Capítulo II

UNO

A los once años de edad, Norma ganó a su padre una partida de ajedrez. Con un alfil acorraló al rey negro en la casilla donde se había enrocado, lo engañó luego con un gambito de torre que su padre dudó en aceptar pensando que Norma se equivocaba —todavía le dijo: ¿me regalas tu torre?— y tres jugadas más tarde saltó el caballo blanco, apoyado por la dama, para el jaque mate fulminante.

—¡Carajo! —exclamó Lucas, que así se llamaba el padre de Norma.

Lucas era entonces un hombre de cuarenta y cinco años, apasionado por el ajedrez. Jugaba todas las tardes en el segundo piso de un edificio de San Juan de Letrán, donde estaba el club, y luego de ganar casi todas las partidas a sus rivales, que lo consideraban el Maestro, se iba con ellos a tomar unos tragos. Regresaba muy tarde a casa, a punto de la madrugada. Norma oía crujir las escaleras, rechinar una puerta, y diez o quince minutos después, despacito para que no la oyera la tía Irene, subía hasta el cuarto encendido de su padre. Lo encontraba vestido, bocarriba, roncando o con una vomitada escurriéndole por la barbilla. Norma le sacaba a tirones los zapatos, le echaba una cobija encima, le acariciaba la frente y apagaba la luz. Otra vez despacito regresaba a su cama y trataba de volverse a dormir rogándole a la Virgen de Lourdes que apartara a su padre de la bebida y lo hiciera campeón mundial de ajedrez como Emmanuel Lasker o José Raúl Capablanca.

La tía Irene sabía que la causa principal del alcoholismo de su hermano Lucas era la muerte de Luchita, la esposa, cuando Norma tenía apenas tres años. A Luchita la ahogó literalmente un ataque de difteria y Lucas se culpó siempre de no haber conseguido a tiempo un médico de a de veras, no a ese imbécil de Panchito Rosas que se las daba de galeno y se dejaba pastorear como un tonto en el ajedrez, para colmo.

Cuando Luchita murió, Lucas empezó a beber en serio. La tía Irene se fue a vivir entonces con su hermano y se convirtió en la verdadera madre de Norma, desde los cuatro hasta los quince años de la chiquilla. Vivían los tres del dinero que los padres de Irene y Lucas habían legado solamente a Irene, para protegerla, dijeron, porque era mujer.

Lucas no recibió un quinto de la herencia y su sueldo de burócrata en la Secretaría de Hacienda, como supervisor en la Mesa 4 de la Oficialía Mayor, no le alcanzaba ni para sus borracheras. No le alcanzó jamás, ni en vida de Luchita. Con el ajedrez no ganaba billete, por supuesto. Era lo único que sabía hacer y lo hacía de maravilla, según los jugadores del club, pero de qué diablos le servía para la vida práctica. Si hubiera jugado de apuesta, como le aconsejaban algunos admiradores, se habría vuelto millonario, pero la simple mención de un sacrilegio tal enfurecía a Lucas al punto de los gritos y los manotazos contra la mesa.

El ajedrez es una ciencia y un arte —clamaba—. Y la apuesta corrompe; corrompe siempre, carajo, acaba con el arte. Pero muchos campeones lo han hecho y lo siguen haciendo —le decían, y le citaban ejemplos de los grandes, quién sabe si ciertos: que Janovsky y que Carlos Torre y que el mismo doctor Lasker. No sea tonto, don Lucas. Este viejo Cabañas, el millonario pulquero, el de Ixmiquilpan, juega ajedrez de apuesta, en su rancho, como si fuera pócar. Quiere jugar con usted, don Lucas, anímese. Nomás una vez. Le juntamos los pesos para entrarle y le juega un torneíto de cinco partidas. Lo pela en una noche, don Lucas, seguro. Con eso sale de problemas, se cambia de casa, paga sus deudas. Hágalo por Normita, compadre; ella necesita ropa, y educación, y colegio decente…

Se levantó de la mesa, barrió de un manotazo las piezas del tablero, se largó del club. No se paró ahí en una semana, furioso Lucas de que sus compañeros ajedrecistas como él le propusieran una inmoralidad tan atroz.

Si hubiera sido un profesional, de gran maestro para arriba, el destino pintaría muy distinto porque los profesionales ganan dinero legítimo en los torneos; van y vienen con gastos pagados a La Habana, a Moscú, a Helsinki, a Buenos Aires. Pero Lucas no aspiraba a tanto; no soy tan importante, decía. Frente a los grandes maestros internacionales soy un simple aprendiz, decía; un aficionado que gana aquí con ustedes, pero que está lejísimos de los verdaderos campeones capaces de jugar partidas a ciegas y simultáneas con veinte. No me hagan enojar otra vez, por favor. Déjeme en paz y vaya usted acomodando sus piezas, licenciado, que me lo voy a pastorear para cerrarle el pico de una buena vez.

Años antes, en vida de Luchita, ella le sugirió dar clases de ajedrez en el club o a domicilio, y cobrar como cobra un maestro de cualquier materia. Incluso la propia Luchita se ofreció a visitar un par de colegios católicos y proponer a sus directores una clase optativa de ajedrez siguiendo un modelo semejante, que el mismo Lucas platicó a Luchita, al de las escuelas de Moscú donde los alumnos aprenden ajedrez al mismo tiempo que matemáticas. Se negó a considerar siquiera la propuesta de su esposa —ya se estaba enojando, ya iba a empezar a manotear— y a la única que terminó enseñando pacientemente el ajedrez, desde explicarle lo que era un tablero y cómo se movía cada pieza hasta la salida de Ruy López y el famoso fincheto y la defensa siciliana, fue a su hija Norma, ya huérfana, cuando tenía seis, siete, ocho años.

A los once se produjo aquella partida del gambito de torre que dejó perplejo a Lucas.

—Carajo —volvió a exclamar Lucas sin apartar los ojos del tablero donde se había producido la catástrofe—. Me descuidé.

—No, papá —corrigió Normita—. Te lo preparé desde tu enroque. No le diste importancia a mi alfil.

Superada la impresión, admitida la derrota, Lucas se levantó de la mesa del comedor y sin avisar a la tía Irene se llevó a Normita al club de San Juan de Letrán donde relató a sus colegas, ahora sí henchido de orgullo, la hazaña ajedrecística de su hija, tal como lo había hecho el padre de Capablanca cuando el futuro genio ganó a los cuatro años una partida a su padre, oficial del ejército cubano. En seguida, y siempre imitando sin saberlo al padre de Capablanca, Lucas sentó a Norma frente a un tablero y convocó rivales.

Norma jugó primero con el viejo Reveles, un poeta de barba canosa y clavel en la solapa, a quien ganó llevando ella las blancas. Luego, con las negras, la niña sostuvo un duelo terrible con el Chato Vargas, un cuarentón compañero de parranda de Lucas. El Chato le llevó siempre ventaja, estaba a punto de vencerla después de cuarenta minutos de pelea, pero Norma consiguió de manera sorprendente las tablas obligándolo a un jaque continuo. Los mirones arremolinados en torno a la mesa aplaudieron el lance, y si Norma no hubiera sido una chiquilla de once años la habrían llevado en hombros a la cantina El Nivel, en la esquina de Seminario y Moneda, para festejar el descubrimiento.

A partir de ese día, y en compañía de su padre, Norma empezó a frecuentar el club de San Juan de Letrán. Iba sólo una o dos veces por semana, pero la tía Irene ponía el grito en el cielo porque el club no era un sitio decente para una niña, porque el ajedrez es un juego de hombres y la estás maleducando, Lucas —le protestaba a su hermano—, la vas a hacer marimacha, la perviertes, le das malos ejemplos, Luchita desde el cielo te va a castigar.

La verdad era que la compañía de su hija contribuyó a que Lucas se apartara de la bebida. Después del club debía llevar a Norma a su casa y ya no le quedaban ánimos para alcanzar a sus amigos en aquella cantina del Zócalo. Se quedaba tumbado en el sillón de su sala, ayudaba a Norma con la aritmética, o escuchaba radio o se ponía a estudiar frente a un tablero partidas célebres: Lasker contra Borovsky, Rubinstein contra Capablanca, Marshall contra Janovski…

—Con el alejamiento y la posterior renuncia total a la bebida —en lo que ayudaron los chochos de un médico homeópata— se produjo poco a poco la transformación de Lucas. Se bañaba más seguido, se empezó a vestir mejor, se recortó el bigote, sacó de un cajón del ropero el viejo reloj de leontina que había usado su padre hasta la muerte y lo ensartó en su chaleco para presumir de gentleman, murmuraban sus vecinas. También las vecinas murmuraron a la tía Irene que a Lucas le había empezado a dar por visitar burdeles, pero él lo negó de manera categórica.

Es una calumnia infame, viejas chismosas —gritó entre mil aspavientos, aunque luego, de soslayo, argumentó su derecho al amor, su necesidad de mujer cuando todavía era un hombre joven, maduro ya pero joven de sentimientos, en la plenitud de sus facultades físicas y mentales, ansioso por rehacer su vida al lado de una esposa capaz de hacerlo feliz en éste su segundo y último aire.

Norma cumplía quince años cuando su padre anunció su próximo casamiento con Carolina García.

Ni la tía Irene ni las vecinas tenían la menor idea de la tal Carolina García, quien resultó ser una secretaria suplente de la misma Oficialía Mayor donde trabajaba Lucas en la Secretaría de Hacienda. Alta, caballona, con pechos de llamar la atención y un semblante cargado siempre de color y maquillajes, la prometida del padre de Norma fue reprobada con cero por la tía Irene la misma noche en que Lucas la llevó a su casa para presentarla con su hermana y su hija. Es una pintarrajeada, la calificó la tía Irene, y desde ese momento el apelativo se le quedó pegado como una estampilla.

—¿Pero no te das cuenta, Lucas? Parece una güila… Si esa mujer entra en esta casa, aunque sea como tu esposa, ¡yo me largo!

Lucas no esperaba que hiciera otra cosa su hermana. Defendió como un chiquillo su romance y dejó que la tía Irene, durante días, repitiera su taralata de largarse a Guanajuato donde vivían unos primos hermanos, los Lapuente, que adoraban a Irene y por supuesto a Normita. Durante años le habían insistido los Lapuente: vente a vivir a Guanajuato y tráete a Normita, Irene. Aquí tienes casa, comodidades, no te faltará nunca nada, jamás. Aquí hay un ambiente sano, religioso, moral. Tu hija —se referían siempre a Normita como «tu hija»— está creciendo y necesita respirar y aprender buenas costumbres. Qué futuro tiene esa niña con un padre jugador y borracho. Vente con nosotros a Guanajuato, Irene.

—¡Me largo a Guanajuato! —volvió a gritar la tía Irene una semana antes de la mentada boda de Lucas con la tal Carolina García, la Pintarrajeada—. Pero me llevo a Norma.

—Eso sí que no —respondió Lucas, furioso.

—¡Me la llevo!

—¡Jamás!

—¡Me la requetellevo!

—¡Sobre mi cadáver!

Empezaron a pelear. Se dijeron cosas horribles. Lucas manoteó contra la mesa y la tía Irene estrelló un plato de porcelana en la esquina del trinchador.

—Que ella decida —propuso Lucas cuando los ánimos se calmaron, aunque la tía Irene continuaba resollando como una caldera.

Vestida de azul, con los ojos muy abiertos, asustada por los gritos que se oían hasta su recámara, Norma avanzó despacito por la sala. Aún llevaba los caireles de su fiesta de quince años y a pesar del susto se veía como una flor. Así le decían las vecinas cursis de la tía Irene: eres un capullo de rosa abriéndose a la vida, al aroma del amor, a la esperanza…

—Tú decide, Norma —dijo Lucas apoyando suavemente su derecha en el hombro de la chiquilla—, ya tienes edad para elegir. Te quedas conmigo o te vas con tu tía Irene a Guanajuato.

Norma miró los ojos empañados de su tía mientras la mano de Lucas le presionaba apenas el hombro. Guardó silencio un rato, pero al fin dijo:

—Me quedo contigo, papá.

DOS

Recién casada con don Lucas —la tía Irene viviendo ya en Guanajuato—, Carolina García trató de ser una buena madrastra para Norma, pero las buenas intenciones no florecieron porque las dos mujeres tenían poco en común. Carolina no jugaba ajedrez. Carolina cocinaba muy mal. Carolina se arreglaba como una mujerzuela. Carolina nunca iba a la iglesia: era de esa gente que estuvo con el gobierno en tiempos del conflicto religioso.

—Así es imposible.

Gracias a la tía Irene y al colegio de monjas en la clandestinidad, Norma fue muy religiosa de niña, y ya mayor, ahora, asistía a misa y comulgaba todos los días. Los sábados por las tardes daba doctrina a los niños en el templo de Santo Domingo.

Le gustaban los niños, sobre todo los desarrapados que llegaban con la barriga hecha un hueco y se retacaban luego con los dulces y chicles que ella y su amiga Paquita Suárez repartían al terminar la instrucción. Había más para los que ya sabían persignarse o recitar de memoria el Señormiojesucristo indispensable para recibir la primera comunión, pero Norma hacía trampa. Premiaba con bolsas enteras de caramelos o hasta con monedas que sacaba a escondidas de su bolsita a los más desamparados, aunque hubieran respondido mal o pésimo a las preguntas del catecismo de Ripalda.

Tenía predilección por uno: Joel, un chiquillo esquelético de ocho años que se quedaba sentadito o paradito en la banca sin realizar el menor esfuerzo por la difícil santiguada o por enunciar el misterio de la Santísima Trinidad, lejísimos de su entendimiento. Nada hacía y nada decía Joel, sólo mirar el altar o escuchar hipnotizado a las seños hablando y hablando o de pronto soltando un sonoro manazo a los rebeldes que trataban de subir al presbiterio. Norma le cogió cariño a Joel porque era pobre, y tonto, y tal vez, sobre todo, porque era huérfano de padre y vivía con un padrastro asqueroso que lo azotaba y que maltrataba igualmente a su madre.

Lo supo Norma un día en que se ofreció a acompañar a Joel hasta el cuartucho de su familia, cuadras atrás del templo de Santo Domingo. Joel acostumbraba ir y regresar solo a la doctrina, pero esa vez regresó con Norma y Norma conoció la mísera vivienda cayéndose, la suciedad y la pestilencia del sitio, el amontonamiento de escuincles más pequeños que Joel exasperando a la madre: una mujer greñuda, grosera, que no hizo más que lamentarse de su pobreza y pedir dinero a la muchacha porque su marido, trabajador de limpia, se lo gastaba todo en la pulquería.

Tanto se impresionó Norma con aquella miseria, que sin averiguar si la mujer exageraba con el ladino propósito de sacarle dinero —como le advirtió su amiga Paquita— llegó corriendo a la casa, entró en su recámara, y con la llavecita dorada abrió su cajita de Olinalá de donde sacó el último recuerdo valioso de su madre: los aretes de esmeraldas con montadura de oro. (Lo demás pertenecía ahora a la Pintarrajeada: el collar de perlas, el brazalete de plata, los pendientes antiguos de la bisabuela…).

Norma decidió no volver a la vivienda, pero tuvo que contrariar su propósito porque Joel dejó de ir de repente a la doctrina. Pasaron tres sábados y nada. Cuatro. Acompañada de Paquita regresó con la mujer greñuda que continuaba allí, regañando y azotando escuincles. Cuando vio a Norma, la greñuda alzó los brazos y se soltó a llorar a gritos. En un resuello explicó que a Joel le había dado tosferina y estaba muerto, mire nada más qué desgracia, seño. Y ya había hasta pensado en regalárselo —moqueaba la greñuda— porque con usted iba a estar mejor. Pero si se le antoja, a la de buenas, le doy otro de mis hijos, este Mayolo, mire, no le vaya a pasar lo mismo.

En la calle, ya de salida, cuando las dos amigas doblaron la esquina rumbo a Belisario Domínguez, Norma se soltó llorando en brazos de Paquita. También a Paquita se le escurrían las lágrimas.

No se alivió nunca del impacto la pobre de Norma. Dejó de dar clases de doctrina, aunque siguió yendo a la iglesia todos los días: a misa y a comulgar. Y lloraba delante de la Virgen de Lourdes. Y le pedía a su madre y a Joel, convertidos en ángeles del cielo, que la auxiliaran en las penas de la vida: en el sentirse fea, en el saberse ignorada por los jóvenes como si sólo Paquita tuviera buen cuerpo, en el no poder con la pesada carga moral de su madrastra…

La Pintarrajeada era el mayor problema de Norma cuando la chica dejó atrás la pubertad. Sus relaciones habían empezado regular, siguieron mal y se veían pésimas el año en que don Lucas tomó la decisión de mudarse a un segundo piso de la calle de Donceles para escapar de las vecinas —siempre nostálgicas de la tía Irene— quienes se la pasaban criticando a Carolina hasta el extremo de provocar un pleito fenomenal porque al decir de una de ellas la Pintarrajeada le echaba ojitos a su marido, la muy cuzca. Lo que Carolina no soportó fue el apelativo, agarró de los cabellos a la calumniadora, en plena vía pública, y la zarandeó hasta dejarla tendida y moqueando en la banqueta.

Entonces se fueron a Donceles. Lo celebró Norma por mucho que le doliera abandonar la casa de su madre en la calle de la Palma: siempre la consideró sagrada, pero cuando esa maldita entró —así gemía mientras se confesaba con el padre Ramiro en el templo de San Francisco— se cometió un sacrilegio imperdonable, por muy casado que estuviera su padre con esa mujer. Una cosa es la ley de Dios y otra cosa es el odio. Y ella odiaba a Carolina. Odiaba su voz. Odiaba su aliento. Odiaba su figura caballona. Odiaba sobre todo esos pechos enormes que sin duda acariciaba su padre entre risas y jadeos y chasquidos que trepanaban el muro y la cabeza de Norma, ella retorcida en la cama, atiborrada de cobijas, taponeándose las orejas y cerrando los ojos para no ver con los oídos lo que está sucediendo al otro lado, padre, me acuso de oírlo y saberlo y odiarlo, padre, usted no sabe lo que es eso.

A los diecinueve años, Norma tenía por lo menos dos de haberle quitado la palabra a su madrastra. La ley del hielo. Se produjo como un pacto tácito entre ambas y con ello se acabaron discusiones sobre el manejo de la casa: cada quien se hizo responsable de su propia comida, por ejemplo. Carolina cocinaba para don Lucas y para ella, y Norma se preparaba sus propios guisos que comía antes de que su padre se presentara en la casa. Como don Lucas estaba llegando tardísimo por las responsabilidades adquiridas en su nuevo cargo como intendente primero del oficial mayor en la Secretaría —¡el primer ascenso de su vida, ambicionado durante años!—, la ausencia de su hija en la ceremonia del comedor no era de manera alguna notoria. Y más explicable fue cuando la muchacha consiguió trabajo en una zapatería de Dieciséis de Septiembre. No era un empleo del otro mundo. Norma acababa con la espalda triturada luego de pasarse mañana y tarde encajando zapatos en los pies derechos o izquierdos de mujeres remilgosas, pero el trabajo permitía tener y gastar su propio dinero, lo que significaba libertad e independencia. Ya no necesitaba rendir pleitesía a su madrastra como reina y señora de la economía doméstica, ni mendigarle los pesos que su padre aportaba para el gasto familiar.

En lo relacionado con el ajedrez, Norma acompañaba de vez en cuando a don Lucas al club de San Juan de Letrán: una tarde cada quince días, en los mejores momentos. Todos la querían allí a pesar de que ya no jugaba como a los once años. Había perdido agresividad, agudeza, visión para anticiparse a las celadas de los rivales. Se distraía con frecuencia y ganaba, por lo común, una de cada cuatro partidas. Se conformaba con hacer tablas. Sólo a veces, ante contendientes que le picaban la cresta llamándola la chiquita Capablanca, renacía su casta de ajedrecista, su imaginación y su fiereza, y vapuleaba al contrario como si en ello le fuera la vida. Pero eso sucedía rara vez. Lo normal era anticiparse a la derrota inclinando su rey cuando los mirones pensaban que aún podía defenderse, o conseguir tablas tras un acelerado cambio de piezas para no prolongar el encuentro. Y ya. Era como si sus visitas al club sólo tuvieran el propósito de mantener el vínculo amoroso con su padre. Tal vez, en lo profundo, ése fue siempre el móvil de Norma. No la ambición de ganar. No el gusto por competir. No la entrega absoluta a un juego para el que estaba dotada de manera sorprendente.

El de la entrega absoluta era don Lucas, y cada día jugaba mejor al ajedrez con su sólido estilo posicional. Observando con atención sus aperturas abiertas, analizando las variantes con las que iba creando ejes de poder y de presión, Norma se asombraba del nivel imaginativo alcanzado por su padre.

—Estás hecho un campeón —le dijo una noche cuando lo vio coronar un peón de torre que su rival, como lo habría hecho cualquier otro estratega sensato, había menospreciado hacia el final. Y don Lucas era casi un campeón. Aceptó que sus amigos lo inscribieran en los torneos previos para aspirar al campeonato nacional, y demoliendo rivales, eliminando favoritos, llegó al combate final contra el teniente José Joaquín Araiza, el gran campeón mexicano que en 1934 destronó al legendario Carlos Torre Reppeto, vencedor alguna vez de Emmanuel Lasker.

Don Lucas peleó con Araiza de tú a tú. Pudo ganarle pero el nerviosismo, la seguridad disminuida por estar jugando contra el campeón de México lo llevaron a ser cauteloso —según apreció Norma— y a cometer un error en la última partida: el terrible error de no cambiar a tiempo su alfil negro por el caballo de Araiza, lo que aprovechó maravillosamente el veterano y lo aplastó.

—Eres subcampeón —le dijo Norma cuando regresaban a casa, caminando bajo una llovizna tenaz—. Debes sentirte orgulloso.

—Al carajo —replicó don Lucas—. En el ajedrez no hay segundos lugares. El que gana gana y el que pierde pierde. ¡Al carajo!

—Para mí eres el campeón de mi corazón —dijo Norma y se repegó a su costado mientras la llovizna les hacía chorrear el cabello.

En el club de San Juan de Letrán la hija de don Lucas conoció a Toño Jiménez una tarde en que la muchacha consiguió tablas con el poeta Reveles. Era el mismo Reveles de ocho años atrás, su primer contendiente en el club, pero se veía igualito: con su barba blanca, su frente sin arrugas y su clavel en la solapa. Toño aproximó una silla para observar la partida desde el principio. Pidió antes un permiso que ningún mirón del club acostumbraba solicitar, y con los codos en la mesa y la quijada apoyada en sus manos abiertas permaneció casi inmóvil durante todo el desarrollo.

Más que mirar el tablero, el joven miraba a Norma: su cabello largo y suave, sus cejas ligeritas, el gesto de morder la punta de su dedo meñique antes de una jugada decisiva, el chasquido de su boca al proclamar un jaque, la manera elegante y profesional de tomar una pieza capturada y sustituirla por la suya con un solo movimiento entrelazando sus dedos, la dulzura de sus ojos al mirar al contrario, su risa de campanitas…

El poeta Reveles dijo tablas y se levantó. Se mesó la barba satisfecho, bordeó la mesa para dar una palmada afectuosa en el hombro izquierdo de Norma, le guiñó un ojo. Luego se fue.

Hasta ese momento se volvió Norma hacia Toño, quien había dejado de sostenerse la cabeza y la miraba sin parpadear. Norma parecía enojada.

—Por su culpa no gané.

—¿Por mi culpa?

—No pude concentrarme. Debí cambiar la reina mucho antes.

—Yo no dije una palabra.

—Ay, no se haga el inocente, sabe muy bien de lo que estoy hablando.

—Usted me pareció más interesante que el juego, ¿qué tiene eso de malo? Es muy guapa.

Norma se levantó de un sopetón y fue hasta donde su padre jugaba. No volvió a dar la cara a Toño Jiménez.

Dos días después, una mañana temprano, al salir de San Francisco, Norma oyó pronunciar su nombre en tono de llamado. Giró la cabeza: era Toño Jiménez. El muchacho había oído misa cerca de ella, pero Norma no se dio cuenta. Por eso se sorprendió al verlo avanzar a zancadas para alcanzarla. Toño estiró al fin su derecha para tocarle el codo con la punta de los dedos, pero ella sacudió el brazo de un tirón. Se echó la mantilla hacia atrás.

—Por qué no deja de molestarme.

—Sólo quiero hablar con usted, ¿no se puede?

—No nos conocemos.

—Nos conocimos el martes, ¿ya no se acuerda?

—Nadie nos ha presentado.

—Cuál es el problema. Soy Antonio Jiménez Careaga. Tengo veinticinco años, estudio.

—Ay qué chistoso.

Norma echó a caminar con decisión. Volvió a alcanzarla Toño, la sujetó del brazo, ella lo sacudió.

—No sea malita. No tengo malas intenciones, sólo quiero conocerla.

El muchacho hizo una pausa para dar tiempo a la réplica, pero Norma se mantuvo en silencio; lo miraba con frialdad.

—Vámonos viendo en el club hoy en la tarde.

—Al club se va a jugar.

—Pues jugamos, cuál problema. La reto, le doy las blancas. Soy muy bueno, ¿eh?, fui campeón en la preparatoria… ¿En la tarde, sí?

—No puedo.

—Mañana.

—No puedo.

Caminaban ya por el atrio rumbo a Madero. Norma aceleraba el paso.

—¿Y qué tal el martes de la semana próxima?

—Ya le dije que no puedo.

—¿Y el viernes?… Se me hace que me tiene miedo, por eso no quiere jugar… ¿El viernes de la semana próxima?

—No —dijo Norma al llegar a la calle. Toño ya no la siguió.

La mañana de aquel viernes el dueño de la zapatería de Dieciséis de Septiembre, don Günter Volkov —un viejo alemán bigotón y malencarado, enérgico con sus empleados—, se acercó a Norma para cuchichearle que tenía una llamada telefónica, que no se fuera a entretener. Norma terminó de calzar el botín izquierdo a una descontenta rodeada de zapatos y cajas abiertas, antes de acudir al llamado que supuso de su padre. Era Toño Jiménez. Sólo quería recordarle su cita de esa tarde, que no se le fuera a olvidar: usted lleva las blancas.

—No voy a ir.

Norma se puso el vestido de florecitas que le regaló su padre al cumplir diecinueve. Se recogió el cabello hacia atrás. Se pintó los labios de un rojo suavecito. Muy poco colorete en las mejillas, sólo lo necesario para vencer esa palidez que la enojaba con ella misma. La medalla de la Virgen de Lourdes sujeta a la cinta de cuero. La pulserita de Taxco. Los zapatos de tacón alto. Después un suéter para disimular cualquier vislumbre de elegancia.

Se observó largo rato en el espejo del baño. No era guapa como le había mentido Antonio Jiménez ni su cuerpo podía competir con el de Paquita, aunque tenía labios bien definidos, curveados al centro, y una sonrisa simpática; no estaba tan echada a perder. Algunos hombres la asediaban a miradas en el tranvía, le cedían el asiento con exceso de ademanes, la tomaban del antebrazo en el momento de descender por el estribo. Atraía sin duda al licenciado Rosas, el vecino del siete, con la única contrariedad de que Rosas era un hombre casado. También al güerito con quien tropezaba siempre en la farmacia, qué casualidad. Y a Olegario, el mandadero de la zapatería. Y a Julito, el primo de su madrastra. Y a más de uno de los jugadores del club, el moreno de lentes, el estirado que siempre salía P4R, ¿quién más? Quién más le gustaba a ella de veras, porque de no ser el licenciado Rosas, ninguno le parecía atractivo. Antonio Jiménez. Sí, ése. Antonio Jiménez era el primero desde que dejó atrás su adolescencia; porque antes, de niña, cuando su primera regla, se sentía la más popular de la calle de la Palma: jugaba y coqueteaba con todos y pagaba por ello los tremendos pellizcos de monja con que la martirizaba su tía Irene: Una niña decente no se porta así, Norma; baja la cabeza, camina mirando el piso, no hables nunca, nunca, con desconocidos, ¿me estás oyendo, mocosa?

¿Qué estará haciendo la tía Irene?, se preguntó. La extrañaba. Sus últimas cartas eran muy cariñosas. Le hacía mucha falta. Este año iría a verla a Guanajuato por segunda vez. La primera, cuando cumplió diecisiete, sirvió para que tía Irene la perdonara por no querer vivir con ella en la casona de los Lapuente: el tío don Lucio, primo hermano de su padre y de su tía, los tres hermanos Lapuente, Lucio, Luciano y Luis, primos segundos suyos; qué casota tienen, qué rancho de no saber dónde se acaba, qué amables y guapos son, en especial el primo Lucio, fortachón y de mirada bien pícara a la hora de la plática en la sala durante la copita de oporto. Ni lo mande Dios, es pariente muy cercano.

Antonio Jiménez.

Sí, Antonio Jiménez Careaga. Toño. Sonreía pensando cómo lo había tratado de mal en el club y a la salida de San Francisco. Pobre. Se creció al castigo el muchacho, muy bien, así debe ser. Ahora a ver cómo salen las cosas y cómo su ángel de la guarda la ayuda para no meter la pata. Le daba miedo, mucho miedo.

Don Lucas pasó por Norma para ir juntos al club. La Pintarrajeada no estaba en casa: de seguro andaría poniéndole los cuernos a su padre, desde muy temprano. ¡Qué razón tenía la tía Irene!

—Parece que vas a una fiesta —dijo don Lucas.

Norma cerró los dos primeros botones de su suéter como única respuesta.

Don Jacinto Morales, un millonario sesentón retirado de los negocios y fanático del ajedrez, esperaba a don Lucas en el club de San Juan de Letrán. Era un buen jugador, al decir del presidente del club a quien este don Jacinto había nombrado su maestro y asesor. Dos veces a la semana el presidente del club se presentaba en la suntuosa residencia que tenía el millonario en la prolongación del Paseo de la Reforma, y entre partida y partida le enseñaba —por ejemplificar algo— los más célebres gambitos en la técnica de las aperturas: el gambito del alfil del rey, el gambito del centro, el increíble gambito de la dama… Tan útiles y satisfactorias le habían sido aquellas lecciones a don Jacinto, que el millonario se ofreció a pagar el alquiler mensual del piso donde se asentaba el club en aquel viejo edificio de la avenida. No sólo eso: al poco tiempo entregó a su tutor un fuerte donativo para tareas de remozamiento con el cual se resanó y pintó el interior del local, se mandaron construir nuevas mesas de caoba, se cambiaron los viejos sillones por otros flamantes de vaqueta sonorense, se adquirieron potentes lámparas de diseño art decó, se transformó, en una palabra, el ambiente deteriorado, penumbroso y húmedo del lugar, hasta convertirlo en un verdadero templo del ajedrez a la altura del mejor club europeo, como decía con alto orgullo su presidente que mucho había viajado y bien conocía los exclusivos aposentos donde se practica con seriedad y entrega la estimable actividad del juego-ciencia.

Ya tenía un año de remozado el sitio y don Jacinto Morales sólo se había parado allí, muy de carrera y por insistencia del presidente del club, un lunes por la mañana para verificar de una ojeada el buen aprovechamiento dado a su generoso donativo. A jugar, nunca había ido. Don Jacinto sólo jugaba en la biblioteca de su residencia, con diletantes selectos o extranjeros de los más diversos países —lo mismo de Nueva Zelanda que de Rusia o Turquía— invitados con todos los gastos cubiertos a la ceremonia de un torneo privadísimo. Competían en un gran tablero adosado a una mesa de ébano y con piezas de marfil, de diseño tradicional por supuesto, pero talladas y firmadas por el célebre Pierre Émile Tradeau, discípulo de Renoir.

Una tarde reciente, luego de una brillante explicación sobre las catorce variantes de la apertura española y la polémica posición A2R considerada la más segura para las negras, el presidente del club invitó a don Jacinto Morales a jugar en San Juan de Letrán. El millonario comenzó rechazando, desde luego, hasta que el presidente del club le habló de don Lucas: nuestro mejor ajedrecista, dijo. Lo describió de tal manera, le narró con tal vehemencia el estilo laskeriano y las hazañas recientes y pretéritas de don Lucas, que luego de una chispa brillando en los ojillos engolosinados —característica de todo jugador adicto— don Jacinto Morales movió afirmativamente la cabeza.

—Vamos a ver.

Cuando don Lucas y Norma llegaron al club, el sitio estaba repleto, lo que sorprendió a la muchacha. Nada le había anticipado su padre sobre la identidad y la presencia de don Jacinto Morales porque para don Lucas se trataba de un compromiso ajedrecístico más, fuese cual fuese la personalidad económica del contendiente. Si se hubiera tratado de Moisés Glicco, de René Praté o de un campeón internacional de la talla de Max Euwe —por exagerar el ejemplo— la actitud de don Lucas habría sido muy distinta. Entonces sí que estaría rascándose la nariz, paseando de un lado a otro, venciendo con tazas de café la cruda del insomnio. Pero un excéntrico como el mecenas millonario, habituado a jugar en secreto con otros excéntricos como él y con piezas talladas por un escultor de seguro loquísimo, no le merecía verdadero respeto.

—A ver qué tal frente al tablero, carajo.

Antes que ir a fisgonear a don Jacinto Morales, rodeado de gente, recibiendo halagos, Norma buscó entre la multitud a Antonio Jiménez. No estaba. Miró aquí. Miró allá. Fue hasta el rincón, junto a las oficinas: No, no vino.

Luego de las presentaciones y del brindis con café —la copa estaba prohibida en aquel tiempo en el club— don Lucas y don Jacinto Morales se sentaron frente a frente. Servicial hasta el extremo con el invitado y mecenas, el presidente hizo un panegírico del visitante y enseguida volcó las piezas en el tablero. Había establecido ya, con mucha precisión, la distancia a la que debía ser observada la partida.

Antonio Jiménez no llegaba.

Aunque don Jacinto quiso echarlo a la suerte, don Lucas se empeñó cortésmente en cederle las blancas. Y empezaron.

Antonio Jiménez no llegaba.

Fue una partida relativamente rápida. Apenas el millonario abrió con la Ruy López, don Lucas empezó a contratacar echando por delante los caballos y habilitando su dama. Don Jacinto se fue al cambio de piezas y le preparó muy bien un par de celadas que debilitaron el enroque prematuro de don Lucas. Jugaba mejor don Jacinto de lo que el padre de Norma había supuesto. Era un rival de primer nivel aunque le faltaba imaginación y audacia, quizá, para lanzarse a fondo. El caso es que la partida no emocionó a nadie y terminó tablas.

No llegaba, ya no llegó Antonio Jiménez. Maldito.

A la mitad de la segunda partida Norma se asomó entre los mirones para averiguar cómo iba su padre. Tenía atrapado a don Jacinto, cerrado el paso de la torre del rey. Si papá busca el cambio de caballos y lo traspeona —calculó Norma—, el viejo está muerto. En efecto, don Lucas cambió su caballo. Don Jacinto comió con el peón y quedó en una posición incómoda. Luego don Lucas movió su reina blanca al centro del tablero para anticipar un jaque. Don Jacinto inclinó su rey.

Cuando algunos contendientes empezaban a aplaudir, el presidente del club levantó su derecha, discreto, y los contuvo.

El millonario se puso de pie. Pretextó una cena en el Prendes con don Rafael Sánchez Tapia, secretario de Economía Nacional, antes de salir a grandes zancadas acompañado por el presidente del club.

Media hora después de que desapareció el millonario derrotado llegó Antonio Jiménez, presuroso y jadeante. La concurrencia se había convertido en unos cuantos. En los sillones de vaqueta sonorense don Lucas cambiaba impresiones con el presidente del club, sin duda sobre el orgullo lastimado de don Jacinto —quién sabe cómo lo vaya a tomar, a ver si no cancela la subvención—, mientras Norma, aburrida, observaba con desgano cómo el poeta Reveles destrozaba sin piedad a un joven tembloroso y fumador a quien pocas veces se veía en el club.

Apenas localizó a la muchacha con los ojos bailadores, Toño se precipitó hacia ella.

Norma lo vio a distancia, pero decidió ignorarlo sin variar de posición: el codo apoyado en la mesa, la mano sosteniendo la quijada, el gesto somnoliento.

—Perdón. Se me hizo tardísimo. Perdón.

Norma tardó en hablar. Tanto que el poeta Reveles retiró su mirada del tablero para ver a Toño por encima de los anteojos: el muchacho estaba tenso, se estiraba el cabello con los dedos.

—Ya me iba.

—Es que tuve un examen y se me complicó todo. Perdón.

—¿Un examen a estas horas?

Toño marcó varios síes seguiditos con la cabeza. Norma se levantó.

—Ni modo.

—¿No jugamos?

—Se acabó el tiempo.

—Espéreme, déjeme explicarle…

Desde el sillón de vaqueta sonorense don Lucas volvió la cabeza cuando sintió que Norma se acercaba. Detrás iba Toño a quien la mirada del padre frenó de golpe.

—¿Nos vamos papá?

—Cuando quieras.

Dos semanas después, Norma y Antonio Jiménez empezaron a salir juntos. Se encontraban en la misa de siete en San Francisco, Toño iba por ella a la zapatería de Dieciséis de Septiembre, caminaban cogidos de la mano por las calles del centro, remaban algún sábado temprano en el lago de Chapultepec… Antes de eso, el muchacho confesó toda la verdad: la anduvo espiando durante dos o tres meses; en un par de ocasiones la vio entrar en aquel edificio acompañada de un hombre a punto de la calvicie, sin duda su padre, y hasta que la siguió por las escaleras al segundo piso descubrió que el lugar era un club de ajedrez. De ajedrez él no sabía ni cómo avanzan o saltan las piezas en el tablero, por ello habría hecho el ridículo desde los primeros movimientos, ¡qué vergüenza!, a lo que obliga el amor. Su historia personal, por otra parte, era poco interesante, más bien sosa, dijo.

Antonio Jiménez Careaga vivía con su familia en una casa grande, con jardín al frente, de la Colonia Roma. El padre, madrileño de origen, era notario de sobra conocido en los altos círculos, y la madre, una modista excepcional a quien acosaban las damas de sociedad porque nadie como Elvirita para reproducir y hasta mejorar los figurines de la moda recientísima de París. Toño tenía dos hermanos: Jaime, el menor, y su hermana mayor María Elena. Él estudiaba medicina en la facultad de Santo Domingo. Según sus cálculos, conjeturaba recibirse en tres años, una vez aprobadas Cirugía tres y Cirugía cuatro, que eran su coco. No pensaba ser cirujano porque le fallaba el pulso y se horrorizaba en las prácticas escolares de las autopsias; ya lo habían reprobado una vez en Disección 1 cuando su bisturí confundió el músculo milohioideo del cuello con el estilogloso. Prefería ser pediatra, a lo mejor neurólogo, y planeaba abrir un consultorio privado en la Colonia Juárez, como el consultorio del doctor Torroella. Antes de ingresar en medicina estudió seis meses en el seminario de los dominicos. No pudo, no era su vocación por más que su madre le rogaba y le rogaba, hijito. Ni modo. Creía en Dios con toda su alma y todas sus fuerzas, claro está, aunque no al grado de aceptar quedarse célibe de por vida y dedicado a la predicación pastoral como exigía el espíritu de la orden de Santo Domingo. Si no podía siquiera hilvanar una conversación sesuda entre amigos, menos plantarse en un púlpito a comentar las siete palabras del viernes santo. Le pedía a Dios, eso sí… siempre le pidió a Dios encontrar una joven piadosa, así como Norma, para formar juntos una familia católica.

—Te quiero.

Estaban en la esquina, a media cuadra del edificio de Donceles y a punto de las nueve de la noche, pero ninguno de los dos quería despedirse. Se les había ido el tiempo como un suspiro, encendidos por la urgencia secreta de juntar esos cuerpos que apenas se rozaban.

Toño tomó a Norma de los hombros y sin aproximarse mucho inclinó la cabeza para besarla suavemente en los labios.

—Yo también.

Esa noche, allí, Norma se sintió volar. Volando subió las escaleras del edificio. Volando entró en el departamento sin prestar atención a la majadería que le gritó la Pintarrajeada, tumbada en el sillón con las piernotas abiertas, el radio a todo volumen. Volando fue a encender el bóiler. Volando cruzó a su recámara y luego entró en el cuarto de baño. Volando llenó la tina con agua caliente, muy caliente.

Toño pudo hacer mucho más largo el beso y abrazarme más fuerte para sentir mis pechos en su cuerpo. Pudo acomodarse, abrir la boca y abarcar la mía y luego mover su lengua. Pudimos seguirnos besando y besando hasta las nubes, sin miedo, porque donde hay amor todo se vale. Qué tonto. No se atreve —pensaba Norma sepultada hasta el cuello por el agua caliente, con los ojos cerrados, acariciándose el cuerpo como si sus manos fueran las manos ricas de Toño—. Qué tonto, Dios mío, qué tonto. Qué desperdicio.

Descendió hasta el pubis. Pensó en masturbarse, pero era pecado.

La misma noche en que Norma llevó a Antonio Jiménez al departamento de Donceles para presentarlo a su padre, don Lucas tuvo un pleito fenomenal con Carolina García.

Por quién sabe qué reclamo tonto de don Lucas, tal vez porque no habían mandado su traje a la tintorería o porque la sala estaba hecha un basurero, la Pintarrajeada se prendió como un cohete y empezó a llenarlo de reclamos; primero, que la falta de atenciones para con ella, a quien trataba como a una criada, para terminar gritándole horrores de sus malditas partidas de ajedrez que la tenían harta porque él prefería una pinche torre, un pinche peón o un pinche caballo joto que a su propia esposa encerrada en ese infecto departamento, sin oportunidad de ir jamás a un teatro o a un salón de baile, escondida de sus amigotes como si sintiera vergüenza de quien es su legítima mujer y no una puta cabaretera, y quien al fin de cuentas, cabrón, también tiene necesidad de divertirse y no la obligación de estar aquí nomás esperando a qué hora llega el baboso de su marido echando lumbre porque le rompieron la madre con un jaque mate estúpido.

Don Lucas empezó a manotear como siempre y en una de ésas soltó un cachetadón a su esposa mientras cometía la soberana idiotez de llamarla con el apelativo de la Pintarrajeada.

Ella escupió como respuesta un par de palabrotas y salió del departamento dando un portazo. En la entrada del edificio se cruzó con Norma y Toño, que iban llegando. Antes de que Norma completara un ademán y formulara una frase para presentar a Toño, Carolina García ya estaba en la banqueta luego de lanzar un fugaz gesto de desprecio a la pareja, lo que equivalió a una trompetilla.

—¿Quién es? —preguntó Toño.

Norma iba a mentir con un No sé, pero admitió: —mi madrastra.

A pesar del malhumor explicable de don Lucas y de una cena en exceso informal, se diría que improvisada, Toño se sintió cómodo y se pasó un buen rato hablando de cómo se consiguen y llevan al anfiteatro de la escuela los cadáveres para las clases de cirugía, y de cómo nunca falta un par de alumnos desmayados durante las prácticas de disección, porque eso de ver el chisguetazo de sangre y sentir cuando la carne se abre bajo la presión del bisturí…

Bastó con que Norma hiciera un levísimo movimiento con los hombros, como de escalofrío, para que Toño se diera cuenta de lo impropio de su conversación en el momento mismo de estar todos cortando los bisteces de la cena. Frenó de golpe su discurso y a manera de compensación lanzó a don Lucas una pregunta sobre el único tema importante en esa casa.

Sin duda en otra ocasión don Lucas habría agradecido la pregunta y aprovechado el momento para explayarse en sus proezas ajedrecísticas, pero esa noche se hallaba de veras perturbado por el pleito con su mujer y prefirió dejar con la palabra a Toño para que hablara de su familia: del célebre titular de la Notaria 125 y de la no menos célebre Elvirita.

Toño decidió ser discreto: no presumir del abolengo de su familia ni de la posición acomodada en que vivían. Desvió la plática al tema de la religión, y de religión —de Su Santidad el Papa Pío XI, de la Acción Católica de la Juventud Mexicana a la que él pertenecía, de la persecución a los creyentes en los países comunistas— habló durante el resto de la velada con tal ahínco que por un momento Norma lo imaginó con un hábito de dominico y trepado en el púlpito de La Profesa profiriendo un sermón de Semana Santa sobre las postrimerías del hombre.

Cuando al fin terminó los duraznos en almíbar y se despidió y se fue, don Lucas resolló con estruendo y acarició el cabello de su hija.

—Se ve un buen muchacho tu novio.

—¿Te pareció?

—Tal vez un poco mocho, para mi gusto.

—Es su único defecto —sonrió Norma.

—Y para que tú lo digas…

Los pleitos entre don Lucas y la Pintarrajeada, que a partir de esa noche se volvieron frecuentes y violentos, exasperaron a Norma en el transcurso de aquel año. Ya no oía a través de la pared chasquidos y jadeos, ahora escuchaba gritos, acusaciones de infidelidad de don Lucas a su esposa y reclamos de desatención e indolencia de retache. Era peor: insoportable.

Don Lucas retomó la bebida y dejó de ir al club. Se iba directo a El Nivel saliendo de la Secretaría. Regresaba briago a su casa a las dos o tres de la madrugada.

Por su parte, la Pintarrajeada se pasaba fuera de casa todo el día, y en ocasiones se ausentaba media semana. Cuando se volvía a hacer visible se reanudaban los aullidos y las majaderías trepanando las paredes.

—Lo que quiero es que nos casemos ya, de una vez —rogaba Norma a Antonio Jiménez.

—Espérate, mi amor, espérate a que me reciba, qué son dos añitos.

No. Los primeros meses, los dos añitos incluso, los podía vivir en cualquier parte, en un cuarto redondo de azotea, mientras él terminaba y aprobaba Cirugía 5 y ella continuaba trabajando en la zapatería de don Günter.

—Lo que importa es nuestro amor, Toño.

—Sí, claro, lo que importa es nuestro amor, de acuerdo, pero no no no no —replicaba él. Replicaba. Siempre replicaba. Siempre salía con que debemos hacer bien las cosas, mi padre no me dejaría casar antes de sacar el título, dos añitos no son nada, cariño, un poco de paciencia.

Un día aciago, Norma estalló. Como si se hubiera contagiado de los malos modos de la Pintarrajeada, se puso histérica en una banca de la Alameda y frente a un par de transeúntes encantados con la discusión dijo al acobardado Toño lindeza y media sobre su falta de pantalones, sobre su chocante familia, sobre su mochería de beato. Lo mandó a freír espárragos, textual.

—Se acabó, Toño. Aquí terminamos para siempre.

Toño le telefoneó al día siguiente a la zapatería de don Günter para reconciliarse. Norma se mantenía digna. Toño insistió. Norma empezó a ablandarse. Toño siguió insistiendo. Por fin, Norma le propuso ir juntos esa noche a una fiesta en casa de su amiga Paquita Suárez, ahí hablarían de la cuestión.

—Pero tengo examen de Parasitología.

—Ahí tú sabes.

Paquita Suárez se había casado dos años antes con un estudiante de la Academia de San Carlos. Cambió mucho la amiga de Norma, casi de golpe. Se estaba volviendo comunista —aunque nada entendía de Marx ni de la lucha por el proletariado— por influencia de ese camarada que le puso el mundo al revés. No quedaban huellas en Paquita de aquellas clases de doctrina en Santo Domingo. Nada quería saber ahora de lo que sonara a religión; incluso se casó únicamente por el civil con la consiguiente oposición y decepción de su familia. Había hecho nuevas amistades, era feliz con su camarada greñudo, estaba naciendo.

Eso y más oyó Norma de Paquita Suárez la mañana en que la sorprendió mirando desde la acera el escaparate de la zapatería de don Günter. Norma atendía a una clienta con piernas de piano y salió corriendo al descubrir a su amiga. Tenían siglos de no verse, se habían distanciado sin darse cuenta.

Cuando Günter dio permiso a Norma de ausentarse un momentito fueron a tomarse un helado en la nevería de la esquina, junto a las tortas del Chato, y durante más de una hora intercambiaron recuerdos, experiencias…

Norma le contó de Toño. Lo puso por los cielos: era un primor de muchacho. Le confesó que andaba muy urgida por casarse. Urgida de ganas —sonrió— y urgida por los líos de su padre y su madrastra, no podía seguir viviendo así.

Paquita invitó a Norma a su fiesta de cumpleaños, esa noche.

Por temor a reprobar el mentado examen de Parasitología, Toño decidió quedarse a estudiar hasta la madrugada en casa de su condiscípulo Benito Elizondo. Norma fue sola a la fiesta.

La casa de Paquita Suárez estaba lejísimos. Más que una casa era un amplio taller de pintura de alumnos de San Carlos y algunos ayudantes del maestro Siqueiros: un galerón techado de láminas y repleto de grandes lienzos terminados o en proceso, agresivas pinturas que a Norma le parecieron horribles. Habían enfilado sillas y algunos sofás y sillones desvencijados cuyos resortes lastimaban las nalgas. En una grande mesa, ensuciada por manchones multicolores, como si la superficie fuera otro de los cuadros que colgaban en los muros descarapelados, se reunían botellas de licor y jarros para beber, entre botes de pintura, tarros de aguarrás, trapos y brochas y recipientes repletos de pinceles sucios. Los invitados parecían obreros en ropa de trabajo; andaban greñudos y chamagosos, discutían a gritos, bailaban, reían.

A pesar de que Paquita se desvivía por atender a su amiga, por presentarle a sus invitados, Norma se hallaba más sola que un huérfano. Hubiera querido escapar corriendo, al menor descuido de Paquita, o presenciar el milagro de Toño entrando en el galerón, arrepentido de su desdén, guiado por el recado que le dejó Norma en su casa cuando hizo el último intento de telefonearle. Lo vería asomarse por esa puerta, ridículamente trajeado y de corbata, y le suplicaría: Sácame de aquí, Toño, por favor, ¡sácame! Qué va. Quienes entraban y atiborraban el taller pertenecían a un mundo ajeno. Eran de otro planeta. Mirarían a Antonio Jiménez socarrones y lo sacarían a patadas apenas el atildado estudiante de medicina pronunciara su primer Buenas Noches o rechazara con gesto de fuchi el jarrito de ron.

Resultaba tan impensable imaginar a Toño entre aquellos mugrosos, como añadir a esos cuadros repletos de rostros ceñudos por la rabia o el dolor, trazados a brochazos, sin perspectiva, sin proporción, sin amor a la figura humana, la cara sonriente de una linda joven o un trazo de nubes y árboles y montañas de aquellos paisajes finamente enmarcados que colgaban en la sala principal de la familia Jiménez Careaga. También Norma estaba ahí fuera de tema, pertenecía a otra pintura. Y como Paquita se daba cuenta de la incomodidad de su amiga le encarecía a su camarada esposo, un pringoso de nombre Florentino, bigotón y de manos lampareadas de pintura, uñas negrísimas de tan sucias, que no la dejara un segundo y le presentara a los muchachos y le diera de beber algo suavecito.

Florentino incorporó a Norma a un grupo donde se comentaba sobre quién sabe qué embates contra la República española, a punto de la guerra civil; también sobre pintores y murales de los que ella nada sabía ni entendía jota, caray, sólo poner cara de tonta.

Fue Florentino quien le presentó a Daniel: un genio del arte, lo llamó. No andaba tan enmarañado ni tan sucio como los demás y tenía ojos muy grandes, la barbilla partida, una sonrisa encantadora. Daniel Limón era su nombre completo. Muy popular por lo visto, dedujo Norma porque apenas entró en el recinto todo mundo lo saludaba y saludaba, de lejos o de cerca. Se aproximaban muchachas a flirtearle con descaro, pintadas como la Pintarrajeada, aunque más lindas, mientras los amigos del tal Daniel le sacudían la espalda a palmadas tanto más fuertes cuanto más querían mostrarle su afecto, su devoción.

Daniel era sin duda el foco la fiesta, y no obstante que lo requerían voces salidas de todos los corrillos y manos levantadas para llamar su atención, él pasó buena parte de la noche entregado a Norma. Oyó que Florentino la presentó como amiga del alma de Paquita —cosa que había dejado de ser verdad hacía más de tres años— y Daniel le clavó sus ojazos y capturó su mano como si le perteneciera. No la soltaba y Norma no se atrevía a zafarse. Lo hubiera hecho de un fuerte jalón con el Toño Jiménez de los primeros días —en realidad lo hizo— pero en aquel planeta donde los greñudos cruzaban el brazo por encima de los hombros de las chicas con una confianza verdaderamente escandalosa, o hasta las manoseaban por aquí y por acá durante el baile, repegados a ellas, Norma no necesitaba rescatar su mano ni dar el jalón. Se dejó atrapar por esa palma esponjosa, caliente, aceptó la agradable sensación que le sudoraba la piel y anduvo de un lado a otro sin que nadie la viera como una mujerzuela. Era, por el contrario, la mujer elegida por el hombre más importante de la fiesta. Todas querían bailar con él y ella era la única que bailaba con Daniel: en un principio guardando la distancia, dejando luego que el cuerpo del muchacho se juntara al suyo, envolviéndose finalmente con la música y cerrando los ojos para soñar en el cielo de otro país.

—¿Tú también pintas? —le preguntó Daniel al mero principio.

Ella negó con la cabeza y sonrió.

—Qué bonito te ríes. (Nadie se lo había dicho nunca) Y qué bellos ojos de luna. (Jamás lo diría Toño porque además no era cierto: los párpados ligeramente caídos volvían más pequeños sus ojos de un color café cualquiera)

—¿Qué haces? ¿Trabajas, estudias? Tienes cara de enseñar a leer a niños de primaria.

—Trabajo en una zapatería del centro.

—Pero qué más. ¿Vas al teatro? ¿Te gusta la danza, la música, los museos? ¿Lees novelas, ensayos, libros de historia?

—A veces. Muy poco. No mucho. Casi nada.

Norma se atrevió a citar Quo vadis, no aquella historia de Nuestra Señora de Lourdes que la hizo llorar y sentirse por momentos Bernadette.

—¿Nada más lees novelas?

—También juego ajedrez.

—¿De veras? Primera mujer que conozco que juega ajedrez. ¿Ajedrez ajedrez o quieres decir damas?

—Ajedrez ajedrez.

—¿Y eres buena?

—Regular.

—Yo también juego ajedrez y soy buenísimo. No le dedico mucho tiempo pero soy buenísimo para todo lo que me propongo. Si escribo, soy buenísimo. Si pinto, soy el mejor. Si hago política, soy el líder. Si bailo, ya lo estás viendo.

Bailaron y bailaron mientras Daniel le contaba hazañas personales de una vida que parecía llevar más de cien años. Todo parecía interesante o gracioso a Norma aunque luego lamentaría no recordar lo que le explicó sobre la nueva pintura mexicana lanzada a descubrimientos grandiosos al servicio del pueblo, o lo que dijo sobre secretarios de Estado o líderes sindicales a quienes parecía conocer de cerca, o su descripción de ésa ya casi tangible revolución proletaria que terminaría fundiendo a todos los países del mundo en una sola nación hermana y universal. Algo así.

Norma se sentía flotar en las nubes, mareada más bien. Los jarros de aquel licor suavecito servidos primero por Florentino y luego por Daniel, uno tras otro, empezaron a hacer su efecto aturdidor: se le doblaban las piernas, ya no podría bailar una pieza más, y si tomaba asiento en uno de los sillones de resortes rebotados se quedaría dormida irremediablemente hasta el fin de los siglos.

—¿Quieres que nos vayamos? —preguntó Daniel.

—Sí, llévame a mi casa, por favor.

Para no llamar la atención, lo que hubiera provocado protestas de la concurrencia, se escaparon del galerón sin despedirse de Paquita y Florentino ni de los admiradores y admiradoras del hombre más importante de la fiesta. Daniel salió primero, como si fuera a orinar por ahí, y enseguida Norma con un jarrito de café que chiquiteaba.

En la cabina de un pequeño camión de redilas, propiedad del muchacho, volaron —Norma sintió que volaba— hacia el centro de la ciudad.

Eran poco más de las doce de una noche clarísima porque había luna llena. Daniel continuaba monologando mientras Norma se dejaba hundir en una grata sensación de placidez. Aquello parecía un sueño distinto a todos los que pudo soñar o inventarse en las vigilias de la madrugada, cuando las primeras luces tendían sobre las paredes rieles de claridad por donde se encarrilaban historias de caballeros medievales cabalgando hacia el castillo de la señora dama enclaustrada. En su camión de redilas, ruidoso pero veloz, Daniel era uno de aquellos varones en toda la extensión de la palabra: seguro de sí mismo, fuerte, inteligente, vivaz, hermoso por su barbilla partida y esos ojos profundos que la acosaron durante toda la fiesta y la hicieron ver sus propios secretos dormidos.

El camión frenó. Antes de que Norma abriera los ojos, los labios del caballero andante atraparon su boca y la frotaron como comiéndosela y bebiéndosela en un beso que ella luchaba por interrumpir. La vencía Daniel y resultaba emocionante confirmar que su resistencia de cabeza y de manos y de piernas y de gritos ahogados por la boca extranjera iba cediendo poco a poco al asalto masculino. Sentía sobre sus pechos las garras del muchacho multiplicadas en dedos y uñas que exploraban también sus piernas y su cintura enredándose en los trapos secretos de su vestido azul.

Por fin lo apartó.

—Quítate. Déjame.

—No te asustes.

Estaba asustadísima. Pero también excitada y temblando porque en algún momento del arrebato ella había cedido a los besos y besado también con la boca abierta y el cuerpo caliente.

—Es una locura.

—Estoy loco por ti.

Se arreglaba la ropa. Un trozo de su vestido se había desgarrado a la altura del sostén. Sintió rabia. Vergüenza. Miedo. Seguía temblando.

Daniel se hizo a un lado para dejarla en libertad, aunque mantuvo una de las manos en el hombro de la muchacha.

—¿Dónde estamos?

—En tu calle. Donceles, ¿no dijiste?… Cuál es tu casa.

—En la esquina —dijo Norma mientras buscaba la manija para abrir la portezuela—. El edificio verde.

—Vente conmigo, Norma.

Los ojos profundos del muchacho correspondían con su acento. No parecía un rufián. Se antojaban sinceras sus palabras cuando le hablaba del amor que le había despertado desde el primer momento: más puro que la noche clarísima y las estrellas colgando muy arriba de las azoteas.

—Tengo novio —balbuceó Norma—. Estoy comprometida.

Se sintió tonta al decirlo.

—Estás comprometida conmigo.

—Apenas te conozco.

Norma encontró al fin la manija de la portezuela. Estaba a punto de llorar, quién sabe por qué. Tal vez de rabia, de miedo, de emoción. También ella, de repente, se sentía enamorada. Absurdo, absurdo, absurdo.

—No te vayas —le suplicó Daniel.