La noche era tempestuosa. Enormes nubes se habían elevado por el sur y corrían desordenadamente por la bóveda celeste, amontonándose unas sobre otras como las olas del mar.
Frecuentes ventoleras se seguían unas a otras a través de las desiertas sunderbunds, curvando con mil gemidos las inmensas extensiones de bambú, rompiendo débiles cañas y haciéndolas volar por el aire junto con bandadas de marabúes y de pavos reales que lanzaban gritos desesperados.
De vez en cuando, un lívido relámpago, deslumbrador, rasgaba las tinieblas, revelando por un instante aquel caos de vegetales contorsionados y volcados, seguido poco después por el formidable estruendo del trueno que repercutía hasta las orillas del golfo de Bengala.
No llovía, pero las cataratas del cielo no tardarían en abrirse.
Los dos indios y el tigre caminaban en las tinieblas y en pocos minutos llegaron a la orilla del Mangal, cuyas aguas, engrosadas por algunos aguaceros, corrían con mayor rapidez, arrastrando masas de bambúes arrancados seguramente en las sunderbunds del norte y gran número de troncos de árbol.
Se mantuvieron algunos minutos escondidos entre los cañaverales, esperando que un relámpago aclarase la orilla opuesta, y luego, seguros ya de no ser espiados, se apresuraron a descender a la orilla y lanzar al agua la canoa.
—Patrón —dijo Kammamuri, mientras Tremal-Naik se introducía en la embarcación—. ¿Crees que encontraremos indios en el río en las inmediaciones de Raimangal?
—Estoy seguro, ¿pero qué importa? Esta noche me siento tan fuerte como para poder habérmelas con un ejército de mil hombres.
—Lo sé, patrón, pero es preciso obrar con prudencia. Si se dan cuenta de nuestra presencia, darán la alarma.
—¿Y qué querrías hacer?
—Engañarles.
—¿Cómo?
—Déjame actuar a mí; pasaremos sin ser vistos.
Él maharata volvió a la orilla, derribó un considerable número de bambúes de una dimensión de no menos de quince metros y cubrió minuciosamente la canoa, de modo que la hacía aparecer como un montón de cañas arrastradas por la corriente.
—La noche es oscura —dijo, escondiéndose debajo con Tremal-Naik y Darma—. Los indios no sospecharán que bajo las cañas va una canoa y que la canoa lleva dos hombres y una fiera.
—Pronto, Kammamuri, hagámonos al agua —dijo Tremal-Naik, que temblaba de impaciencia—. Cada minuto que pasa es para mí un golpe y una puñalada en el corazón y temo todo pensando en el gran peligro que corre Ada. ¿Crees tú, maharata, que llegaremos a tiempo para salvarla?
—Creo que sí, patrón —respondió Kammamuri empujando la canoa al medio de la corriente—. Quizás esos hombres esperan que el miserable haya llevado a cabo su delito.
—¿Y si llegásemos demasiado tarde…? ¡Gran Siva, asístenos!
—Calla, patrón; hablar es imprudente.
—Es verdad, Kammamuri; silencio.
Tremal-Naik se tendió en la proa al lado del tigre y Kammamuri a popa, con el remo en la mano, intentando dirigir la canoa.
El huracán había redoblado su violencia y a la noche oscura siguió una noche de fuego.
El viento rugía de manera tremebunda en la jungla, curvando con mil gemidos y mil crujidos los gigantescos vegetales y torciendo en mil formas los centenares de troncos de los banian, las ramas de los palmiches tara[11], de las latania, de los pipal[12] y de los jaqueros; y entre las nubes relampagueaba incesantemente el rayo, describiendo cegadores zigzagueos.
Arrastrada por el viento y la corriente extraordinariamente hinchada, la canoa se deslizaba como una flecha, bamboleándose espantosamente entre los remolinos, chocando y volviendo a chocar contra las múltiples isletas y la multitud de árboles que flotaban desordenadamente a la deriva.
Kammamuri se esforzaba, pero en vano, por mantenerla en el buen camino, y Tremal-Naik intentaba calmar al tigre, que, excitado por todos aquellos fragores y el cegador resplandor, rugía ferozmente, lanzándose de un lado a otro de la embarcación con gran peligro de hacerla zozobrar.
A las diez de la noche Kammamuri señaló un gran fuego que ardía en la orilla del río a menos de trescientos pasos de la proa de la canoa. Apenas había acabado de hablar cuando se oyó el ramsinga sonar tres veces y en tres tonos distintos.
—¡Alerta, patrón! —gritó el maharata, dominando con su voz todos aquellos formidables ruidos.
—¿Ves a alguien? —preguntó Tremal-Naik, manteniendo sujeto por el cuello al tigre con la mano izquierda y empuñando con la derecha una pistola.
—No, patrón, pero el fuego ha sido encendido para ver quién va o viene. Estemos en guardia; el ramsinga ha señalado algo.
—Coge la carabina. Quizá tengamos que combatir.
La canoa se acercaba rápidamente al fuego; era un montón de bambúes secos que ardían aclarando como si fuera de día las dos orillas del río.
—¡Patrón, mira! —dijo de repente Kammamuri.
—¡Silencio! —bisbiseo Tremal-Naik apretando la boca del tigre.
Dos indios se habían lanzado improvisadamente fuera de un matorral de musendas. Llevaban un lazo alrededor del cuerpo y tenían una carabina en la mano. En su pecho se distinguía la serpiente azul con la cabeza de mujer.
—¡Mira allí! —gritó uno de ellos—. ¿Lo ves?
—Sí —respondió el otro—. Es un montón de cañas que va a la deriva.
—¿Tú crees?
—¿Y por qué no?
—Temo que esconda algo.
—No veo nada debajo.
—Calla… Me ha parecido oír…
—¿Un rugido…?
—Precisamente. ¿Crees que haya un tigre allí en medio?
—Buen viaje.
—Despacio, Huka. El hombre que Manciadi debe estrangular tiene un tigre.
—Esto no lo sabía. ¿Y crees que allí debajo esté nuestro hombre con su animal?
—Podría ocurrir; ese hombre es astuto y audaz.
—¿Qué quieres hacer?
—Hacerlo salir de su escondite con un tiro de carabina. Dispara muy bajo.
Kammamuri y Tremal-Naik habían oído claramente el diálogo. Viendo a los dos indios alzar sus carabinas, se arrojaron al fondo de la canoa.
—No contestes, patrón —dijo el maharata—. O estamos perdidos.
Resonaron dos tiros de carabina que horadaron los bambúes. El tigre dio un salto, lanzando un furioso rugido.
—¡Quieto, Darma! —dijo Tremal-Naik obligándole a tumbarse.
—¡Que la diosa me fulmine! —gritó uno de los indios—. Es él.
—¡Da la señal, Huka! —ordenó el otro.
Un relámpago cegador brilló por encima de la canoa, seguido por un estruendo formidable que ahogó las agudas notas del ramsinga. Tremal-Naik y Kammamuri, que se habían puesto en pie, fueron derribados violentamente, mientras el tigre lanzaba un segundo rugido aún más furioso que el primero.
—¡Patrón! —exclamó Kammamuri—. ¡El rayo!
Tremal-Naik, todavía aturdido por la influencia de la descarga eléctrica, se puso de rodillas. Se le escapó un grito de rabia.
—¡Maldición…! ¡Nos quemamos! —exclamó con voz alterada por la ira.
En efecto, los bambúes, alcanzados por el rayo, se habían incendiado y se quemaban.
—¡Estamos perdidos! —exclamó Kammamuri—. ¡Al río! ¡Al río!
—No te muevas si aprecias tu vida.
Tremal-Naik cogió entre sus brazos el montón de cañas y con un esfuerzo desesperado lo echó al río.
—¡Es él! —gritó una voz.
—¡Fuego, Huka…!
Resonaron otras dos detonaciones. Tremal-Naik oyó silbar las balas.
—¡Da la señal, Huka!
—¡Estamos perdidos, patrón! —insistió Kammamuri.
—No te muevas —dijo Tremal-Naik—. Sujeta al tigre.
Se lanzó a popa y apuntó al indio Huka que se llevaba a los labios el ramsinga. El disparo de la carabina fue acompañado de una zambullida y un grito.
Huka, alcanzado en la frente por el infalible cazador de serpientes, se había precipitado al río.
Su compañero dudó un momento y luego huyó como alma que lleva el diablo a través de la jungla, haciendo sonar furiosamente el ramsinga que había recogido de tierra.
Tremal-Naik le disparó un pistoletazo, pero sin lograr alcanzarlo.
—¡Fallado! —gritó, arrojando coléricamente el arma.
—¿Qué hacemos, patrón? —preguntó Kammamuri—. Me parece que se ha perdido la esperanza de arribar a Raimangal; el ramsinga pondrá en alarma a todos los indios. ¡Maldito rayo…!
—De todas formas vamos adelante, Kammamuri. Esta noche no nos detendrán todos los indios de las sunderbunds. Coge los remos boga con todas tus fuerzas; quizá lleguemos antes que los miserables puedan prepararse para recibirnos. Yo mantendré los ojos fijos en las dos orillas y abatiré a cualquiera que se ponga al alcance de mi carabina. ¡Adelante!
Kammamuri quería añadir algunas palabras, quizás algún consejo, pero Tremal-Naik no le dio tiempo para ello.
—Si tienes miedo, vete. Yo y el tigre seguiremos.
—Te sigo, patrón, y que Siva nos proteja.
Agarró los remos, se sentó en medio de la barca y se puso a remar con todas sus fuerzas.
Tremal-Naik, cargada su carabina, se había puesto a popa con los ojos fijos en las dos orillas; el tigre, ahora ya bastante tranquilo, se había acurrucado a sus pies.
Pasaron diez minutos. Las orillas, que huían rápidamente ante los ojos de los dos indios, estaban cubiertas con bambúes que se sumergían en la corriente y por raras palmeras tara, en su mayor parte derribadas o destrozadas por la furia del huracán.
Súbitamente Tremal-Naik, que seguía atentamente el curso del río, divisó al sur un cohete que se elevaba a gran altura. Aunque el viento continuaba rugiendo y el trueno retumbando, oyó claramente el estallido.
—¡Una señal! —murmuró—. ¡Boga, boga, Kammamuri!
Un segundo cohete se elevó en la orilla opuesta.
El río en aquel punto transcurría más rápido, estrechándose como el cuello de una botella.
—Despacio, Kammamuri. Presiento que corremos un peligro.
El maharata retuvo el golpear de la pagalla. La canoa continuó deslizándose por en medio de la cuenca, cubierta por una espesa bóveda de tamarindos y mangles. La oscuridad se hizo profundísima de manera que los indios no veían más allá de cinco pasos.
Pero oyeron una zambullida, como de un cuerpo que se hunde.
—¿Patrón, lo has oído? —preguntó Kammamuri.
—Sí, alguien se ha lanzado al agua.
Tremal-Naik se inclinó sobre el río para ver si alguien se aproximaba a la canoa, pero no distinguió nada.
—Alguien pasa —dijo una voz que llegó hasta los dos indios.
—¿Serán ellos?
—¿O los nuestros? La cita es para la medianoche.
—¡Hola! —gritó una de aquellas voces—. ¿Quién pasa?
—No respondas, patrón —se apresuró a decir Kammamuri.
—Por el contrario, contestaré. Es preciso que sepa todo —dijo Tremal-Naik. Después preguntó en voz alta:
—¿Quién habla?
—¿Quién pasa? —preguntó la voz.
—Indios de Raimangal.
—Apresuraos, la medianoche no está lejos.
—¿Qué se hará a la medianoche? —inquirió el cazador de serpientes.
—La Virgen de la sagrada pagoda subirá a la hoguera.
Tremal-Naik sofocó un aullido que estaba a punto de brotarle de los labios. Luego, dominando su emoción:
—¿No ha muerto, pues, Tremal-Naik?
—No, hermano, porque Manciadi no ha vuelto todavía.
—¿Y la Virgen será quemada?
—Sí, a medianoche.
—Gracias, hermano —respondió con voz ahogada Tremal-Naik.
—Espera un momento. ¿Has oído el ramsinga?
—No.
—¿Has visto a Huka?
—Sí, cerca de la hoguera.
—¿Sabes dónde se quemará a la Virgen?
—Me parece que en los subterráneos —respondió Tremal-Naik, alegre por poder saber algo más.
—Sí, en la gran pagoda subterránea. Apresúrate, porque la medianoche no debe de estar lejos. Adiós, hermano.
—¡Boga, Kammamuri, boga! —rugió Tremal-Naik.
Kammamuri agarró los remos y se puso a bogar con energía desesperada.
—¡Rápido…! ¡Rápido…! —instó Tremal-Naik, fuera de sí—. A medianoche se alzará la hoguera… ¡Rema, Kammamuri!
El maharata no tenía necesidad de ser incitado. Remaba tan furiosamente que los músculos amenazaban con hacerle estallar la piel.
La canoa atravesó el estrechamiento y entró rápida como una flecha en el río. Pronto apareció la punta extrema de Raimangal con su gigantesco banian, cuyas desmesuradas ramas se retorcían de mil formas bajo el poderoso soplo de la borrasca.
Un relámpago rasgó las tinieblas mostrando la orilla completamente desierta.
—¡Siva está con nosotros! —exclamó Kammamuri.
La canoa se encalló en la orilla, saliendo del agua una tercera parte de ella.
Tremal-Naik, cargado de municiones, Kammamuri y el tigre se lanzaron a tierra, alcanzando el tronco principal del banian sagrado.
—¿Oyes algo? —preguntó Tremal-Naik.
—Nada. Los indios deben de estar todos abajo.
—¿Tienes miedo de seguirme?
—No, patrón —respondió con voz firme el maharata.
—Siendo así, descendamos también nosotros. ¡Mi Ada no debe morir!
Se asieron a las columnas y llegaron a las ramas superiores, aproximándose a la rama fina del tronco. El tigre los alcanzó con un solo salto.
Tremal-Naik miró por la cavidad. A la claridad de los relámpagos descubrió unas muescas que permitían descender.
—Adelante, mi valiente maharata. Yo voy delante.
Y se dejó deslizar dentro del tronco. El maharata y Darma lo seguían muy cerca.
Cinco minutos después los dos indios y el tigre se encontraban en el subterráneo, en una especie de pozo semicircular, excavado en la roca viva, seis metros bajo el nivel de las sunderbunds.