XV. El triunfo de los estranguladores

Los subterráneos de Raimangal, habitados por los sectarios de Kalí, eran enormemente vastos, quizás bastante más que los famosos subterráneos de Mavalipuran y Ellora.

Infinitas galerías surcaban el subsuelo en mil direcciones, algunas tan bajas que un hombre no podía permanecer en pie y otras altísimas y amplias, algunas rectas, otras tortuosas, algunas que subían hasta casi la superficie pantanosa de la isla y otras que descendían a las entrañas de la tierra.

Por un lado antros horribles, húmedos, fríos, obscurísimos y deshabitados durante siglos; por otro, cavernas, grutas, pagodas adornadas con monstruosas y extrañas figuras de la mitología india y llenas de columnas, y muchos pozos que daban accesos a subterráneos todavía más tenebrosos y quizás ignorados incluso de los propios estranguladores.

Una vez llevado a cabo su golpe de mano, Tremal-Naik se había lanzado bajo las negras bóvedas de la primera galería que se abría ante él, seguido por Kammamuri y el tigre. No sabía donde terminaba aquella galería, pero no se preocupaba. No veía, pero esto, por lo menos por el momento, le tenía sin cuidado.

Le bastaba con huir; le bastaba con poner entre sí y los estranguladores el mayor espacio posible, antes de que se recuperasen de la sorpresa y del terror desencadenado por la imprevista aparición del tigre y que organizaran la caza del hombre.

Había arrojado parte de sus municiones para ir más ligero y corría con la máxima velocidad sin desviarse.

Entre sus brazos estrechaba a la jovencita desvanecida y, poniendo todo cuidado para librarla de cualquier choque, repetía de vez en cuando:

—¡Salvada…! ¡Salvada…!

Kammamuri le seguía a duras penas, tambaleándose en la oscuridad, flanqueado por el fiel Darma que de cuando en cuando lanzaba un sordo gruñido.

—Detente, patrón —repetía el pobre maharata—. Yo me pierdo.

Tremal-Naik, por el contrario, aceleraba su carrera y respondía invariablemente:

—¡Adelante…! ¡Adelante…! ¡Ada está salvada…!

Corría ya diez minutos cuando chocó contra una pared que le cerraba el paso. El choque fue tan fuerte que cayó pesadamente a tierra, arrastrando con él a la muchacha.

Se levantó en seguida manteniendo siempre entre sus brazos a la jovencita, y chocó contra Kammamuri, que, transportado por el impulso, estuvo a punto de romperse el cráneo contra la pared.

—¡Patrón! —exclamó el maharata, aterrorizado—. ¿Qué sucede?

—¡El camino está cortado! —aclaró Tremal-Naik dirigiendo a su alrededor una mirada feroz.

—Detengámonos, patrón.

Estaba a punto Tremal-Naik de responder cuando en la lejanía se oyeron gritos espantosos. Dio un salto atrás lanzando una exclamación de rabia y desesperación.

—¡Los thugs!

—¡Patrón…!

—¡Corre, Kammamuri, corre…!

Se volvió a la derecha y reemprendió la carrera, pero a los diez pasos volvió a chocar contra un muro. Se le erizaron los cabellos.

—¡Maldición! —tronó—. ¿Estamos encerrados?

Se precipitó a la izquierda y chocó contra una tercera pared. El tigre, que también se había golpeado contra las rocas, hizo oír un maullido que pronto se convirtió en un formidable rugido.

Tremal-Naik volvió atrás. Por un instante tuvo la idea de volver sobre sus pasos para buscar otra galería, pero el temor de encontrarse de improviso frente al enemigo lo retuvo.

Si hubiera estado solo no hubiera dudado en lanzarse en medio de la horda que estaba a punto de encerrarle en la gruta. Pero exponerse a aquel riesgo ahora que había arrebatado a la muerte a aquella a quien amaba, ahora que había alcanzado su objetivo, lo espantaba.

Y sin embargo era preciso salir a cualquier costa de aquella caverna ciega, que podía transformarse, en unos instantes, en una tumba.

Volvió atrás con pasos lentos hacia el centro de la caverna, con los ojos fijos ante sí y aguzando el oído, luego se inclinó y depositó dulcemente en tierra a la jovencita. Sacó con rápido gesto sus pistolas del cinturón y las cargó.

—¡Darma! —llamó.

El tigre se le aproximó.

—Permanece al lado de esta mujer —le ordenó Tremal-Naik—. No te muevas hasta que no te llame. Si alguien se aproxima desgárralo sin piedad.

—¿Qué quieres hacer, patrón? —preguntó Kammamuri.

—Es preciso salir de aquí —dijo Tremal-Naik—. Iremos a buscar una galería que nos permita retirarnos a un lugar seguro. Ven, Kammamuri.

El maharata, después de haber vagado por algunos minutos en las tinieblas, se le acercó. Se oyó el ruido de las pistolas que armaba.

—Estoy dispuesto, patrón —dijo.

Los dos indios salieron de la caverna y se encaminaron, volviendo a recorrer en sentido inverso la galería. Tremal-Naik, girando sobre sí, distinguió en la oscuridad los ojos verdes del tigre.

—Puedo fiarme —murmuró—. No temas, Ada, te salvaremos.

Sofocó un suspiro y prosiguió, caminando inclinado y sobre la punta de los pies, tocando con una mano la pared de la izquierda. Kammamuri, cinco pasos más atrás, tanteaba la pared de la derecha.

Avanzaron unos pocos minutos y luego se detuvieron ambos, aguantando la respiración. Se oía en el fondo de la galería un leve rumor, como un roce. Se diría que una o más personas avanzaban reptando como serpientes.

Tremal-Naik atravesó la galería y fue a topar con Kammamuri, el cual se estremeció vivamente.

—¿Has oído? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí, he oído un leve rumor. Alguien avanza reptando.

Tremal-Naik tembló de pies a cabeza y se volvió hacia la gruta. Los ojos de tigre ya no brillaban. Se apoderó de él una vaga inquietud.

Dio unos pasos atrás para volver, pero se detuvo de repente al oír a poca distancia una leve respiración. Agarró la mano de Kammamuri y apretó fuertemente.

—¿Nada? —murmuró una voz.

—Nada —respondió otra voz apenas audible.

—¿Habremos equivocado el camino?

—Eso temo.

—¿Sabes dónde vamos?

—Creo que sí.

—¿Hay pasajes?

—Me parece que no.

—¿Escondites?

—Un pozo, si recuerdo bien.

—¿Crees que estarán ahí?

—Imposible saberlo.

—¿Quieres proseguir?

—Prefiero volver.

—¿Quién nos sigue?

—Nadie, pero a trescientos pasos, detenidos en el ángulo, tenemos hermanos.

—¿No podrán salir de aquí, pues?

—No.

—Volvamos y más tarde rebuscaremos en la caverna.

Se oyó un leve roce que poco a poco se hizo menos audible hasta que cesó del todo.

Tremal-Naik volvió a coger la mano de Kammamuri.

—¿Has oído?

—Todo, patrón —afirmó el maharata.

—Todas las salidas están cerradas.

—Nos conviene volver a la caverna, patrón.

—Pero más tarde volverán y nos descubrirán. ¿Y si forzásemos una brecha? Trescientos pasos se pueden recorrer sin ser oídos.

—¿Y Ada?

—La llevaré yo y nadie osará tocarla.

—Pero al primer tiro de fusil tendremos encima de nosotros a todos los sectarios. El eco se propaga rápidamente en estas galerías.

Tremal-Naik apretó los puños espasmódicamente.

—¿Y si descendiésemos al pozo? —propuso Kammamuri.

¿Al pozo?

—Sí, ¿no los has oído hablar de un pozo? Quizá comunica con cualquier galería que nos conduzca al exterior. ¡Volvamos patrón!

Tremal-Naik no se lo hizo repetir. Alcanzó el muro y lo siguió hasta que se encontró de nuevo en el antro. El tigre dejó oír un sordo gruñido.

—Silencio, Darma —dijo.

Se le aproximó y se inclinó hacia el suelo.

—¡Ada! ¡Ada! —susurró con viva ansiedad.

La joven no respondió. Estaba todavía desmayada, pero Tremal-Naik no se atormentó por ello. Dijo:

—Volverá en sí en unos pocos minutos. La emoción que ha experimentado debe de haber sido fuerte. Busquemos el pozo, Kammamuri.

—Déjame obrar a mí, patrón. Tú piensa en tu Ada e impide que alguien entre en la caverna.

Se puso a buscar andando un poco a la derecha y otro poco a la izquierda, a tientas, avanzando, retrocediendo y a menudo agachándose. Cuatro veces fue a chocar contra las paredes sin haber encontrado nada y otras tantas veces volvió junto al patrón. Ya desesperaba de triunfar en su intento cuando se encontró cerca de un parapeto, el cual, según sus cálculos, debía de estar situado casi en medio de la caverna.

—Este debe de ser el pozo —murmuró.

Se levantó haciendo deslizarse sus manos sobre el muro y sintió que a un metro del suelo se interrumpía. Giró alrededor de él y luego se inclinó sobre el parapeto y miró abajo. Naturalmente, sólo descubrió tinieblas.

Tanteó el terreno con una mano hasta que encontró una piedrecita que dejó caer en el pozo.

—Bien, no hay agua y no es muy profundo. ¡Patrón! —llamó.

Tremal-Naik levantó con precaución a la jovencita y se le acercó.

—¿Y bien? —preguntó.

—La suerte está con nosotros. Podemos descender.

—¿Hay escalones?

—Me parece que no. Descenderé yo primero.

Se ató a la cintura una cuerda que había llevado consigo, puso su extremo en las manos de Tremal-Naik y se introdujo intrépidamente en el pozo, agitando las piernas en el vacío. El descenso duró un cuarto de minuto como máximo, y luego Kammamuri posó el pie sobre un terreno completamente alisado, que resonó como si por debajo estuviera vacío.

—¡Alto, patrón! —dijo.

—¿No oyes nada? —le preguntó Tremal-Naik inclinándose sobre el parapeto.

—¡No! Dame a la jovencita y luego déjate caer. No hay más de ocho pies.

Atada por debajo de las axilas, Ada pasó a los brazos de Kammamuri y luego Tremal-Naik se dejó caer, llevándose consigo la cuerda.

—¿Habrá algún pasaje? —demandó Kammamuri.

—No lo creo; de cualquier forma, nos aseguraremos más tarde. Quédate aquí con el tigre; yo encenderé una antorcha que he traído e intentaré que vuelva en sí Ada.

Volvió a tomar a la jovencita y la transportó algunos pasos más lejos, mientras el tigre con un gran salto se precipitaba en el pozo agazapándose al lado del maharata.

Tremal-Naik se quitó la ancha faja de cachemira, la extendió en tierra, depositó sobre ella a la muchacha y se arrodilló al lado; luego prendió fuego a una pequeña antorcha resinosa.

Pronto una luz azulenca iluminó el subterráneo. La nueva caverna a que habían descendido era bastante amplia, con las paredes de tierra agrietadas y esculpidas de manera extraña. La bóveda estaba también adornada de esculturas, que representaban cabezas de elefantes y divinidades indias, y se elevaba por el medio donde se abría la boca del pozo, formando una especie de gigantesco embudo vuelto al revés.

Tremal-Naik, extremadamente pálido, se inclinó sobre la jovencita y le desató la coraza de oro, cuyos diamantes lanzaban destellos de viva luz. Aquella bella criatura estaba fría como el mármol y blanca como el alabastro. Tenía los ojos cerrados y rodeados por un círculo azul, las facciones alteradas y los labios semiabiertos que dejaban al descubierto los blanquísimos dientes: se hubiera dicho que estaba muerta. Tremal-Naik le separó delicadamente los largos y negros cabellos que caían sobre su frente y la contempló durante unos instantes manteniendo incluso la respiración.

Luego le tocó la frente y aquel contacto arrancó a la jovencita un leve suspiro.

—¡Ada! ¡Ada! —exclamó el indio.

La cabeza de la jovencita, inclinada sobre un hombro, se alzó lentamente y luego los párpados se abrieron y su mirada se fijó en el rostro de Tremal-Naik. Un grito le salió de los labios.

—¿Me reconoces, Ada? —preguntó Tremal-Naik.

—Tú… tú aquí, Tremal-Naik —exclamó ella con voz débil—. No… no es posible… ¡Dios mío, haz que no sea un sueño…!

Inclinó la cabeza sobre el pecho y estalló en sollozos.

—He llegado a tiempo para salvarte.

Ella levantó la cara bañada en lágrimas. Sus manitas apretaron afectuosamente las del valiente indio.

—¡No, no es un sueño! —exclamó ella riendo y llorando al mismo tiempo—. ¿Pero dónde estoy? ¿Por qué estas húmedas paredes…? ¿Por qué esa antorcha…? Tengo miedo, Tremal-Naik…

—Estás cerca de mí, Ada, al abrigo de los golpes enemigos. No tengas miedo: yo te defenderé.

Ella le miró por algunos instantes con extraña fijeza, luego se fue poniendo pálida como una muerta y todo su cuerpo se estremeció.

—¿He soñado? —murmuró.

—No has soñado —dijo Tremal-Naik, que adivinó su pensamiento—. Estaban a punto de sacrificarte a su espantosa divinidad.

—Sí, sí, recuerdo, me arrastraban por las galerías… me aturdían con sus gritos… el fuego ardía ante mí. Estaban a punto de arrojarme a las llamas… ¡Tengo miedo, Tremal-Naik!

El indio le contestó con voz conmovida:

—No tiembles, estás a mi lado, defendida por el fuerte brazo de Kammamuri y las garras de mi fiel Darma.

—¡Oh! Quiero ver a estos compañeros tuyos.

—¡Kammamuri! ¡Darma! —llamó el cazador de serpientes.

El maharata y el tigre se acercaron a su amo.

—Este es Kammamuri —dijo Tremal-Naik—, un valiente.

El maharata cayó a los pies de la jovencita y le besó la orla de su manto.

—Gracias, mi buen amigo —dijo ella.

—Ama —respondió Kammamuri—, mi buena ama, soy tu esclavo. Haz de mí lo que quieras. Seré feliz de perder mi vida por tu libertad y…

Se detuvo de repente, poniéndose en pie. Tremal-Naik, a pesar de su extraordinario valor, se estremeció. Se había oído de improviso un lejano fragor que se aproximaba rápidamente.

—¿Llegan? —se preguntó Tremal-Naik, estrechando con su mano izquierda la mano de la muchacha y empuñando con la derecha la pistola.

El tigre rugió sordamente.

El rumor se aproximaba cada vez más. Pasó por encima de sus cabezas haciendo temblar las bóvedas de la gruta y luego cesó de golpe.

—¡Patrón! —murmuró Kammamuri— ¡apaga la antorcha!

Tremal-Naik obedeció y los cuatro se sepultaron en las tinieblas. Se volvió a repetir el mismo fragor, hasta que pasó por encima de sus cabezas y como antes cesó encima del pozo.

Ada tembló tan fuertemente que el indio se dio cuenta.

—Estoy aquí para defenderte —le dijo—. Nadie descenderá aquí. No se lo permitiremos.

—¿Pero qué es? —preguntó Kammamuri.

¿Sabes algo de ello, Ada?

—He oído este rumor otras veces —respondió con un hilo de voz la jovencita—. Jamás supe qué significaba ni qué lo producía.

El tigre rugió por segunda vez y miró fijo a la garganta del pozo.

—Kammamuri —dijo Tremal-Naik—, alguien se aproxima.

—Sí, el tigre lo ha oído.

—Permanece cerca de Ada. Yo voy a ver si bajan.

La jovencita se agarró a él temblando y:

—¡Tremal-Naik! ¡Tremal-Naik! —murmuró con voz apenas perceptible.

—No temas, Ada —respondió el indio, que en aquel instante se sentía fuerte como para luchar contra mil hombres.

Se desasió del abrazo de la muchacha y se aproximó a la boca del pozo con el cuchillo entre los dientes y la carabina armada. El tigre le seguía rezongando. No había dado diez pasos cuando oyó arriba un leve roce. Pasó la mano por la cabeza de Darma como para recomendarle silencio y se aproximó con mayor precaución, deteniéndose bajo la abertura del pozo.

Miró para arriba, pero la oscuridad era demasiado densa para distinguir algo. Aguzando el oído, percibió un leve susurro. Se hubiera dicho que algunas personas hablaban cerca del brocal.

—Aquí están —murmuró.

Un resplandor iluminó la gruta de arriba. Tremal-Naik percibió, inclinados sobre el pozo, seis o siete indios.

Apuntó rápidamente la carabina y dirigió el cañón hacia el parapeto.

—Estoy seguro de que están aquí abajo —dijo una voz en tono amenazador.

—He visto a nuestro hombre —dijo otra.

Tremal-Naik apretó el gatillo. La detonación produjo un clamor espantoso.

Un golpe seco resonó en el pozo y cesó de improviso toda clase de ruidos.

Kammamuri y Ada se precipitaron de común acuerdo hacia él.

—Han cerrado el pozo —dijo Tremal-Naik—, pero saldremos de aquí, Ada, te lo prometo.

Encendió la antorcha e hizo sentarse a la joven sobre la faja de cachemira.

—Estás cansada —le dijo dulcemente—. Trata de reposar mientras nosotros buscamos una salida. Mientras estemos aquí nosotros, no correrás ningún peligro.

La jovencita, quebrantada por tantas emociones, a pesar de la inminencia del peligro le obedeció y se acurrucó sobre el chal. Tremal-Naik y el maharata se dirigieron a las paredes y se pusieron a tantearlas con profunda atención, esperando encontrar algún pasaje que les permitiese la ruga.

Había una cosa extraña e incomprensible: al otro lado de la pared se oía de vez en cuando un ronco fragor igual al oído poco antes y que hacía refunfuñar al tigre.

Hacía media hora que buscaban, golpeando las rocas con el cuchillo y desconchándolas, cuando se dieron cuenta de que la temperatura del antro estaba cambiando, haciéndose más caliente. Tremal-Naik y el maharata sudaban como si estuvieran en una estufa.

—¿Qué quiere decir esto? —se preguntó el cazador de serpientes, bastante inquieto.

Transcurrió otra media hora durante la cual la temperatura continuó elevándose. Parecía como si surgieran llamaradas de fuego de las rocas. Muy pronto aquel calor se hizo insoportable.

—¿Querrán asarnos? —preguntó el maharata.

—No comprendo nada —confesó Tremal-Naik.

—¿Pero de dónde viene este calor? Si continúa así nos abrasaremos.

—Apresurémonos.

Reanudaron los sondeos, pero dieron toda la vuelta a la caverna sin haber descubierto ningún pasaje. Sin embargo, en un ángulo, la roca resonaba como si estuviese vacía. Se podía atacarla con los cuchillos y excavar una galería.

Los dos indios volvieron junto a la joven, pero ésta dormía. Cambiaron brevemente impresiones sobre lo que debían de hacer y decidieron proceder inmediatamente a su liberación.

Empuñando los cuchillos, asaltaron vigorosamente la roca, pero en seguida tuvieron que descansar. La temperatura había llegado a ser ardiente y se morían de sed.

—¿Tendremos que morir en esta gruta? —se preocupó Tremal-Naik, lanzando una mirada desesperada sobre las rocas que poco a poco se calcinaban.

En aquel instante un misterioso murmullo se dejó oír sobre sus cabezas y un enorme pedazo de roca se desprendió de la bóveda, cayendo a tierra con gran estrépito. Casi simultáneamente de aquella grieta fluyó furiosamente un gran chorro de agua.

—¡Estamos salvados! —se regocijó Kammamuri.

—¡Tremal-Naik! —gritó la joven, despertada por el ruido.

El indio acudió hacia ella.

—¿Qué quieres? —le preguntó.

—Me ahogo… me falta aire. ¿Qué es este intenso calor que me reseca? ¡Un sorbo de agua, Tremal-Naik, dame un sorbo de agua!

El cazador de serpientes la tomó en sus robustos brazos y la llevó cerca de la cascada, donde el maharata y el tigre bebían a largos sorbos.

Con las manos hizo una especie de cuenco que llenó de agua y acercó a los labios de la jovencita diciéndole:

—Bebe, Ada; hay para todos.

Le dio varias veces de beber y luego a su vez apagó su sed.

De repente el tigre lanzó un ronco rugido, y luego cayó pesadamente al suelo, debatiéndose furiosamente. Kammamuri, aterrorizado, acudió a la fiera, pero de repente las fuerzas le faltaron y también cayó él boca arriba con los ojos desorbitados, las manos contraídas y los labios cubiertos de espuma.

—¡Pa…trón! —balbuceó con apagada voz.

—¡Kammamuri! —gritó Tremal-Naik. ¡Gran Siva…! ¡Ada…! ¡Oh, mi Ada…!

La jovencita, como el tigre y Kammamuri, tenía los ojos desorbitados, espuma en los labios y las facciones espantosamente alteradas. Agitó las manos intentando agarrarse al cuello del indio, abrió la boca como si quisiera hablar y luego cerró los ojos y se quedó rígida. Tremal-Naik la sostuvo y lanzó un grito desgarrador.

—¡Ada…! ¡Socorro…! ¡Socorro…!

Fue su último grito. Se le ofuscó la vista, se le quedaron rígidos los músculos, una violenta convulsión lo sacudió de pies a cabeza y vaciló, se volvió a alzar, y luego cayó como fulminado sobre las ardientes piedras de la caverna.

Casi en el mismo instante se oyó un estallido y una turba de indios se precipitó en la gruta.