Kammamuri, tras separarse de Tremal-Naik, había tomado el camino que llevaba al río, tratando de seguir las huellas del indio que le precedía. Hay que decir, sin embargo, que el valiente maharata se alejaba de su señor a regañadientes y casi con remordimientos.
Como sabía que Tremal-Naik quería volver a ver a la misteriosa visión, temía que cometiese alguna locura, por lo que a cada dos pasos se detenía, titubeante, más dispuesto a volver sobre sus pasos, a pesar de la orden recibida, que a avanzar.
¿Cómo volver a la cabaña sabiendo que el señor se encontraba en la jungla maldita, donde los enemigos pululaban como los bambúes? Le parecía algo muy grave, completamente imposible, casi un delito.
No había recorrido todavía media milla cuando decidió volver, aun a costa de irritar a Tremal-Naik.
—Al fin y al cabo —dijo el valiente maharata—, un compañero podrá servirle para algo. Animo, Kammamuri, valor y mucho ojo.
Hizo una pirueta sobre sus talones y se dirigió de nuevo hacia el oeste, sin preocuparse del indio que le había precedido. Aún no había dado veinte pasos cuando oyó una voz desesperada que gritaba.
—¡Socorro! ¡Socorro!
Estuvo escuchando con una mano detrás de la oreja: la brisa nocturna que soplaba del oeste le llevó un silbido agudo.
—También por ahí sucede algo —murmuró el maharata, preocupado—. El que ha gritado debe estar a media milla de aquí, en la dirección tomada por mi señor. ¿Estarán asesinando a alguien?
Tenía mucho miedo de caer en manos de los indios, pero decidió proseguir.
Se colocó la carabina bajo el brazo y se dirigió hacia el oeste, apartando los bambúes con precaución. Precisamente en aquel momento sonó una detonación.
Al oírla el maharata sintió que se le helaba la sangre en las venas. Era la carabina de Tremal-Naik, que tantas veces había oído tronar en la jungla negra. La conocía demasiado bien y no podía equivocarse.
—¡Gran Siva! —murmuró entre dientes—. El señor se defiende.
La idea de que Tremal-Naik corría peligro le infundió un valor extraordinario. Despreciando toda precaución, olvidando que tal vez los indios le espiaban, se puso a correr hacia el lugar de donde había salido la detonación.
Un cuarto de hora después llegó a un pequeño claro donde se retorcía un objeto largo y manchado.
—¡Vaya, una pitón! —exclamó Kammamuri, que, acostumbrado a ver reptiles como aquél, no sentía ningún miedo.
Iba a alejarse para evitar que le pudiera atacar y triturar, cuando se dio cuenta de que el reptil no estaba entero y que a su lado yacía un cuerpo humano.
Sintió que se le erizaba el mechón de pelo que le crecía en la nuca.
—¿Será el señor? —murmuró.
Agarró la carabina por el cañón, se colocó ante el reptil que se debatía furiosamente, perdiendo sangre, y le aplastó la cabeza.
Una vez se hubo desembarazado del monstruo corrió hacia aquel cuerpo humano que no daba ya señales de vida.
—¡Visnú sea loado! —exclamó, lanzando un suspiro de alivio—. No es el señor.
En efecto, era un indio, aquél que, por lanzarse contra Tremal-Naik, había caído en los anillos de la serpiente.
El pobre diablo estaba irreconocible después del terrible abrazo del reptil. Tenía la boca desmesuradamente abierta y llena de una espuma sanguinolenta y los ojos se le salían de las órbitas.
Kammamuri estaba observando todavía al desdichado (cuyo final, a decir verdad, le importaba muy poco) cuando un ligero crujido de bambúes lo puso en guardia. Se agachó rápidamente y se tumbó entre las hierbas, permaneciendo inmóvil como el cadáver que tenía al lado.
Si no le habían visto todavía podía escapar a la mirada de los que habían movido los bambúes, pues las cañas eran altas.
El crujido había cesado casi en seguida, pero no había que fiarse. Los indios son pacientes como los pieles rojas de América y espían a la presa durante horas e incluso días, y Kammamuri, indio también, lo sabía.
Permaneció inmóvil bastante tiempo y después se atrevió a levantar la cabeza y mirar a su alrededor.
Inmediatamente se oyó un silbido y sintió que un lazo, que una mano hábil le había echado alrededor del cuello, le estrangulaba.
Contuvo el grito que iba a salirle de los labios y agarró fuertemente la cuerda, evitando así que lo estrangulase. Después se dejó caer de nuevo entre la hierba, retorciéndose como un agonizante.
La estratagema dio resultado.
El estrangulador que se mantenía escondido detrás de un grupo de cañas de azúcar salvaje, creyendo que la víctima iba a morir, salió de su escondrijo para rematarla a puñaladas. Pero Kammamuri, que mientras se agitaba había sacado una de sus dos pistolas y la había armado, la apuntó contra el atacante.
Una llamarada y una detonación: el estrangulador se tambaleó, se llevó las manos al pecho y cayó entre las hierbas.
Kammamuri se le echó encima con la segunda pistola.
—¿Dónde está Tremal-Naik? —le preguntó.
El estrangulador intentó incorporarse, pero volvió a caer. Le salió de la boca un chorro de sangre; abrió mucho los ojos, lanzó un gemido y quedó paralizado: estaba muerto.
—¡Escapemos! —murmuró el maharata—. Dentro de poco tendré detrás de mí a sus compañeros.
Se puso en pie y se dio a una precipitada fuga por el mismo sitio por donde había llegado, convencido de que el muerto era el indio que le había precedido y Tremal-Naik había conseguido salvarse.
Recorrió corriendo más de una milla, internándose cada vez más en la jungla y procurando mantener una misma dirección en todo momento para llegar a la orilla del río y allí esperar la vuelta del amo, al que no quería abandonar. Era medianoche cuando se encontró en el lindero de un bosque de cocoteros, soberbias plantas que superan en belleza a las palmeras y una sola de las cuales basta para proporcionar alimento, bebida e incluso vestido para toda una familia.
El maharata no se atrevió a avanzar más; trepó a una de aquellas plantas y estableció allí arriba su domicilio, seguro de que no le asaltarían los indios y menos todavía los tigres, de los que debía haber muchos en la isla.
Se acomodó allí arriba, se ató con la cuerda que le había cogido al estrangulador y, tranquilizado por el profundo silencio que reinaba, cerró los ojos.
No durmió más que unas horas, pues le despertó un estruendo infernal. Un numeroso grupo de chacales, salido de quién sabe donde, había rodeado el árbol y le honraba con una terrible serenata. Aquellos animales, bastante parecidos a los lobos, que pululan como hormigas en casi toda la India y cuyas mordeduras se consideran venenosas, daban saltos desesperados contra el árbol con aullidos que atemorizaban hasta a los que estaban acostumbrados a oírlos.
Kammamuri habría querido alejarlos con algún disparo, pero lo contuvo el temor de atraer a los indios, mucho más terribles que aquellas bestias, y se resignó a escuchar el concierto, que duró hasta el amanecer.
Entonces pudo gozar plenamente del sueño, que se prolongó más de lo que habría deseado, pues cuando volvió a abrir los ojos el sol había terminado casi su recorrido y descendía rápidamente hacia el horizonte. Kammamuri partió un coco maduro. Comió una parte y se volvió a poner en marcha, esta vez con intención de no llegar a la orilla sino de encontrar a Tremal-Naik.
Cruzó el bosque de cocos perdiendo varias horas, y, aunque la noche estaba bastante avanzada, volvió a la jungla desviándose hacia el sur. Continuó andando así hasta medianoche, deteniéndose de vez en cuando a inspeccionar el terreno con la esperanza de encontrar alguna huella de su señor. Sin esperanzas ya de descubrir ningún indicio, iba a buscar un árbol para pasar el resto de la noche cuando dos disparos que resonaron casi simultáneamente, le hicieron estremecerse.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Oh! ¡Malditos!
Corrió hacia el sur con la velocidad de un caballo hasta que llegó a un amplio claro en cuyo centro, iluminado por la luna, se erguía una grandiosa pagoda. Kammamuri dio algunos pasos y después retrocedió rápidamente, refugiándose de nuevo entre los bambúes.
Dos hombres habían salido de la pagoda y se dirigían a la jungla llevando a una tercera persona que parecía muerta.
—¿Qué significa eso? —murmuró el maharata, que iba de sorpresa en sorpresa.
Se alejó aún más, metiéndose en un denso matorral desde donde podía ver sin ser visto.
Los dos porteadores, a los que reconoció como indios, cruzaron rápidamente el claro, en dirección hacia donde él estaba, y se detuvieron cerca de los bambúes.
—Animo, Sonephur —dijo uno de ellos—. Echémoslo ahí en medio. Estoy seguro de que mañana por la mañana no encontraremos más que los huesos, si los tigres se dignan dejarlos.
Los dos miserables estallaron en una sonora carcajada.
—¡Vamos: uno, dos… tres!
Los dos indios hicieron oscilar el cuerpo y lo lanzaron entre los arbustos.
—¡Buena suerte! —gritó uno.
—¡Buenas noches! —dijo el otro—. Mañana por la mañana vendremos a hacerte una visita.
Y se alejaron riendo.
Kammamuri había asistido a la escena. Esperó a que los dos hombres estuvieran lejos y salió del escondrijo, aproximándose con curiosidad al cadáver.
Se le escapó de los labios un grito ahogado.
—¡El señor! —exclamó—. ¡Oh, malditos!
En efecto, aquel hombre era Tremal-Naik. Tenía los ojos cerrados, la cara terriblemente alterada y, clavado en el pecho, un puñal. Su ropa estaba toda manchada de la sangre que salía todavía de la profunda herida.
—¡Señor! ¡Pobre señor! —sollozó el maharata.
Apoyó las dos manos sobre su cuerpo y se estremeció como si hubiera tocado una pila eléctrica. La parecía haber sentido cómo latía el corazón.
Acercó el oído y escuchó atentamente, conteniendo la respiración. No se equivocaba: Tremal-Naik no estaba muerto todavía.
—¡Le salvaré! —murmuró el fiel servidor—. Adelante, Kammamuri: actúa sin perder tiempo.
Con precaución le quitó a Tremal-Naik el kurly, dejando al descubierto el ancho pecho. Tenía el puñal clavado entre la sexta y la séptima costilla pero no le había tocado el corazón.
La herida era terrible, pero Kammamuri, que entendía más que un médico, sabía lo que debía hacer.
Cogió delicadamente el arma y lentamente, sin movimientos bruscos, la extrajo de la herida: salió un chorro de sangre caliente y roja. Era buena señal.
—Se curará —dijo el maharata.
Arrancó un trozo del kurly y detuvo la hemorragia, que podía ser fatal para el herido.
Ahora se trataba de buscar un poco de agua y hojas de youma para exprimirlas sobre la herida y acelerar la cicatrización.
—Hay que alejarse de aquí a toda costa para encontrar algún estanque —murmuró el maharata—. Tremal-Naik es fuerte, un hombre de acero, y soportará el transporte sin que se agrave la herida. Animo, Kammamuri.
Reunió todas sus fuerzas, lo levantó en brazos lo más delicadamente que pudo, se alejó tambaleándose y se dirigió hacia el este, es decir, hacia el río.
Descansando cada cien pasos para tomar aliento y para ver si su amo continuaba dando señales de vida, sudoroso, sosteniéndose a duras penas sobre sus piernas, Kammamuri recorrió más de una milla y se detuvo a orillas de un estanque de agua cristalina, rodeado por una triple fila de pequeños bananos y cocoteros.
Dejó al herido sobre una densa capa de hojas y aplicó retales mojados a la llaga sanguinolenta. Al sentir aquel contacto salió de los labios de Tremal-Naik un débil suspiro que parecía un gemido ahogado.
—¡Señor! ¡Señor! —llamó el maharata.
El herido agitó las manos y abrió los ojos mirando a Kammamuri.
Un rayo de alegría iluminó su rostro de bronce.
—¿Me reconoces, señor? —preguntó el maharata.
El herido hizo un signo afirmativo con la cabeza y movió los labios como para hablar, pero no articuló más que un sonido confuso, incomprensible.
—No puedes hablar todavía —dijo Kammamuri—. Puedes estar seguro señor, de que nos vengaremos de esos miserables que te han dejado así.
La mirada de Tremal-Naik brilló como el fuego y apretó los dedos, arrancando las hojas. Lo había entendido sin duda.
—Calma, calma, señor. Ahora buscaré unas hierbas que te irán muy bien: dentro de cuatro o cinco días abandonaremos estos lugares y te conduciré a la cabaña para que termines de recuperarte.
Le recomendó otra vez silencio e inmovilidad total, buscó entre las hierbas en un radio de veinte o treinta pasos para asegurarse de que no escondían ninguna de las terribles serpientes llamadas rubdira mandali[8] cuya mordedura hace, como se suele decir, sudar sangre, y se alejó arrastrándose.
Poco después encontró algunas plantas de youma[9], vulgarmente llamada lengua de serpiente, cuyo jugo es un bálsamo valiosísimo para las heridas.
Recogió una buena cantidad y se disponía a volver, pero después de unos pasos se detuvo con las manos en las culatas de las pistolas.
Le había parecido ver una masa negra moviéndose silenciosamente entre los bambúes; tenía más la forma de un animal que la de un ser humano. Olfateó el aire y notó un olor a fiera muy pronunciado.
—Atención, Kammamuri —murmuró—. Tenemos cerca a un tigre.
Se colocó entre los dientes el cuchillo y avanzó intrépidamente hacia el estanque, mirando cuidadosamente a su alrededor. Esperaba encontrarse de un momento a otro ante el feroz carnívoro, pero llegó a los árboles sin haberlo visto siquiera.
Tremal-Naik estaba en el mismo lugar que antes y parecía adormilado, de lo que se alegró el maharata. Se colocó al lado la carabina y las pistolas para estar preparado para utilizarlas, masticó las hierbas a pesar de su insoportable amargor y las aplicó sobre la llaga.
—Así está bien —dijo frotándose alegremente las manos—. Mañana el señor estará mejor y podremos alejarnos de este lugar, que no me parece muy seguro. Dentro de unas horas los indios irán a la jungla y al no encontrar el cadáver se pondrán a buscarlo y…
Un rugido terrible le interrumpió la frase. Volvió rápidamente la cabeza, alargando instintivamente las manos hacia las armas.
Allí, a quince pasos de distancia, había un enorme tigre real que lo miraba con dos ojos que brillaban con reflejos acerados.