Subimos hacia el norte. La unión con el Frente de Curlandia ya no es posible. Lo que queda de la división se reagrupa poco a poco. Ha sufrido terribles pérdidas al intentar un restablecimiento con el nordeste. Mientras tanto, los rusos, en un impulso frenético, han llegado al Báltico más al sur. En varios puntos, por otra parte, se han librado combates que rebasan todo lo imaginable, a través de una cohorte de refugiados despavoridos, que estorbaban toda posibilidad de defensa por parte de las unidades empeñadas.
Ante el violento ataque soviético, la población civil prusiana refluye hacia la costa en una trágica marejada. Para nosotros hay dos posibilidades: poner rumbo hacia el sur y abrir un camino a través de las numerosas puntas avanzadas soviéticas, o dirigirnos al norte, hacia el Frente de Memel que se está estableciendo. El mando de la división se da cuenta muy pronto de que ya no tiene medios de ir al sur. El sur es Koenigsberg, o tal vez hasta Elbing. Estos dos puntos están amenazados igualmente, y el más cercano se halla a ciento cincuenta kilómetros aproximadamente. Ciento cincuenta kilómetros de batallas desesperadas con pocas posibilidades de éxito. Ya no es de esperar ningún aprovisionamiento en este lugar donde se está consumando el peor de los éxodos.
Memel es, pues, el punto escogido. Memel, ese corto frente prácticamente cercado desde el otoño y a través del cual habrá que abrirse paso. Un paso para nosotros, soldados, y para la lastimosa riada de refugiados que recurre a él, paralizando todos nuestros movimientos, frenando cualquier maniobra.
Lastimoso cortejo que se arrastra prácticamente a pie, en medio del frío penetrante, por los barrizales de las primeras nieves fundidas. Increíble caos que, a despecho de las órdenes militares, hemos de ayudar, sostener, tranquilizar. Todo lo que posee un motor capaz de rodar, siquiera durante una hora, transporta, además de las absolutas necesidades militares, un hormiguero de niños asustados, que tiemblan de frío, de hambre, de miedo, de todo. Junto a los vehículos que se arrastran, corren las familias mezcladas con los soldados, última esperanza de protección.
Rebasamos varias aldeas. Hace cuatro o cinco días, aunque presintiendo un peligro inminente, sus habitantes se dedicaban a los menesteres habituales, equivalentes casi a los de los tiempos de paz. En dos días, ancianos, mujeres y niños cavan a toda prisa las posiciones de defensa de las futuras tropas en retirada, los emplazamientos de artillería, los fosos anticarro donde habrán de venir a estrellarse los embates de los blindados enemigos. Patético trabajo, heroico esfuerzo antes del infernal desastre que los arrastrará en el reflujo desesperado de los paisanos aterrorizados. Aflicción anticipada de esos virtuosos paisanos que ven venir el frente hacia sí con el aspecto preventivo de una tropa derrengada y famélica, cansada de batirse y de vivir, que desgrana sin estremecerse sus peones humanos como los de una partida de ajedrez que toma mal cariz.
Cada vez que una defensa está aparentemente organizada y nos parece posible, la intentamos. Hay que frenar al enemigo que nos acosa y que se ofrece, cantando victoria, monstruosos mataderos entre una población civil que asiste a su fin en un terror callado. Los grupos empeñados en esas defensas soportan su sino con la irrisoria esperanza de apagar la pólvora que ha sido encendida. Su caso importa, los sentimientos de cada cual son conocidos, el dolor es medido, registrado por quienes les dicen adiós. Esos hombres han llegado al extremo de amar la muerte. La guerra continúa, la hoguera se consume y los más concretos sentimientos no aminoran su fusión. Los que abran brecha y entren en Memel morirán probablemente en Memel. Esto es un alivio: es más ordenado que reventar en un sitio que ninguna operación militar mencionará nunca.
Lo absoluto aquí va a resolverse por lo absurdo. A menos que lo absurdo sea lo absoluto.
En fin, la valiente división abre brecha, aunque se ve reducida a su tercera parte. Abre brecha y es magnifico. El mando de la fortaleza de Memel sabe que puede contar además con la división llamada todavía Gross Deutschland. La división abre brecha, y los mil quinientos hombres aproximadamente que esto le cuesta no serán más que una cifra que cargar en la cuenta del heroísmo.
Para nosotros, los allegados de los que acaban de caer, son una veintena de nombres que tenemos que borrar de los efectivos de la compañía. Siemenleis y Wienke figuran entre ellos.
Hubiéramos podido fracasar. Incluso tenemos la impresión de que la tenaza rusa se ha aflojado para dejarnos pasar. Hemos arrastrado el máximo de paisanos. Muchos otros se quedaron atrás. Para esos, el asunto está feo. Tendrán que evitar los carros que los persiguen y franquear, si les es posible, la barrera de obuses, de ametralladoras cuádruples y las bayonetas de Iván. Todo eso es muy difícil para una mamá que lleva en brazos un niño de pecho y un mocoso agarrado a sus faldas. Pero ¿acaso no hemos nacido todos para morir?
Ya estamos en Memel, nosotros los supervivientes de un momento. Hemos llegado con unos camiones tirados por hombres, con unos tanques locomotoras que arrastraban un convoy, cosa de la que se les hubiera creído incapaces. Hemos llegado al fondo de las cosas. Todo aquel que posee todavía una apariencia de vida mecánica sigue avanzando, olvidando sus llagas, bendiciendo al cielo por esta prórroga de miseria. Los bombardeos solamente frenan a los que mueren de una manera definitiva. Los muertos de angustia siguen avanzando, con la mirada llameante, entre los que se desploman y jalonan la pista.
Memel vive todavía bajo sus llamas, bajo su cielo opaco de humo, bajo sus ruinas. Memel vive bajo el taladro de los cazas bombarderos rusos y de la artillería pesada, bajo el espanto y la nieve que se arremolina.
Pero, una vez más, el vocabulario ayuda poco a expresar lo que mis ojos pudieron ver. Tengo la impresión, finalmente, que todo ese juego de sílabas ha sido puesto a punto para describir cosas fútiles. Una vez más, nada entre las palabras puede expresar el fin de la guerra en Prusia. He conocido el éxodo en Francia ante las tropas alemanas a las que después me incorporé, he visto a las madres reclamar leche en apacibles granjas, he visto carretas volcadas e incluso una vez fui ametrallado en los alrededores de Montargis. Pero de ello sólo guardo una pequeñísima inquietud bastante embriagadora, un poco como el recuerdo de un viaje que no ha sido único. Además, hacía buen tiempo. Aquí, hace frío, nieva y todo a nuestro alrededor está destruido. Los refugiados mueren a millares sin que nadie pueda acudir en su ayuda. Los rusos, cuando no están empeñados en un contacto con nuestras tropas, empujan delante de ellos una marea de paisanos. Disparan cañonazos y embisten con sus carros a la masa despavorida y petrificada. Quienes tengan un poco de imaginación intentarán pintar un cuadro de lo que intento explicar. Nunca la crueldad fue tan plenamente conseguida, nunca el término «horror» logrará expresar aquí verdaderamente lo que quiere decir.
Sí, estamos en el callejón sin salida de Memel. En este semicírculo de veinte kilómetros aproximadamente de diámetro, adosado al Báltico con sus olas grises y frías bajo la bruma impenetrable. En este semicírculo que se encoge sin cesar, que resistirá, no se sabe por qué milagro, gran parte del invierno. En este semicírculo, hostigado por los continuos bombardeos y por los ataques permanentes provenientes de las líneas rusas que se agrandan a medida que las nuestras disminuyen. En medio de miles y miles de refugiados, cuya desolación no podría ser mencionada por ningún comentario suficiente y que aguardan para ser evacuados por vía marítima antes de que las tropas lo sean a mediados de diciembre.
Memel en ruinas no puede albergar ni contener la importante parte de la población prusiana que se ha refugiado en su recinto. Esa población, a la cual no podemos aportar más que unos auxilios virtuales, paraliza nuestros movimientos, entorpece nuestro sistema de defensa tan precario de por sí. En el semicírculo de defensa, que tiembla por el tronar de explosiones que cubren gritos de todas clases, tropas antiguamente de selección, unidades de la Volkssturm, mutilados reenganchados en los servicios de organización defensiva, mujeres, niños y enfermos son crucificados en la tierra que hiela, bajo un techo de niebla que iluminan resplandores de incendios, bajo la ventisca que roza con una caricia fría el penúltimo acto de la guerra. Las raciones alimenticias son tan escasas que lo distribuido ocasionalmente en un día para cinco personas no bastaría hoy para la merienda de un escolar. Llamamientos al orden y a las restricciones son difundidos sin cesar a través de la bruma que en parte oculta al drama. De día como de noche, embarcaciones de todas clases abandonan Memel con un cargamento máximo de gente. Las enormes filas de refugiados, que en vano se trata de censar y que avanzan hacia los pontones de embarque, ofrecen unos blancos infalibles a los pilotos mujiks, que de noche y, sobre todo, de día las hostiga. Los impactos abren claros espantosos entre la multitud que grita, se doblega y muere bajo las bombas, pero que no se mueve del sitio en la esperanza feroz de embarcar próximamente. Se insta a la paciencia, se invoca una vez más el problema de las restricciones. En realidad, se propone a esas gentes martirizadas el ayuno, en espera de la liberación. El drama es tan magno que el heroísmo se convierte en trivialidad. Se suicidan ancianos, y mujeres también, madres de familia que entregan su hijo a otra madre rogándole que este se beneficie de la ración que les corresponde a ellas. Un arma recogida junto a un soldado muerto lo solucionará. El heroísmo se mezcla con la desesperación. Se anima a las gentes hablándoles de mañana, pero aquí todo pierde su importancia.
Y los mártires presencian a menudo el suicidio de sus semejantes sin intervenir apenas. Algunos, en un arrebato de demencia que alcanza no sé qué grado, van a matarse en los silos de muertos que una asistencia civil agrupa en determinados sitios. Quizá para facilitar la tarea de esa ayuda mutua. La capitulación, sea la que fuere, pondría un término a ese espantoso pánico. Pero el ruso ha inspirado un terror tal, ha demostrado tanta crueldad que la idea no roza ya a nadie. Hay que resistir, resistir cueste lo que cueste, puesto que finalmente seremos, evacuados por mar. Hay que resistir o morir. El alto mando quizá tiene otra idea, quizá piensa conservar la fortaleza de Memel para convertirla en una cabeza de puente de donde partiría una contraofensiva destinada a escindir la progresión soviética.
¡Utopía! Aquí, entre los que soportan el peso del calvario, nadie lo cree. Sin embargo, fuerzas armadas desembarcan todavía en Memel como contrapartida a los civiles que se marchan. Para nosotros, aquellas sólo vienen para consolidar nuestras posiciones. La idea de un contraataque parece inverosímil.
Aquí, se combate con una obstinación que el alto mando venera, únicamente con la esperanza de que, a pesar de todo, quedará alguna chalupa para evacuarnos, después que el último paisano haya abandonado Memel. Por lo tanto, hay que resistir, aunque la desesperación nos haya desolidarizado de todas las condiciones humanas. Aquí, el hombre más fútil, el menos esforzado, se bate por definición. En Memel, no queda sitio más que para los que combaten. Los niños y las muchachas jovencísimas han secado sus lágrimas y corren a cuidar de los heridos, a distribuir las raciones reprimiendo el deseo de devorarlas. Esos niños han rechazado en su fuero interno la emoción, el espanto, el miedo tan justificado. Acuden a los menesteres que sus mayores desbordados les indican y no discuten, no se quejan. Hay que morir o vivir. Todas las condiciones intermedias no pueden ser tomadas en consideración.
Hay que morir o vivir y todos esos niños, sin poder hablar de ello ni explicarlo, lo sienten. Aquellos que hayan resistido esa escuela dramática nunca podrán considerar como serias las dificultades de una vida normal. El pueblo alemán ha ido verdaderamente al fondo de las cosas y me impone un ineluctable respeto que no sé cómo explicar.
En medio de la descomposición de las avanzadillas, los paisanos se mezclan a veces con los soldados. Esos paisanos son igualmente combatientes, por lo demás, y entre ellos hay también mujeres. A fuerza de sacrificios, el frente se sostiene. Cuando digo se sostiene, quiero decir sencillamente que no se derrumba paladinamente. En realidad, se doblega en muchos sitios y sigue encogiéndose. Los interminables fosos anticarro, excavados previamente, contribuyen seriamente a consolidar nuestra defensa. Los rusos cuentan ante todo con aniquilarnos por la aviación y su artillería pesada que refuerzan sin cesar.
Sin embargo, sus ataques les cuestan caro, muy caro. Nuestro frente, al encogerse, permite la concentración de la defensa. Los esqueletos de carros rusos de los aledaños de Memel son incontables. Los cazadores de carros ya son más numerosos que los infantes. Cargamentos de minas son transportados por los paisanos voluntarios y colocados delante de nuestras defensas por la infantería en el curso de los pequeños contraataques destinados únicamente a esta maniobra. Solamente quedamos un poco sin defensa contra la aviación. Los cazas bombarderos rusos se obstinan en sus agresiones continuas. Al nordeste de nuestra posición, los restos de algunos vagones desmantelados han sufrido en dos días ocho bombardeos. Lo que queda de defensa antiaérea ha sido agrupada en los alrededores de los embarcaderos donde el peligro es mayor. Esto ofrece una gran dificultad a los pilotos rusos, que prefieren el resto del recinto donde ninguna defensa seria puede oponérseles.
Por esto, a pesar del infierno, a pesar de los hombres que han de ser borrados cotidianamente, a pesar del frío y a pesar de las innumerables privaciones, Memel, el increíble Memel, resiste de todos modos.
Después, en una tarde gris, algunos elementos de nuestra famosa división son reagrupados en un punto preciso. Nos proveen de municiones ofensivas y nos gratifican con dos latas de conservas a cada uno. Poco importa, por lo demás, su contenido; algunas tendrán un kilo de mermelada de manzana, otras un kilo de margarina. No tiene importancia, pues el fantasma de la organización alemana actúa todavía, estos días de gracia, en los aledaños de una ciudad desintegrada que todavía se llamará, por algún tiempo, Memel. El aprovisionamiento, racionado ciertamente al máximo, es distribuido a las tropas destinadas a una ofensiva. ¡Sí! Por increíble que pueda parecemos, los vestigios que hay aquí del Ejército alemán van a intentar una ofensiva hacia el sur para establecer contacto con el Frente de Cranz y de Koenigsberg. A los oídos desengañados de los landser de ayer llegan las directrices de los oficiales que preparan la maniobra en el seno de su grupo.
Halls y yo salimos de la nada donde nos habíamos resignado a vivir hacía algún tiempo. Nuestras miradas incrédulas han aceptado hace tiempo la aparición de las más inimaginables órdenes, pero esta vez, el hecho de querer lanzarnos al asalto con los medios de que disponemos nos hace tambalear con un vértigo que ya no podemos controlar. La operación lleva, además, un nombre que desgraciadamente he olvidado.
Algunos blindados todavía intactos apoyarán la progresión. Material procedente de los supervivientes de Curlandia y también de Alemania ha desembarcado igualmente. Habrá que alcanzar una aldea a quince kilómetros al sur, en la carretera que bordea una vasta bahía. El comandante de la operación elige un tiempo horroroso para lanzar su ofensiva. Nieva y llueve al mismo tiempo. Hasta la artillería rusa ha cesado prácticamente su tiro de hostigamiento de tan desastrosas como son las condiciones atmosféricas. Esto es precisamente lo que contaban con explotar los jefes de nuestra última y alocada expedición.
Una docena de carros grises y sucios salen al encuentro de un destino inexorable. En sus flancos, del color de nuestra miseria, la cruz negra apenas es visible. Dentro, en los aparatos receptores de onda corta, suenan los compases de la cabalgata de las Valkirias. Verdaderamente es lo que hace falta para ir al sacrificio supremo. Camiones deteriorados, en los que han sido emplazadas piezas de artillería y ametralladoras pesadas, siguen de cerca y sustituyen a los difuntos armones con orugas de los panzergrenadiers de la buena época. La multitud de los infantes, a la que se mezclan los restos de grupos aéreos y marinos, corren a los lados del material motorizado. Nuestro grupo, en el que tengo la alegría de reconocer en este momento supremo los rostros de Wiener y de Halls, se agarra al chasis desnudo de un autocar despojado de su carrocería.
Con una facilidad irrisoria, nuestra punta avanzada sorprende un campamento entero de blindados rusos, alineados bajo la nieve como para un desfile. Iván, atolondrado por este golpe de mano absolutamente imprevisible, abandona el campo que destruimos con un incendio cuyo secreto tienen las tropas alemanas. Un aprovisionamiento de carburante soviético incluso permite a nuestra ofensiva esperar más de lo que podía al principio. La progresión continúa, a pesar de la borrasca demoníaca que flagela las manos y las mejillas de los combatientes. Varias concentraciones rusas más caen bajo nuestros golpes de sorpresa. Desgraciadamente, el enemigo está concentrado en los alrededores de Memel, en profundidad.
Se producen los primeros contraataques y casi inmediatamente nuestra carrera a la aventura se para. Las primeras reacciones rusas se dejan oír. No tardará en abatirse el diluvio más despiadado. Los carros rusos de las bases más próximas avanzan probablemente ya a nuestro encuentro.
El momento alcanza su punto crítico cuando, desde el mar, parten descargas de artillería. El mal tiempo nos impide ver los barcos que navegan cerca, pero su tiro providencial se abate sobre la ola roja que avanza. Se trata, en efecto, de dos o tres destructores o torpederos de la Armada que han venido especialmente para apoyar nuestra maniobra. Pese a la visibilidad nula, las coordinadas ajustadas por los blindados de las avanzadillas no tardan en dirigir el fuego de la Kriegsmarine de una manera precisa. Gracias a esta sincronización, el empuje ruso queda más o menos frenado. Quizá sea también porque los rusos que operan en el interior evalúan mal el tiro que se abate sobre ellos y piensan que disponemos de una artillería terrestre importante. Esto, de todos modos, no arreglará nada. Los popov emplearán contra nosotros medios aún mayores. Al finalizar la jornada, nuestra débil operación es atacada en un flanco de diez kilómetros. Es mucho más de lo que podemos encajar. Pronto la mitad de nuestros carros arden bajo la tormenta de los órganos de Stalin. La operación fracasa, como era de prever, y la orden de desandar lo andado hacia Memel no tarda en llegar. Diez kilómetros que hemos de recorrer otra vez en sentido inverso, mucho más difícil que a la ida.
Abandonamos la carretera que siguió nuestro épico y último ataque. El material motorizado persiste en seguirla, por no poder circular en otra parte, y se disgrega a medida que Iván descarga sus cañones. En la noche rayada por mil resplandores, los feldgrauen jadeantes corren a través de las dunas, de un hoyo a otro, considerando cada paso hacia Memel como un valor casi seguro. Para colmo, la columna aún existente es obligada a salvar un trecho despejado de dos kilómetros cuyas cunetas habían sido minadas por la mañana por nosotros mismos.
Dos kilómetros iluminados por las bengalas, estriados de explosiones. La carretera es poco ancha, pero todavía está casi intacta. Solamente tenemos que contornear algunos embudos.
Los primeros vehículos se encaminan a toda marcha por el trecho infernal. Iván no ha tenido tiempo de rectificar correctamente el tiro. Sus obuses llueven de una manera imprecisa. Pero la segunda parte es mejor acogida. Dos camiones son alcanzados de lleno y pulverizados. Otros dos, acribillados de metralla, llegarán a la zona menos peligrosa. Los restos de vehículos han obstruido el paso y nos ordenan despejarlo. Iván se ha acercado y nos ataca ahora con lanzagranadas y armas automáticas. Pese a nuestro terror loco, intentamos devolver golpe por golpe arrastrándonos por la grava que revolotea. Las cunetas que podrían servirnos de refugio están minadas. Caemos en nuestra propia trampa. Muchos de los nuestros caen, con los brazos en cruz y la mirada fija por última vez en el cielo sombrío y atormentado. ¿Habrá que apelar a los servicios de la Cruz Roja en la posguerra para anotar los últimos nombres de nuestra increíble aventura? Mientras tanto, vivimos aún en corto número, y este corto número se aferra a lo que resta de posibilidades de supervivencia.
Henos aquí junto a los dos primeros vehículos destruidos que obstruyen el paso. A nuestro alrededor, las granadas popov estallan e iluminan, afortunadamente, un poco más alto que la calzada.
Al pasar, barre los restos de nuestros vehículos que tiemblan y rebotan a cada ráfaga. Al pie de esta chatarra prácticamente informe, dos hombres, que como nosotros creían en una escapatoria, yacen con sus uniformes harapientos y gozan por fin del descanso eterno.
Habrá que empujar fuera del camino esos cuerpos que estorban el paso, pero si nos ponemos de pie tenemos el cien por cien de posibilidades de quedarnos aquí. Una vez más, Wiener, el veterano, surge del grupo paralizado. De rodillas bajo la metralla, blande una granada que arroja sobre el primer montón de chatarra. ¡Estupendo, Wiener! ¡Haberlo pensado! Salvo algunos escombros esparcidos, el primer cacharro ha sido quitado de en medio. El segundo sufrirá la misma suerte. El tercero, un camión de tres toneladas y media, necesitará cuatro granadas. Desgraciadamente, hemos debido de rematar al mismo tiempo a los heridos que había dentro. ¡Otra vez la guerra! ¡Heil, Wiener, nos has sacado del apuro una vez más!
A medianoche, cuando más arrecia la tempestad, los dos tercios del efectivo llegan por fin a Memel. Han sido puestos al corriente y su fuego nos cubre. Sin resuello y ateridos, llegamos al interior del campo atrincherado. El recuento de los que faltan se hace al aire libre, entre las ruinas de un establecimiento balneario. Luego, en el fragor del frente, constantemente en contacto, buscamos el reposo del guerrero, aunque la suerte no nos haya sido favorable.
Esta suerte era, por lo demás, tan débil que estimamos heroico el mero hecho de haberla intentado.
Al día siguiente, a eso de las once, después de haber terminado nuestra ración distribuida antes de la ofensiva, somos enviados otra vez a los puestos que hay que defender. El reposo no puede prolongarse más en esta dramática situación. Los paisanos siguen siendo embarcados a pesar del riesgo que esto representa.
El mar se ha encrespado y todas las embarcaciones están cubiertas de escarcha. Su cargamento humano lo está igualmente en el momento de abandonar el muelle. Las olas rocían los rostros amoratados de los supliciados sin que se eleve ninguna queja. Abandonar el infierno de Memel representa una tal ventaja que nadie pensaría en quejarse.
Nosotros, los soldados, seguimos impidiendo a los rusos el acceso a la ciudad y sus alrededores. Las posibilidades de evacuación por vía marítima representan una tabla de salvación tan frágil que se hace lo imposible para resistir. Nos envían municiones, víveres y medicamentos. Algunos días, el machaqueo de los rusos parece remitir. A pesar del frío, que aumenta sin cesar, la vida nos parece más fácil. Lo que no sabemos es que los ejércitos soviéticos han dirigido cabalmente sus esfuerzos más al sur. Koenigsberg, Heiligenbeil, Elbing, y más tarde Gotenhafen se hallan cada vez más amenazados.
El problema de los refugiados, como sabré más adelante, se verá todavía decuplicado en esos puntos. Los rusos abandonan, pues, momentáneamente Memel para emplearse a fondo en Prusia, donde una resistencia desesperada se les opone. Pero no sirve de nada. Los tres ejércitos soviéticos temiblemente potentes que han penetrado en territorio alemán disponen de medios muy superiores a los que nos quedan a nosotros. Además, una fe salvaje los anima. Iván ha añadido a su bandera las palabras «desquite» y «venganza», y el pueblo supliciado de Prusia se acordará hasta la noche de los tiempos lo que quiere decir esto.
Hay, además, entre esos desdichados, lituanos, rusos antibolcheviques, polacos, y hasta prisioneros ingleses, y canadienses que comparten nuestra suerte aquí en Memel. El terror de los rusos ha rebasado la idea de patria y las divergencias de opinión. Es el terror al estado bruto y no asimilable. Todo el mundo huye cuando no es posible hacer otra cosa. Incluso para hombres como los prisioneros ingleses y canadienses, la posibilidad de ser distinguidos por las unidades de asalto rusas se mantiene problemática. Mujeres de todas las edades se exponen por su parte a otra forma de ultraje… La cifra de evacuados por mar alcanzará varios millones.
En las ruinas que una casa que no sobrepasa el metro de altura, el veterano ha apoyado su ametralladora con mucho cuidado y atención. Con el dorso de la mano, gris de sucesivas quemaduras del frío, barre, de vez en cuando, los leves soplos de nieve que persisten en amontonarse sobre la culata de su arma. El veterano, después del último ataque al sur de Memel, parece haber recobrado toda su calma. La excitación nerviosa que no nos abandona, no parece aquejarle. Nuestro amigo permanece callado y no toma casi nunca parte en nuestras conversaciones de desesperados. Parece haberse desolidarizado de nuestras desventuras. La guerra, el frío, el desamparo que nos acucian y nos petrifican parecen no preocuparle. Su comportamiento es extraño. ¿En qué piensa el veterano?
Sin embargo, esta mañana misma, su ametralladora nos ha vuelto a salvar de una patrulla rusa que se había interesado particularmente por nuestro grupo. Veinte cadáveres popov se atiesan ahí enfrente, junto a ese camión de la Volkssturm que seguía circulando con una sola rueda detrás. Un tronco de árbol hinchado en el chasis sustituía a la rueda trasera que faltaba y el camión avanzaba de todos modos. Un milagro más de Memel. Hasta que los rusos le arrearon un pepinazo del «50» en el capó. Los dos ancianos vestidos de soldado que ocupaban la cabina, rindieron el alma y ese condenado vehículo aún nos oculta la vista. Los popov quisieron servirse de él como de un escudo e intentaron aniquilarnos con lanzagranadas. Wiener acribilló el lugar con sus balas explosivas y trazadoras e Iván mordió el polvo. Fue una lucha de velocidad. Wiener fue el más rápido, esto es todo. Ahora está aquí, siempre callado, enjugando su juguete como un objeto precioso. Nosotros, Halls, Lindberg, otros dos y yo, seguimos agitados detrás de nuestras armas grises y frías a sabiendas de que tampoco eso nos basta ya para salvaguardarnos.
Tengo a mi disposición tres panzerfaust y el nuevo subfusil de la Volkssturm que nos distribuyeron recientemente. Es un arma muy eficaz que tiene un poco de ametralladora y de subfusil. También tengo una pequeña mina magnética que me causa un pánico complementario. En Memel tenemos un armamento completo para hacernos matar en el sitio. De todos modos, no puede ser cuestión de replegarnos rápidamente llevándonos ese cargamento.
Durante quince días, sostendremos esta posición aguantando lo menos cada cuarenta y ocho horas ataques bastante flojos. Las retaguardias del frente no quedan lejos y podemos por turno tomarnos un descanso casi reparador. Hay, cerca de aquí, en lo que queda de una calzada que lleva a Memel, un mojón que indica que faltan aún siete kilómetros para llegar a la costa. Los siete últimos kilómetros de la retirada desde el Don. ¿Será posible? El increíble periplo que se extiende en más de dos mil kilómetros, hecho en parte a pie. Como me decía a veces el veterano, en broma:
—Tu tatarabuelo ha hecho ese camino antes que tú, al lado de Napoleón. En realidad, este es también tu caso. Procura consolarte reflexionándolo.
Después, una noche, cuando volvemos al sótano, frío y húmedo, que nos sirve de dormitorio durante las horas de reposo, comprobamos que los civiles de Memel han desaparecido casi completamente. La última oleada ha debido de embarcar durante estos dos últimos días de vigilancia.
En la oscuridad que cae sobre la ciudad que parece un cementerio abandonado, nos metemos en nuestra guarida con una vaga sonrisa en el corazón.
Mis compañeros se han puesto en cuclillas sobre las yacijas de que disponemos y mordisquean en silencio lo que todavía ha podido prepararles nuestro cocinero Gransk. Tragan, sin fijarse, lo que sea. ¡Qué más les da! Sueñan, mis lobos de compañeros. Sueñan en el silencio que desde hace bastante tiempo gravita sobre nosotros. Sueñan, y sus ojos brillantes de aflicción acumulada al correr de los días guardan una ligera movilidad que se entretiene sobre un punto de la bóveda gris sucio del sótano. Sueñan en la liberación que ya no puede tardar, en esa maldita barcaza que nos llevará por las altas olas del mar en el que nos apoyamos hace días. Sueñan mis compañeros y nos comprendemos sin que se pronuncie ni una palabra. Sus miradas enloquecidas y penetrantes brincan en el fondo de sus grandes órbitas oscuras. Sus ojos habituados a no ver más que la guerra, se fijan tímidamente, pero con una intensidad que también experimento, en la posibilidad apenas vislumbrada.
Sueñan mis compañeros y para que la guerra no les coja en flagrante delito procuran que ello no se note. No miran a nadie. Tienen algo mejor que ver. ¿Esperanza? ¿Qué forma puede tener?
Únicamente yo los veo. Únicamente yo, porque no tengo otra cosa que mirar. He soñado demasiado. He soñado demasiado y ya no sé hacerlo. ¡Qué desgracia! Aunque todavía supiese, no me atrevería ya, porque duele demasiado cuando no se realiza nunca el sueño. Yo ya no sueño, espío a los demás. Yo libo moralmente su esperanza. La concreto neciamente, de vez en cuando. Son botas sin tacones, amontonadas en la cubierta fangosa de un barco. Botas que vomitan uniformes descoloridos y vacíos… ¡Basta! La esperanza es terrible. ¿Cómo es la esperanza de los demás? Ya no sé soñar.
Y, sin embargo, esta impaciencia que disimulan y miman como un tesoro que la vida no ha conseguido aún arrebatarles, la poseo todavía yo también. La mantengo dentro de mí mismo. La siento y la oigo gritar a través de mi silencio. Sí, gritar hasta el punto de que me invade como el ruido de las explosiones. La oigo gritar y mi vida es lastimada por ella. No me atrevo ya a pretender una esperanza cualquiera, una promesa cualquiera, me da miedo reclamar demasiado en este mundo, tengo miedo de que el menor anhelo sea considerado como una exigencia.
Tengo todavía la vida y tengo miedo de que ellos lo adviertan. Tengo miedo, sobre todo, de que me la pidan. Lo he dado todo, mis sentimientos, mi angustia, mi dolor, mi miedo, he olvidado también a Paula y para no parecer demasiado rico, hasta he olvidado que era demasiado joven. No tengo muy buena salud, pero todo es tan duro en Memel… Hay gentes a las que se pide que tengan valor con un agujero como el puño en el vientre. Hay otras que pierden su sangre en la nieve y que disparan sobre la guerra hasta que los ojos se les ponen vidriosos. Yo tengo suerte, a través de mis accesos de tos y mis escupitajos rojizos, conservo aún un poco de vida oculta dentro de mí. No cabe implorar ya a cualquiera que sea. Aunque Dios mismo me escuchara, en Memel no sería utilizado.
Entonces, miro a mis compañeros que sueñan. Saben, sin embargo, lo doloroso que puede resultar soñar aquí. Memel tiene necesidad de todo, tanto de la esperanza como del ensueño. Los que esperan se baten mejor que los demás. Y todos estamos cansados de batirnos.
De vez en cuando, algunos gritan a través de su sopor. Es algo involuntario, no depende de quien ha gritado. Ya no es él, es su fatiga, son sus órganos los que hacen ruido a copia de retorcerse. Los hay también que gritan riéndose. Los que rezan esperan, pero muchas veces la esperanza está muerta. Entonces gritan sus rezos. De todos modos, es demasiado tarde, aunque esos rezos fuesen escuchados, Dios no se atrevería ya a aparecer. Ha abusado de la misericordia de Smellens. Smellens ha muerto esta mañana. No le importaba morir, pero quería tener antes noticias de su hermanito al que sólo había visto dos veces. Con los ojos secos, hemos observado el sendero de cascotes por el que hubiese debido aparecer el cartero militar. No nos llega ya ninguna noticia, y Smellens ha aguantado su asfixia todo el tiempo que ha podido. Aquí es demasiado tarde para el Todopoderoso.
Los días que seguirán, los primeros embarques militares tendrán lugar, efectivamente. En primer lugar las unidades más castigadas. Los heridos graves han salido antes y, desde luego, los más graves se quedan aquí. Que mueran en Memel o a bordo del barco… Les toca el turno a los heridos menos graves partir y su alegría impaciente y callada les impide pensar en la herida que el frío agrava. Los gangrenosos han olvidado su estado y no se preocupan más por las amputaciones que les esperan. Hay como un velo de confianza que se cierne de una manera imprecisa sobre Memel. Si no fuesen esos malditos aviones que nos atizan sin cesar, la vida volvería a ser vida. Los barcos hundidos por las bombas obstruyen el atraque en los pontones de embarque. Cadáveres mutilados, innobles, flotan en medio del fárrago. La Marina hace prodigios. Sin ella estaríamos perdidos. Una chalana llena ha sido tocada en plena mitad por un certero piloto mujik que ha hecho una bonita diana al primer disparo.
Es ese desescombro repugnante a lo que nos dedicamos ahora. Me abstendré de los detalles que todavía me causan náuseas al escribir. Nuestras botas están rojas de sangre. Los despojos humanos que arrojamos por la proa del barco medio sumergido han atraído a miles de peces. El olor de los cadáveres despedazados es inexpresable, y el agua que se mueve sobre el inmundo amontonamiento humano lo atenúa de todos modos en parte.
Han aprovechado nuestras horas de descanso para encomendarnos esta tarea. El agua en la que chapoteamos nos parece caliente comparada con la temperatura exterior. Pero, a la larga, crucifica nuestros miembros cuyos movimientos se hacen lentos y torpes. El corazón oprime y enturbia la vista. Hay que resistir. Los dos barcos que se encargan cerca de aquí de las tropas que abandonan Memel nos reconfortan el ánimo. Pronto nos tocará a nosotros.
A media mañana, el cielo se despeja. El pálido sol que, sin embargo, intenta brillar sobre el desastre, nos inquieta. También el sol ha muerto para nosotros porque nos trae infaliblemente la aviación rusa.
No hemos terminado todavía nuestro sombrío trabajo cuando efectivamente surgen los cazas bombarderos rusos. No nos sorprende, pues con un tiempo así, era de prever. Claudicando sobre nuestros pies doloridos, corremos hacia posible refugios. Los verdaderos refugios de hormigón sirven de hospitales de urgencia o bien están ocupados por los heridos. Sólo quedan las ruinas o los embudos de bombas. En grupos reducidos, nos apiñamos en ellos y tratamos de no pensar más que en la próxima evasión.
Las piezas antiaéreas crepitan en todas partes. Quizá conseguirán prohibir la zona portuaria a los… No, ahí están, pasan a corta altura haciendo vibrar el aire helado. Los contemplamos frotándonos los dedos paralizados de frío. Pasan sobre la ciudad en ruinas, sobre unos hombres alineados que se doblan como la hierba empujada por el viento. Pasan sobre dos barcos de cabotaje que largan sus amarras para ofrecer menos blancos. Cinco bombas son soltadas simultáneamente por los cinco aviones que se deslizan sobre los embarcaderos. Dos caen al agua, pero estallan de todos modos y cubren a los que esperan impertérritos en los pontones de embarque. Una tercera llena de escombros la playa. Las dos últimas abren un cráter más frente a una fila que no embarcará hasta mucho después. Unos han salido despedidos. Otros se han desplomado, pero los que todavía se atreven a esperar los sostienen. No hay muchos gritos, sólo algunos heridos que se quejan sin querer.
Ahora son unos cuarenta los aviones que vuelan sobre la masa. Otros surgen de detrás los acantilados del norte. Uno de ellos ha estallado, por otra parte, en pleno vuelo. ¿Ha sido alcanzado? De todos modos, los «hurras» no llenan ya la atmósfera como antaño. Ya no grita más que la guerra. Los hombres están callados.
Los barcos de cabotaje se han apartado ligeramente. Los pacientes de la muerte persisten en quedarse en los muelles. ¡No hay que perder el sitio! Los aviones giran y observan sin duda el lugar donde sus bombas serán más eficaces.
Temblorosos de frío y aún más de desesperación, asistimos a la ronda gigantesca que va a amplificarse. Nadie piensa que todos esos soldados que esperan bajo la tormenta que ruge son unos locos al quedarse quietos sin ocultarse. Nosotros sabemos que mañana también nos aferraremos a nuestro sitio. La esperanza vale aquí una fortuna, y no cabe jugársela, cueste lo que cueste. Todos esos desgraciados han tenido lo que los tormentos les han ahorrado todavía en ese incoherente crucero.
Los aviones vuelven a estar aquí. Me tapo los ojos para no ver. La cadencia es demasiado horrible.
Pasan los días. Memel no existe ya más que en los mapas estratégicos. El frente se ha encogido. Muchos hombres han sido embarcados, no obstante. Pero quedan todavía miles. Miles que vagan silenciosamente en la bruma nocturna. Hacen una lúgubre lanzadera entre las posiciones que deben sostener todavía y la especie de tumba que recoge el aliento jadeante de un sueño mutilado. Quedan muchos y con mis ojos agrandados por el entontecimiento sigo observándolos. Vagan en medio de la sublimidad de la tragedia, en un silencio que, en mis oídos, anularía todos los ruidos de la Tierra. Vagan despojados de toda condición humana. Y yo los miro, solo, espantosamente solo, con lágrimas pesadas como el mercurio que brotan inagotables en mi fuero interno.
¿Cuánto tiempo hace que estamos aquí? ¿Cuántas vidas? Ya no lo sé. Nadie sabe nada ya y el mundo no lo sabrá nunca. Tengo la impresión de no haber nacido más que para esta prueba. Memel se ha vuelto la cima de mi vida, la última cima dominada por el velo del infinito. Después de Memel no quedará nada de nosotros. La vida que conoceré después solamente será un par de muletas ofrecidas a un mutilado. Memel es la tumba en la que deposito mi vida, es el absoluto. El silencio que envuelve nuestros grupos tiene algo de milagroso. Permite a todos esos «muertos» que se agitan a mi alrededor tener una idea según ellos. Por muy estúpido que pueda parecer la idea que nuestra aflicción será mencionada, aun a título póstumo, nos reconfortaba antes. Hoy, esta última preocupación se ha desvanecido. Lo que pudiera decirse acerca de nuestra miseria dependería también del pobre sistema de interpretación que los hombres han creído poner a punto. El espectáculo de Memel ni siquiera es asistido por el juicio final. Se esfuma y se borra sin espectador, tan gratuito como el grandioso espectáculo del infinito. Y nosotros sufrimos la opresión en el silencio que nos ha integrado.
Hemos abandonado el sótano por la torreta de una fortificación antiaérea cuya pieza ha quedado pulverizada. En el pequeño espacio que ocupaba el retrete, he dejado mis harapos. Instintivamente, Halls ha dejado los suyos, igual que Schlesser y luego otro tipo cuyo nombre no tiene importancia. Los demás compañeros, Wiener, Lindberg, Pferham y siete u ocho más, ocupan lo que queda de la torreta propiamente dicha. Nuestro nuevo local es menos húmedo que el sótano en que estábamos, pero no es por esta causa que la hemos abandonado. Nos han metido en este bloque de hormigón porque así estamos más cerca de las posiciones que a cada momento hemos de guarnecer. El frente ha vuelto a disminuir, pues los rusos se ocupan seriamente otra vez de nosotros. Los soldados alemanes, que cierran todavía el pequeñísimo recinto de Memel, van a tener que sufrir serios ataques que pueden ser decisivos. Las posiciones que guarnecemos con frecuencia deben ser ocupadas con extrema prudencia. Soldados desesperados se han rendido algunas veces a los rusos. Por esto los rusos se han puesto sus andrajos y esperan en su lugar el relevo.
Los miserables defensores han caído muchas veces en la trampa. Más frecuentemente aún, los infelices soldados agotados han visto llegar demasiado tarde a Iván que se ha arrastrado hasta ellos. Han perecido e Iván los sustituye.
Wiener y dos individuos más han estado a punto de caer en la trampa. El veterano ha olido la jugarreta y, por lo visto, ha montado en una cólera cuya intensidad conocemos.
—Es él quién nos ha salvado —balbucean los otros dos, señalándonos al veterano—. Les ha soltado su paquete de granadas en la cara.
Los dos muchachos hablan entrecortadamente. Son sus nervios que hablan, pues, en realidad, saben que su vida está perdida.
En cambio, Wiener, no dice nada. Ha vuelto a su mutismo y permanece postrado junto al muro del bunker que la escarcha hace brillar a trechos. Nosotros miramos a Wiener. Estamos acostumbrados a ser salvados por Wiener.
Por la noche, uno de los nuestros ha querido fumar un cigarrillo encontrado en un cadáver ruso. Lo ha encendido y ha salido a hacer una necesidad. Iván tiene buena vista. Ha percibido la lumbre del cigarrillo. El obús del cincuenta ha dado en el hormigón y la metralla ha rebotado sobre la espalda de nuestro camarada. Tampoco ha gritado.
—Iván ha vuelto a acercarse —murmura Pferham.
El día siguiente, en el frío que no cede, llegamos a una punta avanzada que debería estar en manos rusas hace tiempo. En el trayecto, hemos cruzado el único carro que todavía sobrevive, por lo menos en este sector. La historia de este carro no carece de interés. Es un viejo Mark-II. Se ha incendiado una vez y lleva numerosos impactos en los costados. Sus armas quedaron destruidas y fueron sustituidas por otras menos apropiadas. Cada día se dirige a una trinchera hecha con las ruinas de un callejón arrasado y, desde esta posición, mantiene a raya a Iván cada vez que se le ocurre infiltrarse por allí.
La infantería de los alrededores lo ha sacado en último extremo de apuros en encuentros a veces demasiado desiguales. Y las ratas, vestidas de feldgrau, que anidan en las ruinas contiguas tienen un respeto silencioso por este viejo armatoste que todavía presta servicios inestimables.
Hoy, su motor está estropeado y su dotación de pordioseros se atarea en el mecanismo inerte. Nosotros estamos agachados a su alrededor y miramos un instante. Uno de los mecánicos acaba de romper una herramienta y la tira afuera rabiosamente. Oímos sus quejas. Es imposible reparar el carro. Los hombres giran alrededor del monstruo que finalmente ha tomado aspectos familiares.
Dos aviones acaban de surgir sobre las ruinas más próximas. Los tanquistas se refugian en el tanque y los ametrallan con sus febriles pupilas. Pero ¡oh, estupefacción!, se trata de dos patrulleros alemanes. ¿De dónde salen? Viran al ver el carro que no lleva ya ninguna insignia. Un instante somos presa de una duda horrorosa. ¿Esos dos supervivientes nos confundirán con los rusos? Todo esto solamente dura algunos segundos. Todos hacemos grandes gestos y permanecemos bien a la vista. Los dos aviones pasan otra vez muy bajos a nuestra derecha. Hemos visto a los pilotos y hasta hemos percibido un gesto de uno de ellos. Los corazones nos laten violentamente Probablemente vienen de una base alemana. ¡De Alemania! ¡Allí donde, quizá, todo es posible todavía…!
Nuestros semblantes grises les persiguen hasta su completa desaparición, y aún después la agudeza de nuestra mirada se los imagina.
El problema del carro sigue en pie. El paso de esos dos aviones nos ha infundido un nuevo ímpetu. Ahora estamos todos junto al tanque. Uno de nosotros propone empujarlo. La idea es loca, pero todos ponen sus manos en el metal rugoso y frío. Gritos roncos intentan acompasar el ritmo. Ponemos un real interés en sincronizar nuestros esfuerzos; somos unos treinta. Las botas rechinan y resbalan sobre la tierra helada. El tanque no se mueve. Nuestros cuerpos enflaquecidos no tienen ya fuerza alguna. Los tres tanquistas se obstinan con rabia. Es inútil, las toneladas de chatarra no se mueven. Hay más discusiones y dos hombres salen corriendo hacia la retaguardia. Estamos a punto de marcharnos cuando se oye un ruido de motor. Queda todavía un camión en Memel. Yo no lo sabía. No obstante, ahí está, llega traqueteando, haciendo un ruido enorme con su escape. Todavía no está parado cuando ya los hombres le aplican piezas de madera para proteger el radiador. Y el camión empuja al carro. Repetidas veces. Tenemos la impresión que también se va a quedar encallado. Inmediatamente, lo ayudamos. A empellones sucesivos acabamos por remover la masa inerte del carro que se levanta por detrás y vuelve a caer varias veces.
Por fin, se mueve. Contemplo uno de los rodillos que gira lentamente en la mezcla de tierra y metal de la oruga, que sigue en el suelo. Aquel se mueve y, el milagro de Memel se repite. El camión aúlla, nuestras botas chocan entre sí y golpean el suelo como para indicarle que se quite de debajo de nuestra fortuna. El carro rueda, avanza, y nosotros pateamos sin amenguar nuestro empuje. La cabeza me da vueltas, pero aún ocurre algo por nuestra voluntad. ¿En qué consiste la alegría? ¿Cómo se experimenta? Quizá sea solamente eso. El pesado rodillo lleno de remaches gira ante mis ojos que lo devoran. Ha girado, sin duda, sobre la estepa infinita donde he desgranado mi vida. Gira también, como yo respiro. Sí, eso es la alegría… Es así de sencillo. Morirá un poco más lejos tal vez, como yo o como Halls, pero mientras tanto gira ruidosamente en la pendiente que se inicia. Me siento muy cerca de ese bloque de chatarra. En Memel la vida está todavía en todo lo que puede moverse. Yo vivo todavía…
Dos veces más iremos a la posición sin tropiezo. Iremos mañana otra vez, pero antes tendremos que vivir esta noche. Esta vez, Iván se ha despertado de veras. Toda la noche ha rugido el infierno sobre lo que queda de Memel. La tierra ha vibrado sin parar y hemos vivido una constelación de bengalas. Había una claridad como en pleno día y la intensidad luminosa de las explosiones se ha visto disminuida por ello. Nuestro abrigo se ha cuarteado por los cañonazos y, con el pecho vacío de aire, hemos visto cerca la muerte. Wollers, nuestro jefe, ha querido suicidarse. Lo hemos perseguido fuera a través del seísmo para cogerlo y llevárnoslo a nuestro panteón. En el curso de esta operación, uno de los nuestros ha muerto en el lugar del teniente. No recordamos ya quién era. Los carros rusos han llegado a la cota en un lugar al sur de nuestro pequeño campo atrincherado y los que se han encontrado en su camino han cumplido su deber antes de morir.
Luego, un fuerte bombardeo se ha abatido sobre los carros popov que se pavoneaban en las dunas. Venía del mar. Numerosos carros han iluminado el sur al arder. Los rusos incluso se han batido en retirada a consecuencia del bombardeo, que ha continuado, siempre procedente del mar. Hemos visto, en medio de la noche y de la niebla, los resplandores de los disparos de una artillería potente.
Por la mañana, a través de las cortinas de humo, hemos tenido la explicación de ello. Dos grandes unidades de la Marina cruzan el mar no muy lejos. Sus siluetas imprecisas son, sin embargo, visibles. ¿De dónde nos viene esta ayuda? No hemos pensado ni por un instante en el cielo. Por lo visto se trata del Prinz-Eugen y de otro navío del mismo tipo. Para los que todavía se aferran a Memel es una ayuda inesperada. Los grandes navíos, con su artillería pesada, mantienen los carros a raya.
Por la mañana, pues, hemos debido de ganar la posición citada más arriba. Aplastado de fatiga, he logrado, como todos, dormir con intermitencias. De todos modos, tenemos un sueño extraño. Dormimos despiertos, con los ojos abiertos como faros apagados. No hay mucha diferencia ya entre las caras de los que han exhalado el último suspiro y las nuestras. Me he despertado y creía que no podía moverme. Mi cuerpo es como de leña seca. No me atrevo a mirarme los brazos, tan delgados son.
Tengo un fuerte dolor en el pecho. No sé a qué es debido. Me da la impresión de tener otro Memel dentro de mí. Pero no tengo más remedio que sacudirme la modorra. Los demás también ponen unas caras raras. Los miro otra vez mientras me meto en las muelas, que se me están haciendo polvo, unos trocitos de algodón que saco de los dobladillos de mi capote. Mis camaradas tienen unas pintas raras. Son grises. Parecen muertos.
Nos hemos marchado. Los rusos tiran ahora para distraerse. Un pepinazo a la derecha, un pepinazo a la izquierda. Después del temblor de tierra de esta noche, eso no es serio. Nos acercamos y el caos de las primeras líneas es indescriptible. Hemos de escalar baches o protuberancias de cinco y seis metros. Dios mío, la cabeza me da vueltas. ¡Ya no tengo la fuerza de un chiquillo!
Allá lejos, también, hay humo sobre el campo de Iván. Tengo la impresión de que la Kriegsmarine ha hecho muchos blancos esta noche. Hemos encontrado individuos que se hielan de frío, en posición detrás de sus trabucos. Nos han mirado con su fea pinta de muerto como si la culpa fuese nuestra. Continuamos sin decir palabra. La educación, el alma de los mal educados, no vale ya ni un penique por aquí. Todo está muerto. Únicamente el valor sigue cotizándose y además tiene que ser importante.
Ahí está ese maldito hoyo, a ciento cincuenta metros. Veo su cresta y las cajas vacías de municiones que allanan una parte de la zanja devastada. Habrá que helarse en ella otra vez durante unas horas interminables. Tal vez reventar dentro. ¿Qué más da, al fin y al cabo? También hace frío en nuestro bunker sin techo. Además, me tiene todo sin cuidado. ¡Todavía vivo!
¿Qué le pasa a ese anciano de Wiener? Se encalla. ¿Por qué se ha parado? No hay nada que comprender. Me alegro, esto me conviene, pues estoy muy fatigado. Pero ¿por qué dispara ahora? Wiener acaba, efectivamente, de apoyar su «MG» en el guijarral. Ni siquiera ha abierto las patas delanteras de su juguete. Barre la cresta de nuestro hoyo a ráfagas breves y secas. Sin reflexionar, cada uno de nosotros busca un refugio. Halls está a mi lado. No me atrevo a mirarlo. Ha envejecido demasiado pronto, tiene cincuenta años.
—Vamos a ver —murmura entre sus dientes cariados.
El veterano ha lanzado una granada cerca del hoyo. ¡Qué tipo, el veterano! Es increíble. Si son nuestros los que están dentro deberían berrear.
Los popov que han ocupado nuestra posición callan. Si intentan engañarnos dando voces, los reconoceremos enseguida. La verdad es que, ese Wiener… Y he aquí que nos disparan. Es todo lo que se les ocurre contestar.
—Schweinhund! —vocifera Wiener—. Partida de imbéciles.
¡Qué tipo este Wiener! Debería ser general. Hasta debería ser el Führer. Es él nuestro Führer, sólo tenemos confianza en él. ¡Heil, Führer nuestro!
Hasta arrean de firme esos condenados mujiks. Como para no movernos. Y lo más inquietante es el ruido de motor que se oye no lejos. Los popov disponen de uno o dos carros detrás de la cresta. Van a dirigir el tiro contra nosotros.
Wiener hace sin duda las mismas deducciones. Se desliza con precaución arrastrando su arma. Un camarada acaba de cascar a la izquierda.
—¡Atrás, muchachos! —grita Halls.
Es tan peligroso como avanzar. ¿En quién podría pensar para darme valor? ¿En mi madre? ¿Acaso tengo una madre? ¿Alguien me ha traído al mundo para hacerme ver esto? ¿En Paula? ¿Qué aspecto tiene mi copia de amor en mi universo? ¿En mi piel? ¿Qué aspecto tiene mi piel? Se parece a la de Halls y a este no me atrevo a mirarlo. Es idiota tener valor para nada… ¡Sí, todavía queda Wiener, el veterano Wiener, nuestro Führer! Vale la pena morir por él.
Hemos abandonado a Hans. Tenía la cadera destrozada. Bajo el fuego de los rusos no nos era posible hacer más. Le hemos dicho adiós. Puesto que supo vivir en Memel, sabrá morir. No nos preocupamos.
Hemos alcanzado el cráter de una bomba donde están emplazadas nuestras dos ametralladoras. Como esperábamos, los rusos bombardean la zanja y los alrededores con la artillería de los carros que habíamos supuesto. En el norte como en el sur, la máquina de guerra reanuda su actividad. Los rusos bajan ahora a la zanja. Es terrible verlo. Hace falta haber pasado por lo que hemos pasado para no morir de miedo. Wiener no dispara, nos mira y nosotros lo miramos solicitando su consejo como en una plegaria. Nos mira y en su cara terrible se ha pintado la inmensidad del desastre.
—¡Marchaos! —grita bruscamente con una voz que domina el huracán—. ¡Marchaos, pronto!
Hemos recogido ya nuestros trastos y nos precipitamos al fondo del hoyo. Hacemos una pausa y miramos a Wiener.
—¡Ven! —grita Pferham.
—Cállate, pastor. Lárgate también.
Pferham tiene un deber en esta tierra. Porfía.
—Vamos, marchaos… No os preocupéis por mí, estoy harto de batirme en retirada.
—¡Wiener!
—No hay sitio para mí en el mundo de después. ¿No os dais cuenta?
El veterano abre fuego, tira como un frenético contra los popov que se deslizan en la zanja. Pferham vuelve a llamarlo, pero el bombardeo apaga su voz. Abandonamos el terreno que tiembla y se desmorona bajo nuestras botas. Esa condenada posición alejada no podía ser mantenida. ¡Misericordia! ¿Por qué Wiener se ha negado a seguirnos?
Cinco minutos más tarde estamos metidos en las posiciones de los morteros y de defensa anticarro. A unos quinientos metros al este, en el sitio que acabamos de dejar, una espesa nube de humo se eleva. El diluvio de la guerra continúa volcándose y, desde el parapeto que se estremece como la batayola de un buque en medio de un ciclón, estrechamos en nuestras manos temblorosas nuestras armas santificadas.
El fuego de los navíos de guerra alivia nuestra situación. Sin la Marina, nuestros últimos baluartes habrían sido desbordados. Nadie puede abandonar su puesto mientras no cese el peligro. A través de los estallidos de los proyectiles espaciados que siguen lloviendo, los gemidos de los heridos se elevan como una lamentación interminable. Tanta tragedia rebasa el entendimiento, y cada uno se queda solo, despojado de todo sentimiento, de todo juicio. Quizá ni siquiera tengamos ocasión de tomarnos algunas horas de descanso antes de nuestro fin. Los hombres que esperaban junto a los embarcaderos han sido rechazados hacia los puntos de defensa. No ha sido fácil. Pero se les ha hecho comprender que si el frente era roto, no habrá más embarque para nadie. Entonces, con una rabia desgarradora, han mantenido despierta la fuerza que les quedaba y han impedido a Iván destruir su calvario.
Memel sigue resistiendo. Memel, que no es ya más que un islote de valor extraño de una aflicción infinita. Memel resiste y resucita a sus muertos para sobrevivir un momento más. Ya no vienen barcos. ¿Nos habrán abandonado? Esta última razón, ¿se ha esfumado también? ¿Es, por fin, el indulto?
No, la noche siguiente se acerca un barco como un fantasma. Muchos moribundos corren hacia el mar. Se pelean para estar más cerca. Ninguna orden puede contenerlos. Los oficiales se hallan en igual estado. Aquí ya no se lucha a toques de silbato. Se lucha porque no es posible hacer otra cosa. Pero el barco no ha venido en busca de hombres. ¡Ha venido a buscar previsiones! Sí, por lo visto, tenemos recursos para resistir tres meses más. Como vamos a ser evacuados «enseguida», este aprovisionamiento tendría que ser destruido. Más al sur, hay centenares de miles de refugiados que mueren de hambre y de frío. «Dadnos vuestra harina». La siniestra horda de hombres que se ha agolpado junto a los muelles, escucha las palabras de ese oficial de Marina que habla a través de un megáfono. Los hombres no comprenden, de momento. Escuchan la voz de ese hombre que parece venir de otro mundo, de ese hombre que, gracias a su movilidad flotante, todavía puede discernir lo peor de lo menor. Se enteran de una manera difusa que todavía pueden, con su miseria, socorrer algo más al sur. Una sola palabra da vueltas en sus mentes como un carrusel fantástico: ¡Incesantemente! ¡Incesantemente! ¡Incesantemente! El barco carga nuestro excedente y se lleva también a algunos heridos. Incesantemente… Incesantemente… Incesantemente… La horda permanece inmóvil. Un mutismo tan inmenso como la noche la envuelve.
Nuestro grupo descabalado ha sido enviado al norte del recinto. Exactamente a la playa dominada por unos acantilados. En la parte alta de esos acantilados resisten todavía los nuestros, en unos bunkers desfondados que, en realidad, estaban destinados a disparar hacia el mar y no hacia el interior. No obstante, en varios sitios los rusos han alcanzado esos puntos elevados, y si todavía no han podido llevar a ellos fuerzas poderosas, han diseminado hábiles tiradores mujiks que mantienen bajo su fuego la playa rocosa por la que nosotros nos arrastramos.
Los puestos alemanes que resisten, a su vez, en esas alturas, son otras tantas pequeñas fortificaciones cercadas que permanecen no se sabe por qué milagro. Aquí ya no se trata de la División Gross Deutschland ni de tales o cuáles unidades especializadas. Como ya he dicho, todo lo que en Memel todavía se mueve, vive, y todo lo que vive debe ser utilizado.
Un oficial con el uniforme hecho jirones pasa junto a nosotros y nos lleva a ese lugar donde son de temer penetraciones por la espalda. Aunque la posición sea muy peligrosa, lo es menos que la primera línea propiamente dicha. Los carros no pueden deslizarse por aquí, a menos que alcanzaran las alturas que nos dominan donde todavía se ejerce la débil defensa que he mencionado más arriba. Utilizamos como refugio los nichos cavados por los paisanos refugiados aquí en espera de la liberación por el mar.
Los contactos son casi constantes. Iván desciende a lo largo de la costa y nos sacude desde las alturas. De vez en cuando, emplea morteros. El suelo arenoso queda entonces revuelto como por un rastrillo y hemos de desenterrar a los camaradas muertos o vivos. Por contra, los proyectiles pierden efectividad en este suelo blando. Iván se divierte, pero no nos deja ningún respiro. Si nuestras mentes no estuviesen vacías, estallarían de desesperación.
Si el frío nos abruma también, la Naturaleza nos ha enviado de todos modos un aliado, la niebla densa que se estanca día y noche sobre nuestro purgatorio. De vez en cuando, los rusos también son batidos por la espalda. Entonces, Iván tiene miedo a su vez. Confía más en su artillería y en sus blindados que van a aplastar de una vez para siempre ese cementerio de Memel donde hasta los muertos parecen oponerle resistencia. Iván se infiltra con precaución y cuando nos cree al alcance de su voz, nos insulta. Lo escuchamos con Halls, medio dormidos. Habla de nuestras mujeres y de nuestras madres que ellos se ofrecerán en todo momento. Dicen que nos arrancarán las partes. A veces también cantan.
Halls y yo tenemos el dedo puesto en el gatillo, pues muy a menudo eso lo hacen para distraer nuestra atención. Ironizan:
—Ai mayo druguy Germanski, kak sabachi ch’oletl Ya tibai scayu spaciba uyudna mamenchka.
Después, cuentan:
—Atención, soldado alemán, vas a morir. Atención. Rase dva tri…
Y sueltan una ráfaga.
Nosotros escuchamos, silenciosos como antenas destinadas a captar todas las ignominias de la Tierra.
Por la noche han llegado dos barcos. Con peligro de su propia existencia, un tropel de soldados harapientos corre para subir a bordo. Nosotros estábamos demasiado lejos para largarnos del puesto y embarcar. Con náuseas en la garganta, hemos evaluado nuestro aislamiento que se apretaba más, impotentes, un poco más mortificados. Los infelices que han logrado conseguir huir, debilitan aún más la defensa. Ya nada podrá detener ahora a Iván. Cuando irrumpa, será una abominable caza de ratas lo que se producirá. La lenta pesadilla gira pesadamente en nuestras mentes y nos agita un temblor que no se calma.
Halls ha levantado el arma hacia su cabeza. Yo lo he mirado sin duda con tanto dolor que no ha llevado a cabo su propósito. Entonces, se ha puesto de bruces hundiendo la cara en la tierra.
El día siguiente, la niebla sigue cubriéndonos. El frente está silencioso. Quizás Iván se prepara.
Halls y Schlesser se han arrastrado hacia el agua, hacia un coche destrozado que el oleaje azota de vez en cuando. Me he reunido con ellos con infinitas precauciones.
Halls habla en voz baja.
—Ayúdanos, Sajer. Necesitamos esos neumáticos —murmura—. Hay tres en buen estado todavía.
—¿Para hacer salvavidas?
—O una balsa. Ten cuidado, no hay herramientas, usa tu bayoneta. Haz como nosotros, pero ten cuidado.
Un resplandor ha cruzado mi mente enferma: sí, una balsa. Flotaremos quizá mucho tiempo, pero tal vez…, sí, puede que sea nuestra última oportunidad. No tenemos ninguna herramienta. Hay que quitar los neumáticos de las ruedas sin desmontarlas. Con gestos temblorosos de angustia, iniciamos ese difícil trabajo. Necesitamos las cámaras de aire hinchadas, si no, todo está perdido. Pferham también se reúne con nosotros.
—¡Estáis locos! —comenta—. Aunque logréis quitar las cámaras, reventarán. Las cubiertas retienen su presión.
Es verdad. Hace tiempo que habíamos perdido la cabeza. Para nosotros, la idea de evasión no puede ser abandonada. Dirigimos una mirada feroz a Pferham reprochándole su objetividad.
—¡Entonces, sacad las ruedas! —gruñe Halls—. ¡Las ruedas enteras!
—No hay ninguna seguridad de que floten —dice Pferham.
—¡Cállate ya! —rabia Halls—. Vete con tu Dios. Tengo más confianza en estas ruedas.
Pferham se calla. Con la punta de su bayoneta, trata, igual que nosotros, de destornillar las tuercas. Necesitaremos lo menos dos horas para efectuar ese trabajo. Además, ha habido que excavar la arena bajo la rueda delantera derecha, que tiene las tuercas contra el suelo, pues el coche está volcado de costado.
Además, la danza macabra ha vuelto a empezar sobre Memel. Morteros pesados han iniciado probablemente la labor de aniquilamiento. El suelo tiembla hasta nosotros. Es probable que los rusos hayan cercado una buena parte de lo que queda de la ciudad. No nos atrevemos a pensar en lo que ocurre allá. Concentramos toda nuestra atención en el absurdo trabajo que hemos emprendido. Dos veces, además, hemos de dejarlo para meternos en nuestros refugios. Los rusos se infiltran un poco por todas partes y reptan en la bruma. En nuestro refugio, Halls y yo no hacemos más que uno. Por octava o novena vez, hemos disparado sobre siluetas asiáticas, prácticamente a quemarropa.
Por la noche, la ciudad entera parece un volcán. Los órganos de Stalin aúllan sin cesar, volcando al azar un temporal despiadado. Nuestros nervios descompuestos ya no reaccionan. Todo es difuminado y luminoso a la vez. Ahora somos siete u ocho que estamos juntando cintos y tablas sobre las tres ruedas que probablemente nunca flotarán. Siete u ocho que probablemente van a matarse entre ellos dentro de poco, pues es evidente que la balsa no podrá llevarnos a todos.
Ya está lista. Schlesser y Pferham la empujan hacia el agua. Los seguimos todos, como lobos a los que se les va a escapar una parte de la caza.
—Esperad, voy a probar —dice Pferham.
Damos otro paso adelante. Pferham nos mira. Sabe que si se aleja demasiado nos lo cargaremos. Nuestras siluetas vacilantes se han inmovilizado sobre el fondo deslumbrador de los relámpagos que inmolan Memel. Nuestras miradas, que ninguna tragedia podía describir, siguen el deslizamiento del esquife que cabecea, prácticamente sumergido, sobre el agua glauca, confundido con la noche y la niebla.
Pferham intenta mantener un equilibrio que tiende a negar toda noción de física. Sin duda, implora ayuda desde el fondo de su corazón. El agua llega a la cintura del pastor. La salvación se abisma ante la compasión de nuestras miradas. Y Pferham piensa, probablemente, que si ha habido épocas en que se han registrado milagros, quizá puedan repetirse en estas horas fatídicas. El universo de fuego que nos encierra clama su victoria.
Pferham ha vuelto solo a la costa sacrificada donde esperábamos. Tirita y se tambalea bajo la carga de agua que se desliza como lágrimas entre los dobleces de su capote sucio. Después se ha desplomado entre nosotros y le hemos arrastrado hasta nuestros hoyos.
La noche cae lentamente, violada continuamente por el resplandor de la enorme hoguera. La playa, sobre la cual nuestra demencia mantiene nuestras pupilas dilatadas, es rosada o anaranjada según la intensidad del infierno. Un muchacho, casi un chiquillo, procedente de los grupos de la Volkssturm, ha sucumbido de desesperación. Su cadáver sigue apretujado en medio de nuestro grupo que ya no le distingue de los que todavía viven. Otro se ha levantado y ha salido, como hipnotizado por el fuego que nos alumbra al sur. Camina despacio hacia Memel y su subconsciente, que seguramente no funciona bien, aligera sus pasos. Lo vemos alejarse y desaparecer, confundido con el claroscuro irreal.
Los rusos podrían sorprendernos sin que nadie intentase interceptarlos. Los rostros despavoridos de los últimos combatientes del Este permanecen fijos, fascinados por el Apocalipsis de Memel. Luego despunta el día, el fuego es amarillo claro, casi blanco sobre las ruinas de la ciudad. Ninguna orden, ninguna coordenada nos llega. Nos quedamos allí, inmóviles, inconscientes, perdidos en la más espantosa de las soledades.
Hacia la mitad de la jornada, Wollers, nuestro jefe, nos dice que se va a Memel. Entonces, sin que esto sea una orden, nos levantamos y lo seguimos. A medio camino, nos hemos derrumbado. Nuestras fuerzas han desaparecido y el kilómetro recorrido nos ha aplastado.
Se lucha todavía no muy lejos, en el este. ¿Cómo es posible que los nuestros no estén todos muertos? Un denso nubarrón negro, rojizo en su base, flota inmóvil sobre todo el horizonte. Allá, hacia el sur, en el embarcadero, chisporrotea igualmente el fuego. ¿Queda todavía alguien en esos parajes? Nos quedamos aquí, postrados y silenciosos, con los ojos fijos en la inmensidad de la catástrofe. Pasan las horas, pasa el tiempo, nuestras vidas se agotan y nuestros ojos tienen una fijeza extraña. Nadie ha pensado en abrir las pocas latas de conservas descabaladas que tenemos. La comida no nos tienta. Sabe a Memel, y es demasiado amarga.
Y la noche vuelve a cubrir nuestro grupo petrificado. Nuestro grupo que se pierde, nuestro grupo de color de polvo que parece haber cerrado el ciclo de nuestra encarnación. La niebla se extiende lentamente como una mortaja, se desfleca sobre el fuego de Memel y se estanca sobre el mar.
Un grupo lento y encorvado pasa, como irreal, a diez metros de nosotros. Supervivientes que vagan por el pequeño espacio de la nada, que una caridad avara y borrosa nos concede todavía. ¿Serán tal vez rusos? ¿O tal vez un sueño?
No podría decir cuánto tiempo estuvimos allí. Cuántas horas. Quizás otro día y otra noche pasaron sobre nosotros. El fin de Memel no se calcula ya de una manera humana. Nadie ha podido nunca precisar la duración de una pesadilla.
Esto no tendría, por otra parte, más que una importancia relativa. Hay cosas que se salen de nuestras escalas acostumbradas.
Para mí, Memel es una de ellas, y aún hoy necesito los testimonios de otros hombres para persuadirme de que todo esto no tiene algo de una gran dolencia llamada locura. Para sacar a luz lo que he contado, he necesitado abrir una puerta condenada sobre un pasado cuyo horror me hace temblar todavía. He necesitado hurgar en la oscuridad de esta tumba para transponerlo en estas líneas. He debido volver a sufrir, pues incluso el recuerdo es doloroso. Era necesario. La tumba de Memel a la que nadie ha ido nunca a recogerse, recibirá mi relato como flores humildes y discretas.
No apelo a la Humanidad ni clamo venganza. Para Memel sería demasiado tarde en todo. Estas líneas aparte, permanezco callado por haber perdido el sentido del discernimiento. He aprendido también, en mi soledad, que no existe una fuerza más inmutable que la del perdón.
Ahora bien, en un momento determinado de nuestro calvario, percibimos ruidos procedentes del mar. Todo lo que venía del mar volvía a fustigar nuestra existencia. Nos levantamos y escuchamos con toda nuestra alma. Se oía un ruido sordo y suave como el de un motor a marcha lenta. Apenas audible. Y luego, unas llamadas. Llamadas difusas que permanecían indistintas. Nos acercamos al agua y ni siquiera notamos su contacto. Unas voces gritaban en la bruma opaca. Entre dos explosiones, percibíamos palabras.
—Hier Windau! Hier Windau!
Se trataba de Windau, una ciudad más al norte. Un barco, con todas las luces apagadas, buscaba su rumbo en la oscuridad. La voz porfiaba, probablemente a través de un megáfono. Nuestro temblor arreció. «Windau». Entonces, con lo que nos restaba de fuerzas, gritamos, gritamos:
—Hilfe! Hilfe!
Como locos furiosos nos metimos en el agua sin parar mientes en nada. Su contacto nos resucitó por un momento. Seguíamos gritando. El agua nos llegaba al pecho. Nos tambaleábamos y nuestra voz era inhumana. Algunos caían, se hundían un instante y reaparecían, sin dejar de gritar. Pronto el agua nos llegó al mentón. Pensamos en desnudarnos para nadar. La silueta imprecisa de un barco surgió de la niebla. Gritamos hasta lacerarnos la garganta. El barco rascaba la arena y parecía no moverse.
Medio ahogados, continuamos hacia la salvación que por fin se manifestaba. Nadando, saltando, hundiéndonos y resucitando, llegamos al costado del barco. En la imprecisión de la hora, vi unos hombres que se asomaban a la borda, unos marineros que lanzaban cuerdas y redes. Nos hablaban y nos hacían preguntas a las que nadie respondía. Los atormentados se aferraban a todo cuanto se les tendía, a todo lo que era un asidero. Jadeaban e imploraban. Un agujero rodeado de remaches vio mis dedos incrustarse en su orificio. Dedos muertos de frío que se agarraron como zarpas que solamente un aplastamiento hubiese podido destruir. Los atormentados se atropellaban y se empujaban para cogerse a un cabo o a una red. Había un tumulto indescriptible.
El frío del agua comenzaba a anularme la voluntad. Rígido de sufrimientos, mantenía mi presa y luchaba contra el desfallecimiento. Un paquete de cigarrillos vacío acababa de salírseme de un bolsillo y flotaba a cincuenta centímetros de mí. Yo lo miraba para fijar mi atención que sentía que se me extraviaba. Se iba haciendo flojo.
Todo se hacía indoloro y apenas sentí los brazos que me izaron a bordo. Me dejaron en cubierta junto a mis camaradas aniquilados. Ya no constituíamos más que una masa informe y chorreante, como una bayeta de la cual no se ha escurrido el agua. A través de nuestro coma, vimos circular vasos de té hirviendo que ingerimos con peligro de nuestros órganos. Mi mirada inerte y enturbiada permanecía fija en la costa prusiana en llamas.
No recuerdo muy bien lo que ocurrió después. No comprendo cómo no nos morimos de frío en la cubierta de aquel pequeño barco de cabotaje. Tal vez los marineros cuidaron de darnos fricciones. No lo sé… Una cosa solamente permanece todavía en mi mente: el ruido de la guerra procedente de la costa que dominaba el del barco y el del mar.
Más tarde, el buque atracará en Pillau donde desembarcaremos. Sobre nuestras piernas vacilantes llegaremos, entre una nube de refugiados, a un puesto de socorro donde se preocuparán un poco de nuestro estado físico. En los alrededores, fuera, bajo un cobertizo sin muros, hay muchos heridos, tumbados o sentados. Una agitación febril reina en el pequeño puerto. La urgencia está en todas partes. Si la guerra no ha llegado aún a estos parajes, se la presiente de una manera inminente. En el nordeste, de todos modos, su fragor es audible.