Antes del amanecer, llegamos a Hela sin tropiezo. Hemos encontrado numerosos barcos que navegaban como fantasmas, con todas las luces apagadas. Van hacia Hela, o bien, en sentido contrario, hacia Gotenhafen y Dantzig donde numerosos paisanos esperan todavía la liberación. Hela, que yo tenía por una gran ciudad, no es de hecho más que una aldea con un puerto de segunda importancia. Los barcos, muy numerosos, fondean sobre todo en la rada, y pequeñas embarcaciones les aportan sin cesar el flete humano con destino al oeste. A través de la oscuridad y del frío que aprieta aún, una fiebre intensa reina en el último trampolín de salvación que es Hela.
Apenas hemos puesto pie en tierra, el servicio de la gendarmería de campaña que subsiste aún, nos ha hecho formar a un lado. Nos miramos con inquietud. La suerte que nos ha traído aquí, ¿no irá a derretirse como nieve al sol, y no nos reembarcarán para Dantzig o Gotenhafen? Los gendarmes nos vuelven la espalda y canalizan a los macilentos paisanos. De todos modos, tenemos los papeles en regla, pero ¿era ese el barco que debíamos tomar? Además, las órdenes pueden convertirse en contraórdenes de un segundo a otro. Los minutos que pasan no nos indican nada acerca de nuestro futuro.
Despunta el día al mismo tiempo que una fatiga acumulada durante meses nos hace tiritar. Ahora distinguimos las numerosas siluetas de los barcos anclados alrededor de la península. También hay numerosos navíos de guerra. No hemos terminado nuestra observación cuando suenan las señales de alarma. Un murmullo envuelve a la densa multitud. Todavía hay ojos que se atreven a mirar al cielo.
—¡Sin miedo! —ladran los gendarmes—. Nuestra defensa antiaérea los mantendrá a raya.
Nosotros sabemos, sin embargo, qué significa eso. Los refugios están abarrotados de heridos y cada uno ha de buscarse un refugio natural. Si las bombas caen aquí, tendremos otra vez una gran carnicería.
Corremos hacia un viejo pontón varado cuyas viguetas embadurnadas de alquitrán pueden parar algunos golpes. No hemos llegado aún al refugio, cuando a nuestro alrededor estalla el crepitar masivo de una «DCA» que la guerra todavía no me había permitido oír. Proviene de las defensas costeras y sobre todo de los buques de guerra que hemos entrevisto. Los cascos de metralla, al caer, pueden también causar bastantes estropicios.
Al este, el cielo está moteado de millares de pequeños copos negros. Las explosiones son tan densas que no nos permiten oír la llegada de los aviones. Finalmente, vemos tres que vuelan bastante bajo, paralelamente al puerto, pero son perseguidos por los gránulos negros que forman las explosiones de los proyectiles de la Flak. Se oye un estampido al sur, sobre el mar. Un avión debe de haber sido alcanzado. Los gendarmes no habían exagerado nada. Ni un solo popov sobrevuela Hela. Una sensación de seguridad nos invade. Por fin los rusos son tenidos en jaque.
A todo esto, los gendarmes comprueban nuestras tarjetas.
—Presentaos aquí mismo el… de marzo —declara un suboficial—, para ser embarcados. Mientras tanto, iréis a trabajar al norte de Hela. Nos largamos sin hacer más preguntas.
—Pero ¿a qué día estamos? —balbucea Halls.
—Esperad —dice Wollers—. Mi agenda tiene calendario.
Lo busca y no lo encuentra.
—De todos modos, no adelantaríamos nada.
—Pero hay que saberlo —porfía Halls—. Me gustaría mucho que pudiésemos saber cuánto tiempo tendremos que esperar aún.
Finalmente nos enteramos de que estamos en domingo, el 28 o 29 de marzo quizás, y que nos quedan dos días de espera. Los dos últimos días de la campaña Ost Front en la que hemos agotado nuestra existencia.
Los pasaremos entre una multitud de refugiados ansiosos que acampan al raso en esta estrecha faja de tierra que es la península de Hela.
Tendremos todavía derecho a dos ataques aéreos en los que los rusos fracasarán en su siniestro proyecto. La última víctima que podré ver será un caballo blanco sucio.
Un avión ruso ha sido tocado mar adentro. Ha venido a desintegrarse encima de nosotros y el morro del aparato, cuyo motor acelerado emitía un prolongado maullido, ha picado hacia el suelo. Hemos seguido su caída con los ojos. El ruido ha inquietado al animal, que ha erguido el cuello. Ha relinchado y ha salido al galope hacia el sitio donde había de estrellarse el amasijo de chatarra zumbante. Lo he visto abatirse sobre la bestia cuya carne ha revoloteado a quince metros de nosotros.
La noche del primero de abril, con un tiempo de perros, hemos puesto pie en un gran barco blanco. Ha debido de servir, en tiempos, para cruceros de gentes ricas. Pese a la inquietud que reina, pese al incontable gentío que se hacina en el barco, pese a las camillas con los heridos que agonizan, mis ojos se llenan de todas las bellas cosas apenas empañadas que encierra el hermoso buque. Me parece ver los escaparates de las tiendas que mi padre me llevaba a admirar las vísperas de Navidad. No me atrevo a alegrarme, pues sé que eso suele terminar mal.
Con las luces apagadas y por el mar encrespado, nuestra arca se hunde en la noche. Hemos percibido, un poco antes, el fragor y los resplandores que llenan el cielo al otro lado de la bahía de Dantzig. Allá, en el infierno, hay camaradas que luchan y sucumben. No nos atrevemos a creer en nuestro privilegio, y nos sentimos avergonzados. Así pasamos más de dos días. ¡Vamos hacia el Oeste! Es increíble. Hacia el Oeste que tanto hemos anhelado, allí donde no puedo imaginar que haya guerra. Nos enteramos de que navegamos a bordo del Pretoria y, aunque no tengamos derecho más que a un pequeñísimo espacio en la cubierta azotada por el viento y la lluvia, la dulzura del momento nos hace olvidar el beber y el comer.
Un torpedo podría, desde luego, echarnos a pique, pero no pensamos en ello. Un navío de guerra nos escolta, por lo demás. Todo anda muy bien.
Llegamos a Dinamarca, donde muchas cosas que teníamos olvidadas se ofrecen a nuestras miradas, principalmente pastelerías que devoramos con los ojos olvidando nuestras sucias caras de «boches» roídas por la miseria. Apenas notamos la mirada despreciativa que nos dirigen los tenderos que no pueden comprender. Nosotros no tenemos dinero y lo que hay aquí no es, precisamente, gratuito. Por un momento hemos soñado con utilizar nuestros subfusiles.
Halls no ha sabido resistir. Ha tendido sus manazas que parecen leña seca, y ha pedido limosna. El tendero ha hecho como que no lo veía, pero Halls ha insistido. Entonces, finalmente, el hombre ha depositado en la mano inmunda un pastel endurecido. Halls ha hecho cuatro partes y hemos saboreado una sustancia que nos era desconocida. Hemos dado las gracias intentando sonreír. En nuestras caras macilentas y nuestras bocas de dientes cariados, la sonrisa debe de haber sido un rictus. El hombre, sin duda, ha creído que nos burlábamos de él. Ha girado los talones y ha desaparecido en su trastienda. Ignoraba que, desde hacía mucho tiempo, no se nos había presentado la ocasión de reír y que íbamos a necesitar algún tiempo para aprender de nuevo a hacerlo.
En un buque suntuoso hemos vuelto a Kiel. Aquí, hemos encontrado un ambiente que nos era más familiar. No hay pastelerías ni ocasiones de sonreír. Hay ruinas y una precipitación bastante alarmante. Rápidamente hemos sido reincorporados a un batallón improvisado. Halls ha hecho una pregunta con miras a un permiso para ir a su casa en Dortmund. Un soldado cincuentón le ha puesto una mano en el hombro y le ha dicho que con un poco de valor y de suerte, si lograba infiltrarse entre las líneas americanas e inglesas, quizá podría hacerlo.
La estupefacción y la tristeza se han pintado en el semblante de mi pobre amigo…
¡Las líneas americanas e inglesas!
En el Oeste que tantas veces nos hemos imaginado, en el Oeste donde ahora nos hallamos, la más deprimente de las noticias se abate sobre nosotros descomedidamente y nos lacera el alma. Estamos aterrados. El Oeste, el paraíso que anhelábamos tímidamente en nuestros hoyos helados de Memel, del Dnieper, o del Don, el Oeste, el Oeste casi quimérico que significaba nuestra única razón de sobrevivir, no es más que una pequeña campiña erizada de construcciones bastante densas. Una campiña cuyo silencio rompe el roncar de los aviones y por la que unos seres aterrorizados corren y se arrastran. Es también tres camiones grises sucios que transportan a toda velocidad un batallón reducido de soldados grüngrau hacia otra cita con la muerte. Es, en fin, el lugar donde mis últimas ilusiones se desmoronan y se derrumban en una consternación inhumana.
El Oeste es la otra parte de la tenaza que se cierra sobre nuestra miseria. Es varios ejércitos que se precipitan sobre nuestros brazos exhaustos. Varios ejércitos, uno de los cuales es francés. Mi emoción es indecible. Francia, la Francia que nunca me ha abandonado en mis pensamientos, la dulce, la demasiado dulce Francia ha abusado de mi ingenuidad. La Francia que creía estaba a nuestro lado. La Francia que yo quería tanto, desde los graben de la estepa, como las gentes que hablaban de revolución en los reservados de los cafés parisienses.
Francia, por la que yo aceptaba en realidad la mayor parte de mis esfuerzos. Francia, a la que tanto hice amar y apreciar a mis camaradas de guerra. ¿Qué ha pasado, pues, que no se nos ha podido explicar?
Francia se revuelve contra mí cuando yo esperaba su ayuda. Quizá tendré que disparar contra mis otros hermanos franceses. Sé que me será imposible, tan imposible como dispararle a Halls y hasta a Lindberg.
¿Qué ha pasado? ¿Qué nos han ocultado? ¡No entiendo nada! ¡No sé nada! Mi mente se niega a comprender. La esperanza, que el Oeste había hecho renacer en todos nosotros, se desvanece.
Tendremos que batirnos otra vez. ¿Contra quién? ¿Contra qué? Sabemos que ya no nos queda coraje, que ya nada nos estimula a esperar en nada. Los angloamericanos ya pueden cantar victoria, pues no hay oposición al imponente material de guerra que han fabricado para nada. No hay victoria contra unos muertos de todo.
Jovenzuelos, chiquillos todavía, tendrán en jaque fuertes contingentes aliados, pero ello no justificará nunca su aplastante despliegue de superioridad. Los millares de aviones, pertrechados para el más épico de los combates, intentarán a toda costa utilizar su armamento perfeccionado. Triturarán carreteras con su metralla, volverán a machacar ruinas, perseguirán ganado asustado y buscarán en vano un enemigo disuelto. Algunos elementos jóvenes que reciben el bautismo del fuego les ofrecerán, a ratos, la justificación de sus armas. Es demasiado tarde para las verdaderas victorias. Las que son delicadamente homologables.
Hemos llegado a las orillas del Elba y estamos tumbados en la hierba junto a una estrecha carretera que conduce a Lauenburg. El Ejército inglés anda por los parajes y hemos de intentar algo.
Un veterano engulle lo que un suministro fortuito ha depositado aún en nuestras tarteras. Halls está un poco más allá, con la mirada extraviada en unas deducciones inextricables. El viejo no parece muy deprimido. Murmura unas palabras apenas comprensibles dirigiéndose a mí.
¿Qué querrá decir? Sé que la guerra que termina para un soldado vencido suele concretarse en un agujerito parduzco en la cabeza o el pecho.
—¡No, hombre! —prosigue el viejo—. Nos harán prisioneros, vas a ver. No tiene gracia, pero vale más que las bombas y el hambre. Vas a verlo. Ellos no son mujiks, no son malos, ya verás.
Pasa la noche. Casi hace buen tiempo. Seguimos sobre la hierba húmeda del talud que domina la carretera paralelamente. Masas aéreas rugen en el cielo estrellado sin que puedan ser distinguidas. Los angloamericanos agotan sus excedentes de carburantes y van más lejos a machacar ejércitos fantasmas o ciudades abandonadas. Nada nos impide aplicar el sistema de duermevela que pusimos a punto durante largos años de vigilia.
A las tres de la mañana, un retumbo de artillería se deja oír al Norte. Incluso el cielo ha sido impregnado de resplandores durante un momento. Todo ello ha durado tres cuartos de hora y no hemos dejado de dormitar.
Ha despuntado el día muy temprano y un leve sol primaveral se desliza en el horizonte. Un coche pequeño ha llegado por la carretera. Avanzaba con prudencia, traqueteando por la calzada parcialmente hundida. Era de color de tierra y tres individuos con uniformes diferentes de los nuestros lo ocupan. En la delantera del coche había como un gran ganchillo vertical terminado en un espolón.
Vimos acercarse, con unos cascos bastante vastos, tres rostros colorados que parecían apreciar aquel footing matinal.
Así se me aparecieron los ingleses, los tres primeros, y hubiese sido criminal disparar sobre aquellos alegres militares. Sin embargo, uno de nosotros, un imbécil, hizo dos disparos de fusil al ras de la cabeza de los tommies. El vehículo, un jeep, dio un ligero bandazo, inició una maniobra bastante atemorizada y dio media vuelta en un tiempo sobradamente suficiente para que nosotros pudiésemos aniquilarlo.
El anciano se indignó por la actitud del feldgrau que acababa de cumplir con su deber y dijo que aquel gesto desconsiderado haría acudir elementos motorizados contra los cuales no podría nada nuestra defensa. Un hauptmann desconcertado estuvo a punto de intervenir. Después lo pensó mejor y volvió junto a su ametrallador.
Una hora después, el ruido de numerosos motores se oyó hacia el Norte, y las predicciones del viejo soldado se realizaron. Un avión de reconocimiento evolucionó sobre nosotros y dirigió su tiro bastante preciso sobre la carretera, bajo el talud. Como orugas, reptamos hasta la hondonada y evitamos así una cincuentena de obuses de mortero que, sin duda alguna, nos habría causado graves pérdidas.
Los ingleses concluyeron probablemente con una resistencia de tiradores aislados, y nos delegaron cuatro semiorugas que vimos surgir sobre el talud con cierta angustia. Dos soldados alemanes se pusieron en pie con los brazos levantados. El Frente del Este no nos había ofrecido nunca nada semejante y estábamos perplejos en lo referente al desarrollo de los acontecimientos. ¿Iban las ametralladoras inglesas a acribillar a nuestros dos camaradas? ¿Les dispararía nuestro jefe por haberse entregado así prisioneros? No pasó nada, sin embargo. La mano del viejo, que seguía a mi lado, se cerró sobre mi antebrazo y sus labios murmuraron unas palabras:
—Vamos allá, pequeño.
Juntos, nos levantamos, otros nos imitaron y Halls se puso a mi lado sin levantar siquiera las manos al cielo. Así nos acercamos a nuestros vencedores, con el corazón palpitante y la boca seca. Fue el único miedo verdadero que me causaron los aliados, y lo habíamos provocado nosotros mismos.
Nos agruparon ruidosamente, nos fustigaron un poco y unos soldados ingleses de expresión vengativa nos empujaron sin miramientos. Bastante más habíamos visto en el seno de nuestro Ejército y principalmente a las órdenes del capitán Fink. Lo que nuestros vencedores nos hacían soportar no era nada y aparecía, a nuestros ojos, impregnado de cierta complacencia.
Así depuse las armas y los emblemas de mi segunda patria. Así terminó la guerra para mí y mis compañeros.
Fuimos trasladados de pie, el colmo de la humillación, en unos poderosos camiones que transportaban en nuestra cohorte los relieves de la victoria. Los semblantes herméticos, pero rubicundos de los ingleses persistían en no comprender por qué nuestras bocas hambrientas sonreían discutiendo. Halls recibió incluso un soberbio bofetón de un suboficial inglés sin enterarse demasiado de lo que le ocurría. Halls hacía sencillamente una comparación entre nuestras marchas forzadas en el Este y aquel traslado de prisioneros.
Después conocimos a otros hombres, unos individuos altos de semblante rosado y mofletudo, con actitudes de chulos, pero de chulos bien educados. Su porte era displicente y parecía hecho solamente para darles ocasión de contonearse. Llevaban unos uniformes de paño suave, que se hubiera dicho eran para jugar al golf, y movían constantemente las mandíbulas como rumiantes. No tenían expresión triste ni alegre, indiferente hasta a su victoria: iban como seres medio a gusto y medio obligados a una ocupación que no les entusiasmaba demasiado.
Desde nuestras filas embarradas y sarnosas, los mirábamos con curiosidad. Al final teníamos un aspecto más feliz en nuestras columnas de proscritos que ellos en su estado permanente de hombres niños para los que el paraíso es algo sin valor. Tenían aspecto de ricos en todo, excepto quizás en alegría, y su espectáculo tranquilizador nos reconciliaba con la Humanidad.
Los americanos nos humillaron igualmente. No había otro remedio, era normal. Nos agruparon en un gran campo que solamente contaba con algunas inmensas tiendas capaces escasamente para la décima parte de nosotros. La Wehrmacht, incluso prisionera, seguía organizándose. Los más débiles y enfermos ocuparon los cobijos, como en Jarkov, como en Memel y Pillau, como en pleno invierno de la estepa cuando el sufrimiento era constante.
Los americanos abrieron en medio del campo grandes cajas llenas de latas de conservas. Dispersando con el pie el montón de víveres, se alejaron, despreciativos, dejándonos el cuidado de distribuirlos. Cada uno tuvo su parte. Los alimentos eran deliciosos, y nos olvidamos de la lluvia torrencial que transformaba el suelo en esponja.
Para colmo de lujo, las cajas contenían unas bolsitas de naranjada y de limonada en polvo. Fue una gozosa distracción para nosotros recoger agua en los pliegues de nuestras ropas y componer aquellas bebidas sabrosas. Desde su atrincheramiento, algunos americanos observaban nuestra actividad y cambiaban impresiones. Probablemente nos despreciaban por abalanzarnos así sobre unas cosas tan elementales. Quizá no éramos más que unos viles al aceptar de aquel modo las condiciones de cautiverio y de avituallamiento con la lluvia sin manifestar nuestro descontento. ¿No bastaba, entonces, nuestra situación de prisioneros para hacernos marchar silenciosamente, con ese aire insoportable que tienen las personas heridas en su orgullo? No nos parecíamos en nada a los documentales sobre las tropas alemanes que nuestros encantadores guardianes habían tenido probablemente ocasión de ver en su país, antes de embarcar para la expedición vengadora. Ni «boches» arrogantes e irascibles, ni ocasiones de castigar. Nada más que subalimentados que se avienen a comer de pie, bajo la lluvia, unas conservas faltas de aliño. Nada más que moribundos que duermen apoyados en una estaca, con una expresión de sosiego impresa en los labios. Nada más que heridos y enfermos que ni siquiera reclaman cuidados y que parecen considerarse afortunados únicamente porque pueden dormir unas cuantas horas seguidas. Todo ello era, desde luego, deprimente para los misioneros de aquella cruzada que descubrían en sus vencidos la noción de humildad.
Después somos conducidos más lejos aún. En Mannheim pasamos por un gran centro de clasificación.
Halls sigue a mi lado. También están Grandsk y Lindberg, inseparables, agrupados como en los peores momentos. Sólo ahora nos percatamos de que la guerra ha terminado realmente para nosotros. No pensamos todavía en sus secuelas. Todo es demasiado nuevo, todo es todavía demasiado presente. Conscientes de que lo peor ha pasado, los exsoldados alemanes persisten en organizarse y en facilitar la tarea de los aliados que se atosigan en el laborioso trabajo de filiación y destino de los prisioneros, con vistas a un trabajo cualquiera. Los organizadores, prisioneros y muy a menudo harapientos, circulan entre sus elegantes vencedores ocupados en el mismo arduo menester. Acuden cigarrillos a los labios de los prisioneros sin que estos puedan ofrecer nada a cambio. Algunos han recibido hasta chewing-gum. Lo mascan riéndose, y luego lo tragan sin darse cuenta. Se oyen órdenes dadas en alemán por alemanes. Se forman y se rompen filas. ¿Vamos a volver a las líneas? No, la atmósfera señala buen tiempo estable. ¡Como para no creerlo! ¡No es posible! Un idiota de suboficial, siguiendo el juego, acaba de vociferar por distracción a su grupo de prisioneros:
—Greift zum Gewehrl![11] Estalla una tempestad de carcajadas.
Los americanos se ponen nerviosos, salen de sus barracones y nos riñen. Esto se pone más gracioso, pero debemos absolutamente cuidar nuestra actitud. El suboficial culpable, que de pronto se percata de lo incorrecto de su broma involuntaria, se cuadra, en espera de la regañina. Tres oficiales americanos protestan en su lengua y finalmente dirigen unas palabras de reproche al delincuente que se reprocha aún más a sí mismo.
Un poco más tarde, los cautivos hacen largas colas y pasan ante un servicio sanitario. Algunos son hospitalizados. Los demás pasan por interminables oficinas donde un servicio de reclutamiento los mandará a reconstruir las primeras ruinas de un pueblo devastado. Las comisiones de control y de verificación se suceden y estudian cada caso. Esas comisiones suelen estar constituidas por representantes de las tropas aliadas, americanas, canadienses, inglesas, francesas y belgas. Mis jirones de documentos pasan por las manos de un oficial francés que me ha mirado dos veces. Ha alzado por tercera vez sus ojos hacia mí y me ha preguntado, primero en alemán.
—¿Son esos la fecha y el lugar de su nacimiento?
—Ja. —¿Entonces…?
—Sí —digo en francés—. Soy francés por parte de padre. Hablo ahora el francés tan mal como hablaba el alemán en Chemnitz.
El oficial desconfía y me mira con recelo. Después de un silencio, prosigue en francés:
—Pero, entonces, ¿es usted francés?
No sé qué contestar, pues los alemanes me han convencido durante tres años de que soy alemán.
—Creo que sí, Herr Major.
—¡Cómo! ¿Cree usted que sí?
Silencio embarazado de mi parte.
—¿Qué demonios hace en este jaleo? No sé qué contestar. — No lo sé, Herr Major. —No me llame Herr Major, no soy ningún Herr Major. Llámeme «mi capitán» y sígame. El capitán se pone en pie y yo lo sigo pisándole los talones. En las filas gris verde sucio de los vencidos, la alta silueta enflaquecida de Halls me sigue con la mirada. Le hago una leve seña significativa y murmuro: —Bleib hier. Halls, ich komme wieder.
—¿Quién es ese tipo alto con quien habla usted? —pregunta el capitán, enervado.
—Das ist mein Kamerad, Herr Kapitan.
—Deje de hablar alemán, puesto que se acuerda del francés. ¡Vamos por aquí!
He seguido al francés por una sucesión de pasillos y el miedo de no volver a ver a Halls me invade súbitamente. Finalmente, he entrado en una oficina donde cuatro militares franceses se reían y cantaban con una muchacha que me parece que hablaba inglés.
El capitán ha dicho que yo era un caso sospechoso, y he sufrido un interrogatorio incoherente al que he tenido que contestar de una manera poco convincente. Mi cabeza no regía demasiado y lo que contestaba no parecía ser verdad.
Uno de los oficiales me acusó de traición y me trató de todo. Después, como yo seguía mostrándome apático, con una expresión ausente, se cansaron y me mandaron a una pequeña estancia del piso de arriba. Allí me dejaron abandonado un día y una noche. Pasé unas treinta horas, pensando en mis amigos y sobre todo en Halls que debía de estar esperándome en vano. Tuve el triste presentimiento de que no volvería a verlo más y una febril impaciencia me impidió dormir.
Al día siguiente por la mañana, un teniente de muy buen humor vino a liberarme. Fui conducido otra vez a la oficina de la víspera y me rogaron que me sentara. Aquello me pareció insólito y me pareció oír aquella frase por primera vez en mi vida.
Después, el joven teniente consultó unos papeles y me dirigió la palabra:
—Lo que le ha ocurrido a usted nos sorprendió un poco ayer. Sabemos ahora que los alemanes incorporaron efectivamente a sus tropas a los jóvenes cuyo padre solamente era de nacionalidad alemana. De haber sido así, hubiésemos debido guardarle a usted como prisionero cierto tiempo. Pero se trata de su madre. El caso varía y no podemos retenerlo. Me alegro por usted —prosiguió, muy amable—. Por lo tanto, le ponemos en libertad, y esto consta en los documentos que voy a entregarle. Podrá volver usted a su casa y reanudar su vida de antes.
—¡A mi casa! —exclamé, como si me hubiese hablado del planeta Marte.
El teniente me ofreció una pausa que no supe aprovechar porque me costaba darme cuenta de lo que me estaba ocurriendo y sobre todo encontrar palabras para expresarme.
—No obstante, le aconsejo, para enmendarse, que considere la conveniencia de alistarse por un período en las tropas francesas, eso incluso a fin de hacerle entrar de nuevo en el buen orden de las cosas.
Yo permanecí impasible. Pensaba sobre todo en Halls y sólo comprendía a medias las proposiciones del amable oficial.
—¿Estaría usted conforme?
—Sí, mi teniente —dije, inconsciente.
—Le felicito por esa decisión. Firme aquí.
Firmé con mi apellido francés, más intrigado por la palabra que escribía y que me parecía nueva, que por el compromiso que aceptaba sin medir su importancia.
—Será usted avisado —dijo el oficial cerrando su carpeta—. Vuelva pronto a su casa y olvide igualmente esa aventura.
Yo seguía sin saber qué decir. Hasta el buen humor del teniente se estaba cansando. Él prosiguió, sin embargo, mientras me acompañaba a la puerta:
—¿Saben sus padres dónde está usted?
—No creo, mi teniente.
—¿No les ha escrito?
—Sí, mi teniente.
—¡Entonces! Y de sus padres, bien ha debido usted de recibir noticias, de todos modos. Bien había un correo entre los «boches».
—Sí, mi teniente, me escribieron, pero hace casi un año que no tengo noticias de ellos.
Me miró desconcertado.
—¡Qué cerdos! —dijo—. No le entregaban la correspondencia. Ande, muchacho, vuelva a su casa y olvide todo eso.