XXX. La muerte de Windhya

El faquir no se había equivocado. A las primeras claridades del alba había descubierto tres chalupas, en las que había una docena de cipayos, detenidas en medio del río como si vigilasen la salida de la galería.

Probablemente los hombres que iban a bordo debían de ignorar el punto exacto donde terminaban los grandes subterráneos de la vieja pagoda, porque, de no ser así, no habrían dudado en entrar para coger a los fugitivos entre dos fuegos; sin embargo, se les debía de haber informado de que la galería desembocaba cerca de aquella orilla.

Al divisar aquellas tres chalupas, Tremal-Naik palideció. Retrocedió lentamente hasta llegar junto al faquir, y, mirándole con ojos amenazadores, le dijo:

—¡Alguien nos ha traicionado!

—¿Te has olvidado, pues, de Bharata? —preguntó el faquir—. El es quien nos ha perdido.

—¡Bharata!

—Ha oído nuestra charla, me ha oído hablar de una salida al Ganges; y apenas se ha visto libre ha dado órdenes para que se vigile la orilla.

—Y ahora, ¿qué haremos? —preguntó Tremal-Naik.

—Intentemos un golpe desesperado —respondió Windhya—. Si nos quedamos aquí, pronto caerán sobre nosotros a través de los subterráneos.

—¿Y la puerta de hierro?

—A estas horas la habrán hecho saltar con una mina.

—¿Qué quieres intentar?

—Todos somos buenos nadadores. Sumerjámonos y nademos bajo el agua, intentando llegar a la orilla opuesta.

—Si los hombres de las chalupas nos descubren la emprenderán a tiros con nosotros.

—Ya lo sé, pero yo de todas formas lo intentaré. El río arrastra siempre cadáveres, troncos de árboles, urnas funerarias; por consiguiente, no es fácil descubrirnos. ¡Al agua!

No cabía la vacilación. Dentro de pocos instantes los soldados que les perseguían a través de los túneles, derribando todos los obstáculos con las minas, llegarían a aquel último refugio y les harían prisioneros. Hicieron una buena provisión de aire y luego se sumergieron abandonando la galería.

Tremal-Naik, en lugar de atravesar el río en línea recta, se dejó transportar por la corriente con el fin de no chocar contra las tres chalupas que estaban fondeadas a trescientos pasos de la orilla, nadando con extraordinario vigor y manteniéndose sumergido el mayor tiempo posible.

Reteniendo la respiración hasta el punto de sentir los latidos del corazón en sus oídos, recorrió doscientas brazas, luego salió a la superficie, dejando sólo emerger la punta de la nariz. Renovada su provisión de aire, volvió a hundirse, intentando cortar la corriente para llegar a las plantas acuáticas de la orilla opuesta. Ya había recorrido otras cuatrocientas brazas cuando al volver a flote oyó un disparo, seguido por un aullido.

—Han acertado a alguien —pensó.

Aunque se sentía exhausto, continuó nadando bajo el agua, hasta que se percató de que estaba a punto de perder el sentido. Aun a riesgo de recibir una bala en el cráneo, con un golpe de piernas volvió a la superficie.

Cuando iba a emerger chocó contra una masa que arrastraba la corriente.

—Algún cadáver o algún tronco de árbol —pensó.

Se agarró a él y luego, manteniéndose escondido detrás de aquella masa, sacó la cabeza y abrió los ojos.

Se le escapó un grito ahogado. El cadáver con el que había chocado era el de Windhya.

El desgraciado faquir había recibido una bala en el cráneo y era arrastrado por la corriente enrojeciendo el agua a su alrededor.

Tremal-Naik rechazó con repugnancia aquel cuerpo todavía tibio y luego volvió a meterse bajo el agua. Había divisado la orilla a poca distancia, mientras las chalupas se encontraban ya a una distancia de medio kilómetro.

Recorrió aquel tramo en dos períodos, nadando desesperadamente por temor a ser descubierto y muerto, y llegó hasta el centro de un matorral de hojas flotantes, redondas y muy grandes, ghil, especie de loto que produce raíces gruesas que semejan nabos y que son ávidamente buscadas por los habitantes del Ganges.

Una bandada de aves acuáticas levantó el vuelo a través del río.

Tremal-Naik, temiendo que los cipayos de las chalupas sospecharan el verdadero motivo de aquella fuga precipitada de los volátiles, se mantuvo algunos minutos escondido entre las hojas flotantes y luego se acercó lentamente a la orilla, que en aquel lugar descendía dulcemente, cubierta por césped y hierbas altas, y con un último impulso salió del agua.

Ocultándose en lo más espeso del matorral, Tremal-Naik se izó a una gran rama cubierta de espeso follaje y miró hacia el río.

De las tres chalupas, dos se habían acercado a la desembocadura del túnel de donde se veían salir algunos soldados, probablemente los mismos que habían atravesado los subterráneos de la vieja pagoda; la tercera, por el contrario, descendía por el Ganges como si intentase alcanzar algo que arrastraba la corriente.

—Buscan el cadáver del faquir —murmuró Tremal-Naik—. ¿Y qué habrá ocurrido con el viejo thug? ¿Se habrá ahogado o le habrán aprehendido?

Apenas había pronunciado estas palabras cuando vio las hojas de los ghil que poco antes había atravesado agitarse como si alguien intentase deslizarse por en medio de los tallos que las sostenían.

Al principio creyó que se trataba de algún pez grande; pero, observando con mayor atención, se dio cuenta que de vez en cuando emergía de las hojas una cabeza humana, perfectamente rasurada como usan la mayor parte de los bengalíes. Comprendió que se trataba del viejo thug.

Se llevó una mano a los labios e imitó hábilmente el aullido del chacal.

El indio levantó la cabeza y miró hacia la orilla. Había comprendido que tenía cerca a algún amigo, pero dudaba en dejar su escondite acuático.

—Ven —gritó Tremal-Naik—. Ya no tenemos nada que temer.

El viejo se lanzó a la orilla, se arrojó entre las hierbas y llegó al matorral.

—¡Estamos a salvo! —dijo—. Estoy contento de que tú también hayas escapado a la persecución.

—¿Sabes que han matado a Windhya?

—Ya lo sé, Tremal-Naik —respondió el thug—. Cuando le han herido yo estaba a diez pasos de él.

—¿Y ahora qué haremos?

—Huiremos hacia el sur.

—¿Y luego?

—Iremos a buscar los porom-hungse.

—¿Y el capitán…?

—No es el momento de pensar en él.

—¿Y si ya hubiera partido?

—No lo creo, Tremal-Naik. Apresurémonos a alejarnos antes de que las chalupas se dirijan a esta parte; los soldados vienen a inspeccionar la orilla.

—¿Conoces el camino?

—Bastará seguir la orilla manteniéndose a cierta distancia —respondió el thug.

Estaban a punto de salir del matorral cuando vieron venir desde un arrozal próximo a un sacerdote brahmán, un magnífico hombre de estatura considerable, con una barba imponente ya entrecana y vestido con un hábito blanco. Tenía en la mano un vaso de metal muy reluciente, capaz de contener tres o cuatro litros de agua.

—He aquí un inoportuno que viene a bañarse justamente aquí —dijo Tremal-Naik.

—Quizás es una suerte para nosotros —respondió el thug—. Ese hombre puede darnos refugio y protegernos contra los cipayos, los cuales no se atreverían a violar la casa de un sacerdote de Brahma. Dejémosle hacer sus abluciones y luego le abordaremos.

El brahmán pasó junto al matorral sin darse cuenta de la presencia de los dos fugitivos; descendió lentamente por la orilla, teniendo los ojos fijos en el sol, que entonces se elevaba en el horizonte; después se desembarazó del manto y se bañó los pies y las manos.

Hecho esto, recogió un poco de agua en la palma de la mano derecha, elevó ésta haciendo escurrir el agua hacia el pulso, como enseña el achumunu, luego se tocó la nariz, la boca, las orejas, los labios, los ojos, el abdomen y los hombros murmurando las correspondientes oraciones.

Cumplida aquella primera ceremonia, se sentó en la orilla y volvió el rostro hacia los cuatro puntos cardinales; se limpió los dientes preparando primero un trocito de madera verde, operación que los brahmanes deben realizar al surgir el sol, con lo que evitan que su alma, en la futura reencarnación, pase al cuerpo de un insecto inmundo; luego, habiendo recogido un poco de fango, trazó bastantes signos en su frente.

Pero todavía no había acabado. Los brahmanes tienen que cumplir durante la jornada tantas ceremonias singulares como para poner a prueba su paciencia. Después de aquella primera limpieza, los sacerdotes deben recoger flores y hacer un ramillete para llevar a casa, luego deben embadurnarse todo el cuerpo de fango, posteriormente descender al río hasta que el agua les llegue al pecho y, manteniendo siempre la cabeza vuelta hacia oriente, entrecruzar los dedos de diversas formas, cubrirse el rostro con los cabellos, tapar durante algún tiempo sus oídos con los pulgares, luego meterse los meñiques en las narices y los otros dedos en los ojos y sumergirse tres veces en las aguas sagradas.

Realizadas estas distintas ceremonias, que harían reír a un europeo, deben unir las manos repitiendo tres invocaciones a su dios, arrojarse agua en la cabeza, recoger después agua en sus manos reunidas y ofrecerla por tres veces al sol, y finalmente llevar a cabo una última inmersión recitando algunas fórmulas para asegurarse la beatitud en esta vida y en la otra.

El brahmán que había acudido a la orilla del Ganges, una vez terminadas todas las ceremonias, volvió a ascender por la orilla sentándose a poca distancia del matorral, para luego, habiendo mezclado un poco de minio y fango, trazar los signos especiales de su casta, una mancha en medio de la frente, una encima de la nariz y varias en el cuerpo, actuando ahora con un dedo y luego con otro, porque cada marca debe realizarse con un dedo diferente. Estaba a punto de levantarse, para beber un sorbo de agua del río sagrado, cuando el viejo thug se le acercó dándole los buenos días.

El brahmán miró al indio y, creyendo quizá que pertenecía a alguna casta inferior, hizo el gesto de arrojar el ramillete, como le obligaba a hacer en tales circunstancias su religión, pero el viejo thug lo retuvo con un gesto diciéndole con orgullo:

—Yo soy un seguidor de Kalí y pertenezco a la casta de los sotteri (guerreros).

—¿Qué quieres de mí? —preguntó el brahmán.

—Pedirte asilo hasta esta noche.

—¿No tienes casa?

—Sí, pero está lejos, y además tanto yo como mi compañero estamos expuestos a un gran peligro.

—¿Quién te amenaza?

—Esos cipayos que ves recorrer el río.

—¿Has robado?

—¡No!

—¿Has matado a hombres de tu casta o de la mía?

—Tampoco.

—Entonces sígueme —dijo el brahmán.

—¿Estaré seguro en tu casa…?

—Una pagoda es inviolable.

—Mira… —dijo en aquel momento Tremal-Naik—. Vienen los cipayos.

El viejo thug echó al río una rápida mirada. Las dos chalupas que se habían detenido cerca de la desembocadura del subterráneo de la vieja pagoda, una vez embarcados los cipayos de Bharata, estaban atravesando el Ganges a gran velocidad.

—Venid —dijo el brahmán.

Mientras los soldados remaban con toda su fuerza para llegar a la orilla opuesta y registrarla, el brahmán y los dos fugitivos atravesaron rápidamente la espesura de mangos y se adentraron en medio de un arrozal.

Allá lejos, por encima de la verde cima de los cocoteros que formaban un pequeño bosque, se veían erguirse las sutiles agujas de una pagoda, rematada por bolas de metal que el sol hacía destellar como si fuesen de oro.

El brahmán guió a sus huéspedes a través del arrozal y del bosquecillo y se detuvo ante una modesta pagoda; subió rápidamente la escalinata, empujó la gruesa puerta cubierta de planchas de bronce verduzco y los introdujo en el interior, cerrando luego la entrada con un enorme cerrojo.

—Estáis en el templo dedicado a la cuarta encarnación de Visnú —dijo—. Ningún indio osaría entrar aquí sin mi permiso.

—Los cipayos están al servicio del gobierno inglés —observó Tremal-Naik.

—Pero no dejan de ser de raza india —respondió el sacerdote brahmán.

El templo estaba casi despojado de ornamentos, pero, en medio de él, surgía un monstruoso animal de metal dorado, mitad hombre y mitad león, que representaba a Visnú en su cuarta encamación.

El brahmán se acercó a la estatua e hizo saltar un muelle escondido en el vientre del monstruoso animal; así abrió una portezuela capaz de dejar pasar a un hombre. Empujó dentro a los dos indios diciéndoles:

—Aquí estaréis seguros; nadie os descubrirá.

El interior de aquel león de cabeza humana estaba vacío y había espacio suficiente para contener cómodamente a seis personas. A través de los ojos del monstruo, grandísimos y fabricados de un material transparente, se filtraba una luz suficiente para iluminar aquel escondite.

Los dos indios se acercaron a los ojos y pudieron distinguir muy bien no sólo las paredes de la pagoda, sino también la puerta que se abría sobre la escalinata. El viejo thug hizo un signo de satisfacción.

—Podremos observar lo que ocurra dentro de la pagoda —dijo.

—¿Desconfías del brahmán? —preguntó Tremal-Naik.

—No —respondió el thug—. Los brahmanes odian a los ingleses porque son los opresores de la India, y odian también a los cipayos que han aceptado el yugo vergonzoso y que incluso han llegado a hacerse aliados de la maldita raza blanca. Ha prometido salvarnos y aunque ignore el motivo de nuestra fuga mantendrá escrupulosamente su palabra.

—¿Y crees que los cipayos nos dejarán tranquilos?

—No tengo tal esperanza. Si han logrado descubrir nuestras huellas, bloquearán la pagoda y quizás incluso se atrevan a entrar para buscarnos.

—Corremos el peligro de que nos apresen.

—¿Quién va a suponer que estamos escondidos en el cuerpo de este animal?

—Pueden tener cualquier sospecha y desventrar a la encarnación de Visnú.

—¿Indios…? ¡No! No cometerían jamás tal sacrilegio.

—Está bien, pero si bloquean la pagoda nos impedirán salir —dijo Tremal-Naik.

—Acabarán cansándose.

—Y mientras tanto el capitán partirá hacia Raimangal.

El thug acusó aquella observación.

—Es verdad —murmuró—. Y, si parte, será la ruina para todos los seguidores de Kalí.

—Y quizá la muerte de la muchacha que amo —dijo Tremal-Naik con un suspiro ahogado—. No, ese hombre no debe partir: es preciso que yo lo mate, para arrancar de la muerte a la Virgen de la pagoda.

El viejo thug había quedado silencioso, sin saber qué responder. De repente, se golpeó la frente exclamando con voz de triunfo:

—¡Hemos olvidado el porom-hungse!

—¿El faquir del brazo anquilosado?

—Sí, Tremal-Naik.

—¿Qué quieres decir?

—Quizás ese hombre pueda salvarnos.

—¿Cómo?

—No lo sé, pero tengo gran fe en el viejo Nimpor. Es temido y respetado, sabe hacerse obedecer por todas las demás sectas de faquires y encantadores de serpientes y lo puede todo. Avisémosle de nuestra peligrosa situación y verás cómo encuentra algún modo de hacernos salir de aquí y ponernos a salvo.

—¿Y quién se encargará de avisarle? —preguntó preocupado Tremal-Naik.

—El brahmán.

En aquel momento resonó un golpe en la pagoda, despertando el eco de la gran cúpula.

—¡Los cipayos! —exclamó el viejo thug, con un estremecimiento.

—Silencio —recomendó Tremal-Naik.