Capítulo XIII

LA TERCERA RETIRADA

Nuestros ruegos fueron escuchados, y aquella primera marcha nos permitió hacer unos cincuenta kilómetros sin ser importunados. Nos sorprendió desagradablemente no encontrar otras líneas de repliegue y de contrafrente en aquel recorrido. Con excepción de algunos puestos de vigilancia territorial, cuyas guarniciones, con gran extrañeza por su parte, tuvieron que salir huyendo con nosotros, no encontramos ninguna defensa seria. Los rusos iban a poder proseguir su avance sin lucha.

El segundo día de la tercera retirada, la parte más móvil de nuestro batallón se mantuvo en su puesto para servir de tropa de cobertura. Unos dos mil hombres, entre los cuales me hallaba yo, fueron diseminados en los alrededores de una aldea que no figuraba en los mapas del Estado Mayor. Sus habitantes se habían refugiado a nuestra llegada en el frondoso bosque contra el que se adosaba la aldea. Permanecimos allí con un material bastante ligero, pero motorizado. Cuatro carros minúsculos que quizás habían sido muy eficaces cuando la campaña de Polonia, pero que para los T-34 serían un simple bocado. Su armamento se limitaba a una ametralladora-gemela y a un lanzagranadas. Aquellos artefactos eran, en realidad, usados sobre todo como tractores de los doce trineos que constituían nuestra impedimenta. Cuatro vehículos semioruga formaban a su vez emplazamientos de ametralladoras antitanques y servían igualmente para desatascar nuestros cinco o seis camiones de los baches de nieve. Tres enormes sidecar del tipo Zundapp Rusia patinaban en el polvo blanco que con frecuencia agarrotaba la rueda delantera entre el guardabarros y el neumático. La potencia de su motor permitía desprender la rueda trasera y la del side, igualmente motriz, y el conjunto tomaba impulso zigzagueando en el rugido de escape de los flan-twin. La rueda directriz agarrotada servía de patín de dirección, un poco como en los bobsleigh. Tres Pak vinieron a afianzar la defensa de nuestra barrera. Con aquel material apenas adecuado para la caza de partisanos y al que se agregaban las armas de infantería clásicas, subfusiles, morteros, ametralladoras, granadas…, teníamos orden de detener a tres divisiones rusas dotadas de varios regimientos blindados durante veinticuatro horas. Después, la orden era de despegar, aunque nuestra empresa hubiese resultado un triunfo…

En el conjunto de nuestro sector, cuyo frente representaba un centenar de kilómetros, unos grupos análogos al nuestro permanecían en los lugares mientras que el grueso de la tropa refluía a marchas forzadas.

Los rusos, totalmente entregados a su penetración al sur, descuidaron nuestro sector. Por otra parte, ¿para qué exponerse a pérdidas para expulsar á una Wehrmacht que se iba sola? El Ejército rojo confió más bien aquella tarea a los partisanos cada vez más numerosos. Alcanzando proporciones inimaginables en un país que se hallaba bajo nuestro control, en principio, aquellos grupos se dedicaron, por orden del camarada Stalin, a hacer más insoportable aún nuestra desesperante retirada. Emboscadas relámpago, minas, obuses con trampa, cadáveres de los hombres de los puestos interiores, mutilados y luego cargados con explosivos, ataques a los convoyes de aprovisionamiento, a los grupos aislados y a los puntos de enlace, rechazo continuado de contacto con las unidades capaces de combatir, horribles mutilaciones a los prisioneros… El partisano, el terrorista por llamarlo como se merece, ataca siempre lo que considera presa fácil, lo que está seguro de poder vencer. A la despiadada crueldad, todavía añade más. Lo que el ejército regular no ha podido alcanzar en la demencia, él lo remata.

La Wehrmacht cede a la potencia de un enemigo incomparablemente más importante. Al heroico rigor del frente se añade lo insoportable, el inaceptable hostigamiento de los francotiradores. La retaguardia no brinda ya descanso a las tropas superadas, extenuadas. ¡La Ucrania simpatizante sufre también el pillaje de las partidas a las órdenes del gran camarada! El paisano ucraniano debe escoger. A favor o en contra. La expectativa es tan sancionada como la vacilación. Las partidas asesinan o arrastran a los jóvenes ucranianos antaño tan respetuosos con la organización alemana. La palabra partisano, todavía del dominio de la leyenda, se convierte en opresiva realidad. La guerra invisible triunfa. La guerra que ya no brinda retirada, ni calma, ni compasión. La guerra subversiva ya no tiene rostro. Como la revolución, crea sus mártires, sus inocentes, sus rehenes. Provoca los juicios confusos, los gestos desconsiderados. Se mata para «que aprendan», se mata por venganza, por represalia por lo que acaba de hacerse o lo que se hará tal vez. Los francotiradores echan aceite en el inmenso brasero.

En nombre de la libertad marxista, se obliga a Ucrania a pensar de otro modo. En el corazón de los ucranianos, igual que en el de los alemanes, se derrama la hiel sabiamente distribuida. El odio se dilata. Su semblante se torna más repelente. ¡Desata la guerra a ultranza! ¡La tierra quemada! No da tregua a los aldeanos expuestos a las represalias, como tampoco a los futuros vencidos. Arrastra ahora en su horrenda estela sangrienta, el más vehemente paroxismo de un conflicto indecible. Mientras se dilata la guerra ilógica, nuestra unidad desgrana sus veinticuatro horas de guardia bajo el frío mortífero.

Ningún ruido turba el silencio de la tierra nevada. Únicamente, de vez en cuando, al aullido de un lobo gris de la taiga se deja oír en el fondo del bosque casi inexplorado. Una cuarta parte de los efectivos vela detrás de los atrincheramientos más fantásticos, en la torreta pegajosa de escarcha de los panzer o en la patrulla apresurada por la linde del bosque. El resto de la tropa se ha sumido en las isbas abandonadas.

Sus hornos han sido destruidos sistemáticamente antes de que pasemos nosotros. Sin duda alguna por iniciativa de los partisanos. El enemigo espera así negarnos toda posibilidad de cobijo y hacernos morir de frío. Algunas isbas ya no tienen techumbre. Han sido incendiadas o arrancadas antes de nuestra llegada. Los terroristas no han tenido tiempo de arrasarlo todo. Somos demasiado numerosos para la cantidad de refugios todavía viables. Masas de hombres acurrucados sobre sí mismos paran en el recinto de los muros todavía de pie, con el cielo cubierto de una pesada y opaca bruma por techo. En el centro de las ruinas, se enciende todo lo que puede arder. Dentro de las isbas privilegiadas llamean igualmente vivas hogueras que amenazan a cada instante prender en la techumbre. Nuestras tropas extenuadas no se toman la molestia de recoger leña en el bosque. Toda la mísera instalación de la isba es cortada y entregada a la combustión. Las estufas destruidas provocan el estrago de lo que queda alrededor. Los hombres, cegados por el humo que invade la isba y que sólo escapa por la puerta y lo que resta de la tubería, blasfeman de enervamiento. Unos encima de otros, a menudo de pie, buscan vanamente el sueño a través de los accesos de tos. Los de las isbas sin techo no están cegados, pero, en cambio, sólo captan un calor muy relativo. Los más próximos a la lumbre se cuecen y tienen que apartarse. Los otros, los que están a cuatro o cinco metros, sólo se calientan muy débilmente; quizás están a siete u ocho grados bajo cero.

Cada dos horas, otra cuarta parte de la tropa toma el relevo abandonando el precario acuartelamiento de reposo a los que regresan morados de frío. El invierno aprieta de veras: veintisiete grados bajo cero en el termómetro del grupo de radio. La cochambre general agrava una vez más la situación. Cada vez que se tienen ganas de mear, se avisa. La orina tibia discurre sobre las manos hinchadas de sabañones. Con ese régimen, los dedos agrietados suelen infectarse. He sido del primer cuarto de guardia, esta mañana, en la noche polar de las cinco. Mi segundo turno comienza a las trece horas en la luz difusa de un sol en el cénit, pero tapado por un cielo tan oscuro como el de Tempelhof el día de su aniquilamiento. El día se ha vuelto de un rosado insólito al final de la patrulla. A las quince horas, retomo a los ahumaderos de jamones sin más novedad digna de mención.

Los ojos me duelen y mi nariz brillante de sabañones ya no aguanta estar al descubierto. Circulamos con aires de gangsters de Chicago, con el cuello alzado, sujeto sobre la cara con una bufanda, o con un cordel quienes no tienen nada más. Una hora después, la luz rosada se torna morada y luego gris. La nieve también es gris. La noche se impone mediada la tarde, trayendo su oscuridad hasta el día siguiente a las nueve. Con ella, el frío arrecia con una violencia inaudita. El termómetro debe de llegar a los treinta y cinco o cuarenta grados bajo cero. El material se queda paralizado. La gasolina se hiela, el aceite de los motores se hace una pasta y después un cemento que agarrota el mecanismo. El bosque retumba de un extraño ruido. La corteza de los árboles estalla por la acción del hielo. Las piedras no se agrietan aún. Hacen falta cincuenta bajo cero para que se pueda disfrutar de esa melodía. En cuanto a los hombres, el calvario aumenta. El horror que tanto hemos temido ya está aquí.

El invierno de guerra que ya no podíamos concebir desciende sobre nosotros como la matriz de una prensa gigantesca dispuesta a aplastamos. Todo lo que queda de combustible es quemado. Un teniente defiende, arma en mano, dos trineos que unos cuarenta landser amenazan destruir para alimentar su hoguera desfalleciente. Los hombres, congestionados, tienen la respiración ruidosa. Los tapabocas de todas clases no son más que un bloque de hielo. La respiración se condensa en él y lo aumenta.

—¡Queremos la madera de los trineos! —vociferan.

—¡Atrás! —grita el teniente—. El bosque rebosa de leña.

«¿Qué importan los trineos, si nos morimos de frío?», piensan los landser.

A fuerza de voluntad, el oficial salva nuestros vehículos a esquíes. Un servicio de leña sale corriendo hacia la espesura del bosque. Los espectros sin rostro regresan con su carga que arrojan amontonada en la hoguera moribunda. Hay que alimentarla sin parar. No se puede tomar ningún descanso. Dios quiera que el ruso no ataque. Ninguna defensa, ni aun superficial, sería sostenida.

Lo más duro es para las guardias. El hombre que se quede quieto corre el peligro de congelarse vivo. A las veintiuna horas me toca otra vez el turno. Un grupo de quince hombres vigila en las ruinas de un edificio envuelto en nieve endurecida que cruje como vidrio. Resistimos, golpeándonos mutuamente durante las primera media hora. La segunda es un martirio. Dos soldados se desmayan y nuestras manos rígidas como garfios asoman de la bocamanga y tratan torpemente de sacudirlos. Los guantes, mitad de lana y mitad de piel, están deteriorados y ya no sirven de nada. Vivos dolores suben de las manos y de los pies hasta el corazón y lo pinchan. Los que tienen valor para desvestirse un poco, se orinan, si pueden, en sus dedos martirizados. Cuatro camaradas se llevan a los desvanecidos para reanimarlos junto a las hogueras que brillan en la noche. Nuestra guardia parece ridícula. Los rusos, si es que están fuera, podrían aniquilarnos con unas cuantas descargas. Un hombre llora como un niño describiendo un círculo sobre un metro cuadrado. Los pies me duelen como para hacerme gritar. A pesar de las órdenes, abandono el puesto y corro a la isba más próxima. Irrumpo en medio de la compacta masa de soldados. No me paro hasta la fogata ante la cual caigo de rodillas, descompuesto. Meto las botas, que se ponen a chisporrotear, en las rojas brasas. El contacto del frío y del calor provoca un dolor que me arranca sollozos. No soy el único que gime, y mis quejas son menos chocantes.

La hora de romper el contacto llega. Los soviéticos no han aparecido y el acero de las armas heladas no ha tenido ocasión de calentarse al contacto de las explosiones. Este acero parece tener reflejos más azules bajo el efecto del frío horrible, parece quebradizo como vidrio. Los hombres forman, sin reacción. Un combate desleal les ha vuelto medio locos. Si los rusos no los han atacado esta noche, si su misión no ha sido coronada de una gloria siquiera póstuma, otro combate formidable ha sido librado. El de la gran noche del invierno ruso que parece haberse aliado con el enemigo para contribuir a nuestro aniquilamiento. Es asimismo el de la fatiga y de la suciedad. El de los piojos que casi ya no se notan, tan complemento de uno mismo han llegado a ser. El enemigo invierno también ha causado sus víctimas. Por tres veces, destacamentos del último grupo de guardia regresan trayendo camaradas inertes. Congestiones, congelaciones generalizadas, la debilidad física no ha logrado superar la importancia del frío. Es demasiado tarde para tres infelices. Otros cinco serán reanimados a fuerza de aguardiente y de flagelaciones.

En el frío inmóvil de la noche polar, son sepultados bajo la nieve los rígidos cadáveres. Un palo, un casco, tres nuevas sepulturas sumarias en esta tierra de miseria. Nada nos permite detenernos, enternecernos. Los que todavía viven, ante su propio asombro, intentan sacudirse el entumecimiento general para poner en marcha los motores mortificados. Labor desesperante. Ningún arranque suena.

El ayudante Sperlovski se encarniza con el quick de su Zundapp que resiste a lo que queda de los noventa kilos del hombre. Después la pieza se rompe como leña seca. También el metal parece afectado. Se encienden fuegos bajo los carters de los panzer. Hay que deshelar lentamente el conjunto antes de intentar un arranque cualquiera: blasfemias, jadeo de los landser que ya no pueden más. El esfuerzo obliga a una respiración intensa y esta congestiona los pulmones que silban. Wesreidau se impacienta a su vez. Ha envuelto sus botas con trapos recuperados en los azares de la retirada.

—¡Hubiésemos debido hacer funcionar una máquina por lo menos toda la noche! —exclama—. Es elemental. Nuestra negligencia nos perderá.

Los landser escuchan a este hombre al que todos respetamos, sin cambiar de actitud. Algunos columbran, sin duda, esta perdición a la que alude el hauptmann como una solución. Aproximadamente una hora después, el petardeo asmático de un motor se deja oír. Un semioruga ha logrado ponerse en marcha. Se le deja calentar un rato y luego el conductor se obstina con la caja de velocidades que no acaba nunca de desatrancarse. Al cabo de dos horas de esfuerzos insensatos, la columna se pone en marcha lentamente. No se debe forzar el metal enfriado. Orden de los oficiales. En espera de que el conjunto alcance una temperatura mínima, la tropa sigue a pie cojeando.

A mediodía, varias averías hacen parar el convoy. Las duritas de varios vehículos han reventado. El alcohol puro que guarnece los radiadores las ha deteriorado. Hay que reparar, cambiar algunas piezas, que afortunadamente existen de repuesto, o bien recomponerlas. Aprovechamos esta pausa para abrir las latas de conservas heladas. Carne como para cortar a hachazos, puré de guisantes y de soja transformado en cemento rápido, vino solidificado. Una hora perdida. El grueso de la tropa debería ser alcanzado una hora más tarde. Al menos los comunicados de la radio así lo afirman.

Franqueamos el sector de una posición de defensa interior. Dos blocaos de leños rodeados de tres o cuatro chozas a ras del suelo. Todo parece desierto, no se manifiesta ninguna señal convencional. Sin embargo, de uno de los blocaos sale humo. Esos condenados reservistas roncan, sin duda, junto a un buen fuego. Un destacamento se dirige hacia allí. Cinco minutos después, un hombre regresa corriendo hacia la columna. Su respiración brota en nubes blancas alrededor de la cara. Se para sin resuello.

—Todo está destruido, Herr Hauptmann. ¡Todos están muertos! ¡Horrendo!

La inquietud se pinta en los rostros grises. Mirando mejor, vemos las puertas de las isbas derribadas y luego, más lejos, cuatro o cinco cadáveres hacia los cuales se apresuran tres de los nuestros.

—¡Partisanos! —gritan nuestros enviados—. Seis cadáveres recientes.

—Se han batido aquí, Herr Hauptmann. Esos bandidos todavía empuñan sus armas.

Otro destacamento visita el segundo blocao. Hay una explosión estruendosa. Un géiser de tierra, de nieve y de astillas gira sobre el edificio. Wesreidau insulta a todos los dioses de la creación. Corre a su vez hacia el búnker humeante. Lo seguimos. Tres hombres acaban de ser despedazados. Dos, sobre todo, están desfigurados. El tercero agoniza, muy cerca, meando sangre a la altura de las partes. Dentro del atrincheramiento, los restos de los cuatro hombres del puesto muertos antes se confunden con el amasijo.

—¡Atención! ¡Minas! —grita Wesreidau.

La consigna pasa de boca en boca. Los landser se han detenido ante el segundo blocao y comprueban la carnicería sin atreverse a entrar.

Seis hombres prácticamente desnudos y espantosamente mutilados yacen en su sangre helada y negra. Ciertas mutilaciones son tan terribles que todos se mantienen apartados, petrificados, incrédulos ante aquel espectáculo. Dos soldados se alejan tapándose la cara con las manos. Esos hombres han combatido frente a Moscú, en Kurslc, en Briansk, en Bielgorod… Han visto cosas inimaginables, pero nunca nada tan espantosamente gratuito.

Con infinitas precauciones, una sección quita los despojos del suelo de inmolación. Dos cadáveres llevan trampas explosivas, por si fuese poco. Los cubrimos de cascotes. No tenemos medios ni tiempo de cavar la tierra endurecida.

Los hombres protestan. La guerra de los partisanos les parece más innoble, más ilógica que todo cuanto han visto ya. Wesreidau dirige un postrer adiós a los dieciocho inmolados. Los hombres se quitan los gorros y los cascos, y exponen sus greñas hirsutas a los rigores del frío.

Ich hatte einen Kameraden

El canto fúnebre rueda entre el decorado de la Edad de Piedra, entonado por un millar de voces inarmónicas. Sin charanga, sin bandera, pero con profunda consternación.

La actitud de los terroristas que hablan de venganza, destruye un poco más lo que la guerra maldita ha conservado de negociable. Los landser no lo admiten. Si pueden todavía soportar con heroica abnegación el tormento de los graben, no pueden concebir con resignación la solapada agresión de los francotiradores.

La columna vuelve a ponerse en marcha. Los hombres que pasan ante el santuario perciben una pancarta grosera que domina el montículo. Esta pancarta lleva, trazada con un tizón, la inscripción Rachsucht.

Seguimos adelante una hora más. La nieve atenúa el ruido metálico de los blindados, pero en cambio repercute los ruidos distantes. Nos llega el crepitar de armas automáticas. Wesreidau, de acuerdo con los otros dos oficiales de la columna, da orden de parar. El ruido nos llega con mayor nitidez. Se lucha a cinco o seis kilómetros al oeste. Orden de marcha acelerada. Los pocos carros ligeros que tenemos bien quisieran acudir en auxilio de los que combaten. Pero nuestros oficiales no tienen derecho a abandonar la columna. Todo debe seguir, y los carros-tractores arrastran cada uno tres trineos rusos llenos de hombres y de material. Los semiorugas ayudan a los camiones que no podrían hacer nada por sí solos. Yo voy en uno de estos trineos. El tercero de un enganche. Detrás de nosotros, también va enganchado un gran sidecar cuya caja de velocidades falla. Los valientes carros ligeros aceleran y arrastran todo ese cortejo con peligro de sus mecanismos. Los tableteos se hacen más audibles todavía. Nos vamos acercando. Wesreidau manda parar bruscamente el convoy. Se apea y consulta los mapas. Todos los ocupantes de los trineos somos invitados a seguirle. Una vez más, me veo metido en el fregado. Los panzer desenganchan sus remolques y corren hacia el punto indicado. Nosotros los seguimos a paso ligero. Wesreidau, montado en un gran sidecar BMW, nos anima con el gesto. Un steiner con un mortero del 80 avanza patinando en medio de un remolino de nieve.

Jadeantes, trotamos por los bordes de la pista detrás de los carros que se nos han adelantado condenadamente. El grupo blindado entra en contacto diez minutos antes que nosotros. El tableteo de sus ametralladoras desgarra el aire helado con un ruido mayor que de costumbre. El sidecar vuelve hacia nosotros y gira ante los primeros de línea.

—¡Despliegue de tiradores en el bosque! Obedecemos. Algunos se quedan junto al sidecar que se ha metido en un bache de nieve. Hay que sacarlo. Corremos entre los troncos, derechos como los mástiles de un navío. La nieve virgen cruje y se hunde bajo nuestro peso. Los carros ya no se ven. Persiguen seguramente a un enemigo que huye.

En cuanto a nosotros, no establecemos ningún contacto. Una bengala nos reclama veinte minutos después junto al fortín. Idéntico a los anteriores, este tiene la misión de vigilar la pista que nosotros seguimos y que en tiempo normal es bastante frecuentada.

Ataque de partisanos, como era de suponer. Sin duda se trata de la misma partida que ha destruido el puesto este mediodía. Aquí, afortunadamente, han tenido tiempo de reaccionar. Seis heridos y dos muertos en el fortín —veintidós hombres—, y veinte muertos o heridos enemigos tendidos en la nieve pisoteada. Armas de tipo ruso y alemán, siguen en el suelo. Algunas son americanas. Unos partisanos heridos se arrastran, agonizantes, hacia el bosque. Ninguna orden puede contener ya a los hombres, y los mauser restallan poniendo fin a sus sufrimientos. Dos prisioneros hirsutos han caído en nuestras manos. Sus ojos feroces giran como los del lobo cogido en la trampa. Nuestras preguntas sólo provocan respuestas anodinas. Únicamente algunas palabras se repiten como un leitmotiv: «Nosotros no Kommunist». ¿Serán tontos? ¿No saben nada? Es muy probable… Parecen bestias arrastradas al matadero. Ninguna discusión es posible. Los landser gruñen.

La mirada de Wesreidau va de los partisanos a sus hombres. El capitán quiere saber más. Habla, porfía… sin resultado. Irritado, levanta el brazo con afectada indiferencia. Los hombres agarran a los dos francotiradores y les empujan hacia delante.

Los lobos humanos se vuelven y protestan. Pero la vista de las armas les hace perder la cabeza. Ahora corren. Corren hasta que las ráfagas los alcanzan y los hacen caer.

El fortín ha sido salvado in extremis. Al decir de los hombres que lo ocupaban, cuatrocientos partisanos por lo menos los atacaban hacía dos horas. Los reservistas nos estrechan entre sus brazos. Su alegría es profunda. Se van con nosotros, pues les hemos traído la orden de evacuación. Momentáneamente somos la escobilla de la Wehrmacht.

Para colmo de desdichas, un incidente deplorable se produce a los diez minutos de reanudar la marcha el convoy. El sidecar de cabeza, que precede treinta o cuarenta metros al primer tractor, vuelve a la pista y avanza con dificultad por la nieve. El carro lo sigue y pasa, pues, por el mismo sitio. De repente, una explosión que parece levantarlo del suelo desgarra la atmósfera y una prolongada detonación hace eco. La nieve de los árboles de los alrededores es sacudida y cae con ruido cristalino por entre las ramas. El carro se queda sin orugas y destrozado por la parte de abajo. El fuego ronca y gruesas volutas de humo se escapan de debajo del vehículo rodando por el suelo helado y manchándolo. Precipitación, pánico en los trineos que siguen y en los cuales ya se deploran muertos y heridos. Un suboficial salta sobre el capó del tanque y trata de liberar a la dotación conmocionada y quizá gravemente herida. Otros corren en auxilio de ellos mientras la infantería se precipita hacia las cunetas pronta a cualquier eventualidad. Una humareda densa y negra envuelve ahora la máquina. Todo auxilio resulta vano. Se vuelcan tres extintores sobre la chatarra renegrida, en tanto que los trineos son alejados apresuradamente. El fuego sigue roncando dentro del panzer y nada puede apagarlo. Además, el depósito, sin duda agujereado, suelta ciento cincuenta litros de gasolina que se inflaman rugiendo y se esparcen sobre la nieve. Pánico, repliegue rápido; los landser chamuscados ceden terreno al fuego que arroja un negro penacho hacia el cielo casi igualmente sombrío. Oficiales y soldados asisten, con una rabia impotente, a la carbonización de los tres tanquistas cuyo olor a carne quemada se mezcla ignominiosamente a la del benzol. Los dos hombres del sidecar de cabeza han pasado unos segundos antes por el mismo sitio. Sus ruedas quizás han evitado, a veinte centímetros escasos, el detonador de la mina colocada por los partisanos. Ellos también presencian el drama con un sudor frío que les corre por el espinazo.

La columna abandona el carro deformado por el incendio, que hace estallar las municiones. Abandona asimismo tres pesados trineos con parte de material, que son incendiados. Los que iban en ellos se reparten entre los otros vehículos. Damos un rodeo para evitar las cintas de ametralladoras que estallan. También dejamos dos tumbas. Dos hombres muertos sin haber podido defenderse. Dos hombres que llevaban a cuestas tres años de luchas difíciles y que se han merecido el Valhalla.

Cedemos el terreno a las oleadas rojas que nos siguen. Son las últimas huellas del paso de la postrer cruzada europea, con todo lo que esta frase puede representar.

El frío agudo sigue siendo del viaje. Ni siquiera las últimas emociones han logrado hacer que lo olvidemos un instante. Poco después, encontramos la unidad divisionaria en un burgo bastante importante que lleva el nombre de Boporoeivska, si mis recuerdos son exactos. Trincheras, caballos de Frisia, compañías de pontoneros ayudados por la Todt se ocupan en minar todo el sector. Otros regimientos de Infantería han llegado también a este punto. Una unidad de blindados, equipada con tanques Tiger, se encuentra también aquí. Una docena de esos monstruos inmóviles parecen asistir burlándose al paso de nuestro material rompedor. La presencia de los Tiger tranquiliza a todo el mundo.

Son verdaderas fortalezas de acero con las que ningún carro ruso puede competir. Su largo cañón del 88 es de una precisión al parecer infalible.

Boporoeivska alberga determinado número de funcionarios militares de la Wehrmacht, que parecen sorprendidos de encontrarse súbitamente en el campo de batalla. Su humor es execrable y hasta creemos descubrir cierto desprecio por parte de ellos. Los burócratas no nos perdonan quizá que nos batamos en retirada. Para ellos, Rusia sólo es este poblado organizado donde es posible resguardarse del frío, donde se come a saciedad, mientras se redactan informes sobre la distribución de mercancía hacia el frente, y quizá donde también se pasan encantadoras veladas con las ucranianas que, por lo visto, no parecen faltar aquí. Esas señoras y señoritas parecen preparar, por lo demás, alguna marcha rápida en compañía de esos caballeros hacia algún lugar alejado y más tranquilo. Sin duda nos corresponderá a nosotros el honor de defender los jergones de esos chupatintas. Esta comprobación nos exaspera y estallan altercados pronto reprimidos. Pero, finalmente, estamos demasiado cansados y demasiado ateridos para desentrañar un problema parecido. Ocupamos con gran satisfacción las isbas caldeadas aún que nos designan. Ahí hay de comer, de beber y la posibilidad de lavarse con agua caliente. El alumbrado es escaso, pero los fogones, que alimentamos con todo los que nos cae entre manos, alumbran violentamente este paraíso recobrado. Dos horas después de nuestra llegada, cada acantonamiento ha derretido metros cúbicos de nieve que proporcionan hectolitros de agua caliente. Todo el mundo está en cueros y se quita la mugre a placer con esta bendición de agua. Ponemos en remojo pantalones, calzoncillos sucios, camisas, guerreras, todo pasa por ello con una fiebre que roza el pánico. El tiempo del paraíso será ciertamente efímero y cada cual procura aprovecharlo al máximo. Un bribón trae una cajita llena de pastillas de jabón perfumado. ¡Qué dicha! Las desleímos en los barreños más grandes. Las carcajadas, que no se oían hacía tiempo, resuenan otra vez.

Por turno, reloj en mano, los landser se reparten el baño oloroso y espumoso. Dos minutos cada uno con el culo en la espuma. ¡No hay que abusar! El agua rebosa e invade la gran estancia donde gesticulan una treintena de hombres. Se añade agua a los barreños para mantener el nivel. La escasez de luz nos pone gris la capa de mugre. Los piojos parecen ahogados, de la misma muerte olorosa ensalzada por un producto francés bautizado Marie-Rose. Terminada la furia de las abluciones, vaciamos los barreños en un hoyo que acaba de cavar, en el suelo de tierra apisonada de la isba, un landser. Ni hablar de asomar la nariz fuera. Está helando a treinta grados bajo cero y todo el mundo está en cueros. Después, partimos y quemamos los barreños. La lumbre tiene un apetito difícil de saciar. Halls exulta y mastica un pedazo de jabón vociferando que también necesita quitarse la mugre interior, pues los piojos y la mugre se le han metido dentro.

—Ahora ya pueden venir los popov, que me siento otro hombre —berrea.

La puerta se abre bruscamente dejando penetrar un frío de un rigor sorprendente. Todo el mundo chilla. Son dos soldados que llevan los brazos cargados de cosas deliciosas. Pasmados, miramos ese envío del cielo que los muchachos ponen sobre un montón de capotes húmedos. Latas de conserva, una ristra de Wurst olorosas, mazapán, latas de sardinas importadas de Noruega. Un bloque como un adoquín oscuro rueda por el suelo: ¡tocino ahumado! Ocho o diez botellas de schnaps, coñac, vino blanco del Rin. ¡Cigarros! ¡Inimaginable! Y los muchachos siguen vaciando los grandes bolsillos de sus capotes. ¡Los «hurras» hacen retemblar la choza!

—¿De dónde habéis sacado esos tesoros? —pregunta un soldado lloriqueando.

—Esos cerdos de burócratas se daban la gran vida, aquí. Nunca he visto una comida semejante en el rancho de ese maldito Grandsk (Grandsk es el cocinero de la compañía). ¡Los cerdos esos se lo guardaban y se disponían a marcharse con ello! ¿Os dais cuenta? Hemos hecho una pequeña extracción. Están furiosos y hablan de dar parte. ¡Posesión personal, dicen ellos! ¿Dónde creen que están? ¡Ja! ¡Ja! Parte en el culo. Me cisco en ellos. Hace demasiado tiempo que nos morimos de hambre.

Todos saltamos de alegría y manoseamos las exquisitas vituallas. Halls tiene los ojos desorbitados.

—Poned mi parte de lado —jadea poniéndose el uniforme húmedo aún—. Voy a ver eso. Traeré más. Esos cochinos no van a dejar que reventemos en el frente y llevarse sus golosinas.

Halls se ha puesto un eiderdaunen soviético y se apresura en el otro tanto. Solma es un muchacho de origen húngaro-alemán, que ingresó en la Gross Deutschland más o menos en las mismas condiciones que yo. Mientras los dos hurones salen en busca de otro tesoro comestible, el reparto es confiado al pastor Pferham, ayudado por el obergefreiter Lensen y el ayudante de este en el panzerfaust, Hoth. Ablandamos el tocino a golpes de plano con el zapapico, pues resiste a las bayonetas embotadas. Pferham, que ha debido de perder sus convicciones religiosas al mismo tiempo que su falso-culo (pequeño macuto reglamentario que se apoya en las nalgas) en el paso del Dnieper, jura como un pagano.

—¡Pensar que esta bayoneta que ya ha revuelto tripas fracasa con un cacho de tocino!

—Vete a que te presten dinamita en la Todt —chilla alguien—. ¡Pero date prisa!

La sorprendente camaradería de la Wehrmacht no hace trampa y cada uno tiene su parte. La guerra ha unido a todos esos hombres venidos de regiones muy diferentes, salidos de niveles igualmente diferentes y que quizá se hubiesen despreciado curiosamente en otras circunstancias. El infortunio del momento junta todos esos casos en una sinfonía heroica en la que cada uno se siente un poco responsable de lo que puede ocurrirle al otro. La actitud de los funcionarios, a los que la atmósfera de paz ha preservado, nos extraña más que escandalizarnos. Las vituallas hurtadas tienen un sabor legítimo. El espíritu de orden del nacionalsocialismo permanece vivo aún entre los defensores. Los que se apropian de esos víveres mientras los combatientes se mueren de hambre, parecen pertenecer a otra especie. Pferham habla de ello sin dejar de saborear lo que come. Compara a esos funcionarios con los burgueses a quienes hace alusión Hitler en su Mein Kampf. Las tropas combatientes tienen preocupaciones inmediatas. Para esos hombres combatientes que viven la vida intensa de las bestias acosadas, las conversaciones ociosas son perder el tiempo. Hoy es preciso comer todo lo que se pueda, beber todo lo que se tenga, hacer el amor si es posible, renunciando a enternecerse por las greñas de la chiquilla o el azul gris de sus ojos. El tiempo apremia. Mañana tal vez habrá que morir.

Las partes de Halls y de Solma permanecen dentro de sus cascos boca arriba como jarrones de flores. Las botellas se vacían mientras los cantos aumentan. Los compañeros que salieron en busca de un complemento, no vuelven. Fuera, el frío arrecia ha dejado atrapar con Solma cuando le birlaba el coñac de un funcionario con graduación. Seis días de arresto para los dos.

Stille Nacht… Heilige Nacht… Oh, Weihnacht…!

Nochebuena de 1943. El viento aúlla en el laberinto de graben al norte de la defensa de Boporoeivska. Dos compañías guarnecen los puestos preparados por la división de seguridad y la Organización Todt, que, después, se han replegado al oeste, al otro lado de la frontera de Besarabia. Hace cuarenta y ocho horas que ocupamos estas toperas de hormigón helado. El frente parece sólido, y sin duda va a librarse una gran batalla. El derrumbamiento del Frente Sur nos ha obligado a esta última retirada para reagruparnos en esta línea. La enorme cuña soviética sube hacia nosotros con su lentitud habitual de rodillo compresor, pero de una manera inexorable. No ignoramos nada de ella y el refuerzo continuo de nuestros sectores hace prever un gran choque.

Ahora montamos la guardia en un terreno de grandes ondulaciones boscosas. Carros que sirven de artillería móvil, ocupan sus espesuras llenas de escarcha. Horas de espera angustiosas, frío alucinante que desnuda los troncos de su corteza. Todas las existencias de víveres que había en Boporoeivska han sido dilapidadas. El comandante ha cerrado los ojos y nos ha dejado dos días de juerga, adivinando probablemente el inminente drama del cual íbamos a ser los actores.

Es Nochebuena. A pesar de las rudas condiciones que nos han acostumbrado a esta vida de salvajes, la emoción nos invade como a unos chiquillos privados mucho tiempo de una gran alegría. Mil recuerdos luminosos giran bajo los cascos de acero, detrás de los rostros silenciosos. Algunos hablan de los tiempos de paz, otros de su infancia tan próxima y tratan de disimular su emoción afirmando la voz. Ensueños irrisorios que recorren estas zanjas llenas de hombres destinados a jugarse la vida en ellas. Wesreidau hace su ronda y conversa con sus hombres. Pero sus palabras parecen estorbar los ensueños y el gran hauptmann se refugia a su vez en los suyos. También tiene hijos con los que querría estar, sin duda alguna, y su mirada va de un grupo silencioso a otro. Se para a veces contemplando el cielo que se ha aclarado. La escarcha brilla sobre su largo capote, como los adornos en un abeto de Navidad.

Transcurren cuatro días sin que tengamos que soportar más que el frío. Las secciones en línea son relevadas continuamente. Cada vez son más numerosas las congestiones. Dos veces me llevan al cobijo de una isba caldeada y soy reanimado en último extremo. La cara se llena de grietas, sobre todo las comisuras de los labios. Afortunadamente, la comida es suficiente. Han sido dadas órdenes especiales a los cocineros. Máximo de materias grasas que distribuir a los combatientes. El suministro llega regularmente, permitiendo a Grandsk prepararnos unas sopas viscosas de margarina sintética.

Es repugnante a más no poder, pero eficaz. El descubrimiento de ciertas comidas rusas nos lo ha enseñado. Además hay la sauna, una cura de caballo que no sienta bien a los deficientes. Pasamos de la ebullición a la ducha fría. El tratamiento es tan violento que amenaza parar el corazón. Sin embargo, igual que la sopa de Grandsk, es eficaz. Después nos sentimos mejor.

—Aprovechaos —clama nuestro cocinero—. Los chiquillos de Alemania se privan de untar sus rebanadas de pan por vosotros.

¡Desgraciadamente, es verdad! Las restricciones son cada vez más severas, como me explica Paula en una carta que sólo ha tardado seis días en llegar. Es verdad que nos acercamos seriamente a la madre patria. El camino a recorrer es cada semana menos largo. Pronto Alemania acorralada no nos mandará siquiera margarina. Hemos de considerarnos dichosos, como dice Grandsk.

Una mañana, los pitos de alarma nos sacan de la isba recalentada donde dormíamos como lirones. Una patrulla de carros soviéticos a dos kilómetros de Boporoeivska. Un mazazo de hielo al salir. Cada cual trota hacia un punto preciso.

Todavía no hemos llegado al puesto cuando unas sordas detonaciones sacuden al oeste el aire enrarecido. Los carros rusos, embistiendo como toros furiosos, se han metido en los campos de minas. A su vez, los pilotos mujiks conocen la carbonización.

Nuestros observadores vigilan con los gemelos el pánico de los tanquistas rusos. Casi todos vuelven sobre sus pasos ante nuestra artillería silenciosa. Nuestros artilleros dejan a las minas, que los pontoneros diseminaron hábilmente en el terreno, el cometido de destruir al enemigo. Nuestro propio tiro podría desorganizar esas trampas.

Sin embargo, tres Stalin han logrado franquear la barrera y arremeten con gran ruido de cadenas y de escape contra el burgo. Con un ímpetu meritorio aguantan sin detenerse el fuego de los treinta y siete antitanques. Uno de ellos se vuelca y estalla. Otro se para en seco como un jabalí tocado en el codillo. El tercero, por último, ha encajado, pero vira sin frenar. Ofrece el costado a las ametralladoras anticarro que lo despojan de todas sus piezas en relieve. Describe un círculo roto por unos virajes sucesivos para dar media vuelta. Carrusel dramático que deja a los sirvientes de nuestras piezas boquiabiertos. El ruso, en su voluntad de sobrevivir, se dirige desconsideradamente hacia la zona minada. Una serie de explosiones arranca todo su sistema de oruga izquierda. Se tumba de costado como un animal vencido. Una negra humareda brota de sus entrañas. Con ella, dos siluetas surgen del incendio. Dos supervivientes de la increíble galopada. Los dedos rígidos de frío no aprietan los gatillos. Los dos ruskis empuñan unas pistolas y todavía piensan en defenderse. Sorprendidos de no oír la metralla, dan unos cuantos pasos y luego tiran las armas y levantan las manos. Un instante después, cruzan las primeras líneas alemanas. Los landser los miran como a héroes y esbozan unas sonrisas. Los ruskis contestan con otras sonrisas. Descubren sus blancos dientes, como hacen los negros. Son conducidos a una isba caldeada donde dos o tres vasos de schnaps los repondrán de sus emociones. La actitud de los dos héroes nos parece tan distinta de la de los partisanos, que no sentimos ningún odio hacia ellos. Lensen los sigue con la mirada y añade:

—Si Wiener estuviese aquí, probablemente iría a beber con ellos y sacaría a relucir todos sus conocimientos de la lengua rusa.

Por la noche, las patrullas salen a colocar más minas. La guerra de minas sustituirá cada vez más el fuego de nuestras líneas insuficientes o ausentes. Al día siguiente, refuerzo general del frente. Dos regimientos rumanos y un batallón húngaro comparten el gulash de la Wehrmacht. Se anuncia el apoyo de unos cazas bombarderos cuyas bases deben situarse cerca de Vinitza.

—El gran golpe —comprueba Pferham—. No me gusta nada esto.

Contradicción del obergefreiter Lensen, que se alegra de que nuestras fuerzas aumenten sin cesar. Para él, la marea rusa se detendrá aquí. La idea de que su Prusia pueda caer un día próximo en manos del enemigo, ni siquiera se le ocurre. Es verdad que nadie, de hecho, puede imaginarse tamaño desastre.

Pasan cinco días más. Los rusos también se concentran, y su rumor a veces es audible por la noche. El frío, desgraciadamente, no disminuye. El tiempo se hace más claro y permite presagiar las marcas de las heladas de enero y febrero de 1944. Afortunadamente, la organización del frente se ha recobrado y los acuartelamientos habilitados permiten un reposo decoroso a las tropas que se relevan sin cesar. Pero, una noche, los rusos mandan una oleada de mongoles sacrificados al asalto de nuestras posiciones. Están destinados a limpiar de minas el terreno por su propio paso. Los rusos prefieren ahorrar sus carros y sacrificar hombres, de los que no carecen.

El ataque soviético fracasa, pero el camarada Stalin no pedía más. El campo de minas se consume con el paso de las jaurías vociferantes. Cortina de fuego blanco y amarillo, espantosa carnicería que las ametralladoras hurgan en busca de lo que ha podido sobrevivir. El hielo vitrifica los montones de cadáveres que normalmente apestarían la atmósfera a diez leguas a la redonda.

La artillería rusa no ha ayudado siquiera a los mongoles, lo cual fortalece nuestra deducción. Los patrulleros alemanes intentan colocar más minas en el terreno, pero los tiradores mujiks vigilan y les impiden que se acerquen. Se colocan minas superficialmente, pero a costa de lamentables pérdidas. No se puede contar ya con las «tarteras llanas» para preservar nuestras primeras líneas.

Otra noche, cuando el frío alcanza unas proporciones dramáticas, los rojos lanzan un nuevo ataque. La Wehrmacht y sus otras unidades vuelven a sus puestos con cuarenta y tres grados bajo cero. Síncopes debidos al frío se producen desde un principio. Los hombres se quedan inmóviles sin poder gritar siquiera, absolutamente paralizados por la temperatura. Ya nada parece posible. Nos hemos untado las manos y la cara con la grasa destinada a los motores. Nuestros guantes desgastados que cubren esa melaza hacen difícil el menor gesto. Los carros, que no consiguen ya arrancar, barren el espacio con sus largos cañones como elefantes cogidos en una trampa.

Los mujiks que llevan a cabo el asalto sufren también y se quedan helados de pronto sin haber podido berrear sus Hurre pobieda. Un mismo martirio envuelve a los dos adversarios que querrían clamar piedad. El metal de las armas se quiebra con una facilidad pasmosa. Los carros soviéticos avanzan a ciegas en la pálida luz de las bengalas que dan un brillo azulado aún minas que todavía balizan el borde de los schutzgraben, a treinta metros de las primeras líneas, o bajo los impactos de los Tiger que disparan sin moverse. La infantería roja, con los pies y las manos helados, fracasa y se repliega en desorden bajo el fuego que sostenemos a pesar del martirio de nuestras manos. Los rusos esperaban encontrarnos paralizados de frío e incapaces de defendernos. La situación de sus propias tropas aquejadas de congestión les es indiferente. Sin duda estaban dispuestos a ese sacrificio con tal de que nuestras líneas fuesen desbordadas. La guerra no ha progresado.

He preservado mis manos introduciéndolas, enguantadas, en dos latas de conservas. Las balas han logrado entrar en la recámara de la spandau. Los ametralladores, y todos los que han tenido que usar las manos, se han encontrado en la enfermería con congelaciones impresionantes.

Ha habido que hacer amputaciones.

El frío intenso persiste tres semanas. Los rusos se conforman con difundir música destinada a hacernos añorar el hogar familiar y discursos instándonos a rendirnos.

A fines de enero, el frío pierde terreno y se hace soportable. De día, el termómetro a veces sube a quince grados bajo cero, pero las noches siguen siendo mortíferas, aunque con los relevos logramos resistir. Es lo que hace falta para que la ofensiva roja recobre fuerza. Una noche, o más bien una mañana, a las cuatro o las cinco, los silbatos nos envían de nuevo a los puestos de interceptación.

Una masa de carros Stalin, T-34 y Sherman se acerca con gran estruendo. Un bombardeo de artillería les precede y causa estragos sobre todo en Boporoeivska provocando el éxodo definitivo de los ucranianos petrificados ya por el temor. Los carros alemanes, unos quince Tiger, diez Panther y una docena de Mark-II y III, han logrado mantener en marcha sus motores constantemente durante la noche. Al comenzar la ofensiva, dos carros Mark-II quedan destrozados uno junto al otro bajo el bombardeo ruso. El frente de Boporoeivska tiembla ahora bajo las deflagraciones. Los landser inmóviles en sus hoyos acechan, apretando los párpados, a la infantería roja que, sin duda, no tardará en atacar. Por el momento, sus armas automáticas y sus panzerfaust callan. El cielo pertenece a la artillería propiamente dicha y a la de los carros.

Diestramente camuflados, los Tiger esperan, inmóviles, pero con el motor en marcha, que pase a su alcance la caza de acero.

Sus disparos estridentes y nítidos, prenden fuego casi cada vez en los carros rusos que avanzan lentamente, seguros de sí mismos y disparando verdaderamente a bulto. Su táctica de desmoralización surtiría efecto si nosotros no viésemos tantos penachos negros elevarse en el cielo claro de febrero. Los «37» y los panzerfaust, armas destinadas a ser usadas casi a bocajarro, prácticamente no han tenido que intervenir. La primera oleada blindada soviética queda consumida a ciento cincuenta metros de las primeras posiciones. Ha sido detenida en seco por el tiro increíble de los Tiger, los Panther y de la defensa antitanque pesada.

El Tiger es una fortaleza sorprendente. Los proyectiles enemigos parecen no producir ningún efecto en su caparazón que alcanza en el frontal catorce centímetros. Un solo punto débil, su movilidad. Pero he aquí la segunda ola, más densa que la primera y acompañada de una infantería pululante que tiene mucho mérito. La partida se hace seria.

Las culatas se apoyan en el hueco de los hombros, las granadas de mango están al alcance de la mano, a punto de ser empuñadas. La boca está seca y el pulso acelera su ritmo.

Pero he aquí que del cielo desciende un milagro. Una treintena de aviones con cruces negras surgen con un enorme ruido de motores. La escuadrilla de Vinitza, prometida, acude y arremete contra la masa enemiga. Objetivo fácil de alcanzar, cada bomba hace su obra.

Un «¡Viva la Luftwaffe!» inmoderado se eleva de todos los pechos hasta el punto de que cabe preguntarse si los aviadores lo oyen. Todas las armas alemanas rugen a la vez sobre la ofensiva rusa que progresa lentamente a costa de unas pérdidas sofocantes. Los blindados alemanes abandonan su guardia y arremeten contra el enemigo hipnotizado, con un ardor digno del avance de 1914.

El estrépito se hace insoportable. El aire está agrio de humo, de olor a pólvora y a gasolina quemada. Los «hurras» de los alemanes se mezclan con los de los rusos que disminuyen ante el choque inesperado.

Puede seguirse con la mirada la magnífica progresión de los Tiger que pulverizan, a medida que avanzan, al enemigo blindado que todavía no ha dado media vuelta. La Luftwaffe se encarniza con cohetes y con el cañón del 20 sobre la desbandada rusa, que un increíble muro de humo luminoso nos tapa en su base.

La artillería rusa persiste en su lluvia de obuses sobre nuestras líneas, causando unos muertos que no distinguimos. Pronto enmudece a su vez ante el reflujo de sus propias tropas.

Otra oleada aérea alemana sobreviene como un lujo suplementario para rematar el desastre rojo. Los landser se abrazan mutuamente. La alegría estalla en esos hombres que, desde hace un año, se repliegan ante un enemigo cada vez más poderoso. Lensen grita como un poseso:

—¡Ya os lo había dicho! ¡Ya os lo había dicho!

Tuvimos derecho a los comunicados especiales. El frente en la frontera rumana resiste. En un frente de trescientos cincuenta kilómetros, el Ejército ruso acababa, efectivamente, de lanzar dieciséis ataques en un mes. Habida cuenta de las tres semanas de silencio durante las cuales casi todas las operaciones fueron imposibles, los dieciséis asaltos se efectuaron en una sola semana. Cinco puntos precisos sufrieron aquellos golpes de ariete. Sólo uno de aquellos ataques estuvo a punto de ser un éxito. El frente se ha derrumbado al sur, pero la bolsa quedó cerrada y las unidades rojas fueron hechas prisioneras o aniquiladas.

Por nuestra parte, todo el mundo había resistido firmemente y estábamos muy orgullosos de ello. Acabábamos de demostrar que con un material adecuado, un mínimo de preparación y unas tropas netamente inferiores en número podíamos enfrentarnos con un enemigo cuyos esfuerzos insensatos no eran, a decir verdad, empleados atinadamente.

El veterano, Wiener, solía hacer esta reflexión en los momentos difíciles. Cuando veía un carro enemigo en llamas, enseñaba siempre sus dientes de lobo en una ancha sonrisa.

—¡Qué imbécil! —decía—. ¡Haberse hecho destruir tan tontamente! ¡Tan sólo su número nos arrollará un día!

Hubo treinta Cruces de Hierro para la Gross Deutschland, y otras tantas para los pequeños efectivos del regimiento de carros que no las habían robado.