Guy Sajer… Guy Sajer, ¿quién eres?
Mis padres nacieron a unos mil kilómetros de distancia. De una distancia preñada de dificultades, de complejos extraños, de fronteras entremezcladas, de sentimientos equivalentes e intraducibles.
Yo soy el resultado de esa alianza, a caballo de esta delicada alianza con una sola vida para enfrentarme a tantos problemas.
He sido niño, pero esto no tiene importancia. Los problemas existían antes de mí, y yo los he descubierto. Después llegó la guerra. Y entonces, me uní a ella porque no hay muchas cosas a esa edad, que yo también tuve, de las que uno se enamora.
Fui brutalmente satisfecho. De pronto tuve dos banderas que honrar, dos líneas de defensa; una, la Siegfried y otra, la Maginot. Y, además, también tuve dos grandes enemigos en el exterior. Serví, soñé, esperé.
También tuve frío y miedo bajo el portal al que nunca se asomó Lili Marlene. También tuve que morir un día, y, desde entonces, nada ha tenido mucha importancia. Por esto sigo así, sin arrepentirme, apartado de toda condición humana.
Guy Sajer
Su padre es francés, del Macizo central, su madre alemana, de Sajonia. A través de las palabras de su padre, antiguo combatiente de la Gran Guerra, se imagina a los alemanes como monstruos que cortan las manos a los niños. El primer soldado alemán que ve —tiene catorce años— es en junio de 1940, en el Loiret, donde la Wehrmacht acaba de alcanzar la riada de refugiados —le parece un guerrero espléndido, un gigante. Está deslumbrado. Admira y tiembla: van a cortarle la mano. No le cortan la mano, le dan de comer y de beber. Con los suyos vuelve a Wissembourg, en Alsacia, donde su familia está establecida desde hace unos años.
Alsacia es anexionada al Gran Reich alemán. De un campamento de juventud en Estrasburgo, pasa a un campamento de juventud en Kehl. El Arbeitsdienst no es muy glorioso. Sus compañeros y él envidian a los pequeños alemanes de su edad que, con el uniforme de la Hitlerjugend, se preparan para el gran juego de la guerra. Darían cualquier cosa por hacer lo mismo, por sentirse sus iguales.
Por un encadenamiento natural —la máquina alemana funciona bien— se encuentra como conductor en el Cuerpo de Intendencia. No es la Luftwaffe o la unidad combatiente con la que había soñado y en la que, a su vez, se habría cubierto de gloria. Pero, en suma, es la Wehrmacht. Y, a partir de octubre de 1942, está destinado en Rusia, donde se juega la gran aventura. En mayo de 1943, a los diecisiete años, ingresará en la División de élite Gross Deutschland para vivirla hasta el fin, hasta el extremo del horror.
Ha vuelto de ella. Marcado para siempre. Por tantos sufrimientos, por tantos muertos. Sobre todo había creído batirse por algo, por grandes cosas y le hacían saber que se había batido por nada, que sus camaradas habían muerto por nada, peor aún, por una empresa que la conciencia mundial condenaba. Él no lo comprendía. Y veía que nadie podía comprenderle, ni siquiera oírle. Estaba solo con su historia.
En 1952, durante una enfermedad, empezó a escribir en una libreta escolar la verdadera historia de aquel muchacho que…
Día tras día, volviendo sobre sus pasos, reviviéndolo todo. Al cabo de cinco años, aquello se convirtió en diecisiete cuadernos, escritos con lápiz, ilustrados con dibujos precisos como láminas de anatomía —para no olvidar nada—. Diecisiete cuadernos que él llevaba consigo a todas partes, con unas ganas furiosas, a veces, de destruirlos. Fueron leídos por algunos amigos que hicieron publicar fragmentos en una revista belga. Un día llegaron a nosotros. Helos aquí.
El estilo podrá sorprender. Ciertamente, no es el de un escritor profesional, sino sencillamente el de un hombre que, con palabras suyas y con imágenes suyas, a veces torpemente, a menudo con brillantez y siempre con fuerza, trata de decir lo que todavía no había sido dicho.