En el tren que cogí en Vinitza en dirección de Lvov y Lublin, viajé con unos soldados procedentes de Cherkassy y de Krementchug. Supe por ellos lo que había sido el infierno de las batallas que se habían desarrollado cerca de aquellas ciudades, que por otra parte habían sido perdidas para nosotros o estaban a punto de serlo. En todas partes, la superioridad numérica aplastante del adversario acababa por desbordar nuestras posiciones defendidas con encarnizamiento y a costa de implacables sacrificios. Aquellos tipos se iban también de permiso y a pesar de su alegría, parecían realmente abrumados por lo que acababan de vivir.
El tren entró en la estación de Lublin al amanecer de una mañana de invierno. La nieve cubría el suelo, como en Vinitza, pero en Polonia el frío era más vivo que en Rusia. Pese a nuestra costumbre de dormir en el suelo, la noche en ferrocarril no nos había descansado particularmente. Con el cuello del abrigo subido y el semblante un poco macilento nos asomamos a la portezuela. Aunque era una hora muy temprana, los andenes estaban abarrotados de soldados que pateaban de frío, equipados para marchar al frente. Entre ellos, nuevos reclutas de rostro juvenil y rosado. Un gendarme estaba plantado a cada diez metros en el andén de llegada. Yo había sobreestimado mis fuerzas después de la enfermedad, y fue con las piernas vacilantes, transido por el frío y el insomnio, como salté al andén al oír la orden de los altavoces.
Los gendarmes nos agruparon en una larga fila paralela al convoy y luego nos ordenaron ir al paso hasta un gran vestíbulo situado en uno de los extremos de la estación. Mientras nos dirigíamos allí, la máquina jadeante arrastró el tren vacío a una vía secundaria.
En el vestíbulo cada uno de nosotros recibió un vaso de sucedáneo caliente y dos cucharadas de una extraña mermelada. Luego, mientras absorbíamos aquel alimento con el que nos gratificaba el Ejército, varios oficiales, encaramados en un vagón plataforma, pusieron a punto un amplificador. Junto a ellos, y al pie del vagón, la gendarmería de campaña vigilaba.
Hubo primero un chisporroteo. Luego una voz nasal se elevó. Regularon el dispositivo y una alocución inteligible nos fue dirigida. De todo el discurso sólo retuve dos palabras que me hicieron tambalear, igual que a los aproximadamente dos mil soldados de permiso allí presentes. «Permisos anulados». Creímos haber oído mal. Pero las palabras «necesidad», «dificultad», «deber», «esfuerzo suplementario» y «victoria» nos probaron que no habíamos soñado. Hubo un sordo murmullo entre la multitud grüngrau. Las voces rudas de los combatientes se indignaban ante aquellas decisiones.
Los altavoces entonaron la Deutsche Manche y nuestro desconcierto fue sumergido por los metales. Varios miles de proyectos se derrumbaban y hubo que amplificar el sonido para cubrir la marejada de decepción. La mermelada nos pareció insípida y el sucedáneo amargo. Sin darnos tiempo para lamentar nuestra mala suerte, aquellos perversos gendarmes nos empujaron hacia un tren dispuesto para salir en sentido inverso que sólo esperaba un toque de pito para conducirnos de nuevo hacia aquella puta Rusia.
Tres vagones iban cargados de diferentes cosas destinadas a los soldados. Tuvimos, en el colmo del nerviosismo, que hacer cola ante aquellos almacenes ambulantes para recibir un complemento de impedimenta. Estábamos vigilados muy de cerca por la gendarmería, pues el desasosiego de alguno era tan fuerte, que las ganas de desertar se leían en sus rostros. Nos dieron un gorro de piel similar al de los rusos, un chaleco sin mangas de piel de cordero vuelta y apresuradamente cosida, unos guantes de paño por dentro y lana por fuera, unos chanclos enormes con suela de corcho reforzado y una vara hecha, al parecer, de cabellos aglomerados. Unas cuantas latas de conservas para el viaje se juntaron a nuestra voluminosa impedimenta. No cabía ya hacerse ilusiones, nos mandaban a pasar otro invierno en un punto cualquiera del Frente ruso. Era para llorar de decepción.
El tren cargó hasta los topes una miríada de hombres. Algunos, jovencísimos, iban a trabar conocimiento con la aspereza de la guerra por primera vez. Otros regresaban de permiso y no estaban mucho más alegres que nosotros. Otros más, de los que yo formaba parte, habían tenido que tragarse los bellos proyectos y afectar la aprensión de todos los hombres del mundo, por muy valerosos que sean, cuando parten al encuentro de un destino problemático.
Rodábamos ya en sentido inverso y aún no nos habíamos hecho totalmente a lo que nos ocurría. Me quedé mudo de decepción, acordándome de Magdeburgo y de mi permiso anulado. Berlín no estaba, por desgracia, en el camino de regreso y, por lo tanto, no tenía ninguna posibilidad de ver a Paula, como la primera vez, tanto más cuanto no disponía de ninguna parada, ni siquiera de veinticuatro horas. Con la reflexión, lo que me ocurría iba adquiriendo más importancia aún y caí en una sombría depresión. Sólo me quedaba una esperanza todavía. Me prometí alegar que estaba convaleciente, tan pronto estuviese de regreso en mi unidad. ¿Cómo no se me ocurrió explicárselo a los gendarmes? Bien es verdad que la vista de aquellos imbéciles me impedía esperar nada. Únicamente Wesreidau en la compañía podría eventualmente arreglar las cosas.
Los trenes para el frente circulaban como siempre todo lo deprisa que podían, contrariamente a los que, de vez en cuando, nos conducían al país y que perdían horas en paradas inexplicables. El nuestro corría rápido, arrastrando a través de Rusia a sus viajeros desengañados. Sin embargo, un incidente de importancia paralizó, por bastante tiempo, nuestro precipitado regreso. La locomotora acababa de hacer carbón y reanudaba su impulso, que debía llevarnos de un tirón al sector de Vinitza. Unos rótulos que jalonaban la estación que acabábamos de dejar llevaban los nombres de lejanas ciudades que ya no nos eran accesibles: Konotop, Kursk, Jarkov… Evocarlos repercutía dolorosamente en mis recuerdos.
Llevábamos un cuarto de hora de marcha cuando los frenos chirriaron violentamente en la totalidad de las ruedas del convoy. Los vagones temblaron peligrosamente y todo se inmovilizó con un derrumbamiento de macutos y de maletas. Los tacos llenaron un momento la atmósfera. Creímos haber descarrilado. Militares con largos capotes corrían en la nieve a todo lo largo del tren. A nuestras preguntas, nos indicaron con el gesto la vía frente a nosotros.
—Tenéis suerte que hayamos podido pararos —dijo uno de ellos.
Al este, en la vía canalizada por dos bosques ralos, un caos de vagones volcados era visible desde nuestro sitio situado lo menos a quinientos metros. Saltamos a tierra, en busca de información. Partisanos, dinamita, vía que estalla debajo de la máquina, tren de material cargado de explosivos, ciento cincuenta feldgrauen muertos, represalias, patrullas, persecuciones…, fueron las palabras que llegaron a nuestros oídos.
Trescientos militares indemnes se habían repartido las tareas. Una parte estaba en los lugares para socorrer a los heridos y avisar a los trenes sucesivos, la otra parte se había desplegado en guerrilla y perseguía a los rebeldes que, no contentos con haber saboteado la vía, habían abierto fuego sobre los que se debatían en los vagones siniestrados. Unos oficiales llamaron a formar con el silbato. Tres mil hombres, por lo menos, se apearon de nuestro convoy y se acercaron. A toda prisa fuimos divididos en tres grupos. El primero y más importante, de unos dos mil individuos aproximadamente, salió a limpiar los parajes. Yo fui uno de ellos. El segundo acudió en auxilio de los camaradas siniestrados. El tercero se quedó junto al tren para cuidar de su protección. Lo esencial de mi impedimenta se quedó con la de los demás en el tren, y, cuando sonó el silbato, nos encaminamos a paso ligero por la campiña cubierta de veinte centímetros de nieve.
Correr por la nieve no es cosa fácil. Correr dos minutos basta para hacer sudar. Al cabo de veinte, falta el resuello. Después de una hora, las punzadas en el costado laceran los pulmones y la vista se llena de lucecitas. No hacía mucho frío y bajo el efecto de aquella gimnasia estábamos sofocados. Los suboficiales y los oficiales que nos seguían, cansados de dar el ejemplo, acabaron yendo al paso y, con la cabeza que nos estallaba, una hora y media después de haber dejado el tren entramos en una aldea bastante importante y muy rústica. Casi todas las casas tenían el techo de paja, y, según la costumbre campesina, un cobertizo contiguo cuyos muros estaban hechos con tallos de girasol trenzados, encerraba las provisiones invernales.
Ya había soldados alemanes allí. En una vasta plaza cuyo piso de tierra apisonada cubría la nieve, se apretujaba una muchedumbre, compuesta de dos elementos. En el centro, paisanos abigarrados, hombres, mujeres y niños se juntaban y discutían ruidosamente. Alrededor de aquella masa, unos soldados alemanes, algunos en posición detrás de las spandau, rodeaban la plaza. En el centro, mezclado con los paisanos, otro grupo denostaba a los indígenas. Sus gestos eran ampulosos y el habla altisonante. A la derecha, al lado de un edificio que debía de ser la alcaldía, un tercer grupo de soldados, con el dedo en el gatillo, vigilaba a una docena de rusos tumbados de bruces en la nieve. Los creí muertos. No era así. Estaban vivos, pero los obligaban a permanecer en aquella postura.
—Ahí hay unos cuantos que han sido cogidos —murmuró un soldado cerca de mí.
¿Eran culpables? ¿Eran solamente sospechosos? No era yo quien hacía tales preguntas. Las indagaciones duraron lo menos una hora. Los popov de bruces debían de tener las tripas congeladas. Bien es verdad que nuestros ametralladores tendidos detrás de sus trabucos no tenían nada que envidiarles.
Una sección SS intervenía también en la cacería. Tuve el honor de ser escogido para continuar la persecución con un centenar de sujetos que, igual que yo, volvían a cumplir con su deber. Sin duda, la insignia de la Gross Deutschland que lucía en mi manga izquierda les llamó la atención. Los SS preferían tratar con hombres pertenecientes a unidades que tuviesen un nombre a tener que entenderse con los de divisiones anónimas. Sin otra explicación, nos metieron en los camiones del grupo SS y salimos ignorando la suerte de los paisanos tumbados en el suelo. Veinte minutos más tarde, tras haber cruzado una región muy ondulada, recibimos la orden de apearnos. Un hauptmann SS, vestido con un largo abrigo de cuero oscuro, se dirigió a nuestro grupo:
—Torceréis hacia la derecha y subiréis con precaución a través de esos bosquecillos. Una fábrica que todavía no distinguís, se encuentra a un kilómetro al oeste. Los rusos que nos acompañan nos señalan allí un importante nido de terroristas. Debemos sorprenderlos y aniquilarlos.
Nombró los jefes de sección y nos pusimos en movimiento. ¡Lo que nos faltaba! ¡Condenada convalecencia! Hubiese hecho mejor quedándome en el hospital de Vinitza.
Pronto una sucesión de techados metálicos apareció ante nosotros. Era, sin duda alguna, la fábrica en cuestión. No tuve mucho tiempo para observar el decorado. Una ráfaga de subfusil petardeó a la izquierda. Los SS gritaron: —¡Estáis cogidos, perros! Es inútil resistir.
Evidentemente, los partisanos rusos apresados habían revelado, bajo amenazas, el atrincheramiento que ahora cercábamos. Sonó una descarga.
Desde los aledaños de los cobertizos retumbaba el tableteo característico de los subfusiles rusos. Me acurruqué con otro muchacho bajo un árbol achaparrado cuyas ramas cargadas de nieve llegaban al suelo. Los silbatos ordenaron avanzar. Pensé que sería demasiado estúpido hacerse cascar por un puñado de terroristas, y no me moví enseguida de debajo del árbol. El otro muchacho murmuró:
—Están cogidos en el nido. ¡Ya les enseñaremos a hacer descarrilar trenes!
Hubo cinco minutos de lucha intensa. Después surgieron soldados por todas partes. Una docena de paisanos rusos se constituyeron prisioneros. Algunos entonaban una canto vindicativo ruso. La mayoría gritaban «¡Compasión!, ¡compasión!». Fueron atropellados e interrogados con violencia. Encuadrados por unos treinta SS bajaron hacia los camiones. Creíamos que todo había terminado, cuando el capitán SS nos hizo formar.
—Esos cobardes —dijo designando a los lacrimosos prisioneros que se alejaban custodiados de cerca por sus guardianes—, esos cobardes pretenden ser los únicos aquí. Tal vez piensan salvar así a los que se esconden aún en ese barullo…
Señaló el edificio de la fábrica y añadió:
—Barredme todo eso. Debemos cogerlos a todos y encontrar las armas que con seguridad esconden.
No cabía discutir. Con la boca seca, tuvimos que encaminarnos hacia los cobertizos abarrotados de objetos. Ocultarse allí dentro parecía fácil y esto hacía más peligrosa aún nuestra situación. A pesar de que éramos muchos distábamos de estar tranquilos. Aunque redujésemos a los partisanos, cada balazo suyo nos costaría un hombre. La idea de nuestra superioridad no me reanimaba. Aunque hubiese de ser la única víctima en un ejército de un millón de hombres, la victoria, para mí, carecería de interés. El porcentaje de muertos, del que se vanaglorian a veces ciertos generales, no cambia la suerte del que ha caído. El único jefe que, a mi entender, ha dicho una frase sensata cuando animaba a sus tropas a no ceder nunca es Adolfo Hitler: «Un Ejército victorioso también tiene sus víctimas».
¿Qué fabricaban en aquel establecimiento tan perdido en el campo? Tablones, tal vez. Una alta sierra a cinta ocupaba la primera parte del cobertizo. Más lejos, había otras. Después una especie de draga estaba parada con su cadena cargada de cangilones oxidados. En los dos primeros cobertizos no encontramos nada. Los prisioneros tal vez habían dicho verdad. Pero las órdenes eran de continuar. Nuestro grupo cercaba la totalidad de la fábrica y todos convergíamos hacia el centro. Penetramos en una sucesión de vastos cobertizos a punto de derrumbarse. Su armazón de hierro sin duda no había sido nunca pintado y la herrumbre lo habla roído todo, como las viejas cadenas arrinconadas de los puertos.
Un viento bastante fuerte se había levantado y hacía rechinar siniestramente el ensamblaje dislocado. Aparte de esto, todo estaba en silencio, y sólo algunos feldgrauen que derribaban deliberadamente una chapa o un montón de cajas, rompían aquel silencio inquietante.
Avanzábamos en grupos de seis o siete por la penumbra de una construcción abarrotada y sin una abertura que dejase pasar la luz del día. Hubo unos ruidos que todos notaron. Venían un poco de todas partes, sobre todo de unas planchas mal ajustadas y sacudidas por el viento, y nadie pensé en protegerse demasiado. Sabíamos que podía surgir una sorpresa desagradable, pero no podíamos hacer más que resignarnos a ella. En el exterior, los SS sin duda acababan de acorralar a varios bribones. Sonaron dos o tres tiros y hubo diferentes gritos. Los SS gritaban y perseguían a alguien. De pronto, sonaron en el cobertizo varias detonaciones. De la oscuridad, desde un altillo, surgieron cuatro o cinco resplandores. Cuatro camaradas profirieron casi simultáneamente gritos agudos. Dos de ellos cayeron desplomados en el polvo del suelo y los otros dos se tambalearon y se volvieron hacia la luz de la puerta. Los que no habíamos sido tocados corrimos en busca de un refugio. En la oscuridad, tropezábamos con diferentes cosas, sin saber si estábamos efectivamente a cubierto, Restallaron otros disparos. Dos soldados más profirieron un grito de dolor a mi derecha. Mi fusil fue brutalmente sacudido por un choque en la culata. Un proyectil que me había fallado por poco acababa de romperla.
Los dos camaradas que se tambaleaban hacia la salida, fueron alcanzados otra vez, pero no acababan de caerse. Era penoso ver aquello. Finalmente se desplomaron sobre la nieve que el viento había empujado un poco hacia el interior. Acudieron otros soldados, pero no entraron. Se contentaron con disparar ráfagas de subfusil hacia el interior, exponiéndose a alcanzarnos a nosotros con más seguridad que a los partisanos. Quedábamos todavía tres indemnes dentro y nos pusimos a chillar como cincuenta. Si a aquellos idiotas se les ocurría arrojar dentro unas granadas, reventaríamos con los popov. Afortunadamente nos oyeron y entonces debieron de imaginar otra táctica. Mientras se esforzaban en desbaratar las chapas onduladas que formaban los costados del cobertizo, los rusos disparaban sobre todo lo que se movía. Las balas perforaban la chapa metálica poniendo en peligro igualmente a los camaradas del exterior. Yo estaba medio muerto de miedo.
Desde fuera, nos instaron a salir. Movernos de donde estábamos era hacernos matar con toda seguridad por los tiradores rojos agazapados en las viguetas del altillo. Con todo, uno de los nuestros intentó hacerlo. Sólo dio diez zancadas.
¿Iba a quedarme solo en aquel maldito cobertizo? Sabía que otro camarada estaba también escondido por allí. Yo estaba petrificado de miedo y, más que en Bielgorod, me sentía acosado por el peligro solapado. Me mordí los labios para no gritar de terror. Fuera, los demás vociferaban y seguían tratando de desmontar el cobertizo. Los rusos, colgados allá arriba estaban tan silenciosos como las arañas. Por otra parte desde donde me agazapaba no podía ver nada. De pronto, noté un roce detrás de mí, detrás del amontonamiento y el poste. Yo estaba más quieto que la gruesa tubería de gres detrás de la cual me ocultaba. Fuera, el alboroto me impedía distinguir mejor lo que me había parecido oír. Probé a aguzar el oído al máximo. Distinguí otros roces, más claros, más precisos. Contuve la respiración y procuré dominar los latidos de mi corazón a punto de estallar. Me vi ya muerto o prisionero y rehén de los partisanos rusos que se valdrían de mí para huir de nuestro cerco. Un pánico horroroso se adueñó de mí, y luego una idea salvaje de conservación me penetró en la mente. Temblando de terror y de rabia, cesé de reflexionar súbitamente. El peligro estaba más cerca. Un sexto sentido me lo hacía adivinar. Hubiese apostado una fortuna a que alguien merodeaba detrás del montón de objetos que me cobijaba.
Me sentí solo, desesperado y decidido a defenderme a toda costa. A cinco metros de mí, apareció una silueta. Sentí recorrerme la piel un prolongado escalofrío. Aquella silueta fue adelantada por otra que se alejó hacia una pila de sacos. Las dos permanecían en la oscuridad, pero pude reconocer dos hombres vestidos de paisano. Uno de ellos, el más próximo, llevaba la cabeza cubierta con una gorra voluminosa. Su silueta se ha quedado grabada para siempre en mi memoria. Era alto y aparentemente fuerte. Permaneció quieto un instante. Evidentemente, su mirada errante intentaba penetrar la oscuridad. Dio unos pasos en sentido opuesto a mi atrincheramiento. Lentamente, tan lentamente como la arena que se escurre en un reloj, mi fusil se orientó en su dirección. Sabía que había una bala en la recámara, por lo que no tenía que manejar el cerrojo. Procuré, con toda mi voluntad tensa, reprimir el temblor nervioso que hacía impreciso mi gesto. Al menor ruido, el otro me largaría una ráfaga de subfusil. Yo estaba persuadido de ello. Si me veía antes, iba a quedarme petrificado. Afortunadamente, los otros hacían bastante alboroto fuera. El hombre que estaba allí, a seis o siete metros de mí, debía estar atento a dos puntos. Para él tanto peligro había dentro como fuera. Mi arma estaba ya horizontal. Con el dedo nerviosamente puesto en el gatillo, vacilé en disparar. No se mata a un hombre así, a sangre fría. Hace falta ser un desalmado o, como yo, estar medio paralizado de miedo. El hombre cambió de dirección. Su compañero era apenas visible y estaba a veinte metros aproximadamente.
Entonces vino hacia donde yo me ocultaba, jadeante. Un instante quizá, distinguió una forma en la oscuridad con un destello metálico. Vaciló, sin duda, una décima de segundo. Un resplandor le cegó y rodó en el polvo, con el pecho probablemente atravesado por mi balazo. El arma vibrante humeaba aún entre mis manos sudorosas. El otro huyó dejando a su camarada muerto a mis pies. Hubo como un gran bache negro en mi cabeza. Como cuando se tiene fiebre, una pesadilla se apoderó de mí. Tenía la impresión de caer, de caer continuamente en un abismo imaginario. Fuera, continuaba el ruido. Me daban ganas de huir a todo correr, pero el miedo me mantenía clavado allí. Mi mirada aterrada estaba fija en aquel cuerpo tendido, de bruces, a unos metros de mí. Yo no me decidía a creer que había matado a aquel hombre. Pero esperaba ver formarse un charco de sangre debajo del cadáver. El resto de la acción me era ya indiferente. El peso del drama me abrumaba, y me obligaba a contemplar el cuerpo que permanecía allí, inmóvil.
Todo un lado del cobertizo se vino abajo. Los camaradas habían conseguido desmantelarlas chapas. La luz del día penetró a raudales restando importancia a lo que había ocurrido. Ver a unos soldados que entraban me sacó de mi estado. Incluso vi al capitán SS que acababa de unirse a ellos y se ocultaba detrás de las planchas derrumbadas. Estaba casi frente a mí, a unos veinte metros en el exterior.
—¿Queda todavía alguien vivo ahí dentro? —gritó.
Hice solamente un leve gesto con la mano y el oficial me vio. Yo sabía que todavía quedaba por lo menos un popov en el cobertizo y temía dejarme ver. Otro camarada, que debía de estar tan blanco de miedo como yo, gritó en algún sitio de aquel fárrago:
—¡Aquí, camaradas… Estoy con un herido!
—No os mováis todavía —contestó el capitán—. Vamos a desalojarlos.
Acababa también de ver al popov muerto casi a mis pies. Hubo un ruido de motor que se acercaba rápidamente. Sin moverme de mi sitio, vi llegar una autoametralladora de color de arena que se bamboleaba sobre la nieve blanda. El vehículo, armado con una ametralladora ligera que asomaba por la tronera de su torreta, se metió por la brecha practicada. Se encendió un potente faro que registró el cobertizo. Junto al coche se escondían unos soldados alemanes apuntando sus armas hacia el interior. El faro pasó sobre mí y un escalofrío me recorrió el espinazo. Imaginé un instante la cara de los rusos muertos de miedo. En el portal de entrada, allí donde yacían aún dos compañeros, los soldados alemanes, tendidos en la nieve en posición de tiro, se reagrupaban. El hauptmann alzó la voz.
—¡Rendíos, o vamos a mataros como ratas!
No se oyó ninguna respuesta. Simplemente un grito que descendió de las viguetas débilmente alumbradas. Un grito de terror como el que estuve a punto de proferir yo unos momentos antes. Entonces, la ametralladora pesada del coche blindado comenzó su matanza. Cada detonación resonaba espantosamente bajo el cobertizo y parecía querer hacerlo estallar. Las balas eran explosivas y desgarraban el techado que se abría por numerosos puntos por los que penetraba la luz. Además, todos los soldados alemanes disparaban hacia arriba. Me puse en cuclillas y me tapé los oídos para evitar un poco aquel estruendo. Desde el techo, desde las viguetas, donde se habían refugiado unos quince terroristas, el ruido de sus subfusiles remataba el tumulto. Se oyeron gritos horribles otra vez. Un cuerpo cayó al suelo con el ruido sordo de un cuarto de buey que se echa en el tajo del carnicero. La ametralladora ligera deshizo toda la techumbre. Todo quedó a la luz del día. No había escondrijo posible para los fugitivos. Cayó otro de ellos. Intentaron una huida enloquecida entre la armazón metálica del techo. Algunos cayeron y se rompieron los huesos en el suelo. Los otros se quedaron colgados de las vigas. Todos fueron implacablemente abatidos. Fue horrible. Los muertos del descarrilamiento estaban vengados. Los soldados cercaron el lugar y por fin pude abandonar mi refugio. Estaba cubierto de polvo y hasta hube de encontrar restos de todas clases entre el cinturón y el capote. Volvimos a la aldea cantando:
Markische Heide,
Markischer Sand,
Sind des Markers Freude,
Sind mein Heimatland…
Volvíamos a ser los amos. Nadie, aparte el cielo, podía juzgarnos.
Los SS cargaron a los pocos prisioneros que habían capitulado antes de la matanza y sus camiones se alejaron por el camino que habíamos seguido nosotros para venir. El grupo improvisado, del que yo formaba parte y que los SS habían organizado para la ocasión, volvió al pueblo a pie. Alguien mandó formar por tres de fondo. Entramos al paso y cantando en la aldea. El gentío de poco antes había sido dispersado. Aquello nos alivió.
El grupo operativo de las SS nos entregó a cada uno un documento justificativo de nuestro retraso destinado a nuestra unidad. Luego nos aconsejaron que volviéramos a nuestros penates, es decir al tren atascado. Abandonamos sin pena aquel burgo y su recuerdo siniestro. Otro espectáculo tan deprimente como el del cobertizo se ofreció a nosotros a la salida del pueblo. Un piquete de ejecución actuaba justo en el momento que pudimos percibirlo. Hicieron cuatro descargas consecutivas. Cada una derribó a cuatro partisanos. Sus cadáveres quedaron abandonados en la nieve y el pelotón regresó a la aldea. Ninguno de nosotros dijo una palabra. Nuestros muertos, los del descarrilamiento y de la explosión de unos vagones fueron, a su vez, sepultados someramente. Eran a lo menos un centenar. Nos echaron un discurso sobre la tragedia que acababa de desarrollarse. Los partisanos fueron hechos responsables de todo lo que ocurría y nos explicaron claramente que un francotirador no tenía, en ningún caso, derecho a los miramientos de un hombre uniformado. Las leyes de la guerra los condenaban automáticamente a ser pasados por las armas sin juicio.
La noche siguiente, que pasamos en el tren parado, apenas pude conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos, me asaltaba una horrible pesadilla. En sueños, una alta piedra se alzaba frente a mí. Bajo aquella piedra un charco de sangre roja negruzca se extendía paulatinamente, manchándome los pies y quemándolos con su contacto.
El día siguiente, con un frío punzante, alcanzamos otro convoy que había acudido en socorro desde el principio de trayecto. El sucedáneo había sido orinado ya lo menos dos veces y escuchábamos el ruido de las ruedas al pasar por las mordazas de los raíles. La mirada escrutaba durante largo rato la tundra desmesurada cargada de nieve. De vez en cuando, la monotonía del paisaje era rota por un calvero en los lejanos horizontes formados por algunas crestas erizadas de abetos blancos. Una vez más, la inmensidad del paisaje, en el que no aparecía otra manifestación que la de la Naturaleza, nos oprimía. Nunca la noción de espacio estuvo más justificada a mis ojos. Nunca la palabra inmenso cobró un sentido más concreto, más opresivo como en aquella Rusia hecha para gigantes, al parecer. ¿Sería posible ejercer un control sobre aquella tierra, sea del NKDV o de nuestra parte?
Llegamos a Vinitza aquella misma noche. Una densa multitud de militares cubiertos con largos abrigos invadía la estación y sus interminables cobertizos. Una alarma aérea había desorganizado, al parecer, el tránsito, y esto justificaba aquella aglomeración. En Vinitza, la División Gross Deutschland había puesto, en aquel período, un pie en la ciudad. Dirigido por la gendarmería militar, entré rápidamente en contacto con el grupo de mando de mi unidad y quedé sorprendido, de todos modos, de encontrar en él tanta organización. Al dar mi nombre y el número de la compañía, me indicaron con precisión el sitio donde esta se encontraba en aquel momento. Me enteré así con espanto de que había sido vuelta a empeñar con veinte más en una zona del frente (me indicaron además el lugar y el número del sector) situada a ciento cincuenta kilómetros de Vinitza. Esperaba encontrar a mis amigos acurrucados junto a una llameante chimenea rusa para hablar de mi permiso anulado y eventualmente hacer que restableciesen su vigencia y era en unos helados graben, malsanos y peligrosos donde habría de reunirme con mis compañeros de desventura. La noticia me abrumó hasta el punto de que me quedé inerte ante el stabsfeldwebel encargado de mi filiación. El hombre que nos atendía, se mostró impresionado.
—¿Qué le pasa? —preguntó—. ¿Un malestar?
Busqué mis palabras y luego, cansado, expuse la realidad:
—Estaba para salir de permiso de convalecencia. Y en Lublin fue anulado, Herr stabs feldwebel.
—La patria vive horas graves, joven —repuso él tras una pausa—. No es usted el único en verse privado de un reposo. Los hombres que le han precedido y los que esperan detrás de usted, están en la misma situación.
Iba a hacerle observar que además me encontraba en plena convalecencia, cuando el stabs vio entre mis papeles aquel que me había dado el hauptmann SS.
—Se ha distinguido usted en una escaramuza con terroristas en el camino de regreso —dijo—. Le felicito. Añado esto en su hoja de servicios. Su jefe de compañía le otorgará, sin duda, el grado de obergefreiter por ello.
A pesar de mi neurastenia, la noticia me iluminó el rostro un instante,
—Muy agradecido, stabsfeldwebel —dije, con tono mitad sincero, mitad reglamentario.
—Me alegro también por usted —dijo él tendiéndome la mano.
Salí con otros treinta «alegres reclamados», con la mente extraviada entre varios pensamientos y una honrada ración de gulash.
De todos modos, nos autorizaron a pasar la noche bajo techado en una confortable vivienda convertida en alojamiento militar. No había, por supuesto, suficientes camas para todo el mundo, pero una estancia bien provista de alfombras y regiamente caldeada nos brindó su comodidad. Pasamos todos una buena noche a pesar de la ansiedad del mañana.
Durante aquellos períodos de espera, cada uno había aprendido a no reflexionar y a abandonarse a la somnolencia. La reflexión no aportaba nada bueno a aquellas horas grises, sino que acentuaba un poco más la angustia que pesaba sobre todo el mundo. Por contra, el sueño lo arreglaba todo. Hacía pasar el tiempo, renovaba fuerzas. Desgraciadamente, no podía acumularse en previsión de los días de insomnio por venir. Pasamos, pues, la noche y las veinticuatro horas que siguieron roncando como cerdos, sin interrumpirnos más que para ir a la cocina de campaña. La noche siguiente, fuimos sacados por fin de nuestro sopor por un obergefreiter que nos condujo a los camiones que debían trasladarnos más o menos a nuestro destino.
El frío brutal nos cayó encima como una ducha mal regulada. El invierno estaba allí y hacía parpadear la escarcha con un destello azulado en todo lo que tocaba. Se pasó lista otra vez al pie de los camiones, y todo el mundo embarcó para el «pim, pam, pum».
Con el alba, llegamos a una aldea de barracones construidos por el cuerpo de ingenieros alemán. Nos hicieron bajar de los camiones y tomar un sucedáneo de café que tres cantineros calentaban a lo largo de todo el día. El frío era punzante y todo, esa vez, nos recordó las dificultades del invierno anterior. Las mañanas tiritando, el frío que os tortura hasta haceros pedir perdón, la imposibilidad de lavarse, los piojos, mil molestias más que hacen la vida insoportable. Además, allí todo olía a guerra. La inquietud y la precipitación estaban marcadas en los semblantes de los soldados presentes. Anchos embudos, sin duda provocados por los impactos de bombas aéreas, daban a entender que distaba mucho de haber calma.
Éramos, aproximadamente, unos cincuenta los que debíamos reintegrarnos a nuestros efectivos en sectores distantes sesenta u ochenta kilómetros unos de otros. Formamos cuatro grupos. Cada uno de ellos se encargó del correo y de ciertas provisiones necesarias a la compañía correspondiente. Con todo y haber dejado los servicios de transmisiones, tuve que hacer de suministrador una vez más. Nos informaron aproximadamente del itinerario que debíamos seguir con brújula. Un suboficial hizo un calco sobre el mapa y nos comunicó triunfalmente que teníamos que recorrer treinta y cinco kilómetros. Provistos de aquellos valiosos informes, nos pusimos en camino por la extensión formada de largos valles nevados. Alrededor del centro que acabábamos de dejar, un rastrillo de serias defensas se erizaba sobre lo menos un kilómetro de profundidad. Constaba principalmente de defensas anticarro, campos de minas, que tuvimos que evitar cuidadosamente e incontables nidos de ametralladoras. Más allá, la tierra bravía y endurecida por el invierno se dilataba hasta el infinito, propicia a todas las eventualidades.
Rápidamente sentimos que a partir de aquel límite, el suelo pertenecía a quien lo pisaba en aquel mismo instante. Probablemente nunca era el mismo. A partir de allí, el frente no tenía ya un trazado preciso. Era como un enorme encaje bordado de mil asechanzas, mil encuentros más o menos esperados, mil escaramuzas imprevisibles.
Con nosotros caminaba un joven recluta. Era un muchacho alto, jovencísimo, largo como una hierba crecida demasiado deprisa en una estación húmeda. Sus grandes ojos de gacela atemorizada se llenaban del paisaje desmesurado que él no podía asimilar. Era para él un desarraigo auténtico. Los horizontes cortos y humosos del Ruhr nunca le habían permitido imaginar espacios tan desproporcionados.
Yo había experimentado lo mismo que él y todavía no me había acostumbrado. En su actitud encontraba de nuevo la mía, un año antes.
El frío, vuelto seco al cabo de una decena de días de nieve y de tiempo cubierto, alzaba una pantalla de una claridad y una visibilidad increíbles. El viento de los días pasados había barrido la nieve, amontonándola en taludes naturales, nivelando baches, despejando a trechos la tierra parda que aparecía como grandes manchas. A menos que ello nos obligase a hacer auténticos rodeos, preferíamos andar por allí a fin de evitar la localización de nuestras siluetas sobre la nieve. Cada hora, nuestro pequeño grupo hacía breves altos.
Cuatro o cinco aviones cruzaron al sur en vuelo rasante. Nos paramos un instante, intentando saber qué buscaban. Nunca supimos si se trataba de Yak o de ME-109. Desaparecieron en el horizonte, demasiado distantes para la vista humana.
La hora reglamentaria de abrir las escudillas llenas de provisiones que habíamos recibido en Vinitza sonó antes de que hubiésemos podido situarnos. El suboficial encargado de orientar a la sección pretendía que íbamos bien encaminados. Con toda evidencia, andaba de cabeza como un tonto, pero presumía de saberlo todo para que no se dijera. Sin embargo, todo delataba su preocupación. No cabe hacerse el listo con un país del tamaño de Rusia. Se puede jugar al explorador y al aventurero en un paraje cercano al bosque de Fontainebleau. En la tundra no caben trampas. Uno se siente pequeño e irrisorio. Algo impide burlarse. Casi resulta necesario creer en Dios, pues todo lo demás parece de una indiferencia hostil.
Caminamos todavía mucho tiempo antes de distinguir una línea telefónica tendida entre unas estacas plantadas irregularmente. Aquella línea seguía de hecho una carretera, una pista más bien, que debía de ser frecuentada a ciertas horas, a juzgar por las rodadas que se veían en ella.
Nuestro suboficial decidió seguir aquella pista a fin de encontrar más fácilmente el lugar de reunión y nuestro destino. Aquello nos pareció curioso, pues resultaba evidente que íbamos a encaminarnos perpendicularmente a nuestro itinerario anterior. Nadie dijo una palabra. De todos modos, hacía mucho rato que todos habíamos aprendido a no disertar acerca de un punto de vista que había perdido importancia notablemente. La triste aprensión de la noche que teníamos que pasar al raso en la nieve nos oprimía obstinadamente. Sabíamos asimismo que aquello era, una vez más, el principio de toda una larga serie y que tendríamos que armarnos de mucha paciencia. Una fracción de segundo, la idea de mi permiso fallido me iluminó el subconsciente como una estrella fugaz ilumina la noche. Tragué saliva y todo volvió a caer en la gris uniformidad.
El individuo alto, el joven recluta, no decía ni pío. Su mirada asombrada iba de la estepa nevosa a los veteranos cargados de experiencia que éramos nosotros. Confiando tanto en aquella como en nuestro coraje, el joven soldado nos seguía como a la estrella del pastor.
Una masa sumergida en la nieve se reveló a nuestra mirada cincuenta metros antes de que llegásemos a ella. El largo tubo de un cañón sobresalía de un amontonamiento de nieve. Fijándose, podía distinguirse la masa de un tanque camuflado en medio de la blancura del paisaje. Comprendimos inmediatamente que se trataba de uno de los nuestros. De lo contrario, estaríamos muertos hacía un rato largo.
Efectivamente, un carro Panzer hundido en una zanja hasta la torreta permanecía en aquel desierto. Detrás de él, dos o tres montículos señalaban unas casamatas. Un individuo apareció de repente en la cima del blindado. Vestía un chaleco de piel de carnero sobre su uniforme negro de tanquista. Saltó del ingenio y se acercó a nosotros. Nos dijo su nombre y nosotros hicimos otro tanto, pues era la costumbre. Supimos que su carro había sufrido una avería y que entonces le ordenaron enterrarlo a medias y usarlo como blocao. Aquello no resultó fácil. Eran nueve hombres destacados del grupo blindado por la fuerza de los hechos. Y hacía ya tres semanas que montaban la guardia en aquel desolado panorama. Una sola vez habían llegado hasta ellos los rusos. Gracias a las ametralladoras ligeras y al armamento de a bordo, los obligaron a pasar de largo. Al mismo tiempo hicieron de aquel tanque averiado un puesto de vigilancia interior. Iban a relevarles dentro de dos semanas. Llevaban allí veinte días y nos confesaron que no dormían tranquilos.
—¿Dónde está el frente? —preguntó nuestro spiess.
—Un poco en todas partes —contestó su colega de los carros—. Consta ante todo de grupos móviles. Por la noche circulan convoyes por la pista. Avanzan con las luces apagadas y, cada vez, nos entra pánico. Un ametrallamiento aéreo nos mató al radiotelegrafista y destrozó su aparato. Estamos incomunicados con el resto del mundo. Es como para volverse loco.
—Tenemos que incorporarnos a nuestra unidad —explicó nuestro guía—. ¿Creéis que todavía estamos lejos?
—Hay, en efecto, un frente en alguna parte a diez o quince kilómetros al este, pero cambia constantemente. ¿Cómo puede saberse?
Todos nos quedamos perplejos.
—Hay que seguir —decidió nuestro enérgico conductor—. Ya acabaremos por encontrarlos.
Nuestros amigos nos miraron marchar apenados, y reanudamos el camino. Con la noche, que nos sorprendió muy pronto, y la espesa niebla, encontramos por fin lo que simbolizaba el precario frente en aquella latitud. Algunos Pak emplazados en posiciones sumarias surgieron en la oscuridad. Un centinela, verde de miedo, lanzó un ¡Mierda!, que se le quedó agarrotado en los labios. El miedo también hizo maullar a nuestro ayudante algo incomprensible y nos escapamos a una ráfaga de subfusil, sencillamente por falta de vigilancia. Un soldado rezongón y congelado nos llevó al oficial de la compañía.
—Los rusos surgen por todas partes —refunfuñó—. Es verdaderamente desmoralizador. Mientras no se estabilice el frente, seguirá así. De todos modos, el regimiento que busca usted no está aquí.
Encontramos al oficial de la compañía con la que habíamos topado. Salió de un refugio en cuyo fondo vacilaba la luz de una vela. Una verdadera tumba, demasiado pequeño para recibirnos a todos. Se cobijaba allí con su telefonista y otro oficial de grado inferior.
El capitán salió del reducto. Tenía un aspecto viejo y cansado. Llevaba un largo capote echado negligentemente sobre los hombros. Una larga bufanda clara, cruzada sobre el feldgrau del uniforme era lo único que destacaba de aquel conjunto grisáceo. No llevaba la gorra de plato, sino una gorra cuartelera. Nos cuadramos para seguir la costumbre.
El oficial se vio obligado a consultar el mapa para intentar informarnos. Parecía estar perdido. El mapa en el que uno se extraviaba tan fácilmente como en el terreno nos dio solamente una información muy relativa. El oficial lo estudió a la luz de una lámpara de bolsillo e hizo deducciones en silencio. Finalmente, tomó la decisión de mandarnos hacia el nordeste. Según el orden de los regimientos empeñados en la contienda, los nuestros sólo podían encontrarse en aquella dirección. Había mucha diferencia entre los trazados precisos y organizados de la oficina de la Gross Deutschland de Vinitza y los de aquel capitán tan extraviado en las deducciones como en el espacio.
Pese a la fatiga debida a la larga y penosa marcha que efectuábamos desde la aurora, nos pusimos otra vez en marcha a través de la noche helada y la niebla espesa como para cortarla con soplete. Tres cuartos de hora más tarde, los muchachos de una compañía perdida en aquel océano de nieve se apretujaron para dejarnos un poco de sitio en un refugio digno de topos. Tuvimos que hacer un alto para no extraviarnos. Además, la niebla casi palpable y ácida abrasaba los bronquios y hacía excesivamente penoso cualquier esfuerzo. Nos quedamos dormidos a pesar del frío siempre más difícil de soportar al principio del invierno, cuando el cuerpo que ha perdido la costumbre tirita por menos que nada. Fuera, en los graben, los vigías pataleaban en sus hoyos para no quedarse helados de pie. El velo de niebla los envolvía y les impedía toda visibilidad más allá del parapeto.
Pasamos una noche abrumadora en una duermevela. A pesar de las lámparas-infiernillos y la lona de tienda tendida ante el orificio del refugio, el frío, débil, sin embargo, todavía en aquel comienzo de invierno, nos heló toda la noche. Es cierto que por la noche el termómetro ya debía de señalar diez grados bajo cero. La niebla penetraba en el refugio y era casi tan espesa como fuera.
Los muchachos se armaban de paciencia todo cuanto podían, durmiendo pese a la incomodidad, jugando al skat, o bien escribiendo con sus dedos entumecidos. Velas que había que escatimar chisporroteaban en latas de conserva que recuperaban la cera derretida y prolongaban así la existencia de los kerzen cuatro a cinco veces su duración normal. ¡Sórdido a la vez que sublime era aquel decorado de casamatas refugios perdidas en medio de los helados espacios de la estepa! Difusos recuerdos que todavía me obsesionan como la lectura de una leyenda dramática leída en la juventud.
El frío desmoralizador del alba nos saludó cuando salimos del hoyo. En silencio reanudamos la marcha y nuestra búsqueda. Todo estaba en calma y parecía una vez más paralizado por el enemigo invierno tan peligroso como el Ejército rojo. Caminamos mucho tiempo paralelamente a una línea de alambradas cuajadas de escarcha. La niebla, que no se había disipado aún, pegaba sus finas gotas al alambre de espino y se congelaba inmediatamente.
A última hora de la mañana, los dos tercios de nuestro grupo encontraron por fin su regimiento. Los jefes indicaron a los otros la posición, aproximada, de los dos regimientos que aún había que encontrar. En realidad, para los quince individuos que tenían que reincorporarse a través de dos unidades, eran tres compañías distintas las que teníamos que encontrar, pues el joven recluta y yo pertenecíamos cada uno a una compañía diferente. ¡Un verdadero lío! Y la atmósfera se prestaba mal a aquel género de juego del escondite. Además, ello representaba un considerable número de kilómetros que recorrer. La indignación nos ganaba. Era, en verdad, inconcebible que no nos hubiesen encarrilado mejor o, por lo menos, orientado para encontrar a nuestras unidades. Aquella falta de organización pesaba gravemente sobre los soldados alemanes habituados a actuar con método y eficacia. En realidad, los responsables tampoco lo eran. La extraordinaria organización de la que el Ejército alemán había dado pruebas tanto en Polonia como en Francia y en todos los países que habían sido invadidos por las tropas de la Wehrmacht, se perdía en la inmensidad rusa y en un frente que oscilaba entre dos mil y dos mil ochocientos kilómetros. Los transportes y el camionaje, un poco más reducidos todos los días, iban a agravar aún más la situación durante aquel temible y penúltimo invierno.
El grupo que seguía despistado, compuesto de dieciséis hombres estaba formado así: catorce pertenecían a un regimiento que no era el mío ni el del joven y alto recluta que he mencionado más arriba.
El joven recluta y yo pertenecíamos a otro regimiento, pero a dos compañías diferentes. Un poco antes de que declinase el día, los catorce individuos citados encontraron a su unidad de una manera tan inesperada como las anteriores. El nuevo y yo nos quedamos en el camino resbaladizo que habían trazado las idas y venidas de las tropas presentes. Febriles de inquietud, proseguimos nuestra ruta aproximada. Cruzamos un poblacho casi abandonado cuyo nombre terminaba en «ievo». Unos chiquillos harapientos nos miraron con curiosidad. Nos sentimos molestos y atemorizados.
El camino que nos habían indicado torcía ligeramente hacia el nordeste, y mientras era de día tratábamos de hacer puntos de prolongación en el más pequeño montículo o la menor anomalía que nuestra buena voluntad descubría en la infinita extensión. Dejábamos los relieves del frente a nuestra derecha.
Rápidamente, la niebla crepuscular se adelantó a nuestras deducciones y el impenetrable gris nos aisló totalmente. Pese a mi poca edad, la fuerza de los hechos me hizo comprender que me tocaba decidir. El otro me miraba con ojos interrogantes. Sugerí, pues, que cavásemos rápidamente un hoyo bastante profundo para instalar correctamente nuestras dos lonas de tienda y hacernos un refugio para arrostrar la larga y terrible noche. Asustado, el otro pretendía que era mejor continuar.
—Nuestro regimiento tal vez ya no está lejos —dijo.
—Estás loco —repliqué—. ¿Cómo quieres orientarte en ese desierto? Nos extraviaríamos con toda seguridad y acabaríamos devorados por los lobos.
—¿Los lobos?
—Sí, los lobos, y no es lo peor en Rusia.
—Pero…, pero también pueden venir aquí.
—Es posible, pero detrás de la tienda no se atreverán. Además, si se tercia los recibiremos a tiros de fusil.
—Viene a ser lo mismo. Y encima, mañana habremos olvidado las indicaciones sobre nuestro itinerario.
—Seguimos una especie de camino, mañana por la mañana lo reanudaremos, esto es todo. Créeme, es lo más razonable.
Convencí a mi compañero y con nuestros zapapicos iniciamos la excavación de la tierra endurecida por el hielo. Apenas habíamos comenzado cuando se elevó un ronroneo preciso.
—¡Un motor! —exclamé.
—Sí, un motor, un camión seguramente se acerca.
—¡Un camión! ¡Qué va! ¡Se oye el rechinar de las orugas desde aquí!
Mi compañero me miró. Vio mi turbación y preguntó rápidamente:
—¿Un carro? ¿Un carro alemán?
—¡Yo qué sé, Dios mío!
—¡Pero es que, de todos modos, estamos detrás del frente!
—¿Detrás del frente? Sí…, eso parece…
No hay nada más cargante que un tío que no las caza al vuelo. Hay que darle explicaciones cuando todo se reduce a gestos instintivos.
—¿Qué vamos a hacer? —porfió él.
—Largarnos, alejarnos al menos de la pista y escondernos en algún hoyo de nieve.
Puse en obra la idea. El ruido aumentaba. El monstruo de acero permanecía invisible y, por lo tanto, más terrible. No hay nada mejor para perder la serenidad. Esperamos un rato que nos pareció desmesurado, y luego la achaparrada silueta del tanque se perfiló. Parecía deslizarse por la estepa, sin tropiezos, pero con un ruido infernal. Escruté un momento las tinieblas a fin de distinguirlo mejor. Después, como movido por una fuerza misteriosa, me erguí y avancé con precaución, abandonando a mi compañero muy sorprendido. Finalmente, él se me acercó y me miró angustiado.
—Es un Tiger, uno de los nuestros —dije—. Vamos a acercarnos.
—¡Sí, vamos allá!
—Prudencia. Podrían tomarnos por bolcheviques.
—Tenemos que alcanzarlo. Nos llevarán con ellos.
—Muy justo.
Nos pusimos a vociferar sin dejar de correr hacia el carro con una cierta ansiedad. El ruido del panzer cubría nuestros berridos. Pasó y se alejó.
—Recoge tus trastos —le grité al recluta—. Corramos detrás. Tenemos que alcanzarlo.
Echamos a correr siguiendo las huellas del blindado. Avanzaba a poca marcha, pero de todos modos iba más deprisa que nosotros. Nos faltaba el aliento. Pronto me di cuenta de que nunca lo alcanzaríamos. Decidí jugarme el todo por el todo. Empuñé el mauser e hice un disparo contra la niebla que casi nos ocultaba el carro. Era peligroso, porque los del tanque, al sentirse atacados, podían barrer los alrededores con sus temibles armas automáticas.
El artefacto se detuvo. Los que iban en él habían oído la detonación. Nosotros nos pusimos a gritar kamerad desaforadamente. El motor del carro giraba despacio y hacía mucho menos ruido. Un Was ist das se elevó de la torreta. Con un esfuerzo terrible, la intensidad de nuestros gritos aumentó. Esta vez estábamos muy cerca de ellos. El tanquista apenas visible debía de tener seguramente el dedo en el gatillo de su subfusil.
—¿Solamente sois dos? —preguntó cuando nos hubo visto ¿Qué demonios hacéis aquí?
—Intentamos incorporarnos a nuestra unidad, kamerad. Nos hemos perdido en la oscuridad.
—No es de extrañar —repuso el otro—. Nosotros también andamos a ciegas.
Vimos un casco blanco dibujado al estarcido en los dos costados del Tiger. Era el distintivo de la unidad Gross Deutschland. Nos alegramos mucho de ello. Explicamos nuestro caso y los compañeros de armas nos hicieron subir en su vehículo de acero.
—¿Sois de la Gross Deutschland?
—Sí, los dos.
Una lámpara guarnecida de hierro, como las de los mecánicos, y el alumbrado de los aparatos de puntería arrojaban una luz amarilla dentro de la torreta que me pareció pintada de minio anaranjado. Había dos individuos en la torreta y probablemente dos más en la delantera. El motor, que hacía mucho ruido y que casi impedía sostener una conversación, desprendía un calor suave y un agradable olor de carburante quemado y de aceite caliente.
A pesar del espacio bastante vasto, tuvimos cierta dificultad en hacernos sitio entre las palancas y las cajas de proyectiles. El comandante estaba al acecho, y su cabeza cubierta con un gorro parecido al de los rusos asomaba de vez en cuando por encima del capó.
Supimos que también ellos iban en busca de su unidad. Una avería los había tenido parados cuarenta y ocho horas. Ahora, con gran peligro, pues un carro solitario es un animal ciego, trataban de orientarse por medio de las baterías y compañías que iban encontrando. Su carro sólo poseía un aparato receptor y el jefe de grupo no daba señales de vida. Tal vez ya los había dado por perdidos.
Supimos asimismo que los nuevos panzer llegados al frente estaban cubiertos con una capa de un cemento antiminas y contaban con depósitos extintores exteriores. Lo más peligroso seguía siendo el lanzacohetes individual que tenía un nombre de mujer y que los rusos habían fabricado tras haber conocido nuestros panzerfaust.
Según los tanquistas, ningún adversario con orugas era de talla para luchar con el monstruo bautizado Tiger. Tuvimos ocasión de ver maniobrar a los Tiger en el combate junto a la frontera rumana en primavera. Los T-34 y los KV-85 se enteraron de cómo funcionaban también a sus costillas.
El carro se detuvo una hora más tarde.
—Aquí hay unos rótulos —gritó el comandante—. Sin duda es un puesto.
Fue a informarse y nosotros le seguimos.
En la noche oscura, una especie de pelusa caía densamente y se pegaba a la cara. Nevaba. Una estaca erizada de rótulos se alzaba como un espectro y de una manera perfectamente insólita. El tanquista quitó la nieve con el guante y leyó la inscripción. La compañía del joven recluta, así como otras tres o cuatro estaban indicadas en dirección al este. El resto del regimiento estaba en el nordeste, es decir en la dirección que seguía el carro.
El joven recluta, que probablemente era la primera vez que veía el frente, tuvo que despedirse de nuestro grupo y se alejó solo, hacia el este, en la opaca noche. Me llevé conmigo su expresión de terror pintada en blanco sobre su rostro juvenil.
Veinte minutos más tarde, el carro dio con mi unidad y decidió pasar la noche en ella. Me apeé del taxi de acero y fui a informarme en un mísero grupo de isbas cuyos anchos techos surgían del suelo como gigantescas tiendas. En el grupo de mando, que estaba instalado en una de ellas, un suboficial velaba ante un escritorio improvisado con algunas tablas puestas sobre unos trastos y alumbrados por tres velas. Como ningún fuego caldeaba la atmósfera, el hombre se había echado una manta sobre el capote. Yo obtuve los informes suficientes para reunirme con mi familia de guerra, es decir con mi compañía, que precisamente estaba en línea.
Como el día de mi primera toma de contacto con el frente, avancé por una sucesión de casamatas, hoyos, graben y otras posiciones cien veces más precarias y menos profundas que las del Don. Los muchachos de ingenieros, casi inexistentes por allí, no hicieron más que lo que pudieron y el resto dependía del zapapico de las unidades de Infantería, exhaustas. El invierno no hacía más que empezar. Ya helaba y todo dejaba prever una agravación.
A fuerza de preguntas, un soldado de enlace me condujo a la casamata de nuestro oficial. Entré en ella. El centinela me miró de arriba abajo, extrañado de verme acompañado como un oficial superior y levantó la lona de tienda que hacía de puerta a aquel nido de ratas.
Wesreidau no dormía. Una gruesa bufanda le tapaba casi hasta la boca, pero dejaba asomar una cachimba apagada. Herr Hauptmann, sin nada en la cabeza, parecía absorto en el estudio de un mapa.
Dos lámparas-infiernillos alumbraban e intentaban caldear aquella madriguera. Al fondo, un hombre dormía con la cabeza entre las manos, sentado sobre una mochila. El capitán Wesreidau levantó la cabeza e intentó distinguirme. Iba a nombrarme, cuando sonó el teléfono. Un informe, sin duda, de escasa importancia. Entonces hablé.
—Gefreiter Sajer, Herr Hauptmann, a sus órdenes.
—¿Terminado el permiso, muchacho?
—No exactamente, Herr Hauptmann. Mi permiso ha sido anulado.
—¡Ah! —exclamó el kapitan—. ¿Está usted curado? ¿Cómo se encuentra?
Me dieron ganas de gritar mi decepción y mi deseo de obtener, por lo menos, algunos días, pero la voz se me quedó en la garganta. De pronto advertí el apego que tenía a todos mis camaradas que estarían por allí cerca. Aquello me pareció tonto y emocionante al mismo tiempo.
—Bastante bien, Herr Hauptmann. Esperaré el próximo permiso.
Wesreidau se puso en pie. Me pareció que sonreía. Me puso una mano en el hombro y sentí que me estremecía.
—Lo acompañaré hasta donde están sus amigos. Sé que eso puede a veces sustituir una buena cama, impedir que se tenga hambre.
Me quedé pasmado.
Herr Hauptmann me precedió y lo seguí.
—Procuro agrupar a mis hombres en función de su amistad. Wiener, Halls, Lensen y Lindberg forman parte de un grupo de protección de un Pak. Se alegrarán de verle.
En la niebla fantasmal, que destacaba en claro sobre la noche negra, seguí la alta silueta del oficial. Unos hombres abrumados de sueño se erguían a nuestro paso. Los suboficiales señalaban «sin novedad en el sector».
Desembocamos en un agujero más profundo y ocupado por tres mochilas amontonadas así como por dos siluetas adosadas al parapeto. Reconocí inmediatamente la voz de Wiener.
—Bienvenido a nuestro puesto, Herr Hauptmann —dijo el veterano—. Podemos charlar un rato, el sector está en calma.
Me quedé estupefacto por la familiaridad del veterano.
—Aquí está Sajer que vuelve con vosotros.
—¡Sajer! No es posible, creí que estaba en Berlín de juerga.
—¡Os echaba de menos, muchachos!
—¡Esto es un camarada! —exclamó el veterano—. Tienes toda la razón y además, aquí, de vez en cuando, tenemos fuegos artificiales, mientras que Berlín está sumido en el oscurecimiento total. Todavía me acuerdo de que hace un año y medio estaba así.
La voz de Halls refunfuñó.
—¿Por qué chillas tanto, Dios mío?
—De pie, hijos de la estepa —gritó más fuerte Wiener—. Herr Hauptmann y el amigo Sajer están aquí.
—¿Sajer? —balbució Halls—. Está loco de haber vuelto.
El capitán protestó por pura fórmula.
—Si no conociese su valor en los combates, me vería obligado a dar parte por escrito sobre su caso al batallón de marcha, gefreiter Halls.
Halls se despertó de golpe.
—Le ruego me dispense, Herr Hauptmann, estaba medio dormido.
—Su sueño es pesimista, gefreiter Halls.
El veterano contestó por él.
—Anteayer el Don, ayer el Donetz, esta mañana el Dnieper… Confiese, Herr Hauptmann, que es como para desanimar al más duro de pelar de los landser.
—Lo sé —murmuró Wesreidau—. Todo esto me lo temía ya al entrar en Rusia. Pero si perdemos la confianza, todo será más difícil.
—Perdemos más terreno y más hombres que confianza, Herr Hauptmann —repuso el veterano moviendo la cabeza.
—Los rusos no rebasarán el límite del Pripet, y esto por razones geográficas sin interés, creedme.
—¿Dónde podemos replegarnos todavía? —preguntó estúpidamente Lindberg—.
En el Oder —silabeó el veterano. El frío nos azotó hasta lo más profundo de nosotros—. ¡Dios nos libre de una catástrofe semejante! —murmuró Herr Hauptmann Wesreidau—. Preferiría morir a ver eso. Wesreidau creía probablemente en Dios, pues su deseo se vio cumplido.