Desde su mecedora, iluminada por una antigua y bellísima lámpara de pie, la abuela me sonrió. En lugar de la dentadura postiza, ésa que todos los ancianos depositan por las noches en un vaso de agua, con una pizca de bicarbonato, atisbé un pozo oscuro, horrible. De la encía superior colgaban sólo tres dientes amarillos, arrinconados hacia la izquierda, y de la inferior saltaban en desorden cuatro piezas carcomidas. No era sin embargo una sonrisa grotesca. Tenía una dulce manera de anunciar confianza y hacerme sentir que la visita no la importunaba. Al contrario. Qué bueno que haya venido a verme, muchacho, parecía decir. Pero dijo:
—¿No trae grabadora?
Ampliados por los gruesos cristales de sus lentes, los ojos de la abuela eran inmensos: dos canicas ágata, color ámbar, a punto de rebasar los aros de carey. Su cabello era blanquísimo. Lo llevaba corto, ondulado.
—Beto me dijo que iba a usar grabadora. Me pidió permiso.
La abuela no era mi abuela. Era la abuela de Beto Conde, un compañero al que apenas conocí en el año y medio que trabajó en el periódico. Hacía la guardia, para las noticias de última hora, y casi nadie se llevaba con él. Era cetrino, delgaducho, muy feo.
Una noche en que escribí hasta muy tarde para terminar una endiablada nota sobre los diputados de la oposición alebrestados en la Cámara, me tomé un café con Beto Conde en la redacción. Fue la única vez que conversamos.
Vivía solo, en un cuartucho de la Portales. Su familia era de Guanajuato, aunque ya no tenía más parientes que su abuela, y casi nunca la visitaba. Pero Beto no quería hablar aquella noche de su abuela, ni de su familia, ni de nada que no fuera el periodismo, me acuerdo. Estaba dispuesto a abrirse paso a como diera lugar, decía con su vocecita de homosexual clavado. Quería ganarse la fuente deportiva, especializarse en notas de beisbol, y sobresalir y resolver sus problemas económicos y escribir una novela de quinientas páginas, algún día, como todos. Yo cometí el error de vociferar tontería y media sobre las injusticias que se cometían en el periódico con los reporteros, y perdí la oportunidad de ponerle atención y saber más de Beto Conde. El tipo no me importaba, en realidad. Además de feo y maricón era gris. Le faltaba eso que se ve siempre en un periodista nato: carácter, inventiva, empuje, agallas de buen reportero. Para mí, jamás pasaría de la guardia, de una que otra suplencia, de alguna orden de trabajo importante y mal aprovechada. Pertenecía a esa carne de cañón de quienes entran a trabajar en un periódico, se llenan de ambiciones y presunciones y no despegan nunca.
Dos o tres meses después de nuestra plática insulsa, Beto Conde sufrió un accidente. Lo atropelló un trolebús que circulaba por Félix Cuevas, en el carril de sentido contrario. El muy imbécil no miró a la izquierda, cruzó la calle y el trolebús lo arrolló. Casi nadie fue al entierro. Yo andaba de vacaciones, y cuando regresé a la redacción me contaron lo difícil que había sido dar con parientes o amigos que se hicieran cargo de la pena y de las responsabilidades del fallecimiento. Aparecieron unos vecinos, algún conocido, pero la gente del periódico fue la que intervino en trámites y demás. Nos olvidamos de Beto Conde. Hasta aquel día en que Mónica, la secretaria del jefe de redacción, me mostró una libreta azul de taquigrafía.
—Era de él —me dijo Mónica.
—¿De quién?
—De Beto. La encontré en su cajón.
Las páginas de la libreta azul estaban atiborradas de anotaciones escritas con una letra pésima, por supuesto indescifrable. Sin duda pertenecían a las noticias que Beto Conde tomaba a toda prisa por teléfono, durante su chamba en la guardia. No era eso lo que llamó la atención de Mónica, sino una frase escrita en una de las últimas hojas, después de varias en blanco:
¡AVÍSENLE A LA ABUELA! Córdoba 140, Col. Roma
—¿Y esto qué?
—Está raro, ¿no?
Mónica me puso en las manos la libreta azul y regresó rápidamente a su escritorio porque el jefe de redacción estaba llegando a la oficina.
Me quedé mirando el recado, analizando la letra, aquí clarísima: el uso de las admiraciones y las mayúsculas; la precisión del domicilio.
Desde luego, si se refería al accidente, Beto no pudo escribir el recado después porque nunca regresó al periódico; y si lo hizo antes sólo cabían dos razones:
O por una premonición, cosa que me parecía inverosímil, o porque pensaba suicidarse y el accidente había sido entonces un acto programado. No me imaginaba a ese muchacho mediocre y feúcho arrojándose al paso de un trolebús; le hubiera resultado más fácil, más seguro, menos dramático, matarse en el metro.
Rechacé pronto la idea del suicidio y me burlé de Mónica para quien la premonición estaba clarísima, según me alegó después. Terminé pensando que el recado tenía otra intención, desvinculada por completo del accidente. Beto Conde quería que avisáramos de algo a su abuela; de él, sin duda: de su situación, de su desamparo. Tal vez lo había escrito durante una crisis depresiva, o con un impulso automático, instintivo, dirigido a su propia conciencia, a los demás en general. De otro modo no lo habría escondido en una libreta que solamente él consultaba.
Arranqué la hoja del recado y ahí la dejé durante varias semanas: en el cajón de mi escritorio. A veces me encontraba con Mónica cuando iba a recoger mi orden de información. Me decía:
—¿Por qué no buscas a la abuela de Beto?, pobrecito.
—Para qué.
—¿No eres reportero?
—Si tú me acompañas, voy.
Mónica aceptó ir conmigo a Córdoba 140, pero el día que acordamos después de varios aplazamientos, un viernes por la tarde, ella no se presentó en la oficina; se reportó con un gripón, me dijo el jefe. Fui yo solo.
Entre Guanajuato y Zacatecas, en el número 140 de la octava calle de Córdoba —según establecía el rectángulo azul de la nomenclatura—, se levantaba una casona enorme, de dos pisos, empujada hacia el fondo del terreno por un jardín selvático de árboles y plantas que no parecían haber recibido la atención de un jardinero en muchos años. Era una de esas construcciones de los tiempos porfirianos que sobrevivieron a la paulatina destrucción de lo que fue el barrio selecto de la clase acomodada. Sus muros grises, interrumpidos por las filigranas de piedra que enmarcaban ventanas y definían esquinas de volúmenes geométricos, se entreveían apenas a través de la hiedra y las bugambilias agarradas a la verja, en el límite con la banqueta. Parecía una casa abandonada. Hermosa pero triste, por el descuido exterior. Digna de una abuela obligada a refugiarse en su fortaleza de recuerdos, pensé. Enigmática mujer desde el momento en que me puse a imaginarla mientras pulsaba el timbre. Infinitamente vieja, enferma tal vez, loca, maniática. Personaje de una historia de terror.
Una mujer obesa, vestida de enfermera, me hizo sentir que acertaba en mis suposiciones. Abrió la reja blanca y me encaró con un gesto arrancado de una novela gótica.
No sabía qué responder a su pregunta. Pronuncié el nombre de Beto Conde, mencioné el accidente trágico y mi relación con él en el periódico. Inventé una plática de Beto sobre su abuela meses antes del accidente en la que mi amigo —mi gran amigo, mentí— me había propuesto presentarme algún día a su abuela para que juntos los tres conversáramos sobre los años de la Revolución.
Contraria al rechazo que cualquiera habría supuesto, la enfermera iba abriendo más y más la reja a medida que yo ampliaba mis mentiras surgidas de un creciente interés por penetrar en aquel mundo que se me imponía de pronto como una tentación. No sabía por qué. No me detenía a pensar qué demonios me importaba entrometerme en la casa y en la vida de la abuela de Beto Conde, pero cuando ya avanzaba por las losetas del jardín, con la reja a mis espaldas y la enfermera acompañándome en el breve recorrido, formulé la decisión de apurar la aventura hasta el fin. Sin duda era mi oficio de reportero, habría dicho Mónica, el motor que me impulsaba a todo, como siempre. Pero aquí todo era qué. Averiguar qué cosa. Una simple abuela, habitante de una casa vetusta, con una enfermera obesa y cuarentona que salía a abrir la reja y dejar entrar por el jardín a un perfecto desconocido, no era noticia alguna para mi periódico. Yo cubría la fuente de política, y de política no se avizoraban aquí posibles informes para el diario de mañana. No había historia, ni secreto por descubrir. A menos que de algún baúl de la casona, escondido en el sótano entre telarañas, la abuela de Beto Conde extrajera de pronto un documento amarillo firmado por Porfirio Díaz en el que se aclararan —por decir cualquier tontería— las razones ocultas del ¡Mátalos en caliente!.
Me confundo quizás. Estoy mintiendo. Estas líneas las escribo dos años después de mi primera visita a Córdoba 140, y lo que digo ahora sobre cómo me sentía cuando la enfermera cuarentona me abría la reja y me invitó con el gesto a avanzar por el jardín hasta el porche rectangular, todavía lejos de las habitaciones, no corresponde para nada con lo que verdaderamente sentía y pensaba en aquel momento. Lo escribo después de haber conversado tardes enteras con la abuela sobre las varias vidas de su vida, lo que en realidad nunca lograré comprender, como no he comprendido siquiera su voluntad de contarme a mí esta larga historia que definitivamente no es noticia de interés general para periódico alguno.
Sí, dijo la enfermera cuando llegamos al porche y después de una breve escalinata protegida por una araucaria me hizo sentar en un silloncito de mimbre; ella permaneció de pie. Sí. La señora —nunca la llamó la abuela, siempre la señora— ya sabe todo de su nieto. Le avisaron del accidente y de la muerte.
—¿Quién avisó?
—No sé. Le avisaron del periódico, me parece. Le avisaron. No sé. Vino una joven chaparrita. Yo misma la recibí. Venía del periódico, dijo. Me parece. Ya no me acuerdo, fue hace más de un año. La señora se afligió mucho pero no pudo ir al entierro, usted sabe, ella nunca sale. Se afligió mucho, mucho, pero ya está bien.
—¿Puedo verla?
La enfermera hizo un gesto que nada trasmitía. Ni molestia, ni cordialidad, ni desinterés. Una simple contracción de la frente que empujó sus párpados para aproximar las cejas a sus ojos negros, pequeñitos.
—Me gustaría saludarla —insistí.
La mano de la enfermera trazó un arco en el aire, sin sentido alguno. Esos ojos negros, pequeñitos, me escudriñaban.
Era una mujer extraña. El gran volumen de su cuerpo, que de primera intención califiqué de obeso, denotaba un organismo fuerte sobre todo. Eso. Más que una gorda era una mujer robusta, corpulenta, muy alta. Su vestido blanco de enfermera le caía desde el cuello como un sayal confeccionado a propósito para disimular sus pechos, sus lonjas, sus muslos seguramente enormes. Llegaba hasta la mitad de las piernas, oprimidas por medias blancas, apenas traslúcidas, y apuntaba hacia unos zapatos tenis muy toscos que chillaban de dolor cuando la mole se movía.
Se movió como girando hacia la puerta por donde se entraba a la casona y yo entendí que me decía con el simple ademán: espéreme un momento, voy a avisar a la señora.
Me levanté del silloncito de mimbre apenas desapareció. La mujer había dejado la puerta entreabierta y eso me dio la oportunidad de atisbar, a la distancia, un salón grande y penumbroso porque las ventanas tapiadas por contraventanas de madera no permitían el paso de la luz. Contra lo que podía suponerse en una casa así, de aquellas familias, de aquellos lujos, de aquellas leyendas, había pocos cuadros y muebles dentro del salón. Algunos sillones estaban cubiertos por sábanas percudidas y el gran cortinaje de terciopelo de la ventana principal, tapiada desde luego, se había desprendido en parte como un telón en desuso. Se advertían huecos en el espacio inmenso: sillones y mesas y alfombras y adornos que ya no estaban. Un candil impresionante, como el del Fantasma de la ópera, había sido arrancado del techo y descansaba arrinconado junto a un piano de gran cola sin el imprescindible taburete. Advertí una mesa de billar, asomándose desde otra área que mi visual no alcanzaba, y una de ajedrez, ésa sí resplandeciente, con las piezas a medio juego y los sillines de los rivales en su lugar exacto.
—Puede pasar. No tenga miedo.
La voz de la enfermera me sorprendió cuando ya me encontraba en el vestíbulo. Abría grandes los ojos para distinguirlo todo en la penumbra, mientras imaginaba preguntas reporteriles que quizá nunca me atrevería a hacer de viva voz.
La enfermera descendió lentamente y pulsó un par de botones de luz.
—Dicen que era maravilloso en los buenos tiempos —dijo.
—Todavía lo es.
—Se va acabando…
Ahora sí entré en la gran sala y miré a plena luz. Era evidente: faltaban cuadros, espejos, lámparas. Se podían distinguir, en los muros, las sombras dejadas como testimonio por las obras de arte, los gobelinos o qué sé yo la de cuadros y adornos desaparecidos de su sitio. Ninguna alfombra en el piso. Ningún retrato en las paredes.
La enfermera adivinó mis preguntas.
—La única propiedad de la señora es su casa. Vive de esto.
—¿De qué?
—De vender lo que tiene.
—Hay cosas que deben valer un dineral.
—La señora tiene muchos compromisos, hace obras de caridad. No faltan gastos y más gastos.
—¿Vive sola?
—Conmigo.
La enfermera traía una libreta en la izquierda y sonreía apenas, como si estuviera ante un anticuario de los que frecuentaban la casa —según me enteré luego— para negociar con la abuela compra tras compra. Lo iba vendiendo todo poco a poco, me explicó la enfermera. Pero sólo cuando necesitaba efectivo. Ahora un paisajito del siglo XIX, ahora una mesa de ébano que hacía pareja con aquélla, ahora la vitrina de ese rincón, el hermosísimo juego de copas de bacará.
—Mañana vienen por el candil. Es una donación para una escuela de niños down.
Iba a preguntar por la mesa de ajedrez, donde el rey negro estaba en jaque, pero la enfermera arqueó nuevamente el brazo para señalar la escalera.
—Puede subir. La señora va a recibirlo.
El salón donde encontré a la abuela era pequeño en comparación con la gran sala de la planta baja. Me sorprendió ver un televisor, con casetera y controles remotos, y el mobiliario moderno: un love seat y un sillón que parecía de Knoll, una mesa de centro con cristales y adornos metálicos y otra, también de cristal, donde se acomodaban tazas de cerámica y cafetera de diseño estilizado, además de una botella de Martell cobijando cuatro copitas con la forma de cubos perfectos. En el piso una alfombra esponjada, totalmente verde, sin dibujos; y en las paredes un par de pinturas muy grandes, pero de caballete, que imitaban a Siqueiros —¿o eran Siqueiros?— y la fotografía retocada a la antigua de una joven sonriente. La foto de la joven, ampliada y enmarcada en aluminio, se encontraba detrás de la mecedora de la abuela. Esa mecedora y una lámpara de pie bellísima, de fuste retorcido y ramificado en formas caprichosas, eran a la vista lo único antiguo del lugar. Además de la abuela, por supuesto, quien me tendió su mano añosa de venas azules y saltadas como las raíces de un árbol agarrado con desesperación a la tierra.
Vestía de azul, sencilla, yo diría que elegante, aunque llevaba unas pantuflas de peluche gastadas y horribles. Se mecía suavemente. Me miraba con sus ojos de canicas ágata. Me sonrió, chimuela, ya lo dije, pero graciosa, dulce.
—Beto dijo que iba a usar grabadora. Hasta me pidió permiso.
No fue necesario hacer comentario alguno sobre la tragedia de Beto Conde, ni justificar mi visita y esa apremiante curiosidad surgida en el momento mismo en que localicé, desde la banqueta de enfrente, la casona de Córdoba 140, y el jardín salvaje, y el misterio de una reja que se abre y descubre a la enfermera presentida cuando puse mi dedo en el botón del timbre. Cómo explicar y explicarme, en ese momento, el ansia por saber lo que aún no sabía que llegaría a saber. Cómo decir: estoy aquí, abuela, absorto y fascinado, metido ya de cabeza en tu remolino, hipnotizado frente a la serpiente de cascabel brotada de la cesta de un encantador marroquí cuya flauta melancólica desenrolla su cuerpo, lo levanta como en la erección de un miembro preparado ya para el placer: triunfal y balanceándose, balanceándose como la abuela, tú, en su mecedora.
No entiendo qué ocurría aquella tarde. No me lo explico, más bien. He entrevistado a toda clase de personajes famosos, mediocres, aburridos, extraordinarios. He visitado viejos políticos en oficinas y en palacetes o casonas. He sostenido conversaciones periodísticas sin que me tiemble el pulso ni me domine la emoción o la angustia por no preguntar o volver a preguntar correctamente, por no conseguir la noticia, por no ser un simple tapete que se conforma y deja ir sin comentarios el rollo demagógico de un político cabrón y colmilludo. No me sorprendo ni me asombro fácilmente, y aquella tarde, por qué carajos aquella tarde, en Córdoba 140, frente a una anciana que no era noticia, que no tenía vida pública, de la quien nadie sabía y a la que a nadie interesaba, por qué carajos estaba yo hechizado como frente a la serpiente de un pinche musulmán marroquí.
—Beto iba a escribir mi historia —dijo la abuela—. Me lo pidió. No. Se lo pedí yo, es la verdad. Beto no se daba cuenta ni entendía lo que quería contarle. Por eso acepté la grabadora, y mire lo que son las cosas, usted no trae grabadora, ¿por qué?
—No sabía.
—Ni sabe, joven. No sabe.
—Qué tengo que saber.
—La vida, joven. Mi vida, lo que voy a contarle. Nada importante, pero tan importante como toda vida, por aburrida que parezca, ¿no cree? Lo que pasa es que cada quien tiene que ir eligiendo a cada momento y eso es lo difícil: tomar decisiones… ¿Usted qué es?
—¿Yo?
—¿A qué se dedica?
—Soy periodista. Reportero.
—Usted escogió ser periodista, pero pudo escoger otra cosa, ¿no? ¿Qué pudo escoger?
—Mi madre quería que estudiara medicina.
—Entonces pudo estudiar medicina y ahora sería médico, ¿no?
—No me gustaba.
—Pero pudo ser médico, y trabajar como médico, y casarse con otra mujer, a lo mejor. ¿Usted es casado?
—Sí. Tengo dos hijos.
—¿Cómo se llama?
—¿Mi esposa? María Fernanda.
—Se casó con María Fernanda pero pudo casarse con otra, ¿no es cierto?
—No creo. Siempre me he llevado muy bien con mi mujer.
—Pero pudo casarse con otra, antes. ¿No tuvo otras novias?
—Sí, claro. Otras. Otra sobre todo.
—¿Quién?
—Una muchacha muy guapa, Lorena.
—Pero no se casó con Lorena. Y si se hubiera casado con Lorena y hubiera sido médico, usted sería otra persona, ¿no cree? Con otra mujer, con otra profesión y con otros problemas pensaría distinto, ¿no?
—Puede que sí.
—¿Nunca se ha puesto a pensar cómo sería usted casado con Lorena en lugar de María Fernanda, y dedicado a la medicina en lugar del periodismo? ¿No le gustaría vivirlo?
—No se puede.
—Usted no pudo.
—Nadie puede.
—La vida es como las alcantarillas, joven, que buscan los árboles debajo de los cuervos entre mañanas doradas y hojas de papel manila. Nadie puede entender lo que es una canción abierta a los sillones y habitada por hongos entre muchos caminos de naranjas comunes. Pensamos en las rejas y tenemos a la mano calamidades de azúcar y ventanas cerradas para que no llegue el sabor de la vainilla ni el olor de las paredes húmedas. Somos lengua de metal y carabina de espasmos, y no entendemos el idioma porque tenemos siempre palabras de hule junto a corazones abiertos y hojas de parra en lugar de botones de basura…
A veces la abuela hablaba así. En las prolongadas conversaciones que sostuve con ella durante un año y medio, dos años —todos los viernes por la tarde, escapándome del trabajo, tomándolo como mi día de descanso a la semana, grabando y desgrabando luego en la casa sus historias—, varias veces interrumpía la abuela sus relatos y se ponía a soltar peroratas como la que intento reproducir en el párrafo anterior. Desde luego el lenguaje escrito no suena como el hablado, y lo que puede parecer aquí una insensatez, entre poética y chabacana, se oía en boca de la abuela como un torrente musical que podía durar eternamente sin que yo pensara interrumpirlo. Me fascinaba. La abuela se daba cuenta y al acabar, fatigada de soltar la lengua sin hacer el menor intento de introducir una pizca de lógica en su discurso, se echaba a reír con la bocaza abierta. Los dientes horribles de su dentadura chimuela brincaban entonces, hasta que empezaba a toser ahogada por las flemas que necesitaba escupir de inmediato en el suelo, sin prestar atención a la alfombra verde, manchada en ese instante con sus gargajos. Luego sorbía a traguitos su coñac y me miraba dulcemente, largo rato en silencio.
Era un juego. El juego de los trabalenguas, decía ella. Y se empeñaba en enseñarme a practicarlo, pero yo me resistía y me resistía porque me importaba más seguir escuchando sus historias.
Todo es cosa de soltar la lengua, explicaba la abuela. Enlazar frases con las imágenes que se le vengan a uno a la cabeza, pero sin tratar de construir pensamientos coherentes. Es el sistema de los poetas, decía la abuela. O algo parecido. Sólo que aquí no se trata de comunicar, únicamente decir. Decir por decir. Hablar por hablar. Jugar por jugar una partida donde no hay vencedores ni vencidos, ni testimonio escrito, ni poema registrado para la eternidad. Los poemas me chocan y me rete chocan, gruñía la abuela. Me chocan los poetas. Me chocan los escritores. Me chocan los periodistas. Y se echaba de nuevo a reír.
Pero eso fue cuando ya tenía confianza conmigo; cuando ya llevábamos una buena cantidad de sesiones relatando ella y escuchando yo una historia que la abuela transformaba en complejísima por su empeño en introducir variantes y en saltar de la madurez a la juventud y a la vejez o a la adolescencia, y otra vez a otra madurez, a otra adolescencia o a otras de sus varias juventudes.
Aquella primera ocasión, la del primer encuentro, la abuela terminó su trabalenguas y dejó que se abriera un largo silencio en espera de un comentario mío. Tardé en decirlo, pero lo dije al fin.
—No le entendí, perdone.
—Para eso está aquí, joven, para aprender a entender.
De atrás de la mecedora extrajo un bastón en el que yo no había reparado y con él señaló el rumbo de la escalera, como despidiéndome.
—Suficiente. Ya me conoció, ya hablamos. El viernes próximo, a la misma hora, empezamos a trabajar. Pero traiga grabadora, no se le olvide.
Me levanté de golpe. Desde luego estaba decidido a regresar y a hacer lo que la abuela ordenara, pero su tono imperativo me obligó a respingar.
—¿En qué vamos a trabajar? Y por qué piensa que voy a hacerlo.
—Para eso vino.
—Vine por Beto Conde.
—Beto ya está muerto, ya no importa. Además, era muy pendejo, no iba a poder con la historia.
—¿Cuál historia?
—La historia de Norma.
—¿Usted es Norma?
—Sí —dijo la abuela y se levantó de la mecedora auxiliada por el bastón. Con el bastón señaló la fotografía de la joven sonriente que colgaba a sus espaldas.
—Soy yo.
Me aproximé para mirar con más atención la fotografía. El semblante de la abuela no parecía conservar ningún rasgo de la joven… aunque sí, podía ser.
Algo iba a comentar a la abuela sobre la fotografía, pero en la entrada del salón apareció como por un acto de magia la enfermera cuarentona.
Con ella descendí las escaleras y llegué hasta el porche. Empezaba a lloviznar.
—Espere —dijo la enfermera.
Desapareció unos instantes y regresó con un paraguas. Traté de rechazarlo, mi Tsuru blanco estaba a media cuadra, pero ella me lo encajó en la mano con un gesto imperativo, semejante a la abuela.
Juntos caminamos hasta la reja: la enfermera por delante, soportando la llovizna, y yo atrás con el paraguas abierto.
—Gracias por todo —le dije al despedirme.
—Lo esperamos el viernes —respondió la enfermera.