Capítulo XV

RETORNO A UCRANIA. ÚLTIMA PRIMAVERA

Después de un viaje atropellado y precipitado, entramos otra vez en Ucrania, donde la tierra no ha absorbido aún totalmente el agua del deshielo. Espacios empantanados son franqueados después de unas horas de dificultad. No obstante, hace buen tiempo e incluso calor. Con frecuencia, trabajamos con el torso desnudo.

Durante el camino, nos llegan órdenes. Ya no vamos a Vinitza. Hemos de restablecer las comunicaciones, constantemente perturbadas por los partisanos, entre la retaguardia y el frente. Debemos igualmente aniquilar esas bandas. La guerra de los partisanos es efectivamente más virulenta que nunca y paraliza muy a menudo el aprovisionamiento harto precario de la s unidades empeñadas. La cabeza de puente de Vinitza debe resistir. Es de aquí de donde deberán partir las ofensivas destinadas a cortar la cuña ardiente que los rusos han hincado hasta Polonia delante de Lvov y restablecer el enlace con el Frente Norte que, al parecer, todavía resiste.

Nuestros destacamentos, apoyados por otras unidades deberán, pues, afrontar a los francotiradores en una lucha de emboscadas en la que la ventaja está en manos del que ha sorprendido al otro. La división es dispersada una vez más. La mayor parte combate al norte de Lvov y en la Rusia Blanca, en el sector Norte. Elementos desperdigados, como nosotros, combaten el frente interior en el límite de los sectores Centro y Sur antes de reunirse con ella algunas semanas más tarde. Nuestra zona de operaciones se extiende hasta Rumania pasando por Besarabia. Igual que en el pasado, seguimos siendo una unidad muy móvil, destinada a apoyar determinados puntos en estado de urgencia.

Desgraciadamente, nuestra movilidad depende de los vehículos poco apropiados que he descrito antes. Los abandonaremos sucesivamente a lo largo de nuestras incursiones jadeantes, para continuar a caballo o en bicicleta con neumáticos muchas veces rellenos de hierba. Los caballos y otros artefactos los requisamos a los miles de refugiados ucranianos, gitanos, colonos polacos y demás que huyen de la marea roja en una larga cohorte ininterrumpida. A veces se les agregan partisanos, fingiéndose campesinos que pretenden huir también de la horda bolchevique. Después, en un momento escogido, nos disparan a la espalda sembrando la confusión entre el conjunto de fugitivos. Estos movimientos están destinados a sacarnos de quicio y a provocar represalias que luego soliviantan a la población en éxodo contra los soldados alemanes. Todos los procedimientos son buenos.

A fines de mayo conseguimos cercar una importante banda rebelde en un sector boscoso donde se ha refugiado. Cuatrocientos individuos, aproximadamente. Tres compañías aprietan la tenaza sobre el enemigo francotirador poderosamente armado.

El aire está cargado de mil fragancias que exhala el bosque y nada parece justificar los acontecimientos guerreros que se avecinan. La mañana es espléndida. Pájaros y bichos de todas clases corren de rama en matorral y se apartan a nuestro paso.

Los hombres armados siempre hacen huir a los animales, incluso aquellos a los que llamamos feroces. Pero aquí los cazadores buscan otras piezas más peligrosas. Los pájaros que nos temen y huyen no pueden imaginarse que los amos del mundo, que parecen no tener que temer nada, han hecho nacer entre ellos adversarios de su talla que poseen el mismo grado de ferocidad. La Naturaleza está bien hecha. El rey de los animales, el hombre en este caso, crea su propia destrucción. ¡Es genial! Una selección natural, pero mal organizada, se encarga de derribar de vez en cuando nuestra corona.

Todos estamos desesperados. A pesar de la resignación que nos invade hace algún tiempo, llega el momento en que vuelven a asomar los miedosos, los cobardes, los que todavía esperan vivir. Las hojas vivas que nos acarician el rostro guarnecido de acero nos recuerdan que es bueno vivir. ¡Sobre todo con este buen tiempo! Para nosotros, ya no es el bautismo de fuego, casi es la rutina. Una rutina peligrosa en la que la medalla de los buenos servicios suele ser otorgada a título póstumo. A menudo hemos calculado sus inconvenientes. Hemos visto a los condecorados con sus ojos revueltos. No nos queda gran cosa por aprender en ese terreno. Incluso mantenemos una filosofía morbosa que puntuamos con risas forzadas y entrecortadas como el fuego de las spandau. Algunos han logrado convencerse. Como, de todos modos, no somos eternos, puesto que todo tiene un fin, poco importa la hora. Estos, los muy fuertes, caminan pensando en otra cosa. Los otros, los fuertes, cuidan de aplazar este momento y ponen unos ojos tan sombríos como la boca de sus armas. Los demás, es decir la mayoría, transpiran con un sudor malsano bajo sus guerreras sintéticas, hasta las botas, hasta las palmas de sus manos frías.

Aquellos tienen miedo. Un gran miedo que anula todas las convicciones y que la rutina no embota. Está en ellos antes de cada operación. Los minutos son largos, desmesurados, casi inmóviles. Se procura no pensar. Se consigue, pero el miedo subsiste como el día que ilumina los follajes que ya se ignoran.

El contacto con el enemigo le pondrá término. Los primeros tiros subirán el telón del drama que ocupará enteramente al animal humano. Lástima que los soldados tengan la facultad de reflexionar. Cuando caigan los primeros camaradas, la atmósfera se relajará y les haremos tan poco caso como a las ramas secas que crujen bajo nuestras pisadas.

El ayudante Sperlovski, que conduce nuestro grupo, nota numerosas huellas. Un intenso pisoteo y numerosos emplazamientos despejados revelan la presencia de un campamento de partisanos. ¡Cuidado con las minas!

Debemos, además de todo el resto, mirar dónde ponemos los pies. El sudor chorrea de nuestras sienes y atrae enjambres de moscas furiosas. Los matorrales y las ramas bajas ofrecen mil asideros a la instalación de los hilos de mando de los detonadores. Cada metro reclama una concentración mental desesperante. Pasa un avión en vuelo rasante y su zumbido nos crispa los nervios ante la idea de que puede provocar la explosión de todo el sector. Por fin una señal breve. El grupo echa cuerpo a tierra. En el extremo de un vago sendero se yergue un fortín de leños profundamente enterrado. En el otro extremo de nuestro dispositivo de cerco acaba de empezar el jaleo.

Sperlovslci designa a dos hombres para que vayan a arrojar dos paquetes de granadas contra el fortín. Son Ballers y Prinz. Prinz es uno de los compañeros de Lensen en el grupo de panzerfaust. Hoy, la operación no requiere cazadores de carro. Prinz se ha convertido en panzergrenadier y avanza, jadeante con su paquete mortal. Ballers, más muerto que vivo, se arrastra por el otro lado del sendero con un paquete idéntico. Todo el grupo sigue la progresión de los dos camaradas con una tensión que nos hace temblar.

¿Quiénes son Ballers y Prinz? Dos hombres que vienen de cualquier parte. ¿Son buenos? ¿Son malos? ¿Son censurables? ¿Dios está con ellos o los juzga…? No son más que dos hombres convertidos en camaradas en el seno de esta compañía de locos frenéticos, en dos hombres que evitaríamos conocer en la comodidad de una vida civil y apacible. Pero aquí, cada metro que ellos recorren acelera los latidos de nuestro corazón precipitándolos al ritmo del suyo. ¡Son de los nuestros! No pensamos más que en estos dos seres anónimos que, de pronto, adquieren más importancia a nuestros ojos que el más próximo familiar. Transmutación egoísta que quizá deja entrever, a través de ellos, lo que puede ocurrimos a nosotros. ¡Poco importan los móviles! ¡Que vivan, Dios mío! ¡Que vivan! Están lejos ya, lejos y quizá cerca de la muerte. El follaje los oculta a muchos de nosotros. ¡Yo los veo! Prinz se yergue de pronto y arroja su paquete contra el fortín. Después echa cuerpo a tierra otra vez.

El bosque entero sufre la violencia de la explosión. Su fragor repercute bajo la umbría de un modo interminable. Por los trozos de cielo que se perciben a través del follaje, vemos huir los pájaros como flechas. La carga de Prinz no ha caído suficientemente lejos. Ha hecho un gran cráter coronado de ramajes triturados a siete u ocho metros de la guarida de los partisanos.

Scheise —rezonga nuestro unteroffizier—. No se han acercado bastante.

—No hay nadie dentro —murmura alguien.

Luego he visto a Ballers surgir a su vez. Lo he visto correr hacia el fortín y he creído morir por él. Ha arrojado también su paquete de explosivos. Se ha echado al suelo y simultáneamente un relámpago ha doblado los árboles. El bosque ha gemido bajo su choque. Ya no quedaban pájaros. Sólo había nuestros uniformes mágicos que por mimetismo nos confundían con la Naturaleza. Ballers acababa de ponerse de pie, así confió Prinz un poco más adelantado. Sus siluetas se recortaban sobre el terreno revuelto. Detrás de ellos, todo lo que antes era visible del fortín había desaparecido.

—Por aquí, camaradas —gritó Ballers, orgulloso de su hazaña—. No había nadie dentro.

Nos alzamos para ir a su encuentro. Se reía nerviosamente. Una seca detonación silbó entre las hojas… Luego dos más. Prinz corrió hacia nosotros. Ballers no corría. Andaba con paso vacilante tendiendo una mano hacia nosotros… Se desplomó.

Una hora más tarde, cuatrocientos partisanos se defendían como demonios en el cerco que nosotros habíamos cerrado sobre ellos y que se estrechaba poco a poco. Tres compañías casi completas, es decir ochocientos o novecientos hombres, intentaban aniquilar el círculo de fuego que se defendía con una variedad de armas de todos los calibres, que representaban una potencia mordiente. Además, su posición estaba seriamente habilitada y todo acercamiento rozaba el suicidio.

Durante aquella breve hora, dos hombres de nuestro grupo habían pisado desgraciadamente ingenios explosivos. Y sus cadáveres despedazados quedaron colgados de las frondas de mayo. Sufríamos el fuego ininterrumpido de un emplazamiento de Maxim cuádruple, y emplazar una spandau entrañaba algunos riesgos. Intentamos cavar unos hoyos individuales, pero el terreno oponía a nuestros picos una red de raíces inextricables, transformando nuestra posición de ataque en una posición de defensa que hubiese sido difícil mantener si el enemigo intentaba una brecha.

Únicamente los morteros ligeros con su tiro casi vertical hacían mella en el bloqueo enemigo. Desgraciadamente, nuestros adversarios, agazapados en su posición bien habilitada, aguantaban nuestro tiro sin desmayo. En cambio, dos o tres obuses pesados —probablemente alemanes, caídos en sus manos— volcaban sobre nuestro cerco proyectiles que desarraigaban los árboles.

Los disparos de aquellas piezas permanecían invisibles y hacían problemático su aniquilamiento. Diez veces se lanzaron grupos al asalto de los terroristas organizados, y cada vez tuvieron que dar media vuelta dejando unos camaradas gritando en el humus del bosque. Más tarde supimos que Wesreidau había hecho lo imposible para obtener refuerzos motorizados y blindados. No había ningún blindado en los contornos, pues todos los que quedaban tenían demasiado que hacer con el frente que cedía. Tuvimos que prescindir de aquel apoyo.

Tras una hora de espera y de asaltos sin resultado, nuestro comandante, deprimido por no poder con aquella «plaga de nuestra retaguardia», decidió jugarse el todo por el todo. Con precaución, cambió de posición las tropas del cerco, y sólo dejó en su sitio algunos tiradores aislados destinados a hacer creer al enemigo que la tenaza cerrada sobre él se mantenía firme. Wesreidau dispuso así de quinientos hombres sobre un solo punto. No vaciló a lanzarlos de golpe sobre el sitio más vulnerable de la defensa adversa, es decir una trinchera en V ocupada por unos cuarenta individuos armados con una sola ametralladora y unos fusiles. A su voz de mando, los quinientos feldgrauen se pusieron en movimiento casi a la vez y atacaron con lanzagranadas la posición enemiga que, ante la avalancha, no pudo mantener correctamente su tiro.

Siete u ocho de los nuestros pagaron caro aquel esfuerzo, pero la acción fue tan magnífica que, por el momento, nadie prestó atención. Yo era de la segunda oleada, y seguían otras dos. Llegamos a la posición enemiga cuando el trabajo ya estaba hecho. Unos cuarenta partisanos habían intentado resistir. La lluvia de granadas aniquiló los dos tercios de ellos. Los otros, descompuestos, acabaron ante las bayonetas de los panzergrenadier que se habían infiltrado ya en el recinto enemigo. Nosotros les pisamos los talones. Detrás de nosotros venían los demás y se infiltraban en todas partes. Gritos espantosos llenaron la espesura que olía a pólvora, a chamusquina y a sangre. Vi a los popov enloquecidos surgir de su fortín de maderos y disparar a quemarropa sobre mis camaradas exaltados por la acción. Abrí fuego con los demás en la confusión general. Un ruso muy alto disparó tres veces contra mí sin tocarme y sin que yo hiciese nada por evitarle. Después se me echó encima gritando y blandiendo su fusil, con la culata al aire. Otros dos camaradas se me unieron y tiraron sobre el frenético. El cayó y se afanó en recargar su arma. No le dimos tiempo. Nuestras culatas se batieron diez o doce veces sobre el moribundo. Había expirado ya cuando aún seguíamos golpeándolo.

Más lejos, al pie de un blocao, se desarrollaba una lucha trágica. Alemanes y rusos se batían con una rabia inhumana. Algo hizo explosión en el barullo, proyectando feldgrauen y partisanos muertos unos encima de otros. Otros camaradas surgieron y se arrojaron en medio de los moribundos. Gritos e imprecaciones se elevaban entre las detonaciones secas. Instantáneamente, estuvimos entre ellos. Uno de los dos muchachos que me acompañaban se rompió el antebrazo con una barra de mina. Contra el muro de madera, los hombres se batían cuerpo a cuerpo a cuchilladas, a golpes, a coces, a pedradas. Un obergefreiter acababa de alcanzar en la cara a un ruso con la pala. Una herida inmunda había desfigurado el rostro del hombre que rodó por el suelo retorciéndose. Kellerman disparaba a breves ráfagas sobre los partisanos refugiados detrás de los dos obuses que tanto daño nos habían hecho. Muchos rusos huyeron, la mitad probablemente. Los que no pudieron huir formaron un importante santuario que los últimos fusilados vinieron a engrosar.

Recuperamos las armas, destruimos los obuses que no podíamos llevarnos, cogimos todas las reservas alimenticias y evacuamos el paraje no sin haber inhumado previamente a setenta de los nuestros. Numerosos heridos fueron retirados en angarillas de ramajes. La misma noche ocupamos un koljoz y nos bebimos todo lo que se nos puso por delante para olvidar la atroz jornada.

Ucrania de la gran primavera. Jornadas interminables en las que la luz del día prácticamente no desaparece nunca. Una noche luminosa cae a eso de las once para dejar paso a un día rosado a las tres de la madrugada. Tiempo ideal, brisa vivificadora antes del aplastante calor del verano. Desgraciadamente, aquí donde todo hace pensar en una paz idílica, el monstruo de la guerra, que por fin se ha quitado de encima los grandes fríos y el barro sucesivo, se siente libre de movimientos y redobla su violencia. El cielo azul, límpido, pertenece a la aviación soviética desmesuradamente engrosada. La desdichada Luftwaffe que, encima, ha quedado desguarnecida para defender las ciudades alemanas y asimismo para enfrentarse al nuevo problema del Frente del Oeste, efectúa más incursiones suicidas contra las fuerzas aéreas y terrestres pululantes. Sus escasas victorias hacen gala del mayor heroísmo. El cielo pertenece al enemigo, el frente pertenece al enemigo, las retaguardias del frente permanecen equilibradas entre dos supremacías, la nueva y la de los partisanos. Las patrullas se suceden, las salidas son casi cada vez escaramuzas. Cada colina, cada matorral, cada choza oculta su mina o su emboscada. No hay prácticamente vehículos a nuestra disposición, ni gasolina, ni piezas de recambio. También es defectuoso el aprovisionamiento. Los convoyes disparatados que todavía circulan bajo una sucesión de ataques aéreos ininterrumpidos no son para nosotros. Ruedan hacía el frente roto y desbaratado. Cuando llegan a él, sólo encuentran a sus destinatarios por pura casualidad. Las más de las veces, sus cargamentos se extravían entre las tropas hambrientas que se repliegan bajo un diluvio de fuego.

Por lo que se refiere a nosotros, nuestras tres compañías reciben de una manera totalmente aleatoria, la décima parte de lo necesario. Hemos de vivir a costa de la población indigente y más que reticente respecto a nosotros. El problema de la alimentación se hace alarmante. La primavera todavía no da más que escasos frutos. La caza es más peligrosa para nosotros que para los bichos.

Una aldea con un nombre nada interesante alberga lo que resta de nuestras tres compañías. Entre dos operaciones, los hombres duermen casi desnudos sobre la hierba tierna de la llanura. «Quien duerme, cena», reza cierto proverbio. Aquí es necesario que el proverbio se haga realidad.

Cuando la aviación merodea, todo el mundo se pone a resguardo y espera que los buitres se alejen. Luego ponemos de nuevo nuestros huesudos cuerpos al sol que ayuda a borrar las picaduras de los piojos de este invierno. Medio dormido, con los ojos entornados, cada uno escruta el infinito sin que parezca pensar en nada. ¿Para qué? Se diría que hemos roto con el pasado. Los recuerdos de la paz aparecen como fragmentos de libros leídos un día, y que flotan en la memoria de una manera bastante esfumada.

La guerra nos ha enseñado a saborear las cosas más nimias. Hoy, el sol sustituye al gulasch, la wurst, el mijo y el correo que ya no llega. Estamos aquí, tumbados, en esta tierra de Ucrania aparentemente calma y apacible.

Mañana quizá llegue el suministro. También habrá quizá gasolina y con qué reparar nuestros cacharros tambaleantes. Quizás incluso haya también correo, y quizá carta de Paula… Mañana, quizás habrá simplemente aún nosotros, la tierra, el cielo y el sol… ¿Para qué pensar?

Un día, a las doce, la radió difunde unos SOS procedentes de un puesto territorial situado en la frontera rumana. Se apela a nosotros para liberar a ese puesto cercado por una partida de partisanos.

Seguimos siendo a los ojos de la Wehrmacht un destacamento en reposo de una unidad motorizada. Por consiguiente, debemos trasladarnos sin cesar y actuar rápidamente en un radio de doscientos a doscientos cincuenta kilómetros. Cuesta poco decirlo. El puesto en cuestión se encuentra aproximadamente a ciento cincuenta kilómetros. Aquí hay cuatro camiones en mal estado, una camioneta civil, un sidecar y el steiner del comandante.

Wesreidau se tira de los pelos y suelta unos tacos.

Como máxima carga, podemos transportar ciento treinta y cinco hombres y reclaman quinientos. No hay bastante gasolina para la totalidad de vehículos, ni siquiera para la ida. Wesreidau decide tomar solamente tres camiones, su steiner y el sidecar del enlace. Yo formo parte de la expedición.

Con mucha prisa, embarco con cien camaradas para la misión SOS. Transportamos el máximo de armas automáticas para compensar la insuficiencia numérica de hombres. Dos spandau en batería erizan cada cabina de camión. Tememos más que nada a la aviación. Con toda la rapidez que permiten nuestros vehículos, corremos por los pésimos caminos rusos levantando una polvareda opaca. A cincuenta kilómetros de la salida, cruzamos en tromba un burgo que parece surgido de la prehistoria. Las gentes huyen a todo correr ante nuestro precipitado avance. Es verdad que vamos armados hasta los dientes y que un polvo oscuro nos cubre totalmente el rostro. Debemos de tener un aspecto poco tranquilizador. A la salida de la aldea, desperdigamos un grupo de habitantes atemorizados. Pasa el steiner, el primer camión aplasta a un perro, el segundo atropella a un cerdo negro que acaba de surgir de no sé dónde y que se mete debajo de las ruedas.

El tercer camión en el que me balanceo es testigo de la escena. Es demasiado tentador: un frenazo brusco, gritos de los aldeanos que siguen huyendo, berridos del cerdo herido que se retuerce al borde del camino. Cinco o seis landser saltan del vehículo y corren hacia el gorrino. Intentan matarlo. La bestia berrea de un modo espantoso y finalmente cinco o seis bayonetas se hunden en su cuerpo. El animal que agoniza lanzando unos gritos estridentes. Pernea aún y salpica a sus verdugos con su sangre cuando veinte cinturones y cuerdas de todas clases le atan las patas y lo cuelgan de la tabla trasera. Ochenta kilos de carne, más o menos…

Adelante a toda marcha. Hay que alcanzar a los demás. Abandonamos el poblacho con un arranque que hace aullar al mecanismo. El gorrino pronto queda cubierto a su vez de una capa de polvo que se mezcla con la sangre derramada. Esos detalles ya no nos afectan. Habrá cerdo para los supervivientes, esta noche. Sieg Heil!

Atravesamos una extraña comarca. Está formada por unas colinas lisas y negras. Recuerdan unos enormes cantos rodados. Unos árboles achaparrados crecen en este decorado sorprendente. Los cortes de terreno aparentes son negros igualmente y parecen duros como piedras. Siento no ser geólogo para definir la naturaleza del terreno que cruzamos en unos veinte kilómetros.

Apenas hemos salido de este paraje cuando avistamos un grupo de aviones. Uno de nuestros vigías afirma haber visto pasar la jauría entre las cimas de los árboles un poco a la izquierda. Los camiones se ponen a resguardo bajo el follaje por mayor precaución. Wesreidau escruta el cielo con los prismáticos, pero no ve nada. Es preferible esperar unos minutos. Los landser del tercer camión aprovechan este tiempo. El cerdo es descuartizado y sus tripas, sacadas a una velocidad récord, siembran la pista. La labor no ha finalizado aún del todo, cuando reanudamos la marcha. Los charcuteros improvisados prosiguen su tarea a bordo.

Algunos kilómetros más lejos, cuando atravesamos un decorado caótico, surgen dos aviones en vuelo rasante. A nuestros gritos, los conductores frenan. Ningún árbol suficientemente frondoso a nuestro alrededor. Tenemos una crispación de locura en el momento que los aviones pasan por encima de nosotros estrepitosamente. Algunos se mean en los pantalones. Levantamos la cabeza para ver alejarse a dos Messerschmitt 109-F, supervivientes de alguna escuadrilla. Nadie piensa en gritar «Viva la Luftwaffe». El pánico ha sido demasiado fuerte.

A eso de las cuatro nos acercamos a la zona de operaciones. Nuestros camiones siguen una pista que serpentea a través de un terreno montañoso. Vamos despacio. Pudieran tendernos emboscadas. El steiner de Wesreidau abre la marcha. Dos observadores encaramados en su capó tienen la mirada fija en el polvo de la carretera y en las alturas. No estamos demasiado tranquilos.

Pronto la pista domina un amplio valle. El convoy para y apaga los motores. Inmediatamente, un ruido lejano de ametralladora nos llega a los oídos. ¡No cabe duda, ya está armada! Allá lejos, más allá de la colina, puede distinguirse una especie de aldea. Distancia entre dos camiones: cien metros. Marcha moderada. Hombres fuera de las tablas. ¡Prudencia! Una vez más, ese calambre en el estómago.

¡Dios mío! ¿Cuándo seremos hombres?

Por supuesto, el enemigo tiene su servicio de información. Hemos sido localizados. El primer camión ve de repente el steiner del comandante dar marcha atrás violentamente desde un recodo. Se desvía a un lado al mismo tiempo que una explosión seca estalla en la pista, a diez metros del steiner.

Todo el mundo se apea. Los camiones se ponen a resguardo como mejor pueden. Un segundo pepinazo estalla en la carretera, cavando un hoyo y levantando una nube de polvo.

¡Mierda! Nos atizan a tiro hecho con cañones del 37. Una ráfaga de ametralladora deja como un colador la cabina del primer camión. Afortunadamente sus ocupantes la habían abandonado ya. El conductor debe de haber tenido un sudor frío.

El enemigo se agazapa en los desniveles del terreno y es difícil de localizar. Sin embargo, los hombres del steiner saben a qué atenerse sobre la pieza del 37, apenas oculta detrás de los árboles a la derecha del recodo. Los partisanos han tumbado un árbol al través de la carretera, justamente después del viraje. Es un milagro que no disparado en el momento que el steiner se ha presentado.

Dos morteros ligeros son emplazados y sus torpedos caen a un ritmo rápido sobre la posición de artillería enemiga que pronto es reducida al silencio.

—Son unos aficionados —murmura Wesreidau.

Una docena de ametralladoras han tomado posición y hacen delicada la situación de los tiradores partisanos pegados a la montaña. Nuestro grupo se desliza entre los matorrales y escala los primeros peñascos. Los morteros lanzan una granizada de proyectiles más amenazadora que destructiva sobre los puntos de donde parece venir la posición. Acabamos de descubrir un puesto enemigo. Son verdaderamente novatos de última hora que van a la caza del «fritz» para darse postín y merecer de la patria.

—¡Partida de imbéciles! —gruñen Prinz y Smellens, que están a mi lado—. ¡Venir a hacer «pum, pum» así, por gusto! ¡Ya verán lo que es bueno!

El grupo ataca el puesto con lanzagranadas. Las explosiones causan gran estruendo en este terreno encajonado. Después, la spandau de un camarada barre con su tiro, que se distingue por lo rápido que es, el borde de la emboscada enemiga. Dos granadas más y los aprendices de francotirador, que aún no han reaccionado, dan gritos de pánico. Un hombre salta del refugio e intenta una huida desesperada. Como no tiene ninguna posibilidad, es alcanzado por el tiro de la spandau que lo perfora seguramente una buena docena de veces.

—¡Qué imbécil! —grita Prinz—. ¡Hace falta ser imbécil! Da pena tumbar a tíos así. Ya podrían quedarse en casa, esperando que termine la guerra, Dios mío… En su lugar, no me haría de rogar, ¿verdad, Sajer?

¡Quedarse en casa! La idea gira en mi mente como un vapor alcohólico. En casa, esperando que termine la guerra,…

—¡Oh, sí! —contesté por fin a Prinz.

—Es verdad eso —prosiguió él—. Y nos vemos obligados a tumbarlos. Es asqueroso.

Gritos lastimeros se elevaban del atrincheramiento enemigo. A la izquierda, las spandau y los lanzagranadas trastornaban la tranquilidad de la hermosa primavera. Bruscamente, uno de los jovenzuelos, en un exceso de celo, sacó medio cuerpo del parapeto y nos distribuyó una rabiosa ráfaga de subfusil. Su tiro impreciso hirió, de todos modos, a uno de los nuestros de un balazo en la mano derecha, y a otro, sin duda por rebote, en el tobillo. El insensato quedó con el pecho lacerado por la spandau, mientras nuestro herido empezaba a arrugar el ceño en su rincón.

—¡Mierda de mierda! —gritó alguien—. ¿Vais a acabar con esa imbecilidad?

Asomaron dos siluetas, sin precipitación aparente, e intentaron la huida. La ametralladora los mandó a su vez a morder el polvo.

—Oye, tú —murmuró Smellens al ametrallador—, es una muchacha lo que acabas de expedir al Paraíso de José.

—¿Una muchacha? —repitió el otro—. ¿Estás seguro? Si las mujeres también se meten en esto, será el colmo.

Unos minutos más tarde, podíamos efectivamente contar seis cadáveres de partisanos caídos alrededor de la posición. Seis cadáveres de muchachos de nuestra edad y entre ellos, dos chicas bastante bonitas bañadas en sangre, rodeadas de un enjambre de moscas azules y verdes.

Echamos una ojeada asqueada a nuestras víctimas. ¿Por qué habían venido a cruzarse en nuestro camino de maldición? La barrera de principiantes quedó desmantelada rápidamente. El grupo despejó la carretera y siguió hacia la aldea al paso de los landser. Los vehículos seguían despacio atrás.

¿Había sido mal informado el enemigo? ¿Tuvo informes exagerados sobre nuestro corto efectivo? ¿Tuvo miedo? El caso es que soltó presa alrededor del puesto medio cercado para oponerse a nuestro avance.

El sol brillaba violentamente sobre la pequeña carretera polvorienta que encauzaba nuestros pasos. El grupo de cabeza acababa de tomar contacto con el enemigo refugiado en el cementerio del burgo. Uno de esos cementerios rusos, azul, blanco y dorado, que no inspiran ninguna tristeza. Hacía muy buen tiempo. La primavera de junio tocaba a su culminación: el verano. Parecía que se luchaba en broma. Cada voluta de humo que salía de las armas era arrastrada inmediatamente por una leve brisa. Seguramente nos habríamos contentado con un tiro de intercambio bastante flojo si nuestro comandante no hubiese juzgado la situación diferentemente. De hecho, no se trataba de dejar que el enemigo creyese que no estábamos en condiciones de atacarlo. Por esto, los lanzagranadas y los morteros ligeros descompusieron el cementerio. Dos grupos echaron de él a los partisanos y ocuparon los jardincillos fúnebres. Unos francotiradores estaban refugiados en la gran edificación de madera que sirve para ensilarlas cosechas. Un koljoz en miniatura. En la puerta, el enemigo acababa de inscribir la célebre máxima comunista: «Proletarios de todos los países, uníos…».

Las letras, pintadas apresuradamente, goteaban, dando un aspecto lacrimoso a las convicciones marxistas.

Para acabar más fácilmente con aquella fortaleza improvisada y poco robusta, se proporcionó para la spandau un cargador especial compuesto de balas explosivas e incendiarias.

Las primeras balas encendieron la cubierta de chamizo casi instantáneamente. El enemigo se defendía con subfusiles y ametralladoras y no escatimaba munición.

Una andanada de proyectiles de mortero hizo desplomarse la hoguera del techo dentro del edificio. En tales condiciones, los partisanos tuvieron que abandonar rápidamente la posición insostenible. A saltos, los dos grupos atacantes llegaron al koljoz y hostigaron a los fugitivos. Adosado a un montón de piedras, un anciano ruso muy barbudo nos dirigía toda clase de injurias. Su mano derecha descansaba sobre la cabeza de uno de sus compañeros muerto, tendido a su lado. También él estaba herido. Sus ropas estaban desgarradas y quemadas. Pasamos a tres metros de él. Los cañones de nuestras armas apuntados hacia él no le hicieron callar. Nos amenazó con su puño tendido. Todo el grupo lo vio, a través de la humareda y las llamas del cobertizo, que se iba consumiendo. A nadie se le ocurrió matarlo. Nos abrumó a maldiciones hasta que la edificación en llamas se derrumbó y lo sepultó. Un haz de chispas se elevó en el azul del cielo. La cabeza del grupo avanzaba ya por las calles de la aldea y disparaba contra todo lo que se movía.

Los últimos partisanos corrían hacia la carretera y la montaña. Hubo un momento que, en su huida, se encontraron directamente expuestos al fuego de nuestros grupos. Un tiro nutrido tumbó a unos veinte de ellos sobre la carretera polvorienta y entre los enebros.

La spandau con el cargador especial consiguió unos horribles impactos entre los fugitivos. Después, el fuego cesó. Los hombres del puesto salieron a su vez y se unieron a nosotros. Muchos estaban heridos. También tuvieron una docena de muertos. Se prestó asistencia activa a nuestros heridos, mientras nosotros hacíamos salir a los indígenas de sus casuchas. El fuego había prendido un poco en todas partes y se trataba de atajarlo.

Mujeres, hombres y niños se unieron a nosotros a la fuerza, refunfuñando. Hizo falta una hora para atajar el incendio. Después, todos, incluidos nosotros, arrastramos los cadáveres hacia un punto de reagrupamiento. Las mujeres gritaban y lloraban al descubrir entre las víctimas a sus maridos, a sus hijos o a unos amigos. Evidentemente, la mayor parte de los individuos que acabábamos de poner en fuga eran de aquel poblacho.

Pronto los llantos y los gemidos se trocaron en amenazas y en injurias. Nosotros recogíamos a nuestros heridos y a nuestros muertos con el mismo sentimiento callado establecido por la costumbre. Esta vez hacía un tiempo tan bueno que nada parecía realmente grave. Nuestros ojos, desengañados por tanta inquietud acumulada, ya no percibían lo trágico del momento.

La mirada de Halls permanecía fija en el majestuoso decorado de las montañas que bordeaban el horizonte mientras transportaba a un camarada con la guerrera teñida de manchas oscuras. Los pájaros reanimados volvían a revolotear en el azul del cielo apenas contrariado por algunas volutas de humo provenientes de los incendios medio apagados.

Para nosotros, combatientes del Este, aquella jovialidad de la Naturaleza disculpaba lo que ocurría. Después del barro y del frío, éramos como animales salvajes, gozosos del sol primaveral, tranquilizados por la idea de que el problema del albergue nocturno carecía ya de importancia.

Deplorábamos lo que acababa de ocurrir, que había perturbado aquella quietud tan apreciable.

Los campesinos rusos un salían de sil desesperación lacrimosa.

Insultos, que podían entenderse tan sólo por el tono, persistían en llover sobre nuestra filosofía del bienestar.

Alguien nos tiró una piedra que dio en la cara a uno de nuestros heridos. Indignados, dos landser se volvieron empuñando sus subfusiles.

—¡Fuera de aquí, cerdos, o vamos a pasaros por la perforadora!

Las injurias no remitían. Rostros, sobre todo femeninos, retorcidos de rabia, escupían y blasfemaban. Puños vengadores se alzaban. Bruscamente, en el cielo maravilloso aparecieron seis aviones rozándose las alas. Seis cazas soviéticos en busca de algún convoy, sin duda. Sintiéndose apoyados, los rusos gritaron «¡Hurra Stalin!» hacia el cielo. Nos señalaban con el dedo a los aviadores ciegos que continuaron su ronda.

Leímos en todos aquellos rostros un odio tan grande que tuvimos un escalofrío, a pesar de la bella primavera. Nos vinieron a la mente los camaradas de los puestos, torturados, mutilados, asesinados por unos hombres que se metían en un asunto que no les incumbía. Vimos de nuevo los muertos de los puestos de reservistas a lo largo de la retirada de aquel invierno. Los rostros partidos a hachazos para quitarles las dentaduras de oro. La espantosa agonía de los heridos atados con las caras hundidas en los vientres abiertos de unos camaradas muertos. Las partes viriles cortadas. La sección Ellers encontrada maniatada y desnuda a treinta y cinco grados bajo cero, con los pies metidos en el abrevadero de un prieka, formando un solo bloque de hielo. El rostro de los torturados bajo el sombrío cielo del invierno…

Con la boca seca, escuchábamos elevarse la rabia de aquellas familias que ahora pagaban lo que hubiesen podido evitar antes. Sólo esperábamos la orden de disparar sobre aquel rebaño despreciable. Las armas temblaban en las manos sucias y nerviosas de los compañeros más cercanos. Más lejos, otros no lograban dominar el estremecimiento de los músculos de sus caras. El trabajo había cesado y la cólera arreciaba como una tormenta.

Un hombre flaco y ágil se acercó a grandes pasos entre los dos grupos.

Reconocimos a Wesreidau. El oficial estaba blanco de furor. Se paró a cinco metros de los rusos y clavó en ellos una mirada tan terrible que se hizo el silencio.

Wesreidau había tenido ocasión de aprender el ruso a lo largo de su dilatada campaña. Les aconsejó que enterrasen a sus muertos observando el mismo silencio y el mismo respeto que él ordenaba a sus tropas. Tranquilizó a los aldeanos diciéndoles que la guerra pronto terminaría para ellos y les rogó que tuvieran paciencia y se mantuvieran al margen de la lucha. Les precisó con sinceridad que nunca había pensado que la guerra le conduciría a disparar contra paisanos armados excitados por la propaganda. Se excusó por lo que se había visto obligado a hacer. Después su voz se tornó dura como la muerte. Recalcó que no soportaría más ofensas, y que contaba con irse de allí con todos sus hombres vivos, aunque la aldea entera hubiese de responder de ello.

Las palabras de Wesreidau causaron el efecto de un bálsamo. Todo volvió a un orden inesperado e insospechado. Los muertos fueron inhumados, los llantos silenciosos.

Recuperamos en la reserva del puesto la gasolina indispensable para el regreso.

Los hombres que lo ocupaban nos regalaron algunas botellas que guardaban desde hacía unos meses. Y el convoy emprendió el camino de vuelta. Ocho camaradas heridos quedaron en el puesto donde los socorros llegarían el día siguiente. Seis faltaron a lista. La tierra de Ucrania los guardaría para siempre.

—Vamos menos estrechos que a la ida —observó alguien con campechanía fuera de lugar.

Los semblantes asintieron sin responder. Las miradas estaban fijas en la aldea que desaparecía en la polvareda levantada por los camiones. La bella primavera seguía floreciendo alrededor de nuestras jetas negras de polvo y guarnecidas de acero. Parecía imposible ya que pudiesen integrarse a ella. Una confusión inextricable vagaba en las conciencias. Los pensamientos, igual que las miradas, no lograban posarse en algo aparentemente definitivo, en algo tranquilizador. La salvación no parecía formar parte del convoy.

El polvo se arremolinaba y ocultaba la resplandeciente primavera.

Sólo había aquellos vehículos con su trágico cargamento en el que figuraba, colgado, el grotesco cadáver de un cerdo maculado de sangre y de moscas.

Los camiones traqueteaban por la estrecha carretera de montaña. Una angosta carretera ilógica, que parecía haber sido trazada por una cabra y convertida en sendero después. Salvaba las dificultades sin remediarlas, aupándose tan pronto sobre una prominencia toscamente empedrada como bordeando poco después un ribazo natural y umbroso. De vez en cuando, se extraviaba en el curso de un riachuelo inesperado o en un pantano provisional. Otras veces se ensanchaba en un desierto de polvo donde la sequía parecía ser eterna. Los camiones seguían despacio su curso, transportando su cargamento de soldados insólitos entre sus tablazones traqueteantes.

Y los rostros de mis camaradas erraban sin cesar sobre horizontes nuevos donde la mirada no tenía tiempo de fijarse, sobre aquella primavera demasiado grande y demasiado intensa que no toleraba ser olvidada para hacer la guerra. Las caras inexpresivas la contemplaban a la manera como el desventurado se extasía ante un escaparate de Navidad.

¡También a nosotros nos habría gustado que la guerra terminase! Soñábamos con ello como los enfermos incurables a quienes la visión de los primeros brotes embriaga y tienen un impulso de vida.

Pero la guerra no termina: solamente lo aparenta. Siempre hay alguien que la aviva con un pretexto cualquiera. Ese alguien tiene sus razones y quizá tanto en un bando como en el otro. Hoy, ha cruzado la carretera mientras subíamos esta larga cuesta. Nos ha visto, y se ha apresurado. Disponía de una docena de minutos para camuflar su trampa en uno de los numerosos baches de la carretera. Después se ha escondido y quizás ha esperado para ver. Tal vez ha visto el resplandor amarillo que ha desarticulado a nuestro vehículo de cabeza. Ha hecho un ruido enorme, como todos los demás. Y luego ha habido polvareda, fuego y humo. Mucho humo. Subía en penachos negruzcos hacia el cielo desesperadamente sonriente, y a la sombra de esos penachos seis hombres ensangrentados morían lentamente. El steiner había perdido su delantero y lo que quedaba estaba caído de costado.

Mientras tomábamos una posición defensiva, algunos camaradas sacaron a los moribundos de las llamas. Adosarnos a Wesreidau y a los otros cinco ocupantes del coche de mando al talud de tierra roja.

Dos de ellos habían muerto ya.

Otro tenía la pierna abierta en varios sitios por una chapa retorcida, su muslo parecía una milenrama. Wesreidau estaba acribillado de metralla. Múltiples fracturas parecían haberle destrozado el cuerpo. Todo lo que podía hacerse se hizo. Wesreidau tenía como amigos lo menos una compañía entera. Todo el mundo prestó su concurso. Conseguimos hacerle recobrar el conocimiento.

Contrariamente a todos los heridos que habíamos visto hasta entonces, nuestro capitán no tenía el rostro convulso por el dolor o las ansias de la muerte. Su rostro tumefacto hasta esbozó una sonrisa. Le creímos salvado. Con voz muy débil, nos habló de nuestra aventura colectiva. Reclamó nuestra unión ante lo que iba a suceder. Indicó uno de sus bolsillos del que el ayudante Sperlovski sacó un sobre, destinado sin duda a su familia. Luego transcurrieron unos cincuenta segundos durante los cuales vimos a nuestro jefe morir lentamente. Acostumbrados a aquel espectáculo no nos estremecimos. Hubo solamente un silencio terrible.

Dos hombres fueron salvados, de todos modos. Los cargamos con precaución en los últimos vehículos. El teniente Wollers tomó el mando e hizo enterrar decorosamente a nuestro venerado jefe. Los landser desfilaron uno a uno ante la tumba, y saludaron. Acabábamos de perder a aquel de quien dependía la suerte de la compañía. Nos sentimos abandonados.

Por la noche llegamos a la aldea olvidada donde los camaradas esperaban con ansiedad nuestro regreso. La noticia de la muerte de nuestro oficial causó estupor y consternación. Todos estábamos en peligro de muerte, pero la desaparición de Wesreidau parecía imposible. Como les parece imposible a los niños la vida sin sus padres.

Las otras muertes, las esperábamos, si me es permitido expresarme así, en tanto que nuestro jefe nadie podía admitir su ausencia.

La guardia, aquella noche, nos pareció más insegura.

Las tres compañías se sintieron más vulnerables que nunca. Hubo como una llamada de auxilio silenciosa.

¿De quién iba a depender en lo sucesivo el destino de la agrupación? ¿Qué oficial vendría como delegado?

Con las primeras luces del alba, después que nuestro mensaje por radio hubo llegado al Cuartel General, un DO-217 sobrevoló nuestro cobijo y soltó un mensaje fumígeno. Las tres compañías motorizadas debían trasladarse a toda prisa a un sector situado al norte, a una posición clave del frente.

Zafarrancho general, orden de destrucción de nuestras bases y de la aldea en gran parte. No debía quedar nada que pudiese ayudar o cobijar al enemigo. A falta de materia incendiaria, debimos limitarnos a quemar solamente los chamizos de las casas campesinas.

Después, las compañías motorizadas partieron a pie. Los cuatro vetustos camiones cargaron el material y la camioneta-radio y el sidecar los precedieron. Cada quince o veinte kilómetros, se pararán y nos esperarán. Llegaremos juntos o no llegaremos nunca. Las órdenes del Cuartel General carecen de sentido. Ignoran en qué estado se encuentran las unidades móviles pretendidamente en descanso. No podemos hacer otra cosa.

Lo más fastidioso es el problema de la comida. Hace mucho que no hemos tenido ningún suministro. La cocina, aquí, se hace magia. Los landser se han convertido en cazadores con trampa, en buscadores de nidos. Hacen experimentos culinarios con plantas que parecen ensalada. Largas incursiones los han conducido, a veces, a la captura de un caballo abandonado. Pero ochocientos hombres necesitan un aprovisionamiento importante, y cada día se plantea el mismo problema. Cada día el radiotelegrafista llama. Cada día, igual respuesta: «Aprovisionamiento en ruta, debería haber llegado». El correo militar también ha desaparecido; ni cartas, ni paquetes, nada.

A pesar del verano y del espléndido sol, que empieza a calentar demasiado, la situación se pone trágica.

El cerdo de ayer ha sido asado o hervido y devorado la misma noche con ciento cincuenta litros de agua caliente bautizada caldo de tocino.

Hoy salimos para el frente. La mirada brilla como la de los lobos hambrientos. Los estómagos están vacíos. Están vacías las tarteras. El horizonte está vacío de promesas. En nuestras pupilas abrillantadas por el hambre, se instalan ideas asesinas. El hambre es cosa extraña. Le sume a uno en un curioso estado. No es posible imaginar que se pueda morir de hambre. Hace muchísimo tiempo que estamos adiestrados a conformarnos con muy poco, con lo que sea. Nuestros estómagos agresivos han digerido cosas que bastarían para matar a un burgués en un mes. Ni una onza de grasa, ni barriga, ni papada. Los músculos alargados dibujan cuerpos como los de los desollados. Al mismo tiempo que el ayuno, se desarrolla la agudeza de nuestros sentidos. Nos parecemos a esos animales flacos y de mirada vivaz que se encuentran en el desierto. Harán falta días de marcha y de polvo para extinguir ese vigor de las pupilas. Por el momento, pese al hueco que se siente en el estómago, todo es posible aún. Haremos todos los kilómetros que hagan falta para aprovisionarnos. ¡Con todo, Rusia no es ningún desierto árido! Por aquí, la inmensa pradera parece fértil. Seguramente encontraremos algún poblado que pasar a saco.

Sperlovski y Lensen revisan el mapa. Se ven muchos nombres. Nada es grave, pues. Lo malo es que ese rectángulo de papel representa una región vasta como un cuarto de Francia. Y, entre dos aldeas, centenares de kilómetros de distancia aparentemente desiertos. El menor zigzag para ir de uno de los nombres señalados en el mapa al otro, representa días de marcha.

—Tranquilicémonos —clama Lensen, que no quiere dar su brazo a torcer—. Hay aldeas perdidas en la estepa que no están indicadas ahí. Además, hay los koljoses.

Después, tenemos orden de dirigirnos hacia el norte.

Es inútil tergiversar. De todos modos, ya no queda nada que comer aquí. Nuestra larga fila se pone en marcha. Kompanie, marsch!, marsch!

La pradera sin cultivos desfila bajo nuestros pasos a un ritmo desesperante de cuatro o cinco kilómetros por hora.

—Se puede hacer dinero con la agricultura por aquí —piensa en voz alta un campesino de Hannover.

Los parajes donde crece el trigo están cerca de las aldeas. Más allá, en espacios grandes como un departamento, no hay más que mala hierba, polvo gris o rojo, el bosque tupido y probablemente virgen en muchos sitios. Los espacios desmesurados se nos han hecho familiares. Para nosotros son, sobre todo, posibles campos de batalla. La reacción se producirá más tarde, para los que regresen. Se producirá en nuestras tierras de origen, con su asfixiante densidad donde el horizonte, al alcance de la mano, está lleno continuamente de construcciones burguesas de utilidad pública, de pedruscos apilados con estilos dudosos. Se producirá sobre todo cuando esos hombres, habituados a concebir una tierra de tamaño celeste, no sepan ya dónde apoyar las nalgas en hierba que siempre pertenece a alguien.

Para nosotros, de momento sólo hay el espacio sin límite donde levantan una nube de polvo multicolor que se posa sobre todo lo que se atreve a removerlo. Pertenecemos más a esta tierra que ella a nosotros. Dejando a un lado la guerra, nos produce un placer sin restricción. Una especie de plenitud cuya nostalgia nos perseguirá indefinidamente.

¡Si por lo menos tuviésemos algo que comer!

Tras la pausa de las once, reanudamos la marcha. Hemos ingerido como una purga la ensalada cocida de brotes de trigo preparada hace dos días. El mijo solamente hervido es guardado como último recurso. El calor es agobiante. Afortunadamente, nuestro yantar más que ligero no nos inclina a la somnolencia de la digestión.

Bebemos con cierta aprensión el agua que se ha calentado en las cantimploras. Los arroyos también están muy espaciados y las charcas pueden contagiar el paludismo, la fiebre tifoidea, la intoxicación en general, incluso el cólera. Para enardecerse, hay grupos que entonan cantos de marcha. Ein Heller uncí ein Batzen. Tanto la letra como la música se desperdigan en el viento leve que las difunde en el vacío. Pierden todo su valor. Ya no sorprenden a los camaradas que las han oído resonar entre los muros de las ciudades empavesadas.

Der Heller ward zu Wasser Der Batzen ward zu Wein

No importa, pues la elección ya está hecha. El vino está ausente y el agua ha de ser consumida con restricciones.

Heidi, Heido, Heida, Heidi, Heido, Heida, Heidi, Heido, Heida!

Ah, ah, ah, ah!

Kompanie, marsch, marsch, sigue marchando.

Ya no cantas más que para ti. Y tú ya sabes la canción.

Después cae la noche. Por cierto muy tarde. Cae sobre el vivaque y sobre la llanura por la que no nos parece haber avanzado. Cae sobre los rostros cubiertos de polvo, sobre los músculos doloridos. Los hombres derrengados duermen ya. Hay un silencio impresionante que parece venir del extremo del mundo.

Con el día se reanuda la marcha. Desde hace horas, la extensa ondulación que se prolonga hasta el horizonte sigue todavía a la misma distancia. Avanzamos por una llanura rocosa en la que el montículo más alto apenas alcanza la talla de un hombre. Bosquecillos como recuerdo haberlos visto en unas fotos de África salpican esa especie de desierto. Es curioso, esos árboles achaparrados parecen hechos más bien para vivir en altitud. En todas partes, ese polvo rojo que se arremolina. Parece proceder de un universo de ladrillos machacados. Hace un rato largo que hemos roto las filas de tres por fondo, formación reglamentaria de las tropas en marcha. Nos hemos inspirado en los partisanos. Nuestra marea, nuestro rebaño se ha extendido en grupos más o menos nutridos. Los hombres de cabeza no se juntan con él hasta que son alcanzados por los rezagados, quienes, sin forzar la andadura, se unen con los líderes fatigados. Pues el ritmo mengua.

Han cesado las conversaciones. Es mejor guardar el resuello y las fuerzas para poner un pie delante del otro. ¿Cuántos miles de pasos deberemos dar todavía? Las botas de color del universo polvoriento avanzan por la llanura rocosa que parece no llevar ya a ninguna parte. El viento ligero aporta el polvo rojo a nuestras greñas abundantes y enmarañadas. Contemplamos cosas que parecen eternamente inmóviles en el horizonte. El ritmo, el ruido, el viento, todo se hace monótono. De vez en cuando, un gorgoteo quejumbroso sube del hueco que conservamos a la altura del estómago.

Después de la pausa de las once, tras haber empezado la última provisión de mijo, sobreviene un incidente que perturba la monotonía de nuestra marcha. En el cielo añil aparecen dos bimotores que, afortunadamente, tenemos tiempo de ver con reconfortante adelanto. El horizonte es vasto, todo cuanto surge en el cielo puede percibirse cinco minutos antes de que se nos eche encima. Dispersión acostumbrada, formación antiaérea, algunos de nosotros van a morir… Son dos bombarderos ligeros, o aviones de reconocimiento bolcheviques. No hay engaño posible.

Los dos cacharros nos sobrevuelan a doscientos metros aproximadamente. El ronquido de sus motores desgarra la brisa y resuena hasta el fondo de nuestros estómagos que protestan.

Los popov aguantan el tiro de nuestras ametralladoras sin soltarnos nada encima. Describen un amplio círculo que seguimos con ojos angustiados. La segunda pasada será la buena.

No obstante, la segunda pasada no deja en su estela más que una nube de papeles blancos que revolotean y espejean sobre el azul del cielo.

Los aviones se alejan y algunos landser van a recoger las octavillas.

Alguien agita una docena de ellas, gritando:

—Iván no sabe que ya no nos queda nada para evacuar y nos manda papel para limpiarnos.

Nos enteramos de la prosa comunista. Soldados alemanes, estáis siendo traicionados… Rendíos a nuestras unidades que os rehabilitarán… La guerra está perdida para vosotros. Además, para elevarnos la moral, unas fotos malísimas de ruinas anónimas que pretenden ser ciudades alemanas arrasadas por las bombas. Y encima, unas fotos de risueños prisioneros alemanes. Al pie de cada una de ellas, un bonito texto:

Camaradas, el cautiverio temporal que sufrimos nada tiene que ver con las mentiras que nos habían contado sobre el mundo comunista. Hemos quedado agradablemente sorprendidos por la benevolencia de nuestros jefes de campo. Cuando pensamos que vosotros, desventurados camaradas, chapoteáis en los graben para preservar al mundo capitalista, no podemos menos que aconsejaros deponer las armas.

¡Y yo qué sé más!

Cerca, un muchacho que logró fugarse de Tomvos haciéndose el muerto, grita su cólera:

—¡Los muy canallas! ¡Cuando pienso que quizá soy el único superviviente de la fosa de Tomvos!

Asqueado, arroja al viento los trozos del papel que ha rasgado y vuelto a rasgar.

Se ha reanudado la marcha. Las octavillas siguen pasando de mano en mano. Las frases «guerra perdida», «traición», «ciudades arrasadas» giran en nuestras mentes como una ronda negra.

Sí, desde luego es la propaganda comunista. Basta ver al evadido de Tomvos para saber que mienten. Pero también hay las ciudades que todos los soldados de permiso han podido ver.

Y además, también hay nuestras retiradas sucesivas y dolorosas. Hay asimismo la carencia de transportes, de gasolina, de alimentos, de correo, de todo. ¿Estará perdida la guerra? ¡No, no, a pesar de todo no es posible!

Hay la llanura rusa bajo nuestras botas. La llanura rusa que nosotros pisamos. Entonces… Entonces… ¿Sigue siendo nuestra? ¿Acaso no nos está viendo solamente morir a fuego lento? No, no puede ser. Fuera las ideas negras, fuera, no es más que otro mal momento que pasar.

Mañana llegará el suministro. Mañana todo volverá al orden. ¿Mañana…, mañana?

Entonces, sacude la cabeza, landser. Aparta las ideas negras, Hoy brilla el sol, hombre…

Unos grupos inician con violencia un canto de marcha:

Auf der Heide blüht ein kleines Blümelein Und das heisst Erika. Heiss von hunderttausend kleisen Bienlein Wird umschwarmt Erika.

Es la segunda vez que Halls me despierta. A pesar de la fatiga que hace dormir rápidamente, es irritante sentirse arrancado a ese sueño de plomo.

—Te digo que se oyen cañonazos —insiste.

Escucho… Nada, solamente la noche estrellada y muy pálida.

—Déjame en paz, Halls, no me despiertes por nada, Dios mío. Mañana habrá que marchar otra vez. Y estoy reventado.

—Te digo que de vez en cuando se oyen cañonazos. Ya ves que otros individuos también están escuchando.

Vuelvo a escuchar… Nada, solamente el leve soplo del aire.

—Es posible, al fin y al cabo, ¿y qué? No es la primera vez que oyes cañonazos. Duerme, será mejor.

—No puedo dormir con la tripa vacía. Estoy hasta la coronilla, tengo que encontrar algo de comer.

—¡Y por eso impides que los demás durmamos!

Alguien se nos acerca. Es Schlesser, que está de guardia.

—¿Habéis oído, muchachos? Es el cañón.

—Es lo que trato de decirle a ese cabezota —exclama Halls designándome.

A pesar del sueño que me aplasta como si estuviese medio desmayado, me veo obligado a conceder un instante de atención a las palabras de mis compañeros.

—Sólo faltaría que nos sorprendiera aquí una penetración soviética —se inquieta Schlesser.

—¡Aviados estaríamos! —precisa Halls con voz ronca.

—De todos modos, podemos defendernos —dice alguien que se ha acercado.

—¿Defendernos? —prosigue Halls, de una manera espantosamente objetiva—. ¿Con qué? ¿Con siete u ochocientos soldados desnutridos y armados con armas ligeras? ¡Estás de broma! Ya no tenemos fuerzas ni para correr.

El último en llegar no bromeaba. Tenía veinte años, se llamaba Kellermann y poseía ya la lucidez de un hombre maduro, que le permitía juzgar la realidad del instante. Y aquella realidad descorría un velo de miedo que ponía al descubierto la angustia profundamente grabada en su rostro, cuyos rasgos endurecidos parecían incompatibles con sus veinte años recién cumplidos.

El viento trajo, efectivamente, un estruendo bastante lejano, apenas audible. Nos miramos. El ruido cesaba y luego se repetía para volver a cesar de nuevo.

—Salvas de artillería —opinó Schlesser.

Silencio en el grupo.

Yo lo oía, como todo el mundo, pero la fatiga me abrumaba hasta el punto que me daba la impresión de vivir una vida desdoblada. Confundía mi sueño con la realidad. Tenía la sensación de vivir en un sueño profundo y de soñar con un cañoneo perdido en el tiempo. Mis camaradas seguían conversando. Los escuché sin oírles. El feldwebel Sperlovski se había reunido con nosotros y hacía deducciones.

—Es lejos —decía—, muy lejos, pero es el frente, desde luego. Estaremos en él dentro de un día, un día y medio.

—Es decir una o dos horas en coche —añadió Halls. Sperlovski le miró.

—¿Tanta prisa tienes? Siento por ti que ya no seamos la pretendida unidad motorizada.

—No es eso lo que quiero decir —refunfuñó Halls—. Pienso en Iván, que debe de tener gasolina y carros. Si hace brecha, puede echársenos encima en el tiempo que acabo de decir.

Sperlovski se alejó sin añadir palabra. ¿Tenía derecho a estar desalentado, él, suboficial de la Gross Deutschland?

—Durmamos —propuso Kellermann—. No podemos hacer nada más.

—Bonita perspectiva —no pude menos de añadir—. Somos como el ganado en el matadero que espera el alba y la llegada de los matarifes que le dará muerte.

—¿Vamos a morir con la tripa vacía? —rugió Halls.

A pesar de la angustia y la incomodidad, no conciliamos el sueño hasta el amanecer. El amanecer, es decir lo que corresponde a media noche para los paisanos organizados.

Aquí, ni toque de corneta, ni un toque de silbato. La leve algarabía de los jefes de grupo bastaba para sacarnos de nuestro sueño plúmbeo, paradójicamente sensible. Según la ley de las tropas que suben a las líneas y se acercan a la zona de operaciones, la marcha de noche, o en el día gris, es preferible para evitar ser localizadas por el enemigo. La dócil Wehrmacht agonizante conservaba hasta al borde de la tumba un espíritu de conciencia profesional, y hacía levantar a sus soldados a la hora prevista para conducirlos disciplinadamente hacia los campos de gloria.

Las ordenanzas no precisaban que los soldados sin víveres podían evitarse tal o cual prueba. Las ordenanzas decían en todos los casos que todo lo que podía ser hecho todavía debía serlo con la máxima eficiencia. El reloj desgrana el tiempo para los pobres y los millonarios al igual que para los subalimentados.

Los uniformes ajados parecían grises en el día que apenas clareaba. Las siluetas familiares con las que me codeaba pronto haría dos años, avanzaban a mi lado con un ritmo que era el mío y el de toda una existencia patética que permanece grabada en mi mente de un modo indeleble. No tengo más que dejar a mi pensamiento sobre ese tema, para volver a ver con nitidez detalles fútiles. Se me aparecen perfiles a una luz difusa. La tela un poco ahuecada de los pantalones mal metidos en las botas. Los cinturones combados de carga. Los cascos colgados en algún sitio entre los arneses, que siempre chocan con otro objeto metálico. El sonido de ese choque, un ruido mate, sin resonancia, como una campana que estuviese velada. Olores, espaldas, espaldas de mil formas. Todas tienen una expresión. Hacen pliegues en sitios precisos. El anonimato del feldgrau crea particularidades para nosotros. No hay uno semejante. Ningún uniforme está tan especialmente estudiado como el uniforme alemán para hacer del hombre un soldado, absoluto, unificado, y no un paisano de soldado. Para la otra parte del mundo hay el soldado «boche», y nada le permite distinguir a un «boche» de otro. Para nosotros, la palabra camarada, que designa a un soldado idéntico a otro soldado, es superada. A través de la fórmula y del uniforme, el individualismo existe.

Esa espalda que está ahí, pintada del mismo color que millones de otras, no es la espalda de cualquiera. Es la de Schlesser, y allá, más arriba, a la derecha, está la de Soleta. Más cerca, es la de Lensen, con su casco. En su casco, que no tiene comparación con los cien o doscientos mil que han sido forjados en la misma serie. Después están Prinz y Halls, Lindberg, Kellermann, Frosch… Frosch puede distinguirse entre un millón. A través de la unificación, nuestra personalidad destaca, como debía destacar entre todos los hombres desnudos y unificados del principio del mundo.

Todos los cascos son del mismo tono gris verde, azul polvo mate, y, sin embargo, ninguno se mantiene el mismo tiempo en el mismo ángulo, ninguno tiene el mismo aire, ninguno se distingue del mismo modo que los demás. Sólo una cosa permanece casi indescriptible: la angustia comunicativa de los soldados disminuidos de todo, que cada paso acerca a un peligro no asimilable. Igualmente nuestra resignación y asimismo nuestro sordo y violento deseo de vivir.

Aparte esas tres cosas, todo el resto es estrictamente personal. Pero esto solamente permanece visible para nosotros. A los ojos de los demás, sólo somos un «boche» entre millones de «boches».

Los hemos visto, a quinientos metros. Pululaban alrededor de nuestros tres o cuatro vehículos que habían parado para esperarnos. Eran a lo menos diez mil. Diez mil hombres es una cosa pequeña en la llanura de Ucrania, pero también es muy importante. Sí, allí había diez o doce mil feldgrauen en un estado lastimoso que asaltaron nuestros míseros camiones, los registraron una y otra vez en busca de cualquier aprovisionamiento en medicinas o alimentos. Primero se abalanzaron sobre los vehículos con el sentimiento de vengarse del abandono en que se hallaban. Después, al percibir la miseria de las tropas que subían al frente, se sumieron en un sopor próximo al suicidio.

Los desventurados, procedentes de varios regimientos de Infantería, se replegaban guerreando hacía días ante un enemigo implacable que se burlaba de ellos y les diezmaba a voluntad cuando así le venía en gana. Iban a pie, harapientos, con el rostro lívido después de tantos sufrimientos, arrastrando nauseabundos heridos en angarillas de ramaje a la manera de los sioux.

Aquellos hombres, a los que demasiados sinsabores habían santificado, no combatían ya por ningún valor espiritual terrestre, sino con el instinto de los lobos rabiosos de hambre.

Oponerse a su única y última razón de vivir, ponía en peligro su propia vida. Aquellos hombres que no conocían ya ni enemigo ni amigo, estaban dispuestos a matar por la cuarta parte de lo necesario para una comida. Lo demostraron, desgraciadamente, algunos días más tarde, en una horrible etapa de la guerra de confusión. Los mártires del hambre pasaron por las armas a los habitantes de dos aldeas, para cosechar un botín que no impidió dejar una treintena de cadáveres feldgrauen muertos de agotamiento a las puertas de la frontera rumana.

La decepción que nos produjo encontrar tropas combatientes en un tal estado, fue igual a la que ellas tuvieron al comprobar nuestra indigencia.

—¿Adonde vais? —se burló un alto teniente descarnado que flotaba dentro de un uniforme heteróclito.

Se dirigía al teniente de nuestra sección, que ejercía el mando desde la muerte de Wesreidau. Nuestro jefe indicó la posición designada. Mencionó nombres, números, latitudes… El otro escuchaba, tambaleándose muy tieso, como esos árboles muertos que se cimbrean al impulso del viento.

—¿De qué habla usted? ¿Qué sector? ¿Qué cota? ¿Está usted soñando? Ya no queda nada, nada, ¿me oye? No hay más que toscas tumbas que la tempestad descompone.

El hombre que hablaba así llevaba aún en su guerrera chamuscada y sucia la medalla conmemorativa 1935 del nacionalsocialismo. Era alto, moreno. Un pesado paquete de granadas colgaba de su cinturón.

—Pero, camarada, no habla usted en serio —replicó nuestro teniente—. Está pasando un momento duro y pierde la cabeza. Padece hambre, nosotros también, vivimos de milagro.

El otro se acercó. Sus ojos tenían un brillo tan detestable, tan inquietante, que de buena gana lo hubiéramos abatido como a un animal dañino.

—¡Sí, tengo hambre! —rugió—. Hambre como los evangelios nunca han podido imaginar. Tengo hambre, tengo dolor, tengo miedo, hasta tal punto que deseo vengarme de toda la Humanidad. Tengo ganas de devorarlo a usted, leutnant. Y eso ocurrirá, leutnant… Ha habido casos de antropofagia en Stalingrado. Pronto los habrá aquí.

—¡Está usted loco! En el peor de los casos, se puede comer hierba, y además la Rusia ocupada aún posee reservas para la tropa. ¡Animo, Dios mío! Repliéguese. Nosotros les cubriremos.

El otro soltó un hipo, más que una carcajada.

—¡Nos cubriréis! ¡Podemos irnos tranquilos! Explíqueles eso a los hombres que ve usted ahí. Llevan cinco meses de guerra a cuestas y han perdido los cuatro quintos de sus camaradas, han esperado refuerzos, municiones, vitaminas, raciones, medicamentos. Han esperado mil veces, han sobrevivido mil veces. Ya no atienden a ninguna razón, leutnant. Pruebe a ver…

Tuvimos que cargar a cuestas parte del material que transportaban los vetustos vehículos, últimos vestigios de nuestras tres compañías motorizadas. Los heridos graves de la infantería derrotada ocuparon los camiones. Siguieron adelante y pasaron ante los ojos de los que se quedaban inmóviles en la pradera de Ucrania. Aquellos ojos veían alejarse los camiones, envidiando la suerte de los heridos que quizás iban a escapar a la opresión de aquella inmensidad.

Después, la tropa devastadora, en la que se mezclaban elementos de varias unidades, continuó su repliegue. Marcha vana y huera. Se tenía la impresión de pisar una inmensa alfombra circulante que se hurtaba a nuestros pies y nos dejaba siempre en el mismo sitio. ¿Cuántas horas, cuántos días, cuántas noches transcurrieron? Ya no tengo consciencia de ello. Los grupos se desperdigaron. Algunos se quedaban mucho tiempo en un sitio para dormir. Ninguna orden, ninguna amenaza conseguía hacerlos mover. Otros, en grupos reducidos, individuos duros o que quizá tenían aún algo que comer y podían aguantar, siguieron adelante. Y además, hubo suicidios, muchos suicidios. Hubo también dos aldeas saqueadas de todo lo comestible. Hubo matanzas. Se mató por un litro de leche de cabra, por unas patatas, por una libra de mijo.

Los lobos hambrientos y acosados no tienen tiempo de gastar saliva.

Hubo todavía hombres, entre los lobos. Hombres vestidos de feldgrau que murieron para conservar el contenido de una lata de conserva llena de leche agria, última reserva para dos niños de pecho antes de que la tempestad se calmase. Otros murieron igualmente a manos de sus hermanos de armas porque se sublevaron contra lo que el hambre había engendrado. Hubo también quienes fueron apaleados y muertos porque se creía que habían ocultado provisiones en el fondo de su macuto, y luego se vio que estaba vacío, con excepción de un austríaco que murió de una patada en el cráneo y que en el fondo de su macuto guardaba dos puñados de migajas de galletas vitaminadas, recogidas sin duda sacudiendo los sacos de suministro de algún envío abandonado hacía semanas. Se murió por poca cosa, por lo sublime de un día nutritivo perdido o ganado. Cuando todo fue consumido, hasta el más pequeño brote de los huertos, doce mil feldgrauen se fijaron en la aldea abandonada por sus moradores enloquecidos.

Unos «cadáveres» vagaban de un lado para otro contemplando la tragedia de los restos de su existencia. Doce mil feldgrauen contemplaron la indigencia, buscando una explicación del pasado para comprender mejor el futuro. Estuvieron así hasta un anochecer, hasta que tres o cuatro motorizados de las vanguardias rojas penetraron en la aldea y rociaron de metralla a los que no supieron hacer un movimiento para escapar.

Después, los motorizados dieron media vuelta, y los lobos enloquecidos se desperdigaron por la estepa.

Todo el mundo había huido. Los desesperados corrieron hacia el Oeste porque el Oeste los atraía sistemáticamente como el Norte atrae la saeta de una brújula. La estepa los había absorbido y esfumado. Sólo quedaban unos grupos reducidos que caminaban con obstinación hacia aquella frontera rumana tan próxima y siempre invisible. Yo iba en uno de aquellos grupos. Éramos nueve. Estábamos Halls y yo, siempre inseparables, Sperlovski, Frosch, Prinz, un tipo bastante mayor que debió de haber sido un funcionario incorruptible antes de la guerra, llamado Siemenleis, y tres húngaros con los cuales toda conversación era imposible, y que vestían también el feldgrau. ¿Eran voluntarios o alistados en las mismas condiciones que yo? Nadie lo sabía. El caso es que posaban sobre nosotros una mirada henchida de amargura y de reproches que daba a pensar que a sus ojos éramos los únicos responsables de la malandanza del Tercer Reich a la que ellos habían sido arrastrados. Se aferraban a nosotros como a la tabla de salvación que debía devolverlos con excusas a sus hogares lejanos.

Después hubo una sucesión de bosquecillos o un seto que reveo como en un sueño de borracho. Hubo después un prado, muy grande que nos propusimos cruzar. Había, en realidad, edificaciones en lo alto de un altozano. Habíamos decidido visitarlas, pues seguíamos en busca de comida.

A medio camino, el zumbido de un motor de aviación nos hizo levantar la vista hacia el cielo. Dos Jabo giraban en busca de alguna presa.

Siete de los nuestros se quedaron quietos en el vasto prado y se metamorfosearon con él. Dos echamos a correr, Frosch y yo.

Como animales acorralados, los camaradas no pensaron más que en sí mismos y no nos advirtieron a tiempo de nuestra inconsecuencia.

Nuestra insólita galopada no escapó a los dos aviadores bolcheviques que picaron sobre aquellos dos saltamontes verdes. Estábamos con la piel y los huesos, pero, de todos modos, a los ojos de los dos mujiks representábamos una importancia en la guerra, importancia que hacía falta reducir.

Cuando el ruido se agrandó suficientemente, nos echamos instintivamente en la hierba grasa. La metralla pasó por encima e hizo sus impactos lejos, delante. Levantando del verdor donde habíamos hundido nuestros rostros, vimos a aquellos dos marranos describir un bello arabesco en el cielo azul y negro del verano tormentoso. Jadeantes, emprendimos una carrera desesperada hasta que los buitres invadieron la atmósfera con su ruido creciente. Dos veces más, los Jabo acribillaron el suelo siempre veinte o treinta metros fuera de lugar. Para divertirse un rato, los dos zuavos se lanzaron una cuarta vez sobre los dos saltamontes estremecidos de pánico y empapados en sudor malsano. Alcanzamos, de milagro, una zanja providencial.

Oímos claramente, sin verlos, los disparos de cohetes bolcheviques. Dos setos ininterrumpidos de tierra erizaron los alrededores de la zanja. Nuestros compañeros nos creyeron muertos. Los aviones hicieron otra pasada y se alejaron, persuadidos de haber puesto término a nuestro deambular. Cuando surgimos de las volutas de polvo, los camaradas clamaron su contento y su sorpresa.

Encontramos, en la granja que los indígenas habían evacuado un cuarto de hora antes de nuestra llegada, un cubo lleno de patatas humeantes, abandonadas allí para nosotros. Proseguimos la marcha, atiborrándonos con aquella ganga. Dos días más tarde, después de haber reclamado en dos ocasiones patatas a unos popov encañonándoles con un subfusil en el vientre, encontramos un interminable convoy militar que se replegaba hacia Rumania. Fuimos irremisiblemente incorporados a él.

Después conocimos Rumania con sus habitantes aturdidos por el desarrollo de los acontecimientos. Estremecidos ante la trágica comprobación de la desbandada de su Ejército y ante la sobrecogedora descomposición de una Wehrmacht antaño tan representativa.

Se produjo el pánico civil. Los partisanos rumanos y otros, la aviación y sus apariciones cotidianas, los comandos de avituallamiento y las putas rumanas que se aglomeraban alrededor de las tropas en retirada hasta el punto de hacerles creer que Rumania estaba compuesta por una mayoría de prostitutas.

Treinta, cuarenta, hasta cincuenta kilómetros a pie por día. Un diluvio de sudor, un delirio de desengaño. Los pies doloridos, los pies descalzos que hollaban el polvo de las angostas carreteras serpenteantes, otra vez los stiefel, y después de nuevo los pies desnudos y ensangrentados. El gorgoteo de los estómagos vacíos. Los saqueos, las reestructuraciones de unidades… Un barullo insensato sobre el que se cernía la policía militar siempre fiel a sí misma y siempre en busca de una ejecución ejemplar. Mil cosas entrevistas y olvidadas. Un enorme y penoso viaje para nada. Rodeos, puntos insólitos, detalles aún visibles en la mente, pero sin valor alguno en la historia de la guerra. Nombres de países, nombres de aldeas, nombres de hombres y de mujeres, todo ello diluido en la huida alocada, perdida…

Un país conmovedor desfila ante los ojos de los hombres transformados en lobos. Y los lobos hambrientos sólo tienen afanes materiales. A través del desorden, destaca una anécdota. Destaca por su paroxismo de tragedia y todavía hoy permanece en mis ojos como el símbolo de la Humanidad insensata.

La escena se situó en plena montaña, cerca de Reghin una localidad, que acabábamos de atravesar y que entonces se llamaba algo así como Arlau o Erlau. Caminábamos a pie, grises de polvo y chorreantes de sudor. Habíamos escapado milagrosamente a varias reorganizaciones de grupos improvisados, y nuestro interminable y mísero convoy serpenteaba a través de una región montañosa que no se acababa nunca. El convoy se desperdigaba en grupos más o menos importantes de feldgrauen andrajosos, que empujaban en toda clase de carretas lo que debía constituir obligatoriamente el fondo material de nuestros grupos armados.

Aparecían los más inimaginables vehículos. Los que habían tenido la suerte de dar con una bicicleta, aún sin neumáticos, se destacaban orgullosamente del resto de los peatones y se adelantaban, arramblando antes que nosotros con todo lo que tenía aspecto más o menos comestible. La aviación enemiga nos dejaba en paz en aquellos lugares donde las cimas y los abismos impedían cualquier maniobra aérea. En cambio, los partisanos lo pasaban en grande, y libraban de vez en cuando combates a muerte con unos grupos antes organizados y que ahora luchaban con la mayor independencia, únicamente para salvar el pellejo.

En aquellos parajes, pues, había, entre otros muchos un grupo de hombres ataviados para la madre patria. Detrás de sus ojos brillantes, hundidos en unas órbitas profundas y oscurecidas, una idea les ayudaba a soportar la desorientación en que se hallaban.

Pensaban que si conseguían no morir aquí, la madre patria los acogería en su seno, los consolaría procurando hacerles olvidar la inimaginable prueba por fin terminada. Pensaban también que una vez en sus casas, la guerra finalizaría y que, en el peor de los casos, la reorganización impediría a quienquiera que fuese atentar contra la integridad alemana dentro de sus fronteras.

Pensaban deliberadamente en algo finalmente discutible, pero que debía conservarse sin restricción para justificar su calvario actual y no recurrir al suicidio como algunos habían hecho ya.

Esta era la idea a la que se aferraban los landser de ayer, las unidades de selección, los heroicos panzergrenadiers que habían arrostrado mil muertes para no vivir finalmente más que para una quimera. Había que vivir para esperar y esperar firmemente para vivir. Para poder vivir, había que marchar a toda costa y escapar al perseguidor rojo que presentíamos que nos pisaba los talones. También había que comer un poco. ¡Y ahí era nada!

El grupo en cuestión constaba de doce hombres con nombres familiares. Vuelvo a ver a Schlesser, a Frosch, al teniente Wollers, a Lensen, a Kellermann, etc., y también a Halls y a mí que un milagro de fraternidad callada insistía en mantener juntos. Halls, que había enflaquecido extrañamente, andaba con su corpachón huesudo por aquella carretera estrecha de montaña. Solía ir delante de mí y me daba cierta seguridad sentirme precedido por aquel coloso, entonces seriamente decrépito. Iba con el torso desnudo, y una cinta de balas para spandau cruzada sobre el pecho. De una bolsa de cuero que contenía su flaco haber y tres o cuatro granadas D, colgaba una guerrera bolchevique en previsión de los anocheceres fríos en aquella altitud. El pesado casco de acero parecía definitivamente soldado a su cabeza, y los piojos que todavía intentaban vagar por sus sucios cabellos debían de morir faltos de luz y aplastados por el metal.

Muchos soldados habían abandonado el pesado cubrecabeza, pero Halls pretendía que era la última cosa que aún lo identificaba con el Ejército alemán y que, en aquellas horas terribles, era necesario seguir siendo un soldado y no caer en la mendicidad. Por espíritu de solidaridad conservé el mío, colgado del cinturón.

Alguien, en cabeza del grupo, gritó que nos acercásemos. Nuestras doce cabezas escrutaron un barranco frondoso al que había ido a parar un vehículo pintado en camuflaje y con la inscripción «WH». Lensen se precipitó hacia abajo para verlo de más cerca.

—¡Cuidado con la trampa! —advirtió alguien.

El teniente Wollers se le unió. Nosotros retrocedimos, persuadidos de que los partisanos habían minado el cacharro volcado y que no tardaríamos en ver a nuestros dos compañeros volar por los aires. Pero unas palabras tranquilizadoras subieron del abismo.

—¡Menuda ganga! Mein Gott! Toda la intendencia ha venido a parar aquí.

No hizo falta más para que todos bajásemos corriendo a las milagrosas honduras.

—¡Fijaos! Chocolate, cigarrillos… y wurst.

—¡Dios mío! ¡Aquí hay tres botellas…!

—Cerrad el pico —gritó Schlesser—. Si no, todo el Ejército en desbandada vendrá a juntarse con nosotros en este agujero. Ya es un milagro que los que iban delante no hayan notado nada.

—¡Cuántas cosas buenas! —se enterneció Frosch—. Vamos a cogerlo todo y lo repartiremos por el camino. Daos prisa, muchachos.

Frosch y otro soldado cargaron todo lo que pudieron y volvieron a la carretera para estar al acecho. Miles de soldados seguían a poca distancia y era cuestión de llevárnoslo todo. Hacíamos una cosecha completa cuando nuestros dos vigías lanzaron un Achtung!

Nos metimos de un salto en los matorrales contiguos y oímos vagamente el ruido de una motocicleta. El ruido disminuyó y pareció que la moto giraba. Nos fuimos por el ribazo zarzoso, apretando nuestro cargamento de bendición. Teníamos el hábito de los repliegues repentinos y la experiencia nos había enseñado a confundirnos con el terreno cuando una mirada indiscreta se interesaba por nuestra existencia en suspenso. Oímos unos ladridos de suboficial y pensamos que nuestros dos compañeros acababan de topar con una patrulla militar. Quizá la propia gendarmería de campaña.

—Esos dos imbéciles se han hecho atrapar con las botellas debajo del brazo —murmuró Wollers.

—Larguémonos a toda velocidad —silbó Lensen—. Es un gendarme, he visto brillar su placa.

—¡Mierda! ¡En marcha, corriendo!

Fue el sálvese quien pueda. Nos desperdigamos en la Naturaleza propicia, corriendo como si Iván nos pisara los talones en pleno ataque. Nos reagrupamos a quinientos o seiscientos metros más lejos, ocultándonos detrás de una masa rocosa.

—Estoy harto de sudar por esos tíos —rugió Halls—. Si tienen la caradura de perseguirnos hasta aquí, yo me encargo de ellos.

—No hagas el tonto —se preocupó Lindberg—. No hagas el tonto… ¿Qué pueden hacernos?

—¡Vete a la porra! —rabió mi gran compañero—. De todas maneras, reventarás antes de volver a ver tu tierra. Iván te liquidará. Piensa más bien en Frosch y el otro que han caído en sus garras.

—Comed, si tenéis hambre —propuso Wollers—. Yo estoy harto de mandar, de sudar y de cagarme en los pantalones. ¡Comed! Si hay que reventar, vale más comerlo todo de una vez.

Como bestias acosadas, abrimos las latas de conservas y otras provisiones que tragamos con gran ruido de masticación.

—Hay que comerlo todo —advirtió Lensen—. Si nos hacemos trincar más lejos con víveres en el macuto que no sean de la distribución de ruta, nos acusarán con toda seguridad.

—Sí, hay que comerlo todo. No van a abrirnos la barriga para comprobar, aunque esos imbéciles de gendarmes son capaces de examinar nuestra mierda para saber de qué está compuesta.

Comimos durante una hora hasta tener ganas de vomitar. Cuando cayó la noche, nos atrevimos a volver a la pista por un atajo. Las botas de Lensen fueron las primeras que rechinaron en la carretera.

—Venid, la vía está libre.

Recorrimos trescientos o cuatrocientos metros y volvimos a pasar por delante del barranco donde habíamos encontrado con qué darnos un atracón que momentáneamente nos llenaba los hambrientos estómagos. No había alma viviente en los parajes. Recorrimos dos o tres kilómetros más, hasta que nos caímos de culo en la cuneta.

—Dios mío, eso no cabe —murmuró Schlesser—. Ya no estamos acostumbrados a tragar normalmente. Y esto es lo que pasa después.

—Dormiremos aquí —propuso un feldgrau—. Esto facilitará la digestión.

A eso de las dos de la madrugada, pasó un importante grupo en retirada y nos despertó.

—¡En marcha, gandules! —gritó un viejo feldwebel—. En marcha. Si no, Iván estará en Berlín antes que nosotros.

Reanudamos la marcha. Los muchachos habían recuperado muchas carretas con caballos y aprovechamos un trecho sus primitivos medios de locomoción. Con la aurora, llegamos a la entrada de un burgo que se alzaba en la ladera de la montaña. Algunos hombres se aseaban en una especie de lavadero con agua muy fría. Otros dormían junto a los muros o en las colinas. Más lejos, los había que seguían la marcha en retirada hacia la salvación, hacia el oeste, hacia la madre patria que los esperaba y de la que ellos ignoraban hasta qué punto podía estar agotada.

Y además había un árbol. Un árbol majestuoso en aquellos parajes perdidos del mundo. Un árbol cuyas ramas poderosas parecían sustentar el cielo. De sus ramas, colgaban dos sacos, dos espantajos que parecían vacíos. Giraban lentamente bajo la bóveda secular que dominaba la carretera y las cosas que una ligera brisa animaba aún. Vimos los dos rostros grises y exangües de los ahorcados y reconocimos los rasgos de nuestro pobre amigo Frosch y de su compañero.

—No te preocupes, Frosch —murmuró Halls—. Lo hemos tragado todo.

Lindberg se cubrió la cara y lloró. Yo logré con dificultades leer lo que habían garabateado en un cartel colgado al cuello supliciado de Frosch.

Más lejos, una docena de gendarmes con uniforme reglamentario estaban parados junto a un sidecar y un Volkswagen. Sus miradas se cruzaron con las nuestras.