XXII. Las flores que adormecen

Cuando Tremal-Naik volvió en sí se encontró encerrado en un estrecho subterráneo iluminado por un pequeño tragaluz defendido por una doble fila de gruesos barrotes, y fuertemente atado a dos anillos de hierro incrustados en un poste.

Al principio creyó que era presa de un feo sueño, pero en seguid; se convenció de que estaba realmente prisionero.

Un vago temor se apoderó de él, que tantas veces había dado prueba de un valor sobrehumano.

Trató de reordenar sus ideas, pero en su cerebro reinaba una confusión que no lograba disipar. Se acordaba vagamente de Negapatnan, de su fuga, de la limonada, pero aquí cesaban sus recuerdos.

—¿Quién puede haberme traicionado? —se preguntó, estremeciéndose.

Hizo un esfuerzo para levantarse, pero en seguida volvió a caer había oído abrirse una puerta.

—¿Quién es? —preguntó.

—Soy yo, Bharata —respondió el sargento adelantándose.

—¡Al fin! —exclamó Tremal-Naik—. Me explicarás ahora por qué motivo me encuentro aquí prisionero.

—Porque ahora sabemos que eres un thug.

—¡Yo un thug…!

—Si, Saranguy. Te hemos dado a beber el youma y lo has confesado todo.

Tremal-Naik le miró espantado. Se acordaba de la limonada que el capitán le había hecho beber.

—¿Quieres salvarte? —preguntó Bharata después de un breve silencio.

—Habla —dijo Tremal-Naik con voz entrecortada.

—Confiesa todo y quizás el capitán te perdonará la vida.

—No puedo: matarán a la mujer que amo.

—Escúchame, Saranguy. Ahora ya sabemos que los thugs tienen su sede en Raimangal, pero ignoramos cuántos son y dónde se esconden. Si nos lo dices quizás no mueras.

—¿Y qué haréis con todos aquellos thugs? —preguntó Tremal-Naik con voz ahogada.

—Los fusilaremos a todos.

—¿Aunque entre ellos haya mujeres?

—Las mujeres antes que nadie —declaró el sargento.

—¿Por qué…? ¿Qué culpa tienen?

—Son más terribles que los hombres. Representan a la diosa Kalí.

Tremal-Naik se cogió la frente con las manos clavándose las uñas en la piel. Sus ojos miraban extraviados y su rostro estaba muy pálido, casi ceniciento, y el pecho se le levantaba impetuosamente.

—Si se concediese la vida a una de esas mujeres… quizás hablaría.

—Es imposible, porque cogerlas vivas costaría torrentes de sangre. Las ahogaremos a todas como bestias feroces en el subterráneo. Una pregunta más, ¿quién es esa mujer?

—No puedo decirlo —respondió el cazador de serpientes.

—Está bien —terminó el sargento—. Dentro de tres o cuatro días te llevaremos a Calcuta.

Una viva conmoción alteró las facciones del prisionero. Siguió con su mirada al sargento que se alejaba y luego sus ojos se fijaron en la tronera.

—Es preciso huir esta noche —murmuró—, o todo se habrá perdido.

Transcurrió la jornada sin que ocurriese nada nuevo. Al mediodía y por la tarde le llevaron al prisionero una amplia escudilla de curri[17] (arroz condimentado con salsa picante) y una copa de tody (vino extraído de un árbol).

Apenas se ocultó el sol tras la floresta y se hizo la oscuridad en la bodega, Tremal-Naik respiró. Permaneció tranquilo durante tres largas horas, previendo la posibilidad de que entrase alguien. Luego se puso activamente a trabajar para intentar la evasión.

Los indios son famosos por su forma de atar a las personas y se necesita una gran práctica para deshacer sus nudos complicadísimos.

Por fortuna para él, poseía una fuerza prodigiosa y buenos dientes.

Con una sacudida aflojó una cuerda que le impedía inclinar la cabeza y luego, pacientemente, sin preocuparse del dolor, aproximó una de sus muñecas a la boca y se puso a trabajar con los dientes, cortando, royendo, deshilachando.

Cuando logró romper la cuerda, fue cosa de un momento el desembarazarse de las otras ataduras.

Se puso en pie estirando los miembros entumecidos y luego se aproximó a la tronera y miró al exterior.

Aún no había salido la luna, pero el cielo estaba espléndidamente estrellado. Por la tronera entraban soplos de aire fresco oloroso por el perfume de mil flores distintas.

No se oía ningún ruido en el exterior, ni se distinguía alma viviente en la zona visible para él.

El prisionero agarró una de las barras y la sacudió furiosamente; la curvó, pero no la arrancó.

—La fuga por aquí es imposible —murmuró.

Miró a su alrededor buscando un objeto cualquiera que pudiera ayudarle a arrancar las barras pero no encontró ninguno.

Se aproximó a la puerta, pero se detuvo de repente. Había llegado a sus oídos un sordo maullido que venía del exterior.

Volvió su cabeza hacía la tronera y la vio ocupada por una masa obscura, en medio de la cual brillaban dos puntos luminosos, verduzcos.

La esperanza surgió en su mente.

—¡Darma…! ¡Darma…! —murmuró con voz trémula de emoción.

El tigre lanzó un segundo rugido, sacudiendo las barras de hierro. El prisionero se acercó a la tronera y agarró las zarpas del fiero animal.

—Bravo, Darma —exclamó—, sabía que vendrías a encontrar a tu amo. Ahora ya no temo al capitán ni a su sargento.

Dejó la tronera y se fue a una esquina donde había visto un trozo de papel roto. Lo alisó con cuidado, se mordió un dedo haciendo brotar unas gotas de sangre y con una astilla que arrancó del poste escribió rápidamente las siguientes líneas:

He sido traicionado y me han encerrado en una prisión cerca de la de Negapatnan. Socorredme pronto o todo está perdido.

Tremal-Naik.

Retornó a la tronera, enrolló el papel y lo ató con un cordel al cuello del tigre.

—Ve, Darma, vuelve con los thugs —le dijo—. Tu amo corre un gran peligro.

La fiera sacudió la cabeza y partió con toda rapidez.

Pasó una larga hora. Tremal-Naik, agarrado a las barras, esperaba ansiosamente el retorno de Darma, presa de mil temores.

De pronto en el fondo de la llanura distinguió al tigre que se aproximaba con saltos gigantescos.

—¿Y si lo descubren? —murmuró, temblando.

Afortunadamente Darma pudo llegar hasta la tronera sin haber sido descubierto por los centinelas. En el cuello llevaba un gran envoltorio que Tremal-Naik, con bastantes apuros, logró hacer pasar entre las barras.

Lo abrió. Contenía una carta, un revólver, un puñal, municiones, un lazo y dos ramilletes de flores cuidadosamente encerrados en dos recipientes de cristal.

—¿Qué significan estas flores? —se preguntó sorprendido.

Abrió la carta, la puso ante un rayo de luna que penetraba por la tronera y leyó:

Estamos rodeados por algunas compañías de cipayos, pero uno de los nuestros sigue a Darma. Nos amenazan graves peligros y tu evasión es necesaria.

Uno a las armas dos ramilletes de flores. Las blancas adormecen, las rojas combaten el efecto de las blancas.

Duerme a los centinelas y ten cerca de ti las rojas. Una vez libre, asalta la habitación y córtale la cabeza al capitán.

Nagor señalará su presencia con el silbido de costumbre y te ayudará. Apresúrate.

Kougli

Quizás otra persona se hubiera espantado al leer aquella carta, pero no Tremal-Naik. En aquel momento supremo se sentía tan fuerte como para poder asaltar la casa incluso sin la ayuda de Nagor.

Escondió las armas y las municiones bajo un montón de tierra y volvió a la tronera.

—Vete, Darma —le dijo—. Corres un gran peligro.

El tigre se alejó, pero no había dado más de veinte pasos cuando se oyó a uno de los centinelas gritar:

—¡El tigre…!, ¡el tigre…!

En seguida resonó un tiro de fusil.

Siguió otra detonación, pero el animal había redoblado su carrera y en poco tiempo se perdió de vista.

Se oyó un rumor de pasos precipitados y algunos hombres se detuvieron ante la tronera.

—¡Eh! —exclamó una voz que Tremal-Naik reconoció como la de Bharata—. ¿Dónde está el tigre?

—Ha escapado —respondió el centinela que estaba en la galería.

—¿Dónde estaba?

—Cerca de la tronera.

—Apostaría cien rupias contra una que es un amigo de Saranguy. Rápidamente, dos hombres a la bodega, o el bribón se nos escapa.

Tremal-Naik lo había oído todo. Cogió los dos vasos, los rompió, arrojó las flores blancas al ángulo más oscuro, escondió las rojas en su pecho y se tendió cerca del poste, reponiendo alrededor de su cuerpo las cuerdas y apretándolas lo mejor que pudo.

¡Lo hizo justo a tiempo! Dos cipayos armados entraron provistos de una antorcha resinosa.

—¡Ah! —exclamó uno—. ¿Estás todavía aquí, Saranguy?

—Cierra el pico, quiero dormir —dijo Tremal-Naik.

—Puedes dormir, querido amigo, y con toda tranquilidad, porque nosotros te velaremos.

Tremal-Naik alzó los hombros, se apoyó en el poste y cerró los ojos Los dos cipayos, habiendo colocado la antorcha en una grieta de la pared, se sentaron en el suelo con las carabinas entre las rodillas.

Apenas habían transcurrido unos minutos cuando Tremal-Naik advirtió que un agudo perfume le llegaba, aunque oliera también las flores rojas.

Miró a los dos cipayos: bostezaban de tal manera que parecía que les desencajasen las mandíbulas.

—¿Sientes algo tú? —preguntó el soldado más joven al otro.

—Sí —respondió el compañero—. Me parece como si estuviera borracho.

—¿Habrá algún manzanillo cerca de nosotros?

—No he visto ninguno en el parque.

La conversación acabó allí. Tremal-Naik, que estaba atento, los vio cerrar poco a poco los ojos, volverlos a abrir tres o cuatro veces, y luego cerrarlos definitivamente. Lucharon todavía algunos minutos contra el sueño y luego cayeron pesadamente a tierra, roncando ruidosamente.

Era el momento de actuar. Tremal-Naik se desató y silenciosamente se levantó.

—¡La libertad! —exclamó.

Fue a coger las armas que había escondido, ató fuertemente a los dos durmientes y se lanzó hacia la escalera.