Aunque medio estrangulado y aturdido, Tremal-Naik, apenas sintió el lazo aflojarse, se alzó y, recogiendo su carabina, se lanzó resueltamente hacia el río; pero cuando llegó a la orilla Manciadi había desaparecido.
Se adentró en el agua, pero no aparecía ninguna cabeza en la superficie del río. Quizá la corriente había arrastrado al asesino, que sin duda había sido alcanzado por la carabina o la pistola del maharata.
—¡Ah! ¡Miserable! —exclamó Tremal-Naik, furioso.
¡Patrón! —gritó Kammamuri, acudiendo—. ¿estás herido?
—Tremal-Naik no se deja estrangular por esos hombres.
—No me queda sangre en las venas, patrón. Temía no llegar a tiempo para salvarte. ¡Ah, qué canalla! ¡Era un estrangulador! Si le cojo entre mis garras no le dejo entero un pedacito mayor que una rupia. ¡Engañarnos a nosotros, cazadores de serpientes! ¿Sabes, patrón, que has escapado de milagro?
—Lo sé, Kammamuri. ¿Y Aghur…? ¿Qué le ha ocurrido a Aghur?
El maharata enmudeció y dejó caer sus brazos a lo largo del cuerpo.
—Ha muerto, patrón —balbució Kammamuri.
Tremal-Naik se llevó las manos a la cabeza con gesto desesperado.
—Todos mueren alrededor mío —dijo—. ¿Pero qué he hecho yo, Siva, para tener que perder a todos aquellos que amo?
Inclinó la cabeza sobre el pecho y una lágrima corrió por sus mejillas bronceadas. Kammamuri, viendo llorar a aquel hombre, se sintió destrozada el alma.
—Patrón —murmuró.
Tremal-Naik no lo oyó. Se había sentado en la orilla del río y contemplaba la jungla, con los músculos del rostro contraídos y una mueca de dolor y de ira. Luego, aludiendo a Aghur, preguntó:
¿Fue, pues, Manciadi el que lo asesinó?
¡Sí, patrón, él!
—Ese monstruo había estudiado bien el plan —dijo Tremal-Naik.
—Sí, patrón. Había asesinado a Aghur para alejarme a mí y caer sobre ti. Por suerte me he dado cuenta y he llegado a tiempo.
—¿Pero no habías tenido ninguna sospecha antes?
—No, patrón. Manciadi nos engañaba muy bien. ¿Pero qué motivo podía tener para asesinarnos?
—Debe de haber venido de Raimangal.
—¿Lo crees así, patrón?
—Estoy seguro. ¿Has visto su pecho?
—No: siempre lo tenía cubierto.
—Para esconder el misterioso tatuaje.
—¿Y crees que esos miserables volverán a la carga? —preguntó Kammamuri.
Tremal-Naik no respondió. Su rostro miraba ahora hacia el sur.
—¿Has visto algo? —le preguntó otra vez el maharata con ansiedad.
—Sí, Kammamuri. Me parece haber divisado un claror extraño rasgar el fondo de la jungla y después extinguirse.
—Vayamos a la cabaña, patrón. Aquí no estamos seguros.
Tremal-Naik miró por última vez la jungla y el río y luego se dirigió con pasos lentos hacia la cabaña, donde fue a arrojarse sobre la hamaca.
Kammamuri dio varias vueltas en torno a la cabaña mirando atentamente en medio de las hierbas, pero no divisó nada nuevo. Entró llevándose consigo a Darma y Punthy, atrancó la puerta y se tendió tras ella, de manera que le despertase el menor golpe.
Pasaron varias horas sin que nada sucediese. El maharata, cada vez más inquieto, no cerraba los ojos y con frecuencia se levantaba para asomarse, con gran precaución, a las ventanillas.
Hacia medianoche la luna se ocultó dejando a la jungla en la más perfecta oscuridad. Justamente entonces Punthy ladró tres veces.
—Alguien se acerca —murmuró Kammamuri—. Punthy lo ha oído.
Entró en la estancia de Tremal-Naik. Este dormía profundamente.
Punthy dejó oír tres veces un sordo murmullo y se lanzó hacia la puerta mostrando los dientes. También el tigre había oído algo, porque emitió un ronco gruñido.
Kammamuri, tras de haberse provisto de un par de pistolas, fue a espiar por todas las ventanas, pero sin lograr ver nada ni oír nada. Tuvo por un instante la idea de disparar un pistoletazo para ahuyentar a aquél o aquéllos que osaban aproximarse a la cabaña, pero no queriendo despertar a Tremal-Naik y por temor de que el patrón se lanzase al descubierto, se contuvo.
Algunas horas después, mientras pasaba ante un agujero, le pareció ver, hacia el sur, una llamarada de fuego y oír un ligero silbido, seguido por una sorda detonación.
Permaneció despierto todavía durante bastante tiempo y luego cediendo al sueño y a la fatiga se adormeció. Ni el perro ni el tigre dieron más señales durante el resto de la noche.
Por la mañana, ansioso por saber algo, Kammamuri se apresuró en salir. Lo que en seguida atrajo su mirada fue un puñal clavado en tierra, a pocos pasos de la cabaña, que retenía un papel azulenco.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Alguien ha osado venir hasta aquí…!
Se aproximó con precaución y casi con repugnancia a aquellos objetos y los recogió. El puñal era de acero bruñido, de un metal que dejaba ver el veteado, de una forma particular y con extrañas incisiones en la hoja.
Abrió la carta: en ella distinguió el dibujo de una serpiente con la cabeza de mujer, el emblema misterioso de los indios de Raimangal, y debajo algunas líneas de escritura roja.
Hizo acurrucarse a Darma y Punthy y acudió corriendo a Tremal-Naik. Lo encontró sentado ante una de las ventanas, con la cabeza entre las manos, la mirada vuelta hacia los nebulosos horizontes del sur.
—Patrón —dijo el maharata.
—¿Qué quieres? —preguntó el indio con voz sorda.
—Deja los tristes pensamientos y mira estos objetos.
Tremal-Naik se volvió como penosamente. Pero cuando vio el puñal que Kammamuri le mostraba, una contracción nerviosa alteró los rasgos de su cara.
—¿Qué es? —interrogó estremeciéndose—. ¿Quién te ha dado esa arma?
—La he encontrado ante la cabaña. Lee esta carta, patrón.
Tremal-Naik se la arrebató vivamente de las manos y echó una rápida ojeada. He aquí lo que leyó:
Tremal-Naik.
La misteriosa divinidad que impera poderosamente sobre toda la India te manda el puñal de la muerte. Basta un arañazo con su punta envenenada para que desciendas a la tumba.
Tremal-Naik, debes desaparecer de la superficie de la tierra: la divinidad lo quiere así. Sólo a este precio puedes detener el rayo que está a punto de caer sobre la cabeza de la que está condenada. Esta tarde al ocultarse el sol Manciadi espera tu cadáver.
Suyodhana
Tremal-Naik se había puesto pálido al leer la carta.
—¡Gran Siva! —exclamó con voz sofocada—. ¡Un rayo está a punto de caer sobre la que fue condenada! ¡Kammamuri! ¡Si no me mato, matarán a Ada!
Tremal-Naik se lanzó como un loco al exterior de la cabaña y volvió terriblemente transfigurado.
—Patrón, es imposible que la maten —dijo Kammamuri.
—¿Y si fuera de verdad? ¿Y si esos monstruos la matan?
—¡Siva, dios mío, vela por ella! ¡Vela por mi pobre Ada! —dijo Tremal-Naik con voz ansiosa.
Tremal-Naik se sentó apretándose la cabeza con las manos. De pronto se puso en pie como un tigre que estuviese presto a lanzarse sobre su presa. Un siniestro relámpago le brillaba en sus ojos.
—¡Ha sonado la hora de la venganza! —dijo con feroz acento—. ¡A mí, Darma!
El tigre de un salto fue a la puerta de la cabaña haciendo oír su formidable rugido. Descolgando de un clavo una carabina, Tremal-Naik estaba a punto de salir cuando Kammamuri lo detuvo.
—¿Dónde vas, patrón? —le preguntó, abrazándole por en medio del cuerpo.
—A Raimangal, para salvarla antes de que me la maten.
—Pero te matarán a ti incluso antes de que puedas siquiera verla —le gritó Kammamuri—. No ha llegado todavía la hora para ir a la isla maldita, ni tú tampoco te encuentras tan fuerte para luchar contra ellos. Quieren tu cadáver, han escrito: bien, lo tendrán, pero será un cadáver que respirará todavía y que saltará a la garganta del asesino del pobre Aghur. Deja que yo te guíe, patrón; los maharatas son astutos, tú lo sabes bien.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tremal-Naik, que poco a poco se rendía.
—Quiero decir que nos hace falta un hombre que confíese todo con el fin de saber lo que tenemos que hacer. Si es necesario, mañana partiremos para Raimangal.
—Continúa —dijo el cazador de serpientes, que comenzaba a interesarse por lo que decía Kammamuri.
—Esta noche, al ponerse el sol, te llevaré a la jungla y fingirás que estás muerto. Yo y Darma nos emboscaremos a pocos pasos de ti para que no te ocurra ninguna desgracia. Llega el canalla que asesinó a Aghur y nosotros nos lanzamos sobre él y lo hacemos prisionero. Me encargo yo de hacerle confesar el lugar donde esconden a la mujer que tú amas y de obligarlo a revelarnos el número de nuestros enemigos y medios de que disponen.
Tremal-Naik tomó las manos del maharata y las estrechó afectuosamente.
—Tienes razón, mi buen amigo —dijo—. Haremos lo que tú dices.
Nada ocurrió de nuevo durante la jornada. Kammamuri se acercó varias veces hasta la jungla, armado hasta los dientes, esperando divisar a alguien, quizás al mismo Manciadi, pero no vio ningún alma ni oyó señales ni ruido.
A las siete el sol rayaba el horizonte por el oeste. Era el momento de actuar.
—Patrón —dijo el maharata, que se frotaba alegremente las manos—, no perdamos tiempo.
Justamente en aquel momento, por el sur, resonó el ramsinga.
—Los canallas se aproximan —dijo Kammamuri—. Animo, patrón; te llevo a la jungla. Ni una palabra, ni el menor movimiento si no quieres estropear la emboscada. Apenas aparezca el asesino el tigre lo tirará por tierra.
Agarró al patrón, se lo cargó sobre los hombros después de haberle colocado debajo de la amplia faja un par de pistolas, y se dirigió tambaleándose hacia la jungla.
El sol desaparecía por occidente cuando llegaba a los primeros bambúes. Depositó sobre la hierba a Tremal-Naik, que conservaba la inmovilidad de un cadáver, y luego inclinado sobre él le dijo:
—Patrón, ni siquiera un movimiento. Apenas el tigre se lance sobre Manciadi, levántate y tapa la boca al miserable. Quizá haya otros indios en las cercanías.
—Déjame obrar a mí —susurró Tremal-Naik—. Todo saldrá bien.
Kammamuri se alejó con la cabeza inclinada sobre el pecho, en la actitud de un hombre hondamente dolorido. Cuando llegó a la cabaña, un segundo sonido de trompeta resonó entre los bambúes espinosos de la jungla.
—Manciadi está todavía lejos —dijo—. Todo va bien.
Entró en la cabaña, se armó de pistolas y de un cuchillo, luego salió y miró atentamente hacia el río y hacia la jungla.
—Darma, sígueme —dijo.
Con un salto el tigre llegó a su lado y ambos se lanzaron locamente hacia el sur, escondidos por una espesura de musendas y de indacos. En menos de cinco minutos llegaron a los bambúes y se emboscaron a siete u ocho pasos de Tremal-Naik.
Un tercer sonido de trompeta, más cercano, rompió el profundo silencio que reinaba en las sunderbunds.
—Bien —murmuró Kammamuri empuñando una de las dos pistolas—. El miserable está cerca.
Miró al patrón. Parecía un auténtico cadáver: estaba echado de costado, con la cabeza escondida bajo un brazo. Habría engañado a un marabú e incluso a un chacal.
De repente un magnífico pavo real alzó el vuelo sobre los bambúes, alejándose rápidamente. Kammamuri pasó una mano por el lomo del tigre que olfateaba el aire y agitaba la cola como los gatos.
—No te muevas, Darma —le susurró.
Otro pavo real se alzó dando un grito de espanto.
Manciadi se aproximaba reptando como una serpiente, sin producir el menor ruido. Quizá temía caer en una emboscada y avanzaba con mil cautelas.
Kammamuri se puso de rodillas teniendo en su mano la pistola.
Allí, enfrente, vio moverse imperceptiblemente a los bambúes, luego salieron dos manos y finalmente una cabeza.
Kammamuri sintió que su frente se perlaba de un sudor frío. Era la cabeza de Manciadi, el asesino del pobre Aghur.
—Darma —murmuró.
El tigre se había levantado, recogiéndose sobre sí mismo esperando tan solo la orden de mando para lanzarse.
Manciadi miró a Tremal-Naik con ojos que lanzaban lúgubres relámpagos y soltó una horrible carcajada. El cazador de serpientes no se movió.
Entonces el indio salió de los bambúes con el lazo en la mano y caminó algunos pasos hacia el fingido cadáver.
—¡Darma, cógelo! —le azuzó Kammamuri poniéndose en pie.
El tigre dio un salto de quince pasos y cayó como un rayo sobre el asesino, que fue derribado violentamente.
Tremal-Naik se alzó ágilmente y se arrojó sobre Manciadi para impedirle que gritase, pero la precaución era inútil. Darma había dado en tierra con el estrangulador mediante un poderoso zarpazo y le había lacerado profundamente el pecho hasta el abdomen.
—¿Está muerto? —preguntó Kammamuri acudiendo.
—Espero que no, porque si fuese así no podría decirnos nada.
Manciadi estaba inundado de sangre y respiraba fatigosamente.
Tremal-Naik y el maharata lo levantaron y lo transportaron hasta la cabaña, mientras por el sur avanzaban en el cielo nubes amenazadoras y Darma miraba al herido con el evidente deseo de destrozarlo.
—¡Me temo que no sobrevivirá! —dijo Kammamuri inclinándose para observar al estrangulador.
—¡Pero es preciso que hable! —rugió el cazador de serpientes—. Haz que vuelva en sí.
El maharata salió de la cabaña y volvió poco después con algunas hojas que puso sobre la herida de Manciadi. Luego mojó la frente del herido con un trapo empapado en agua.
Poco después el estrangulador abrió los ojos y miró alrededor. Su rostro asumió una expresión atónita y luego su mirada, al encontrarse con la de Tremal-Naik, manifestó un relámpago de odio.
—¡Tu plan ha fracasado, Manciadi! —dijo el cazador de serpientes de la jungla negra—. Te hubiera podido dejar desgarrar por el tigre, pero en lugar de ello te dejaré vivir si respondes a mis preguntas.
—¡No diré nada! —dijo el estrangulador penosamente.
—¡Mira que conozco muchos medios para hacerte hablar!
—¡No tengo miedo!
—¡Encendamos un fuego, patrón! —sugirió Kammamuri con una sonrisa siniestra.
—No, Kammamuri. Perdería los sentidos. Prefiero al tigre. ¡Darma…!
A la llamada de su amo, la fiera irrumpió prontamente en la cabaña.
—Aquí, Darma —le dijo Tremal-Naik indicando al herido.
El tigre mostró sus poderosos colmillos y avanzó excitado por el olor de sangre.
—Le ordenaré que te devore poco a poco —amenazó Tremal-Naik— si no me respondes. ¿Dónde está Ada?
El estrangulador expresaba terror en los ojos, pero no respondió.
—¡Darma!
El tigre emitió un rugido y avanzó sus fauces hacia Manciadi, retenido a duras penas por Tremal-Naik.
El estrangulador, que advirtió sobre su cuerpo el hálito caliente de la fiera, lanzó un aullido y dijo:
—Ada está en la pagoda subterránea.
—¿Se llega allí desde el banian?
—¡Sí! —confesó Manciadi, mirando aterrorizado al tigre que lo husmeaba con su hocico—. Pero si no vuelvo antes de la medianoche será señal de que tú estás vivo y Ada será quemada en la hoguera.
Aunque moribundo y aterrorizado, el estrangulador encontró fuerzas para usar el sarcasmo y dijo:
—No tienes escapatoria, Tremal-Naik: si no mueres tú, morirá ella. La diosa quiere que uno de los dos muera.
—¿Pero por qué? ¡Maldito! —gritó el cazador de serpientes amenazando con los puños a Manciadi.
El tigre interpretando a su modo aquel gesto, se lanzó sobre el herido y le aplastó la cabeza de un solo golpe.
Tremal-Naik se lanzó sobre la fiera para retenerla, pero era demasiado tarde.
—¡Ha vengado a Aghur! —dijo Kammamuri con mucha satisfacción en la voz.
—¡Pero nunca sabremos ya nada! —se desesperó el cazador de serpientes.
—Puede ocurrir que la información de Manciadi no sea verdadera.
—¿Y si lo fuese? ¡A medianoche Ada será sacrificada! ¡Me aterra pensarlo!
—¿Qué harás, patrón?
—Iré a la isla. Darma vendrá conmigo; y también tú, si no tienes miedo.
—¡Un maharata no tiene jamás miedo!
—Preparémonos entonces. El tiempo apremia. Dejaremos a Punthy para que vigile nuestra cabaña.