XX. La fuga del «Thug»

Comenzaban a palidecer las estrellas cuando Tremal-Naik, todavía perturbado por el coloquio mantenido con el estrangulador, llegó al bungalow del capitán Macpherson.

Un hombre estaba apoyado en el quicio y bostezaba, respirando hondamente el aire fresco de la mañana. Era el sargento Bharata.

—¡Hola, Saranguy! —le saludó—. ¿De dónde vienes?

Aquella llamada sacó bruscamente a Tremal-Naik de sus pensamientos. Se volvió atrás, creyendo que había sido seguido por el tigre, pero el inteligente animal se había detenido al borde de la jungla. Bastó una rápida señal del patrón para que desapareciese entre los bambúes.

—¿De dónde vienes, mi bravo cazador? —repitió Bharata dirigiéndose hacia él.

—De la jungla —respondió Tremal-Naik, recomponiendo las facciones alteradas de su rostro.

—¡De noche!

—¿Y por qué no?

—¿Pero, los tigres…?

—No me dan miedo.

—¿Sabes, jovencito, que tienes valor?

—Ya lo creo.

—¿Has encontrado algún hombre?

Tremal-Naik se estremeció.

—¿Hombres? —exclamó, fingiendo sorpresa—. ¿Dónde quieres que haya encontrado hombres, de noche, en medio de la jungla?

—Los hay, Saranguy, y bastantes. ¿Has oído hablar de los thugs?

—¿Los hombres que estrangulan?

—Sí, los que emplean el lazo de seda.

—¿Y tú dices que están aquí? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí, y si caes en sus manos te estrangularán.

—¿Pero, por qué están aquí?

—¿Sabes quién es el capitán Macpherson? El más despiadado enemigo que tengan los thugs.

—Comprendo.

—Les hacemos la guerra.

—La haré yo también. Odio a esos miserables.

—Un hombre valiente como tú nos será útil. Vendrás con nosotros cuando demos una batida por la jungla. Incluso desde ahora te pondré a vigilar a un estrangulador que ha caído en nuestras manos.

—¡Ah! —exclamó Tremal-Naik, sin lograr dominar un relámpago de alegría que le brotó en los ojos—. ¿Tenéis a un thug prisionero?

—Sí, y es uno de los jefes.

—¿Cómo se llama?

—Negapatnan. Lo vigilarás tú. Eres fuerte, valiente y no se te escapará.

—Estoy persuadido de ello. Bastará un puñetazo para reducirlo a la impotencia —dijo Tremal-Naik.

—Ven a la terraza. Dentro de poco verás a Negapatnan.

Entraron en el bungalow y subieron a la terraza. El capitán Macpherson se encontraba ya allí, y fumaba un cigarrillo, tumbado indolentemente en una pequeña hamaca de fibras de coco.

—¿Me traes alguna novedad, Bharata? —preguntó.

—No, capitán. Os traigo, por el contrario, un enemigo acérrimo de los thugs.

—¿Eres tú, Saranguy, este enemigo?

—Sí, capitán —respondió Tremal-Naik con acento de odio naturalísimo.

—Seas entonces, bienvenido. Serás también uno de los nuestros.

Después, dirigiéndose al sargento:

—¿Cómo ha pasado la noche Negapatnan? —preguntó Macpherson.

—Ha dormido como quien tiene la conciencia tranquila. Ese diablo es un hombre de hierro.

—Pero se doblegará. Ve a traerlo; comenzaremos en seguida el interrogatorio.

El sargento dio media vuelta sobre sus talones y poco después volvió conduciendo a Negapatnan, sólidamente atado.

El thug estaba tranquilísimo, incluso una sonrisa afloraba a sus labios. Su mirada se posó inmediatamente con curiosidad sobre Tremal-Naik, que se había puesto detrás del capitán.

—Y bien —dijo el capitán Macpherson con acento sarcástico—, ¿cómo has pasado la noche?

—Creo que la he pasado mejor que tú —respondió el estrangulador.

—¿Y qué has decidido?

—No hablar.

El capitán palideció y luego una ola de sangre le subió al rostro.

—¿No quieres hablar? —le preguntó con voz entrecortada por la ira.

—No, no hablaré.

—¿Hay un poste en el subterráneo? —preguntó entonces el capitán a Bharata.

—Sí, capitán.

—Ataréis sólidamente a este hombre al poste y cuando el sueño le venza lo mantendréis despierto a alfilerazos. Si en tres días no habla, haréis machacar sus carnes a latigazos. Si todavía se obstina, arrojaréis aceite hirviendo, gota a gota, en sus heridas.

Confiad en mí, capitán. Ayúdame, Saranguy.

El sargento y Tremal-Naik arrastraron afuera al estrangulador, que había escuchado la sentencia sin que temblase un solo músculo de su cara.

Descendieron una escalera de caracol muy profunda y entraron en una especie de bodega muy amplia, sostenida por bóvedas e iluminada por una tronera abierta a flor de tierra, defendida por sólidas barras de hierro. En medio se erguía un poste, al que ató al thug. Bharata puso a su lado varios estiletes largos y con la punta agudísima.

—¿Quién vigilará? —preguntó Tremal-Naik.

—Tú hasta la noche; luego un cipayo te relevará. Si nuestro hombre cierra los ojos, pínchale fuertemente.

El sargento volvió a subir la escalera. Tremal-Naik lo siguió con la mirada hasta que pudo, y luego, cuando todo ruido cesó, se sentó frente al estrangulador, que le miraba tranquilamente.

—Escúchame —dijo Tremal-Naik bajando la voz.

—¿Tienes también algo que decirme? —preguntó Negapatnan, bromeando.

—¿Conoces a Kougli?

El estrangulador, al oír aquel nombre, se estremeció.

—¡Kougli! —exclamó—. No sé quién es.

—Eres prudente, está bien. ¿Conoces a Suyodhana?

—¿Quién eres tú? —preguntó Negapatnan con terror manifiesto.

—Un estrangulador como lo eres tú, como lo es Kougli, como lo es Suyodhana.

—Mientes.

—Te daré una prueba de que digo la verdad. Nuestra sede no está en la jungla, ni en Calcuta, ni en las orillas del río sagrado, sino en los subterráneos de Raimangal.

El prisionero contuvo a duras penas un grito de admiración.

—¿Así, pues, es verdad que eres uno de los nuestros? —preguntó.

—¿No te he dado las pruebas?

—Es verdad. ¿Pero por qué has venido aquí?

—Para salvarte.

Abandonó al prisionero y fue a sentarse a los pies de la escalera, esperando pacientemente a que llegase la noche.

Pasó lentamente el día. El sol desapareció en el horizonte y la oscuridad se hizo profunda en la bodega. Era el momento oportuno para actuar. Dentro de una hora, o quizás menos, los cipayos deberían bajar.

—Manos a la obra —dijo Tremal-Naik, alzándose bruscamente y sacando del cinturón dos limas inglesas.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Negapatnan, con emoción.

—Debes ayudarme —respondió Tremal-Naik—. Aserraremos las barras de la tronera.

—¿No se darán cuenta de que me has ayudado a huir?

—No se darán cuenta de nada.

Desató las ligaduras del prisionero y ambos la emprendieron vigorosamente con los hierros, intentando no hacer ruido.

Se habían deshecho ya de tres barras y no les quedaba más que una, cuando Tremal-Naik advirtió un roce de pasos en la escalera.

—¡Detente! —dijo rápidamente—. Alguien baja.

Tremal-Naik desató el lazo que llevaba alrededor de su cuerpo, escondido en el dubgah, y se lo alargó a Negapatnan.

—Ponte cerca de la puerta —le dijo, sacando su puñal—. Al primero que aparezca, mátalo.

Negapatnan obedeció, tomando el lazo con la derecha. Tremal-Naik se puso frente a él, detrás de la jamba de la puerta, con el puñal alzado. El rumor de pasos se iba aproximando. De repente una luz aclaró la escalera y apareció un cipayo con una cimitarra desenvainada.

—¡Saranguy! —llamó.

—Baja —dijo Tremal-Naik—. No se ve nada.

—Está bien —respondió el cipayo y cruzó el umbral de la bodega.

Negapatnan no esperó más. Silbó su lazo por el aire y se arrolló tan fuertemente alrededor del cuello del cipayo que éste cayó al suelo sin emitir un lamento. Agitó por algunos instantes los brazos y luego se quedó rígido. Estaba muerto.

—Que la diosa Kalí tenga su sangre —dijo el fanático deshaciendo el lazo.

—Apresurémonos antes de que descienda otro.

Asaltaron nuevamente la tronera y rompieron la cuarta barra.

—Está bien. Ahora átame sólidamente y amordázame —ordenó Tremal-Naik.

Se tendió en el suelo cerca del cadáver del cipayo y Negapatnan lo ató y amordazó.

—Eres un valiente —dijo el thug—. Si un día tienes necesidad de un amigo fiel, acuérdate de mí. Adiós.

Después de haberse armado con las pistolas del cipayo, se lanzó a la tronera, se subió a ella y desapareció.

Apenas habían transcurrido diez segundos cuando se oyó un disparo de fusil y una voz gritó:

—¡Alarma! ¡Un hombre huye!

Tremal-Naik, convertido en su arriesgada aventura en Saranguy, tenía no una doble sino una triple personalidad. En primer lugar era el valiente amigo y compañero de armas de Sandokán, capaz de acometer con total desinterés las más descabelladas empresas, con tal que el objetivo de ellas fuese alguna cosa justa. Como Saranguy, estaba enrolado en las fuerzas del capitán Macpherson, como hindú leal a los ingleses; y bajo este mismo nombre se había hecho pasar por thug ante Negapatnan, y lo liberó de su prisión y segura muerte. La artimaña era de una astucia y riesgo como sólo nuestro héroe podía emprender.