Habiendo descendido a los subterráneos sin haber despertado la alarma, sólo les quedaba buscar el gran templo de la diosa Kalí, caer de improviso sobre la horda y raptar a la víctima, aprovechándose de la confusión y del desconcierto que provocaría la aparición del tigre.
Sin embargo, no era fácil orientarse en aquella profunda oscuridad entre los corredores del inmenso subterráneo. Ni Tremal-Naik, ni el maharata conocían el camino, ni sabían en qué lugar se había excavado el templo. No obstante, no eran hombres que retrocediesen ni que dudasen un momento, aunque les amenazasen miles de peligros.
Apoyando las manos en los muros, comenzaron a avanzar uno tras otro tanteando con el pie el terreno para no caer en cualquier agujero, y en el más profundo silencio, ya que no sabían si estaban solos, o algún centinela se encontraba próximo.
Después de un breve tiempo encontraron una amplia abertura, una especie de puerta, bajo cuyo dintel se detuvieron aguzando el oído.
—¿Oyes algún ruido? —preguntó con un hilo de voz Tremal-Naik a su compañero.
—Ninguno, patrón, fuera de los truenos.
—Es señal de que el suplicio no ha comenzado.
—Así lo creo, patrón. Los indios practican el onugonum[13], es decir, la ceremonia en que se quema a una mujer, pero siempre con gran estrépito.
—Temo perderme en estos corredores —declaró Tremal-Naik—. Se diría que en este instante supremo tengo miedo.
—Es imposible. ¡Miedo tú! Animo, patrón, y vayamos adelante despacio. Si alguien nos oye, podría dar la alarma y hacer que cayesen sobre nosotros todos los misteriosos habitantes de estos tenebrosos subterráneos.
—Ya lo sé, Kammamuri; ten al tigre.
Tremal-Naik puso su pie sobre un escalón viscoso y comenzó a descender con las manos tendidas hacia adelante, para no chocar contra algún obstáculo, y los ojos bien abiertos. Después de diez escalones encontró el suelo de un túnel que descendía lentamente.
—¿Ves algo? —preguntó a Kammamuri.
—Nada; me parece haberme vuelto ciego. ¿Será éste el camino que conduce a la pagoda?
—No lo sé, Kammamuri. Daría la mitad de mi sangre por encender un poco de fuego. ¡Qué situación tan tremenda!
—Adelante, patrón. Me temo que esté próxima la medianoche.
Tremal-Naik sintió un estremecimiento de horror, el corazón le latió con vehemencia furiosa y se lanzó resueltamente hacia adelante, tambaleándose como un borracho, buscando con las manos las paredes.
A medida que avanzaba se sentía presa de un extraño aturdimiento. La sangre le subía a las orejas, el corazón le latía cada vez más precipitadamente y las llamaradas le subían al rostro. Había momentos en que le parecía que oía en lontananza algunas voces, algunos gritos estridentes como de personas torturadas; divisaba llamas e incluso sombras que se movían alrededor y giraban en las tinieblas.
Ni siquiera oía la voz de Kammamuri, que le suplicaba que frenase su paso. Por fortuna el retumbar de los truenos repercutía bajo las lúgubres arcadas sofocando el rumor de los pasos.
De repente el cazador de serpientes chocó contra un objeto agudo que le traspasó la ropa rozándole la carne. Se detuvo de repente, retrocediendo.
—¿Quién está ahí? —preguntó con voz estridente, empuñando el cuchillo y alzándolo.
—¿Qué has encontrado? —preguntó el maharata, que se preparaba a lanzar adelante a Darma.
—Alguien se encuentra cerca de nosotros, Kammamuri. Estáte en guardia.
—¿Has visto alguna sombra?
—No, pero he chocado con una lanza. La punta me ha tocado el pecho y por poco no me ha herido.
—Sin embargo, Darma no da señales de inquietud.
—¿Me habré engañado? No es posible.
Avanzó una vez más, cautelosamente, y sintió la misma punta aguda que le penetró esta vez en la carne. Lanzó una sorda imprecación y alargó la mano derecha, agarrando una especie de lanza situada horizontalmente a la altura de su pecho. Probó a arrancarla, pero resistió; intentó torcerla, pero no fue capaz. Tremal-Naik dejó escapar una exclamación de asombro.
—¿Qué significa esto? —murmuró.
—¿Y bien, patrón? —preguntó Kammamuri—. ¿Qué obstáculo hay?
—Una lanza inarrancable, quizás inserta en el muro: desviémonos.
Se volvió a la derecha y después de algunos pasos encontró una segunda lanza también inarrancable. Su sorpresa llegó al colmo.
«Quizás es una obra de defensa» pensó «o quizás algún instrumento de tortura. Volvamos a la izquierda. Algún camino encontraré para continuar avanzando».
Caminó un rato y luego chocó su cabeza contra una bóveda bastante baja y puso los pies en un escalón. Descendió con precaución otros cuatro o cinco y luego se detuvo. Su mano encontró la de Kammamuri y se la estrechó fuertemente.
—¿Oyes, patrón? —preguntó el maharata.
—Sí —respondió Tremal-Naik en voz baja.
—¿Qué es ese murmullo?
—No lo sé; calla y escucha.
Aguzaron el oído, conteniendo la respiración. Cosa verdaderamente extraña: sobre sus cabezas se oía una especie de gorgoteo que repetía el eco de la galería. Un momento después, bajo la bóveda, apareció un disco levemente iluminado que se apagó casi en seguida. Tras él se produjo un lúgubre estrépito.
Kammamuri y Tremal-Naik se sintieron invadir por una viva inquietud y empuñaron las pistolas.
Pasaron algunos minutos y luego el disco reapareció y volvió a desaparecer, seguido de nuevo por el estrépito misterioso.
—¿Comprendes algo? —preguntó el maharata.
—Creo que sí —respondió Tremal-Naik—. Este gorgoteo hace sospechar la presencia del agua. Quizás por encima de nosotros corre un río.
—¿Y ese disco que aparece y desaparece?
—Quizás es una lente de vidrio o de cuarzo. La claridad proviene de los relámpagos y el ruido es el trueno que retumba en el exterior.
—¿Lo crees así, patrón?
—Verdadero o no, no retrocederé. La medianoche esta cercana.
—Estamos en un lugar horrible, patrón. Tiemblo como si tuviese frío. Este silencio y estas tinieblas me dan miedo.
—¿Está inquieto Darma?
—No, patrón, está tranquilo.
—Señal de que el enemigo no está todavía cerca de nosotros. Vayamos adelante.
Reemprendieron la marcha entre las tinieblas frías y húmedas, subiendo y bajando, chocando a menudo sus cabezas contra las bóvedas, caminando a bulto, seguidos siempre por el tigre, que no manifestaba ningún signo de inquietud.
Pasaron así otros diez minutos, largos como diez horas. Los dos indios creían ya haber tomado un falso camino y estaban a punto de volver cuando en una revuelta Tremal-Naik vio una gran llama que ardía en medio de la galería. Cerca de ella distinguió a un indio casi desnudo, apoyado en una especie de azagaya, coronada por la misteriosa serpiente. Un suspiro de alivio salió de sus labios.
—¡Finalmente! —murmuró—. Comenzaba a temer que me había metido en una caverna deshabitada. Atención, Kammamuri. Hay alguien.
—¿No podemos esquivarlo? —bisbiseó el maharata.
—Sí, volviendo atrás; pero Tremal-Naik no vuelve atrás.
—Harás ruido, gritará y se nos echará encima.
—Ese hombre nos vuelve la espalda y Darma tiene el paso silencioso.
Se inclinó hacia el tigre, que miraba ferozmente al indio, mostrando los agudos colmillos y los largos miembros.
—Mira a ese hombre, Darma —dijo Tremal-Naik.
El tigre emitió un sordo murmullo.
—Ve y destrózalo, amigo.
Darma miró a su amo y luego al indio. Sus ojos se dilataron y pareció que se incendiasen. Había comprendido lo que el cazador de serpientes deseaba.
Rastreó con el vientre rozando el suelo, miró por última vez a Tremal-Naik que le indicaba al indio y se alejó con paso silencioso, agitando levemente la cola, como un gato colérico. El indio no había oído ni visto nada, con su espalda vuelta hacia el fuego. Se hubiera dicho que estaba adormecido apoyado en su lanza.
Tremal-Naik y el maharata, empuñando las carabinas, seguían ansiosamente los movimientos de Darma, que miraba con ojos flameantes a su víctima, avanzando con precaución. El temor hacía latir fuertemente sus corazones. Bastaba un grito del indio para que se extendiese la alarma por los subterráneos y la audaz empresa se derrumbase como un castillo de naipes.
—¿Lo logrará? —bisbiseó el maharata al oído de Tremal-Naik.
—Darma es inteligente —respondió el cazador de serpientes.
—¿Y si falla?
Tremal-Naik experimentó un estremecimiento.
—Daremos la batalla —dijo después con voz firme—. ¡Calla y observa!
El indio no había oído todavía nada, tan silencioso era el paso del feroz animal; de repente éste se detuvo, recogiéndose sobre sí mismo. Tremal-Naik apretó fuertemente la mano de Kammamuri. El tigre sólo estaba a diez pasos del indio. Pasaron dos segundos y luego el tigre dio un salto soberbio. Hombre y animal cayeron por tierra y se oyó un sordo crujido, como de huesos que se quiebran. Tremal-Naik y Kammamuri se lanzaron hacia el fuego, dirigiendo las carabinas hacia el corredor.
—¡Bravo, Darma! —dijo Tremal-Naik, pasándole una mano por el robusto lomo.
Se aproximó al indio y lo miró. El tigre le había aplastado la cabeza entre los dientes.
—Darma no podía ejecutar el golpe con mayor destreza —se admiró Tremal-Naik—. Verás, Kammamuri, que con este bravo compañero haremos grandes cosas. Me parece que la salvación de la que amo es ya una cosa, fácil.
—También lo creo yo, patrón. Será un magnífico golpe cuando Darma caiga en medio de la horda: pondremos en fuga a todos.
—Y nosotros nos aprovecharemos para raptar a Ada.
—¿Y dónde la llevaremos?
—En principio a la cabaña; luego veremos si será mejor llevarla a Calcuta o más lejos.
—¡Silencio, patrón!
—¿Qué pasa?
—¡Escucha!
A lo lejos se oyó una aguda nota. Los dos indios la reconocieron en seguida.
—¡El ramsinga! —Exclamaron.
Un golpe sordo y formidable resonó por los corredores y repercutió varías veces. Era un estrépito semejante al que habían oído la noche de su llegada a Raimangal para buscar a su fiel compañero Hurti, y que tanto les había sorprendido.
Tremal-Naik tembló de pies a cabeza y tuvo la impresión de que sus fuerzas se centuplicaban. Dio un salto de tigre alzando la carabina.
—¡Medianoche! —exclamó, con un tono de voz que nada tenía de humano.
No supo decir nada más. Emitió un grito entrecortado y se lanzó furiosamente por la galería, seguido de Kammamuri y el tigre.
Parecía una fiera en lugar de un hombre. Tenía los ojos inyectados en sangre y blandía en su mano derecha el cuchillo, pronto a destrozar cualquier obstáculo. No tenía miedo de nadie. Mil indios no lo hubieran detenido en su loca carrera.
El hauk continuaba redoblando, desatando todos los ecos de las cavernas y de las galerías, llamando a reunión a los sectarios de la misteriosa diosa; y en la lejanía se oían las agudas notas del ramsinga y un confuso murmullo de voces. El terrible momento se aproximaba; la medianoche estaba a punto de sonar.
Tremal-Naik redoblaba su velocidad importándole poco que se oyeran sus pasos precipitados.
De repente en el fondo de una galería apareció una inmensa claridad y se oyó retumbar un tumulto de gritos.
—¡Aquí están! —gritó Tremal-Naik con voz entrecortada.
Kammamuri se lanzó hacia él y reuniendo todas sus fuerzas lo detuvo.
—¡Ni un paso más! —le conminó—. Si aprecias la vida de tu Ada, no des un paso más. Si irrumpes en esa caverna antes de tiempo estaremos perdidos. ¡Y ella también estará perdida! No te precipites, patrón, y la salvaremos.
—Tendré calma, pero no nos detengamos aquí, Kammamuri.
—No, no nos detendremos. Ven conmigo, pero no cometas una imprudencia o te abandono. Dame la mano.
Kammamuri agarró la mano izquierda de Tremal-Naik y ambos se adentraron en la caverna. Poco después se detenían detrás de una enorme columna, desde donde podían ver sin ser descubiertos.
Un extraño espectáculo se ofrecía a sus ojos.
Ante ellos se abría una amplísima caverna, excavada en el granito rojo como los famosos templos de Ellora, sostenida por veinticuatro columnas adornadas de extrañas esculturas, cabezas de elefantes, leones y divinidades. A los pies de cada columna se distinguía a Parvadi, diosa de la muerte, sentada sobre un león, y a la diosa Ganesa con sus ocho brazos, sentada entre dos elefantes que unían sus trompas por encima de su cabeza.
En los cuatro ángulos había estatuas de Siva y en el medio se erguía el simulacro de una diosa monstruosa, con la lengua roja saliéndole de la boca, un cinturón de manos y un collar de cráneos, una diosa semejante a la que Tremal-Naik había visto en la pagoda.
De la bóveda, cubierta por altos relieves que representaban los combates de Rama con el tirano Ravana, raptor de la bella Sita, y las guerras de los Kurus y los Pandus por la posesión de Babrata Varca, pendían numerosas lámparas de bronce, que esparcían a su alrededor una luz azulenca, lívida y cadavérica.
Cuarenta indios casi desnudos, con el tatuaje de la serpiente en el pecho, el lazo de seda alrededor de su cintura y el puñal en la mano, estaban sentados alrededor, a la moda musulmana, es decir con las piernas cruzadas, y miraban a la monstruosa divinidad de bronce. Uno de ellos tenía al lado un enorme tambor, un hauk, adornado con plumas y crines, y de vez en cuando lo golpeaba haciendo resonar las bóvedas de la caverna.
Tremal-Naik, al llegar al umbral de aquella sala se había detenido detrás de una columna colosal, sorprendido y aterrorizado al mismo tiempo, pero apretando convulsivamente las armas.
—¡Ada…! —murmuró recorriendo con una sola mirada toda la caverna—. ¿Dónde está mi Ada…?
Un rayo de alegría brilló en los ojos del pobre indio.
—¡El sacrificio no ha comenzado todavía! —exclamó—. Bendito sea Siva.
—No hables así de fuerte, patrón —recomendó Kammamuri, estrechando el cuello del tigre—. Si todos los indios que habitan el subterráneo están aquí, raptar a tu mujer no será imposible.
—¡Sí, sí, la salvaremos, Kammamuri! —exclamó Tremal-Naik con exaltación—. Haremos una horrible matanza.
—Silencio…
El hauk sonaba doce golpes y los cuarenta indios se alzaron al mismo tiempo.
Tremal-Naik experimentó un encogimiento en el corazón y se agarró a la columna como si temiese no saber dominarse…
—¡Medianoche! —dijo con voz sofocada.
—Calma, patrón —le recomendó por última vez Kammamuri agarrándole por el cinturón.
Una puerta se abrió con gran estrépito y un indio de alta estatura, delgadísimo, con la faz adornada por una barba larga y negra, ojos brillantes y el cuerpo envuelto en un rico manto de seda amarilla, entró en la caverna.
—¡Salve a Suyodhana, hijo de las sagradas aguas del Ganges! —exclamaron a coro los cuarenta indios.
—¡Salve a Kalí y a sus hijos! —respondió el indio con voz grave.
Al divisar a aquel hombre Tremal-Naik lanzó una sorda imprecación.
—¡Mira a ese hombre! —exclamó entre dientes.
—Sí, ya lo sé, es el jefe de estos malditos.
—Es el mismo que me apuñaló.
Suyodhana atravesó rápidamente el templo, se inclinó ante la monstruosa divinidad de bronce y volviéndose hacia los indios gritó con voz atronadora:
—Ha sonado la última hora de la Virgen de la pagoda, hermanos. Manciadi ha muerto.
Un murmullo amenazador recorrió las filas de los indios.
—Que suenen los taré —ordenó Suyodhana.
Dos indios tomaron sendas trompetas larguísimas y arrancaron de ellas algunas notas tristes como lamentaciones.
Cien indios cargados de leña irrumpieron en la caverna y levantaron frente a la diosa, al pie de una columnata, una gigantesca pira sobre la que vertieron torrentes de aceite perfumado.
Un grupo de dewadasi[14] saltó haciendo piruetas a la sala, haciendo tintinear campanillas y mazorcas de plata, y rodeó a la diosa Kalí.
Los indumentos de aquellas danzarinas eran fastuosos, gráciles y hacían resaltar la belleza y la gracia de sus actitudes. Sutilísimas corazas de oro, sembradas de diamantes de luz maravillosa, brillaban sobre sus pechos, sujetas al talle por una larga faja de cachemira; unos cortos faldellines de seda roja resaltaban sobre los pantalones blancos que descendían hasta los tobillos. Llevaban en los brazos y en las piernas anillos y campanillas de plata, y ligeros velos, de colores vivísimos, cubrían sus cabezas.
Al sonido del hauk y de los fúnebres taré comenzaron en torno a la diosa Kalí una danza desenfrenada, haciendo voltear por el aire sus velos de seda azul o roja, y formando un entrecruzamiento de un efecto mágico y sorprendente.
De repente la danza cesó. Las dewadasi desfilaron ante la diosa tocando la tierra con la frente y se retiraron a un lado uniéndose en un grupo espléndido y pintoresco.
Los indios, que habían vuelto a sentarse, a una señal de Suyodhana se volvieron a poner en pie. Tremal-Naik comprendió que el suplicio iba a comenzar.
En lontananza resonó el redoble de tambores. Tremal-Naik se enderezó con los ojos llameantes y los puños cerrados en las culatas de sus pistolas.
—¡Aquí están! —rugió con indefinible acento de odio.
Los tambores se aproximaban y su redoble repercutía indefinidamente bajo las negras bóvedas de la caverna y por los tenebrosos corredores. Pronto se oyeron voces discordantes y salvajes, acompañadas por el sonido de los tam-tam.
El tigre emitió un sordo gruñido y agitó la cola.
Se abrió una gran puerta y entraron diez estranguladores con grandes vasos de terracota cubiertos de piel, que los indios llaman mirdengs[15]. Luego, detrás de aquellos diez entraron otros veinte con grandes gautha, especie de campanillas de bronce, y luego otros doce provistos de ramsinga, taré y tam-tam.
Finalmente, detrás de aquellos hombres, que hacían un ruido espantoso, apareció la infeliz Ada con su coraza de oro constelada de diamantes, calzones de seda blanca y los cabellos sueltos sobre los hombros.
La víctima, que aquellos hombres sin piedad se preparaban a sacrificar en la hoguera, estaba pálida como un cadáver.
Dos estranguladores cubiertos por una larga túnica de seda amarilla la sostenían y otros diez le seguían cantando los elogios de su heroísmo y prometiéndole infinitas felicidades en el paraíso de Kalí, en recompensa de sus virtudes.
El momento terrible estaba ya cerca. Suyodhana había ya prendido fuego a la pira y las llamas se alzaban, como serpientes, hacia la bóveda de la caverna; ya los estranguladores, ensordeciéndola con mil aullidos, la arrastraban hacia el fuego; ya los tambores y los taré entonaban la marcha de la muerte.
Un grito desgarrador resonó en la caverna.
—¡Tremal-Naik! —gritó la víctima.
En el fondo del negro corredor resonó un grito feroz:
—¡Destroza, Darma…! ¡Destroza…!
El gran tigre de Bengala sólo esperaba aquella orden. Salió de su escondite con las fauces abiertas y las garras tensas, emitió un ronco rugido, y luego se lanzó con un salto gigantesco y cayó en medio de la multitud de los estranguladores.
Un grito de terror brotó de todas las gargantas a la vista del feroz carnívoro que ya había lanzado a tierra con dos potentes zarpazos a dos hombres.
—¡Destroza, Darma…! ¡Destroza…! —repitió la misma voz de antes.
Luego resonaron cuatro detonaciones que lanzaron por tierra a cuatro indios y obligaron a arrodillarse a los restantes. Y en medio de la nube de humo apareció el cazador de serpientes de la jungla negra, con la faz desencajada y empuñando el cuchillo.
Romper con irresistible impulso las filas de los indios aterrorizados, agarrar a la jovencita que había caído por tierra desmayada, apretarla entre los brazos y desaparecer bajo la galería con Kammamuri y el tigre a sus talones, fue para Tremal-Naik cosa de un solo momento.