XVIII. El salvador

Comenzaba a alborear cuando el capitán Macpherson y Bharata salieron al patio del bungalow.

Iban armados de carabinas de gran alcance y gran calibre, de pistolas y cuchillos de hoja anchísima y de doble filo. Un cipayo los seguía llevando otras dos carabinas de repuesto y algunas largas picas.

En pocos minutos llegaron al recinto en cuyo umbral barritaba ruidosamente Bhagavadi, rodeado de media docena de mahuts o conductores de elefantes.

Bhagavadi era uno de los elefantes más grandes y más bellos que se podían encontrar en las orillas del Ganges.

En el lomo le habían acomodado el hauda, especie de barquilla en la que toman lugar los cazadores, sólidamente asegurada con cuerdas y cadenas.

—¿Estamos dispuestos? —preguntó el capitán Macpherson.

—¡Sí! —respondió el jefe de los mahuts.

—¿Los batidores?

—Están ya en los bordes de la jungla con los perros.

Uno de los mahuts más hábiles se colocó sobre el cuello de Bhagavadi armado de un gran garfio y una larga pica.

El capitán Macpherson, Bharata y el cipayo, habiendo hecho descender la escala, tomaron su asiento en el hauda, llevándose consigo sus armas.

Se dio la señal de la partida en el momento en que el sol surgía por detrás del bosque de borasos, iluminando de golpe el río y sus orillas.

El elefante caminaba con paso expedito, excitado por la voz de su conductor, rompiendo y destrozando bajo sus enormes patas las raíces y los arbustos, y abatiendo con un vigoroso golpe de trompa los árboles o los bambúes que le obstaculizaban el camino.

El capitán Macpherson, sentado en la parte delantera del hauda con una carabina entre sus manos, espiaba atentamente los grupos de plantas y las altas hierbas, en medio de las cuales podía esconderse el tigre.

Un cuarto de hora después llegaba al margen de la jungla, erizada de bambúes y de espesuras de matorrales espinosos. Seis cipayos, provistos de largas pértigas y armados con hachas y fusiles, les esperaban con una jauría de pequeños perros, miserables gozquejos en apariencia, pero muy valientes en realidad, indispensables para cazar el terrible felino.

—¿Alguna novedad? —preguntó el capitán.

—Hemos descubierto las huellas del tigre —respondió el jefe de los batidores.

—¿Frescas?

—Fresquísimas; el tigre ha pasado por aquí hace media hora.

—Entonces entremos en la jungla. Soltad a los perros.

Los gozquejos, libres ya de la traílla, se lanzaron animosamente en medio de los bambúes, tras las huellas del tigre, ladrando con furor. Bhagavadi, después de haber olfateado con la trompa el aire tres o cuatro veces a diversas alturas, se adentró en la jungla derribando con su peso la masa de vegetación.

—Estáte bien atento, Bharata —dijo Macpherson.

—¿Habéis descubierto algo capitán?

—No, pero el tigre puede haber vuelto sobre sus pasos y haberse emboscado entre los bambúes. Sabes que esos animales son astutos y que no temen asaltar un elefante.

—En tal caso se las tendrá que ver con Bhagavadi. No es la primera vez que nuestro coloso va a la caza del tigre y éste que nos ocupa no será el primero en ser aplastado bajo sus patas o lanzado a romperse los huesos contra cualquier árbol. ¿Habéis visto al tigre?

—Sí, y puedo decirte que era gigantesco. No recuerdo haber visto jamás un ejemplar tan grande y tan ágil; daba saltos de diez metros.

—¡Oh! —exclamó el indio—. De un salto llegaría fácilmente hasta el hauda.

—Si le dejamos aproximarse.

En la lejanía se oyeron de improviso los ladridos furiosos de los perros, mezclados con un gañido quejoso. Bharata sintió cómo le corría un estremecimiento por los huesos.

—Los perros lo han descubierto —dijo.

—Y alguno ha sido destripado —añadió el cipayo, que había cogido las carabinas, dispuesto a pasárselas a los cazadores.

Una bandada de pavos reales se alzó en vuelo a unos quinientos metros y huyó con gritos de terror.

—¡Uszaka! —llamó el capitán, haciendo altavoz con las manos.

—¡Atención, capitán! —respondió el jefe de los batidores—. El tigre se las está entendiendo con los perros.

—Haz que se toque a retirada.

A la señal los cipayos volvieron precipitadamente sobre sus pasos y corrieron a refugiarse detrás del elefante.

—Animo —dijo el capitán al mahut—. Conduce al elefante donde ladran los perros. Y tú, Bharata, vigila bien la izquierda mientras yo vigilo la derecha. Puede ocurrir que tengamos que combatir a más de un adversario.

El ladrido de los perros continuaba cada vez más furioso, signo infalible de que el tigre había sido descubierto. Bhagavadi apresuró el paso, dirigiéndose intrépidamente hacia una espesura de bambúes en medio de la cual se habían metido los gozquejos.

A cien pasos de distancia encontraron a uno de los perros horriblemente destripado por un poderoso zarpazo. El elefante comenzó a dar signos de inquietud agitando vivamente la trompa de arriba a abajo.

—Bhagavadi le siente —dijo Macpherson—. Estáte muy atento, mahut, y cuida de que el elefante no retroceda y no exponga demasiado su trompa. De lo contrario el tigre se la destrozará.

De entre los bambúes se elevó uno de aquellos formidables rugidos a los que ningún grito es comparable. Bhagavadi se detuvo, temblando y emitiendo sordos barritos.

—¡Adelante! —gritó el capitán Macpherson con el índice en el gatillo de su carabina.

El mahut dio un golpe con el garfio al paquidermo, el cual se puso a soplar de un modo horrible, enrollando la trompa y presentando sus dos agudos colmillos.

Caminó todavía diez o doce pasos y luego volvió a detenerse. Desde los bambúes salió, como un rayo, un gigantesco tigre que lanzaba un formidable rugido.

El capitán hizo una descarga.

—¡Maldición! —gritó irritado.

El tigre había vuelto a caer entre los bambúes antes de haber sido alcanzado. Se lanzó otras dos veces al aire con saltos de doce metros, y desapareció.

Bharata hizo fuego en medio de los matorrales, pero la bala fue a destrozar la cabeza de un perro ya medio desgarrado que se arrastraba penosamente entre las hierbas.

—¿Pero ese tigre tiene el diablo en el cuerpo? —dijo el capitán cada vez de peor humor—. ¡Es la segunda vez que escapa a nuestros proyectiles!

Bhagavadi se puso de nuevo en marcha, con mucha precaución, ensanchando su paso con la trompa, que se apresuraba a retirar en seguida. Recorrió otros cien metros, precedido por los perros que iban y venían buscando la pista del felino, luego se detuvo y se plantó sólidamente sobre sus patas. Nuevamente temblaba y soplaba ruidosamente.

Frente a él, a menos de veinte metros, había un grupo de cañas de azúcar. Un soplo de aire impregnado de un fuerte olor a animal salvaje llegó hasta los cazadores.

—¡Atención! ¡Atención! —gritó el capitán.

El tigre se lanzó fuera de las cañas, avanzando con rapidez fulminante tras el paquidermo, el cual se apresuró a presentar sus colmillos.

Llegó casi hasta debajo de él, escapando de las carabinas de los cazadores, se recogió sobre sí mismo y cayó en medio de la frente del elefante, tratando con un zarpazo de agarrar al mahut, que había retrocedido gritando de terror.

Estaba a punto de alcanzarlo cuando en la lejanía se escucharon algunas notas agudas lanzadas por un ramsinga. Quizá porque fue presa del espanto o por cualquier otra razón, el tigre hizo un rápido retroceso y se precipitó hacia abajo, tratando de alcanzar la espesura.

—¡Fuego! —gritó el capitán Macpherson descargando su carabina.

El felino lanzó un rugido tremendo, se volvió a levantar, cruzó la espesura y volvió a caer al otro lado, permaneciendo inmóvil como si hubiera sido fulminado.

—¡Hurra! ¡Hurra! —gritó Bharata.

—¡Buen tiro! —exclamó el capitán dejando su arma todavía humeante—. Echa la escala.

El mahut obedeció. El capitán Macpherson, empuñando el cuchillo, descendió a tierra y se dirigió hacia la espesura.

El tigre yacía inerte cerca de un matorral. El capitán, con gran sorpresa por su parte, no distinguió en el cuerpo ninguna herida visible, ni manchas de sangre por el suelo.

Como sabía que los tigres a veces se fingen muertos para lanzarse por sorpresa sobre el cazador, estaba a punto de retroceder, pero le faltó el tiempo.

Volvió a sonar el misterioso tañido del ramsinga. Ante aquellas notas el tigre se puso en pie, se lanzó sobre el oficial y lo derribó por tierra.

El capitán Macpherson lanzó un grito desesperado. Pero en aquel momento justamente apareció un indio que cogió por la cola al tigre dándole un violento tirón. Se oyó un rugido furioso. El animal se volvió rápidamente para lanzarse sobre su nuevo enemigo; pero, cosa inaudita, apenas lo hubo visto dio un rápido giro y se alejó con fantástica rapidez, desapareciendo en el inextricable caos de la jungla.

El capitán Macpherson, sano y salvo, se puso rápidamente en pie. Un profundo estupor se dibujó en sus facciones.

A cinco pasos de él estaba un indio de formas musculosas y bien desarrolladas, con una cabeza soberbia, colocada entre dos amplios y robustos hombros. Casi desnudo, sólo llevaba un pequeño turbante bordado de plata en la cabeza y en los costados un jubón de seda amarilla, recogido por un bellísimo chal de cachemira.

Aquel hombre, que intrépidamente se había enfrentado con el tigre, no tenía armas. Con los brazos cruzados, la mirada brillante de osadía, miraba con curiosidad al capitán, conservando la inmovilidad de una estatua de bronce.

—Sin tu valor a estas horas estaría muerto —le agradeció el capitán—. Pero, ¿quién eres tú, capaz de enfrentarte con los tigres sin armas y ponerlos en fuga? ¡Nunca he visto nada semejante!

—Me llamo Saranguy y soy un cazador de tigres de las sunderbunds.

—¿Pero por qué te encuentras aquí?

—La jungla negra ya no tiene tigres. He venido al norte para buscar otros.

—¿Y adónde vas ahora? —le preguntó el capitán Macpherson al desconocido.

—No lo sé. No tengo patria ni familia; voy al buen tuntún.

—¿Quieres venir conmigo?

Los ojos del indio lanzaron un relámpago.

—Si necesitas un hombre fuerte y valiente, que no teme ni a las fieras ni a las iras de los dioses, vuestro soy.

—Ven, valiente indio, y no tendrás quejas de mí.

El capitán giró sobre sus talones, pero se detuvo de repente.

—¿Adonde crees que ha huido el tigre?

—Muy lejos. Los tigres tienen miedo de quienes les hacen frente como lo he hecho yo —dijo Saranguy con sonrisa indefinible.

—¿Será posible encontrarlo ahora?

—No lo creo. Por lo demás, me encargo yo de matarlo y no dentro de mucho tiempo.

—Volvamos al bungalow.

Bharata, que había acudido inmediatamente, dijo a Saranguy:

—No he visto jamás un golpe semejante; tú mantienes muy alta la fama de nuestra raza.

Una sonrisa fue la única respuesta del indio.

Los tres hombres subieron al hauda y en menos de media hora llegaron al bungalow, ante el cual les esperaban los cipayos.

A la vista de aquellos soldados, Saranguy frunció el ceño. Parecía inquieto y contuvo con gran esfuerzo un gesto de despecho. Por suerte suya nadie advirtió aquel movimiento que, por lo demás, fue tan rápido como un relámpago.

—Saranguy —dijo el capitán, en el momento que entraba con Bharata—, si tienes hambre, haz que te indiquen la cocina; si quieres dormir, escoge la habitación que más te guste; y si quieres cazar, pide el arma que te plazca.

—Gracias, patrón —respondió el indio.

El capitán entró en el bungalow. Saranguy, por el contrario, se sentó cerca de la puerta. Su cara se había vuelto hosca y sus ojos brillaban con una extraña llama. Tres o cuatro veces se levantó como si quisiera entrar en el bungalow y siempre volvía a sentarse. Parecía como si fuera presa de una viva agitación.

—Quién sabe la suerte que le tocará al capitán —murmuró con voz sorda—. Es extraño y sin embargo ese hombre me inspira simpatía, porque su cara se asemeja…

Calló, volviéndose aún más tétrico.

—¿Estará aquí el hombre que busco? —se preguntó de repente.

Se alzó una vez más y se puso a pasear.

Pasando ante un recinto oyó algunas voces que venían del interior. Se detuvo, levantando bruscamente la cabeza. Pareció indeciso, miró alrededor como si quisiera asegurarse de que estaba solo, y luego se dejó caer al pie de la empalizada, aguzando atentamente el oído.

—Te lo digo yo —decía una voz—. El bribón hablará.

—No es posible —decía otra voz—. Esos perros thugs no se dejan intimidar por nadie.

—Pero el capitán Macpherson tiene procedimientos a los que ninguna criatura humana resiste.

—Ese hombre es muy fuerte. Se dejará arrancar la piel antes de decir una sola palabra.

Saranguy atendió todavía más interesado y acercó la oreja a la empalizada.

—¿Y en qué lugar lo tienen encerrado? —preguntó la primera voz.

—En este momento se encuentra en el subterráneo —respondió la otra voz.

—Ese hombre es capaz de escapar.

—Es imposible, porque las paredes tienen un espesor enorme; además, uno de nosotros lo vigila sin perderlo de vista.

—No digo que escapará solo, sino ayudado por los thugs.

—¿Crees que ronden por estos lugares?

—La noche pasada hemos oído señales y me han contado que un cipayo vio sombras.

—Me haces estremecer.

—¿Tienes miedo?

—Puedes creerlo. Esos malditos lazos raramente fallan.

—Tendrás miedo por poco tiempo porque los asaltaremos en su refugio. Negapatnan confesará todo.

Saranguy, al oír a aquel hombre, se puso en pie de un salto presa de una viva agitación. Una sonrisa siniestra se esbozó en sus labios y luego miró ferozmente al bungalow.

—¡Ah! —exclamó con voz apenas perceptible—. ¡Negapatnan está aquí! ¡Los malditos estarán contentos!