XXXV. La victoria de Tremal-Naik

El «Cornwall», escapado milagrosamente del estallido de su santabárbara, navegaba ahora a todo vapor hacia las sunderbunds.

Tremal-Naik había relatado ya todo y el capitán Corishant quería caer sobre la cañonera de Hider antes de que la tripulación pudiese darse cuenta del ataque y avisar al formidable Suyodhana del golpe fallado y de la traición.

Presa de una ansiedad indescriptible, el capitán, de pie en el castillo de proa, provisto de un fuerte anteojo, escrutaba ansiosamente las tinieblas y señalaba la ruta a los timoneles para evitar los numerosos bajos fondos. Tremal-Naik a su lado aguzaba su vista de águila para tratar de descubrir la embocadura del Mangal.

—¡Rápido! ¡Rápido! —repetía—. ¡Si los thugs se dan cuenta del ataque, Ada está perdida!

—Ahora que sé dónde se encuentra ella y tú me guías no tengo ningún temor, mi valiente indio —respondía el capitán—. ¡Ah! ¡Finalmente podré verla, después de tantos años! ¡Qué alegría! ¡El destino me debía esta revancha!

—¡Y pensar que yo estaba a punto de mataros y que vuestra cabeza debía salvar a Ada de la muerte! ¡Qué drama tan horrible!

—¿Y estabas realmente resuelto a matarme?

—¡Sí, capitán! Si el narcótico hubiera sido más poderoso…

—¿Qué narcótico? —preguntó Corishant, asombrado.

—El que Bindur y Palavan echaron en vuestro té frío.

—¡Pero si no lo bebí! ¡Ah…!

—¿Qué os pasa?

—¡Recuerdo haber probado el té, pero estaba demasiado amargo!

—Dios me ha asistido.

—Y ha sido vuestra salvación, capitán. Si no os hubierais despertado yo no habría dudado en mataros y quizás…

—¡El Mangal! —gritó en aquel momento el oficial de cuarto.

—¿Dónde? —preguntó el capitán.

—Ante nosotros, señor.

No se había engañado el oficial. Ante el «Cornwall», a medio kilómetro de distancia, se veían brillar en las tinieblas dos puntos luminosos, uno rojo y otro verde.

—¡El «Devonshire!» —exclamó Tremal-Naik.

—¡Atrás las máquinas! —ordenó el capitán.

Transportado por su propio impulso, el barco prosiguió su carrera cincuenta o sesenta metros y luego permaneció inmóvil.

—Botad tres chalupas al mar: y que cuarenta hombres armados se embarquen con tres espingardas —dijo el capitán.

Después, volviéndose hacía Tremal-Naik, continuó:

—Ahora te toca a ti, si quieres la mano de mi hija.

—Ordenad, mi vida es vuestra —respondió el indio.

—Es necesario que hagas prisionera a la tripulación de la cañonera.

—Lo haré.

—Pero es preciso que no huya nadie.

—Nadie huirá.

—Y que eviten los tiros de fusil para no alarmar a los centinelas de los thugs.

—No dispararemos ni un tiro. Hider me espera y le engañaré.

—Pues bien, vete, valiente.

Las tres chalupas estaban dispuestas y todos los hombres a punto. Tremal-Naik descendió a la mayor y dio orden de avanzar en el mayor silencio.

El capitán permaneció a bordo, apoyado en el parapeto de proa, presa de mil inquietudes. Durante algunos instantes pudo percibir a las tres chalupas que se alejaban sin hacer ruido y luego las perdió de vista.

Pasaron muchos minutos de espera angustiosa y luego se oyeron gritos, ruidos para volver a quedar todo silencioso.

—¿Distinguís algo? —preguntó el capitán, con voz quebrantada, a los oficiales que estaban a su alrededor.

—¡Sí! —gritó uno—. ¡Los fanales están virando!

—¡La cañonera viene hacia nosotros! —gritaron los restantes.

Un hurra resonó ante ellos: era un grito de victoria.

Poco después el «Devonshire» venía a situarse cerca de la fragata y Tremal-Naik subió a bordo diciéndole al capitán:

—Hecho: Hider y todos los suyos están prisioneros.

—Gracias, valiente —dijo Corishant, estrechándole vigorosamente la mano derecha. Después añadió en seguida:

—¡Vamos a Raimangal!

—Pero la fragata no podrá remontar el Mangal.

—Lo remontaremos en la cañonera. Que otros veinte hombres resueltos vengan conmigo.

Abandonaron la fragata y se embarcaron en el «Devonshire», que reanudó su carrera a toda marcha, adentrándose por el Mangal. Tremal-Naik había asumido el mando y la hacía volar por las aguas fangosas del río.

Pronto su rapidez se acrecentó espantosamente. Toneladas de carbón desaparecían en los hornos al rojo vivo; el vapor salía de las válvulas emitiendo silbidos agudos; un estremecimiento formidable sacudía la embarcación desde la quilla hasta la punta de sus mástiles, desde el bauprés a la popa. Tremal-Naik y el capitán, asaltados por una furiosa impaciencia, una especie de delirio, aún no estaban contentos. Sus voces resonaban a cada momento estimulando a maquinistas y fogoneros, que se asaban vivos ante los hornos.

Transcurrieron tres horas, tres horas largas como tres siglos para el indio.

El canal se iba poco a poco estrechando y eran numerosas las islas e islotes fangosos por en medio de los cuales la cañonera se lanzaba hendiendo masas compactas de vegetales podridos. Todo indicaba que el viaje estaba a punto de acabar.

De repente desde uno de los mástiles se oyó un grito:

—¡El banian!

Hacia el norte había aparecido el gigantesco árbol con sus innumerables troncos. Tremal-Naik se sintió presa de los pies a la cabeza de una violenta conmoción.

—¡Ada! —exclamó—. ¡Heme aquí al fin de mis penas!

Se lanzó de un salto desde el puente de mando y corrió a proa.

La orilla estaba desierta. Solamente unos marabúes estaban encaramados en las ramas del banian, crascitando lúgubremente. La vista de aquellas aves fúnebres le hizo correr un estremecimiento por los huesos.

—¡Atrás las máquinas! —gritó.

Cesó el golpeteo de los tambores de la hélice. La cañonera, transportada por su propio impulso, fue a chocar con la proa en la costa de la isla, encallando allí.

El capitán se aproximó a Tremal-Naik, que se había detenido, apretando con mano convulsiva la borda.

—¿Nadie? —le preguntó.

—Nadie —respondió Tremal-Naik.

—Entonces los sorprenderemos en su cubil.

—Así lo espero.

—¿Conoces la entrada?

—Sí, capitán.

—¿Será accesible?

—Así lo creo.

—¡A tierra, pues!

—Una palabra: dejad que entre yo primero. Me conocen y os abriré el paso. Cuando oigáis un silbido avanzad resueltamente.

Sin más dilación Tremal-Naik se puso a correr como loco hacia el árbol, trepó por él, llegó a su cima y se dejó caer dentro.

Al pie de la escalera ardía una antorcha y junto a ella vigilaba un thug, con una carabina en la mano.

—Adelante —dijo el centinela, reconociendo al indio.

—¿Qué sucede en los subterráneos? —preguntó Tremal-Naik.

—Nada.

—¿Y Ada?

—Espera en la pagoda su regalo de bodas.

El thug se aproximó a un enorme tambor suspendido de la bóveda y lo golpeó por tres veces.En la lejanía se oyeron tres golpes iguales.

—Te esperan —dijo el thug, dándole la antorcha.

—¡Entonces muere!

Tremal-Naik, rápido como un relámpago, se había lanzado sobre el thug con el puñal en la mano. El estrangulador cayó sin lanzar un grito.

Tremal-Naik apartó el cadáver y luego lanzó un silbido. El capitán y sus hombres, que ya habían entrado, se le unieron.

—Hay vía libre —dijo el indio—. Podemos avanzar.

—¿Y mi hija? —preguntó el capitán con voz alterada por la emoción.

—Nos espera en la gran caverna.

—¡Adelante! ¡Montad los fusiles!

—No, dejad que yo vaya delante. Los sorprenderemos más fácilmente.

—Ve; te seguiremos a poca distancia.

Su carrera a través de aquellos largos corredores duró diez minutos.

Doce golpes sonoros resonaron en aquellos espantosos subterráneos cuando llegó él a la pagoda, en medio de la cual se agigantaba la siniestra figura de Kalí, la monstruosa divinidad de los thugs indios.

Un extraño espectáculo, jamás visto, se presentó ante sus ojos.

Bajo la bóveda relucían ricas y extrañas lámparas que lanzaban torrentes de luz azulenca, lívida.

De las paredes pendían millares y millares de lazos y millares de puñales.

Ante una pileta de mármol blanco llena de agua en la que culebreaba el pececillo sagrado de las aguas del Ganges, sentado sobre un cojín de seda carmesí, estaba Suyodhana, envuelto en un gran manto de seda amarilla, y alrededor de él, de pie e inmóviles como estatuas, estaban cien thugs.

Tremal-Naik, anhelante y estupefacto, se detuvo en medio de la pagoda, asestado por aquellas cien miradas agudas como puntas de puñales.

—Bienvenido —dijo Suyodhana con una extraña sonrisa—. ¿Vuelves vencido o vencedor?

—¿Dónde está Ada? —preguntó Tremal-Naik con angustia.

Un sordo murmullo recorrió el círculo de los thugs.

—Ten paciencia —dijo el gran jefe—. ¿Dónde está la cabeza del capitán?

—Hider me sigue, y dentro de unos minutos te la presentaré.

—¡Hermanos, nuestro enemigo ha muerto! —gritó Suyodhana.

Saltó de repente como un tigre. Por su cara cruzó un estremecimiento y permaneció inmóvil mirando a Tremal-Naik.

—Óyeme —dijo después de algunos minutos—. ¿Ves esa mujer de bronce que está frente a nosotros?

—La veo —respondió Tremal-Naik—. Pero esa mujer no es la mía.

—Ya lo sé. Pero esa mujer es poderosa, más poderosa que Brahma, Visnú, Siva y todas las divinidades adoradas por los hindúes, esa mujer representa la libertad india y la destrucción de nuestros enemigos de piel blanca.

Tremal-Naik permaneció frío e insensible ante el entusiasmo del sectario. El sólo pensaba en su Ada, que era su diosa, su vida.

—Tremal-Naik —continuó Suyodhana—. Tú eres uno de esos hombres raros en la India; eres fuerte, audaz, terrible, eres el indio que como nosotros yace bajo el yugo de los extranjeros de piel blanca. ¿Abrazarías nuestra religión?

—¡Yo! —exclamó Tremal-Naik—. ¡Transformarme en un thug!

—¿Te dan horror los thugs? ¿Quizá porque estrangulan? Los europeos nos aplastan con el hierro de sus cañones y nosotros los ahogamos con el lazo, el arma de nuestra poderosa diosa.

—¿Y Ada?

—Se quedará entre nosotros, como se ha quedado Kammamuri, que ahora ya es un thug.

—¿Pero será mi esposa?

—¡Jamás! Pertenece a nuestra diosa.

—¡Y Tremal-Naik no tiene otra diosa que Ada Corishant! —gritó el cazador de serpientes.

Por segunda vez un sordo murmullo recorrió el círculo de los thugs. Tremal-Naik miró alrededor con furia.

—¡Suyodhana! —exclamó—. ¿Acaso me has traicionado? ¿Me quieres negar a esa mujer, después de todo lo que he hecho por vuestra diosa? ¿Serás un perjuro?

—Esa mujer te pertenece —dijo Suyodhana, con un tono de voz que daba escalofríos.

Un indio golpeó doce veces un tam-tam.

En la pagoda reinó durante algunos instantes un profundo silencio, un silencio de muerte. Se hubiera dicho que aquellos cien hombres ya no respiraban.

De repente se abrió una puerta y apareció Ada, cubierta de blancos velos, con el pecho encerrado en una coraza de oro de la que surgían reflejos cegadores.

Dos gritos resonaron en la pagoda:

—¡Ada!

—¡Tremal-Naik!

Y el indio y la joven se arrojaron uno en brazos del otro. Casi inmediatamente se oyó una voz tronante gritar:

—¡Fuego!

Resonó una descarga tremenda en el subterráneo, despertando todos los ecos de las galerías. Unos instantes más tarde, sesenta hombres irrumpieron en la pagoda con las bayonetas caladas.

Los thugs, estupefactos y aterrorizados, se lanzaron en confusión hacia las galerías, dejando en el terreno una veintena de muertos. Suyodhana con un salto de tigre se lanzó por un estrecho pasadizo.

El capitán se precipitó hacia Ada gritando:

—¡Hija mía!

—¡Padre! —gritó la jovencita, y cayó desvanecida entre sus brazos.

—¡Retirada! —ordenó Tremal-Naik.

Los soldados, que ya se preparaban para la persecución de los thugs fugitivos, se replegaron a la pagoda por temor de extraviarse en las tenebrosas galerías.

—¡Partamos! —dijo el capitán—. ¡Ven valiente Tremal-Naik: Mi Ada es tu esposa! Te la has merecido.

Estaban a punto de salir de la gran pagoda subterránea cuando a sus espaldas oyeron la voz del terrible Suyodhana que gritaba con acento amenazador.

—¡Marchaos, pues…! Nos volveremos a ver en la jungla.