Empezaban ya a hervir los grandes recipientes colmados de leche cuando la procesión, guiada por el astuto porom-hungse, llegó delante de la pagoda.
Se componía de más de medio millar de personas. Aquella multitud aullante se dirigió casi corriendo hacia la pagoda, empujando delante de sí a las vacas para las que estaba destinado el arroz cocinado con la leche; y cuando llegó ante la escalera, formó un amplio semicírculo, obligando a los soldados de Bharata a desalojarla apresuradamente.
Al final de un alegre ritual de danza, mientras los faquires conducían ante las calderas a las vacas para darles el arroz con la leche, Nimpor subió la escalinata del templo y se acercó al sacerdote brahmán, que estaba de pie en la puerta.
—Sacerdote de Brahma —le dijo, inclinándose—, el humilde porom-hungse se dirige a ti para obtener el permiso de llevar en procesión la estatua de Visnú que adoras en tu pagoda. Todos los faquires que me han seguido desean bendecirla en las olas sagradas del Ganges.
—Los faquires son hombres santos —dijo el brahmán—. Si es su deseo, que entren en la pagoda y lleven hasta la orilla del río la estatua del dios.
—No —dijo una voz cerca de ellos—. Nadie entrará en la pagoda a excepción del brahmán.
El porom-hungse se volvió y se encontró ante Bharata.
—¿Quién eres? —le preguntó.
—Ya lo ves, un sargento de cipayos.
—¡Ah!, sí, es verdad, un indio que ha vendido sus servicios a los opresores de la India —dijo Nimpor con ironía.
—¡Ten cuidado, porom-hungse! Tu lengua es demasiado larga.
Nimpor se volvió, e indicando al sargento la multitud que llenaba la plaza de la pagoda le dijo con acento amenazador:
—¡Mira! Casi todos son faquires, y sabes que no temen a la muerte.
Impídeles que entren en el templo y los verás transformados en algo tan feroz como los tigres de la jungla. Nadie tiene el derecho de impedir nuestras ceremonias religiosas. Y además, mira, cuéntalos: son quinientos y tú no tienes más que una docena de hombres.
Bharata hizo un gesto de despecho y dejó el campo libre, retirándose a la otra parte de la escalinata.
El porom-hungse fue rápido en aprovechar aquella retirada. Alzó el brazo que todavía tenía útil y en seguida veinte faquires entraron en el templo.
Todos iban provistos de barras de hierro, instrumentos que de un momento a otro podían convertirse en terribles armas ofensivas y matar a los cipayos del sargento si intentaban oponerse a sus propósitos.
La estatua del dios fue levantada y transportada al exterior. Los faquires que habían permanecido en la plaza saludaron la aparición de la encarnación de Visnú con gritos ensordecedores, mientras los músicos soplaban con fuerza sus instrumentos.
—¡Adelante! —mandó el porom-hungse con voz tronante.
Los veinte faquires, sosteniendo al enorme animal sobre sus barras de hierro, descendieron la escalinata y se pusieron en camino hacia la orilla del Ganges, precedidos por las danzarinas y los músicos y seguidos por los encantadores de serpientes y todos los demás fanáticos, que se apiñaban alrededor de las vacas.
Bharata y los cipayos, que no podían suponer que en el vientre del animal se escondían los dos thugs, no habían abandonado los alrededores de la pagoda, convencidos todavía de que el brahmán los había escondido en algún subterráneo.
El porom-hungse, contento por el éxito de su estratagema, guió a aquella turba clamorosa hasta la orilla del Ganges, escogiendo un punto que estaba cubierto por plantas tupidas, y rico, sobre todo, en cañas.
Con un gesto enérgico mandó a las danzadoras y a los músicos que se detuvieran a cincuenta pasos del río sagrado, para retener a los encantadores y los faquires de las diversas castas; luego, con los veinte fíeles que llevaban al animal, se metió entre las cañas y las anchas hojas de loto.
Se colocó al dios sobre un bajo fondo, de modo que la ola sagrada no le mojase más que la base. Después Nimpor buscó apresuradamente el botón que debía abrir la plancha.
Sus veinte hombres habían formado un amplio círculo alrededor del animal para ocultar mejor el engaño, precaución por lo demás casi inútil, pues la oscuridad era muy densa en aquel lugar cubierto por altísimos tamarindos.
Después de algunos instantes, saltó el muelle y la plancha se abrió.
—Pronto, salid —dijo Nimpor.
Tremal-Naik y el viejo thug, que comenzaban a estar cansados de aquella incómoda prisión, fueron rápidos para dejarse deslizar fuera y arrojarse entre las cañas y las hojas de loto.
—Volved a la pagoda —dijo el porom-hungse a los faquires—. El dios ya ha sido bañado en las olas del río sagrado.
Los veinte hombres recogieron sus barras de hierro, levantaron con gran esfuerzo al monstruoso animal y volvieron al tiempo que los músicos y los danzarines.
El numeroso cortejo se organizó rápidamente y volvió a tomar el camino de la pagoda entre un ruido ensordecedor.
Nimpor había permanecido en cuclillas sobre el bajo fondo como si tomase un baño. Cuando vio que el cortejo se alejaba se levantó diciendo:
—Pronto: ¡venid!
Tremal-Naik y el viejo thug lo siguieron y los tres llegaron a un matorral espeso.
—Gracias por tu intervención —le dijo Tremal-Naik—. Sin ti estaríamos todavía encerrados en el vientre de Visnú.
—Dejad los agradecimientos y ocupémonos del capitán —interrumpió Nimpor.
—¿Tienes noticias suyas? —preguntó el viejo thug.
—Temo que mañana al amanecer parta para las sunderbunds.
—¡Muerte de Siva! —exclamó Tremal-Naik palideciendo—. ¡Se marcha!
—Hoy el «Cornwall», que debe conducirlo a las sunderbunds, estaba con las calderas a toda presión.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Hider.
—¡Entonces, todo está perdido…!
—Todavía no. Es preciso correr a la Ciudad Blanca a informarnos de si tiene realmente intención de partir mañana.
—No perdamos un solo instante. ¿Dónde esta anclado el buque?
—Cerca del fuerte William.
—Hay que ir allí rápidamente.
—Está lejos —observó el viejo thug.
—A poca distancia de aquí os espera vuestra chalupa —dijo el porom-hungse.
—¿Se han salvado nuestros hombres?
—Sí.
—Vamos —dijo Tremal-Naik—. Si el «Cornwall» ha partido yo pierdo a Ada, pero vosotros perdéis a Suyodhana y a todos los jefes de vuestra secta.
Los tres hombres corrieron por la orilla del río, mientras en lontananza se oían resonar las trompas y redoblar ruidosamente los tambores de la procesión.
Trescientos metros más allá, Tremal-Naik y sus dos compañeros encontraron la chalupa escondida entre los cañaverales y vigilada por los seis remeros.
—¿Habéis visto a alguien rondar por estos alrededores? —les preguntó el viejo thug.
—A nadie —respondieron.
—¿Creéis que podemos llegar al fuerte William antes del alba? —preguntó Tremal-Naik.
—Quizá, forzando el ritmo —dijo uno de los seis indios.
—Cincuenta rupias si lo conseguís —dijo Nimpor.
—Gracias; basta con vuestra bendición —respondieron los thugs.
La chalupa se separó rápidamente de la orilla y descendió por la corriente del río.
El viejo thug se había puesto al timón y a sus lados se habían sentado Tremal-Naik y el porom-hungse.
Como el río estaba desierto a aquella hora bastante avanzada, la chalupa podía correr libremente sin temor a encuentros. Pero como aquella parte del río estaba interrumpida por frecuentes bancos de arena, el timonel se veía obligado a vigilar atentamente e incluso a describir grandes curvas.
Mientras los seis thugs que estaban a los remos avanzaban con creciente esfuerzo, Tremal-Naik y el porom-hungse reanudaron la interrumpida conversación.
—¿Has visto a Hider? —preguntó el cazador de serpientes de la jungla negra.
—Sí, hoy, antes de que recibiese el mensaje del brahmán.
—¿Y está seguro de que el capitán partirá al amanecer?
—Tiene motivos para creerlo —contestó el porom-hungse—. Vio ayer embarcar a dos compañías de infantería de Bengala, dos piezas de artillería y una cantidad considerable de municiones y víveres. Además, al mediodía la máquina ya estaba en marcha.
¿Estaba a bordo el capitán?
—No me lo ha sabido decir.
—¿Están todavía a bordo de la fragata los dos afiliados?
—Sí.
—Ellos me ayudarán en la empresa —dijo Tremal-Naik.
—¿Qué proyectos tienes?
—Embarcarme en la fragata.
—¿Quieres matarlo en su barco?
—No se me ocurre otro medio, especialmente ahora.
—¿Y si el barco hubiera partido?
—Iría a esperar al capitán a Raimangal.
—¡Llegarías demasiado tarde! Pero…
—Continúa.
—¿Sabes que también la cañonera en la que está embarcado Hider está a punto de zarpar?
—¿Y qué?
—Digo que en el caso de que el «Cornwall» hubiera partido podrías embarcarte en el «Devonshire» y desembarcar en la desembocadura del río. Esa cañonera debe de navegar mucho más de prisa que la fragata.
—¿Será posible el embarco?
—Ya lo pensará Hider, en el caso de que debieras servirte del «Devonshire».
Mientras conversaban, la chalupa continuaba descendiendo por el Ganges con rapidez creciente. Ya habían rebasado la Ciudad Negra y corrían a lo largo de la orilla de la Ciudad Blanca cuando el alba comenzó a invadir casi bruscamente el cielo, haciendo palidecer la luz de las estrellas.
Las tripulaciones de los numerosos barcos anclados a lo largo de las orillas comenzaban a despertarse. En aquella confusión de mástiles, cordajes y velas, aparecían hombres estirando sus miembros, mientras alguna monótona canción resonaba ya en el aire tranquilo.
Tremal-Naik se había puesto en pie. Sus miradas se habían fijado en la imponente mole del fuerte William, que se mostraba gigantesco en la semioscuridad.
—¿Dónde está la fragata? —preguntó con acento salvaje.
El porom-hungse se había puesto en pie también y escudriñaba la orilla ansiosamente con sus ojuelos negros de mirada de fuego.
—¡Allí! ¡Mira! Ante la segunda catarata… —gritó.
Tremal-Naik miró en la dirección que le indicaba y vio a poca distancia de la catarata, que comunicaba con los fosos del fuerte, una fragata de formas esbeltas, pero bastante hundida de popa a causa de la carga.
Un denso humo mezclado con escorias salía como un torbellino por la chimenea, formando en el aire una especie de sombrilla de gigantescas dimensiones. A la primera claridad del alba se veía sobre la toldilla a numerosos soldados y marineros ocupados en arrastrar y almacenar cajas y bocoyes, y en retirar los cables que ya se habían soltado de la orilla, mientras otros daban vueltas al cabrestante de proa para arrancar el ancla del fondo del río. Se comprendía a primera vista que aquel buque se preparaba para partir.
Tremal-Naik lanzó un grito de fiera herida.
—¡Se me escapa! ¡Rápido! ¡Rápido o todo se ha perdido…!
El porom-hungse hizo un gesto de cólera y luego se dejó caer en el banco murmurando:
—¡Demasiado tarde! ¡Suyodhana está perdido!
Los seis thugs redoblaron sus esfuerzos y el barco, impulsado por aquellos brazos robustos, reanudó su carrera. Las bordas gemían bajo los poderosos golpes de los remos y el agua se alzaba hasta por encima de la proa.
—¡Rápido! ¡Rápido! —gritaba Tremal-Naik, completamente fuera de sí.
—Es inútil —dijo de repente el viejo thug, abandonando el timón.
En aquel momento la fragata había abandonado el muelle y descendía majestuosamente por el río, vomitando torrentes de humo y lanzando silbidos agudos. También los remeros de la chalupa, agotados por la larga carrera, abandonaron los remos y miraron con ojos feroces al barco que pasaba a pocos metros de ellos.
De repente vieron a Tremal-Naik precipitarse a coger un fusil que estaba apoyado en el banco de popa, montarlo precipitadamente y apuntarlo hacia el buque.
Había aparecido en el puente de mando un hombre y el cazador de serpientes de la jungla negra le había reconocido.
—¡El! ¡El capitán! —gritó con voz entrecortada.
Estaba a punto de disparar cuando el porom-hungse le arrancó bruscamente el arma.
—No cometas semejante tontería —le dijo—. ¿Quieres que nos maten a todos?
Tremal-Naik se volvió hacia él con los puños levantados.
—¿Es que no le has visto? —preguntó.
—¿Y si hubieras fallado? —preguntó el porom-hungse, cruzando los brazos—. Todavía no se ha perdido todo y tú puedes salvarte y salvar a tus hermanos de las sunderbunds —continuó el viejo faquir—. ¿Te has olvidado de Hider? Nos espera cerca del «Devonshire».
Tremal-Naik no respondió; parecía aniquilado.
—A la orilla —ordenó el porom-hungse.
La embarcación viró y remontó lentamente la corriente, dirigiéndose hacia el muelle del Strand. Estaba a punto de arribar cuando un marinero, que parecía haber estado escondido detrás de un gran montón de cajas y bocoyes, se lanzó hacia la orilla diciendo:
—¡Pronto: desembarcad!
Aquel hombre era Hider, el contramaestre del «Devonshire». Oyendo aquella voz, Tremal-Naik se puso en pie rápidamente y luego con un salto de tigre alcanzó la escalinata de la orilla.
—¡Ha partido! —gritó aproximándose al contramaestre.
—Ya lo sé —respondió Hider.
—Pero también tu cañonera debe partir, ¿verdad?
—Sí, esta noche, a medianoche.
—Entonces no se ha perdido todo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el contramaestre con estupor.
—Que podemos alcanzar al «Cornwall» —respondió Tremal-Naik.
—¿Cómo?
—En el «Devonshire».
Hider lo miró sin responder. Creía que al indio se le había trastornado el cerebro.
—¿Me has comprendido? —preguntó Tremal-Naik con una especie de exaltación.
—No, te lo juro.
—¿No es tu cañonera mucho más rápida que la fragata?
—Es verdad.
—Entonces alcanzaremos el barco del capitán y lo echaremos a pique.
—¡Echar a pique la fragata…! ¿Estás loco?
—¿Lo crees imposible?
—Por lo menos, dificilísimo. Y además yo no mando el «Devonshire». Si quisiera intentar cualquier cosa el comandante me pondría los grilletes en las manos y en los pies.
—Eso no ocurrirá; tengo mi plan. ¿Cuántos afiliados hay a bordo de la cañonera?
—Somos seis.
—¿A cuánto asciende toda la tripulación?
—A treinta y dos hombres —respondió Hider.
—Es necesario embarcar otros diez afiliados.
¡Es imposible!
—Todo es posible cuando se quiere —dijo el porom-hungse, que había asistido a aquella conversación—. Tremal-Naik es el enviado de Suyodhana y tú harás lo que él quiera.
—Que me diga qué debo hacer para embarcarlos y le obedeceré —dijo el contramaestre—. Estoy dispuesto a intentar todo con tal de salvar a nuestros hermanos de las sunderbunds.
—¿Qué está embarcando ahora el «Devonshire»? —preguntó Tremal-Naik.