V. La Virgen de la Pagoda

Aquella pagoda, del más puro estilo indio, era la más bella que Tremal-Naik había visto en las sunderbunds. Construida toda en granito gris, tenía más de sesenta pies de altura sobre una base de más de cuarenta de anchura y estaba rodeada por magníficas columnas, esculpidas con el arte que distingue a la raza india.

A medida que se elevaba la pagoda iba estrechándose hasta terminar en una especie de cúpula que culminaba en una gigantesca bola de metal que sostenía a la misteriosa serpiente con cabeza de mujer, y las paredes estaban cubiertas por una multitud de extrañas esculturas que representaban muchas figuras de la mitología india, así como gran número de monstruos espantosos y cabezas de elefantes con las trompas extendidas.

Tremal-Naik se había detenido de repente, sorprendido al hallarse ante un templo donde no pensaba encontrar más que la salvaje jungla.

Lanzó una mirada a su alrededor. Se encontraba en una especie de claro de una extensión de más de media milla y libre de matorrales y bambúes.

Tuvo por un momento la idea de volver atrás y refugiarse de nuevo en la jungla, pero mirando la parte superior de la pagoda pensó que ésta podía ser un buen escondrijo.

Con sorprendente rapidez subió a una columna y desde allí se lanzó sobre la pared del templo, agarrándose a las piernas de las divinidades, trepando por sus cuerpos, colocando los pies sobre sus cabezas, sujetándose a las probóscides de los elefantes y a los cuernos de los bueyes del dios Siva.

Debían de ser las dos de la madrugada cuando, tras efectuar una veintena de acrobacias capaces de helarle la sangre a un gimnasta y de correr otras tantas veces el peligro de caer y romperse el cráneo, llegó a la cúpula. Con un último impulso se agarró a la gigantesca bola de metal, culminada por la serpiente con cabeza de mujer.

Con gran sorpresa, se encontró haciendo equilibrios sobre una ancha abertura, profunda y oscura como un pozo, cruzada por una barra de bronce, en la que pudo apoyar los pies.

—¿Dónde estoy? —se preguntó—. Este pozo debe de conducir sin duda al interior de la pagoda.

Abandonó la gran bola y se agarró a la barra mirando hacia abajo, pero no vio más que tinieblas; aguzó el oído, pero allí abajo reinaba el silencio más profundo, señal evidente de que en aquel momento no había nadie en la pagoda. Había una cuerda bastante gruesa, formada por un vegetal brillante y muy flexible, atada a la barra y que desaparecía por la abertura. La cogió y tiró con todas sus fuerzas; se dio cuenta en seguida de que en el cabo inferior debían de haber atado un cuerpo bastante pesado, que al moverse ondeó tintineando.

—Debe ser una lámpara —dijo Tremal-Naik.

Inesperadamente le pasó por la cabeza un pensamiento. ¿Y si era precisamente aquélla la pagoda de la Virgen de la que había oído hablar en la jungla?

Fue un relámpago. Se agarró a la cuerda y se puso a descender en las tinieblas, aunque ignoraba dónde podía ir a parar y lo que le esperaba allí abajo. Unos minutos después sus pies chocaban contra un objeto de forma redondeada que emitió un sonido metálico que repitieron los ecos del templo.

Iba a inclinarse para ver de qué se trataba cuando llegó a sus oídos un crujido parecido al de una puerta que gira sobre sus bisagras. Miró hacia abajo y le pareció ver una sombra que se movía sin producir ningún ruido.

Con una mano empuñó una pistola, decidido a vender cara su vida si le descubrían, y esperó con la inmovilidad de una estatua de granito.

Llegó hasta él un suspiro profundo.

—¡Heme aquí, horrible divinidad! —exclamó una voz de mujer que sacudió a Tremal-Naik hasta el fondo de su alma.

En el colmo de su sorpresa oyó el ruido de un líquido que caía al suelo y sintió que se esparcía por el aire un perfume suave.

—¡Te odio! —exclamó la misma voz con gran amargura—. Te odio, espantosa divinidad, malditos sean los asesinos que me obligan a servirte.

Un estallido de llanto siguió a la maldición lanzada por aquel ser misterioso. Tremal-Naik se estremeció de nuevo y por un momento tuvo la idea de dejarse caer en el vacío, pero la desconfianza lo contuvo. Por otra parte, era demasiado tarde, pues la sombra se había alejado, desapareciendo en las tinieblas, y poco después oyó el crujido de la puerta que se cerraba.

Cuando estuvo seguro de encontrarse solo otra vez, el cazador de serpientes se descolgó hasta abajo y puso sus pies sobre un objeto duro y desigual, que al tocarlo emitió el sonido que caracteriza a los cuerpos metálicos y especialmente a los de bronce.

—¿Qué es esto? —murmuró.

Se inclinó, apoyó las manos en aquella mole de bronce y se descolgó hasta tocar tierra. Sus pies resbalaron sobre una superficie lisa y mojada.

—Aquí es donde ha vertido el perfume —dijo—. Mañana sabré si es la mujer que busco.

Dio seis o siete pasos a tientas en las tinieblas y luego se acurrucó en el suelo, esperando que un rayo de luz iluminase aquel templo misterioso.

Pasaron casi dos horas sin que ningún sonido alterase el fúnebre silencio que reinaba en aquel lugar; arriba, por la abertura, el cielo comenzaba a iluminarse y los astros a palidecer ante la primera luz del alba. Tremal-Naik, con los ojos bien abiertos y aguzando el oído en la más completa inmovilidad, seguía esperando, con la paciencia que caracteriza a las razas asiáticas.

Hacia las cuatro el sol apareció inesperadamente en el horizonte, iluminando la gran bola de bronce que culminaba la pagoda, y por la gran abertura bajó un haz de luz. Tremal-Naik se puso de pie sorprendido, desconcertado por el espectáculo que aparecía ante sus ojos.

Se encontraba bajo una inmensa cúpula, cuyas paredes estaban curiosamente pintadas. Las primeras diez encarnaciones de Visnú, el dios protector de los indios, que tiene su residencia en el Vaicondu o mar de leche de la serpiente Adissescieu, estaban pintadas circularmente, y las imágenes del dios estaban rodeadas por los principales deverkeli[6] o semidioses venerados por los indios, protectores de los ocho ángulos del mundo, habitantes del sorgou, el paraíso de los que no tienen méritos suficientes para ir al cailasson o paraíso de Siva. Hacia la mitad de la cúpula estaban esculpidos los cateros, gigantescos genios del mal que, divididos en cinco tribus, van errando por el mundo, del que no pueden salir y en el que no pueden merecer la beatitud prometida a los hombres sin antes haber recogido gran número de plegarias.

En el medio de la pagoda se elevaba una gran estatua de bronce, que representaba una mujer con cuatro brazos, uno de los cuales blandía una larga daga y otro una cabeza.

Un gran collar de calaveras le bajaba hasta los tobillos y le ceñía las caderas un cinturón de manos y brazos cortados.

La cara de aquella horrible mujer estaba tatuada y sus orejas adornadas con pendientes; la lengua, pintada de un rojo intenso, del color de la sangre, sobresalía más de un palmo de los labios que esbozaban una feroz sonrisa; estrechaban sus muñecas grandes brazaletes y sus pies se posaban sobre el cuerpo derribado de un gigante cubierto de heridas.

Otro objeto extraño era una balsa de mármol blanco engastada en las brillantes piedras del suelo. Estaba llena de agua limpísima y se veía nadar en ella un pequeño pez de un bonito color amarillo dorado que se parecía bastante a un mango del Ganges.

Tremal-Naik no había visto jamás nada semejante. Se había detenido ante la monstruosa divinidad y la contemplaba con una mezcla de estupor y miedo cuando un ligero crujido llegó a sus oídos. Se volvió con la carabina en las manos, pero en seguida retrocedió hasta la monstruosa divinidad, conteniendo a duras penas un grito de estupor y alegría.

Ante él, apoyada en una puerta dorada, estaba una muchacha de maravillosa belleza, con el más angustioso terror reflejado en la cara. Era esbelta como un junco de formas elegantísimas.

Sus facciones eran de una belleza antigua, animadas por la fúlgida expresión de la mujer angloindia.

Tenía la piel rosada, de una suavidad incomparable; los ojos grandes, negros y brillantes como diamantes; una nariz recta que nada tenía de india y labios delgados, coralinos, medio abiertos por el estupor sobre dos filas de dientes de deslumbrante blancura. Su abundante cabellera, de un negro fuliginoso, separada en la frente por un ramillete de gruesas perlas, estaba recogida y entrelazada con flores de suave perfume.

Al entrar la muchacha, Tremal-Naik había retrocedido hasta la monstruosa estatua de bronce.

—¡Ada! ¡Ada! ¡La aparición de la jungla! —exclamó con voz alterada.

No supo decir nada más y se quedó allí, callado, extasiado, mirando a aquella soberbia criatura que continuaba observándolo con profundo terror. Inesperadamente la muchacha dio un paso, dejando caer al suelo el amplio sari[7] de seda ribeteado por una ancha franja de dibujos azules que la cubría como una gran capa. La envolvió un haz de luz deslumbrante.

Aquella joven estaba literalmente cubierta de oro y piedras preciosas de inestimable valor. Le colgaban del cuello muchos collares de perlas y diamantes del tamaño de nueces y grandes brazaletes en los que brillaban las piedras preciosas, que le adornaban los brazos desnudos; una coraza de oro incrustada de diamantes y adornada en el medio por la misteriosa serpiente con cabeza de mujer le cubría el busto; un ancho chal de cachemira bordado en plata le ceñía las caderas y los anchos calzones de seda blanca que le bajaban hasta los pies pequeños y desnudos estaban sujetos en los tobillos por aros de coral de un hermoso color rojo. Un rayo de sol que había entrado por una estrecha abertura al iluminar aquella abundancia de oro y brillantes había sumergido inesperadamente a la jovencita en un mar de luz cegadora.

Tremal-Naik la miraba fascinado.

—¡La visión! ¡La visión! —repitió por segunda vez.

La muchacha miró a su alrededor, turbada, y se llevó un dedo a los labios, como para indicarle que callara; después caminó directamente hacia él.

—¡Desventurado! —dijo con miedo—. ¿Por qué has venido aquí?

El cazador de serpientes había caído de rodillas ante ella, casi sin quererlo.

—Soy Tremal-Naik, el cazador de serpientes, y haré cualquier cosa por ti, aunque tenga que exterminar a todos los que te tienen prisionera.

—No hables así, Tremal-Naik.

—¿Por qué…? Oye, muchacha: yo no había visto nunca una cara de mujer en mi jungla poblada sólo por los tigres. Cuando te vi por primera vez a los últimos rayos de sol del atardecer, detrás de aquel matorral de musenda, me estremecí hasta el fondo de mi corazón. Me pareciste una divinidad bajada del cielo.

—¡Calla! ¡Calla! —replicó con voz entrecortada la joven, escondiendo la cara entre las manos.

—¡No puedo callar! —exclamó Tremal-Naik—. Cuando desapareciste me pareció que me arrancaban algo del corazón. Me bailaba ante los ojos tu imagen, la sangre corría más rápida por mis venas y parecía que me hubieras embrujado.

—¡Tremal-Naik! —murmuró con ansia la muchacha.

—Pasaron quince días. Todos los días al ponerse el sol te volvía a ver detrás de aquel matorral y me sentía feliz junto a ti; me sentía transportado a otro mundo, parecía otro hombre. Tú no me hablabas, pero me mirabas, y eso me bastaba.

Se detuvo jadeante y la muchacha le miró con ojos humedecidos.

—¿Por qué has venido, desdichado, a remover en mi corazón una vana esperanza? ¿No sabes que este lugar es maldito, está prohibido sobre todo a quien amo?

—¿Entonces es cierto que me amas? ¿Es cierto que venías cada tarde detrás de la musenda porque me amabas? —preguntó Tremal-Naik—. ¿Qué importa que sea un lugar maldito? Yo soy fuerte, tan fuerte que por ti derribaría este templo y destrozaría ese horrible monstruo ante el cual viertes perfumes.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo vi anoche.

—¿Estabas aquí anoche?

—Sí, estaba aquí, o, mejor dicho, allí arriba, agarrado a aquella lámpara, precisamente sobre su cabeza.

—Pero, ¿quién te trajo al templo?

—La suerte, o, para ser más precisos, el lazo de los hombres que habitan esta tierra maldita.

—¿Te han visto?

—Me han perseguido.

—¡Ah! ¡Estás perdido, desdichado! —exclamó la muchacha con desesperación.

Tremal-Naik se lanzó a su encuentro.

—Dime, ¿qué misterio es éste? —preguntó—. ¿Porqué tanto terror? ¿Qué significa esa monstruosa figura que necesita perfumes? ¿Qué ese pez dorado que nada en la balsa? ¿Qué significa esa serpiente con la cabeza de mujer que llevas esculpida en la coraza? ¿Qué son esos hombres que estrangulan a sus semejantes y viven bajo tierra? ¡Lo quiero saber, Ada!

—No me preguntes, Tremal-Naik. ¡Si supieras el terrible destino que pesa sobre mí!

—Pero yo soy fuerte.

—¿De qué sirve la fuerza contra esos hombres? Te destrozarán como a un bambú. ¿No desafían también al poder de Inglaterra? Son fuertes, Tremal-Naik, y tremendos.

—¿Pero quiénes son?

—No puedo decírtelo.

—Entonces… ¡desconfías de mí! —exclamó Tremal-Naik con rabia.

—¡Tremal-Naik! ¡Tremal-Naik! —murmuró la infeliz jovencita con acento desconsolado—. Pesa sobre mí una condena terrible, espantosa, que cesará sólo cuando muera. Yo te amo, valiente hijo de la jungla, pero…

—Júralo ante ese monstruo.

—¡Lo juro! —dijo la joven tendiendo la mano hacia la estatua de bronce.

—¡Jura que serás mi mujer…!

Las facciones de la muchacha se contrajeron súbitamente.

—Tremal-Naik —murmuró con voz apagada—, quisiera ser tu mujer, pero el día en que un hombre me toque el lazo de los vengadores acabará con mi vida.

El llanto ahogó su voz y su cara se llenó de lágrimas. Tremal-Naik lanzó un sordo rugido y apretó los puños.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó, profundamente conmovido—. Tus lágrimas me hacen daño. Dime lo que he de hacer; manda y yo te obedeceré como un humilde esclavo. ¿Quieres que te lleve lejos de aquí?

—¡Oh, no, no! —exclamó la joven con terror—. Significaría la muerte de ambos.

La jovencita callaba, sollozando. Tremal-Naik la atrajo suavemente hacia sí e iba a hablar cuando fuera resonó la aguda nota del ramsinga.

—¡Huye! ¡Huye, Tremal-Naik! —exclamó la muchacha, fuera de sí por el miedo—. ¡Huye o estamos perdidos!

—¡Maldita trompeta! —bramó Tremal-Naik apretando los dientes sin moverse.

—¡Huye, desdichado, huye!

Por toda respuesta, Tremal-Naik recogió la carabina que estaba en el suelo, y la armó. La muchacha comprendió que aquel hombre era imperturbable.

—¡Ten piedad de mí! —dijo con angustia.

—Juro ante mi dios que mataré al primer hombre que se atreva a levantarte la mano —declaró el cazador de serpientes.

—Entonces quédate, pues no puedo convencerte. ¡Te salvaré yo! —decidió la joven.

Recogió su sari y se dirigió hacia la puerta por la que había entrado. Tremal-Naik se lanzó hacia ella para detenerla.

—¿Adonde vas? —le preguntó.

—A recibir al hombre que va a llegar y a impedirle que entre aquí. Volveré contigo a medianoche. Entonces se cumplirá la voluntad de los dioses y quizás… huyamos.

—¿Cómo te llamas?

—Ada Corishant.

La jovencita se envolvió en el sari, miró por última vez con ojos húmedos a Tremal-Naik y salió conteniendo un sollozo.