XXVII. La emboscada

A la noche siguiente, Tremal-Naik, Windhya y el thug dejaron silenciosamente la cabaña y se dirigieron hacia el pequeño promontorio.

El primero iba armado de una carabina y los otros de sus lazos y sus puñales. Cerca ya de la vieja pagoda subieron la escalinata, desde cuya cima se podía dominar un inmenso espacio del río sagrado y se sentaron entre las ruinas que habían caído de lo alto de aquella enorme construcción.

Reinaba un silencio casi absoluto en las orillas del gigantesco río. No se oía más que el ligero murmullo de la corriente al chocar contra las cañas de loto y las raíces de los árboles acuáticos.

No se distinguía ninguna barca entre las dos orillas de aquella agua centelleante por la espléndida luna; ningún grito de barquero o de pescador resonaba en el aire. A un lado y otro del Ganges todos dormían.

Subido sobre un resto de columna, Windhya se había puesto a observar tratando de ver hacia el sur un punto o una línea obscura que indicara la aproximación de una chalupa, mientras Tremal-Naik, que parecía muy agitado, paseaba en medio de las ruinas.

Nada —dijo de repente el faquir, descendiendo de su observatorio—. Y sin embargo no debe de estar lejos la medianoche.

—¿Y si ese hombre no viniese? —preguntó Tremal-Naik.

—Vendrá —dijo el faquir con voz tranquila—. El capitán no dejará escapar la ocasión de obtener así una información tan valiosa. Pero… veo un hombre que se acerca corriendo.

—¿Uno de los nuestros…?

—No lo sé.

Tremal-Naik se alzó hasta la columna que había servido de observatorio a Windhya y extendió su mirada por la orilla del río.

Un hombre avanzaba corriendo con todo su aliento, como si fuera perseguido por alguien o tuviera una noticia urgente que comunicar. Cuando estuvo más cerca se comprendió que debía de ser un dondy porque tenía en su mano un bastón adornado con un trapo ondulante.

—Es un enviado de Nimpor —dijo el viejo thug—. Nos trae seguramente alguna buena noticia.

El dondy, puesto que realmente era un faquir perteneciente a esa casta de santones y mendigos bastante venerados en la India, subió rápidamente la escalinata y se detuvo ante Windhya, al que dijo con voz fatigada:

—¡Viene…!

—¿Solo? —preguntó Windhya.

—No, viene acompañado de seis hombres.

—¡Aunque esté entre mil cipayos lo mataré! —exclamó el cazador de serpientes, exaltado.

—¡Entonces ha creído la historia de la delación…!

—Si viene, señal que ha creído al hombre que fue a verlo.

—Vamos a esperarlo en la cabaña —dijo el faquir—. Allí será donde lo mataremos.

Tremal-Naik, el viejo thug y Windhya se lanzaron por la escalinata, mirando hacia el río.

A la pálida luz de la luna se veía una sutil línea negra surcando la superficie centelleante del Ganges. Alrededor de ella se distinguía el agua que espumeaba a los golpes de remo.

Mirando con mayor atención, Tremal-Naik pudo distinguir siete personas. Debían de ir armadas de fusiles porque se veían brillar delgadas varillas que parecían de plata.

Los cuatro indios dejaron la escalinata de la pagoda y en pocos minutos llegaron a la cabaña del faquir.

—Organicemos nuestro plan —dijo Windhya—. Yo fingiré que le doy al capitán los informes prometidos.

—¿Y luego? —preguntaron Tremal-Naik y los otros dos.

—Vosotros os escondéis ahí, detrás de esas esteras, teniendo dispuestos los lazos. Cuando me oigáis toser saltad afuera.

Mientras Tremal-Naik, el viejo thug y el dondy se escondían tras las esteras, el faquir ordenó a los hombres de la chalupa:

—Id a emboscaros alrededor de mi casa, entre los cañaverales del pantano, y no os mováis hasta que oigáis un disparo de pistola.

Los seis thugs desaparecieron rápidamente, dispersándose en torno a la casucha.

—Ahora a lo nuestro, capitán —murmuró el faquir, mientras un relámpago feroz animaba su mirada.

Se acercó al umbral de la cabaña y miró atentamente hacia la pagoda, de donde debía venir la víctima.

Aguzando el oído, oyó el batir de remos, luego unos golpes sordos, producidos quizá por los choques de la chalupa contra los escalones de piedra del templo, y poco después distinguió una sombra blanca que se delineaba al final de la avenida de tamarindos.

Parecía que el capitán, para no ser reconocido, se había vestido con un traje indio. En efecto, Windhya vio que se había envuelto en un amplio dubgah de tela blanca y que en la cabeza llevaba un turbante de gran volumen, que debía de cubrirle gran parte del rostro.

El capitán se detuvo a cincuenta pasos de la casucha, mirando a derecha e izquierda como si temiese ser espiado o caer en alguna emboscada; luego, tranquilizado quizá por el silencio que reinaba en aquel lugar, se dirigió directamente hacia el faquir, que había salido y le esperaba en el umbral. A diez pasos volvió a detenerse y luego, sacándose del cinturón una pistola y apuntándola hacia Windhya, le preguntó con voz amenazadora:

—¿Quién eres?

—El hombre que debe hablar con el capitán Macpherson.

—¿Tu nombre?

—Windhya.

—Entra en tu casucha y ten en cuenta que si has tenido la intención de tenderme una emboscada tengo dos pistolas en mi cinturón; la primera bala será para ti.

—Yo no soy un traidor —respondió el faquir con voz muy firme.

—De un delator se puede esperar todo.

—¿Habéis traído el dinero?

—Tengo conmigo las cincuenta mil rupias que pides por tu delación.

—Entrad sin ningún temor.

El capitán se adelantó, mirando por última vez a derecha e izquierda y detrás de sí, y luego entró resueltamente en la casucha.

El faquir había entrado ya y había encendido una lámpara. Apenas la llama iluminó la estancia un grito de estupor y de rabia se escapó de su garganta. El hombre que hasta aquel momento había creído que era el capitán era un bengalí robusto, de figura tosca, facciones atrevidas y fiera mirada. Había dejado caer al suelo su amplio capote y mostraba el uniforme blanco y rojo de los cipayos indios.

—Me pareces asombrado —dijo el bengalí con una sonrisa burlona—. ¿Por qué…?

—¿Y me lo preguntas…? —respondió el faquir, conteniendo a duras penas la rabia que le hervía en el pecho—. Creía que hablaba con el capitán Macpherson, mientras ahora veo que tengo ante mí un sargento de cipayos.

El bengalí se encogió de hombros.

—¿Creías que mi capitán era tan ingenuo como para venir aquí?

—¡Quizás ha tenido miedo, tu capitán!

—No ha tenido miedo; es prudente.

—Ha hecho mal al no venir, porque yo no hablaré más que con él —dijo el faquir.

—Yo soy Bharata, el hombre de confianza del capitán, un enemigo despiadado de los thugs; por consiguiente, puedes decirme a mí lo que querías que conociera el capitán. En ello no perderás nada, porque te pagaré y no comunicaré a nadie, excepto a mi patrón, lo que me hayas contado.

El faquir tuvo un momento de vacilación y luego indicó al sargento una silla que se encontraba a breve distancia de las esteras donde estaban escondidos Tremal-Naik y sus dos compañeros; entonces le dijo:

—Siéntate y escucha.

Dio una vuelta por la habitación, miró hacia el exterior como si temiese que le espiasen, y luego cerró la puerta asegurándola con una tranca.

—¿Qué haces? —preguntó el sargento, con un ligero tono de inquietud.

—Tomo mis precauciones —respondió el faquir con voz tranquila.

—Pues entonces yo tomaré las mías —dijo Bharata, sacando del cinturón las dos pistolas y colocándolas sobre sus rodillas.

—Yo estoy desarmado.

—También un hombre desarmado puede ser traidor —respondió el sargento—. Ahora puedes hablar.

—Antes quiero hacerte una pregunta. ¿Es verdad que el capitán está a punto de emprender una expedición contra Raimangal?

—Muy verdad.

—¿Con un barco?

—Se está armando el «Cornwall», una buena fragata que lleve numerosos cañones y que puede embarcar a media compañía de cipayos.

—¿Partirá en seguida?

—Lo más pronto posible —respondió Bharata—. El capitán está impaciente por destruir el cubil de esos malditos.

—Pero el capitán seguramente ignora dónde se encuentra la entrada de los subterráneos.

—Si lo hubiera sabido yo no hubiera venido aquí con cincuenta mil rupias. Sólo sabe que se encuentra en la isla de Raimangal.

—Yo le guiaré —dijo el faquir, afectando una sonrisa feroz—. Esos malditos me han hecho mucho daño y me vengaré. Pero hubiera deseado hablar con el capitán.

—No está lejos de aquí y si tus revelaciones son importantes te conduciré ante él.

—¿Está acompañado?

—Sí, y con una buena escolta.

El faquir se interrumpió bruscamente y una viva inquietud apareció en su frente; luego se tranquilizó, como si hubiera tomado una rápida resolución.

—Escúchame —exclamó—. Como te he dicho, odio a los thugs y especialmente a su jefe, el despiadado Suyodhana. Hasta hace pocos días he formado parte de su secta; ahora estoy decidido a romper las pesadas cadenas que me ligaban a ellos para vengarme de todos los malos tratos que me han hecho sufrir.

—¿Qué te han hecho?

—Es inútil que te lo diga ahora. He estado bastantes años en Raimangal y quizá nadie conozca mejor que yo las sunderbunds y las cavernas inmensas que sirven de refugio a los devotos de aquella monstruosa divinidad, que nada en sangre humana. Te diré ahora cómo tendrá que actuar el capitán para sorprenderlos y…

El faquir se interrumpió bruscamente y una viva inquietud se reflejó de repente en su rostro.

En el exterior, en dirección al pantano, había oído resonar el aullido quejoso y triste de un chacal. Sabiendo que aquellos animales no frecuentaban unos parajes tan próximos a la ciudad india, se había sentido afectado por aquel grito que podía ser también la señal de los hombres de la chalupa.

El sargento parecía no haber hecho caso del aullido del chacal; quizá creía que se trataba efectivamente de uno de esos animales.

—Continúa —dijo, viendo que el faquir había interrumpido su discurso.

—Sí, continuo —dijo Windhya—. Si el capitán tiene intención de sorprender a los thugs en su cubil, deberá adoptar las mayores precauciones para que no le descubran y se dé la alarma. Si tuviera que desembarcar en pleno día no encontraría ni siquiera un hombre en los subterráneos.

En aquel momento un segundo aullido, más largo y más triste que el primero, se oyó en el exterior. Ya no era posible engañarse: se trataba de una señal de peligro. Windhya fingió no parar mientes en ello y continuó.

—Dirás al capitán que no desembarque en Raimangal, sino que se esconda en el canal de Gona-Souba. Allí no faltan las islas y podrá establecer un cómodo campamento, para luego…

Se interrumpió por segunda vez, tosiendo ruidosamente. Casi de inmediato, volviendo lentamente la cabeza, vio que las esteras se movían imperceptiblemente y luego que se abrían. El sargento, que volvía la espalda a aquel rincón de la habitación, no se dio cuenta de nada. Escuchaba atentamente el relato del delator.

—… para caer de improviso sobre Raimangal —prosiguió el faquir.

—¡Como nosotros caemos sobre ti…! —gritó de improviso una voz a espaldas del sargento.

Este hizo un rápido gesto para empuñar las pistolas que tenía en las rodillas, pero seis robustas manos lo agarraron, desarmaron y arrojaron por tierra junto con la silla.

El desgraciado sargento vio por encima de sí tres puñales dispuestos a atravesarlo.

—¡Traidores…! —exclamó tratando de liberarse, pero en vano.

Después un grito de cólera y estupor se escapó de su garganta.

—¡Tú…! ¡Tremal-Naik…!

—Yo, Bharata —respondió el cazador de serpientes.

—¡Miserable!

—Te había dicho que mi misión no había acabado.

—¿Pero qué quieres de mí? Si necesitas mi vida, tómala; el capitán me vengará y muy pronto.

—No tan pronto como crees —dijo Tremal-Naik—. En lugar de amenazarme, responde a nuestras preguntas si te interesa la vida.

—No tengo en ningún aprecio mi piel; he sido dos veces tan estúpido como para caer en tus manos; por consiguiente, puedes matarme.

—Por el contrario, yo quiero salvarte; eres un rehén demasiado valioso para ser sacrificado. Quiero que me digas dónde se encuentra tu amo.

—Para matarlo, ¿verdad? —preguntó Bharata con ironía.

—Eso no te interesa. Dime dónde está.

—¿Dónde está? Abre esa puerta y lo verás.

—¡Está aquí! —exclamaron Tremal-Naik y el viejo thug.

—Sí, y sólo espera una señal mía para entrar con sus cipayos, deteneros y ahorcaros.

—¡Por la muerte de Siva…! —exclamó Tremal-Naik palideciendo.

—¡Ah…! —exclamó el sargento, riéndose—. ¡Le creíais tan ingenuo como para caer en una trampa…! No, canallas, es él quien os ha tendido una trampa en la que dentro de pocos minutos os cogerá.

—Mientes —dijo Windhya—. Quieres asustarnos.

—¡Abre esa puerta, pues…!

Tremal-Naik empuñó las dos pistolas del prisionero e hizo un gesto como para lanzarse hacia la puerta; Windhya y el viejo thug se apresuraron a detenerlo.

—¿Qué locura vas a cometer? —le dijo el faquir.

—Quizás ahí está el capitán —repuso Tremal-Naik.

—¿Y cuántos hombres están con él? ¿Tú lo sabes?

—Bharata puede haber mentido.

—Y también puede haber dicho la verdad. ¿No has oído dos veces el aullido del chacal? Nuestros hombres escondidos en el pantano nos han señalado un peligro.

—¿Qué quieres hacer, entonces…?

—Tranquilizarnos y esperar una mejor ocasión para volver a intentar el golpe.

—Pero, ¿y si estamos rodeados?

—Aunque fuesen mil huiríamos igualmente. Espérame.

El indio estaba a punto de entrar en la habitación contigua cuando se oyó llamar ruidosamente a la puerta, al tiempo que una voz amenazadora gritaba:

—¡Abrid o prendemos fuego a la casa…!

—¡Mis compañeros! —exclamó Bharata.

—¡Que nadie responda! —ordenó el faquir—. Amordazad al prisionero y seguidme en silencio.

—¿Dónde vamos? —preguntó Tremal-Naik.

—Huimos.

—¿Y el capitán? ¿Debo perderlo una vez más?

—Si tienes en aprecio tu vida, ven —respondió el faquir—. Más tarde empezaremos con él otra partida, pero por ahora sólo nos queda escapar.

Amordazaron y ataron rápidamente a Bharata. A una señal del faquir, Tremal-Naik lo cogió entre sus brazos y luego todos pasaron a la habitación contigua, mientras la voz de antes, repetía con mayor fuerza.

—¡Abrid u os asaremos a todos!

El faquir alzó una estera de fibras de coco que cubría el pavimento, luego una piedra y finalmente una plancha de metal. Debajo de esta última apareció una estrecha y oscura escalinata.

—Tomad antorchas —dijo Windhya—, y seguidme.

Descendió por la estrecha escalera y se detuvo en una especie de bodega angosta y bastante húmeda, porque se había excavado a poca distancia del pantano. Lanzó alrededor una rápida mirada y luego dijo al dondy:

—Súbete a ese trozo de columna que ves en ese rincón.

El indio obedeció.

—¿Hay una plancha de hierro incrustada en la pared?

El dondy dio un fuerte puñetazo y se oyó un sordo retumbar metálico.

—La plancha está aquí —dijo.

—Hay un botón en el medio, ¿lo ves?

—Sí, lo he encontrado.

—Aprieta fuerte.

El dondy hizo fuerza y pronto se vio cómo la plancha saltaba de golpe, dejando percibir un pasaje oscurísimo.

—¿Oyes algo? —preguntó Windhya.

—No, absolutamente nada.

—Subid todos.

—¿Y tú? —preguntó el viejo thug.

—Yo os alcanzaré en seguida.

Tremal-Naik, el dondy y el thug se lanzaron por aquel pasadizo, llevándose consigo a Bharata, que no intentaba ni siquiera oponer la menor resistencia, sabiendo, por lo demás, que hubiera sido vana.

Windhya esperó a que sus compañeros hubieran desaparecido, luego volvió a ascender por la escalera que conducía a su cabaña y se puso a escuchar.

En el exterior se oía gritar a los cipayos, amenazando volar la casucha. Cansados de esperar comenzaron en seguida a trabajar con las culatas de los fusiles para derribar la puerta.

—Nadie os impedirá el paso —murmuró el faquir con una sonrisa irónica—. Veremos si sois capaces de descubrirnos en los tenebrosos subterráneos de la vieja pagoda.

Tomó una tercera antorcha, se sujetó en el cinturón un ancho y pesado cuchillo y luego descendió a la bodega deteniéndose ante la pared opuesta a la de la plancha.

Alzó la antorcha para observarla atentamente durante unos instantes y luego empuñó el cuchillo y asestó un golpe formidable.

Una gran plancha de vidrio, ennegrecida por el tiempo, el polvo y la humedad, quedó destrozada por el choque y un enorme chorro de agua irrumpió mugiendo en la bodega.

—Puede ser que el pantano se quede seco, pero, ¿qué importa? —murmuró—. Huyamos antes de que el agua llegue a la galería y nos ahogue a todos.

Mientras por encima de sus cabezas resonaban los golpes propinados por los cipayos a la puerta, el agua invadía rápidamente la bodega subiendo su nivel a ojos vistas; el viejo se alzó sobre la columna y se adentró por el corredor.

Tanteó durante unos instantes las jambas de la abertura, y habiendo encontrado un saliente, lo apretó con ambas manos. En seguida la gruesa plancha de hierro se volvió a cerrar violentamente.

—Ahora, alcanzadnos —dijo el indio riendo—. Entre nosotros y vosotros habrá una buena masa de agua.

Y se precipitó por el corredor para alcanzar a sus compañeros, ya muy lejos.