujar con el recuerdo las facciones del más hermoso de los hijos Lapuente. Y pensaba luego en su figura elegante: pantalones de tubo, chaleco con leontina y botones de plata, zapatos de charol, corbata azul celeste. Jamás estropeó Luciano sus dedos largos de marfil con las ubres de una vaca ni se lastimó las falanges arrancando duraznos. Mantenía las uñas limpísimas, las palmas tersas, la piel perfumada. Cuando irrumpían los acordes intensos de la Polonesa de Chopin, Luciano juntaba las cejas como flechas, pero al sentirme cerca giraba el cuello y entonces sus ojos se volvían como de agua cristalina.
Empecé a salir de mi cuarto por las noches, protegida por la bata de seda regalo de mi tía Francisca, para escuchar de cerca la música de Luciano. Desde la escalera lo miraba y remiraba, descendía despacito para no interrumpirlo, me quedaba largo rato de pie en la oscuridad: era como asistir a un concierto exclusivo, en primera fila, muy cerca del taburete, junto a él, bebiéndome su arte.
Antes que de Lucio me enamoré de Luciano, así. No se lo dije. Lo leyó en mis ojos y los suyos respondieron con la misma urgencia traducida en acordes. Este nocturno se llama Norma, me informó una tarde, después de sentarse al piano, de sobremesa, cuando las tres mujeres íbamos de camino rumbo al saloncito de costura para ponernos a bordar. Me lo dijo al oído como de paso, sorprendido por la mirada aguja de mi tía Irene. Y el vals de anoche se llama Norma, también. Y era Norma un pasacalle y una canción y un concierto que empezaba a componer en el estudio de su padrino Marañón.
Cuando por angas o por mangas no salía a montar con Lucio en las mañanas, en el tiempo en que empezaba a besarme con el primogénito en la subida a San Bernabé, me gustaba acompañar a Luciano a sus clases con Orestes Marañón. Las clases de piano se prolongaban en clases de historia o de literatura que podrían durar la tarde entera si el propio Orestes Marañón no las cortara de tajo con un soberano ¡se acabó! Entonces salíamos de su templo; el viejo me guiñaba el izquierdo, me regalaba la última novela de Thomas Mann. Luciano y yo regresábamos a la casona como habíamos salido, en el auto de Lucio, porque en las mañanas Lucio nunca ocupaba su Ford.
Aquel mediodía nos detuvimos en la plaza de San Roque para tomar un té negro en el cafetín de Celerino González. Sabía yo lo que Luciano iba a decirme porque lo veía frotarse las manos como se las frotaba antes de empezar a tocar; sin embargo traté de retardar el instante aportando comentarios sobre el triste final de un Schubert demente, incapaz de concluir su sinfonía maestra, dolorosamente descrito minutos antes por el profesor Marañón.
—Necesito decirte algo muy serio, Norma, algo muy serio. ¿Ya sabes qué?
—No.
—¿No sabes?
—No.
—Desde que llegaste a mi casa, desde que te vi bajar las escaleras me enamoré de ti, Norma. Eso.
Incliné la cabeza pero el ángulo de su dedo índice me hizo levantar la barbilla. No sé cuántos minutos o segundos eternos del tamaño de minutos permanecimos mirándonos. Hasta que dije:
—Yo también. —Y descansé mi mano sobre su mano blanca de pianista mientras mis ojos no dejaban de besarlo con una ternura que nunca pude entregar a Lucio. Era una ternura exclusiva para Luciano.
Quedamos en no decir a nadie a nadie a nadie a nadie de ese amor que seguramente su familia y mi tía Irene reprobarían por incestuoso, gemía él, pobrecito.
—¿Por incestuoso?
—Tenemos la misma sangre, Norma.
Lo reprobarían, sí, tal vez, pero no por incestuoso, pensaba yo. Somos primos segundos y eso ya no asusta ni al Vaticano. Sería en todo caso un buen pretexto para mi tía Irene. Fue justamente su pretexto cuando en nuestros cruces de miradas, en la boca de Luciano secreteándome al oído, en no sé qué detalles que nunca advirtió de mí para con Lucio, empezó a sospechar y me agarró por el brazo una tarde, me dio un tremendo jalón.
—No me vayas a salir con que te estás enamorando de tu primo Luciano porque nos regresamos mañana mismo a México.
—Ay tía, qué cosas dices —la callé. Mi tía insistió y soltó un duro sermón sobre el terrible pecado de mezclar una misma sangre, aunque dio mayor importancia a las inconveniencias de ilusionarse con un chico lindo y sensible, sí, de vocación pianista, que terminará sin duda dedicado a tocar en cafetuchos y burdeles y hará la vida insufrible a su pobre esposa. Ella misma— dijo, —mi propia tía Irene se enamoró en su juventud de un miserable violinista del templo de La Profesa. A punto estuvieron de casarse, pero a muy buen tiempo, gracias a la providencial reprobación de sus padres, mi tía Irene rompió de golpe su relación con el violinista y el infeliz violinista, al correr de los años, se entregó al trago, a las juergas, a las malas costumbres, y acabó preso a perpetuidad en las Islas Marías luego de asesinar a puñaladas a una mujer de la vida fácil.
Me divertían las mentiras de mi tía Irene, tanto como me fascinaba compartir en secreto el amor de dos hermanos honrados y divinos. Era como jugar simultáneas en dos tableros, frente a dos rivales, ante dos amores.
El ajedrez, el ajedrez, el ajedrez; siempre presente, haciéndome cosquillas.
Lucio ni lo registraba. A Luciano, en cambio, le parecía prodigiosa esa habilidad mía descubierta por su familia la tarde en que jugué con mi padre frente a todos, y lamentaba sinceramente —me decía con dulzura— el forzado ayuno ajedrecístico que las circunstancias me imponían por no encontrar en Guanajuato rivales de mi nivel. Luciano decidió buscarlos para mí.
El primero fue Orestes Marañón quien como todos los viejos presumía de ducho, aunque empolvado por la falta de práctica, y tosía prepotente mientras sacaba de los recovecos de un ropero veneciano el viejo ajedrez de su hermano Tiresias. No sirvió ni de aperitivo el queridísimo profesor. Apenas abriendo lo tenté con el gambito de dama, al estilo Evans, y cayó en la trampa, redondo, para un pastor humillante. Nunca el profesor Marañón volvió a sacar el ajedrez de Tiresias ni a tocar el tema, perdón. Luego jugué con Celestino González, el del cafetín. Aunque me dio más batalla en la apertura, lo destrocé por el flanco del enroque, pésimamente protegido, y ya le llevaba un caballo y dos peones cuando inclinó su rey.
Encantado con mis triunfos, Luciano se enteró de que en el casino de Guanajuato había dos viejos zorros dispuestos a competir hasta de apuesta, además de un párroco en Irapuato que ganó de joven un torneo entre seminaristas. No quise enfrentarlos. Me asaltó de pronto un sano temor a revivir la pasión ajedrecística que más temprano que tarde me llevaría a contrariar los dogmas de mi tío Grande. El verme y saberme transformada en una jugadora metida tardes y noches en casinos y casas extrañas, jaqueando a viejos profesores o bohemios apestosos, habría provocado a mi tío Grande un disgusto más fuerte que el de saber de mis amores simultáneos con sus hijos.
No podía dar crédito Luciano a mi negativa: cómo renunciar así a ese don sobrenatural. Porque no soy ninguna genio, Luciano, le respondía yo. Ganarle a aficionados como el profesor Marañón y Celestino González no es proeza alguna, ni el ajedrez es de veras tan importante en mi vida. Y él brincaba:
—Es como si yo renunciara al piano, Norma, ¡jamás! Nací para tocar. Por encima de la voluntad de mi padre me dediqué a la música y no la dejaría por nada del mundo. Es más importante que todo. Es mi vida, Norma.
—Mi vida eres tú —le respondía yo acariciando su mano.
Discutimos. Casi nos peleamos. A la mañana siguiente me vestí y me puse muy bonita para salir a montar con Lucio, pero Lucio tuvo un problema serio con los peones del establo, me mandó un recado tempranito, y entonces yo me fui sola a la pradera de los tulipanes, no a la subida de la mina. ¡Cómo hice correr ese día a la yegua alazana! La agoté hasta agotarme. Me desmonté. Me tiré en la hierba húmeda por la llovizna de la noche. Pensaba en Luciano, en Lucio, por primera vez en la necesidad de hacer una elección. Tal vez Luciano es el mejor para mí, pensé. Tal vez Luciano.
Dos o tres días después —esa misma semana de mis dudas— Luciano llegó jadeante y me urgió para que fuéramos a conversar en la huerta, a salvo de las miradas espionas de mi tía Irene. Venía de casa de Orestes Marañón con una noticia que era a la vez un reto para nuestro amor, dijo mientras caminábamos bajo los duraznos.
Resultaba que el profesor Marañón era amigo cercanísimo de don Enrique Fernández Martínez, el recién nombrado gobernador de Guanajuato luego de que el Senado de la República declaró desaparecidos los poderes del Estado y puso de patitas en la calle a don José de Jesús Yáñez Maya, un pobre gobernador que duró escasos tres meses. Aunque Guanajuato vivía tiempos políticos muy agitados, nosotros permanecíamos al margen: sólo nos enterábamos de lo poco que rumiaba mi tío Grande —enemigo siempre del gobierno— y de algunos picantes comentarios, más bien chismes de pasillo, del profesor Marañón. Y el profesor Marañón estaba ahora exultante: no sólo habían nombrado gobernador a su amigo Fernández Martínez, sino que su amigo Fernández Martínez, luego de una plática tête a tête con él, se mostró dispuesto a financiar, por cuenta de la Oficina de Cultura del gobierno, todos los gastos y la estancia de Luciano Lapuente en París para tomar un curso de piano con un tal no sé quién, maestro celebérrimo en Europa y América.
Para Luciano era la oportunidad de su vida. Ahora sí. El momento preciso de abandonar por fin el rancho de su padre —ya no lo soportaba; ni a la casona, ni a las vacas, ni a los ojos espiones de la tía Irene— y emprender de veras, lo que se dice en serio, una carrera profesional de pianista.
—Quiero irme contigo, Norma. Te necesito. Te quiero. Te adoro. Escapémonos juntos sin decir nada de nuestro amor, sin pedir permiso para un matrimonio que jamás de los jamases aceptarán ellos. Lo sé y bien lo sabes tú también, Norma. Es la única manera: fugarnos sin avisar a nadie, dejar una simple carta si quieres, huir y que pase lo que pase a nuestras espaldas.
Necesité gritarle, sacudirlo, callarlo porque parecía una locomotora descarrilada. Estaba a punto de un ataque: tenía los ojos desorbitados, temblaba, se prendía a mis manos con desesperación. Cálmate, Luciano, tranquilo, no es para tanto. No necesitaba huir como un ladrón para realizar en Europa su carrera de pianista. Era un derecho ganado con estudio y esfuerzo. Se lo merecía, le dije. Y mi tío Grande podía ser un bruto, un gigantón de mente cuadrada, pero era también un padre y yo estaba segura, le dije, que si Luciano le explicaba las razones y la importancia de estudiar en París con ese tal no sé quién famosísimo e importantísimo, mi tío Grande terminaría dándole no solamente el permiso y la bendición, sino el dinero suficiente para cubrir sus gastos y para no necesitar de los favores del gobierno que ésos siempre se cobran a largo plazo, como diría mi tío Grande, le dije.
—El problema no es ése, no es ése —gritó Luciano—. El problema eres tú. Quiero irme contigo y si no puedo fugarme contigo como mi mujer, como mi amante, como lo que sea, no me iré jamás, Norma.
Luciano se paralizó de pronto, giró la cabeza. Por entre los duraznos, al fondo de la huerta, vimos cruzar como una sombra pesada el cuerpo regordete de Luis, el inaprensible hijo menor de los Lapuente. Había escuchado todo. Nos espiaba.
La abuela empezó a toser a toser a toser a toser a toser: un acceso brutal que me obligó a levantarme, asustado. Las flemas la ahogaban. Manoteaba con los brazos en alto. Jalaba aire. No podía respirar. Se le cayeron los lentes. Estaba pálida, colorada, seguía jalando aire con desesperación. Salí corriendo para llamar a la enfermera. Mis gritos la hicieron aparecer pronto, por la zona de servicio de la planta baja, con una torta a medio morder. Subió rápidamente. Dejó la torta en la mesita de cristal y luego de sacudir a la abuela desapareció en la habitación vecina para regresar casi de inmediato con un tanque de oxígeno portátil. Le enchufó la mascarilla en boca y nariz, y poco a poco se fue tranquilizando la anciana: aspiraba jadeante el oxígeno hasta que gritó ¡Ya! Hizo a un lado la mascarilla de un jalón y luego escupió un par de gargajos en la alfombra mientras la enfermera le encajaba los lentes.
La contemplamos sin movernos algunos minutos. Parecía respirar de nuevo con normalidad. Había pasado el susto.
—Será mejor que me vaya —dije y me di la vuelta para apagar la grabadora y recoger mi portafolio.
La abuela movió de un lado a otro la cabeza con gesto enérgico.
—Tú enciende ese mugroso chunche que el azúcar no es materia ni razón. Caminamos aprisa porque hay rosas afuera. Paladar y narices. Calendarios y sillas. Payasos y cordones. Estanques y campanas. Sol y roca. Humo y sangre. Luz y cuello. Torre y patio. Pelo y risa. Ya no pidas lo que ya no importa, Daniel.
—Ya es hora de que descanse, señora —interrumpió la enfermera—. Van a dar las ocho.
—Está delirando —dije yo.
—Estoy pensando, estúpido, ¿no me ves? —gritó la abuela antes de mirar a la enfermera—. Ya me siento bien, déjame.
—Van a dar las ocho, señora.
—Que te vayas, ¿qué no entiendes?
La enfermera meneó la cabeza con resignación y desapareció por la escalera con el tanque de oxígeno portátil. Dejó olvidada su torta mordisqueada en la mesita de cristal.
—Siéntate y no pongas esa cara de baboso. ¿En qué andábamos?
—Cuando Luciano se iba a ir a París.
La abuela abrió su boca horrible para lanzarme una sonrisa. Se quedó pensativa largo rato. Yo no podía dejar de mirar la torta mordisqueada que me producía repugnancia. Me reacomodé en el sillón y extendí el brazo para cubrir con mi portafolio aquel mendrugo asqueroso.
TRES
Prométeme que vas a aprovechar cuanta oportunidad se te presente, Luciano. Si consigues otro curso, si te ofrecen un concierto o una gira o encuentras un trabajo de planta en una orquesta no lo pienses dos veces, acéptalo. Sé famoso. Sé grande. Sé genial. Tienes el futuro en esas manos de pianista que adoro, Luciano, no lo olvides. Piensa y hazlo por ti, por mí, por todos. Nuestro amor puede esperar: ya habrá tiempo de casarnos o fugarnos, no es ahora el momento, somos jóvenes, yo estaré siempre aquí.
Lo convencí con poco esfuerzo como si él mismo, a pesar del «sin ti no me iré jamás», hubiera estado esperando esas palabras. Desde luego no hubo mayor problema con su padre, lo sabía. Mi tío Grande inició su numerito con un berrinche teatral y terminó dándole no sólo su consentimiento sino el dinero necesario para su viaje hasta el puerto de Le Havre en el buque Mauritania, vía Ciudad de México y vía Veracruz. Dinero para el viaje, dinero para el curso carísimo, dinero para su estancia en París y más dinero —si fuese necesario— para continuar su mentado perfeccionamiento en Europa: tal vez Montecarlo, tal vez Londres, tal vez Milán. Mi tío Grande le enviaría periódicamente las remesas monetarias que Luciano debería comprobar con relaciones clarísimas porque no se le enviaba a divertirse sino a tallarse el lomo.
O regresas famoso o no regreses, Luciano, le espetó mi tío Grande cuando toda la familia, incluido el profesor Orestes Marañón, lo despedimos en la estación de tren de Guanajuato.
—Se fue. Ahora sí ya se fue.
Esa tarde, de regreso a casa, mientras mi tía Francisca continuaba llorando a mares, en todo momento consolada por mi tía Irene, feliz mi tía Irene de que la partida de Luciano arrancara de mi mente la tentación pecaminosa —¡la pobrecita de mi tía Irene!—, esa misma tarde, digo, me topé con el inaprensible Luis en el momento en que Lucio me picaba los labios con un beso furtivo entre el comedor y la terraza. Luis surgió justamente de la terraza, pero Lucio se dio la vuelta y ya no alcanzó a verlo; desapareció rumbo al jardín posterior. Entonces el menor de mis primos me entregó un papelito doblado.
—Para ti —me dijo y desapareció rápidamente.
Mucho me inquietaba Luis. De seguro había descubierto desde hacía tiempo mi doble romance con sus hermanos, merced a esa actitud espiona y furtiva, explicable en un muchacho ignorado por los padres y puesto al servicio de su hermano mayor casi como un peón de hacienda. Era muy capaz de haberme seguido en mis cabalgatas rumbo a la mina de San Bernabé. Muy capaz de atisbarme cuando bajaba de mi cuarto para acudir al íntimo concierto musical. Muy capaz el indino de capitalizar toda la información para desatar un escándalo que lo vengara de una vez por todas del maltrato recibido desde niño, para acosarme con un chantaje de no sé qué condiciones. Me preocupaba más el escándalo que el chantaje, y cuando recibí el papelito doblado en cuatro, pensé: Es eso, un chantaje; se trata de un chantaje.
No lo era. El papelito contenía un poema de amor encantador escrito con letra pálmer finísima, casi de mujer, y firmado con su nombre. Lo leí varias veces: ahí en el comedor y esa noche en mi recámara sentada frente al tablero de ajedrez, con el balcón abierto hacia el prado de los papalotes.
No fue el único poema que escribió para mí el primo Luis. A partir de esa tarde me llegaron por diversos conductos, cada semana, cada mes a lo sumo, versos apasionados o tiernos, eróticos algunos, que delataban sin disimulo las fantasías de un hombre en calentura. No me los entregaba de propia mano. Los descubría yo debajo de mi almohada, dentro del libro de Flaubert que leía por las noches, al pie de la reina blanca en el tablero de ajedrez, debajo de la pastilla de jabón con que me bañaba en la tina, entre los dobleces de mi camisón azul… Me asombraba su audacia. Siempre descubría yo los papelitos pero podrían hacerlo, en cualquier momento de mala suerte, la husmeadora tía Irene o alguna de las muchachas del servicio. Y entonces el zipizape. No cabía disimulo posible porque siempre llevaba su firma y decían con letras grandes, a veces entre florecitas: Para Norma.
Qué escándalo. Qué peligro. Qué divertido me resultaba saber que también el hijo menor de la familia estaba enamorado de mí. O pensará quizá que soy una puta y por eso se atreve el maldito a decir estas cosas de mis senos, me dije alguna vez. No, no eran poemas para una mujerzuela sino para su amor platónico. Éste sí que platónico porque Luis esquivaba siempre cualquier encuentro conmigo. Salía cuando yo entraba. Entraba cuando yo me iba. Tomaba asiento en el comedor y no permitía a sus ojos enfrentarse con los míos por más que delante de todos le hiciera yo preguntas sobre cualquier trivialidad.
Una mañana casi de madrugada fui al establo para sorprender a Luis. Lo encontré sobre un banquillo en la fila de los ordeñadores de las Holster. Era notable su habilidad para extraer la leche de las ubres alternando de arriba abajo el jaloneo de su derecha y su izquierda sin apartar la vista del henchido aparato de la vaca y de la cubeta llenándose.
Algo le dije sobre mi interés de platicar con él porque desde adolescentes nada sabía yo de sus pensamientos, de no ser últimamente esos versos en papelitos que por cierto me gustaban muchísimo. Nada respondió Luis. Mantuvo fija su vista en las pezuñas de la vaca, aceleró tal vez el jaloneo oprimiendo y soltando, oprimiendo y soltado… Tuve que ser más enérgica:
—¿Qué traes con esos papelitos, Luis? Yo no puedo aceptar una forma así de trato, y si no platicamos y si no me explicas yo voy a tener que enseñarle tus versos a mi tía Francisca, ¿te importa?
Me fui sin respuesta; la entrega de los versos se espació. En su lugar empecé a recibir las tarjetas postales y alguna carta de Luciano que poco decían de sus cursos o de sus impresiones de París. Sólo hablaban de amor: que me extrañaba, que me quería muchísimo, que soñaba conmigo. Páginas y páginas prolongando una tupida declaración en la que mi pelo y mis manos y mis ojos eran joyas y luceros, rematado todo con la vehemente promesa de regresar a mi lado en cuanto le fuera posible para enfrentar a su familia y hacerme su esposa por las buenas o por las malas. Yo le respondía con pensamientos románticos, quizá no tan acendrados como los suyos ni dirigidos a él específicamente sino al amado en general, ese amado que lo mismo era él que el evanescente Luis de los versos exquisitos o que el tangible Lucio; sobre todo Lucio porque reales y tangibles eran los besos de Lucio, tangible era su piel y sus manos y su carne lamida por mis labios sedientos.
Desde luego las cartas de Luciano no llegaban al rancho sino a la casa de Orestes Marañón. Sabedor de mis secretos, ya que su ahijado se confió a él en vísperas de la partida, el profesor me las entregaba de inmediato. Él sabía más que yo de los avances de Luciano en el ejercicio pianístico porque las cartas al padrino eran sobre todo informativas.
—Va bien, va muy bien —aseguraba Orestes Marañón. El muchacho había resultado el mejor alumno en el curso del profesor famosísimo y empezaba a conseguir algunos trabajos como pianista de eventos sociales. De eso estaban enterados también mi tío Grande y mi tía Francisca gracias a un par de misivas en las que Luciano exageraba sus avances y evadía sus tropezones en los círculos musicales de París. El ambiente era muy cerrado— se quejaba Luciano con Marañón; —hasta para ingresar en una orquesta de segundo nivel se requerían habilidades políticas, no sólo musicales, contrarias a la rectitud del orgulloso muchacho Lapuente—. Pero va bien, va muy bien, la vida le sonríe —me sonreía Marañón—; el mayor impulso lo recibe de ti, Norma, no lo traiciones.
Como las Holster del establo me quedé rumiando el «no lo traiciones» mientras cruzaba la plaza de San Roque y me escondía tras una mesa de la cafetería de Celestino González para leer ahí la última carta de mi enamorado ausente. No lo traiciones. ¿Sospecharía algo el profesor Marañón de mis andanzas con Lucio?
Habíamos cuidado con verdadero ingenio y tacto nuestros encuentros, pero sin duda resultaba cada día más difícil disimular porque la ausencia de Luciano me había vuelto descuidada: me vivía más libre para sonreír a Lucio en cualquier circunstancia, para frotar mi pierna con su pierna por debajo de la mesa durante los rituales del comedor. A veces lo besaba al paso, fugazmente en la escalera, y en nuestros encuentros en la terraza o a la entrada del rancho me atrevía a sostenerle una caricia en el cuello o en la cintura. Así como nos sorprendió Luis aquella vez, así se abrieron los ojotes de la cocinera de mi tía Francisca cuando la mano de Lucio me oprimió un pecho mientras simulábamos probar de la cazuela madre un bocado de los chilaquiles a la tehuana. El mismo Orestes Marañón nos encontró de la mano en la Alhóndiga de Granaditas y Cata, una chismosísima prima de mi tía Francisca, nos lanzó una mirada de carbón ardiendo cuando Lucio me ayudó a bajar de su Ford, casi sosteniéndome en vilo, frente al templo de San Diego. Y es que el haber saltado de los simples besos y las simples caricias al contacto carnal, nos creaba una urgencia inevitablemente delatora.
Fue justo esa vez cuando ocurrió, donde siempre, en nuestro escondite, por el rumbo de la mina de San Bernabé. Habíamos prolongado los besos más de la cuenta, había permitido yo que las manos de Lucio me estrujaran los senos, nada hice cuando empezó a desgranar los botones, cuando desató el corpiño y arrancó de un tirón el sostén y me ayudó a desprenderme de las botas con todo y el pantalón de montar que se atoraba durante el jaloneo de ambos tratando de quitar los obstáculos en una eternidad de ardides y de risas y jadeos hasta que al fin ya estábamos sintiéndonos: sintiendo en mí su lengua que aliviaba la entrada de mi sexo antes de arder su lanza que me descoyuntó al hundirse entre mis piernas como un puñal de lumbre. Me abrió y rompió mi cuerpo. Me dividió en dos almas. Me hizo nacer ahí cuando su empuje encontró los caminos y luego fueron luces y viento y alegría, mientras yo le gritaba hombre, hombre, hombre, que era el único nombre de todos los hombres amados a partir de ese instante.
A partir de ese instante no sólo fornicábamos en nuestro escondite, por el rumbo de la mina de San Bernabé, sino en cualquier otro sitio: donde tocara el de repente. Una vez fue en el asiento trasero del Ford detenido prado arriba en la desviación a Dolores Hidalgo, y otra, mucho más peligrosa, en el cuarto mismo de Lucio a donde llegué una noche a sorprenderlo porque mi cuerpo ya no aguantaba las ansias.
Por todo eso, a los dos o tres años de que se fue Luciano a París, decidimos hacer pública nuestra decisión de casarnos. Contra lo que yo me suponía el impacto no fue de terremoto sino de un simple temblor que sacudió, sí, a mi tío Grande, a mi tía Francisca y a mi tía Irene, aunque iluminó también sus ojotes abiertos porque ese matrimonio significaba una unión más sólida para la estirpe de los Lapuente. Desde luego mi tía Francisca y mi tía Irene se sintieron obligadas a aludir —aplazando de momento cualquier expresión celebratoria— a la mentada objeción del parentesco: toda aquella taralata sobre el incesto de primos en segundo grado condenado por la Iglesia Católica Apostólica y Romana y sobre los peligros de una posible hemofilia que hiciera nacer tontos a nuestros hijos, además de/ Mi tío Grande paró en seco a las mujeres. Sandeces, dijo, sandeces; evidenciando con ello su enorme satisfacción porque el más querido de sus hijos, su primogénito Lucio, quería unirse a quien había sido desde su aparición en el rancho una verdadera y amadísima hija.
—Si los cretinos curas de Guanajuato se atreven a poner la más mínima objeción yo estoy dispuesto —clamó mi tío Grande con su vozarrón— a presentarme en persona en el mismísimo Vaticano y solicitar o comprar los papeluchos necesarios para que esa boda se celebre como Dios quiere y como yo mando, no faltaba más.
Mi tía Francisca se santiguó al oír los exabruptos de su marido mientras mi tía Irene se ponía a razonar en voz alta —lúcida la muy canija y ahora sí en apoyo de mi tío Grande— sobre los malos entendidos en torno a un matrimonio tal. No era lo más común —dijo—; sin embargo, no se trata en este caso de primos hermanos sino de primos segundos, lo cual elimina todo peligro de caer en incesto —horrible palabreja, argumentó—. Ella conocía por cierto un sonado caso de dos primos hermanos matrimoniados en la Ciudad de México, previa dispensa de la Mitra diocesana y sin escándalo social alguno.
—Los curas son unos cretinos —insistió mi tío Grande—. Si hay que hablar con el Papa, yo hablo con el Papa y se acabó.
La verdad, me estaba divirtiendo de lo lindo. Las palabras de mi tía Irene no hacían sino corroborar lo pensado desde que ella me adujo todo lo contrario apenas sospechó de mi romance con Luciano. Ahora sí, canija tía. Tratándose de Lucio, heredero del rancho y figura principal de Guanajuato, amigo del novísimo gobernador Luis I. Rodríguez y apreciado por las familias decentes, cuál problema, caray, cuál problema. No lo hubo en realidad con la dispensa eclesiástica, si no se toman en cuenta los engorrosos papeleos y el ir y regresar a cada rato con que esos cretinos curas provincianos trataron de darse importancia y justificar tanto la jugosa limosna solicitada como la promesa de mi tío Grande de restaurar la bóveda del templo de San Cayetano.
El único problema, si acaso, y si de citar problemas se trata, era el mío personal. Mi problema llamado Luciano.
En un telegrama lanzado de continente a continente mi tía Francisca envió a su hijo segundo la noticia de la boda, cosa que yo no me atreví a hacer en mi última misiva, cuando ya todo el Bajío estaba al tanto del inminente casorio. Pasaron semanas y semanas y Luciano dio la absoluta callada por respuesta. Ni a su madre ni a mí nos envió una línea. Sí desde luego a Orestes Marañón.
Busqué información con Orestes Marañón a unos cuantos días de la bendición nupcial. Estaba muy serio conmigo el querido profesor. Enojado. Primero negó haber recibido carta reciente de Luciano. Luego, cuando ya me retiraba ofendida por el trato hosco de ese hombre a quien tanto respetaba y quería, oí silbar en su voz a mis espaldas.
—Sí, me escribió Luciano.
No quiso mostrarme la carta Orestes Marañón. Me informó únicamente de la terrible decepción sufrida por su ahijado ante aquella impensable noticia. Así dijo: está decepcionado, triste, muy dolido. Furioso contra mí, supongo. No, nada más triste, tristísimo, dijo el profesor Marañón.
—Y eso no se le hace a nadie, Norma, es una canallada.
Me solté a llorar.
—Yo lo amo, profesor.
—No te quiero ver nunca más en esta casa —dijo.
Con Luis no hubo palabra de por medio, solamente un papelito doblado con un poema firmado por él. Lo encontré debajo de la torre negra, en el tablero:
¡Adiós por la vez última, amor de mis amores;
la luz de mis tinieblas, la esencia de mis flores,
mi lira de poeta, mi juventud, adiós!
La boda fue el acontecimiento de la década en todo Guanajuato, dijo y repitió durante semanas mi tío Grande. Suntuosa ceremonia en la iglesia parroquial repleta de azucenas e iluminada como si estuviéramos en el cielo. Lucio se vistió de charro con un traje galoneado de plata de los hombros hasta las espuelas y con su sombrero hermosísimo mandado traer de Tepatitlán. Mi tía Francisca y mi tía Irene me cosieron un vestido de novia que me hizo sentir princesa de cuento de hadas: tenía una cola de kilómetros y un velo como de nubes sujeto por una corona apretada de azahares. Todavía lo conservo.
Asistió todo mundo, hasta el gobernador. (No sé si seguía siendo Luis I. Rodríguez o ya habían nombrado al chismoso de Rafael Rangel)
Mi padre se presentó con Carolina García, desde luego, arreglada ella de manera impropia por escandalosa, según mi tía Irene. Sin embargo, se veían felices con mi felicidad, al grado de que mi madrastra, de un abrazo tan fuerte, tan estrujado, me rasgó con sus uñas el velo de tul francés heredado por mi tía Francisca de su abuela Chuyita, chilló la tía Francisca al advertir el percance. Mi padre se veía muy arrugado de la cara y más calvo que nunca, pero se pavoneaba con su chaleco blanco y una leontina de oro espectacular. Lo malo fue que se emborrachó durante el banquete y en los postres tuvo un pleito con mi madrastra delante del alcalde de Querétaro y su esposa Conchita. Fue breve el escándalo porque los separaron antes del manotazo con que mi padre trató de alcanzar el rostro de Carolina, y se lo llevaron a dormir la mona en mi recámara.
El único ausente fue Orestes Marañón. No vi a Luis en el banquete cuando lo busqué para bailar una polca. Me dijeron que se había mareado en la iglesia por el incienso y el sofoco de tanta gente. Al parecer se fue a Salvatierra donde se pasó una semana entera: desprecio inaudito y suficiente para que mi tío Grande le soplara luego un regaño de aquéllos como cuando era niño, de paliza y todo; hasta le dejó de hablar durante meses.
Se mataron doscientos cabritos y terneros y cerdos. Se bebieron ochocientos litros de cerveza, pulque, vino francés y champán. Hubo música con orquesta y mariachi y marimba. Comilona para los invitados durante tres días. Felicitaciones a granel, hasta la bendición papal.
En tren nos fuimos de luna de miel a Monterrey y Laredo, y también en tren la necedad de Lucio nos hizo llegar hasta Pensilvania.
Fui feliz. Me sentí la mujer más dichosa del mundo durante años: cuidada, regalada y adorada por mi marido como jamás pensé que me amaría un hombre, ni cuando nos trenzábamos en la subida a San Bernabé, ni cuando me sentía devorada por los ojos punzones de los tres hermanos, ni cuando de niña gané aquel juego con el gambito de torre. Mimada por mi tío Grande. Convertida en la hija Lucrecia de mi tía Francisca y en la hija única que fui siempre para mi tía Irene: más ahora en que ya no compartíamos la misma recámara en el piso alto, ni siquiera la misma casona porque Lucio construyó otra casa, más pequeña, al fondo del prado de los papalotes. En esa casa nueva nació mi hija, a los dos años de matrimonio con Lucio. Fue difícil el parto: necesitaron sacar con fórceps a la criatura, pero todos los dolores se me volvieron burbujas cuando la sentí bebiendo de la fuente misma de mis entrañas. La bautizamos con el nombre de mi madre, María de la Luz: Luchita.
Ya le había salido el primer diente, ya comenzaba a gatear Luchita, ya caminaba del jardín a la casona de los abuelos, ya decía palabras difíciles como ferrocarril o trimestre, ya podía escribir su nombre y apellido en un cuaderno a la italiana, ya montaba su pony, ya sabía cómo brincan los caballos y cómo se deslizan los alfiles por el tablero cuando en un de repente el hijo segundo de mi tío Grande y mi tía Francisca, el pianista viajero, mi amor musical, el querido Luciano regresó después de siglos a la ciudad de Guanajuato. Si conmigo había roto por completo toda relación epistolar, la conservó por medio de cartas aisladas con sus padres y con Orestes Marañón. Ellos sabían de sus éxitos en París y en Madrid, sobre todo en Madrid. Tocaba en una sinfónica como pianista de planta, era maestro en una escuela superior de música y habían realizado giras como solista por Europa y tocado el Concierto para piano y orquesta de Beethoven en el Carnegie Hall de Nueva York.
—Logró más de lo que se propuso —presumía mi tío Grande en el casino. Aunque lo extrañaban, lo extrañaban muchísimo él y mi tía Francisca. Lo lloraban en silencio como si estuviera muerto. A veces mi tío Grande, en sus noches de insomnio, se metía a la biblioteca para releer las pocas cartas de su hijo luego de haber mostrado a un grupo de invitados al rancho, durante la cena, los recortes de periódicos europeos que aludían con elogios a Lapuente, el pianista mejicano.
Lucio no solía hacer comentarios conmigo sobre su hermano. Escuchaba con atención la lectura en voz alta con que mi tío Grande daba cuenta de alguna carta reciente de Luciano, pero de no ser un «me alegro mucho» poco decía Lucio —sus maxilares oprimidos, tensa la quijada—, como si algo supiera o sospechara de aquel secreto mío anterior al matrimonio, pensé más de una vez, viéndolo así: sus maxilares oprimidos. Tal vez se enteró por un chisme grosero reído en la cantina billar de Pepe Cárdenas, local que ahora atendía el hijo de Pepe Cárdenas porque éste había muerto de repente por una embolia cerebral. Tal vez Orestes Marañón cometió una vengativa infidencia. Tal vez la famosa prima Cata inventó una novela como las del radio. Lo cierto es que, al menos ante mí, Luciano no ocupaba los pensamientos de Lucio, ni su hermano era tema de conversación interesante.
Del Luis de aquellos años podría hablar un poco más si tuviéramos tiempo. Sólo diré que desde aquel infortunado pleito con mi tío Grande, cuando desapareció de mi boda y se perdió en Salvatierra durante una semana, las relaciones entre padre e hijo se enfriaron como hielos. Luis seguía visitando con frecuencia Salvatierra porque en aquella ocasión tuvo la suerte de conocer ahí a un sabio sacerdote —así lo llamaba— a quien entonces le confió cuitas y pecados y de quien empezó a recibir tal cantidad de consejos, de enseñanzas religiosas, de conocimiento de libros sagrados, que surgió en Luis una rápida y firme decisión de ingresar en el seminario de los padres franciscanos. Cuando lo hizo saber en el comedor de la casona, justo en el momento del café, mi tía Irene gritó levantando los brazos: ¡Alabado sea Dios! Mi tío Grande arrugó la frente y dejó caer el sobrecejo. Mi tía Francisca inclinó la cabeza para no ver. Lucio se echó a reír.
Yo hablé con Luis al día siguiente, en la huerta, entre los duraznos. Fue nuestra primera y única conversación verdadera. No me miraba a la cara pero se veía contento de hablar conmigo, como si lo hubiéramos hecho a menudo. Era él quien llevaba la plática colmada de una retórica empalagosa en la que salían a relucir las parábolas del hijo pródigo y del buen sembrador revueltas con los sermones de San Buenaventura y del San Agustín de las Confesiones en los que yo resultaba aludida como si fuera una mujer adúltera pendiente de redención. Pasé por alto las indirectas a todo lo relacionado con mi supuesta promiscuidad amorosa en aquellos tiempos de coqueteo con sus hermanos y con él hasta que me llegó el momento de recordarle sus versitos románticos.
—Me hiciste trampa —le dije de sopetón. Y vi cómo se frenaba y volvía la cabeza para mirarme fijamente por única vez.
—¿Trampa?
Se veía lindísimo con sus ojos negros clavados en los míos. Su gesto delataba extrañeza.
—Sí sí, Luis, trampa. Yo era muy ignorante. Creía que los versos los inventabas tú, para mí. Me emocionaba, hasta me masturbaba con ellos, ¿vas a creer? —abrió la boca del susto—. Pero un día, en la biblioteca de mi tío Grande, encontré unos libros de poesía y ahí estaban esos mismos versos; eran de Acuña, de Gutiérrez Nájera, de Amado Nervo, ¡qué desilusión!
—Nunca dije que los versos eran míos —se defendió Luis mientras echábamos a caminar de nuevo por las callecitas de la huerta.
—Los firmabas con tu nombre y eso no se vale. Eso es trampa. Como cuando tocas un caballo en el tablero y luego quieres mover un peón. No se vale.
—Perdón, yo creí…
—No te apures, ya qué importa. Ni quien se acuerde.
Regresamos a la casona y antes de entrar, para escandalizarlo por última vez, le oprimí fuerte la mano derecha y sin darle tiempo a evitarlo le planté un largo beso en la boca. Le introduje mi lengua, se la moví dentro.
Tres días más tarde, Luis Lapuente entró en el seminario de la orden de San Francisco.
Esto es un paréntesis. Estábamos entonces en que los primeros días de un mes de noviembre, en vísperas del cumpleaños de Luchita, sin previo aviso, Luciano regresó a Guanajuato. Lo supimos por Celestino González, el del cafetín, quien lo vio cruzar la plaza de San Roque en compañía de su padrino Marañón. No pudo ser otro, era él, segurísimo, reafirmaba Celestino ante el gesto incrédulo de mi tío Grande. Imposible. No. Imposible. No lograba entender mi tío Grande cómo podía llevar Luciano más de cinco días en Guanajuato —porque Celestino hablaba de hace cinco días— y no haberse presentado en el rancho para abrazar a su familia. Era absurdo, como extrañísimo era, además, que Orestes Marañón no estuviera en su casa. Se había ido de viaje a fines de la otra semana, le dijo una vecina a mi tío Grande.
Absolutamente nadie en Guanajuato pudo dar razón cierta a mi tío Grande de su hijo pianista. Algunos como Celestino González aceptaban haberlo visto así, de pasada, pero con nadie cambió dos palabras el muchacho. Tenía prisa al parecer, iba de carrera por el templo de La Compañía, por la presa de la Olla, por el mercado Hidalgo, por los callejones retorcidos de la zona centro, igual que un fantasma. Parecía tratarse del fantasma de Luciano lo que alcanzaron a ver los que algo vieron, porque siempre era de noche el instante: se les apareció y luego se volvía sombra, humo, ilusión. También en Silao y en León y en Irapuato lo buscó mi tío Grande. Se pasó más de un mes persiguiendo la sombra de su hijo hasta acabar vencido y convencido de la equivocación unánime de los posibles videntes.
Transcurrió una semana más y una noche, en la casa nueva, me despertaron ruidos de cosas tropezadas provenientes al parecer de la cocina. No desperté a Lucio: había llegado tarde pasado de tragos y dormía embarrado de babas con el cuerpo desnudo bajo las sábanas, como un náufrago. Me asomé al cuarto de Luchita donde mi tesoro soñaba ángeles y serafines, y luego me atreví a inspeccionar la cocina, el comedor, la sala, el cuarto de trebejos. Regresé a la cama poco antes de que la puerta se abatiera de un envión y surgiera en el quicio, iluminado apenas por la claridad de la ventana sin cortinas, la figura de un hombre agitado por su propio asalto. Me lancé hacia él cuando advertí el movimiento de su brazo extendido en el momento mismo de irrumpir con un revólver apuntado hacia el cuerpo de Lucio, aunque no alcancé a tocarlo siquiera: dos disparos como truenos sonaron antes. Era Luciano. Luciano disparando contra su propio hermano, saliendo a la carrera, tropezando con el taburete, huyendo enseguida tal vez hacia el huerto, hacia el páramo, por los establos, entre los silos, inalcanzable. Un tiro pegó en la cabecera de latón, sobre el remate esférico. Otro dio en el costado de Lucio y abrió paso como un dique roto a un manantial de sangre.
Fue aquello la sorpresa, la tragedia, la desolación. A gritos acusé a Luciano, porque lo había reconocido irremediablemente en la penumbra, sólo que ni mi tío Grande, ni mi tía Francisca, ni mi tía Irene, azorados desde ese instante por el atentado, rota el alma, desbaratado para siempre todo gesto de alegría en el rostro, quisieron admitir jamás que el segundo hijo de los Lapuente hubiera sido capaz de disparar contra su hermano mayor. Fue un borracho, un ladrón —dijeron—; un peón resentido que no y no confesó su atentado a pesar de los criminales interrogatorios y los despidos por decenas a los que fueron sometidos por la policía municipal y por mi tío Grande en persona casi todos los trabajadores del rancho.
Llevamos a Guanajuato el cuerpo herido de Lucio, ahogado por la sangre, y por los desvaríos de la muerte aproximándose, y en lo que resultó una operación calificada de milagrosa, dada sobre todo la precaria condición del hospital provinciano, consiguieron salvar la vida a mi marido. Después de cuántas horas sin aliento —con el Jesús en la boca familiares y amigos—, fueron las ganas de vivir de un varón enérgico y robusto, trenzado el músculo en las faenas del campo, entre los rezos a Nuestra Señora de la Santa Fe y los llantos de mis tías, lo que hizo seguir siendo Lucio al queridísimo Lucio. Eso dijo mi tío Grande. Yo pensé: Fue mi amor; mi hija Luchita no merecía vivir sin su padre.
La convalecencia de Lucio se desarrolló incierta. Pasaban meses y recaía, se ponía mal, estaba muriéndose otra vez. Fue necesario trasladarlo a México, al Hospital de Jesús de la Avenida Veinte de Noviembre, donde volvió a sacudirnos el grave diagnóstico de los médicos: urgía una nueva operación porque el balazo había perforado no sé qué regiones vulnerables y su órgano cardiaco —en pocas palabras— continuaba lastimado. Eso deduje de los terminajos con que un especialista, el doctor Jiménez Careaga, nos explicó el estado coyuntural del enfermo. Con el dinero de mi tío Grande resultaba factible llamar al mejor cirujano de Estados Unidos, traerlo de Houston, pagarle una millonada, pero la situación era tan urgente —explicó el doctor Jiménez Careaga— que si en ese mismo momento no se realizaba la intervención quirúrgica, él no garantizaba a Lucio una segunda noche con vida.
Ahora el milagro fue del doctor Jiménez Careaga: el mejor cirujano de México, lo calificaron sus colegas del Hospital de Jesús y lo corroboraron los expertos consultados a la carrera en la desesperación de mi tío Grande. Tuvieron razón. El doctor Jiménez Careaga salvó a Lucio y Lucio volvió a abrazar a nuestra querida Luchita.
—Fue Luciano, ¿verdad? —me preguntó meses después, apenas se atrevió a montar el alazán árabe que le obsequió mi tío Grande para celebrar su cumpleaños y su regreso al mundo de los humanos. No le respondí esa vez ni las muchas otras en que me insistió con la pregunta. Parecía seguro de haber escuchado el nombre de Luciano gritado por mi pánico en el momento de los balazos y vuelto a gritar después, a la llegada presurosa de la familia, mientras me debatía en atender a Lucio, en calmar a Luchita, en volver a tenderme sobre el cuerpo de mi marido tratando de contener la sangre y gimiendo y acusando y blasfemando contra ese Dios que nada hacía por ayudarme.
—Me odia porque me casé contigo, ¿verdad? —decía de nuevo, a dos o tres años del atentado cada vez que regresaba borracho o cuando traía ganas de reñir conmigo por mi forma de educar a Luchita o porque voló la mosca. Cualquier pretexto servía para echar fuera ese vómito de celos, aunque yo nunca le di pie para que del vómito pasáramos al pleito. Lo cortaba con un gesto. Le daba las espaldas. Agarraba de la mano a Luchita y con ella me montaba en el tordillo y salíamos a galope rumbo al camino de subida a la mina.
—Algún día voy a encontrar a ese cabrón de Luciano, donde se esconda, en el último rincón del mundo, y lo voy a matar. Por ésta que lo voy a matar.
Ésa era la idea fija en la mente de Lucio que fastidió nuestra vida: como si nos hubiéramos metido en uno de esos remolinos de tierra que se levantan por el rumbo de Dolores Hidalgo.
Ya nunca nada fue como antes. Y como decía Chayito, la célebre cuñada de Celestino González que empezó a echar las cartas en un zaguán de Guanajuato, junto al Callejón del Beso.
—Cuando te cae la tragedia una vez, ya no te suelta, Normita, ya no te suelta. Hoy te llega una desgracia y andando el tiempo te llega otra mucho peor, no tiene remedio.
Así fue. Una tarde de noviembre —otra vez el maldito mes de noviembre— nos llegó la noticia de que mi padre se había metido el cañón de una pistola en la boca y había jalado el gatillo.