Capítulo XIV

REPONIENDO FUERZAS EN POLONIA

La división había sido deshecha varias veces y sus pérdidas eran importantes. Con mucha frecuencia se sacaron de ella unidades que se estimaban completas para mandarlas a otras partes de refuerzo, en puntos donde hacían mucha falta. Cuando llegaban a destino, se caía en la cuenta de que faltaban los dos tercios del efectivo. No se podía hacer otra cosa que deplorarlo.

Aquel retorno a la calma nos fue muy saludable. Poco faltó para que fuese idílico, pero la estupidez de los acuartelamientos era demasiado deprimente. Los ejercicios que hubimos de soportar como novatos nos sumieron en una rabia que rozó la revuelta.

Tras un viaje de cuatrocientos kilómetros, nos hallamos esta vez realmente alejados del frente, en Polonia, a unos ochenta kilómetros de Lvov, a orillas del Dniester, El río, muy poco ancho en este paraje, discurre al pie de los Cárpatos. Sus aguas turbulentas corren entre minúsculos islotes cargados de nieve y de hielo. El agua está helada y quieta en grandes superficies y su corriente prosigue por debajo de un extraño ruido.

Cielo azul muy pálido, horizonte de ventisqueros de los que levantan el vuelo águilas, panorama sano y grandioso. La Galitzia Oriental nos ofrecerá durante dos meses su decorado deportivo que contrasta agradablemente con la Ucrania invernal, gris y oscura. La nieve también es densa aquí, y el frío punzante, pero los barracones de madera que se agrupan al borde del Dniester son limpios y están caldeados, por lo demás, con un sentido algo exagerado del ahorro. Pero no importa. Después de lo que acabamos de pasar, los diez o doce grados sobre cero que reinan dentro de estas cabañas nos permiten vivir en una atmósfera no soñolienta.

El campamento es vasto y organizado con el rigor prusiano de los Ejércitos en vísperas de la guerra. Algo así como ciento cincuenta construcciones de madera de una sola planta forman bloques que llevan una letra y un número. Un gran edificio de obra se alza en el bosque de abetos nevado. Sin duda forma parte de la aldea contigua al campamento y alberga la secretaría y a los oficiales principales. Material revisado y remozado, acabado de pintar y esmeradamente cuidado. Ante este orden y esta apariencia de abundancia, no puede creerse que Alemania haya llegado al límite de sus posibilidades. Aquí todo está organizado. Tras el desorden al que hemos sobrevivido, este registro por escrito de todo nos oprime como a animales enjaulados.

En el centro, se extiende una amplia explanada destinada a los ejercicios, donde los jóvenes reclutas aprenden el manejo de armas destinado a las revistas, pero de ninguna utilidad en el frente.

Esos muchachos parecen entregarse de buen talante a todas las maniobras. Algunos, como Halls, yo y muchos más, vuelven a encontrarse al cabo de año y medio en esta Polonia que nos vio manejar los explosivos por primera vez. Este recuerdo nos parece viejo de diez años. Se envejece pronto en tiempos de guerra. Nuestro talante un poco como de estar de vuelta, no se les escapaba a los nuevos incorporados que se ponen un poco más tiesos, como para decirnos que la guerra, ahora, es cosa de ellos. Magnífico entusiasmo de estos jóvenes colegiales transformados en feldgrauen por la ocasión.

Magnífico entusiasmo que flaqueará un poco, después de algunas noches pasadas en el lodo y al espectáculo del primer hospital de sangre. Todos hemos conocido esto. Muy pronto se darán cuenta de que la guerra no siempre aporta la misma exaltación que la explosión embriagadora de las granadas de yeso de los kriesgspiel de adiestramiento. Al cabo de tres semanas, su ímpetu bajará singularmente; su regimiento se hallará encuadrado por nuevas tropas inesperadas.

El Führer, que ya está agotando sus recursos, envía al tiro al blanco la mitad de la arrogante Polizei. Esos nuevos reclutas de edad honorable por fin van a pasarlas negras. La pinta de los policías obligados a arrastrarse por la mierda nos produce tanta gracia que nos hace olvidar nuestros tormentos. Los oficiales de Policía, que no poseen una gran competencia en la guerra, entregan sus agentes a los oficiales de la Wehrmacht quienes, no habiendo olvidado ciertas cabronadas, ahora se vengan. ¡Delicioso espectáculo! Mala suerte para esos cachorros que se verán obligados a compartir el gulash y el humor de esos imbéciles que harán todo lo posible para mantenerlos en una situación de inferioridad.

Para nosotros, tampoco nada va mejor. Tras un viaje largo y desagradable, hemos ocupado nuestros cuarteles. El viaje ha comenzado por una marcha a pie de cincuenta kilómetros por las pésimas pistas rusas cubiertas de escarcha pisoteada. Después, los camiones nos han transportado hasta una ciudad de aspecto oriental que se llama Mogilev. Desde aquí, dos trenes medio demolidos nos han llevado hasta Lvov, en Polonia, bordeando la supuesta frontera de Besarabia. Y más camiones hasta el campamento donde hemos recalado, cochambrosos y fatigados, ante la mirada recelosa de los oficiales instructores, orondos y en buen estado de salud.

Nos han concedido dos días de reposo antes de que los feld del campamento sancionen la menor negligencia de nuestra parte. A la primera revista, nuestros uniformes y capote, que, sin embargo, habíamos sacudido y cepillado concienzudamente, chocan a los instructores. Es verdad que nuestro equipo ha perdido el color y el aspecto originales. El feldgrau se ha vuelto gris amarillo desvaído. Sietes, agujeros, quemaduras, adornan siniestramente el conjunto. Los temibles stiefels están sin tacones, abarquillados, desteñidos. Todo ello basta para darnos el aspecto de pordioseros. Los instructores observan, detallan, buscan el punto flaco debido tan sólo a la negligencia. Las huellas del campo de batalla les resultan como bofetones humillantes a los que ellos no pueden replicar. Su uniforme irreprochable contrasta desfavorablemente con el de las tres compañías que están en posición de firmes. En realidad, son esos mequetrefes los que deberían rendirnos honores.

Lo sienten, y esto los pone nerviosos. Insisten en registrar los detalles por no perder totalmente la cara. Más lejos, las secciones de policías y de colegiales con uniforme camuflado se dirigen al baño de sudor cotidiano. Cantan alegremente en la clara mañana, en el aire seco y frío que activa la coloración de sus mejillas.

Das schónste auf der Welt ist mein Tirolerland.

El hermoso Tirol al que aluden no es, desgraciadamente, testigo de esta alegría un poco forzada. Por el momento, lo sustituyen las cimas majestuosas de los Cárpatos.

Los instructores, demasiado ocupados en su inspección, permanecen insensibles a esta poesía. Uno de ellos acaba de pararse en seco ante un gefreiter en el que los faldones del capote parecen encajes de Alençon. El stabsfeldwebel puede, por fin, desahogar su rencor bajo la mirada sarcástica de los peleones. Arriesgamos un disimulado y rígido vistazo hacia la derecha. Hacia el tipo acusado de negligencia. Las pupilas viajan hasta lo más profundo de sus órbitas para ver mejor quién sirve de pararrayos.

—¿Nombre? ¿Matrícula? —silabea el stabs levantando la cabeza.

Aunque no podemos verlo todo, podemos oírlo todo.

—Frosch. Herr Stabsfeldwebel —dice el acusado dando su número que nadie debe ignorar.

Frosch… Este nombre me recuerda algo. ¿Frosch? ¡Sí, claro! ¡El barracón, el día siguiente del paso del Dnieper! ¡El agua caliente! Un individuo de pinta absurda y de bondad angélica. ¡Frosch! La bofetada del feld

Frosch está ahí, en la compañía de la derecha, y bebe. Ese nombre, sin interés hace un momento, me golpea las sienes. ¿Qué le pueden reprochar a Frosch?

Esto es lo que le reprochan. Esto es lo que el riesgo de hacer «vista a la derecha» sin haber sido invitado a ello me ha permitido ver.

En la tercera fila, a diez o doce metros. Frosch está cuadrado oyendo las reprimendas. Mira al frente como prescriben las ordenanzas militares. El pesado casco de acero tapa en parte su cara chupada y bastante estúpida. Desgraciadamente bastante estúpida para que el stabsfeldwebel se sienta repentinamente en situación de superioridad frente al infante que, con seguridad, las ha visto ya de todos los colores. En las bocamangas de su capote harapiento, dos manazas coloradas de sabañones se incrustan en los pliegues de la sucia prenda. Este capote no tiene más que un botón. Frosch ha sujetado todos los ojales con trozos de alambre cuyos extremos, con Conmovedor sentido estético, están doblados, sin duda, para evidenciar su buena voluntad. ¡Ay! Frosch, por desgracia suya, ha cruzado un ojal superior con otro inferior, provocando un pliegue anormal y muy visible. Esta anomalía ha saltado a la vista del suboficial inspector, que no se deja escapar el pretexto. Entonces, inesperadamente, interviene el oficial de la compañía y señala al stabsfeldwebel las dificultades que ha sufrido el destacamento. El stabs se pone colorado ante la afrenta que le infiere ese superior a quien la inspección no incumbe.

—Su informe de aprovisionamiento precisa que tenían ustedes recambios para el vestuario, Herr Leutnant… Botones, precisamente.

El teniente no sabe qué contestar.

—Además, el gefreiter Frosch ni siquiera ha tomado la iniciativa de ponerlos dos ojales encarados, Herr Leutnant.

El silencio entre dos antagonistas es impresionante. El teniente mira a Frosch con mansedumbre. ¿No hubiera podido ese bribón evitar al cerdo de instructor la ocasión de armar un jaleo semejante? Pero el hecho está ahí, pese a su benevolencia el teniente no puede negarlo. Vuelve a su sitio con aire impasible. Un murmullo de malhumor se eleva de las compañías.

Stillgestanden! —vociferan los felds.

Veinte días de arresto para Frosch, pan duro y agua, faenas de todas clases, bromas gratuitas. Frosch no chista, sale de la fila y se une a la de los castigados. Está solo. La inspección se relaja. ¡Izquierda, mar…! Las compañías se ponen en movimiento para una ronda de una hora alrededor del campamento. Frosch sigue mirando ante sí. Está solo en la fila de los castigados, solo en la fila que simboliza la injusticia. Solo como ha debido estar siempre en la vida. Tal vez se ha acercado a sus camaradas, en el seno de la Wehrmacht. Pero ese acercamiento, las intransigencias militares se lo hacen pagar caro. Diez días después, cuando la unidad viste ropas nuevas, el castigado seguirá con sus andrajos. Frosch se ha convertido en un símbolo. No sabe odiar. Guarda su semblante estúpidamente conmovedor de bondad vulgar. Ofrece las orquídeas silvestres que crecen en los árboles contiguos al campamento y que él recoge durante sus faenas solitarias.

Más tarde, el veterano dirá de Frosch:

—Es tan humilde como Diógenes. Si no ha merecido la victoria, ha merecido el paraíso.

¡Sección, adelante…! ¡Cuerpo a tierra…! ¡De pie…! ¡Avance a saltos…! ¡Progresión…! ¡Cuerpo a tierra…! ¡De pie cara a mí…! La tierra helada y dura rasguña manos y rodillas.

Los bosquetes sin hojas, que yerguen sus matas negruzcas, acaban con los uniformes de los cuales se ve la trama.

Ejercicio con explosivo figurado. Los landser que han visto estallar los cohetes de los órganos de Stalin, se ríen de ello. Los landser, que se aplastaban tanto como la tierra de Ucrania, se apoyan en el codo con un aire medio burlón, medio exasperado. ¡Broncas! ¡Reprimendas! Castigos colectivos para la compañía, que deberá dar una vuelta entera arrastrándose por el campo. La tierra, que desfila lentamente a diez centímetros de los hombres que se arrastran, recibe andanadas de injurias murmuradas en voz baja. Los suboficiales instructores hacen bien su trabajo. Pasan corriendo a lo largo de la alfombra feldgrau que avanza como la marabunta amazónica.

Más lejos, Wesreidau, testigo de esta broma pesada, se agita y discute de firme con los oficiales responsables del campamento. Inútilmente, pues las órdenes salen de más arriba. El descuido de las tropas que vienen del frente debe cesar. Hay que recobrar la rigidez de las divisiones de los años 1940 y 1941 para conducir la guerra a ultranza.

Marchas con toda la impedimenta. Travesías de pueblos al paso y cantando. Esta demostración está destinada a demostrar nuestro ardor a los aldeanos que, efectivamente, nos saludan con un gesto al pasar. Los mocosos nos aclaman, las chicas nos sonríen. Ni un solo día de tranquilidad. También aprendemos a replegarnos a saltos sucesivos. Esto podrá servirnos siempre.

Cada cuatro días, cuartel libre desde las cinco de la tarde hasta las doce. Invadimos Nevorechy y Suelea, dos aldeas próximas al campamento en las que algún campesino puede hacernos entrar en su casa para ofrecernos de beber y, a veces, de comer. Los soldados se divierten precipitadamente con las muchachas poco esquivas. Estos escasos momentos de libertad aprovechada al máximo nos hacen olvidar lo demás.

La mañana siguiente empezamos de nuevo eso que los alemanes llaman «coger el tranquillo», con una buena voluntad como para desacreditar todas las obras de beneficencia. A pesar del enojo que nos produce, nos doblegamos a ello con la idea que tal vez sea necesario. Todavía damos confianza a las directrices superiores. Esta práctica quizá nos ayude a terminar la guerra más pronto.

¿Candor ingenuo? ¿Confianza en el arte militar? Bravo soldado alemán, los que te juzguen más adelante, ¿te lo tendrán en cuenta? No serás más que un simple bandido, como se dirá para explicarlo todo. Y, sin embargo, sólo por eso, habrías merecido la victoria…

Por fin recibimos uniformes nuevos. Algunos son diferentes de los que siempre hemos tenido. Se componen de un chaquetón semejante al que ahora puede verse en el Ejército francés. El pantalón está metido en unas pequeñas polainas de gruesa lona, lo que le da un aspecto de pantalón de golf ridículo. Son, sobre todo, los recién incorporados de enfrente los que los heredan. Para nosotros, unidad de élite Gross Deutschland, el corte permanece el mismo. Incluso nos dan botas nuevas. Somos unos verdaderos privilegiados.

En cambio, la tela es extraña. Es mucho más seca y hace pensar en un cartón tratado especialmente para que sea flexible. Las nuevas stiefels tampoco tienen el mismo aspecto. Son de un cuero de cuarta calidad, rígido y rugoso. Una vulgar costra que ya no forma arrugas normales a la altura del tobillo, sino más bien roturas. La ropa interior es de lo más horrendo. Hecha de una fibra que sólo se sostiene por los dobladillos. Parece como si el más leve rasguño haya de desintegrar totalmente la prenda. Los strümpfe (calcetines) tan apreciados, tienen también un aspecto extrañamente sintético.

—Si es así —comprueba Halls—, prefiero mis calcetines rusos.

En realidad, serán más resistentes que los anteriores, pero también mucho menos calientes. Ya están fabricados con los primeros nylones, desconocidos en aquella época.

Volcamos el betún sin tasa sobre nuestras botas para hacer que pierdan su aspecto de cartón piedra. Los landser, a pesar del uniforme ersatz, se sienten más en forma que con sus viejos capotes raídos y cochambrosos. Es bueno para nosotros y también para el ocupado que, al ver esos soldados remozados, no duda ya de las posibilidades de la Wehrmacht, ni de nuestro ardor.

Halls, con su bonito traje nuevo, ha vuelto a enamorarse. Esta vez, es una joven polaca rubia y muy mona. En él, esto es enfermizo, siempre tiene que estar enamorado. Cada sector de reposo le ha quitado un pedazo de corazón. El muy bribón ha encontrado el modo de coquetear durante las breves horas de cuartel libre. Continuamente tenemos discusiones con este motivo.

—Nos estás chinchando con esa mujer —protesta Lensen—. Haz lo que todo el mundo y acaba de una vez.

Lindberg se ríe a carcajadas. Se acuerda de la última salida, con Lensen, Pferham y Solma. Los cuatro compadres asediaron a una polaca cuarentona en un granero.

El barracón entero se ríe.

—Una marrana —puntualiza Halls—. Nada más que una marrana vuestra polaca. Ninguna poesía, sois unos cerdos.

Las risas hacen temblar las tablas del barracón. Pferham, el pastor, se ríe, porque no puede hacer otra cosa, pero de todos modos, con cierto cohibimiento. Las historias arrecian.

Yo no tengo ninguna aventura especial que contar. Cierto que hice cosquillas a una o dos polacas, pero la cosa no pasó de ahí. Es verdad que estoy enamorado de Paula y que le escribo frecuentemente. Espero, por encima de todo, tener un permiso. Pero hay más. Experimento una especie de malestar. Una especie de repulsión. En cuanto un cuerpo se desnuda, temo ver tripas que surgen de él. Las escenas de la guerra me vuelven a la memoria. Todos esos cuerpos que se vacían fumando y desprendiendo un olor nauseabundo no son más que vulgares tripas. A fin de cuentas, prefiero el amor platónico de mi correspondencia. Paula todavía significa a mis ojos algo distinto. Algo delicado y delicioso que no va a destriparse. Por lo menos, procuro no pensarlo.

Y he aquí que, al cabo de unos días, me sucede un caso que hará reír a los demás a mis expensas.

Estamos de paseo en Suelea. Hiela muy poco y hace un tiempo espléndido. Los ánimos están dispuestos a la juerga, pero asimismo a mejorar el condumio. Las raciones de la Wehrmacht son tan reducidas que salimos de los refectorios con un hambre incontestable. Los campesinos no se niegan a cedernos algunas vituallas a cambio de los marcos que la Rentenbank parece imprimir más allá de sus reservas de oro. Efectivamente, hemos recibido marcos en complemento de los haberes, así como unos tíquets especiales para las tropas, de ocupación. Los huevos son lo más fácil de obtener. En Suelea, nos repartimos la tarea. Somos tres. Hoth, Schlesser y yo. Hemos dejado a Halls en Nevotorechy con su polaca. Nevotorechy está al lado del campamento y los soldados han arramblado ya con todo lo que había allí. Por esto hemos decidido ir a cinco kilómetros más lejos, a Suelea, situado igualmente a orillas del Dniester. Cada uno se encamina por los alrededores en busca de las granjas cuya situación conoce toda la compañía.

No tardo en seguir un camino metido entre dos taludes formados por la nieve arrojada sobre unos matorrales que la retienen. El camino desciende y abajo hay una charca helada donde unos patos amarillos y rosados picotean esperando reanimar a su elemento favorito que se ha solidificado incomprensiblemente. Tuerzo a la derecha. Hay dos pilares bajos en lo que me parece ser un majuelo sin hojas. Frente al portal, un inmenso montón de leña que casi oculta la baja casa cubierta de chamizo. A la izquierda, casi adosadas al río, unas barracas estrafalarias de madera sin desbastar, sirven probablemente de cuadras y de graneros.

Decorado increíblemente rústico, pero con adornos de buen estilo. Aquí, interviene otra preocupación, incluso en el decorado más tosco.

Me acerco a la pequeña granja, cuando aparece una mujer mofletuda, ataviada como en la Edad Media. Viene de una de las cuadras, por la izquierda. Nos sonreímos mutuamente. Ella chapurrea una frase ininteligible.

Guten Tag, Frau. Ei, bitte. —No creo que ella comprenda el francés, pero estoy seguro de que conoce la palabra huevo en alemán—. Ei… Ei… bitte.

Se acerca, siempre sonriente y afable. Habla y hace unos gestos que no entiendo. Me conformo con responder a su sonrisa. Me hace una seña indicándome que la siga. Obedezco y me dirijo con ella hacia una escalera de mano. Coge un escalón y se aferra a él vigorosamente, dándome a entender que debo sujetar la escalera.

La campesina trepa por ella sin dejar de chapurrear y de reírse a carcajadas. Mi mirada se eleva naturalmente para seguir su ascensión hacia un granero sin pared, colmado de heno.

Y mi mirada estupefacta topa con los interiores algo sucios de la polaca. La polaca, que se da cuenta de que la observo, se para por fin en la falsa ventana de su granero, se vuelve y me hace una seña para que yo suba a mi vez. Me siento bastante cohibido. Habituado a atacar, trepo por la escalera como si fuera un muro de asalto ante los ladrillos de un unteroffizier. Y heme aquí hecho un ovillo bajo el montón de heno con la polaca de las nalgas de medio metro cúbico, que se ríe y cloquea como una gallina que fuese a poner. Mi fusil se engancha por todas partes y una vez más parezco estar reptando dentro de un graben. Hay gallinas en todas partes en el henil. La polaca las echa y recoge mucho huevos. Se vuelve hacia mí, siempre risueña, mostrándome los dientes un poco espaciados, pero de una blancura resplandeciente. Se acerca para darme los huevos calientes que acaba de coger, en cierto modo, para mí.

Siento que su aliento y el calor de su cuerpo me asaltan. La picarona hunde sus manos con los huevos en las profundidades de los bolsillos de mí guerrera. Siento el contacto de sus dedos en mis caderas y abro mucho los ojos esperando la orden de marchar rápidamente. La orden no llega y los dedos impíos del enemigo soban mi carne al través del forro de los bolsillos y del pantalón.

—¡No me faltaba más que eso! Danke schon…, danke schon! —exclamo intentando volver sobre mis pasos, a riesgo de pasar por un desertor.

Pero la polaca voluptuosa se ha acercado a mí y todo me hace suponer un cuerpo a cuerpo. Ella sonríe beatamente y abre mucho los ojos apasionados.

Mein Gott! Espero oírle lanzar un Hurte pobieda. Me quedan dos soluciones, retroceder más y romperme la crisma abajo o contraatacar y arrollar al adversario en el heno.

Demasiado tarde, mis decisiones tardías ya no me sirven de ayuda. La bella, que me lleva a lo menos diez kilos, me ha abrazado súbitamente y, con una llave certera, me empuja a su izquierda, haciéndome perder el equilibrio. Llevo, además, una tortilla en cada bolsillo, y no puedo hacer uso de mi arma, pues la llevo en bandolera, a mi espalda.

¡Maldición! Si el Führer me viera, yo sería expulsado para siempre de la Gross Deutschland y enviado a uno de los batallones de marcha de la Brandenburg… El delicioso recuerdo de Paula me ofrecía una comparación demasiado absurda. Con un brusco empellón, me desprendo por fin de esa hembra en celo, que se excita por sí sola. Su rostro algo porcino, que quizá tenía un encanto un poco antes, ahora tiene la expresión de los bóvidos que se aparean. Me pongo de pie y vuelvo mis bolsillos llenos de una mermelada blanca y amarilla. La moza se ha recobrado e intenta reír, temiendo lo peor por su audacia excesiva. En un abrir y cerrar de ojos estoy abajo y hago unos gestos explicativos a la polaca para que me traiga algo con que lavarme la guerrera nueva. Si las manchas persisten, tendré bastantes pegas. Intento adoptar una expresión irritada, pero lo que acaba de ocurrirme me sitúa incontestablemente en un estado de inferioridad y el rubor me sube a las mejillas.

La polaca, medio sonriente, medio inquieta, me hace seguirla hasta la casa. Cruzamos una puerta que se abre hacia fuera y hay que bajar unos escalones para llegar a otra puerta que se abre hacia dentro. La casa está, en efecto, a ochenta centímetros bajo el nivel del suelo. Hay una larga estancia baja y oscura. Apenas alumbrada por una sola ventana que pudiera servir de tronera y cuyos cristales amarillentos sólo dejan pasar una luz tenue. Los rescoldos de un fuego arrojan unos resplandores intermitentes sobre el rústico decorado. La casa está dividida en dos por unas pesadas piezas de madera con claraboya. A un lado viven las personas; y en el otro, el ganado, lo cual explica el olor fétido que se mete en la nariz al entrar y que proviene de uno o dos cerdos que engordan en la pieza contigua. Adosados al tabique con claraboya que separa el establo de la pieza principal, unos grandes y anchos bancos deben de hacer las veces de lecho, y ofrecen su hospitalidad de paja. Una vieja se ha vuelto hacia nosotros. Sonríe con la indiferencia de la esfinge. Para ella, no sé siquiera si la palabra «alemán» existe. Dos chiquillos juegan en el montón de leña que hay en el centro de la habitación. La polaca me trae agua en una medida de madera muy fina en la cual los rusos miden el mijo vendido al detalle. Me veo obligado a quitarme la guerrera y a revelar así mi miseria: un jersey burdeos que mi madre me había enviado el año pasado, y cuyas mangas son casi inexistentes a partir del codo y cuya cintura está deshilachada al máximo.

Me dispongo a ponerme a lavar cuando la polaca me quita la guerrera de las manos. Frota la mancha con una piedra pulida y una especie de tapón de paja rígida. Con una gentileza que le hace perdonar su arrebato de antes, me devuelve la prenda, otra vez limpia. No me atrevo a sonreírle por temor de desencadenar otra vez su furor amoroso. Pero ella parece haberlo olvidado ya todo. Curiosas gentes primitivas para las que todo está en el momento presente y que parecen no preocuparse del pasado ni del porvenir. No me queda más que despedirme. Saludo reglamentariamente tendiendo el brazo.

Mientras la vieja centenaria me dirige una sonrisa que parece haber visto pasar milenios, la mofletuda polaca hurga entre un montón de botes apilados en pirámide sobre una mesa estilo banco de carpintero. Coge un huevo y me lo ofrece.

Acepto el obsequio, sin saber qué cara poner. Embarazado y poniéndome colorado, pues el huevo me recuerda el granero de hace un rato, busco en mis bolsillos los pfennigs correspondientes. La mujer me hace seña de que es inútil. Me siento avergonzado y me voy a reculones multiplicando mis danke schon con la cabeza.

He dado ya unos cuantos pasos fuera, cuando la puerta vuelve a abrirse. La polaca me llama y me tiende mi fusil que distraídamente he dejado apoyado en la gran mesa. ¡Qué emoción! Recobro mi arma y doy gracias otra vez. Me siento ridículo y nervioso. Intento atiesar mi porte y darle un aspecto más marcial para compensar todo lo que acaba de sucederme y que va a alegrar la velada de esos polacos.

Interiormente, no me perdono mi actitud. ¡Qué estupidez! ¡Haber visto la batalla de Bielgorod y dejarse bajar los pantalones por una polaca gorda!

Por muy Gross Deutschland que sea, vuelvo con un solo huevo y una aventura que no contaré enseguida, temeroso de que los camaradas me quiten los pantalones para cerciorarse de que la polaca no me ha robado nada.

—¿Por qué no nos lo dijiste? —me reprocharán más tarde—. ¡Hubiéramos ido todos y lo habríamos exigido todo! ¡Represalias, vaya!

La brusca primavera surge por todas partes. La evolución de los acontecimientos se agrava en el Frente del Este, pero nosotros seguimos viviendo como equipos deportivos que se preparan para una final. Además, los ejercicios se han relajado seriamente y ahora tenemos medias jomadas enteramente libres. Las necesitamos para poder aprovisionamos de alimentos. Las raciones han vuelto a disminuir y estamos viviendo en un régimen de hambre. Las dos aldeas próximas prácticamente ya no nos dan nada, y debemos efectuar marchas muy largas para procurarnos las calorías que serán quemadas en nuestras idas y venidas. La pesca en el Dniester se ha convertido en una distracción necesaria. Desgraciadamente, no estamos equipados para ello y no sabemos pescar como los polacos. Tres veces, Herr Hauptmann Wesreidau será de la partida, pues como oficial se ha apropiado de cierta cantidad de explosivos. Con estos medios, la pesca se hace rentable. De ciertos baches de agua sacamos peces gigantescos.

Hay también un accidente. Dos soldados no han vuelto. Sus camaradas dicen que se fueron a buscar provisiones en la montaña. Pasan dos días sin noticia alguna. La compañía completa sale en su búsqueda. Las gentes de las aldeas registradas no saben nada, pero esto huele a partisano. Salen dos expediciones más. Establecen contacto con un grupo de terroristas que causarán cinco muertes estúpidas, pero sin encontrar ni mucho menos a los dos hombres que han sido dados por desaparecidos.

Mientras el Ejército rojo penetra en Polonia y el campamento está en vísperas de ser zona de operaciones, nos tumbamos al sol como lagartos, cuando ello es posible, en espera de órdenes. Halls está cada vez más enamorado y visita a su novia, pues cuenta con casarse. Lo acompaño con frecuencia sin encontrar, sin embargo, la horma de mi zapato. Solemos reírnos juntos y Halls repite sin parar que seguramente tendré un permiso para ir a ver a Paula. De vez en cuando, la pareja se aísla y yo me voy para que no parezca que aguanto la vela.

La guerra parece habernos olvidado en este encantador decorado. Pero una mañana se acabaron los amores y la tranquilidad. Bajo los rayos horizontales de un sol que apenas despunta, el gran zafarrancho de combate agita al campamento. Ante nuestros ojos asombrados, las compañías embalan apresuradamente su material. Los motores roncan. Incluso se destruyen los barracones. Nuestra estupefacción es total.

—¿Qué quiere decir esto? —nos preguntamos.

—¡Los! ¡Los! Schnell! Nos vamos.

Los camiones gris-azul mate nos llevan traqueteando hacia el norte, sin que nos hayamos percatado de lo que sucede. En esta hermosa primavera en plena germinación, el campamento organizado provoca detrás de nosotros un incendio cuyas volutas de humo trepan en el aire tranquilo y puro como si se tratara de un siniestro presagio.

Las conversaciones no paran. ¿Qué pasa? ¿Por qué destruyen el campamento? ¿Dónde está el frente, ahora? A las diez, la columna Gross Deutschland se detiene junto a una vía sombreada por ramas cargadas de millones de brotes que florecen bajo el impulso irresistible de las hojas apenas verdes, pero carnosas. Los pájaros, tan poco enterados como nosotros, cantan y vuelan hasta sobre los toldos de los camiones. Un sidecar de enlace se acerca al Volkswagen de los oficiales y transmite órdenes. Después, los feld nos hacen dar media vuelta.

En este momento, a través del petardeo de los escapes alguien percibe el zumbido de una jauría aérea.

¡Pitidos estridentes!

Achtung! ¡Aviones enemigos sobre nosotros! Achtung

Los soldados saltan de los camiones en marcha. Empujones, precipitación general.

En realidad, los aviones, cazas bombarderos Il, que nos han localizado, no se dan prisa. Giran en número de quince a cuatrocientos o quinientos metros sobre nosotros. Han quedado camiones abandonados de través en la carretera. Los oficiales corren y vociferan detrás de los conductores que, cogidos entre dos fuegos, no dan ya pie con bola. Finalmente, corren hacia sus máquinas, las ponen en marcha y las meten como pueden en la espesura. In extremis, por lo demás, pues el vuelo de buitres se abate ya sobre nosotros.

Enseguida las bombas. Antes de que estallen, se ha podido distinguir el curso de su caída. Diríase grandes flechas con su largo fuste que les permite percutir sobre el suelo. La primera granizada cae, afortunadamente, al otro lado de la carretera, en los zarzales que saltan por el aire en medio del atronador estruendo. Los aviones se han repartido la tarea en dos grupos. El segundo lanza su andanada casi en el mismo sitio.

El choque es de una violencia inaudita. Todo salta por el aire y nos cae sobre la cabeza. Un camión tocado viene a acabar su trayectoria a diez metros de nuestro escondite. Su incendio se extiende hasta nosotros obligándonos a salir huyendo. Ya no es cosa de mirar lo que pasa. A saltos, cada uno se aleja lo que puede de la carretera que los aviones cepillan con cohetes y ametralladoras.

Los hombres desalojados intentan escapar sin percatarse de que otros aviones siguen a los primeros. Son segados por la metralla que pasa sobre el grupo como una guadaña implacable. Saltan, rebotan y se desarticulan como peleles cuyos cordones fuesen arrancados. Los incendios de dieciocho vehículos ennegrecen el cielo que la aviación enemiga abandona por fin. El ataque ha sido tan fulminante, que nadie todavía se ha percatado bien de lo sucedido. Nos acercamos al desastre sin perder de vista el cielo. El enemigo pudiera muy bien fingir que se aleja para volver de nuevo.

La carretera, resbaladiza por el reciente deshielo y las lluvias primaverales, está sembrada de escombros y de cadáveres despedazados. La violencia de los impactos ha destripado a algunos, proyectando sus vísceras a siete u ocho metros de distancia. El apacible camino donde gorjeaban los pájaros hace un cuarto de hora, ha sido desfigurado. Los matorrales primaverales están triturados y renegridos por los incendios de gasolina y de aceite. Los brotes apenas surgidos siembran también el suelo entre los charcos de sangre que han salpicado de trecho en trecho.

En un cuarto de hora, nuestra columna, formada por unos treinta vehículos que transportaban tres compañías, ha perdido veinte hombres y dieciocho carruajes. Tres heridos son recogidos en estado desesperado.

Todo el mundo se atarea en cavar fosas para nuestros muertos. Entre las víctimas, Hoth y Dunde. De este es recuperada la Cruz de Hierro que recientemente había ganado en el segundo.

Frente del Dnieper. Los dos eran unos compañeros con los que bromeábamos hace apenas veinticuatro horas. La guerra empieza a borrar nombres conocidos. Después, lo trágico de la situación nos asalta y nos abruma.

Los hombres se hacinan en los camiones intactos que ceden bajo la carga. Los hay en los estribos, en las aletas, en los capós, en los parachoques delanteros. Ramas casi sin hojas están todavía enganchadas entre las colmenas humanas que avanzan a cuarenta por hora. Bajo ese peso excesivo, dos taxis perecen. Para sus ocupantes, no hay otra posibilidad que continuar a pie.

Nos alcanzarán seis días más tarde en la frontera rumana, cuando nos aprestamos a reforzar el eje de Vinitza entre el Frente Central, arrollado, y el del Sur que parece resistir aún. Los camaradas han sido atacados, además, por los partisanos rusopolacos. Afortunadamente la escaramuza les ha sido favorable. Han recuperado los caballos de los partisanos y los que quedaban en algunas granjas. Es, pues, un escuadrón de caballería de gran fantasía lo que se une a nosotros. El tiempo es espléndido y vamos a pisar otra vez tierra rusa justo después del deshielo. Algunos camiones rumanos dedicados aún a la vida civil son requisados y sustituyen a los que hemos perdido recientemente. Son viejos vehículos que ostentan el nombre de empresas privadas. No tenemos tiempo de repintarlos. Nuestra sección embarca en un camión de mudanzas de marca inglesa cuya fecha de fabricación debe de remontarse al año 1930.