IV. En la jungla

Al oír la inesperada detonación, los indios se habían puesto en pie con el lazo en la mano derecha y el puñal en la izquierda. Viendo a su jefe debatiéndose en el suelo cubierto de sangre olvidaron por un momento al atacante para acudir en su ayuda. Ese momento bastó para que Tremal-Naik y Kammamuri se dieran a la fuga sin que les vieran.

A pocos pasos estaba la jungla, cubierta de densos matorrales espinosos y bambúes gigantescos que prometían recónditos refugios. Los dos indios se internaron en ella, corriendo desesperadamente durante cinco o seis minutos, y después se desplomaron bajo un grupo muy denso de bambúes.

—Si le tienes apego a la vida —le dijo rápidamente Tremal-Naik a Kammamuri—, no te muevas.

—¡Ah, señor! ¿Qué has hecho? —dijo el pobre maharata—. Los tendremos a todos encima y nos estrangularán como hicieron con el desventurado Hurti.

—He vengado a mi compañero. Además, no nos encontrarán.

En la jungla resonaron tres notas agudas, las notas del ramsinga, y bajo tierra se oyó el estruendo de poco antes. Los dos cazadores se encogieron y aguantaron incluso la respiración mientras a poca distancia de ellos pasaban velozmente algunos perseguidores perdiéndose entre la vegetación.

—Creen que estamos muy lejos y corren con la esperanza de alcanzarnos. Dentro de unos minutos no tendremos ni un solo hombre a nuestra espalda —murmuró Tremal-Naik.

—Desconfiemos, señor. Esos hombres me dan miedo.

—No temas, que estoy yo aquí. Calla y mantente alerta.

En la lejanía se oyó todavía algún grito, algún silbido que parecía y debía de ser una señal; después se hizo el silencio, pues los indios, siguiendo una pista falsa, se habían alejado mucho.

—Kammamuri —dijo Tremal-Naik—, podemos ponernos en marcha. Creo que los indios han pasado de largo y están en el corazón de la jungla.

—¿Y adonde iremos? ¿Al banian acaso?

—Sí, maharata.

—¿Quieres meterte allí adentro?

—Ahora no, pero mañana por la noche volveremos y descubriremos el misterio. ¿Has oído lo que ha dicho el viejo?

—Sí, señor.

—Tal me equivoque, pero me pareció que hablaba de mí y sospecho que esa virgen es… Ada.

—¡Silencio, señor! —murmuró Kammamuri con voz apagada. Tremal-Naik levantó la cabeza y miró a su alrededor, observando con atención la negra masa de bambúes, pero no vio a nadie. Aguzó los oídos aguantando la respiración y se estremeció. En la dirección indicada por el maharata se oía un ligero ruido; parecía que una mano apartase con gran precaución las anchas hojas, duras y espesas como el cuero, de las gigantescas plantas.

El crujido crecía y se aproximaba, pero muy lentamente. Poco después apareció un indio, que se inclinó hacia el suelo, llevándose una mano al oído. Se quedó así un minuto y después se levantó y pareció olfatear el aire.

—¡Gary! —susurró.

Otro indio salió de los bambúes, a seis pasos de distancia.

—¿No oyes nada? —preguntó al recién llegado.

—Nada en absoluto.

—Sin embargo, me había parecido oír un murmullo.

—Te habrás equivocado. Estamos sobre una pista falsa.

—¿Dónde están los demás?

—Todos delante de nosotros, Gary. Se teme que los hombres que se han atrevido a desembarcar aquí intenten algo en la pagoda.

—¿Por qué?

—Hace quince días vieron a la Virgen de la pagoda haciendo señales a un hombre que tal vez quiere liberarla.

—¿Y quién es ese hombre que vio la cara de la Virgen?

—Un hombre formidable, Gary, y capaz de todo: es el cazador de serpientes de la jungla negra.

—Ha de morir.

—Morirá, Gary: por mucho que corra lo alcanzaremos y nuestros lazos lo estrangularán. Ahora tú camina en línea recta hasta la orilla del río; yo voy a la pagoda a vigilar el sueño de la Virgen.

Los dos indios se separaron, tomando caminos diferentes. En cuanto cesó el ruido, Tremal-Naik, que había oído toda la conversación, se puso en pie.

—Kammamuri —dijo con viva emoción—, hemos de separarnos. Ya los has escuchado: saben que he desembarcado y me buscan. Seguirás al indio que se dirige al río y en cuanto puedas llegarás a la otra orilla. Yo seguiré al otro.

—¿Por qué no vienes tú también a la otra orilla?

—He de ir a la pagoda.

—¡Oh, no lo hagas, señor!

—Estoy decidido. En la pagoda está la mujer a la que creía una aparición y a la que ahora quiero liberar de esos malditos. ¡Ve, Kammamuri!

Kammamuri emitió un profundo suspiro que más parecía un gemido y se levantó.

—Señor —preguntó conmovido—, ¿dónde nos volveremos a ver?

—En la cabaña, si no me matan: ¡vete!

El maharata se internó en la jungla siguiendo los pasos del indio, hacia la orilla. Tremal-Naik se quedó mirándolo, con los brazos cruzados y la frente fruncida. Después se colocó la carabina en bandolera, lanzó una última mirada a su alrededor y se alejó rápida y silenciosamente, siguiendo la pista del segundo indio, que no debía de estar muy lejos.

El camino era difícil y muy intrincado. El terreno estaba cubierto por una red de bambúes que alcanzaban una altura realmente extraordinaria.

Un hombre que desconociera aquellos parajes se habría perdido sin duda entre aquellos gigantescos vegetales y le habría resultado imposible dar un paso sin hacer ruido, pero Tremal-Naik, que había nacido y crecido en la jungla, se movía por ella con sorprendente rapidez y seguridad, sin producir el menor crujido.

No caminaba, pues ello habría sido imposible, sino que se arrastraba como un reptil de planta a planta, sin detenerse ni dudar sobre el camino a seguir. De vez en cuando apoyaba el oído en el suelo y estaba seguro de no perder la pista del indio que le precedía, pues el terreno transmitía el paso de éste, por ligero que fuera.

Había recorrido ya más de una milla cuando se dio cuenta de que el indio se había detenido inesperadamente. Apoyó tres o cuatro veces el oído en tierra, pero el terreno no transmitía ningún ruido; se incorporó escuchando con gran atención, pero no captó ningún crujido. Tremal-Naik comenzó a preocuparse.

Recorrió arrastrándose tres o cuatro metros más y después levantó la cabeza, pero la volvió a bajar casi en seguida. Había chocado contra un cuerpo blando que pendía y que se había retirado inmediatamente.

Intuyó en seguida lo que tenía sobre su cabeza; se echó rápidamente a un lado, desenvainando el cuchillo, y miró hacia arriba.

Entre los bambúes se había oído un crujido inesperado y un cuerpo oscuro, ondulado, bajó sinuosamente por una de aquellas plantas. Era una monstruosa pitón, de más de veinticinco pies de longitud, que se alargaba hacia Tremal-Naik en la esperanza de envolverle en sus anillos y triturarlo con uno de sus característicos abrazos que nadie resiste.

El reptil había descendido tanto que con la cabeza tocaba al cazador de serpientes, pero éste se mantenía tendido en el suelo para impedir que la pitón le envolviese entre sus anillos. Cuando vio que el reptil se levantaba y enrollaba en parte sobre sí mismo se apresuró a arrastrarse a cinco o seis metros de distancia. Se consideraba ya fuera del alcance de la serpiente y se había vuelto ya para levantarse cuando a siete u ocho metros de distancia, muy cerca del lugar ocupado por el reptil, había aparecido inesperadamente un indio de gran estatura, muy delgado, armado de un puñal y de una especie de lazo que terminaba en una bola de plomo.

En el pecho llevaba tatuada una misteriosa serpiente con cabeza de mujer, rodeada de letras en sánscrito.

—¿Qué haces aquí? —gritó aquél indio en tono amenazador.

—¿Y tú que haces? —replicó despectivamente Tremal-Naik—. ¿Eres acaso uno de esos miserables que se divierten asesinando a las personas que desembarcan aquí?

—Sí, y eso es lo que haré contigo.

Tremal-Naik se puso a reír, mirando el reptil, que empezaba a desenrollar sus anillos, ondeando sobre la cabeza del indio que finalmente se dio cuenta del peligro que le amenazaba. Pero era demasiado tarde. El enorme reptil se dejó caer encima de él y en un instante lo envolvió entre sus anillos, estrechándolo hasta hacerle crujir los huesos.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó el desventurado abriendo mucho los ojos.

Tremal-Naik, con un movimiento espontáneo, se lanzó hacia el indio. De un terrible tajo cortó en dos trozos la pitón, que silbaba rabiosamente, cubriendo a la víctima de baba sanguinolenta. Iba a seguir cuando oyó bambúes que se agitaban furiosamente en varios sitios.

—¡Ahí está! —gritó una voz.

Eran otros indios que corrían hacia allí, compañeros del infeliz al que al reptil, aunque partido en dos, destrozaba, haciéndole chorrear la sangre de las carnes. Tremal-Naik comprendió el peligro que corría y se lanzó a una precipitada fuga por la jungla.

—¡Ahí está! —repitió la misma voz—. ¡Fuego! ¡Fuego!

Un disparo de arcabuz resonó, despertando todos los ecos de la selva, y después otro, y un tercero. Tremal-Naik, milagrosamente escapado de los proyectiles, empuñó la carabina y la apuntó contra los asaltantes, que corrían hacia él con los puñales entre los dientes y los lazos en la mano, dispuestos a estrangularlo.

Del cañón salió una lengua de fuego. Un indio lanzó un grito terrible, se llevó las manos a la cara y cayó rodando entre la hierba.

Tremal-Naik reanudó su carrera desenfrenada, saltando a derecha y a izquierda para impedir que los enemigos le acertaran. Cruzó un grupo de bambúes que derribó furiosamente y se internó en la densa jungla, despistando a sus perseguidores.

Corrió así durante un cuarto de hora. Cuando se detuvo se encontraba a doscientos pasos de una magnífica pagoda que se erguía aislada en la orilla de un gran estanque bordeado por colosales ruinas.