Capítulo XVIII

Permanecimos unos días en Pillau. Unos veinte, tal vez. Hemos sido declarados inútiles para subir a la línea, porque todos estamos más o menos heridos y en un estado que requiere imprescindiblemente los cuidados de un sanatorio.

Nuestros cerebros licuados ya no controlan muy bien lo que nos sucede o más bien lo que se nos exige. Si no estamos en condiciones de ser expuestos al fuego, tampoco lo estamos para quedar exentos de servicio. El sobrecogedor espectáculo de los incontables refugiados que han invadido Pillau, no permite a quien tenga todavía cuatro miembros quedarse a la expectativa.

Rápidamente, con unos heridos más consecuentes que nosotros, hemos sido aspirados por la benemérita organización de socorros que intenta, a costa de inimaginables proezas, acudir en ayuda de la población civil que espera en este callejón sin salida. Todas esas gentes acaban de sufrir el más espantoso de los éxodos, y el horror de ciertos espectáculos se lee todavía en sus semblantes demacrados. Hay también la nube de heridos, de soldados procedentes de Koenigsberg y de Kranz. Están tumbados por todas partes, con frecuencia al aire libre, en el frío que todavía aprieta en este principio de enero de 1945, y que a veces abrevia sus padecimientos. Todavía llegan buques a Pillau. Embarcan paisanos en las tres cuartas partes de su capacidad, y el resto en heridos. Se hace una selección entre la gente doliente que se aferra a esa postrer esperanza. Los heridos graves, aquellos para quienes las posibilidades de sobrevivir son contadas y que si no mueren no serán más que unos grandes mutilados, se acabó todo. Para ellos no hay embarque. Los que todavía representan una forma posible de vida obtienen por fin la salvación flotante que, con un poco de suerte, los devolverá al oeste, a unos lugares que nuestras mentes crédulas vislumbran todavía bajo los auspicios de una cierta quietud.

Por cada mil personas embarcadas, surgen otras tres mil procedentes del este que engrosan más la masa quejumbrosa que confía en nuestra ayuda. Si la guerra llega a estos lugares, el infierno de Memel se repetirá y quizá será multiplicado. Hay aquí mucha más gente y el número aumenta sin cesar. Acuden también fugitivos del sur. Han cruzado el Frische Haff en todo lo que han podido encontrar que flotase. Vienen de Heiligenbeil, de Pomehrendorf, de Elbing y hasta de Preussich Holland. Les han dicho que en Pillau tenían posibilidades de ser embarcados.

Interrogamos a algunos de esos desgraciados que, generalmente, han perdido uno o dos miembros de su familia. Por ellos, por su voz jadeante, nos enteramos de cosas que parecen las que hemos conocido en Memel. Nos enteramos asimismo de que la huida hacia Dantzig está cortada. Los rusos han llegado al Haff por varios sitios. Por esto comprendemos que en muchos puntos, los horrores de Memel se repiten y que nuestro caso, que creíamos particular, es impuesto a casi todas las ciudades costeras prusianas.

En equilibrio sobre nuestras piernas vacilantes, dejamos vagar nuestra mirada desengañada por la imponente marea de martirizados que ondula lentamente hacia los socorros que les han prometido. Pese a todos los esfuerzos prodigados, queda claro que la décima parte de lo que esperan esos infelices costará ser realizada. Si las plegarias tuviesen un auditorio, sería posible que el cielo se entreabriese para socorrer tanta miseria. No sucede nada y, tan sólo de vez en cuando, en el colmo de la desesperación, el dolor se adormece como en la cara bañada en lágrimas de ese niño que se ha sumido en un sueño pasajero.

El invierno hace su auténtica aparición y el termómetro desciende inexorablemente a veinte grados bajo cero. Por todo cuanto acabo de explicar, por esa multitud hambrienta que espera, este descenso de la temperatura agrava más la situación. La hecatombe se acerca rápidamente.

Delante del gran edificio lleno a rebosar del que se escapa el olor de una sopa de caldo cocinada apresuradamente en una docena de grandes recipientes para la colada, se extiende una multitud hasta perderse de vista. Apretados unos contra otros, hombres y mujeres forman una masa compacta que patalea cadenciosamente para no helarse. El martilleo de sus pisadas parece un sombrío redoble de tambor. Los niños ofrecen un espectáculo desgarrador. Muchos se han extraviado en el tumulto y, cansados de llamar a sus madres, se anegan en un diluvio de lágrimas que nada puede consolar. Me refiero, desde luego, a los pequeñines, a los que ninguna explicación, ni la más fútil, convence. Sus caras bañadas en lágrimas que enseguida se hielan, permanecerán en mi recuerdo como la más patética imagen del drama. Nos esforzamos en reagruparlos en el interior, junto a las marmitas, para procurarles un poco de calor. Intentamos hacerles preguntas acerca de su identidad a fin de difundirlas por altavoz. Sólo obtenemos de ellos gritos estridentes y torrentes de lágrimas.

Más lejos, en una pequeña elevación, una gran cruz metálica cubierta de escarcha centellea como la hoja de una espada clavada en el seno de la catástrofe. En torno de ese símbolo, otra parte de la compacta masa patea igualmente escuchando los rezos y los estímulos de un sacerdote. El frío se hace tan punzante que el Frische Haff queda helado. Esto presenta más dificultades aún a los barcos que persisten, sin embargo, en atracar en Pillau.

El Frische Haff está helado y, pese a las consecuencias criminales que engendra una vez más el frío, la situación será utilizada. Sobre el hielo del Haff, se efectuará la más inverosímil de las marchas. Centenares de miles de personas ganarán la estrecha faja de tierra del Nehrung, Kahlberg y luego Dantzig. También las habrá procedentes de la bolsa de Heiligenbeil. Sufrirán además de privaciones de todas clases, ataques de los cazas bombarderos soviéticos que intentan cortar la vía de salvación soltando rosarios de bombas destinadas a romper el hielo. Sus esfuerzos se verán coronados por el éxito en muchos casos. Carretas, vehículos de todas clases desaparecerán muy a menudo en grietas que una delgada capa de hielo ha cubierto entretanto, ocultando así la trampa a los infelices.

Nada detendrá, sin embargo, el reflujo, dispuesto a afrontar las peores adversidades. Por este camino providencial, una gran parte de los refugiados abandonará Pillau. Ya es hora de que lo hagan así, pues los rusos actúan otra vez en este sector. Su aviación sobrevuela casi diariamente Pillau, y la defensa de Koenigsberg parece ser que ha remitido.

El trabajo en Pillau se hace menos intenso, por lo que se piensa en evacuar lo que no es absolutamente indispensable. De Koenigsberg a Pillau hay poco más de veinte kilómetros. El Frente de Kranz ha retrocedido también. No tardaremos, probablemente, en intervenir. Formamos parte de una reserva deficiente, pero de la que se puede esperar algo. Esta reserva está constituida sobre todo por supervivientes de unidades desbaratadas o aniquiladas. Nadie sabe ya dónde se encuentra lo que queda de la Gross Deutschland, y nosotros seguimos aquí, con nuestras insignias visibles aún en la manga de la guerrera raída y descolorida. Todavía están a mi lado algunos conocidos. Principalmente el teniente Wollers, que lleva un sucio vendaje en la mano derecha de la que le faltan dos dedos. Después, Pferham, nuestro pastor desengañado; Schiesser; Lindberg, que ha sobrevivido a su miedo, y nuestro cantinero Grandsk, que hace tiempo abandonó sus marmitas para coger una ametralladora.

También está mi amigo Halls que nunca podrá olvidar, y estoy yo, que consagraré el resto de la vida al testimonio. Hay siete u ocho más cuyos nombres ignoro y que forman con nosotros el resto de la División Gross Deutschland en estos parajes. ¿Estará nuestra división definitivamente borrada de las listas? No, un oficial nos llama. Incluso nos hace formar una fila miserable y nos hace poner firmes. Nuestros ojos, que han visto ya tantas cosas, observan a ese hauptmann que, a pesar de su cara macilenta, ha conservado un alto sentido de las virtudes disciplinarias.

Esa orden, que antes solía molestarnos, nos llega casi como un bálsamo. Es tranquilizante. Es una forma de conversación que se dirige a los vivos. A los que todavía son visiblemente dignos de vida. No analizamos mucho tiempo, pues para nosotros, habituados a no considerar más que lo inmediato, es una forma de interés. Ese capitán nos habla y a través de su voz, que pretende ser firme y reglamentaria, se trasluce la intensa emoción de la pesada carga que nos incumbe a todos, oficiales, soldados, hombres, mujeres y niños. La hora de las jactancias y de las medidas vejatorias gratuitas ha sido superada de tal manera que no puede adoptarse ya ninguna actitud incompatible con la urgencia del momento. Aquí, un hombre habla a un hombre, y no es posible hurtarse a la situación.

No obstante, ese hombre, que lleva los vestigios de un uniforme de oficial, todavía intenta organizar algo en medio del cataclismo que ha barrido a todo un pueblo, a través de la más deprimente de las retiradas; ese hombre, que sabe que todo está perdido, todavía intenta salvaguardar el instante presente. Nos indica que debemos replegarnos, que también debemos cruzar el hielo del Frische Haff, que debemos llegar a Dantzig donde se encuentran aún importantes elementos de nuestra división. Intenta, con un tono que no es perentorio, explicarnos que nuestro deber existe todavía en el seno de una organización cualquiera que debe de estar situada donde él nos indica. No es para evitarnos lo peor que nos da esas órdenes. Lo peor se encuentra ahora en todas partes y la escapatoria no está, a decir verdad, en ninguna parte. Se ha ido hacia otros hombres y nosotros saludamos con retraso.

Entonces nuestro pequeño grupo se pone en marcha. En la plataforma helada de varios kilómetros de anchura, un viento fuerte barre la nieve del espejo. A lo lejos, el ruido del mar nos trae su dulce ronroneo. Detrás, persiste el fondo sonoro de la guerra.

Por la noche, llegamos al Frische Nehrung y a su primer bunker antiaéreo que asoma apenas de las altas hierbas dobladas bajo la nieve. Para colmo, hago una estúpida caída que me lastima un pie. El Nehrung tiene unos sesenta kilómetros. ¡Los haré! ¿Qué importa? Hace tiempo que sé que el cielo no está conmigo.

Una escoba me servirá de muleta. Tantos hombres han sufrido y han muerto en esta pista, que mi leve lastimadura me parece indecorosa. Avanzamos despacio. Un hueco de barcaza desfondada albergará nuestro descanso algunas horas. No estamos, por lo demás, solos en ella. Unos paisanos tiritando se han refugiado ya allí y gimen intentando dormir. Hundo la cara en el hombro de Halls y a pesar de la incomodidad, procuro no pensar en nada.

No llegaremos a Kahlberg hasta el día siguiente por la mañana. La pequeña ciudad hormiguea de refugiados que claman su hambre. Seres de rostros enloquecidos devoran la harina que les han distribuido por todo alimento. Los botes de leche condensada sólo son entregados a los niños. Para no caer de inanición, deberemos hacer una cola interminable para recibir, cada uno, dos puñados de harina y un vaso de agua caliente en la que hace infusión una cantidad ínfima de té.

Nuestra marcha abrumadora sigue entre las cohortes lastimeras de refugiados que agonizan ante la adversidad. Por dos veces, los aviones soviéticos picarán sobre este convoy de misericordia y lo regarán con proyectiles destinados a destruir tanques. Cada impacto despedaza a la masa en largos surcos innobles y el viento trae un momento el olor tibio de los cadáveres destrozados. Los niños, sobre todo, me dan miedo. No existe nada a escala de su comprensión. No saben si se trata de aviación enemiga. No saben si se trata de frío y de hambre. Todo es un sufrimiento y cada paso que deben dar es una trampa. El cielo puede hacerlos sufrir, la tierra les hace daño, las casas no son más que montículos oscuros y fríos que se derrumban. Sus manos están doloridas y sus pies les hacen apretar los labios sin cesar. Entonces, están perdidos. Perdidos en un miedo constante que justifica un mundo de horror donde nada puede disimular un instante su pobre debilidad. Entonces, miran a su alrededor sin que parezca que ven. Sus ojos llameantes se fijan en sus manos tumefactas que no querrían tener, en las personas que los rodean y que no deberían existir, en la hierba helada que se estremece bajo la acción del viento y que ya no volverán a tener por amiga para jugar.

Tengo miedo por esos niños que sufren el castigo antes de haber cometido el pecado, por esos niños que usarán la palabra existencia como sinónimo de venganza. No puedo, desgraciadamente, hacer más que asistir al espantoso via crucis. No puedo nada ante tanta miseria, ni siquiera mi vida serviría de nada. No soy el Cristo Redentor y, sin embargo, acababa de encontrar una razón esencial de morir.

Tres días después de haber cruzado el hielo del Frische Haff llegamos, por fin, a Dantzig. Aquí, salvo los cientos de miles de refugiados que ofrecen un espectáculo suficientemente trágico, todo está en calma. La guerra nos ahorra su estrépito, pues está más lejos, en el sur. No muy lejos, de todos modos, aunque siguen soportándose los frecuentes ataques aéreos que infaliblemente hacen blanco en el centro de la ciudad superpoblada. Dantzig se ha convertido en el final de trayecto del éxodo prusiano, y si bien multitudes enteras permanecen al aire libre día y noche, socorros importantes y organizados logran, a pesar de todo, cauterizar parte de la herida. La evacuación hacia el oeste sigue siendo posible todavía por ferrocarril y el gran tráfico marítimo se verifica sobre todo en el puerto de la ciudad. Ahí es donde esperamos, sentados en el suelo, en medio de una muchedumbre de harapientos.

Wollers espera desde hace dos horas bajo la cristalera sin cristales de un centro de reagrupamiento que debe informarnos acerca de nuestra reincorporación. Mi tobillo hinchado se apoya dolorosamente en las arrugas encallecidas de la bota y no tengo ninguna prisa en moverme.

Un gran barco ha entrado en Neufahrwasser y la multitud se ha encaminado hacia el embarcadero. El barco no ha echado aún sus amarras, y toda esa gente tendrá que esperar todavía muchas horas antes de vérselas soltar. Es verdad que, también en Dantzig, nada se cuenta ya en tiempo, cada objetivo es perseguido con terquedad aunque cueste un máximo de paciencia, de aguante, de sufrimientos.

Los niños siguen ahí con sus caritas desfiguradas por la emoción. Continúan mirando y odiando sin comprender, sin buscar una explicación. El sueño los sobrecoge de vez en cuando y duermen donde están, sin que cese su turbación. Yo, inmóvil en mi fatiga y en mi soledad, procuro no ver más que las aves marinas que revolotean sobre Neufahrwasser y que parecen pertenecer a otro mundo.

Hace dos días que permanecemos aquí en espera de informaciones. Nos turnamos bajo la cristalera. Una corriente de aire, que escarcha el interior como el exterior, sacude el conjunto metálico del que se desprenden trozos de vidrio.

Para no quedarse helado, hay que dar vueltas sobre sí mismo, hacer gestos, moverse como sea. Como tengo mucha dificultad en andar, mis compañeros me han confiado este puesto mientras ellos dan paseos obligatorios entre el barullo del puerto. Por fin una información, negativa desde luego, llega hasta nosotros. No hay Gross Deutschland en Dantzig. ¡Tal vez en Gotenhafen! Gotenhafen está a unos cuantos kilómetros al norte, a orillas de la bahía. Nada, en suma, si mi pie no me negara el menor servicio.

Ayudado por Halls y por mi escoba muleta, he atravesado, sin embargo, buena parte de la ciudad. Por el camino hemos encontrado a la Providencia. Desde una casa, unos paisanos que nos veían cojear, han venido a nuestro encuentro. En aquella casa hacía calor y me pareció que por fin el paraíso nos abría las puertas. El interior estaba atestado de gente, refugiados procedentes del este, y sobre todo, niños silenciosos que apreciaban como un juguete maravilloso el banco adosado al muro donde estaban sentados en grupo.

Había agua en aquella casa y nuestros favorecedores nos propusieron que nos aseáramos. Wollers sabía que los soldados no tenían derecho a disfrutar de los privilegios reservados a los paisanos en éxodo. Su vendaje no era más que putrefacción y su cuerpo estaba tan cansado que no habría podido rechazar aquel ofrecimiento. Hasta yo tuve la oportunidad de sumergir mi tobillo hinchado en un barreño de agua caliente. Aquellas buenas personas insistieron para que nos quedáramos a descansar hasta el día siguiente, y por la noche, una comida consistente cayó en nuestras tarteras como un maná celestial.

Pasamos la noche en la tibieza del sótano. Desgraciadamente, la falta de costumbre de aquel confort no nos permitió saborear enteramente la dulzura del momento. Una agitación incontrolada nos sacudía de vez en cuando, como si un sistema de alarma hubiese sido puesto en estado de vigilia dentro de nuestras cabezas. La fatiga, a la que no habíamos dejado demasiado tiempo para manifestarse, se precisó durante aquel reposo desacostumbrado. Lindberg estuvo mucho rato temblando. Halls se sentía perdido si dormía acostado. Por esto se pasó la noche apoyado en la pared, gimiendo de vez en cuando. En cuanto a mí, el malestar me recorría desde la raíz del pelo a los talones. Parecía seguir el ritmo de mi respiración.

¿No estaríamos en condiciones de vivir normalmente? Era muy probable. Una cosa, sin embargo, me fue en extremo favorable. Los tres baños calientes que había tenido ocasión de dar a mi pie lastimado, me quitaron el dolor en muy poco rato. ¿Sería que nuestros cuerpos privados de todo aceptaban con fervor los cuidados más elementales? Allí, heridos graves mantenían el aliento todavía con un vasito de schnaps y una promesa. ¡Y pensar que hoy una simple gripe derrumba a un hombre fuerte varios días! ¿Quiénes éramos entonces nosotros para poder vivir así? No es que piense ni por un instante en el superhombre, ni mucho menos. No éramos, desgraciadamente, más que hombres en el sentido más imperativo de la palabra. Y los que nos juzgan hoy según su blandura no pueden siquiera pretender a ese calificativo. ¡No! Yo sé bien lo que digo. El aburrimiento de la paz y del ocio está hoy demasiado extendido a mi alrededor para que pueda dudarlo ni un segundo. Si la guerra es necesaria a los hombres para hacerles apreciar la paz, ¿para qué sirve la educación a la que demasiadas cosas están dedicadas actualmente? Y mi última esperanza, que intento reconstituir con tanta buena voluntad, amenaza esfumarse.

Por la mañana, nos dispusimos a despedirnos de nuestros bienhechores. Ellos nos dijeron que sus últimas reservas estaban agotadas y que iban a tener que pensar en abandonar Dantzig para huir hacia el oeste mientras fuese posible aún.

Con el día, que despunta tarde, aparecen los primeros cazas bombarderos y atacan el puerto. Nos despedimos de nuestros favorecedores bajo el fragor de las bombas y el ladrido de la «Flak». Reanudamos el camino hacia Gotenhafen. Lo recorre también una columna de paisanos en éxodo que se apresuran en esa dirección, pues Dantzig ya no es suficiente para su salvaguardia. Otros avanzarán más arriba. Bordearán la bahía de Dantzig e irán a parar a Hela, otro puerto situado frente a Gotenhafen, cuyo tráfico es casi tan importante como el de Dantzig.

Gotenhafen, casi un mes antes de su destrucción. Los siniestrados desembocan allí muchas veces y son encaminados hacía otras pequeñas localidades en el interior del país. Otros lo cruzan y continúan, siempre a pie, otra etapa de su calvario. Hela será su próximo alto. Hela está a unos cincuenta kilómetros.

Interrogamos a los grupos militares que encontramos. Nadie sabe nada, nadie ha visto a nuestra unidad. Se nos aconseja que vayamos al centro de reagrupamiento. Acudimos a él, pero vacilamos en hacer preguntas por la forma como parecen estar desbordados aquí los burócratas por los acontecimientos. Circula un rumor entre la masa de refugiados. Se trata de que ha sido echado a pique un gran transporte hace algunos días, cuando hacía rumbo al oeste, con miles de paisanos contentos de partir para lugares más seguros. Seguramente fue torpedeado por un submarino. Imaginamos sin dificultad el desarrollo del horrendo drama, en la noche oscura y helada.

La noticia de este naufragio que ningún comunicado oficial menciona, pero que de todos modos se ha infiltrado entre la masa alarmada, aterra a esas gentes que habían depositado su última esperanza en la vía marítima. La noticia, que no se quería divulgar, corre de boca en boca. Creo que se trataba de un gran buque llamado Wilhelm-Gustloff.

Seguimos sin obtener información sobre nuestra unidad. Finalmente hemos sido reincorporados a un batallón de fortificaciones que construye, con el concurso de ayudas civiles, una línea de defensa al oeste de Zoppot.

Nos adentramos, pues, en el país unos buenos treinta kilómetros. No tengo idea de donde están las posiciones del enemigo, pero me parece que le volvemos la espalda. Los cañones de las piezas antiaéreas y anticarro que emplazamos están vueltos hacia el sudoeste, es decir en la única dirección posible de repliegue. No comprendo nada, pero no me importa. No es la primera vez que otros piensan por nosotros.

Aparte la cohorte quejumbrosa de paisanos alarmados que ocupan en gran número la más pequeña de las granjas, todo es mucho más fácil aquí. Los granjeros prusianos insisten en enfrentarse con la disciplina cívica que les es reclamada, pero una arruga de preocupación surca sus frentes. El futuro es sombrío y el milagro que debía salvarles ayer, se hace excesivamente confuso. Entonces, a pesar de las órdenes de no sumirse en la desesperación y el pánico, a pesar del esfuerzo para seguir jugando a la vida normal en la avalancha del éxodo, despacio y subrepticiamente, se liquidan los bienes antes que perderlos. Se sacrifica el ganado numeroso para subvenir a las necesidades urgentes y justificadas. La gente hace bien, pues poco después los animales morirán a centenares sobre la tierra helada.

Por esto, a pesar del trabajo que es rudo, a pesar de las vigilias y de las patrullas incesantes, recuperamos un poco nuestras fuerzas gracias a una comida que ya no se nos restringe. La carne nos sienta estupendamente y nuestra miseria física la absorbe con tanta avidez que, como en la guerra, todo es utilizado con determinación.

Hasta Grandsk ha vuelto a encontrar su empleo. Con unos paisanos voluntarios, trabaja en una enorme cocina que ocupa todo un cobertizo. Dos vehículos van y vienen entre nuestras posiciones y Zoppot, Gotenhafen o Dantzig. Las municiones del frente que se organiza aquí, se distribuyen así por pequeños cargamentos. Con excepción de algunos ataques aéreos, todo es de una calma impresionante e incompatible con la gravedad de la hora en este final de guerra, en este principio del año 1945. Hasta el frío se calma y no nos atrevemos ya a mirar al cielo que nos aporta una clemencia tan indecente. Pasamos aquí largas horas en una actividad que, con toda seguridad, provocaría reivindicaciones sindicales en nuestros días, pero que ahora nos parecen una diversión.

Después, un día, quizás a fines de febrero, una organización que creíamos disuelta nos invita a regresar a Gotenhafen. Nuestro grupo Gross Deutschland ha reunido algunos elementos que van a ser embarcados para el oeste. Decididamente, todo va cada vez mejor. Nos separamos del batallón que nos ha utilizado y nos despedimos de los amigos que habíamos adquirido. Grandsk abandona a regañadientes la cocina que había organizado tan bien. Esta ruptura va a salvarnos de una terrible adversidad que dejará al desgraciado batallón prácticamente diezmado. ¿Seré un ingrato de abrumar tan a menudo al cielo? Por una vez que nos favorece…

Por el oeste han surgido los carros rusos. El huracán de fuego ha soplado con una violencia inaudita sobre las posiciones que por fortuna habíamos habilitado atinadamente. Los nuestros han resistido el golpe, pero no tardarán en ser barridos. Los rusos han sufrido, al parecer, pérdidas espantosas. También sabemos que eso les importa poco.

Desde Gotenhafen, donde permanecemos esperando órdenes, el aullido de la guerra nos llega más fuerte. Infiltraciones rusas se han acercado hasta diez o doce kilómetros de la ciudad, y combates demenciales se entablan entre nuestras tropas en retirada. A través de la lluvia de obuses que los diezma, los paisanos atrincherados en el campo refluyen clamando compasión hacia la ciudad. Desde el mar, grandes buques de guerra alemanes emplean su potencia artillera contra las puntas avanzadas soviéticas. La tierra tiembla y se estremece. Los cristales que todavía se sostenían caen por todas partes al ritmo de la batalla.

Estamos ocupados en encauzar ordenadamente a los paisanos despavoridos que embarcan para Hela. Las tropas en retirada llegan ya a Gotenhafen, lo cual significa que ya no se puede contar con nuestra barrera. Un pánico frenético se apodera otra vez de la ciudad, y los paisanos que afluyen hacia el puerto acaban de paralizar el orden que se mantenía solamente con increíbles dificultades. Aunque tenemos los papeles en regla para ser evacuados, somos atrapados una vez más para ir a los alrededores de Zoppot a fin de taponar una brecha.

Abandonamos, pues, por un momento Gotenhafen donde el marasmo alcanza unas proporciones delirantes. Con la boca seca y rabia en el corazón, nos encaminamos en unos coches civiles que corren a tumba abierta hacia nuestro nuevo Gólgota. Por las ventanillas, que mantenemos cerradas, pues el frío sigue punzante, observamos el cielo, donde las jaurías aéreas de cazas bombarderos evolucionan como avispas enfurecidas.

En Bróssel nos vemos obligados a abandonar los vehículos para echar cuerpo a tierra entre los escombros. El burgo resuena en todas partes, el Universo crepita y estalla. Los soviéticos atacan con cohetes y bombas todo lo que se mueve. Los aviones pasan tan bajos que casi se distingue la risa burlona de los pilotos. En el arremolinado, volvemos a nuestros cacharros y arrancamos de nuevo en tromba. La calzada está obstruida por los escombros y hemos de despejarla repetidas veces. Debemos igualmente evitar los embudos donde nuestros taxis desaparecerían a buen seguro. Después de una carrera agitada, nos abandonan con nuestros pesados panzerfaust en los aledaños de un pueblecito. El trueno retumba a diez minutos al sur. ¡Es aquí!

Salimos al trote hacia un seto sin hojas donde vemos un sidecar. Fuimos a informarnos. Demasiado tarde, por lo demás, pues los dos ocupantes del vehículo se hicieron rociar. Uno de ellos, el conductor, está desplomado sobre el manillar, con la espalda empapada de una masa sanguinolenta. El otro parece dormir, pero está muerto. Las explosiones se producen cada vez más cerca. Nunca hubiésemos creído a los rusos tan próximos. ¿Dónde están los nuestros?

Helos aquí. Después de haber trepado por un sendero empinado, desembocamos en un terreno bastante llano, limitado, a doscientos metros, por una línea de horizonte más elevada. Estelas de humo aparecen y desaparecen en el gris del cielo.

Tenemos que ir allá arriba a toda costa, cuando llevamos en el bolsillo el pasaporte para el oeste. Sé con qué maldición abruman a la Humanidad los rostros herméticos de mis compañeros.

Estamos como atraídos por el maleficio de la situación y terminamos nuestra marcha dando unos saltos de carpa que ningún método de cultura física aconseja.

Tres semiorugas alemanes, resucitados de no sé qué unidad, oponen sus piezas de «DCA» a unos veinte carros soviéticos inmóviles en la campiña parda y blanca. Unos soldados de infantería embarrados se incrustan en pequeños hoyos cavados a toda prisa y apuntan diversas armas anticarro hacia los monstruos que se mantienen a distancia. Apenas hemos tomado sitio cuando llega otra descarga. El fuego y una densa columna de humo y de polvo rompen sobre las posiciones de donde se elevan lamentos. Los semiorugas, más a resguardo, disparan a su vez y ya no puede oírse ni una palabra.

Los carros rusos permanecen inmóviles y vuelven a tirar. Algunos de ellos están paralizados de una manera definitiva, y el humo que escapa de sus entrañas se mezcla con el que proviene de nuestro campo y que un viento generoso empuja hacia el asaltante.

Después se produce la inhumana orden que nos arroja hacia delante. Como los carros no vienen a nuestro panzerfaust, somos nosotros los que hemos de ir a su encuentro.

A saltos, milagrosamente, recorremos algunos metros bajo las ráfagas de ametralladora que despedazan a unos cuantos de mis valerosos compañeros.

El miedo alcanza un diapasón grandioso. La orina se desliza por nuestros pantalones, pues la tensión es tan grande que la idea de controlarnos no se nos ocurre. Seguimos acercándonos. Tras cada asalto, nos arañamos la cara con nuestros convulsos dedos. Los carros no van acompañados y su miopía les hace torpes en el tiro. Uno de ellos arde a sesenta metros del hoyo que ocupamos seis de nosotros. Algunos se mueven y mis ojos se quedan desorbitados ante la muerte tan próxima que estamos provocando. Tres carros avanzan. Si toman el altozano donde estamos refugiados, dentro de un minuto la guerra habrá terminado para nosotros.

Veo los tres carros. Veo también un rótulo metálico en lo alto del altozano, veo asimismo la ojiva de mi primer panzerfaust y mi mano rígida de miedo se crispa en el disparador. Los carros vienen hacia nosotros. La tierra que tengo a lo largo de mi cuerpo me transmite sus vibraciones al mismo tiempo que mis nervios tensos hasta romperse emiten un silbido que me llena los oídos. Comprendo una vez más que se puede usar la vida en algunos segundos. Veo asimismo los resplandores amarillos que centellean en su delantera amenazadora y luego todo desaparece en el relámpago fulgurante que acabo de soltar y que me quema la cara.

Mi cerebro se ha inmovilizado y me parece como si fuese de la misma materia que el casco. Junto a mí otros relámpagos me han lastimado las pupilas que mantengo desmesuradamente abiertas. Sin embargo, no se puede ver nada. Todo es luminoso y confuso a la vez. Luego se inicia el resplandor de una hoguera en segundo término. El carro no ha podido resistir los tres proyectiles de carga hueca que le hemos lanzado con una cierta precisión. Nuestras manos febriles se aferran todavía al tubo lanzador, cuando a la izquierda de la hoguera surge un segundo monstruo. Percibimos el ruido del tercero que salva el altozano al otro lado de nuestra posición. El monstruo ha acelerado y sólo está ya a treinta metros, cuando por fin me apodero de mi último panzerfaust. Un camarada ha disparado ya y yo he quedado deslumbrado. Aguzando la mirada, puedo ver una profusión de cantos rodados embarrados que desfilan a cinco o seis metros de mí con un ruido sordo. Un grito inhumano brota de nuestras gargantas sin que podamos reprimirlo.

El monstruo nos rebasa y se aleja en medio del estruendo de la batalla. Desaparece, por fin, en un volcán que lo levanta del suelo y se envuelve en una densa humareda. Nuestros ojos extraviados buscan todavía algo más, pero lo que nos rodea sólo es fuego. Los carros no aparecen y nuestra demencia furiosa nos impele a salir del refugio. Avanzamos hacia el fuego que nos tortura las pupilas. El fragor de los carros disminuye. Los rusos han despegado ante la terquedad que el diablo parece habernos insuflado. Después, deshechos, nos derrumbamos en la tierra fría cuyo contacto nos parece suave.

Los tres tanques que se habían lanzado al asalto están destruidos. Otros dos se quedan igualmente en el terreno y recuperamos a dos heridos rusos. Los T-34 han preferido no exponerse más a nuestra bronca desesperación. Volverán en mayor número, acompañados, apoyados, sin duda, por la artillería y la aviación, y nuestra loca tenacidad nada podrá hacerle.

Seguimos combatiendo y aunque la desaparición de las fuerzas en presencia no nos deja ninguna esperanza, nuestro combate ya no es vano, puesto que permite a una multitud de paisanos escapar todavía a la esclavitud.

Por la noche, otros elementos se han unido a nosotros. Sin descanso, hemos restablecido nuestras posiciones y hemos dispuesto un campo de minas que un aprovisionamiento ha traído a Dantzig. Las minas contribuyen en gran manera a nuestra defensa. Desgraciadamente, sólo son eficaces una vez. Los rusos se pillarán otra vez los dedos en ellas, a menos que revuelvan el terreno con un bombardeo intensivo.

Desde hace tres días, Iván ha lanzado más de veinte ataques en dirección a la bahía para cortar Dantzig de Gotenhafen. Pferham ha sido herido gravemente y hemos tenido que retroceder otra vez nuestro sistema de defensa. Esta vez tenemos el apoyo de la artillería naval que nos presta unos servicios inestimables. Si los rusos no dispusieran de unos contingentes tan importantes y de un material inagotable, se verían probablemente obligados a abandonar la partida.

El resto de nuestras fuerzas está concentrado en un pequeño espacio y ruge de una forma singular. Los rusos emplean la aviación, y es sobre todo esta arma la que acabará con nuestra defensa. En el horizonte, la más pequeña casucha ha sido arrasada. Esos lugares, donde todavía seis meses atrás debía de reinar un cierto bienestar, una dulzura de vivir, conocen ahora el Apocalipsis. Ningún traslado puede efectuarse ya durante el día. El cielo pertenece continuamente a la aviación rusa, y a pesar del intenso fuego que le prodigan nuestras baterías, cada vez vuelve más numerosa. Nuestra dolorosa defensa, por lo demás, se debilitará, pues ya se inicia la evacuación de tropas.

Somos de los primeros en volver a Gotenhafen, donde implacables combates se libran ya en los barrios extremos de la ciudad.

En algunos días, el aspecto de esta se ha modificado. Hay ruinas por doquier y un furioso olor a gas y a quemado llena la atmósfera. La gran calle que conduce en línea recta a los embarcaderos ya no tiene forma. Las ruinas de los edificios que la bordeaban se han derrumbado hasta su mitad y obstruyen el paso.

Emprendemos el trabajo de desescombro para permitir a los camiones abarrotados de paisanos que se dirijan lo más rápidamente posible al puerto. Cada cinco o diez minutos aparecen aviones, y prácticamente nos vemos obligados a no movernos del sitio. La calle es machacada y calcinada veinte o treinta veces al día. Hace falta haber conocido Bielgorod o Memel para no pegarse un tiro en la cabeza. Los muertos y los heridos son incontables. Se hace raro encontrar a alguien realmente sano y fuerte.

Caballos desbocados, que el aprovisionamiento debe de haber perdonado, arrastran, dando coces, unos trineos espantosos cargados de cadáveres envueltos en telas de lona y hasta en papel. Hay que desescombrar y enterrar a una velocidad acompasada al ametrallamiento de los 11-2.

Seres agotados permanecen inconscientes e inmóviles sobre montones de ruinas, ofreciendo blancos magníficos a los aviadores rusos. Y, para rematar el conjunto, el horizonte al oeste y al sudoeste es rojo y negro. Combates se han empeñado calle por calle ya en los arrabales de la ciudad. Miles y miles de paisanos esperan todavía en el puerto y sus alrededores y la artillería pesada bolchevique envía de vez en cuando, proyectiles hasta los muelles.

En medio de la precipitación general nos llegan noticias verdaderas o falsas. Los rusos han sido rechazados hacia el oeste. Una división alemana llega detrás de los rojos para liberarnos. Los soviéticos han llegado al mar entre Gotenhafen y Dantzig. Creemos más esta última noticia. Si la bolsa de resistencia ha sido cortada en dos, su aniquilamiento va a empezar.

Buscamos un poco de reposo en un sótano donde un médico asiste un parto. El local es abovedado y está parcialmente alumbrado por unas lámparas improvisadas, y si bien la venida al mundo de un niño debe de ser una cosa gozosa en general, aquí aumenta lo trágico de la situación. Los gemidos de la madre carecen de sentido en este mundo de alaridos, y el bebé que da vagidos parece lamentar ya su venida a este mundo. Una vez más, hay sangre, como en la calle, como sobre la tierra en la que tanto hemos sufrido, y mi apreciación de la existencia sigue cayendo en barrena hacia el abismo cuyo fondo vislumbro. ¡Puta vida! Entonces, todo no es más que sangre, sufrimiento y gemidos…

Poco tiempo después, hemos vuelto a la hoguera. Hemos echado una postrer mirada al recién nacido cuyos grititos tintineaban como un cristal frágil entre los rugidos que sacudían el sótano. ¡Que muera pronto, antes de cumplir veinte años! Veinte años es la edad ingrata. Es muy duro abandonar la vida en el momento que se tienen tantas ganas de verla florecer.

Hemos ayudado a personas ancianas, que otras más jóvenes habían abandonado a los soviéticos. En la noche iluminada por los resplandores de la guerra, hemos cumplido una vez más con nuestro deber. Hemos sostenido y transportado a ancianos hasta el puerto donde un barco les esperaba. Desgraciadamente, los aviones han pasado y, guiándose por los incendios que asolan los lados del camino, han vuelto a soltar la muerte sobre nuestra abnegación.

Han matado a unos quince ancianos. Nosotros hemos intentado arrastrarlos en nuestras estiradas sucesivas, pero los infelices no han podido seguirnos. No importa. Hemos salvado a bastantes. Con mis compañeros, los hemos prácticamente izado en un barco de pesca. Hemos ayudado a colocarlos en medio de la muchedumbre y, entretanto, el barco ha soltado sus amarras para huir de un ataque aéreo.

El barco se aleja y nosotros estamos a bordo. Wollers ha corrido hacia popa por ver si la escalerilla había sido retirada. Después ha vuelto a nuestro pequeño grupo pisoteando a los fugitivos que cubrían la superficie de la cubierta. Nos ha mirado y ha querido decir algo. Juntos hemos contemplado Gotenhafen en llamas.

—¿Tenéis todavía vuestras fichas de embarque? —se inquietó bruscamente.

Aparecieron las tarjetas dobladas y sucias.

—Antes habríamos perdido la cabeza que esto —murmuró Grandsk.

El agua se desliza suavemente a menos de un metro de la borda. El barco amenaza zozobrar si su cargamento humano se reparte mal. No se mueve ni un dedo. Cada uno se niega a aceptar la evidencia. Hemos huido una vez más de los rusos y de su furia.