Capítulo XVI

DE POLONIA A PRUSIA ORIENTAL

Una mañana de septiembre volvimos a encontrarnos en el patio de una gran granja situada en el sur de Polonia. Las angustias de nuestras aventuras precedentes nos habían dejado esta vez —y definitivamente— sin reacción y mirábamos la agitación que nos rodeaba con ojos de drogados. Un oficial clamaba más lejos un discurso o un comunicado cualquiera a nuestros oídos sordos. Contemplábamos el cielo para tratar de no pensar más en la tierra en que viven los hombres. Únicamente una explosión o el rigor del silbato del feld hubiese podido sacarnos de nuestro letargo.

Habíamos vuelto a encontrar allí una apariencia de orden y, a cubierto de aquel resto de organización, procurábamos, lo mejor que podíamos, recuperar nuestras fuerzas y nuestra moral.

El empuje ruso en el Frente del Sur era tan fuerte que podía considerarse que Rumania estaba en manos del enemigo. Ya no se tardaría en luchar en Hungría, delante del Kecskemet y enseguida Budapest.

El oficial, que seguía discurseando, hablaba de contraofensiva, de una recuperación de la situación, de reforma y hasta de victoria. Esta última palabra carecía ya de sentido para todos. Si no podíamos concebir el desastre que siguió, tampoco podíamos esperar de ningún modo una victoria. Sabíamos que nos obligarían otra vez a un esfuerzo enorme en alguna parte de las posiciones previstas y organizadas, pero no dudábamos de que detendríamos al enemigo antes de que llegara a las puertas de Alemania.

A pesar de nuestro malestar y de nuestro decaimiento, a pesar de las decepciones de todas clases que habíamos sufrido, sabíamos que no podíamos abdicar totalmente. No podíamos imaginar el desastre que iba a producirse. Todavía hoy los que lucharon por Alemania aceptan a duras penas la evidencia. Pese a todas aquellas ideas inquebrantables, nos sentíamos momentáneamente incapaces de continuar el combate. Era absolutamente necesario conceder permisos, reposo, a todo el mundo. De momento, 110 cabía esperar nada de unos soldados agotados, derrumbados en aquel patio de granja.

—El general Friesner ha restablecido el Frente Sur —seguía clamando el oficial—. Los regimientos van a ser reformados y engrosados con importantes reservas. El enemigo no puede llegar más lejos. ¡Vosotros lo impediréis!

Se distribuyeron, pues, los grupos, las compañías y los regimientos. Se llenaron camiones con ellos, pues allí, al parecer, había gasolina. Nosotros, los de la Gross Deutschland, fuimos enviados hacia el norte. Los jefes se asombraron mucho de encontrarnos allí, cuando nuestra división, o lo que quedaba de ella, combatía con el grupo Centro, y hasta con el del Norte, puesto que los dos ejércitos hostigados finalmente habían logrado unirse.

De los camiones, pasamos al tren. Un tren estacionado en una vía única al abrigo de un bosque de abetos. No había estación. Nos instalamos en el interminable convoy compuesto de vagones de todas clases. Con los camaradas, subí a una plataforma parecida a la que, hacía ya mucho tiempo, nos había transportado de aquella misma Polonia a Rusia. Ahora ya no había ningún temor de que fuésemos a Rusia. Ya no había sitio para el feldgrau en ese país. El tren corre hacia el norte, despacio, con precaución. La vía podría estar minada y del cielo podían caer mil sinsabores. Remontamos hasta Lodz, y en Lodz vi cosas sorprendentes.

Pasamos casi treinta horas en aquella ciudad. El frente no estaba lejos, como en todas las ciudades próximas al teatro de operaciones, se efectuaba un gran movimiento militar. Allí, como más al sur, se distribuía, se reagrupaba. Se borraban el treinta, el cuarenta, el cincuenta por ciento de los nombres que figuraban en las listas de efectivos cuando se comparaban con los grupos disminuidos a los que debían corresponder. En cambio, soldados cuyos nombres ya habían sido borrados, surgían de la nada, resucitados.

El grupo Gross Deutschland tenía su cuartel de enlace. Estaba instalado en una confitería, vacía de géneros, en la vivienda constituida de una portera y la habitación era un pasillo. Un gran cartel pintado correctamente en negro sobre blanco y un casco blanco estilizado, emblema de la unidad, coronaba el portal intacto en el que vigilaban dos centinelas con uniforme reglamentario.

—División Gross Deutschland —murmuró Lensen—. Aquí es.

Hacía una hora y media que dábamos vueltas por la ciudad abandonada casi por los paisanos, en busca del centro de reagrupamiento en cuestión. El teniente Wollers presentó al oficial la lista de los hombres que llevaba con él, con los números de compañías, de regimientos y hasta de grupos. Éramos aproximadamente doscientos.

—He aquí la lista de mis compañeros, Herr Hauptmann.

—Pero si son ruskis los que me trae usted, Herr Leutnant —dijo el capitán mirando de soslayo el grupo vestido estrafalariamente que formábamos.

Muchos de nosotros llevábamos, efectivamente, guerreras rusas acolchadas.

—Lo siento, Herr Hauptmann, pero ha habido una gran escasez de ropa.

—Una gran escasez —repitió sonriendo el oficial—. Bueno, les haré dar una vuelta por el almacén, ya verá usted si queda algo. No estará mucho tiempo aquí, tendrá que darse prisa.

Fuimos al almacén que estaba en una calle adyacente y que, a fin de cuentas, tenía mejor surtido que el de las unidades sin apelativo. Seguíamos siendo una unidad de selección. Algunos recibieron un escaso aprovisionamiento. Mientras aguardábamos, vimos entrar en un gran patio de fábrica una parte de los efectivos de un nuevo batallón de la Volkssturm. Elementos recientemente incorporados por el Führer, últimas reservas que batían el récord de los Marie-Louise de la terminación del Imperio napoleónico. Tuvimos que poner unos ojos muy grandes para darnos cuenta mejor del género de hombres que formaban dicho batallón.

Ciertas siluetas, encorvadas, de piernas arqueadas y abundantes arrugas, lucían sobre sus sesenta o sesenta y cinco años el feldgrau y el mauser al hombro. Pero más asombrosos eran aún los jóvenes, los jovencísimos. Para nosotros, que habíamos conservado nuestros dieciocho, diecinueve y veinte años a costa de mil peligros, el término joven significaba la infancia y no la adolescencia en la que permanecíamos aún a pesar de nuestras ilusiones perdidas. Se trataba verdaderamente de niños que se codeaban con aquellos ancianos de aspecto achacoso. Unos niños de los cuales los mayores apenas contaban dieciséis años. Pero no miento al afirmar que algunos tenían trece años apenas. Los habían vestido apresuradamente con uniformes usados destinados a hombres y los habían armado a veces con un fusil más alto que ellos. Aquello tenía algo de cómico y de desgarrador a la vez. Sólo podía leerse una inquietud en sus ojos: la misma que la de los niños al empezar las clases. Ninguno de ellos podía imaginarse lo que les esperaba. Algunos reían y cantaban, olvidando las enseñanzas militares, no asimilables para su edad, que les habían inculcado en tres semanas escasamente. Muchos de ellos llevaban en la cartera recién vaciada de todos los efectos escolares, algunas provisiones de boca o ropas puestas allí por una mano maternal. Incluso cambiaban entre ellos bombones de sacarina concedidos por el racionamiento a los menores de trece años. Y los ancianos, mezclados con aquellos chiquillos, los contemplaban sin comprender.

¿Qué iba a poder hacerse con aquellas tropas? ¿En qué lugar iba a poder esperarse algo de ellas? ¿Cómo iban a hacer la guerra? No se encontraba respuesta a estas preguntas. Entonces, ¿iban a sacrificarlos para detener al Ejército rojo con el cual toda comparación aparecería trágicamente ridícula? La guerra a ultranza, ¿iba también a devorar a aquellos niños? Demente o heroica Alemania, ¿quién podrá juzgar ese sacrificio absoluto? Un prolongado silencio se extendió sobre nosotros. No podíamos hacer otra cosa que escuchar y contemplar los últimos momentos de aquella primera juventud.

Algunas horas más tarde, fuimos dirigidos hacia un nuevo punto de reagrupamiento a algunos kilómetros del Vístula, en una localidad llamada Medau. Encontramos una gran formación de nuestra división matriz que hacía tanto tiempo nos había abandonado en el sur. ¡Hasta encontramos nuestro regimiento! ¡Nombres conocidos de oficiales! Los servicios auxiliares de nuestra unidad autónoma habían hecho proezas de imaginación para mantener a través de la tormenta una organización válida. Quedamos muy sorprendidos al comprobar que la División Gross Deutschland poseía aún una potencia bastante considerable y ello nos elevó un poco la moral.

Por lo demás, teníamos necesidad de agarrarnos a una forma cualquiera de solidez para no aceptar de buenas a primeras la tragedia que nos rodeaba, el combate desesperado, el cautiverio o el fin, sin más. Encontramos, pues, allí, a orillas de aquel Vístula que fue, por decirlo así, la cuna de las hostilidades, compañías reformadas de jovenzuelos, según acabo de explicar, que fueron incorporadas a nosotros para taponar los agujeros que la guerra había hecho en nuestra selecta división. Encontramos caras conocidas y principalmente la de Wiener, sí, Wiener, el veterano, que se asombró, por lo menos tanto como nosotros, de vernos vivos.

—¡La verdad es que somos indestructibles! —exclamó—. Cuando os dejé en el segundo Frente del Dnieper, todo estaba tan oscuro que creí no volveros a ver más.

—Faltan muchos —repuso Wollers.

—Pero quedan también muchos, mein Gott! Pusimos a Wiener al corriente de la muerte de Wesreidau, de Frosch… Por su parte, el veterano también citó nombres que debíamos olvidar. Los lutos más sensibles pasaban sobre nuestras caras chupadas sin añadirles otra expresión. Abrumamos a August Wiener con preguntas sobre Alemania, sobre la vida civil, sobre los paisanos. Todos teníamos mil razones para estar preocupados. Cada uno seguía el movimiento de los labios de nuestro amigo. Tratábamos de comprender todo lo que sus palabras insuficientes no lograban expresar.

—Me curaron en Polonia —explicó el veterano—. En el hospital militar de Kansea. Había perdido tanta sangre y estaba tan débil que casi me abandonaron durante dos días. ¡Dos días atroces! Nunca hubiese creído que esta perra vida me tenga tanto apego. Hubiese podido ser sencillo, ¿verdad…? Esto es, un gran suspiro y, ¡hala!, el hoyo de cal. Finish! Pues no, señor, gruñí ocho o diez días, sobre todo dos. Infección, transfusión, desinfección, reinfección, y aquí me tenéis otra vez con vosotros en la mierda de otoño. Y ahora soporto mal las noches húmedas. Era fatal, reumatismo.

El veterano se abandonaba de nuevo a sus guasas de desesperado.

—Pero has estado convaleciente y habrás tenido un permiso, ¿o no?

—¡Claro que sí! Estuve en Alemania. Fui con «permiso de convalecencia». ¡Ja! ¡Ja! ¡A Frankfurt, claro que sí, muchachos! No del Main, del Oder. Hubiese podido ir más lejos, pero no tenía ningún motivo para ir a otro sitio. Estábamos en un colegio de niñas, desgraciadamente sin niñas. Bastante mal alimentados, pero nos dejaban en paz. A propósito, ¿no lo habéis notado? —se burló el veterano—. Me falta una oreja…

Era verdad, le faltaba la oreja derecha y el cráneo, en ese sitio, aparecía casi brillante, bajo una piel rosa pálido que parecía a punto de rasgarse. Todos lo habíamos visto sin notarlo verdaderamente. Había tantos hombres a los que les faltaba algo, allí, que nadie hacía mucho caso.

—Es verdad —declaró Prinz—. Por ese lado se diría que estás muerto.

El veterano soltó una carcajada.

—Es porque vives entre los muertos que acabas por verlos en todas partes.

—Déjate de bromas —gruñó Solma—. Háblanos del país.

—¡Ah, sí, es verdad!

Hubo un silencio que pareció eternizarse.

—No hay que hacerse muchas ilusiones, muchachos. Allá tampoco se está seguro.

—¿Cómo está Frankfurt? —preguntó el ayudante Sperlovski, atropellando a todo el mundo.

Era de Frankfurt y probablemente su familia aún vivía allí.

La mirada del veterano abandonó a unos y otros y se perdió dentro de él.

—El colegio estaba al otro lado del Oder, en el este, sobre una colina. Podía verse una gran parte de la ciudad… Era gris. Gris como un árbol muerto. Altas paredes se alzaban ennegrecidas por los incendios anteriores. Y había gente que vivía dentro como los landser en los graben.

Sperlovski escuchaba y todos los rasgos del rostro se contraían.

—Pero la caza, la Flak… ¿Nada se opone entonces a esos canallas? —farfulló, presa de enorme zozobra.

—Sí, desde luego, pero con tanta desproporción…

—No se preocupe usted demasiado, Sperlovski —arriesgó el teniente Wollers—. Su familia seguramente ha sido evacuada al campo.

—¡Nada de eso! —gritó el ayudante, acorralado—. Mi mujer me ha escrito, está movilizada. Nadie tiene derecho a abandonar su trabajo.

Wiener se daba cuenta de la desesperación que acababa de provocar en los que sólo estaban allí en espera de noticias tranquilizadoras, pero a él nada parecía poder abrumarlo ya.

—Es la guerra a ultranza —continuó, inhumano—. No se prescinde de nada. El soldado alemán debe poder soportarlo todo.

Sperlovski se alejó, con la mirada extraviada, la mente aturdida y el paso titubeante como un hombre borracho.

El soldado alemán ha de poder soportarlo todo en este mundo que él ha creado. No está hecho más que para este mundo. Para el resto, es inadaptable. Lensen estaba inmóvil como una piedra, escuchaba al veterano y su rostro era de una dureza obstinada.

—¿Ocurre lo mismo en todas nuestras ciudades? —preguntó Lindberg, el miedoso.

Pensaba, sin duda, en su ciudad y en su lago de Constanza.

—No lo sé —contestó el veterano—, pero es posible.

—Por lo menos, puede decirse que sabes elevar la moral —dijo Halls, enervado.

—¿Es la verdad lo que quieres saber o quieres oír tonterías?

Yo navegaba en la niebla. Un poco más de cascotes por aquí, un poco más de escombros por allí… Nuestra existencia estaba jalonada de ruinas. Yo no podía ya estar decepcionado. Antes que compadecer al mundo doliente, necesitaba encontrar mi equilibrio. Claro que pensaba en Paula, pero hacía tanto tiempo que estaba sin noticias suyas, que me preguntaba si sería capaz de leer correctamente una carta que me llegase de repente. Las malas noticias se acumulaban en mí, como el agua que cae de una gotera a una palangana. Llega un momento en que la palangana rebosa, y todas las cataratas del mundo ya no cambian su capacidad.

Volvimos a vernos en uno de los escasos trenes que todavía circulaban en aquella región, corriendo en dirección a Prusia Oriental, a través de las primeras escarchas de aquel tercer invierno de guerra. El quinto o el sexto para algunos. Circulábamos de noche, con todas las luces apagadas, pues la aviación rusa, que ocupaba nuestras bases de Polonia, era particularmente agresiva durante el día. Nos dirigíamos a Prusia, a Lituania, a Letonia, al Frente de Curlandia donde todavía resistían los restos de varias divisiones alemanas.

A través de la oscuridad y de la niebla espesa podíamos distinguir grandes masas de paisanos que se desplazaban a pie a través de aquellas soledades del norte de Polonia. Primero habíamos creído que eran unidades de infantería en marcha, pero pudimos ver repetidas veces unos grupos desde más cerca y nos dimos cuenta de que se trataba de paisanos. Miles de campesinos en éxodo, huyendo, a través de la noche y de las miasmas, de la horda roja que estaba ya muy próxima. No pudimos entretenernos a ver el espectáculo de aquellas gentes, podíamos imaginárnoslo perfectamente.

Después, cruzamos la frontera de Prusia. Echamos un vistazo al país de Lensen que también era el de Smellens. Dos prusianos de pura raza, que se encontraban súbitamente en el solar patrio. Lensen se puso de pie y se asomó a la portezuela del vagón de mercancías para reconocer y ver mejor su país. A nosotros, nos importaba muy poco. Para nosotros, la decoración no variaba demasiado de la de Polonia. Tal vez más lagos y siempre muchos bosques.

—Esto hay que verlo nevado —gritó Lensen, que de pronto había recobrado su sonrisa—. Así no es posible darse cuenta.

Como nosotros siguiéramos silenciosos y enfurruñados, Lensen nos interpeló:

—¡Ya está bien! ¡Estáis en Alemania, caramba, despertaos! ¡Con el tiempo que lo estabais deseando!

—En la Alemania Oriental, la del Este, en el frente, como quien dice. Por lo demás, no sé si os dais cuenta, pero yo que tengo una brújula, compruebo que vamos hacia el nordeste. Eso no me gusta nada —dijo Wiener.

Lensen volvió a ponerse colorado de rabia.

—No sois más que unos perros tiñosos —vociferó, como un demente—. ¡Derrotistas responsables de nuestro apoltronamiento! La guerra ya está perdida en vuestras cabezas frágiles, pero vais a tener que batiros. Cueste lo que cueste, lo queráis o no.

—¡Vete a la porra! —bramaron cinco o seis voces—. Que nos hagan llevar una vida normal de soldado, y nos reharemos.

—No. Sois unos perros y desde que os conozco no paráis de quejaros. Desde Voronez habéis perdido la guerra.

—Con motivo —dijo Halls.

—Os batiréis, os lo digo yo, cueste lo que cueste, pues no os queda otra salida.

El veterano se irguió.

—Sí, Lensen, nos batiremos, pues igual que tú, tampoco podemos soportar la idea de derrota. Desgraciadamente no nos queda otra salida. Yo, en cualquier caso, no tengo otra salida. Formo parte de una máquina que tiene un sentido de marcha, y que no puede girar de otro modo. Hace demasiado tiempo que formo parte de ella, ¿comprendes?

Miramos al veterano, un poco desconcertados. Todos pensábamos que el veterano era capaz de acostumbrarse a cualquier otro género de vida. Y he aquí que, deliberadamente, anunciaba que no.

Lensen seguía murmurando y nosotros permanecíamos perplejos respecto al futuro que el veterano, en el que seguíamos teniendo mucha confianza, nos había hecho entrever. En cuanto a mí, vista desde aquella Prusia por la que avanzábamos, Francia se me aparecía ya sin importancia. Aquella causa de la que acababa de hablar Wiener, era la mía. Y a pesar de los sinsabores que hubiese podido causarme, me sentía estrechamente ligado a ella. Sabía que la lucha se hacía cada vez más seria y que íbamos a vernos obligados a arrostrar terribles perspectivas. Me sentía, sin obligación, solidario de mis compañeros. Consideraba seriamente mi fin, sin sobresaltarme demasiado. Era como un velo tupido que caía lentamente sobre mí y aminoraba mis terroríficas visiones pasadas, presentes y futuras. Mi cabeza parecía llena de una espesa bruma blanca lechosa, sin alegría, pero en la que todo se tornaba súbitamente fácil, muy fácil. Los demás, ¿sentirían lo mismo? No sabría decirlo exactamente, aunque nuestra resignación parecía común a todos.

Circulamos unas horas a marcha reducida. Luego, a la luz gris de una mañana brumosa, el tren se detuvo. Unas órdenes nos echaron fuera de los vagones y llegamos a un campamento de barracones de madera que todavía recordaba la robusta organización militar que habíamos abandonado hacía poco. Se nos concedió una hora de descanso, y tuvimos derecho a un vaso de agua caliente en la que flotaban algunos granos de soja.

—¡Y pensar que hay quien se alista en el Ejército a causa del rancho! —murmuró un soldado.

—Pocos debe de haber en estos tiempos —replicó una voz—. La esperanza de llegar a ser un apuesto oficial se disipa pronto. Apenas se tiene tiempo de llegar a obergefreiter, cuando ya se ve uno con el triángulo otorgado a título póstumo. Algunos encontraron la manera de reírse, a pesar de todo. Después, un mayor, comandante probablemente del campamento, nos hizo reunir y nos dirigió la palabra:

—Altivos soldados de la Gross Deutschland. Vuestra llegada a nuestro sector nos colma de alegría. Conocemos vuestro valor en el combate y nos sentimos por ello fuertemente apoyados. Vuestros camaradas de los regimientos de Infantería que se baten en los bosques polacos próximos a nuestra frontera, experimentarán seguramente a su vez lo que os explico. Vuestra llegada entre nosotros nos reconforta en el mayor grado y nos ayuda en la tarea tan difícil que nos incumbe: ser los defensores de la libertad alemana y europea. Libertad que los bolcheviques intentan arrancarnos empleando los medios más absurdos. Hoy más que nunca, nuestra unión en el combate ha de ser total y deliberada. Con vosotros vamos a edificar el baluarte definitivo que inmovilizará a la jauría soviética. Pensad, soldados alemanes, que sois los pioneros de la revolución europea y que debéis sentiros todos orgullosos de haber sido elegidos para esa tarea, por muy penosa que sea. Os deseo, pues, la mayor gloria y os transmito las felicitaciones del alto mando y las del Führer. Han sido puestos a vuestra disposición vehículos y víveres para ayudaros a rematar vuestra acción. ¡Bravo, soldados! ¡Valor! Sé que mientras un soldado alemán vigile, ningún bolchevique hollará nuestro suelo. Heil Hitler!

Contemplamos al apuesto mayor con su bello uniforme, mareados, aturdidos, tratando de rasgar el velo de inconsciencia que nos ocultaba nuestra verdadera valía.

Heil Hitler! —bramó un feld, al ver que el saludo que debíamos dirigir al mayor no nos salía así como así.

Heil Hitler! —gritaron los héroes.

Después nos hicieron cambiar de sitio.

—Estoy loco, o no lo entiendo —murmuró Kellermann—. Contaba con nosotros para elevarle la moral.

—¡Vete a la porra! —exclamó Prinz—. Otro discurso.

Esta vez era un hauptmann quien acababa de tomar la palabra.

—Tengo el honor de tener bajo mi mando a los dos tercios del efectivo de vuestro regimiento y de conducirlo al fuego conmigo. (Todos sabíamos lo que nos esperaba, así es que aquella frase nos hizo tragar saliva otra vez). La división entera operará en un sector situado un poco más al norte. Será fraccionada en varios grupos a fin de asestar golpes diseminados a la hueste rusa terriblemente poderosa por aquí. Espero de vosotros el más vivo coraje y hasta acciones brillantes. ¡Es necesario! Debemos parar al ruso en este sector. Ninguna negligencia, ninguna falta de sangre fría será perdonada a nadie. Tres oficiales podrán formar en cualquier momento un tribunal militar y sancionar sobre la marcha…

(¡Frosch, mi pobre Frosch! ¿Cuántos fueron los que decidieron ahorcarte?).

—Venceremos aquí, o la vergüenza nos perseguirá —prosiguió el hauptmann—. Jamás, ¿me oís?, jamás un bolchevique hollará el suelo alemán. Ahora, camaradas, tengo buenas noticias para vosotros. Hay correo, citaciones y ascensos para algunos. Antes de dar libre curso a vuestro júbilo, deberéis presentaros en el almacén de aprovisionamiento para recibir víveres y municiones. Rompan filas. Heil Hitler!

Rompimos filas sin poder comprender claramente la situación.

—Esto promete —dije.

—Un marrano que quiere vernos palmar a todos —refunfuñó Halls.

Formamos una cola interminable ante un gran barracón.

—¡Y pensar que es ese tipo quien va a sustituir a Wesreidau! Tengo la impresión que vamos a estar peor de lo que hemos estado hasta ahora, Prinz.

—No es posible. Peor no es posible.

—Es un chalado —murmuró Halls.

—No, tiene razón —continuó el veterano—. Será ahora o nunca. No os lo puedo explicar así de pronto, pero él tiene razón.

Cada vez más desconcertados, seguíamos mirando fijamente a nuestro camarada, sin decir palabra, sin comprender su actitud de repente tan distinta.

—Volveré a hablaros de eso —continuó Wiener—. Por el momento, sois demasiado imbéciles para comprender.

Paula mía:

Leo ahora tus líneas desesperadamente esperadas. Leo y releo esas frases y olvido la tierra fría así como el Este cargado de un amenazante rumor.

Estas líneas son en mis manos como un milagro venido del cielo.

No espero nada más del mundo civil, del cual nos parece habernos desolidarizado. Leo tus líneas como nuestro camarada Smellens dice sus oraciones, él que tiene la suerte de ser creyente.

Nada no arregla ya nada, Paula. Los rezos son como el vodka, suavizan el frío un momento.

La felicidad ha llegado para nosotros a su extrema relatividad. Existe cuando despunta el día, pues la noche nos hace creer ya en la muerte.

He sido nombrado obergefreiter, y, aunque el galón está todavía en el bolsillo de mi guerrera, me siento más fuerte.

Creo que nos hemos vuelto verdaderos hombres en estos momentos tan difíciles.

Este rumor sigue, Paula… Quizá no sea más que el viento.

Me gustaría tanto volver a leerte

Hacía ya unos días que volvíamos a batirnos en retirada. Jamás un bolchevique debía hollar el suelo alemán. No obstante, en cinco o seis puntos, tres potentes ejércitos soviéticos habían penetrado ya unos cincuenta kilómetros en aquel suelo sagrado entre todos. Aquellos tres ejércitos habían barrido a los heroicos defensores, cuyos supervivientes arrastraban, a cuestas y a través de un paisaje otoñal, el último material que justificaba aún nuestra condición militar.

No puedo, con gran pesar mío, relatar detalladamente el caos de aquellos ásperos momentos. Pero puedo señalar ya la desaparición de camaradas como Prinz, Sperlovski, Solma y también Lensen, que, a pesar de las apariencias, fue verdaderamente un amigo. Es a este último, por otra parte, a quien quiero rendir homenaje relatando la tragedia de su fin, que todavía evoco claramente entre muchos otros, y que, al mismo tiempo, servirá para definir la de los demás. Sea lo que fuere lo que Lensen pudiera pensar de mí en ciertos momentos, sigo persuadido de que él fue para todos nosotros y para su país un hombre muy valiente que, sin vacilar, habría sacrificado su vida para salvar al más desdeñable de los nuestros. Su fin lo demuestra, por lo demás, sobradamente y yo le debo quizá la ocasión de escribir tranquilamente estas líneas.

Lensen seguramente no hubiese podido aceptar nunca la vida actual y todas las concesiones que los antiguos combatientes del Este se ven obligados a hacer hoy. Igual que el orden por el cual sufrió, era irreversible. Los hombres de una sola idea sólo pueden vivir por esta idea y para esta idea. Más allá no existe nada, nada más que su recuerdo.

Nuestra operación para socorrer el Frente de Curlandia había fracasado. Los soviéticos, en su empuje irresistible, llegaron al Báltico en varios puntos. Cuáles exactamente, no sabría precisarlo. El hecho es que el Frente Norte quedó dividido en dos. La parte extremo norte, en torno a la bahía de Riga, en Letonia, al menos hasta Libau. La otra parte norte, donde estábamos nosotros, debía extender un frente sin cesar encogido, más acá de Libau, en Prusia y en Lituania, resistiendo más al sur en el Vístula, donde se desarrollaban unos combates espantosos.

Nuestra división, que estaba repartida en infinidad de pequeñas puntas destinadas a desorientar al enemigo, atacándolo por todas partes, había fallado en su mayoría ofensivas que hubieron de ser transformadas apresuradamente en defensivas. Por el momento, la división intentaba reagruparse rápidamente para constituir un frente de defensa a unos sesenta kilómetros más al nordeste. Las malas carreteras, la falta de carburante, el barro, las comunicaciones problemáticas acababan de frenar una maniobra que, en otras condiciones, no habría suscitado ninguna pérdida de tiempo. Había que contar asimismo con la aviación enemiga, cada vez más activa y cada una de cuyas salidas añadía un funesto desconcierto a nuestras columnas ya debilitadas. Las columnas masivas eran desaconsejadas, además, por nuestros oficiales. Por el contrario, se debía diseminar nuestra retirada cuando las órdenes del Cuartel General instaban al reagrupamiento. La idea de nuestros oficiales era lógica en el sentido que ofrecíamos menos blanco a las masas aéreas enemigas. Por contra, cuando un destacamento blindado enemigo se echaba encima de dos o tres compañías extraviadas, las posibilidades de supervivencia de estas se hacían más que problemáticas. Así fue como, en una aldea de casuchas ampliamente desparramadas, se desarrolló el drama que estuvo en trance de hacer borrar el nombre de nuestro grupo de la lista de la división.

—Yo he estado ya por aquí —juraba Lensen, dominado por la nostalgia—. Estoy convencido. Todo es, evidentemente, tan distinto que no puedo reconocer nada detalladamente, pero sé que por aquí está la aldea tal y cual. (Citaba nombres). ¿Lo veis, muchachos? Mi pueblo está a unos ciento veinte kilómetros de aquí, hacia el sudoeste. Por ahí, está Koenigsberg, donde estuve varias veces, y una vez en Cranz. Hacía un tiempo de perros, pero de todos modos nos bañamos.

Se reía, y nosotros lo escuchábamos.

A pesar de la abrumadora retirada y del entumecimiento del frío, Lensen parecía haber resucitado al verse en su solar patrio. Él sólo colmaba el angustioso silencio de los aledaños de aquella aldea evacuada la víspera por sus habitantes. Trescientos soldados, más o menos desparramados, deshechos por una marcha de unos veinte kilómetros desde el amanecer a través de unos terrenos intransitables, se impacientaban, encogidos en sí mismos, en espera de la problemática comida de las once. Únicamente Lensen iba de un lado para otro, a lo largo de aquel muro de establo donde cada uno apoyaba el culo en las piedras al abrigo del alero del techo que lo había resguardado de la lluvia intermitente. Escuchábamos a Lensen, y al sudeste, oíamos unas detonaciones más o menos sordas, más o menos espaciadas, pero no les prestábamos ninguna atención. Aquel fondo sonoro se había convertido en el fondo sonoro de nuestra existencia. Por hábito, todo cuanto no ocurría en un perímetro que ofreciese un peligro real, no provocaba ya ninguna reacción en los landser. Independientemente del rumor procedente del este, todo estaba silencioso. Éramos un poco como esas gentes de hoy que saborean la tranquilidad y el silencio haciendo funcionar un electrófono. Esas gentes tienen necesidad de ruido para saborear la quietud, o quizá temen el verdadero silencio. En cuanto a nosotros, desgraciadamente, la intensidad del fondo sonoro no dependía de nuestra voluntad y gustosamente hubiésemos prescindido de él.

Aparte, pues, de Lensen que discurría, no pasaba nada. A veinticinco metros, media docena de los nuestros ponían a punto la distribución de la comida. Más lejos, unos soldados en grupo hacían muy seriamente sus necesidades. Los otros, como he dicho, descansaban con los ojos entornados o en la vaguedad de tantas fatigas. El melancólico otoño nos transmitía su húmedo frescor. Tantas incomodidades pasadas nos hacían apreciar unas condiciones que, en nuestros días, suscitarían un movimiento de lástima.

A través de nuestro sopor insensible, había algunos que sufrían, que lloraban. Gemían los heridos y otros morían. Esto no impedía a nadie dormir cuando era posible.

Se hicieron las primeras distribuciones: una salchicha envuelta en celofana y rellena de puré de soja para dos, y fría por descontado. A lo largo de la retirada, los muchachos del servicio de rancho, con un espíritu de conciencia profesional conmovedor, habían recogido patatas arrugadas. Llenaron un sidecar de ellas y ahora las distribuían a los compañeros. Allá lejos, cuatro soldados saltaron una tapia. Parecían estar sin aliento. Cuando hubieron llegado a las edificaciones donde dormitábamos, hicieron grandes gestos. Uno de ellos habló sin alzar demasiado la voz.

—¡Iván!

De golpe, la masa amodorrada de los hombres se incorporó. Sabíamos de qué peligro terrible podía estar hecho el minuto siguiente. El instinto de animal acosado había hecho desperdigar ya a todo el mundo. Cada uno ganó un sitio donde el menor detalle podía ser una protección cualquiera. Los que habían tenido la suerte de haber recibido su ración de comida la engullían apresuradamente. El teniente Wollers acababa de reunirse con nosotros en un hueco a resguardo de un techo. Su radio de campaña, que nunca se separaba de él, emitía ya la alarma. Esperamos en silencio unos diez minutos. No se oía nada. Los rusos, sin embargo, probablemente no estaban lejos. Nuestros centinelas los habían señalado. Eran cazadores a pie. ¿Una sección? ¿Un pelotón? ¿Un regimiento, o diez? Nadie podía contestar a la pregunta. Se formaron apresuradamente unas patrullas. Había que saber si debíamos enfrentarnos con unos grupos sin importancia o despegar rápidamente ante una jauría considerable.

Los seis muchachos que rodeaban a Wollers fueron enviados a la parte de la tapia de donde habían surgido los centinelas. Yo formaba parte de la expedición.

Otros dos grupos iguales fueron enviados en otras direcciones. Relatar mi inquietud sería inoportuno y tendría un aspecto de reiteración. Era igual a la experimentada en Utcheni, en Bielgorod, en el cobertizo de los partisanos, en todas partes.

Como los demás, yo me resignaba a ella. Correspondía a los malos momentos de la existencia, a esa especie de asquerosa impresión que produce un despertador cuando saca del sueño para enviar al encuentro de una obligación desagradable. Es un poco eso, multiplicado por cien.

Bordeamos el otro costado del establo donde estábamos dormitando un rato antes, y desembocamos en un descampado donde se apilaban unos maderos viejos.

No ignorábamos nada del peligro y una sorda angustia, que ya no aceleraba nuestro pulso, nos hacía odiar la muerte y esperarla de vez en cuando. El mauser me pesaba en las manos como un objeto sin valor y con el que ya no podía contar.

Antaño, cuando cruzábamos una aldea en Polonia o en Rusia, ¡cuánta confianza le había otorgado! ¿No me había sentido invulnerable bajo el peso de aquel hierro y de su fuste de madera?

Hoy, la evidencia de que pudiera servirme de defensa eficiente, me escapaba.

Los hombres son, sobre todo, unos cobardes. El terreno fue franqueado y llegamos a un conjunto de edificios. Nos separamos en dos grupos de tres y, con una precaución de manipuladores de explosivos, seguimos avanzando. La esquina de una casa nos ofreció una porción de horizonte más vasta. Una hilera de abetos con los troncos casi sin ramas lo erizaban. Detrás, pasaba una carretera y en aquella carretera se distinguía claramente una multitud de siluetas. Más lejos, otras parecían acercarse.

—Hay tres o cuatrocientos ahí —murmuró Wiener—. Veamos por allá.

Volvimos a pasar por detrás de la casa que acabábamos de bordear. En su extremo destacaba en negro una hilera de barriles de alquitrán sobre el suelo gredoso. Más lejos, había otra casita. Nuestros pasos chirriaban levemente sobre la fina gravilla. Desembocamos, siempre silenciosos, en el recinto de los barriles. Dimos cuatro pasos y topamos cara a cara con cuatro soldados soviéticos de patrulla, que también observaban las mismas precauciones y el mismo silencio. Todo se inmovilizó en nuestras mentes.

No se manifestó ninguna precipitación en nuestros gestos. Enfrente, los rusos seguían, igual que nosotros, sin precipitar sus movimientos, observándonos. Pareció como si un milagro impusiese a unos y otros la misma calma. No resonó ninguna detonación. Con movimientos calculados, rusos y alemanes retrocedieron al abrigo del edificio. Con los ojos dilatados, mirábamos intensamente.

—Ya hemos visto lo suficiente —murmuró Wiener—. Media vuelta.

Nuestra patrulla retornó al punto de partida. Wiener dio el parte. Creímos haber soñado.

Un cuarto de hora más tarde, nuestras posiciones de defensa estaban organizadas en la parte norte de la aldea y sus aledaños. De las informaciones resultaba que nos las habíamos con un regimiento de cazadores a pie, o sea dos o tres mil hombres. Nosotros éramos trescientos, pero no se había tocado a retirada.

Empezaron a transcurrir las horas en aquella angustiosa espera. Conocíamos la lentitud de los preparativos de los rojos, pero sabíamos también la fuerza de su impulso cuando llegaba el momento. La noche estaba al caer cuando se produjeron los primeros contactos. A favor de la luz grisácea, los primeros destacamentos de asalto rusos se infiltraban con precaución entre las edificaciones. El ardor de las oleadas de infantería soviéticas no tenía ya la misma brillantez que en Bielgorod o en el Dnieper. Se habían producido hecatombes tan impresionantes en aquellas oleadas vociferantes, durante toda la reconquista del terreno, que el alto mando rojo se había visto obligado a emplear una táctica algo menos heroica. Además, los soldados soviéticos, pese a su feroz obstinación de querer vengarse hollando el suelo alemán, esperaban una resistencia desesperada por nuestra parte. Por esto contaban más con la eficacia de sus blindados y de su aviación para reducir a nuestros grupos inferiores en número y carentes de lo esencial.

Aquellas bonitas líneas de soldados vociferadores se hacían más raras. Los bolcheviques combatían a la europea, es decir con nuestros métodos que casi les habíamos insuflado. Ello no nos hacía, por lo demás, más fácil la tarea, sino al contrario. Nuestro grupo hizo una descarga sobre una patrulla popov que avanzaba en dirección a nosotros. Los morteros callaban aún, por espíritu de ahorro. En realidad, las municiones para aquellas piezas empezaban a faltar también.

Simple escaramuza sin gravedad para nosotros, que estábamos acostumbrados a los tornados de fuego. Únicamente algunos pedazos de cobre taladraron la niebla del anochecer, rompiendo un brazo aquí, hundiendo un pecho allá, llevándose una vida acullá. Nada en suma que pudiese sumirnos en la desesperación de una verdadera batalla. Desde luego, hoy un tiroteo semejante haría evacuar un barrio de París y llenaría los titulares de los periódicos. Las épocas tienen sus costumbres…

En la noche brumosa y oscura, los rusos seguían instalándose frente a nuestras precarias posiciones. Era, sobre todo, la idea de que iban a atacar de un momento a otro lo que nos ponía enfermos. Quizás íbamos a acabar de una vez esta noche. Iván nos desbordaría y pondría término a esa persecución lancinante que duraba de hecho hacía casi dos años, en millares de kilómetros jalonados de miedo y de sangre. ¡Tal vez esta noche! No sabíamos qué desear. Pero la noche transcurrió. Una noche de frío y de vigilia, punteada por el pálido resplandor de las bengalas. Nada especialmente determinante. Los rusos, que no parecían tener prisa, nos acechaban igual que los acechábamos. Nada más que una noche de malhumor.

Incluso logré dormir, pese a la vigilancia que no podíamos descuidar. Bastantes compañeros me imitaron, y únicamente el frío nos impidió descansar completamente. Por fin vino el amanecer y con él nuestra auténtica preocupación. No tardó en volverse terror y luego pánico. Tembló el aire y la tierra, y la lluvia, que en principio amortigua todos los ruidos, no conseguía contener aquel. Era producido por el pesado chirrido de las orugas y por el escape percusor de numerosas máquinas de guerra. Una columna de carros avanzaba hacia la aldea inerte, donde aguardaban los infantes rusos, tranquilos y relajados, que sonara nuestro alalí.

Sabíamos que no teníamos suficientes medios para defendernos contra los carros. No teníamos ninguna pieza anticarro y los pocos panzerfaust que nos quedaban nunca bastaría para detener la masa de blindados que adivinábamos considerable por el ruido que producía. Con los pelos de punta por el miedo y el frío, organizamos el despegue con una celeridad que se nos había hecho costumbre. Todo el mundo iba a pie con excepción de dos sidecar que nos servían de enlace con el grupo de mando. Diez soldados se engancharon a cada vehículo y lo arrastraron sin ruido. Un ruido de motor procedente de nuestro bando, hubiese podido hacer que los rusos pensasen en nuestro repliegue. Con un silencio digno de los indios del Far West, la compañía reanudó la andadura de la retirada, con excepción de algunos que constituyeron tres grupos de intercepción. En cada grupo, podían contarse diez hombres, dos jager panzerfaust y cuatro granaderos de protección.

El mío estaba compuesto por Smellens y un muchacho muy joven, especialmente adiestrado en el manejo del panzerfaust. Lindberg, otros dos camaradas y yo, íbamos de protección. Fue mi único mando de toda la guerra. Aislada, única y trágica vez en la que cinco camaradas estuvieron bajo mi responsabilidad. El segundo grupo sólo contaba con un nombre conocido, Lensen, en el panzerfaust. El tercero estaba formado por anónimos.

Cada cazador de carros recibió tres panzerfaust. Aquellas máquinas eran pesadas y engorrosas. Aquello sumaba, pues, dieciocho tiros a nuestra disposición y podíamos, con mucha suerte, esperar inmovilizar a dieciocho monstruos de acero, a condición de que los tiros diesen en el blanco. Dieciocho carros, con la mayor esperanza, contra sesenta u ochenta que barruntábamos acudirían.

Aquella idea penetraba lentamente en nuestras mentes desesperadas y nos ponía rígidos de aprensión. El teniente Wollers nos hablaba de frenar al adversario, de su desmoralización tan pronto le hubiésemos destruido cinco o seis carros y de nuestro regreso a la compañía a las veinticuatro horas. Nada podía, por desgracia, desviarnos de aquel infernal cálculo matemático, cuyas cifras irrefutables nos colocaban ante un problema demasiado insoluble. Los mayores sacrificios ya no cambiaban nada en la guerra, lo sabíamos y no esperábamos ningún cambio de situación. Demasiados ejemplos, demasiados dramas sin piedad se habían desarrollado ante nuestros ojos. Hoy, día maldito entre todos, hoy más que ayer, era nuestra vez.

La compañía se deslizaba sigilosamente a lo largo del grupo que escuchaba las últimas recomendaciones de nuestro superior. El rumor de los carros no cesaba. Vi pasar a Halls junto al veterano. Me abalancé hacia mi gran compañero y le tendí la mano.

Wollers se calló, al ver mi gesto. Solté dos o tres estupideces a Halls y a Wiener, incompatibles con la gravedad del momento. Durante un segundo, pensé en dar algo a Halls para que pudiese avisar a los míos más tarde. No encontré, desdichadamente, nada y esbocé una risa terriblemente crispada. Halls no encontró nada que decir y Wiener se lo llevó consigo.

Wollers nos dejó a su vez y los grupos se separaron unos de otros. Me quedé solo con mi mando y con aquel amigo dudoso que era Lindberg, a quien un miedo anestésico había vuelto lívido. Me había convertido en un jefe demasiado joven que debía conducir en una partida horrorosa de gendarme-bandolero a cinco otros camaradas que no habían llegado todavía a la mayoría de edad. Dirigí una ojeada a mis subordinados cuyos ojos estaban fijos en el sur, de donde llegaba el fragor. Lensen hizo una llamada. Señalaba, más abajo, un valle en el que se alzaban cuatro o cinco construcciones. Una granja, probablemente. Corrí con mi grupo en seguimiento del de Lensen. El tercero buscó refugió en el propio camino.

El viento empujaba, a ráfagas, los primeros copos de nieve recién formados. En aquel instante, los rusos empezaron a machacar el emplazamiento de las posiciones que acabábamos de abandonar. Las casas de la aldea que estaban situadas a un kilómetro quedaron rodeadas de negros géiseres provocados por las explosiones de los morterazos rusos. Apresuradamente, señalé a mis dos jager una posición en medio de grandes tocones de árboles desgajados. Se situaron allí y excavaron precipitadamente la tierra empapada con intención de hundirse un poco más.

Nosotros, la protección, buscamos abrigo allí mismo. Me aislé con un muchacho cuyo nombre he olvidado, pero en cuyo rostro se leía una voluntad tenaz. Linberg y el cuarto muchacho se metieron en la casa a la que estábamos adosados. A cien metros a la izquierda, ante la granja, vislumbré a Lensen y su compañero del segundo grupo. Los rusos estaban laminando la aldea, y nosotros tuvimos suerte de haberla evacuado antes.

Los carros evolucionaban entre las ruinas humeantes. Lo oíamos claramente. Los minutos se hicieron largos antes de que subiera el telón. Espantosamente largos. No queríamos pensar, pero desgraciadamente la ronda diabólica del pasado giraba en nuestra memoria. Los recuerdos, buenos y malos, desfilaban con una cadencia precipitada sin que nadie pudiese enternecerse ni refugiarse en ellos un solo instante. Una ronda insólita en la que se mezclaban mi infancia, la guerra, Paula. Cosas que me quedaban por hacer, que hubiese debido hacer. Una especie de deuda que interesa mucho y que es demasiado tarde para saldarla.

Todos estábamos divididos entre un deseo de pedir auxilio y de llorar. Un deseo de huir y de correr al encuentro del peligro. Un deseo de creer que todo aquello era falso y si no lo era de morir pronto. ¡Nunca un bolchevique hollaría el suelo alemán!

Y estaban allí, a millares, lastimándolo con frenesí y júbilo.

Y nosotros, éramos dieciocho en total para prohibirles que se internasen más. ¡Dieciocho frente a millares! Dieciocho hombres jóvenes que se asían a cualquier superstición milagrosa para esperar un mañana atormentado.

Después, ellos aparecieron. Unos diez de momento. Siguieron el camino donde vigilaba el tercer grupo.

El tercer grupo los vio avanzar pesadamente rugiendo como monstruos implacables.

El tercer grupo cumplió su deber y lo apoyamos con una emoción insostenible, milésima de segundo por milésima de segundo. El primer carro se detuvo a veinte metros de los dos panzerfaust del grupo en cuestión. Uno de los proyectiles acababa de estallar en la delantera, matando en el acto al monstruo y a sus ocupantes. Los otros maniobraron lenta y pesadamente y echaron por la pendiente del ribazo para rodear el Stalin en fusión.

—Es para nosotros —no pude contenerme de murmurar.

Pero los carros, tres carros exactamente, volvieron a trepar ante la amenaza. Esperaban aterrorizar a los cazadores por su aspecto demencial y contaban mucho con ello, lo que, por lo demás, no dejaba de producirse regularmente. No obstante, un segundo monstruo ardió. El que le seguía lo empujó y se abrió paso. Atacó el atrincheramiento de los camaradas cuyos nervios flaquearon y que salieron del refugio en fuga despavorida. Intentaron huir hacia el bosque y empezaron a trepar por la colina. El carro, que los seguía de cerca, los alcanzó hasta casi tocarlos y los liquidó con las armas automáticas de a bordo. Los defensores de protección sufrieron la misma suerte y el tercer grupo fue borrado de los efectivos en tres o cuatro minutos. Diez o doce carros siguieron en camino rugiendo. Camino que había seguido una hora antes la compañía a pie. Estaban demasiado lejos para que pudiésemos alcanzarlos con seguridad. Aparecieron cinco más siguiendo la hondonada, directamente hacia la granja y hacia Lensen que estaba delante.

Lensen y su compañero tiraron a la vez contra su presa a veinte metros igualmente. Dos carros quedaron inmovilizados y las explosiones invadieron el valle con una onda sonora interminable. Un tercer carro pasó por delante y creí, por mi temblor, que se dirigía a mi grupo. Del grupo de Lensen partió un tercer disparo, que falló al monstruo y estuvo a punto de matarnos a nosotros. El proyectil del panzerfaust ululó un breve instante y volatilizó la edificación a cinco metros de mí y de mi compañero. Quedamos medio enterrados y sordos un momento. Los tres carros continuaban su ronda acribillando la granja. Su miopía les hacía pensar, sin duda, que la defensa venía de la casa. Otros dos T-34 aparecieron en el camino, lo dejaron y se dirigieron hacia el punto de resistencia defendido por Lensen. Todavía demasiado lejos para nosotros, pero mis cazadores dispararon, de todos modos. Smellens descargó su arma sobre un blanco móvil a ciento cincuenta metros. El proyectil siguió su trayectoria y falló por poco el último carro. La carga hueca dio en la nieve, rebotó y se perdió más lejos sin estallar. Conseguimos justamente hacernos localizar y uno de los tanques arremetió contra nosotros haciendo uso de todas sus armas.

Oí gritar a los camaradas. Entorpecidos, mis cazadores no pudieron apuntar bien al monstruo que se arrojó sobre los restos de la casa, patinó en ellos, convencido de aplastar nuestra resistencia con sus orugas. Desde el borde del hoyo, las oí chirriar y aquel ruido se añadió a los otros de una manera inolvidable.

El monstruo no insistió y volvió al camino y a su avance inicial.

Más abajo quedaba la lucha de David y Goliat, es decir el grupo de Lensen y cuatro gigantes de acero que escupían fuego. Tronó un último disparo del panzerfaust. El carro más próximo a la madriguera de Lensen giró sobre sí mismo y chocó con el que le seguía de cerca. En la confusión del humo y las llamas, gritos espantosos traspasaron el tumulto. Un T-34 pasaba sobre el hoyo de Lensen y de su camarada. El carro invirtió el sentido de sus orugas y niveló el lugar.

Así murió Lensen en aquel suelo de Prusia, donde había anhelado morir.

Para nosotros, el terror continuaba. Y si los carros abandonaban los lugares para proseguir su avance, nosotros sudábamos de terror presintiendo la llegada de las tropas a pie. Un miedo indecible nos hacía dirigir miradas de pánico a derecha y a izquierda. Cuando digo nosotros, hablo solamente del compañero que ocupaba el mismo atrincheramiento que yo y de mis dos cazadores que permanecían tan quietos como los tocones entre los cuales se habían refugiado.

¿Qué había sido de Lindberg y del sexto de mi grupo? Probablemente estaban aplastados bajo los escombros del edificio que el carro había desparramado. Por el momento, no pude hacer más deducción que esta. Sabía también que el grupo del camino estaba aniquilado y que el pobre Lensen había tenido un fin horrendo. ¿Dónde se agazapaban sus protectores? Quizá yacían, a su vez, entre las ruinas de la granja acribillada de impactos… Tanto los pensamientos como las deducciones corrían por mi mente enloquecida. Fundirse con el suelo gris claro de en torno, donde todas las prominencias destacaban en un oscuro muy contrastado, parecía difícil. La idea de huida precipitaba en mi mente multitud de posibilidades que rápidamente se mostraban irrealizables. Correr hasta el bosque de abetos de la izquierda representaba trescientos metros, casi a descubierto. Los popov me habrían visto antes de que hubiese recorrido la mitad del camino. Había el humo de los carros incendiados que flotaba sobre todo el decorado, pero aquel humo subía verticalmente y no difuminaba el terreno.

Me sentí, brusca y egoístamente, cogido en la trampa. Seguro de no salvarme. Tan seguro que, súbitamente, como un loco, agarré del brazo a mi compañero y le ordené que me disparase un tiro en la cabeza. El otro, que sufría la misma angustia, volvió hacia mí su rostro descompuesto.

—¡No! —murmuró—. No, nunca podría hacerlo. Pero mátame, si quieres, sí, mátame.

Dilema horrendo, grotesco de relatar. Nos quedamos cara a cara, mirándonos con una expresión maldita, despreciativa, henchida de rencor. Cada uno de nosotros hacía pesar en el otro la sucia responsabilidad del momento.

—Vamos a reventar aquí, sucio cochino —gruñí—. Dispárame, yo te lo mando.

—No, no, déjame, no puedo —lloriqueó él.

—Tienes miedo de quedarte solo, esto es todo.

—Sí, y tú también.

—Pero ¿no estás viendo que no hay otra solución?

Oímos el ruido de un combate. Venía del norte, es decir, de detrás de nosotros.

Pensé que los rusos habían alcanzado a la compañía y murmuré unas maldiciones.

El tumulto continuaba. Nos mirábamos uno a otro, inmóviles, callados. No cabía decir nada más. Todo había sido dicho ya hacía tiempo.

Después, mis dos cazadores se reunieron con nosotros. Lindberg tampoco había muerto. Surgió de las ruinas, arrastrando consigo a su camarada cuya cara estaba tumefacta. Nos juntamos todos en el mismo refugio. En aquel instante, uno de nosotros vio unos hombres que huían de los restos de la granja a saltos cautelosos y corrían hacia el bosque que había a ciento cincuenta metros a la izquierda del lugar donde nos hallábamos.

—Son los muchachos de protección de Lensen —dijo alguien—. Huyen hacia el bosque.

—Tenemos que ir también —suplicó Lindberg—. Los rusos están a punto de llegar.

—Es fácil decirlo —comprobé—. Pero mira la distancia a descubierto que hemos de recorrer. Los popov nos descubrirían enseguida.

Nadie podía refutar mi observación. Las miradas iban del bosque de abetos a la entrada de la aldea pasando por mí. Nunca me maldeciré bastante por no haber sabido, en aquel preciso instante, en aquel momento particular, indicar a otros hombres lo que conviene hacer en circunstancias semejantes. Por no haber tenido ese ardor de decisión, esa voluntad que persuade a los demás, y no haber tomado bajo mi responsabilidad el porvenir del grupo que me había sido confiado. Me quedé allí, inerte, incapaz de hacer resistir o escapar a quienes esperaban de mí una iniciativa cualquiera. La blasfemia que había proferido Lensen refiriéndose a mí, se abatía sobre el mando que se me había confiado y que yo no era capaz de ejercer.

Y era allí, a cien metros de la tumba heroica de Lensen, donde se manifestaba mi incapacidad. Era como un símbolo.

Me quedé quieto, afligido, agobiado por mil miserias de todas clases, llorando por dentro pesadas lágrimas de apuro.

Sentía que mis compañeros iban a tomar por sí mismos una decisión que yo no estaba en condiciones de imponerles con la autoridad de un jefe. ¿Así pues, no era más que un cobarde? ¿Acaso no era, de hecho, tan despreciable como Lindberg cuyo miedo demasiado ostensible nos había asqueado tantas veces? Ya no era la muerte lo que yo deseaba, maldecía mi existencia, mi existencia inconfesable. Aquella existencia que adquiría el aspecto de una sucesión de pesadillas.

En aquel momento crucial, fracasaba. Fracasaba en todo cuanto había esperado tanto de los hombres como para mí mismo.

Moviendo la cabeza como el borracho en el momento que el alcohol transforma su hilaridad en una tristeza desesperada, permanecía allí, inmóvil, vencido, aplastado por un pánico insuperable, deplorable. Y no podía hacer nada. Nunca me perdonaría aquel instante cuya realidad me impresionó en lo más íntimo de mí mismo.

Pasaban los minutos sin aportar ninguna variación a mi estado, minutos que habría sido necesario utilizar con rapidez y lúcidamente. El miedo seguía clavándome allí, en medio de cinco desesperados más dispuestos a la¹ peor locura. Mi mirada no buscaba ya el peligro exterior que iba a surgir. Estaba vuelta hacia mí, hacia dentro de mí, y no comprobaba más que mi apuro.

Hubo más ruidos de carros, chirridos y motores que rugían. Un temblor me invadió sin que pudiese apartarme de mi obsesión. Los otros se apretujaron entre sí, con el rostro convulso, a punto de ponerse a gritar.

Lindberg se puso de pie sin darse cuenta. Quería ver, quería ver lo que pasaría. Había perdido el fusil y ya no pensaba en defenderse. Una malsana observación se había grabado en la mente trastornada. Cayó de bruces en el borde del hoyo, agitado a su vez por un temblor irreprimible. Farfullaba y lloraba al mismo tiempo. Mi compañero del principio acababa de crispar los puños en los mangos de dos granadas. La muerte se acercaba a grandes pasos. Aquella vez sentí su presencia a través de un horrible escalofrío.

El cañón volvía a machacar desde todas partes. Las explosiones cercanas terminaron de destruir nuestro resto de lucidez. No estábamos en condiciones de comprender nada. El ruido de un vehículo muy próximo persistía. Los ladridos de las piezas ligeras persistían. Nuestras miradas inmóviles permanecían fijas en el camarada mudo de espanto. Incrédulos, nuestros oídos percibieron unas palabras. Se hablaba alemán detrás del edificio derrumbado, junto al vehículo que roncaba. Otros ruidos de carros taladraban el aire a través del tableteo de las armas automáticas. Permanecíamos allí, entumecidos, contraídos por un miedo demasiado intenso. Un hombre se asomó a nuestro hoyo. Un oficial. Un oficial alemán. Lo percibimos sin verlo.

Tal vez nos creyó muertos. Prosiguió su camino. Solamente dos minutos después, dos panzergrenadiers bajaron a nuestro hoyo. Los seguimos dócilmente.

Los contraataques alemanes continuaban como estaba previsto. Efectuados por dos regimientos blindados SS, acababan de coger a las unidades rojas por el flanco causándoles severas pérdidas. Incluso la aldea fue reconquistada por algunos días. Después, la retirada continuó.