Al oír el rugido de guerra del felino, Tremal-Naik se despertó en seguida y se movió bruscamente, como para buscar su fiel cuchillo. El moribundo se había reanimado, como el soldado cuando oye el toque de trompeta que da la señal para la batalla.
—¡Kammamuri! —gritó con un esfuerzo supremo.
—¡No te muevas, señor! —dijo el maharata, que miraba a los ojos a la fiera, que seguía agazapada.
—¡El ti… gre! —repitió el herido.
—Yo me ocuparé de él. Vuelve a relajarte.
El maharata había empuñado una pistola y la había apuntado contra el tigre, pero no se atrevía a tirar, temiendo que no muriera inmediatamente y el disparo pudiera atraer la atención de los enemigos.
El tigre no se decidía a atacar. Se golpeó tres o cuatro veces los costados con la cola, como los gatos cuando están enfadados, lanzó un segundo rugido más fuerte que el primero y después comenzó a retroceder, levantando la tierra con sus potentes garras, sin despegar la vista del maharata, que le devolvía la mirada, impertérrito.
—¡Kamma…muri… el tigre! —volvió a balbucir Tremal-Naik esforzándose por levantarse con sus brazos.
—Se va, señor, no se atreve a atacar al cazador de serpientes y a su maharata. No te muevas y todo irá bien.
Inesperadamente el tigre enderezó las orejas, como si quisiera recoger algún ruido, lanzó un tercer rugido, menos fuerte que los otros, dio la vuelta rápidamente y desapareció en la jungla, dejando tras sí un olor característico.
Kammamuri se había levantado también, presa de una gran preocupación.
—¿Quién puede haberlo asustado? —se preguntó con ansiedad—. Sin duda se aproxima alguien.
Se lanzó hacia los árboles y examinó la jungla que estaba a unos cien pasos de distancia, pero no vio a nadie. Se apresuró a volver al lado de Tremal-Naik, que había caído de nuevo sobre su lecho de hojas, agotado por la fiebre.
—¿El tigre? —preguntó el herido con voz débil.
—Ha desaparecido, jefe —contestó el maharata, disimulando su inquietud—. Duerme y no pienses en nada.
Debían de ser más de las tres cuando rompió el silencio una especie de silbido potente y extraño. Era una especie de «niff-niff» muy agudo. El maharata, sorprendido y algo atemorizado, se levantó y aguzó el oído, conteniendo la respiración. Aquel misterioso «niff-niff» se repitió muy cerca.
—¡Este no es el tigre! —murmuró Kammamuri.
Armó la carabina, se arrastró sin hacer ruido hacia los árboles y miró.
A treinta pasos de él se movía un gran animal de más de doce pies de longitud y de formas pesadas y macizas. Kammamuri reconoció en seguida al enemigo que tenía delante y sintió que el miedo le encogía el corazón.
—Un rinoceronte —exclamó con voz entrecortada—. ¡Estamos perdidos…!
Ni siquiera levantó la carabina, pues sabía que la bala se habría aplastado en la piel, muy gruesa, del animal, más resistente que una plancha de acero. Podía alcanzar al monstruo en un ojo, el único punto vulnerable, pero el miedo de no dar en el blanco y de que le destripara el terrible cuerno o le aplastaran las monstruosas patas le sugirió la idea de quedarse quieto en la esperanza de que no le descubriera.
Permaneció allí algún tiempo y luego volvió lentamente al lado de su señor, poniéndose a arrancar todas las hierbas que pudo para esconder totalmente al herido.
El rinoceronte continuaba saltando por el lindero de la jungla. Se oía el terreno temblar bajo su peso, los bambúes partirse crujiendo, y su respiración formidable parecía el sonido de una ronca trompeta.
Inesperadamente Kammamuri vio al tigre encaramado a una de las ramas de un árbol cercano; sus ojos brillaban como los de un gato y sus garras arrancaban la corteza de la planta.
Apuntó rápidamente el fusil contra la fiera, que, desconcertada, saltó al suelo para refugiarse en la jungla, pero se encontró ante el rinoceronte.
Los dos formidables animales se miraron recíprocamente durante unos instantes. El tigre, que quizá sabía que no tenía las de ganar en una lucha con el brutal coloso, trató de huir, pero no tuvo tiempo.
El rinoceronte lanzó su bramido. Bajó la cabeza mostrando el afilado cuerno y se lanzó furiosamente contra la fiera, meneando rabiosamente su corta cola.
El choque fue terrible. El tigre dio un salto, cayendo sobre el lomo del coloso que, después de treinta o cuarenta pasos, se echó al suelo, obligándolo a dejarlo.
—¡Bien por el rinoceronte! —murmuró Kammamuri.
Los dos enemigos se levantaron con fulminante rapidez, lanzándose uno contra otro. El segundo asalto no fue afortunado para el tigre. El cuerno del rinoceronte le destrozó el pecho, lanzándolo por los aires.
Todo ello había ocurrido en pocos segundos; el coloso, satisfecho, emitió dos veces su sordo silbido y se internó en la jungla, poniéndose a devastar los bambúes, aunque sin alejarse del estanque.
Pasó algo de tiempo, y Kammamuri, que se consideraba ya seguro, vio el hocico triangular del rinoceronte apareciendo entre la vegetación. Se sintió perdido.
El rinoceronte les miró más con sorpresa que con cólera.
No se podía perder ni un instante. La sorpresa no duraría mucho, pues el rinoceronte se irrita fácilmente.
El maharata, al que la proximidad del peligro infundía valor, apuntó fríamente la carabina hacia uno de los ojos y disparó, pero la bala, mal dirigida, se aplastó contra la frente del animal, que tendió horizontalmente el cuerno, preparándose para atacar.
Afortunadamente, Kammamuri no había perdido su sangre fría. Al ver al animal todavía en pie dejó caer el arma, ya inútil, cogió en brazos a Tremal-Naik, corrió hacia el estanque y se metió en él hasta los hombros.
En aquel mismo momento el rinoceronte cargó con furia irresistible. En cuatro zancadas cruzó la distancia que les separaba y se metió pesadamente en el agua, salpicando barro y espuma.
Kammamuri, aterrado, trató de alejarse más, pero no lo consiguió.
Sus piernas se habían hundido en una arena muy densa y el pobre lanzó un grito desgarrador:
—¡Socorro!
Oyendo detrás de él sordos silbidos se volvió y vio al rinoceronte debatiéndose furiosamente y lanzando cornadas a diestro y siniestro; el coloso, arrastrado por su enorme peso, se había hundido también hasta más arriba del vientre y continuaba hundiéndose en las arenas movedizas.
—¡Socorro…! —repitió el maharata, esforzándose por mantener a su señor fuera del agua.
Un lejano ladrido respondió a la desesperada llamada. Kammamuri se estremeció: había oído aquel ladrido miles de veces. Pasó por su mente una loca esperanza.
—¡Punthy! —gritó.
Un perro negro, grande y vigoroso salió de la densa masa de bambúes y corrió hacia el agua ladrando con furor. Era realmente el fiel Punthy, que se lanzó contra el rinoceronte, tratando de morderle una oreja.
Casi en el mismo instante se oyó la voz de Aghur.
—¡Resiste, Kammamuri! —gritaba—. ¡Aquí estoy yo también!
El bengalí saltó por encima de unos densos matorrales, desapareció entre los bambúes y volvió a aparecer por la otra orilla del estanque. Armó rápidamente el fusil, apoyó una rodilla en tierra y disparó contra el rinoceronte. El animal, alcanzado en el cerebro a través de un ojo, cayó sobre un costado, desapareciendo parcialmente bajo el agua.
—No te muevas, Kammamuri —ordenó el diestro cazador—. Ahora te salvaremos; pero… ¿qué tiene el señor…? ¿Está herido?
—Calla y date prisa, Aghur —dijo el maharata, que temblaba todavía—. Hay enemigos en la jungla.
El bengalí desanudó rápidamente la cuerda que le ceñía el dubgah[10] y le lanzó uno de los cabos a Kammamuri, que lo agarró firmemente.
—Cógete bien —dijo Aghur.
Reunió todas sus fuerzas y comenzó a tirar. Poco a poco Kammamuri se fue liberando de las arenas y sintió que le arrastraban con su carga hacia la orilla, a la que trepó apresuradamente.
—Bien —preguntó Aghur, con ansiedad, mirando atemorizado al amo que yacía exánime en brazos del maharata—. ¿Qué le ha pasado?
—Lo han apuñalado. Pero ya te contaré después. Ahora date prisa, construye una camilla y partamos; dentro de poco se pondrán a perseguirnos.
Aghur no quiso saber más. Sacó el cuchillo, cortó seis o siete ramas, las ató con fibras vegetales y sobre aquella rudimentaria camilla amontonó unas cuantas brazadas de hojas. Kammamuri levantó lentamente al jefe, que aún no había vuelto en sí, y lo colocó encima.
—Vamos y silencio —ordenó Kammamuri—. ¿Tienes la barca?
—Sí, está embarrancada en la arena —contestó Aghur.
—¿Están cargadas tus pistolas?
—Las dos.
—Adelante, entonces, y mantén los ojos abiertos.
Los dos indios levantaron la camilla y se pusieron en marcha, precedidos por el perro, siguiendo un estrecho sendero abierto en medio de la jungla. En quince minutos llegaron al río, en el que flotaba la embarcación. Al subir a ella Punthy ladró.
—Cállate, Punthy —dijo Kammamuri, cogiendo los remos.
En vez de obedecer, el perro apoyó las patas en el borde de la embarcación y redobló sus ladridos. Parecía muy excitado.
Los dos indios miraron hacia la jungla, pero no vieron nada. Sin embargo, Punthy debía de haber oído algún ruido.
Colocaron las pistolas en los bancos, cogieron los remos y se alejaron de la orilla remontando el río. No habían recorrido todavía trescientos brazos cuando el perro se puso de nuevo aladrar rabiosamente.
—¡Alto! —gritó una voz autoritariamente.
Kammamuri se volvió empuñando una de las pistolas. En la orilla que habían abandonado había un colosal indio con el lazo en la mano derecha y el puñal en la izquierda.
—¡Alto! —repitió en tono de mando.
En vez de obedecer, Kammamuri disparó. El indio se dobló sobre sí mismo agitando los brazos y desapareció entre los matorrales.
—Vamos, Aghur, ¡rema! —gritó el maharata.
Y el bote se deslizó rápidamente sobre el agua mientras una voz potente, amenazadora, gritaba desde la orilla de la isla maldita:
—¡Nos volveremos a ver!