Kammamuri comenzaba a inquietarse. El sol se hundía rápidamente en el horizonte y los dos cazadores no habían vuelto todavía.
No sabía hallar respuesta para aquella prolongada ausencia e interrogaba atentamente el horizonte, esperando verlos asomar por la infinita extensión de bambúes.
Varias veces se acercó, junto con el tigre, hasta los primeros bambúes y escuchó atentamente los rumores lejanos; varias veces hizo resonar el hulok (especie de tambor de agudo sonido) suspendido cerca de la cabaña; varias veces quemó una carga de pólvora. Ningún sonido respondió a sus señales.
Descorazonado, se sentó esperando ansiosamente el retorno de los dos compañeros. Llevaba allí unos pocos minutos cuando el tigre se puso en pie emitiendo un sordo gruñido al que hicieron eco los alegres ladridos de Punthy.
Kammamuri se levantó creyendo que llegaban los cazadores, pero no vio a nadie. Se volvió y, apoyado en la jamba de la puerta, distinguió a Tremal-Naik.
—¡Tú, patrón! —exclamó con estupor.
—Sí, Kammamuri —respondió Tremal-Naik, con amarga sonrisa—. Ya estoy cansado de permanecer en la hamaca pensando.
Caminó unos pasos y se sentó entre las hierbas, cogiéndose la cabeza entre las manos y mirando fijamente al sol que se ocultaba por occidente.
—Patrón —dijo Kammamuri, después de algunos instantes de silencio.
—¿Qué quieres?
—Los cazadores no han vuelto todavía. Temo que haya ocurrido alguna desgracia.
—¿Quién te lo dice?
—Nadie, pero lo sospecho. En la jungla pueden merodear los hombres que asesinaron a Hurti y te apuñalaron a ti.
El rostro de Tremal-Naik se volvió hosco.
—¿Crees que hayan venido aquí? —preguntó.
—Podría suceder.
—Muy pronto estaré curado, Kammamuri. Entonces volveremos a la isla maldita y los exterminaremos a todos, ¡a todos!
—¿Qué? —exclamó Kammamuri con espanto—. ¿Volver a aquella isla…? Patrón, ¿qué dices?
—En aquella isla está Ada —murmuró Tremal-Naik—. y si no quieres venir, iré con Darma.
Kammamuri, que jamás abandonaría a su patrón, ni aunque fuera al infierno, pensó un momento y luego preguntó:
—¿Y cuando partiremos?
En aquel instante, por el sur, resonó un tiro de fusil, seguido por otras dos detonaciones. Darma saltó gruñendo.
El maharata y Tremal-Naik se pusieron en pie reteniendo a Punthy, que ladraba furiosamente.
—¡Kammamuri…! ¡Kammamuri…! —gritó una voz.
—Es Manciadi —exclamó el maharata.
En efecto, el bengalí, con gran rapidez, atravesaba la jungla hundiendo la espesa cortina de bambúes y agitando la carabina como un loco. Parecía presa de un gran terror.
—¡Kammamuri…! ¡Kammamuri! —repitió con voz entrecortada.
—¡Corre, Manciadi, corre! —gritó el maharata.
El bengalí, que corría rápidamente, en pocos minutos llegó a la cabaña. El miserable tenía la faz ensangrentada por una herida que se había hecho en la frente para inducir mejor a engaño y también tenía la túnica manchada de sangre.
—¡Patrón…! ¡Kammamuri! —exclamó, llorando desesperadamente.
—¿Qué te ha sucedido? —indagó Tremal-Naik con angustia.
—¡Han herido mortalmente a Aghur…! ¡Pobre de mí… no tengo la culpa, patrón… se nos han echado encima…! ¡Aghur! ¡Pobre Aghur!
—¿Lo han herido? —gritó Tremal-Naik con furor—. ¿Quién? ¿Quién?
—Los indios de los lazos… Estábamos sentados en un bosque de jaqueros —dijo el miserable continuando sus sollozos—. Se nos han echado encima antes de que pudiéramos tomar las armas y Aghur ha caído. Yo he tenido miedo y he huido.
—¿Cuántos eran?
—No lo sé. He escapado por milagro.
—¿Está muerto Aghur?
—No, patrón, no puede haber muerto. Lo han apuñalado, y luego ha desaparecido. Al escapar oí gritar al herido, pero no tuve el valor de volver a su lado.
—¡Eres un bellaco, Manciadi!
—Patrón, si hubiera vuelto me habrían matado —sollozó el bengalí.
—Kammamuri, quizás Aghur no esté muerto; es preciso ir a buscarlo y traerlo aquí —ordenó Tremal-Naik—. Llévate contigo a Darma y a Punthy. Con estos animales puedes hacer frente a cien hombres.
—¿Pero quién me guiará? —preguntó el maharata.
—Manciadi.
—¿Y tú quieres permanecer solo en la cabaña?
—Me basto para defenderme. Vete y no pierdas tiempo si quieres salvar al pobre Aghur. Manciadi, guía a este hombre al bosque.
—Patrón, tengo miedo.
—Guía a este hombre al bosque; si vacilas te hago destrozar por el tigre.
Tremal-Naik había pronunciado aquellas palabras de modo que Manciadi pudiera comprender que no se trataba de una broma. Simulando el máximo terror, el bengalí se unió al maharata, que se había armado con una carabina y un par de pistolas.
—Patrón —dijo Kammamuri—, si dentro de dos o tres horas no volvemos, significará que nos han asesinado. La canoa está en la orilla; piensa en ponerte a salvo.
—¡Nunca! —exclamó Tremal-Naik—. Te vengaré en Raimangal; calla y ponte en marcha.
El maharata y Manciadi, precedidos por el perro y el tigre, se lanzaron a la carrera en medio de la jungla.
El sol había desaparecido ya en el horizonte, pero surgía la luna, esparciendo una luz tenue, pero suficiente para guiar a los dos indios través de la selva de bambúes.
—Caminemos con precaución y en silencio —dijo Kammamuri a Manciadi.
—¿Tienes miedo, Kammamuri? —preguntó el bengalí.
—Creo que sí. Por suerte tenemos con nosotros a Darma, valiente animal que no teme a cincuenta hombres armados.
—Te advierto, Kammamuri, que yo no entraré en el bosque.
—Me esperarás donde te plazca y si quieres te dejaré a Punthy, bravo perro que sabe degollar a media docena de personas.
Manciadi, que ya había trazado su plan, condujo al maharata al sendero que había recorrido por la mañana y lo siguió durante tres cuartos de hora. Se detuvo en el borde del bosque de jaqueros.
—¿Es aquí? —preguntó Kammamuri, mirando con ansiedad por entre los árboles.
—Sí, aquí —respondió Manciadi, con actitud misteriosa—. Sigue este sendero que se adentra en el bosque y llegarás al estanque en cuyas orillas ha caído Aghur. Te espero aquí, escondido en esta densa espesura.
—¿Quieres el perro?
—Prefiero estar solo. Los indios no me descubrirán, estoy seguro.
—Dentro de media hora estaré de vuelta. Darma, dispuesto a caer ante el primer hombre que se presente ante nosotros; y tú lo mismo, Punthy.
El tigre dejó oír un pequeño rugido y se puso delante del maharata, con sus orejas enhiestas. El perro se puso detrás de él, enseñando los dientes.
—Muy bien —dijo Kammamuri—, nadie osará aproximarse sin el permiso de estos animales.
Entró en el bosque y avanzó por el sendero, sin hacer ruido, esperando oír algún lamento o alguna llamada que señalase la presencia de Aghur. Pero inútilmente.
Alargó el paso, apuntando una pistola a la derecha del sendero y la otra a la izquierda, y poco después llegó ante el estanque. Un haz de luz lunar iluminaba el terreno como en pleno día. Con indecible espanto, Kammamuri descubrió en tierra un cuerpo humano.
—¡Aghur! —exclamó Kammamuri sollozando.
Corrió como un loco hacia el estanque y se inclinó sobre el pobre compañero, que todavía tenía el lazo alrededor del cuello.
—¡Aghur! ¡Mi pobre Aghur! —repitió Kammamuri, con voz quebrada.
De repente lanzó un grito horrible y sus ojos se fijaron en una piedra contra la que estaba apoyada la cabeza de Aghur.
A los rayos de la luna leyó las siguientes palabras, escritas con letras de sangre:
«Kammamuri, Manciadi me ha asesina…».
El maharata se puso en pie. Comprendió la traición del bengalí y el peligro que corría su patrón.
—¡Darma! ¡Punthy! —gritó con voz entrecortada—. ¡A la cabaña! ¡A la cabaña…! Están matando al patrón.
Y se lanzó a través de la floresta precedido por el tigre y seguido por el perro.
Mientras Kammamuri corría como un gamo bajo las obscuras bóvedas de vegetación, el bengalí no había perdido el tiempo.
Cuando se quedó solo se había lanzado fuera de la espesura y había corrido precipitadamente hacia la cabaña, resuelto a estrangular a su segunda víctima.
Sabía que llevaba buena ventaja al maharata, pero, a pesar de ello, devoraba el camino con la velocidad de un proyectil temiendo que le pillasen en el momento de la realización el tigre y el perro, de los que podía temer todo.
Atravesó la jungla empleando menos de media hora y, después de haber preparado un segundo lazo, se detuvo en el límite del bosque.
—Tremal-Naik estará seguramente en guardia —murmuró—. Si me ve volver solo creerá que he abandonado a Kammamuri y me levantará la tapa de los sesos con una bala de carabina. Este hombre no bromea.
Separó un poco los bambúes y miró hacia el norte. A cuatrocientos pasos de distancia descubrió la cabaña y junto a ella a Tremal-Naik en pie con la carabina en la mano.
—¡Ah! —exclamó el miserable—. No será fácil matarlo, pero Manciadi es más astuto que un cazador de serpientes.
Reemprendió su carrera hacia el este trotando furiosamente durante seis o siete minutos y luego se lanzó a la llanura. La cabaña quedaba a su derecha y Tremal-Naik le mostraba un costado. Con un poco de astucia podía aproximarse y cogerlo por la espalda.
Prestamente tomó su resolución. Comenzó a deslizarse entre las hierbas como una serpiente, alargándose lo más posible para no ser visto por Tremal-Naik y procurando no hacer ruido.
El ligero vientecillo que curvaba dulcemente las altas cimas de los bambúes producía un ligero roce, suficiente para cubrir el reptar del hombre.
Avanzando así y deteniéndose para aguzar el oído y mirar a Tremal-Naik, que no parecía darse cuenta de nada, logró llegar a la cabaña.
Caminó sobre la punta de los pies y se detuvo a diez pasos de Tremal-Naik. Dirigió una última mirada a la jungla y no divisó a nadie.
En sus labios apareció una sonrisa cruel y sus ojos brillaron como los de un gato.
Un segundo más y la víctima caería para no volver a levantarse.
Hizo silbar rápidamente el lazo en torno a él y lo lanzó al tiempo que daba un salto hacia adelante.
Tremal-Naik cayó al suelo como un árbol desarraigado por el viento, pero, por casualidad, una mano se le había quedado presa en el lazo.
—¡Kammamuri! —gritó el desgraciado, cogiendo con la otra mano la cuerda y tirando hacia sí con desesperada energía.
—¡Muere! ¡Muere! —aulló el asesino arrastrándolo por el suelo. Tremal-Naik lanzó un segundo grito.
—¡Kammamuri! ¡Socorro!
—Aquí estoy —tronó una voz.
Manciadi rechinó los dientes con furor. En el borde de los bambúes había aparecido de improviso el maharata: ante él corría, con saltos gigantescos, el tigre, con Punthy a su costado.
Un relámpago rompió la oscuridad, seguido por una fragorosa detonación. Manciadi saltó y se lanzó como un loco hacia la orilla próxima.
Resonó un segundo disparo y Manciadi cayó en el río.