XXI. La limonada que suelta la lengua

Tremal-Naik ante aquel grito se puso de rodillas presa de una viva inquietud.

Al tiro de fusil siguió en seguida otra detonación, luego una tercera y finalmente una cuarta. En el bungalow se levantó un gran clamor que hizo estremecerse al cazador de serpientes.

—Mira hacia la jungla —gritaba una voz.

—¡Alarma! —gritaba otra.

Tremal-Naik, con la frente perlada de grandes gotas de sudor, escuchaba conteniendo la respiración.

—¡Corre, Negapatnan! —murmuró, como si el fugitivo estuviera cerca de él como para oírlo—. Si te cogen estamos perdidos los dos.

Con un esfuerzo desesperado se puso en pie y comenzó a saltar todo lo que le permitían las cuerdas hacia la tronera. Un rumor de pasos apresurados en la escalera le detuvo.

Entonces se puso a removerse, fingiendo que quería librarse de las ligaduras.

Lo hizo a tiempo. El sargento Bharata descendía los escalones de cuatro en cuatro, y se precipitó en la bodega gritando:

—¡Ha huido…!

Vio a Tremal-Naik que se contorsionaba por tierra emitiendo sordas imprecaciones. En un abrir y cerrar de ojos se le acercó y lo libró de la mordaza.

—¡Malditos thugs! —gritó Tremal-Naik con voz jadeante.

—¿Qué ha sucedido…? Habla, Saranguy, habla —apremió Bharata fuera de sí, mientras desataba las ligaduras del indio.

—El sol se había ocultado —dijo Tremal-Naik— yo estaba sentado ante el prisionero, que no separaba sus ojos de los míos. De repente sentí que mis párpados se hacían pesados y un entorpecimiento, una somnolencia inexplicable, se adueñó de mí. Intenté luchar durante mucho tiempo y luego, sin saber cómo, caí para atrás y me adormecí. Cuando abrí los ojos había sido atado y amordazado y las barras de la tronera yacían por tierra. Dos thugs estaban estrangulando a un pobre cipayo. Traté de debatirme, de gritar, pero me fue imposible.

—¿Y Negapatnan?

—Había huido antes que nadie.

—¿Y no sabes la causa de la somnolencia?

—No sé nada.

—Te han adormecido con flores que exhalan un potente narcótico. Pero volveremos a coger a ese Negapatnan. He puesto sobre sus huellas a unos magníficos hombres.

—¡Iré yo a buscarlo también! —dijo Tremal-Naik—. ¿Qué dirección ha tomado?

—Se ha internado en la jungla por aquella parte.

Tremal-Naik se puso un fusil en bandolera y salió corriendo, dirigiéndose hacia la jungla. Bharata lo siguió con la mirada. Luego, de improviso, le asaltó una duda.

—¡Nysa! ¡Nysa! —gritó.

Un indio que estaba cerca de la tronera, examinando atentamente las huellas, acudió.

—Aquí estoy, sargento —le dijo.

—¿Has examinado bien las huellas? —le preguntó Bharata.

—¿Cuántos hombres han salido de la bodega?

—Uno sólo.

Bharata tuvo un gesto de cólera.

—¿Ves a ese hombre que corre hacia la jungla? Síguelo: es necesario que yo sepa dónde va.

—Confía en mí —respondió el indio.

Esperó a que Tremal-Naik hubiera desaparecido detrás de los árboles y luego partió como un ciervo, intentando mantenerse escondido detrás de las espesuras de bambúes.

Bharata volvió al bungalow y se acercó al capitán, que caminaba por la terraza con paso agitado, desfogando su cólera con sordas imprecaciones.

—Hemos sido traicionados, capitán —dijo.

—¡Traicionados…! ¿Y por quién…?

—Por Saranguy.

En pocas palabras Bharata le informó de lo que había ocurrido y de lo que había visto. El capitán Macpherson estaba en el colmo de la sorpresa.

—¡Saranguy traidor! —exclamó—. ¿Pero, por qué entonces no ha huido con Negapatnan?

—No lo sé, capitán, pero Nysa lo está siguiendo.

El capitán se puso de nuevo a mirar hacia la jungla. Bharata volvió sus miradas hacia el río aguzando el oído ante los ruidos lejanos.

Pasaron tres largas horas. El capitán Macpherson, impaciente, estaba a punto de dejar la terraza y acudir a la jungla cuando Bharata lanzó un grito de triunfo.

—¡Mirad allí, capitán! —dijo el sargento.

—¡Uno de los nuestros vuelve corriendo!

—Es Nysa.

El indio venía con la velocidad de una flecha, volviéndose frecuentemente hacia atrás como si temiese ser seguido.

—¡Sube, Nysa! —gritó Bharata.

El indio subió la escalera, sin detenerse, y llegó jadeante a la terraza. Sus ojos brillaban de alegría.

—¿Y bien? —preguntaron al unísono el capitán y el sargento, corriendo a su encuentro.

—Todo se ha descubierto. ¡Saranguy es un thug!

—Cuenta, Nysa, quiero saberlo todo.

—He seguido sus huellas hasta la jungla —dijo Nysa— y al fin lo he visto. Caminaba rápidamente pero con precaución, volviéndose frecuentemente hacia atrás y aplicando a veces su oreja al terreno. Veinte minutos después le oí lanzar un grito y vi salir de un matorral a un indio. Era un thug, un auténtico estrangulador con el pecho tatuado y sus costados ceñidos por un lazo. No pude oír todo su diálogo pero Saranguy, antes de separarse, dijo en voz alta a su compañero: «Advierte a Kougli de que vuelvo al bungalow y de que dentro de pocos días tendrá su cabeza».

—¿Qué os decía, capitán? —preguntó Bharata.

Macpherson no respondió. Con los brazos convulsamente cruzados sobre el pecho, la faz hosca y la mirada llameante, preguntó:

—¿Quién es ese Kougli?

—No lo sé —respondió Nysa.

La mirada del capitán se volvió más torva todavía.

—Tengo un extraño presentimiento, Bharata —murmuró—. Creo que hablaban de mi cabeza.

—Pero nosotros, en su lugar, mandaremos al señor Kougli la de Saranguy.

—Pero primero es necesario hacerle hablar —dijo Macpherson.

—¿Se trata de hacerle hablar, capitán? —preguntó Nysa—. De eso me encargo yo. Bastará hacerle beber una limonada.

—¡Una limonada…! Estás loco, Nysa.

—¡No, capitán! —exclamó Bharata—. Nysa no está loco. Yo también he oído hablar de una limonada que desata la lengua.

—Es verdad —dijo Nysa—. Con unas pocas gotas de limonada mezclada con el jugo del youma y una píldora de opio se hace hablar a cualquier persona.

—Ve a preparar esa limonada —dijo el capitán—. Si logras tu intento te regalo veinte rupias.

El indio no se lo hizo repetir dos veces. Pocos instantes después volvía con tres grandes tazas de limonada. En una había hecho disolverse una píldora de opio y el jugo del youma.

Ya era tiempo. Tremal-Naik había aparecido en el borde de la jungla, seguido por tres o cuatro buscadores de huellas.

Por su aspecto, el capitán comprendió que Negapatnan no había sido capturado.

—No importa —murmuró—. Saranguy hablará. Pongámonos en guardia, Bharata, para que ese farsante no sospeche nada. Y tú, Nysa, haz que inmediatamente pongan barras en la tronera de la bodega. Pronto tendremos necesidad de ello.

Tremal-Naik llegaba entonces ante el bungalow.

—¡Eh! ¡Saranguy! —gritó Bharata, inclinándose sobre el parapeto—, ¿cómo ha ido la caza?

Tremal-Naik dejó caer los brazos con un gesto de abatimiento.

—Nada, sargento —respondió—. Hemos perdido las huellas.

—Sube con nosotros; debemos saberlo todo.

Tremal-Naik, que no sospechaba nada, no se hizo repetir la invitación y poco después se presentó ante el capitán Macpherson, que se había sentado ante una mesita con las limonadas ante él.

—Y bien, mi bravo cazador —dijo el capitán con una sonrisa bondadosa—: ¿ha desaparecido ese infame?

—Sí, capitán. Y sin embargo lo hemos buscado por todas partes.

—¿Y no ha permanecido nadie en el bosque?

—Sí, cuatro cipayos.

—¿Hasta dónde has ido tú?

—Hasta el extremo opuesto del bosque.

—Debes de estar cansado. Bebe esa limonada, que te hará bien.

Al hablar así le tendió la taza. Tremal-Naik la vació de un trago.

—Dime algo, Saranguy —volvió a hablar el capitán—. ¿Crees que haya thugs en el bosque?

—No creo —respondió Tremal-Naik.

—¿No conoces a ninguno de esos hombres?

—¡Conocer yo… a esos hombres! —exclamó Tremal-Naik, inquieto y aturdido.

—Sin embargo me han dicho que te han visto hablar con un indio sospechoso.

Tremal-Naik le miró sin responder. Poco a poco sus ojos se habían inflamado y resplandecían como dos carbones ardiendo su faz se había obscurecido y se habían alterado sus facciones.

—¿Qué tienes que decir? —preguntó el capitán Macpherson con acento ligeramente burlón.

—¡Thugs! —balbuceó el cazador de serpientes agitando locamente los brazos y estallando en una carcajada—. ¿Qué yo he hablado con un thug?

—Atención —murmuró Bharata al oído del capitán—. La limonada está haciendo sus efectos.

—Adelante, habla —insistió Macpherson.

—Sí, recuerdo, he hablado con un thug en el borde de la floresta. ¡Ah…!, ¡ah…! Y creían que yo buscaba a Negapatnan. Qué estúpidos… ¡ah…!, ¡ah…! ¿Seguir yo a Negapatnan? Yo que tanto he trabajado para ayudarlo a escapar… ¡ah…!, ¡ah…!

Y Tremal-Naik, presa de una especie de alegría febril, irresistible, comenzó a reír como un idiota sin saber lo que decía.

—¡Saranguy! —continuó el pobre ebrio, siempre riendo—. Yo no soy Saranguy… ¡Qué estúpido eres, amigo mío, al creer que yo llevo el nombre de Saranguy! Yo soy Tremal-Naik… Tremal-Naik de la jungla negra, el cazador de serpientes. ¿No has estado nunca en la jungla negra? Peor para ti; no he visto nada más bello. ¡Oh, qué estúpido eres, qué estúpido!

—Soy justamente un estúpido —dijo el capitán conteniéndose a duras penas—. ¡Ah! ¿Tú eres Tremal-Naik? ¿Y por qué has cambiado de nombre?

—Para alejar cualquier sospecha. ¿No sabes que yo quería entrar a tu servicio?

—¿Y por qué?

—Los thugs lo querían así. Me han dado la vida y me darán también a la Virgen de la pagoda… ¿Conoces tú a la Virgen de la pagoda? No, y peor para ti. Es bella, sabes, muy bella.

—¿Y dónde está esa Virgen de la pagoda?

—Lejos de aquí, muy lejos.

—¿Pero dónde?

—Eso tampoco lo sé yo.

—¿Y quién la tiene?

—Los thugs, pero me la darán por esposa. Yo soy fuerte, valiente. Haré todo lo que ellos quieran con tal de tenerla. Mientras tanto Negapatnan ha sido liberado.

—¿Y qué debes hacer ahora?

—¡Ah…!, ¡ah…! Debo… ¿comprendes…?, llevarles una cabeza… ¡Ah…!, ¡ah…! Me haces reír como un loco.

—¿Por qué? —preguntó Macpherson, que iba de sorpresa en sorpresa oyendo aquellas revelaciones.

—Porque la cabeza que debo cortar… ¡ah…!, ¡ah…!, ¡es la tuya…!

—¿Y a quién debes llevarla?

—¡A Suyodhana!

—¿Y quién es ese Suyodhana?

—Es el jefe de los thugs.

—¿Y dónde se le puede encontrar?

—¿Dónde quieres que esté si no es en Raimangal?

El capitán Macpherson lanzó un grito y luego volvió a caer en su silla murmurando:

—¡Ada…! ¡Por fin estás salvada…!