Capítulo XII

LOS CARROS ROJOS

Hace diez días que volví a encontrar a mis compañeros de infortunio. La alegría de estar otra vez juntos se manifestó como es debido. En la isba sin ventanas destinada a nuestro descanso, festejamos mi regreso a la tierra de los «pies congelados» liquidando un bidón de cinco litros de ersatz. ¡Nada de vodka, nada de alcohol, nada de pastelillos! Carecemos de todo. Es la guerra.

Desde luego, solamente están los íntimos en torno al bidón. Los demás de la compañía se mantienen apartados. Indiferentes, se bañan los pies sucios en platos para ocho donde han logrado calentar agua, o bien se despiojan cuando no organizan carreras con los malditos bichos. La fiesta resplandece un instante y se atenúa, pues no es posible repetir más de veinte veces las mismas cosas y todo se apaga para dar paso a la modorra de los soldados. Todos sabemos esto, y hasta los días en que la moral es buena, la ansiedad del frente nos oprime y nos impide reír mucho tiempo.

Hace diez días que hacemos la lanzadera entre nuestro puesto y la isba de reposo. Cada doce horas, salvamos el kilómetro que nos separa del agujero de guardia de lo que la guerra ha querido dejar de una aldea.

Frente al agujero, no hay más que la llanura helada. De día, nuestra mirada se extravía en ella. Por la noche, la niebla nos acerca el horizonte a diez o quince metros y nos obliga a una dolorosa dilatación de pupilas. No cortamos el camino a nada. Ningún frente enemigo estable se ha instalado ante nosotros.

Únicamente algunas tentativas de penetración siempre motorizadas nos obligan a abrir un fuego de cortina de vez en cuando. Una vez, desde mi regreso, los carros enemigos se manifestaron y acribillaron esmeradamente nuestras baterías entumecidas por el frío. Esto aparte, nos sobra tiempo para ver la nieve polvorosa cristalizar en nuestras botas cortas de Infantería que se ponen duras como madera. Las otras doce horas sirven para ablandarlas en el calor de establo provocado por unos sesenta hombres que esperan con la mirada en el vacío, sentados unos encima de los otros. Prohibido encender fuego. El humo hace localizar las líneas (Feuer streng verboten!).

Wesreidau nos visita a menudo. Creo que siente amistad por nuestro grupo. Con el veterano, habla de hombre a hombre. Nosotros, los jóvenes, escuchamos las conversaciones como los chiquillos escuchan a los mayores. No nos aportan más que noticias graves, alarmantes. Kiev ha sido abandonado por las tropas alemanas exhaustas. El Dnieper, esa famosa barrera, sigue resistiendo. Desgraciadamente, no sirve de nada. Los rusos remontan su curso desde Cherkassy, tanto por la orilla este como por la orilla oeste.

El Desna, a su vez, está asediado del este al oeste. En Nedrigailov se juegan la vida o el cautiverio, pues la victoria ya no es posible. Kiev sigue siendo, a pesar de todo, el centro de los combates. Afortunadamente, nosotros sólo cubrimos el ala sur de los ejércitos empeñados, pues nuestro frente es precario y poco profundo. Estamos atrincherados en una llanura lisa como un billar y nuestra defensa, aunque dispusiésemos de medios, resultaría difícil de organizar. El decimosegundo día, sufrimos un serio ataque aéreo. La misma jornada una columna asoma por el horizonte. Está formada por una parte de las fuerzas arrolladas en Cherkassy. Siete u ocho regimientos andrajosos, hambrientos, recargados de heridos, vienen a parar en nuestras posiciones y causan estragos en nuestras reservas. En las caras barbudas de esos landser se lee la magnitud de los combates que acaban de librarse. Esa Wehrmacht de botas destaconadas, macutos vacíos y ojos llameantes de fiebre, precede de cuatro días la estocada rusa que sube rugiendo desde Jerson hasta la orilla oeste del Dnieper. El invierno también ataca. El termómetro desciende a quince grados bajo cero.

Y una noche, cuando un frío salvaje azota los paquetes de mantas que hacen guardia detrás de los parapetos de tierra dura y cortante, llega el enemigo. Llega, y su ruido, que el viento tiene la amabilidad de traer hasta nosotros, se nos presenta bajo diferentes aspectos. En la llanura infinita y bañada por una luna clara y helada, se eleva primero un fragor sordo y uniforme. Lo escuchamos con la ansiedad del animal acorralado que oye llegar a la jauría. Lo escuchamos por lo menos dos horas. Los ojos desorbitados, cuyo líquido protector se adensa y se hiela, miran fijamente el panorama espectral. Todavía no se ve nada. No obstante, unos y otros anuncian a cada momento: «¡Ahí están!».

La imaginación tensa hacer bailar la línea que queda visible y esta cobra de vez en cuando la forma de un espejismo inquietante. Mil ideas giran bajo el gorro de piel de gato. La patria lejana, la familia, los amigos, un amor insensato, desesperado. Se consideran todas las soluciones, la capitulación, el cautiverio, la huida…, la huida o la muerte pronto, muy pronto, para acabar de una vez. Algunos se aferran a sus armas y piensan en una defensa heroica, en rechazar, en resistir. Pero la mayoría también se dispone a la muerte. De esta resignación surgirán los héroes más gloriosos de toda la guerra. Cobardes, miedosos, pacifistas que, desde el principio, no están conformes con la guerra ni con Hitler, y que, delirantes de terror, salvarán sus vidas, y con frecuencia la de los demás al mismo tiempo, por la fuerza de las cosas.

Frente al enorme huracán, cada vez que la huida sea posible, la emprenderemos. Pero muchas veces no lo es. Los héroes sin gloria darán pruebas entonces de una fuerza superior a la del asaltante. Ya no se combate por Hitler, ya no se combate por el nacionalsocialismo ni por el Tercer Reich, ni siquiera por la novia, la madre o la familia que sufren en las ciudades asoladas por las bombas. Se lucha con el miedo, por el miedo. Pero también la idea aceptada de la muerte hace vociferar de rabia impotente. ¡Vamos a batirnos por algo vergonzoso, pero mucho más fuerte que todas las doctrinas! ¡Vamos a batirnos por nosotros mismos! Para intentar no morir, a pesar de todo, en un hoyo de barro o de nieve. Como la rata acorralada en el fondo de un sótano que no vacila en saltar a la cara del hombre de tamaño desmesuradamente superior al de ella.

Perdidos por perdidos, nuestro terror se transformará en una fortaleza de desesperación contra la cual la idea del comunismo de los soldados rojos le costará habérselas. El fragor aumenta, y mientras tanto, seguimos pegados a la tierra maldita.

Ahora los ruidos son distintos. La silueta de Halls, que parece un saco de patatas, se mueve y viene hacia mí:

—¿Oyes? Hay carros —murmura.

No oigo otra cosa.

Después se oyen también cantos. Entonados por innumerables pechos. Los rusos no se andan con chiquitas. Es el gran rush. A su vez, experimentan el ímpetu, el entusiasmo de las tropas que avanzan.

—Hace un año y medio yo berreaba igual yendo hacia Moscú —murmura el veterano.

Transcurre la noche. El rumor se manifiesta de una manera diferente, pero persiste. Los hombres que descansaban en las isbas han vuelto a las posiciones. Todo el mundo está aquí. Incluso los servicios auxiliares han habilitado defensas junto a los acantonamientos. El frente se dilata en una larga faja, poco profunda. Una larga faja donde los regimientos se hacinan en cerca de un centenar de kilómetros para nuestra división. Somos numerosos, muy numerosos. Aproximadamente treinta veces menos que la marea que se acerca.

La ansiedad queda fija como una emisión pesimista captada por los cascos de acero. La respiración se condensa en la nariz, en los labios, en el cuello alzado del capote. Los pies y las manos nos han dolido mucho menos. Ahora, rígidos por el frío, los miembros parecen desolidarizados de nuestra tensión nerviosa. Las otras noches, los muchachos daban vueltas en los refugios para no quedarse helados. Esta noche, los molestos chanclos han sido dejados a un lado y todo está quieto. El frío cortante pasa, como un sueño silencioso, depositando sobre la tierra y los hombres una película de escarcha. Tenemos que maniobrar los cerrojos de vez en cuando por precaución. Cada vez su contacto, pegadizo y frío, nos produce el efecto de una descarga eléctrica. En el este, los rusos parecen haber enmudecido. Únicamente sus motores zumban de una manera inquietante.

De vez en cuando nos llega un relincho. Un caballo desnutrido de nuestro parque revienta profiriendo un quejido ronco. El sueño pesa, tanto como el miedo y el frío. Con los ojos abiertos, nos da por intermitencias. Por fracciones de cinco o de diez minutos nos hace olvidar. Luego, con sobresalto, volvemos a la realidad. Y así sucesivamente hasta el amanecer, la hora en que muchos mueren de frío.

Los rusos no se dan prisa. Han transcurrido otras veinticuatro horas y únicamente el rumor del Frente soviético que se instala persiste. Si aún tuviésemos fuerza y posibilidades, un contraataque por nuestra parte nos valdría cierto éxito. Pero sólo tenemos orden de resistir en este maldito frío. Se organizan de nuevo descansos cada cuatro horas, de modo que quede el mayor número posible de soldados en posición. Muchos se duermen al pie de sus armas y despiertan bruscamente con serias congelaciones. Noche y día, heridos nos dejan a caballo o a pie. No llega ningún refuerzo y esto debilita aún más nuestro frente.

—Esto es un truco —refunfuña el veterano.

Al anochecer sorprendemos a Lindberg, que se había alejado, según dijo, para bajarse los pantalones, con las piernas desnudas. Ha permanecido así tres cuartos de hora y no ha podido resistir más. Ahora llora como un ternero y Halls vuelca su rencor respecto a su proveedor flagelándole las pantorrillas y los muslos con el cinto de la careta antigás.

Al día siguiente, los rusos siguen sin atacar. Cada vez estamos más crispados y no podemos disfrutar de la calma. Un avión nos sobrevuela y lanza cuatro grandes sacos de correspondencia.

Tengo cuatro cartas: dos de mi familia, dos de Paula. Han tardado mucho en llegar. Una de Francia, sobre todo, es del mes pasado. Devoro la correspondencia de Paula, de la que emana una gran tristeza. Ella está ahora movilizada para trabajar en una pequeña fábrica en pleno campo a sesenta kilómetros de Berlín. La vida es inaguantable en la capital, precisa Paula.

¿Qué debo pensar?

La carta de mis padres, con la eterna canción de mi padre, está llena de quejas injustificadas. Se lo digo a Wiener que me replica: —Los franceses no saben más que quejarse. La última carta de mi madre me deja estupefacto por su falta de realismo. La pobre mujer me enardece que vaya con cuidado, que no haga acciones brillantes, que me limite a mi servicio y no me exponga inútilmente. Estos infelices consejos están tan fuera de lugar que me quedo un momento estupefacto. Mi mirada va de la hoja que parece amarilla, comparada con la nieve que se extiende y se arremolina, ocultando el horrible peligro que al este se instala frente a nosotros. Lo irrisorio de los consejos de mi pobre madre me arranca lágrimas de emoción.

Cada uno está sumido en la lectura de una misiva, tan inesperada a veces que conmueve a individuos mucho mayores que yo. Otros gritan y se agitan como locos. Acaban de saber la muerte de uno de los suyos en un bombardeo.

—Este correo no ha hecho más que desmoralizarnos un poco más —clama un mozarrón mirando a un camarada que solloza oprimiéndose los labios.

¡Nada nos será ahorrado, pues!

Por la tarde salen unas patrullas en medio de la tormenta que las oculta. El Estado Mayor, rabioso de esperar, decide someter a prueba al enemigo. Solamente habrá un pequeño tiroteo y las patrullas volverán diciendo que han visto gran cantidad de material ruso.

Precisamente antes de anochecer se nos arranca del descanso. Con el pulso agitado, ganamos corriendo nuestras posiciones. Los tanques rusos avanzan en la tempestad, y la tierra helada repercute sus vibraciones.

Los sirvientes de los antitanques, así como los de los panzerfaust, tienen la vista pegada al visor cuyo vaho hay que limpiar constantemente. Algunos fosos anticarro han sido cavados. Todos insuficientes, tanto en cantidad como en eficacia. Si la defensa antitanque cede, estamos perdidos. No lo ignoramos y apretamos nerviosamente las granadas anticarro y las minas magnéticas que nos han sido distribuidas.

En el Palc que protegemos, Olensheim, Ballers, Freivich y otros están prontos a manejar la pieza. La nieve que cae disminuye la visibilidad. Una ametralladora ligera acaba de abrir el fuego al norte. Los monstruos rugen y siguen invisibles. En el norte, el combate aumenta rápidamente. Los resplandores son visibles a pesar de los blancos torbellinos y de la noche que cae muy deprisa. El ladrido breve de los anticarro azota la llanura y repercute de una forma curiosamente apagada. Los fragores aumentan y agitan las respiraciones. Largas llamaradas corren horizontalmente. Otras, por el contrario, trepan en vertical y abrazan por capas las masas de nieve arremolinadas. El rugir de los tanques en plena aceleración rompe la noche y los tímpanos. Cinco monstruos imprecisos surgen, corriendo paralelamente a nuestra línea de defensa. Nuestros compañeros de la pieza antitanque disparan precipitadamente. Wiener apoya con sangre fría la culata de la ametralladora en su hombro. Yo estoy paralizado por mil terrores indescriptibles. Unos resplandores amarillos crepitan sobre la delantera de los T-34 cuyas torretas están orientadas hacia nuestras líneas. Cinco obuses han trazado ya rasgos blancos y nuestros camaradas del antitanque han visto como sus disparos quedaban sin efecto.

Un carro bordea rugiendo la posición. Va a pasar a diez metros de nosotros. Un aullido se distingue a través del estruendo. Un proyectil de panzerfaust estalla en el costado del monstruo. La marcha de este disminuye una humareda densa y negra que el viento aplasta contra el suelo se escapa por todos los intersticios del panzer. Los capós se abren y restallan sobre la chapa. Se elevan unos gritos que seguidamente quedan cubiertos por una formidable explosión. La torreta se descoyunta. Los jirones de los hombres quedan suspendidos de la chatarra desarticulada y adquieren tonos que van del púrpura al oro. Ningún grito de victoria resuena. El ladrido del Pak estalla por encima de nuestro refugio. Uno de los obuses acaba de encontrar una juntura en la trasera de otro blindado que se empenacha de humo a su vez. Las balas corren, por fin, en mis manos. Todo lo que se escapa de los vehículos inmovilizados es despiadadamente abatido. Respiramos un instante. Los incendios iluminan el teatro de operaciones. Surgen más carros. Tenemos tiempo de verlos desde más lejos. Uno de ellos corre detrás de nuestra línea. Se nos eriza el cabello a medida que el carro arremete contra nosotros. Los muchachos del antitanque se preparan rápidamente. En tres segundos, la pieza está apuntada hacia el monstruo. Dispara y el proyectil estalla sobre la delantera del carro enemigo. Con el choque, el motor de este casi se cala y luego ruge. Parece desembragado. A la derecha, al mismo tiempo, dos resplandores deslumbran y provocan una explosión. Otro carro dispara sobre nuestra posición. La tierra salta a grandes bloques a nuestro alrededor.

No sé ya lo que pasa. El carro de la derecha se incendia a su vez y gime por todos sus remaches.

Für der Panzerfaust, Sieg Hell! Heil! —grita una voz.

Nuestros artilleros tiran sin tregua sobre el segundo carro que venía por detrás de nuestras posiciones y que parece tener dificultades mecánicas. Una explosión prolongada es visible a su izquierda. Ya no se ocupan más de él. Hay otros, más atrás. Alucinante espectáculo. Un T-34 arremete bamboleándose entre nuestras posiciones y siembra la muerte bajo sus orugas. Detrás, un vehículo semioruga, armado de una pieza anticarro, lo persigue. Los hombres de la geschnauz descargan todo lo que pueden contra el monstruo que acelera. Los camaradas del anticarro están en peligro. Freivich está herido, tal vez muerto. Disparamos con ametralladora contra el carro ruso que no frena y vuelve hacia sus líneas. Dos proyectiles disparados por otros carros estallan alrededor del semioruga. Un tercer disparo desintegra ante nuestros ojos la plataforma en la que los temerarios cazadores habían emprendido su insensata carrera. El vehículo marcado con el casco blanco de la Gross Deutschland chisporrotea en el fuego de sus depósitos. El enemigo, creyéndose perseguido todavía, huye en la tormenta de nieve.

El ataque de los blindados rojos ha terminado. Ha durado aproximadamente media hora, visiblemente destinado a probar nuestra defensa. Cierto número de blindados rusos han quedado sobre el terreno. Sus pérdidas son dolorosamente superiores a las nuestras. Pérdidas que, desgraciadamente, suponen poco para la fuerza que se reagrupa enfrente. Para nosotros, la destrucción de cuatro defensas antitanques en nuestro sector disminuye de manera importante el sistema de defensa.

La tensión remite un poco. Los teléfonos de trinchera chirrían y piden informes. Se llama a los camilleros que corren arrastrándose sobre la tierra helada. El veterano se desliza al fondo del hoyo y enciende un cigarrillo a pesar de la prohibición. Halls salta al refugio.

—Acabo de saber que la casamata de Wesreidau ha sido aplastada. Por un T-34 —precisa, jadeando.

Lo miramos esperando otras explicaciones.

—No os mováis de aquí —decide el veterano—. Voy a ver.

Achtung Zigaretten! —indica Halls.

Danke.

El veterano aplasta la colilla y se la mete en la bocamanga. Vuelve media hora más tarde.

—Durante diez minutos —afirma—, hemos removido la tierra para sacar a Wesreidau de su tumba, así como a los otros dos oficiales. Los tres sólo sufren heridas superficiales. Únicamente ha muerto el muchacho de los enlaces que hacía la guardia ante el refugio. Aterrorizado, habrá querido meterse en aquella trampa. Hemos encontrado su cuerpo triturado bajo el hundimiento de la entrada.

¡Uf! Olvidamos el último cuadro para no pensar más en nuestro hauptmann. Wesreidau se ha salvado. Realmente nos importa conservarle de jefe.

Al día siguiente, ya no nieva. Los blancos copos no han conseguido cuajar en los esqueletos de los carros destruidos, de los cuales algunas partes metálicas quedaron al rojo por los incendios. Los grandes cadáveres, todavía calientes y negros, erizan la llanura en número de veinte. Cuatro puntas de ataque han sido lanzadas esta noche por los rojos. Una sobre nuestra posición defendida por seis compañías y las otras tres más al norte, de veinte en veinte kilómetros.

Hemos tomado el relevo a las ocho. Todo está inmóvil bajo un cielo sombrío. Es el auténtico cielo del invierno ruso. La tierra parece cubierta de una techumbre opaca y pesada como una chapa de plomo. Nunca he vuelto a ver un cielo como el del invierno ruso. Inconscientemente, la mirada contraída de los landser se alza hacia él como para comprobar su solidez. La luz rezuma, penosa y difusa, dando a todo un aspecto irreal. Los impermeables reversibles blancos destacan en amarillo desvaído sobre la nieve fresca inmaculada. Cada infante parece una funda de almohada mugrienta e hinchada. Muchos se han echado encima todo lo que la impedimenta de invierno puede contener: capote, chaleco, piel de carnero, etc. Los movimientos son lentos a causa de este embutido. A menudo los «monos» de camuflaje se rompen por todas partes por no estar hechos para contener tantas cosas.

A pesar de nuestra sensación de inferioridad, los hombres están más sosegados esta mañana. Los esqueletos de los carros aniquilados son como un cuadro de caza victoriosa ante nuestros ojos, a pesar de todo, pesimistas. Todos sabemos que no se trataba de un ataque serio, pero hemos logrado resistir a los más peligrosos monstruos soviéticos. La idea de que los tanquistas rojos tal vez no tenían orden de avanzar más, sólo se les ocurre a los veteranos. Para nosotros, está claro que los hemos detenido. Algunas botellas de aguardiente reservadas para reconfortar a los heridos han sido descorchadas por el propio capitán. Por la noche, en las isbas que cobijan a los hombres de reposo, se organizan pequeñas fiestas. En la nuestra, los hombres de los panzerfaust son los homenajeados.

A la luz restringida y vacilante de siete u ocho velas, los vasos de hojalata se alzan a la salud de los obergefreiter Lensen, Kellermann y Dunde. Los granaderos Smellens y Prinz trincan con Herr Hauptmann Wesreidau, que lleva un enorme vendaje en la mano izquierda y dos más en la cara. Hay también dos heridos acostados en camillas y se les ofrece un cigarrillo tras de otro.

Halls, exuberante como de costumbre, describe la batalla remedando ciertas escenas con ampulosos gestos del brazo izquierdo, que blande el vaso, por tener el derecho ocupado en rascarse febrilmente los sobacos invadidos de piojos. Lindberg se agita, como siempre que todo nos va bien. La cobardía le ha marcado más que a cualquier otro. Su cara, que no consigue envejecer, lleva los estigmas de ello.

Algunos se duermen mientras continúan las vociferaciones. Los soldados del Este han aprendido a dormir en cualquier parte, en medio del barullo que sea. Los que persisten en velar tienen la cabeza y el lenguaje acalorados por el alcohol. En la penumbra de la isba, la escena adquiere el aspecto de un cuadro fantástico. Los cantos se elevan como en todas las reuniones alemanas. Aquí son cantos de marcha, pues no conocemos otros. Luego, el veterano, que la ha cogido buena, inicia una canción rusa. Habla el ruso bastante bien. No lo podemos traducir. Nadie sabe si se trata de una canción revolucionaria roja o de un canto de la Ucrania amiga. No importa. ¡Ya no estamos para estos distingos!

Cada uno canta lo que quiere con la mayor discordancia. Halls me insta a cantar en francés, pese a las ganas que tengo de vomitar.

Y heme aquí berreando la marcha de Sambre et Meuse. Luego, dos o tres burradas más que hablan de culos, de pelos y de sífilis.

Halls, que está como una cuba, se ríe a carcajadas.

—Aquí vienen los franchutes en socorro nuestro. Hurre pobieda!

Entonces se produce un incidente lamentable. Lensen se pone de pie, cabreado por la borrachera.

—¿Quién habla de franchutes, aquí? ¿Qué podemos esperar de esos conejos de monte?

Se dirige a Halls, que baila pesadamente, como un oso. Halls intenta cogerlo de un brazo para valsar.

—¡Cállate la boca, cerdo! —grita Lensen—. Vete a meter la cabeza en la nieve en vez de berrear imbecilidades.

Halls, que le lleva casi un palmo, continúa su farandola. Entonces Lensen le arrea un manotazo y abusa de la ventaja que le confieren sus galones,

Stillgestanden, gefreiter! —grita.

—Pero ¿qué mosca te ha picado? ¿Es que te burlas de mí? —replica Halls, con la mirada empañada por el alcohol.

Stillgestanden —insiste Lensen—. Ya te daré yo, la Madelon.

—Te olvidas de Sajer —vocifera Halls, congestionado, señalándome—. Tiene sangre francesa y ha pasado su vida en Francia. Los franceses ahora están de nuestra parte —asegura, tal vez poco enterado como yo de lo que ocurre.

—¡Cacho de imbécil! ¿Quién te ha hecho creer una imbecilidad semejante?

—¡Es verdad! —exclama alguien—. Ost Front lo dice.

Yo no sé qué cara poner.

—¡Estáis soñando, partida de atontados! Aunque un puñado de esos gallinas esté con nosotros, no prueba nada. Se ve bien que sois unos pelos negros para estar siempre al lado de las mandolinas.

Lensen recalcaba así las desavenencias fundamentales que hacía mucho tiempo reinaban entre los alemanes del sur y los prusianos.

—Mi madre nació cerca de Berlín, Lensen, no lo olvides —dije yo.

—Entonces, tienes que escoger. O eres alemán como nosotros, o si no, te vas con tus sinvergüenzas de franceses.

Iba a explicarle a Lensen que no me habían dejado escoger.

—En Polonia y hasta en Chemnitz os lo preguntaron. Lo recuerdo porque estuve presente.

—Pero él escogió —gritó Halls—. Aquí hace el mismo trabajo que tú.

—¡Entonces ya no tiene nada que ver con los franceses! —exclamó triunfalmente Lensen, que, por su innegable valentía, había sido galardonado con la cruz de guerra tras haber destruido su séptimo carro en el panzerfaust.

Me quedé abrumado. Me sentía vulnerable e incapaz de llegarle a Lensen a la suela de los zapatos. La guerra seguía dejándome paralizado, y probablemente era mi feo lado francés lo que denunciaba Lensen. De pronto me sentí como Lindberg, que no era francés, pero sí oriundo de la región del lago de Constanza, un pelo-negro, como decía Lensen.

Un grupo alegre entonó Marienka, y la bebida recobró la iniciativa. Me quedé un poco apartado con mis reflexiones. Todo el orgullo que había sentido al prestar juramento en el campamento F, todo el gozo de sentirme por fin igual que mis compañeros que me inspiraban un indiscutible respeto, todos los esfuerzos, todos los tormentos sufridos con la fe de quien cree en lo que hace, todo ello acababa de ser puesto otra vez en entredicho por la acusación de aquel borracho de Lensen. Siempre había notado cierto desdén por su parte. Sin embargo, una vez me defendió en Polonia. Por lo tanto, quizás yo exageraba. Lensen no tenía nada contra mis orígenes… Pero hoy, la verdad, había estallado. Mis compañeros de sufrimientos me rechazaban, a pesar de mi buena voluntad. ¿Sería yo digno algún día de llevar las armas alemanas? Maldije interiormente a mis padres por haberme hecho nacer en una encrucijada tal de caminos.

Furioso y triste a la vez, me encontraba increíblemente solo. Sabía que seguramente podía contar con Halls, Wiener y hasta con algunos más. ¡Pero los camaradas se habían puesto a beber otra vez con sus hermanos de raza! Nunca más podría atreverme a chapurrear sus cantos que, sin embargo, me gustaban mucho. Tal vez un día yo moriría en aquella situación de esclavo negro al lado de su amo. Aquella idea me resultaba intolerable y, añadida a la náusea que me producía el aguardiente, me obligó a salir para vomitar y respirar el aire algo más que fresco. Mi embriaguez me impedía reflexionar más. Entré de nuevo y me fui hacia un montón de mochilas, donde me dejé caer. Luego, desabrochándome todo el correaje, me puse a rascar encarnizadamente los piojos que me laceraban la carne a la altura del cinturón.

Al día siguiente, el Frente ruso volvió a agitarse. La artillería nos propinó unos cuantos pepinazos. Hacía algunos días que los popov nos tenían en vilo y sin duda estaban preparando la ofensiva definitiva con aquella lentitud que siempre caracterizaba su organización. Durante la jornada, una columna de artillería acudió a reforzar nuestra posición. Ello nos valió un duro ejercicio con palas y picos que nos llenó de ampollas las manos.

Todas las tropas en línea recibieron la orden de desmantelar el Frente ruso. Y para ello nos adjuntaron artillería del «88» y del «155».

Toda la tarde del día siguiente, nuestros artilleros efectuaron un tiro de hostigamiento sobre Iván, desesperadamente mudo. Por la noche, las secciones, atiborradas de armas, salieron de los refugios y avanzaron por la tierra nevada. La marcha hacia el Este volvía a empezar. Scheise! Con cierto estremecimiento de aprensión, los grupos toparon con un regimiento motorizado soviético cuya masa insólita de vehículos parecía inmovilizada in aeternum. Hubo el ladrido de las ametralladoras, el desgarro de las granadas, los gritos de los hombres del regimiento sorprendidos por una agresividad de nuestra parte que no esperaban y el rugido de los incendios de gasolina que consumieron un material evaluado en una suma considerable de rublos.

Después, todo el mundo dio media vuelta antes de que los rojos hubiesen reaccionado y tuviesen tiempo de vengarse cruelmente. Regresamos a nuestros hoyos, cubiertos de una gloria pasajera.

El hecho era que habíamos, al mismo tiempo, despertado la cólera de los rusos, quienes iniciaron el baile con el amanecer muy tardío.

Igual que en Bielgorod, el horizonte se inflamó de golpe, tan repentinamente como los primeros compases de una ópera de Wagner. La precipitación con que ganamos nuestros puestos tomó un aspecto trágico. La lluvia de hierro fue tan densa que una cuarta parte de los hombres quedó fuera de combate antes de haber podido llegar a sus posiciones. Las mismas escenas que ya había vivido en otras partes volvieron a desarrollarse. El espectáculo de camaradas aullando en sus últimas convulsiones seguía causándome el mismo efecto insoportable. A pesar de mi voluntad de vivir o de morir como un héroe de la Wehrmacht, no fui más que un animal paralizado de terror y de aprensión.

La aviación alemana, con la que ya no contábamos, hizo una feliz aparición poderosa y calmó un poco el ardor de los artilleros rojos.

Al día siguiente, de madrugada, fue la de los rusos que vino a su vez para dejar caer sus bombas entre nuestros hautsbitz Nuestra artillería desmantelada recibió orden de replegarse durante la noche, dejándonos el honor del campo de batalla.

La posición fue mantenida cuatro días más, pese a los asaltos de la infantería apoyada por los blindados. Vivimos unas horas de un deporte espantoso. Los muertos fueron, en la medida de lo posible, sepultados en los hoyos que habían ocupado en vida. La compañía borró ochenta y tres nombres de su lista de efectivos. Entre ellos, Olensheim, que había vuelto gravemente herido de Bielgorod para recibir el tiro de gracia al oeste del Dnieper, allí donde la tranquilidad debía estar asegurada.

Los rusos se habían reagrupado para el asalto final, y tan sólo algunos últimos preparativos debían retrasarlos, sin duda. Sin embargo, su artillería, que se notaba que era reforzada de hora en hora, volcaba sobre nuestras posiciones y bastante más allá un machaqueo intensivo. El veterano acababa de ser herido y aguardaba, con otros cien, a ser evacuado a un hospital de la retaguardia o, por lo menos, a una zona más tranquila. Un sargento poco cortés ocupó el sitio de mi buen August, y yo seguí haciendo subir los cargadores de la spandau manejado por una mano netamente menos experta.

Aquella noche fue tan horrible que no guardo de ella más que un recuerdo disperso, confuso. El suministro de municiones a través de los graben solía hacerse en una lona de tienda llevada por dos o cuatro hombres. Cuando digo «aquella noche», quizá se trate de las siete o las ocho de la tarde, porque cualquiera sabe en Rusia… En verano, el sol no se pone nunca prácticamente y en invierno casi ni siquiera sale, sobre todo en los comienzos de la estación.

Acabábamos de aguantar los asaltos de dos o tres grupos importantes. En los puestos a la izquierda, hubo muchos gritos y sin duda camaradas muertos.

Habíamos agotado cinco cargadores y nos calentábamos los dedos sobre el metal casi ardiente de la ametralladora. El sexto y último cargador estaba metido y esperábamos con ansiedad a los abastecedores. La noche estaba iluminada por treinta y seis mil explosiones producidas por los obuses rusos que caían constantemente, haciendo muy difícil cualquier desplazamiento. Las zanjas, insuficientemente profundas, sólo conducían a ciertos puestos. En cuanto a los demás, había que acercarse a ellos a saltos sucesivos, entre dos estiradas y reptar decenas de metros sobre la nieve mezclada con terrones helados.

Cuatro siluetas eran visibles de vez en cuando a través de los resplandores. Los cuatro camaradas saltaban de un hoyo de obús a otro, transportando proyectiles para mortero del 50 y cargadores para spandau. A cuarenta metros de nuestra posición, les vimos destacar en un blanco resplandor y ningún grito subrayó su fin. Dos minutos después, fui arrastrándome hacia el impacto. Por orden del sargento, debía volver con dos cargadores por lo menos. Había llegado al sitio, cuando se elevó el grito de asalto de los rusos. Hubo una avalancha de granadas y de torpedos de mortero ligero. El suelo tembló debajo de mí, de una manera ilógica. Tuve la impresión de ser un guisante en la piel de un tambor diestramente batido. Me encontraba tumbado en medio de los camaradas muertos un momento antes, sin discernir lúcidamente el objeto de mi traslado. Hubo un ruido de carro. Todo ello despedazado por mil rastros luminosos, por un sinfín de explosiones rosadas, amarillas. La oscuridad era atravesada por unos faros que iluminaban una pancarta muy corta con la inscripción «S. 157». Con la boca abierta, según lo prescrito y sobre todo porque me asfixiaba, me quedé allí buscando con gestos dementes unos puntos de apoyo en aquel mundo diabólico donde la horizontal y la vertical variaban al ritmo de los tajos luminosos que recortaban la oscuridad. Me pareció reconocer a través de todas aquellas incertidumbres, el crepitar del arma que había usado el veterano y de la que me había alejado un instante. Mi razón naufragaba. No creía poder encontrar ya una salida a la situación y me quedé clavado en el suelo, con la cabeza agachada como el animal atado que espera la cuchillada.

A cien metros a la izquierda, el Pak voló en la noche rayada de relámpagos con sus municiones, sus sirvientes y su tubo marcado con once dianas. Todo volvió a caer, con la lógica de la gravedad, incluso los hombres que, sin embargo, habían merecido el cielo. El ruido espantoso de un carro se elevó en el tumulto. Un faro oscilaba y brincaba sobre el claroscuro. El monstruo, que sin duda acababa de cruzar nuestras defensas, pasó a veinte metros. Lo vi encenderse de repente y, a pesar del frío intenso, un soplo ardiente casi me asfixió. En un estado de semiinconsciencia, oí, a pesar del estruendo, una galopada en los alrededores y también gritos, como blasfemias que, si no eran francesas, tampoco eran alemanas.

Me pareció oír las pisadas de dos o tres pares de botas. El conjunto se presentó tan deprisa, tan confusamente, que no estoy absolutamente seguro de lo que vi. Volvió a restallar el subfusil. Después, gritos añadidos a cien más. El carro estalló una segunda vez, esparciendo sus órganos de acero contra mí. Alguno de los nuestros seguía disparando todavía.

Una calma relativa sucedió a aquel tumulto durante tres cuartos de hora. Molido de tensión nerviosa, logré sacudirme el entorpecimiento y di unos cuantos pasos hacia el puesto que ocupaba veinte minutos antes. Pero allí me parecía ver solamente humo y cuerpos tendidos en el suelo. La humareda cubría todo el sector. Di media vuelta bruscamente y anduve irresistiblemente en dirección de nuestras líneas interiores. Vi demasiado tarde un cadáver y no pude evitar pisarlo. La idea de que me encontraba desarmado me asaltó, pese a mi gran conmoción. Un arma estaba tirada junto al cadáver. Me apoderé de ella y eché a correr otra vez.

Cuatro o cinco tiros resonaron en mis oídos y el maullido de las balas me hizo pensar en el infierno. Me parecía estar a punto de desfallecer. Entre dos sobresaltos fui a caer en el hoyo de tres camaradas tan tensos como yo. No me concedieron ni una mirada y siguieron mirando hacia el Este sombrío y fascinante. En un instante, literalmente derrumbado en el fondo del hoyo, intenté reordenar mis ideas. Mil lucecitas iluminaban aún mi retina, prolongando así el deslumbramiento de poco antes.

Permanecí allí un buen rato, preguntándome a qué punto debía dirigirme. Luego los muchachos del hoyo profirieron unas exclamaciones. Me erguí y eché una mirada atemorizada. Lejos, muy lejos al sur, la tierra parecía haberse incendiado. Un ruido de mil truenos sacudía la atmósfera.

A treinta kilómetros al sur de nuestras posiciones, el segundo Frente del Dnieper cedía ante el irresistible empuje ruso. Miles de soldados alemanes y rumanos perecían en un fin apocalíptico. Unos veinte regimientos, no habiendo podido despegarse a tiempo, deponían por fin las armas y recibían el injusto premio de su bravura: el cautiverio, la degradación más moral que militar, la humillación…

Para nosotros, la guerra continuaba. Decidí abandonar apresuradamente el refugio en el que me había metido unos minutos antes. Corriendo como un loco, medio agachado, fui a parar a otro puesto de defensa, entre un grupo que curaba a un soldado inanimado. Un individuo, que yo no conocía, me llamó por mi nombre.

—¿De dónde sales, Sajer?

Con la mente agitada de sobresaltos, miré en su dirección.

—No lo sé, ya no sé nada… Todos han muerto, allá… He huido entre los rusos…

Detrás, un motor roncaba. Un tractor estaba emplazando una pieza pesada antitanque. Los disparos sonaron un segundo antes de la llegada de los proyectiles. Los rusos reanudaban su hostigamiento. Todo el mundo, yo incluido, se puso de nuevo en posición de defensa. La fatiga obraba ahora en nosotros como una droga. Los impactos de los rusos levantaban la tierra en una sucesión de géiseres cada vez más densos. Vimos la ráfaga acercarse a nosotros. Con un grito de desesperación y de clemencia, desaparecimos en el fondo de la posición, unos contra otros, agitados por un mismo temblor. Los choques se acercaron con una violencia espantosa. Chorros de nieve, miríadas de terrones penetraron como un diluvio en nuestro refugio. Un resplandor blanco, acompañado de un formidable desplazamiento de aire y de un ruido que nos ensordeció, levantó el fondo de la trinchera. Sin comprender inmediatamente lo que nos ocurría, fuimos proyectados todos en bloque sobre la otra vertiente y sobre el herido. La tierra volvió a caer con un gran ruido y nos cubrió.

En aquel instante tan próximo de la muerte, tuve un ataque de terror que estuvo a punto de hacerme estallar el cerebro. Aprisionado por la masa de tierra, me puse a gritar de una manera anormal. El simple recuerdo de aquel instante todavía me enloquece. Sentirse sepultar vivo es una impresión tan terrible que no sé cómo expresarla. La tierra estaba en todas partes, en mi cuello, en mi boca, en mis ojos; mi cuerpo entero estaba sujeto por algo pesado y fenomenalmente inerte. Mis grandes esfuerzos sólo contribuían a hacerlo estrecharse un poco más sobre mí. Debajo de mis muslos, la pierna de un camarada se agitaba con la porfía de un caballo en los varales de una pesada carreta. Algo se apartó sobre mis hombros. Con un impulso brusco, saqué la cabeza de la tierra y del casco, estrangulándome casi con el barboquejo. A mi lado, a unos cincuenta centímetros, una máscara horripilada, de la que escapaba un hervor de sangre, aullaba de una manera inhumana. Mi cuerpo seguía bloqueado. Creí morir o perder la razón.

Alaridos de rabia y de desesperación brotaron de mi garganta. Ninguna pesadilla puede alcanzar en intensidad esta realidad. Comprendí en aquel momento solamente, la significación de todos los gritos de horror y de desesperación que había oído durante los combates en que había tomado parte. La letra de los cantos de marcha, que solían hablar del soldado moribundo cubierto de gloria, adquirían de repente una resonancia grave y terrible.

Marchábamos como dos hermanos.

Él está ahí, en el polvo.

Mi corazón se desespera.

Mi corazón se desespera

Ahora sé, aún más, lo duro que es ver morir a un camarada. Sé que casi es tan duro como morirse uno mismo.

Aquella noche, los rusos intentaron nueve veces abrir brecha en nuestras líneas. No consiguieron más que desmantelarlas. Si su perseverancia los hubiese llevado a un décimo o decimoprimer asalto, seguramente habrían arrollado totalmente nuestras defensas. Medio enterrado, asistí, durante veinte minutos largos, al huracán de fuego que volcó sus cohetes sobre nuestra retaguardia, arrasando lo que quedaba de la aldea, matando a cerca de setecientos hombres, nada más que en nuestro regimiento, que sumaba mil ochocientos aproximadamente. A fuerza de escarbar la tierra con las manos, logré, pues, al cabo de veinte minutos librarme de aquella maldita prisión. Dos hombres yacían sobre su sangre a través de la labor de titanes. El herido que hacía poco se estaba ahogando seguía sepultado debajo de más de un metro de tierra y sólo podía contar con la clemencia del cielo.

Un individuo herido, y casi tan enterrado como yo, gemía en el mismo hoyo. Apresuradamente, bajo el estrépito de las explosiones a nuestro alrededor, liberé al desventurado y lo ayudé a arrastrarse a gatas hacia atrás. Allí había un arma y la cogí.

Pasé el resto de la noche saltando de una dificultad a otra. Huyendo de un juego terrible cuyo envite es la piel de uno y en el que las posibilidades de salvarse son mínimas en relación con las de sucumbir.

Con el despuntar del día y la aurora indecisa, el frente alemán trastornado conoció por fin la calma. Los restos de los regimientos desperdigados se encontraron al azar, entre los hoyos y los embudos de obuses diversos. Los muertos rusos y alemanes señalaban el desastre rematado por una humareda estancada. Los heridos que no habían sucumbido con el áspero frío del amanecer seguían gimiendo, y sus quejas colectivas llenaban los campos nevados de un lamento uniforme. Nuestras mentes extenuadas lo escuchaban como se presta oído al viento cuando aúlla en la paja de las isbas. Las secciones de socorro fueron formadas para secundar a los camilleros, impotentes ante tanta tarea.

Como siempre, los rusos dejaron que nuestros socorristas se ocupasen de todo ello, dejando a sus heridos que eligieran entre reventar allí mismo, o la posibilidad de ser evacuados por nuestros servicios hacia nuestra retaguardia. Si bien su material y sus equipos se hacían cada día más importantes, sus cirujanos seguían todavía siendo insuficientes.

Desgraciadamente, nuestro Ejército, desorganizado por los repliegues sucesivos, no podía ya hacer gran cosa para sus miles de soldados cuyo número aumentaba todos los días, y el mujik herido no debía tener muchas esperanzas.

Mientras lo que subsistía de humanidad intentaba borrar la ignominia de la guerra, doce de nosotros nos reunimos en una casamata medio cubierta situada detrás de nuestro antiguo campamento de reposo totalmente arrasado. Entre el grupo se encontraba Herr Hauptmann Wesreidau, que acababa de llegar. Pese a la consternación que provocaba el desastre, una alegría insólita se manifestaba cada vez que un camarada llegaba al atrincheramiento. Halls y Lensen estaban allí, así como Lindberg. Yo me atareaba en ponerle un vendaje de urgencia al cabo prusiano, que tenía el dorso de la mano gravemente quemado. El capitán dio la orden de repliegue. Despachó a los suboficiales y a nosotros mismos para pasar lista y reagrupar a la compañía diezmada, antes de levantar el campo al crepúsculo. Ayudé, pues, a Lensen a buscar su sección. Los rusos, para quienes tampoco aquello había resultado fácil, respiraban un momento antes de proseguir la demolición de nuestro frente. Por el momento, todo seguía en calma a la inquietante luz espectral de un día de diciembre.

Lensen no salía de su asombro por lo que me había ocurrido. Para él, yo había sobrevivido, en una lucha extraordinaria, al empuje soviético. Por mucho que le dijera que no había comprendido nada de lo que acababa de pasar, él improvisaba todo un argumento.

Mi impermeable había desaparecido completamente dejando aparecer el feldgrau chamuscado del capote. Había cogido un arma en mi precipitación y daba la casualidad de que el arma era rusa. Para Lensen, estaba claro: los ruskis habían rebasado mi posición, no me habían visto o me habían creído muerto. En un cuerpo a cuerpo desesperado, yo había desarmado a un adversario y, con aquel arma, había logrado abrirme paso hasta nuestras líneas.

—Todavía estás en un estado comatoso —insistió—. Los recuerdos te volverán enseguida… No veo otra explicación.

La versión de Lensen era favorable. Personalmente, yo no guardaba más que recuerdos impalpables, impresionado por mil resplandores, mil estrépitos inconcebibles y un desorden maquiavélico que me impedía situar la estrella Polar. Tal vez Lensen intentaba sencillamente hacerse perdonar su actitud de la otra noche…

Al crepúsculo, que se situaba a media tarde, el segundo Frente del Dnieper fue abandonado. Mientras, más al sur, el enorme empujón ruso, del cual nosotros en realidad, no habíamos sentido más que los contragolpes, rompía entre las unidades alemanas y rumanas, nuestras columnas diezmadas dejaban el terreno, abandonando el material inutilizable o no transportable. Los regimientos de la Gross Deutschland evacuaban sus posiciones, a pie en su mayor parte y en medio de un silencio relativo, con el espinazo encorvado y suplicando al cielo de pizarra que el enemigo no se lanzara inmediatamente en su persecución.