III. El vengador de Hurti

Los banian, llamados también almoral o higueras de las pagodas, son los árboles más extraños y gigantescos que se pueda imaginar.

Tienen la altura y el tronco de nuestras mayores encinas, y de las innumerables ramas tendidas horizontalmente descienden finísimas raíces aéreas que en cuanto llegan al suelo se hunden y crecen rápidamente, infundiéndole nueva vida a la planta.

De esta manera las ramas se alargan cada vez más, generando nuevas raíces y, por lo tanto, nuevos troncos cada vez más alejados, de forma que un solo árbol forma un bosque sostenido por centenares de curiosas columnas, bajo las cuales los sacerdotes de Brahma colocan a sus ídolos. En la provincia de Guserate existe un banian llamado Cobir bor, muy venerado por los indios, al que le atribuyen tres mil años de antigüedad; tiene una circunferencia de dos mil pies y más de tres mil columnas, o raíces. Antiguamente era mucho más extenso, pero las aguas del Nerbudda destruyeron una parte, pues se llevaron una porción de la isla en la que crece.

El banian bajo el cual los dos indios iban a pasar la noche era uno de los más gigantescos, con más de seiscientas columnas que sostenían enormes ramas cargadas de pequeños frutos rojos, y tenía un tronco de gran grosor, aunque cortado a una cierta altura, al lado del cual se sentaron Tremal-Naik y Kammamuri con la carabina apoyada en las rodillas.

—Alguien vendrá —dijo bajando la voz el cazador de serpientes—. Silencio y mantened los ojos bien abiertos.

Sacó de su bolsillo una hoja semejante a la de la hiedra, conocida en la India como betel[5] de sabor amargo y un poco punzante, añadió un trozo de hueso de areca y se puso a masticar esta mezcla, de la que se dice que conforta el estómago, fortalece el cerebro, preserva los dientes y evita el mal aliento.

Pasaron dos horas, largas como siglos, durante las cuales ningún ruido rompió el silencio que reinaba bajo la densa sombra del gigantesco árbol. Debía de ser medianoche o poco menos cuando a Tremal-Naik, que aguzaba el oído, le pareció oír un ruido extraño. Era un estruendo parecido a los que preceden a veces a los terremotos, pero mucho más sordo.

Tremal-Naik sintió que le invadía una vaga inquietud.

—Kammamuri —murmuró con un hilo de voz—. Mantente alerta.

—¿Qué has visto? —preguntó el maharata estremeciéndose.

—Nada, pero he oído un ruido que no me resulta familiar.

—¿Dónde?

—Parecía proceder del subsuelo.

En aquel momento se repitió claramente el misterioso estruendo. Los dos indios se miraron con sorpresa.

—Parece como si tocaran ahí abajo un enorme tambor, el hauk, por ejemplo —dijo Tremal-Naik.

—¿Pero cómo se produce el ruido bajo tierra? ¿Tendrán su refugio bajo la jungla esos seres misteriosos? —preguntó Kammamuri.

—¡Eso debe ser! —respondió Tremal-Naik.

—¿Qué hacemos, señor?

—Seguiremos aquí, Kammamuri: alguien saldrá por alguna parte.

—¡Tikora! —gritó una voz.

Los dos indios se pusieron en pie simultáneamente. Era extraño, increíble: habían pronunciado la palabra tan cerca que parecía que la persona que la había gritado estuviese detrás de ellos.

¡Tikora! —exclamó la misma voz misteriosa.

Los dos indios volvieron a mirar a su alrededor. Ya no había confusión posible; alguien estaba muy cerca de ellos, pero no se le podía ver.

—¡Oh…! —exclamó el maharata—, mira allí arriba… señor… ¡Mira…!

Tremal-Naik alzó los ojos hacia el banian y vio un haz de luz que salía del tronco cortado.

—¡Luz! —balbució desconcertado.

—¡Escapemos, señor! —suplicó Kammamuri.

—¡Nunca! —exclamó resueltamente Tremal-Naik.

Arrastró al maharata lejos del tronco del banian, detrás de tres o cuatro columnas unidas, que permitían mirar sin ser vistos, y le previno:

—Ahora ni una palabra. Ya actuaremos en el momento oportuno.

En el haz que salía del árbol apareció una cabeza humana cubierta por una especie de turbante amarillo: después salió un hombre agarrándose a una de las ramas. Detrás salieron de uno en uno otros cuarenta indios, que se deslizaron hasta el suelo por las columnas. Todos estaban casi desnudos. Se cubrían sólo con un dubgah, especie de taparrabos de color amarillo; en su pecho se veían extraños tatuajes que eran letras del sacrificio (ceremonia durante la cual se quema a una mujer) alrededor de un tatuaje central que representaba una serpiente con cabeza de mujer.

Un delgado cordón de seda que parecía un lazo pero tenía una bala de plomo en su extremo daba varias vueltas alrededor del dubgah, y en aquel extraño cinturón llevaban un puñal.

Aquellos seres misteriosos se sentaron silenciosamente en el suelo, formando un círculo alrededor de un viejo indio de grandes brazos y mirada brillante como la de un gato.

—Hijos míos —dijo el viejo con voz grave—. Nuestra poderosa mano ha caído sobre el desventurado que se atrevió a pisar este suelo consagrado a los thugs e inviolable para todo extranjero. Es una víctima más a añadir a las demás atravesadas por nuestro puñal, pero la diosa no está aún satisfecha. Nos amenaza un gran peligro, hijos míos.

—¿Cuál?

—Un hombre ha puesto sus ojos en la Virgen de la pagoda.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó alguien con voz amenazadora.

—Lo sabréis en su momento. Traedme a la víctima.

Dos indios se levantaron y se dirigieron hacia el lugar donde yacía el cadáver del pobre Hurti. Tremal-Naik, que había asistido sin pestañear a aquella extraña escena, al ver a los dos hombres que cogían al muerto por los brazos arrastrándolo hacia el tronco del banian se levantó como impulsado por un resorte, empuñando la carabina.

—¿Qué haces, señor? —murmuró Kammamuri, cogiéndole el arma y bajándola—. ¡Son cuarenta!

Tremal-Naik bajó la carabina, mordiéndose los labios para contener la cólera.

Los dos indios habían arrastrado a Hurti hasta el centro del círculo y lo dejaron caer a los pies del viejo.

—¡Kalí! —exclamó éste, alzando los ojos al cielo.

Sacó el puñal del cinturón y lo clavó en el pecho de Hurti.

—¡Miserable! —gritó Tremal-Naik—. ¡Esto es demasiado!

Había salido impetuosamente del escondite. Un relámpago rompió las tinieblas, seguido por una fragorosa detonación. Y el viejo indio, alcanzado en pleno pecho por la bala del cazador de serpientes, cayó sobre el cuerpo de Hurti.