Capítulo X

Por supuesto, aquí hay oficiales y soldados que nos canalizan y que no están muy sonrientes. Hay también, y esto es verdaderamente lo más, desagradable, la gendarmería de campaña con sus placas metálicas húmedas de niebla que brillan en el pecho de sus representantes. No existe organización sin gendarmes. ¡Bah! Forzosamente ha de haber buena gente entre los gendarmes. Olvidemos los de Romny y de la retirada del Don… No echemos a perder la alegría de encontrarnos de nuevo en el Oeste.

Ahora caminamos en la dirección que nos indican los hombres de un sidecar cubierto de barro que avanza a nuestro lado. ¡Ni siquiera hemos formado de tres en fondo! Nos dejan andar así, libremente, como paseantes. ¡Es simpático! No nos imponen disciplina. Los que están en el Oeste son conscientes de lo que hemos sufrido, nos dejan en paz. Es amable por su parte. Pensamos que hemos salido del mal paso y que ahora todo irá bien. El sidecar nos obliga a acelerar la marcha. Recorremos así casi dos kilómetros cojeando en el cieno que salpica al camarada y llegamos a un gran campamento donde están ya los de la expedición anterior. Es de noche y una lluvia ligera cae sin cesar. Distinguimos los alambres de espino que brillan bajo el chubasco. Dos soldados con sus subfusiles bajo el brazo, nos hacen entrar. Sin hacer preguntas, trasponemos el portal improvisado del campamento. Luego hacemos alto. El sidecar se aleja rápidamente. Nos quedamos aquí, plantados en medio del campamento con alambradas, sin saber qué pensar.

—¡Bah! No es nada, es una manera demasiado militar de recibir a los supervivientes de Konotop. Sin duda nos hacen esperar para conducirnos a unos buenos barracones bien cerrados donde podremos rehacernos. Quizá también esperamos para obtener un permiso… Esta idea nos embarga de alegría. Olvidamos el decorado, el barro líquido, las alambradas que nos convierten en prisioneros.

Hace ya dos horas que esperamos. Otro grupo recién transbordado se une a nosotros. La lluvia arrecia, estamos empapados. No lejos, vemos unos barracones con puertas y ventanas herméticamente cerradas. En grupos de veinte, los camaradas son encaminados hacia ellos. Nosotros nos mantenemos a la expectativa, convencidos de que estamos viviendo nuestros últimos malos momentos. Los camaradas que entran en los barracones no vuelven. Sin duda duermen en mullidos camastros. ¡Qué suerte!

Una hora después, me toca a mí con veinte más, entre ellos dos suboficiales y un teniente. Penetramos en el cobertizo alumbrado por un grupo electrógeno. Estamos un poco asombrados y cohibidos de ir tan cochambrosos. Detrás de unas grandes mesas, militares de toda graduación acompañados de unos gendarmes forman como un imponente tribunal. Entonces, un obergefreiter se acerca a nosotros y nos ordena a gritos, como en los buenos tiempos cuarteleros, que nos dignemos presentarnos con nuestra impedimenta completa ante el servicio de clasificación. Nos quedamos desconcertados ante tamaña acogida, pero ya nos apremian hacia las mesas donde debemos enseñar lo que el Ejército nos ha confiado.

—¡En primer lugar, la documentación militar! —ordena el feldgendarme que está al otro lado de la mesa.

El teniente, que está delante de mí, sufre un interrogatorio.

—¿Dónde está su formación, Herr Leutnant?

—En parte disuelta o aniquilada, Herr gendarme, hemos pasado momentos muy difíciles.

El gendarme no contesta y comprueba los papeles.

—¿Se ha separado de sus hombres, o han sido muertos? Titubeo del teniente. Nosotros nos quedamos hipnotizados.

—¿Estoy ante un tribunal militar? —pregunta el teniente, exasperado.

—Debe contestar usted a las preguntas, Herr Leutnant, ¿dónde está su formación?

El teniente se siente cogido en la trampa como cualquiera de nosotros. Son preguntas a las cuales pocos de nosotros podemos responder con claridad.

Entonces, él explica la situación. Inútil razonar con un gendarme. No hay buena gente entre los gendarmes, como lo supuse hace un rato. Su inteligencia no rebasa el nivel del cuestionario que están encargados de rellenar.

Además, le faltan muchas cosas al leutnant y aquel hombre sólo se fija en eso. No le importa que el joven que todavía se sostiene de pie delante de él, por no se sabe qué milagro, haya perdido treinta libras desde su incorporación. Lo que le interesa al gendarme es la falta de los prismáticos Zeiss que forman parte del equipo del oficial. También falta un estuche portamapas y la sección de radio que estaba a sus órdenes. Le faltan demasiadas cosas a ese hombre, que lo único que ha conservado es la vida. El Ejército no confía material al soldado para que lo pierda o lo abandone sin hacerse matar por conservarlo.

Batallón de marcha para el teniente negligente. Batallón de marcha con tres grados menos. Y puede considerarse afortunado.

El hombre se queda pasmado, su mirada se extravía. Da miedo o lástima. Dos soldados lo conducen hacia la derecha. Hacia un grupo humillado que, lo mismo que él, irá a parar a un batallón disciplinario cualquiera.

Afortunadamente, he encontrado mi unidad y he conservado el cartón blanco en el que consta que he salido de la enfermería para incorporarme al ataque. La cabeza me da vueltas y siento que voy a desmayarme. El gendarme lee una ficha en la que está anotado todo lo que un soldado como yo debe poseer. Va enumerando los objetos, yo lo entiendo mal y le presento a destiempo lo que aún está en mi poder. Él me dedica una palabra que oigo por primera vez. Finalmente, me faltan cuatro cosas, entre ellas la máscara de gas que abandoné voluntariamente.

Mi cartilla militar pasa de mano en mano, y le añaden unos sellos y una hoja con unas anotaciones. Entonces, en mi pánico, se me ocurre una idea completamente estúpida: para quedar bien, saco de mis cartucheras nueve balas sin usar. La mirada del gendarme tropieza en ellas como la del alpinista en una presa.

—¿Estaba usted en retirada? —pregunta.

—Ja, Herr gendarme.

—¿Tenía en su poder todavía eso? —dice apuntando hacia las balas.

—Ja, Herr gendarme.

—Entonces, ¿por qué no hizo nada para defenderse? ¿Por qué no resistió?

Ja, Herr gendarme

—¿Cómo que Ja?

—Recibimos órdenes para la retirada, Herr gendarme.

—¡Qué desgracia! —rugió él—. ¡Un ejército que huye sin haber disparado!

Mi cartilla vuelve a caer en manos de mi tirano. La manosea un momento febrilmente, sus ojos van del documento informe y sucio a mi cara.

Sigo el movimiento de sus labios del que puede brotar lo peor: batallón de marcha, es decir el régimen de los prisioneros, los puestos avanzados, la limpieza de minas, los permisos escasos y siempre en campamentos donde la palabra libertad es ignorada, el correo suprimido…

Me entran unas enormes ganas de llorar. Tengo miedo de no poder reprimir las lágrimas. Por fin, la rígida mano del gendarme me devuelve los papeles. No iré al batallón de marcha, pero la emoción ha sido demasiado fuerte. Mientras recojo mis bártulos, sollozo nerviosamente sin que pueda hacerle nada. Al lado, un camarada se hace reprender de lo lindo.

Los que todavía esperan están aterrados y me miran. Como un mendigo miserable, abandono corriendo la fila de mesas y salgo por la puerta puesta a la entrada. Me siento lleno de vergüenza.

Me junto con los camaradas que están de pie en el otro lado del campo. No están acostados en muelles camas como suponíamos antes de entrar en el barracón. Están de pie bajo la lluvia. Una decepción más acaba de aplastarlos.

Pero a pesar del bofetón que acaba de propinarnos la patria agradecida, podemos considerarnos felices. Tres días más tarde, sabremos la noticia. La noche siguiente a nuestro paso, cuando todavía quedan seis mil o siete mil hombres por salvar de la presión enemiga, los rusos atacan. Desalentados sin duda por no haber logrado recuperar Kiev, donde el Ejército alemán libra un frenético combate contra un enemigo superior en número, deciden limpiar las bolsas ocupadas todavía por la Wehrmacht. Veinticuatro horas después de haber cruzado nosotros el río, los camaradas que se habían quedado en el Este ven súbitamente que las bengalas inundan con su luz pálida sus campamentos improvisados.

Desde los débiles atrincheramientos cavados en la línea de colinas que bordean el Dnieper, los vigías, que deben asumir una protección ilusoria, ven surgir la infantería rusa. Esta inunda el terreno y grita, como siempre. Los desventurados landser comprenden enseguida que nunca podrán detener una marea semejante. Hay un momento de desesperación desgarradora. Algunos huyen. El ruido ensordecedor de los lanzabombas soviéticos cubre el de las spandau y los morteros ligeros. Los soviéticos borrachos y empujados por los comisarios del pueblo avanzan a toda costa.

La hecatombe es importante. Cada proyectil alemán parece alcanzar su objetivo. Sin embargo, la marejada roja progresa inexorablemente. En el embarcadero de barro del que yo salí, la demencia ha rebasado al pánico. La chalana que sigue cargando gente como de costumbre, es sumergida por una oleada humana. Los que conservan la mente fría, que son muy pocos, apelan a la calma, amenazan y a veces disparan. Se produce un horroroso tumulto, se rompen las amarras de la chalana. La embarcación se desplaza algunos metros, sacudida por la masa ululante que la invade. Las botas golpean y aplastan todas las manos que intentan agarrarse a las tablas. En el embarcadero se lucha entre camaradas y algunos, sobre todo oficiales, se suicidan. La chalana recorre unos metros más y luego, de golpe, se inclina como un juguete, del lado opuesto a la orilla. Un gran clamor se eleva en medio del fragor de la batalla muy próxima. Doscientos hombres enloquecidos chapotean, se agarran unos a otros, intentan nadar. Muchos de ellos se hunden y se ahogan.

Es en este momento cuando Iván, que acaba de barrer a los defensores de las colinas, aparece en las cimas. Buena distracción para la infantería que está en el colmo de su excitación. Rodilla en tierra, Iván, riendo sin cesar, tira como en una barraca de feria. Unos soldados alemanes se rehacen y disparan una ametralladora. Iván ni siquiera se da cuenta. Los alemanes que reaccionan son poco numerosos. Muchos millares corren y mueren gritando. Tiran también contra los que nadan. Las bengalas constituyen una ayuda valiosa, pues sin ellas no se verían los blancos obtenidos ni la matanza.

Una hora después de su aparición en la cumbre de las colinas, Iván llega a la orilla del río. Algunos disparos taladran aún la noche aquí y allá. La victoria está consumada. Iván ya no tiene ganas de reír. Una tercera parte de los soldados alemanes escaparán de la matanza y conocerán el cautiverio. Para los otros dos tercios, todo ha terminado por fin. Quedan eximidos de sus responsabilidades de soldados. La gendarmería de campaña ya no les echará nada en cara.

Un poco más tarde, tres camiones que circulan a ciegas, pues sus faros están casi completamente tapados, han venido a recogernos. Pese al mal camino, pese a la sobrecarga que amenaza romper las tablazones, cincuenta soldados transformados en fardos, se apilan con su material en cada vehículo. Yo estoy en el montón, es decir que tengo una pierna dentro y otra fuera. Estoy a caballo sobre la tabla trasera. Hay muchachos completamente colgados en el exterior que se agarran a esta tabla apretando los dientes. Rodamos en la oscuridad y todo está en calma. ¿En qué dirección vamos? No podría decirlo.

Una hora más tarde, llegamos a la vista de varias edificaciones. Una débil iluminación azulada nos revela discretamente la agitación que reina por aquí. En realidad, hay una sucesión de edificaciones. Están alineadas y, a ambos lados, dos calzadas bordeadas de árboles están atestadas de vehículos. Hay soldados en todas partes. Algunos, en moto, pasan a toda velocidad. Hay oficiales y gendarmes. Los camiones frenan bruscamente y todos hemos de apearnos. Aun con la sensación de estar a salvo, ya no podemos resistir más. Estamos deshechos, tenemos sueño.

Antes de que alguien se encargue de nosotros, esperamos todavía media hora larga. Sigue lloviendo. ¿Lloverá en otras partes? ¿Llueve en Francia? ¡Mi casa! ¡Mi casa! ¿Dónde están? No hay más que recuerdos confusos y dispersos, cosas con las que he roto. En el mundo no hay más que Rusia. Rusia que nos encierra en un enorme anonimato en el que regimientos enteros se pierden con sus nombres.

Por fin, un suboficial se acerca a nosotros. El responsable del grupo presenta la documentación. Una lámpara eléctrica de haz deliberadamente reducido alumbra los papeles. Nos mandan recoger nuestras cosas y seguir al suboficial. Por fin nos vemos a cubierto. Hemos perdido tanto la costumbre de ello, que cada uno contempla el techo con el mismo interés que si fuera el de la cúpula de la capilla Sixtina.

—Os conducirán a vuestra unidad un poco más tarde —clama el suboficial que, a su vez, parece estar también harto de todo—. Mientras tanto, ved si podéis descansar aquí.

No nos lo hacemos decir dos veces. En el local sin luz no hay más que unos bancos y cuatro o cinco grandes mesas que descubrimos a la luz de algunas lámparas de bolsillo. Cada uno se tumba donde puede. Nunca ninguna playa de la Costa Azul, ni siquiera en el mes de agosto, conocerá un tumulto semejante. Nuestras cabezas doloridas buscan un apoyo. La pierna, las nalgas, las botas de un camarada sirven de almohada. ¡Qué importa! Aquí, por lo menos, ya no llueve. Algunos ya roncan. Otros tratan de pensar que están en otra parte. A pesar de la rudeza del recibimiento que nos han hecho, tenemos la sensación de que hemos mejorado, que la vida vuelve a ofrecernos sus posibilidades. Cada uno sueña con el permiso que forzosamente obtendremos. Sólo es cuestión de paciencia… ¡Paciencia! ¿Cuántos minutos, cuántas horas, cuántos meses de paciencia habremos de tener todavía?

Pero el ocio del ensueño no está hecho para el soldado en el frente. La falta de reposo que hemos acumulado nos oprime las sienes. Como enfermos al borde del desfallecimiento, nos hundimos en un sueño opaco.

Sin duda hemos dormido mucho. Es de día cuando una algarabía nos despierta. Después un toque de silbato prolongado nos invita a levantarnos. Estamos sucios y horriblemente arrugados. Si el Führer nos viera, quizá nos mandaría a nuestras casas, a menos que nos hiciese pasar por las armas. El suboficial que acaba de entrar nos mira también con asombro. Quizá tampoco él ha imaginado nunca al Ejército alemán en un estado semejante. Habla de no sé qué. Todavía no estoy despierto del todo y sólo oigo su jerigonza, sin escucharla. Es cuestión de estar preparados. Vamos a ser reintegrados a nuestras unidades.

Hay un servicio sanitario instalado en uno de los barracones, pero tenemos pocas posibilidades de entrar en él. Está invadido incesantemente y a este ritmo no nos llegará el turno hasta la noche. Nos señalan, sin embargo, unos grandes barriles de gasolina vacíos, que pueden servir de lavabos. Todavía estamos demasiado deshechos para ir a darnos un chapuzón. ¡Qué lejos está el tiempo de los cuarteles cuando ninguno de nosotros habría soportado la más pequeña mancha en la guerrera! Se acabó la teoría de la higiene indispensable. Aquí nos preocupan otros afanes más importantes. Además, hoy hace un frío de perros. Nadie piensa quitarse la lona de tienda puesta a guisa de capa sobre los hombros.

Tengo mucho frío. Hasta tirito. Vuelvo a tener la impresión de estar enfermo. Hay que salir para ir a buscar algo en la cocina de campaña. Nuestra cohorte de pordioseros hace cola ahora, en el viento húmedo y frío que empuja masas de niebla por encima del Dnieper. Dos furrieles vierten grandes cazos de rancho hirviente en nuestras escudillas sucias cuyo esmalte se ha desprendido a trozos.

Esperábamos el habitual sucedáneo, y es rancho lo que nos dan. Y es que la hora del sucedáneo hace rato que pasó. Los furrieles nos sirven el rancho de las once por adelantado; orden especial, para nosotros los náufragos. Todos aceptamos el rancho con buen humor. Esta mezcla ardiente nos sienta muy bien.

Un hauptmann pasa cerca de nuestra tropa y se para. Visiblemente, busca a nuestro jefe de grupo. Este, un leutnant, se levanta y va hacia él.

—Camarada —declara solamente el capitán—, aquí tiene usted la posibilidad de asearse. Creo que debería preocuparse de ello.

Jawohl, Herr Hauptmann.

Por orden de nuestro jefe de grupo, nos dirigimos hacia los barriles situados bajo el saledizo de uno de los barracones. Echamos una mirada torva al que alberga el servicio sanitario y sus duchas calientes. Trescientos militares lo asedian y hacen cola para disfrutar de lo que significa un regalo a veinte o treinta kilómetros del frente.

Cada uno se desviste más o menos. Una vez limpio lo principal, se puede rascar más fácilmente la corona de piojos que hostigan en particular a la altura del cinturón.

Nuestro ímpetu queda truncado por la orden de marcha. Casi me alegro. Hace tanto frío que la idea de meterme casi en cueros en aquella húmeda corriente de aire no me encantaba demasiado. Prefiero mis piojos, bien calentitos entre mi camiseta gris y mi estómago vigoroso de hambre. Además, estoy enfermo, ya no cabe duda. Los escalofríos no me abandonan. Tengo frío hasta en las plantas de los pies. Nos encaramamos en unos camiones descubiertos. Como siempre, somos demasiados y tenemos que hacinarnos. No es cuestión de quejarse, pues, de todos modos, vale más eso que una marcha a pie. Lo malo es que me ocurrió una historia estúpida que me puso en una situación de las más grotescas.

Los camiones avanzan. Avanzan por un camino convertido en un pantano. El vehículo que nos sigue levanta, a ambos lados de sus aletas, una franja de lodo como para confundirlo con un tanque de riego. Esta escena me recuerda extrañamente la retirada del Don. ¿Rusia no es, entonces, más que una extensión de mierda? Sin embargo, negros bosques cubren el horizonte al norte, allá donde nos dirigimos. Hay algunas explosiones que nos trae el viento, nada grave. El tiempo está cubierto y amenaza lluvia.

Apretujado entre dos camaradas, me bamboleo al ritmo lento de los camiones que ruedan penosamente sobre el fango. Estoy desasosegado. Los labios y la cara me arden. El menor soplo de aire me hiela la piel del rostro. Un dolor brutal me invade el vientre y provoca en todo mi cuerpo una sucesión de escalofríos muy desagradables. Lo atribuyo al exceso de fatiga de los últimos tiempos. Desgraciadamente, no me he curado ni mucho menos. Debo de estar más cadavérico que nunca, lo noto, lo intuyo. Las tripas se me retuercen cada vez más. Desde luego, nadie se fija en mi aspecto. A nadie le importa nada y sin duda alguna no soy el único que se siente mal. Me duele tanto el vientre, que intento, a pesar del apretujamiento, doblarme un poco hacia delante. El chico de al lado se da cuenta de que pataleo y vuelve hacia mí su cara hirsuta. Como no ceso de quejarme, se impacienta.

—Despacio, camarada…, pronto llegaremos —dice sin tener más que yo una idea de nuestro destino.

—Me duele mucho el vientre.

—Escoges un mal momento para cagar.

Bruscamente, esta idea me asalta en efecto. Con toda evidencia, una necesidad cada vez más urgente se precisa. El cólico gira en mi vientre y amenaza a cada instante exteriorizarse. Desde luego, yo no puedo hacer que se detenga un convoy militar por unas ganas de cagar. La idea me hace sonreír a través de los escalofríos y de los calambres que me secan la boca. Estoy en una situación grotesca. Y, sin embargo, habrá que dar con una solución. Este convoy avanza en pleno bosque y nada, al parecer, justifica un alto. Y aunque llegásemos a un acantonamiento cualquiera dentro de un minuto, no podría largarme de las filas así como así, sin otro motivo. Seguramente harían fuego contra mí, pensando en una deserción.

¡Dios mío, Dios mío! ¿Podré aguantar mucho? Trato en vano de pensar en otra cosa. Nada que hacer. El cólico me aprieta y me pone la piel de gallina. Hasta que ya no puedo más.

—Un poco de sitio, muchachos —digo haciendo una mueca—. Tengo diarrea y no puedo hacerlo de otro modo…

Los tipos no parecen oírme. El camión hace ruido, hay que decirlo. Me veo obligado a insistir y a dar codazos. Mis compañeros se apartan diez centímetros sin prestarme más atención. Pese a mi indisposición, siento que me ruborizo de confusión. Intento vanamente desembarazarme de lo esencial. Me falta sitio y empujo al muchacho que está a mi lado.

—Poco a poco —dice él—, ya cagarás a la llegada.

—Te digo que estoy enfermo, hombre.

Gruñe y quita un pie que ya no sabe dónde meter. Nadie se ríe, todo el mundo permanece indiferente a mi infortunio. Lucho desesperadamente con mis ropas, atascado con toda la impedimenta, sin poder bajarme los pantalones. Finalmente, me doy cuenta de que ya no puedo hacer nada. La evacuación se ha producido a pesar mío, y se desliza de una manera detestable a lo largo de mis piernas. Nadie se da cuenta de mi incomodidad que me deja un malestar indescriptible.

El vientre me duele horrorosamente y caigo en un sopor embrutecido que me impide ver el lado cómico de mi situación. De hecho, no tiene nada de cómica. Estoy muy enfermo, la cabeza me da vueltas y me arde. Es la fiebre, sin duda. Estos son los primeros síntomas de una disentería cuyas secuelas me perseguirán toda la vida.

Los camiones siguen su marcha mucho tiempo aún. En dos ocasiones más no puedo retener la diarrea, lo cual no agrava mucho más mi estado. Sinceramente daría diez años de mi vida por poder limpiarme y dormir en una cama caliente. Continúan los escalofríos mientras que dolores cada vez más vivos me desgarran los intestinos.

Cuando, al cabo de un tiempo interminable, soy arrastrado fuera del vehículo para presentarme a la lista de nuestro nuevo acantonamiento, me parece que voy a desmayarme. Lucho instintivamente para no perder el conocimiento, aunque caer desvanecido sería el mejor medio de hacerme llevar a la enfermería. Pero todo mi ser se obstina en permanecer lúcido. Sigo en pie junto a mis camaradas, todos ellos preocupados por su suerte. Sin embargo, mi aspecto de moribundo no se le escapa al oficial encargado del recuento. Contesto a sus preguntas farfullando. La cadencia de la lista queda interrumpida por mi causa.

—¿Qué le pasa a usted? —pregunta el oficial a quien distingo como en una foto velada.

—Estoy enfermo… Estoy… Apenas puedo hablar. El oficial insiste:

—¿Qué le duele?

—El vientre…, y tengo fiebre… ¿Podría ir a limpiarme, por favor, Herr…?

—Hágalo pasar con prioridad a la visita médica —continúa el oficial dirigiéndose a un subordinado.

Este obedece y me coge del brazo. ¡Por fin alguien acude en mi ayuda! No puedo creerlo.

—Tengo una diarrea aguda, debo limpiarme —murmuro mientras ando.

—Encontrará usted lo necesario en el bloque sanitario, camarada.

Heme aquí, en la enfermería, haciendo cola detrás de unos treinta individuos, Los dolores abdominales me tiran de las tripas como para hacerme berrear. Siento que no voy a poder evitar otra evacuación. Con un paso que pretende ser decisivo, abandono la fila tambaleándome. Salgo y encuentro un rótulo que indica la dirección de las letrinas reglamentarias. A toda prisa, me meto en una de ellas. Una vez aliviado, titubeo en subirme el pestilente pantalón. Estoy en un estado increíble. Un detalle me impresiona. Me parece notar sangre en mis excrementos. Vuelvo a la enfermería para esperar lo menos media hora más. Por fin llega mi turno. Uno tras otro, me quito mis nauseabundos oropeles. Hay dos mujeres soldados y estoy bastante cohibido a pesar de mi malestar.

—Pero ¿de dónde ha salido ese cerdo? —vocifera uno de los enfermeros, acostumbrado sin duda todavía a la divisa Ein Laus, der Tod!

Miro la gran mesa detrás de la cual está instalado el servicio sanitario como un tribunal ante el que me resulta imposible declararme inocente.

—Diarrea disentérica —murmura un comparsa, molesto por la mierda que me corre por las piernas.

—¡A la ducha! ¡A la ducha! ¡Cochino! —persiste el otro—. Después veremos tu caso.

—No pido otra cosa. Hace mucho tiempo que sueño con una ducha.

—El barracón de enfrente —me indica el médico, que tiene prisa por ver otra cosa.

Me echo el capote sobre los hombros descarnados y corro hacia el barracón-ducha. Afortunadamente, sólo hay un tipo con aspecto aturdido que friega los suelos.

—¿Hay agua ahí dentro, camarada?

Levanta la cabeza y sonríe con aire atontado.

—¿Quieres agua caliente? —pregunta amablemente.

—¿Tienes agua caliente?

—Sí, es para la colada de la 16ª Compañía, Dos grandes calderos llenos. Puedo darte un poco. El servicio de ducha sólo la da fría.

«Todavía un tipo que vende su agua por cigarrillos u otra cosa», pienso estremeciéndome de fiebre.

—No tengo cigarrillos.

—De todos modos, no fumo.

Me quedo pasmado.

—Dame pronto agua caliente, camarada, pronto.

El tipo con aspecto de tonto se apresura.

—Entra ahí… Estarás mejor.

Me designa una especie de armario. Dos minutos después, está de vuelta con dos cubos humeantes.

—¿Has hecho la guerra? —me pregunta.

¿Qué quiere decir? Lo miro. Sigue sonriendo con su pinta de asno.

—Sí, he hecho la guerra y no tengo ganas de volver a hacerla, para que lo sepas. Estoy enfermo y asqueado.

—Debe de ser terrible… El feldwebel Tulf dice que pronto me mandará allá para que reviente.

Mientras me lavo el culo con delicia, lo miró asombrados.

—Siempre hay tipos para mandar a los demás a hacerse matar, ya sabes. ¿Qué haces en la división?

—Hace tres meses que el Ejército me llamó. He dejado al señor Feshter y, después de un adiestramiento en Polonia, he sido incorporado a la Gross Deutschland.

«Ya conozco otro», pensé.

—¿Quién es el señor Feshter?

—Mi patrono. Un poco severo, pero simpático de todos modos. Trabajo en su casa desde chiquillo.

—¿Tan pronto te pusieron a trabajar tus padres?

—No tengo padres. El señor Feshter me recogió muy pronto en el orfanato. Hay mucho trabajo en la granja del señor Feshter.

Lo miro fijamente. Otro que tampoco ha ido a la fiesta todos los días. Sigue sonriendo. Yo me aprieto el vientre que parece querer desintegrarse, de vez en cuando.

—¿Cómo te llamas?

—Frosh, Helmut Frosh.

—Gracias, Frosh. Ahora voy a intentar entrar en la enfermería. Me dispongo a salir, cuando veo una silueta achaparrada y fornida en el marco de la puerta. Nos está contemplando. Antes de que yo pueda decir una palabra, la silueta muge:

—¡Frosh!

Frosh se vuelve y corre a coger su estropajo.

—¡Frosh, aquí!

Salgo despacio y procuro pasar inadvertido.

De todos modos la atención del feldwebel está concentrada en Frosh.

—¡Ha abandonado usted su trabajo, Frosh!

—Pedía explicaciones sobre la guerra, Herr Feldwebel.

—Le he prohibido hablar durante su castigo, Frosh, excepto para contestar a mis preguntas.

Frosh iba a decir algo. Hubo un «plaf» sonoro que me hizo volver la cabeza. La mano levantada aún del feld acababa de abofetear al amigo Frosh. Me eclipsé apresuradamente mientras una marea de terribles insultos rompía en la cara del infortunado muchacho.

El ayudante del médico me visitó sin ningún interés. Comprendo perfectamente que aquel sucedáneo de médico no experimentara ningún placer en auscultar mierdosos como yo durante todo el día. Tanto más cuanto que ningún sueldo le obligaba a ser amable como puede serlo un médico de cabecera.

Después de haberme sobado un poco por todas partes, me metió el dedo en la boca y comprobó el estado de mi dentadura. Finalmente, añadió un montón de números y de notas en una ficha que fue prendida de mi documentación militar, y seguí la hilera de mesas hasta el servicio operatorio propiamente dicho. Cinco o seis sujetos consultaron mis papeles y me pidieron que me quitase los pingajos que me había echado apresuradamente sobre los hombros y que tapaban mi «pecho olímpico». Un salvaje, que debía de ser charcutero en la vida civil, me administró una inyección en el pectoral izquierdo, y seguí a otro militar que me condujo al barracón de los «reconocidos». Comprobaron una vez más mis papeles y me indicaron, ¡oh milagro!, una cama. En realidad, era un jergón de paja gris, sin manta ni sábanas, pero de todos modos era una cama sobre un caballete de madera, una cama en un local seco y bajo techado.

Me dejé caer en ella despacio para darme cuenta mejor. Mi cabeza, que me zumbaba de fiebre, vagabundeó en mil sueños. A fuerza de dormir a la intemperie, había olvidado la impresión de bienestar que puede experimentarse sobre un colchón blando y limpio. La sala estaba llena de camas semejantes, en las que reposaban individuos más o menos quejumbrosos. Los vi tan poco como se observa el color del entapizado de una habitación de hotel que no es totalmente del gusto de uno. Pese al dolor que me hostigaba, me dejé embriagar por aquel nuevo bienestar. Después tomé la iniciativa de desvestirme en parte. Mi capote sucio y la lona de tienda me sirvieron de manta. Me acurruqué en ella sintiendo que estaba salvado. Permanecí mucho rato en un duermevela, meditando, mientras procuraba dominar los calambres que agarrotaban mis tripas.

Luego, dos enfermeros llegaron provistos de todo un arsenal. Sin previo aviso, apartaron lo que hacía las veces de manta y me dijeron:

—Vuelve el culo, camarada, que vamos a lavarte por dentro.

Sin que pudiese darme perfecta cuenta, me propinaron una copiosa lavativa. Después, los alegres muchachuelos se fueron a otro paciente y me dejaron con algo así como cinco litros de agua, mezclada con no sé qué medicamento, gorgoteando en mi dolorido abdomen.

No poseo grandes conocimientos médicos, pero siempre me ha parecido raro que se administre una lavativa a quien ya padece una excesiva facilidad de evacuación. El hecho es que aquellos dos alquimistas del diablo, que volvieron en varias ocasiones, contribuyeron a hacerme pasar una noche y un día horrorosos durante los cuales sólo viví un ir y venir entre la letrina batida por un viento glacial y mi dormitorio, que perdió, a causa de ello, mucho de su encanto.

Dos días más tarde se me consideró curado y fui reexpedido a la compañía sobre mis piernas que flaqueaban. La compañía, la mía, aquella que habíamos formado en el grupo de acero, estaba acantonada en los aledaños de la división, a ocho o diez kilómetros aproximadamente, en un poblado minúsculo y casi abandonado por los paisanos rusos. A pesar de la alegría del reencuentro —todos los compañeros estaban allí, incluso Olensheim que, una vez curado, se había unido también al grupo—, mi estado de salud siguió siendo tan precario como la víspera de mi admisión en la enfermería.

Mis buenos camaradas, Halls, Lensen y el veterano, me mimaron e hicieron todo lo posible para curarme. Insistieron sobre todo en hacerme tragar vodka, único remedio valedero según ellos. A pesar de sus excelentes cuidados, mis precipitadas visitas al retrete no menguaron y la visión de mis excrementos sanguinolentos asustó incluso al veterano, que me acompañaba por miedo de que me desmayase. En otras dos ocasiones, por consejo de los amigos, intenté hacerme readmitir en el hospital de campaña, desbordado por los heridos de Kiev. Mis papeles demostraban que estaba curado y no hubo nada que hacer.

Mi estado adquirió un aspecto trágico. Me había vuelto diáfano y ya no abandonaba mi jergón instalado al abrigo de una isba. Afortunadamente, un servicio reducido me permitió quedarme en mi lecho de dolor. Repetidas veces, los compañeros hicieron mi guardia y mi turno de servicio. Todo iba bien en la compañía a las órdenes de Wesreidau. Lo malo era que, a pesar de todo, seguíamos en un sector de operaciones y que en cualquier momento nuestro grupo podía ser enviado a taponar alguna brecha. El veterano, con su gran experiencia ante la que todos se inclinaban, insistía en que me hiciera reconocer antes de que una orden cualquiera nos enviase a una posición expuesta. Se daba perfecta cuenta de que yo no resistiría y yo tampoco lo dudaba.

Una noche, ocho días aproximadamente después de haber dejado la enfermería, me puse a divagar seriamente. Hubo un combate aéreo memorable sobre nosotros, sin que yo me enterase.

—Hasta cierto punto, te envidiábamos —bromeó Halls.

Mi buen camarada visitó, para hablarle de mí, a Herr Hauptmann Wesreidau. No tuvo demasiado tiempo para explicarse. Nuestro capitán recibió en aquel momento un mensaje que nos atañía. Wesreidau se irguió, sonriente, según me contó Halls.

—Hijos míos, levantamos el campo sobre la marcha para instalarnos en una zona de ocupación que está lo menos a cien kilómetros al oeste. Tendremos algún trabajo que hacer, pero, en realidad, nos vamos de descanso. Dígale a su compañero enfermo que aguante todavía veinticuatro horas. Dé la noticia. Todo irá mejor para todos nosotros.

Halls dio un taconazo como para romperse las tibias y salió como el rayo. En todas las chozas que cruzó, entró sembrando el follón al dar la buena noticia. Luego, desembocó en tromba en nuestra barraca y me sacó de mi sopor a fuerza de sacudidas.

—¡Estás salvado, Sajer! —chilló—. ¡Estás salvado! ¡Nos vamos a descansar! Traed toda la quina que ande por ahí —vociferó dirigiéndose a los demás—. Es preciso que resista lo menos veinticuatro horas.

A pesar de mi gran debilidad, la alegría de Halls, tan comunicativa, fue para mí como un bálsamo reparador. —¡Estás salvado!— repitió. —Piensa que con la cara que haces no solamente te admitirán en el hospital, sino que un permiso no te lo pierdes. ¡Tienes una suerte inaudita!

Cada movimiento repercutía en mi vientre que parecía licuarse. Sin embargo, me esforcé en juntar mis bártulos. En todas partes, los muchachos se precipitaban en sus preparativos. Dejé al alcance de la mano mi paquete de correspondencia, que me había sido entregado cuando me reintegré a la división. Era voluminoso. Una docena de cartas de Paula me ayudaron enormemente a soportar la dolencia. Había también tres de mis padres, llenas de preguntas, de inquietudes y de reprimendas por mi falta de solicitud en darles noticias mías. Había asimismo una de la señora Neubach. Tuve bastantes ánimos para escribir a todos, pero no dudo de la incoherencia de las palabras que la fiebre me impedía juzgar.

Por fin nos fuimos, y me instalaron en la cabina cerrada de una camioneta Auto-Union. Llegamos así a las inmediaciones de Vinitza por carreteras y caminos dignos de la época carolingia. Lodazales increíbles, que la lluvia había disuelto, anegaron repetidas veces nuestros vehículos. Creí, un momento, haber cruzado las marismas del Pripet tan temidas y que sabíamos muy próximas. En realidad, las habíamos bordeado y evitado. Circulamos por unas sorprendentes calzadas de madera que parecían flotar sobre el mar de barro. Aquellos caminos de leños irregulares, por los que no se podía correr a mucha velocidad, se revelaban eficaces en época de lluvias. Estaban hechos con leños más o menos desbastados, tenían cuatro metros de anchura y se apoyaban en no sé qué cimientos.

Invertimos al menos ocho horas para recorrer ciento cincuenta kilómetros. Hacía un tiempo horriblemente frío. Copos de nieve se mezclaban a las rachas de lluvia que, después de todo, nos protegieron de la aviación soviética, particularmente virulenta en aquella época.

Fui hospitalizado inmediatamente, junto con media docena de camaradas de la misma compañía. La diarrea estaba de moda en aquel período y un destacamento de especialistas me la atajaron en un tiempo récord. Mis compañeros acampaban a veinticinco kilómetros de allí y sabía que me reuniría con ellos fácilmente cuando estuviese curado.

Los médicos tuvieron cierta dificultad en dejarme levantar. La enfermedad había sido atacada tardíamente y había causado grandes estragos en mi «flora intestinal», según oí decirme…

Efectivamente, pese a la eficiencia de los cuidados, me pasé una buena quincena sin comer nada y cayéndome de sueño. Diariamente ofrecía mi culo a los enfermeros que acabaron transformándolo en un auténtico costurero. Dos veces al día chupaba un termómetro médico sin saber que marcaba obstinadamente treinta y ocho.

El invierno había llegado, y yo estaba encantado viendo caer la nieve por la ventana cerrada de un dormitorio caldeado. Sabía que mis compañeros estaban momentáneamente fuera de peligro, y en mi beatitud ignoraba que todo iba de mal en peor en el conjunto del frente.

El periódico del frente sólo publicaba fotografías de artilleros instalando, sonrientes, sus posiciones y sus cuarteles de invierno, y artículos hablando de todo y de nada. Halls vino a verme dos veces con el correo. Había conseguido ser ayudante del cartero militar, por lo que llegaba hasta mí sin dificultad. Era feliz con naderías y saltaba de alegría esquivándome en las refriegas con bolas de nieve. También él ignoraba la pesada realidad que pronto había de hacernos conocer la peor de las retiradas, hacernos ver el fondo del horror.

Aproximadamente tres semanas después de mi ingreso en el hospital, me llegó una noticia maravillosa. Me invitaron a personarme en la oficina de salidas. Allí, un spiess me informó de mi estado de salud. ¡Me hizo caer (moralmente) de culo! Como todo andaba mejor, me anunció que un permiso iba a venir para rematar mi restablecimiento.

—Pienso —añadió— que preferirá usted pasar su convalecencia en su casa que en este hospital militar.

Contesté con un tímido sí, temeroso de molestar al buen hombre por su hospitalidad. Me encontré, pues, en el colmo de mi alegría, con un permiso un poco más corto que el primero, pero que me autorizaba, de todos modos, a tomarme diez días a partir del momento en que la gendarmería lo sellara. Mi pensamiento corrió directamente hacia Berlín y hacia Paula. Intentaría conseguir para mi amiga una autorización para ir conmigo a mi casa, en Francia. Y de no ser esto posible, me quedaría en Berlín al lado de mi adorada.

A pesar de la debilidad que entorpecía todavía mis movimientos, yo brincaba de contento. En un tiempo récord, mis preparativos quedaron listos, y con la sonrisa en los labios traspuse la salida. Dejé, sin embargo, un recado para mis compañeros, disculpándome de no poder visitarlos inmediatamente. Ellos se harían cargo, a buen seguro.

Mis botas lustradas hacían un ruido apagado en el camino nevado que conducía a la estación. Estaba tan contento, pese al cielo sombrío, que dirigía saludos a los rusos que se cruzaban conmigo. Mi ropa interior, mi uniforme, todo había sido lavado y estaba limpio y zurcido. Me sentía limpio y nuevo. Olvidaba los tormentos de la víspera y daba las gracias interiormente al Ejército alemán y al Führer que habían hecho de mí un hombre capaz de apreciar las sábanas de una cama limpia, de un techo que detiene la lluvia, de un camarada que no tiene para ofrecer más que su abnegación. Volvía a ser feliz. Me avergonzaba de haber tenido miedo y de haber desesperado. Miraba desde una gran altura las escasas dificultades que había conocido antes de la guerra y que a veces me habían agriado. ¿Qué podría entristecerme ahora? ¿Qué decepción podría ponerme sombrío y agrio? Tal vez si Paula me dijese bruscamente que ya no me quería.

¡Sí, tal vez!

Pero yo tenía la sensación de estar curado de muchas cosas. En pensamiento, ante la realidad de ciertos momentos, había imaginado todo esto. Había considerado la muerte de los míos, incluso la de mi madre. Me había dicho que me conformaría con todo eso si la borrasca de fuego terminara. Había pedido perdón a todas las potencias sobrenaturales por estos pensamientos, pero estaba dispuesto a afrontar esas desgracias con tal de que la carnicería remitiese un poco.

La guerra parecía haber hecho de mí un hombre insensible o un monstruo de indiferencia. Mis dieciocho años no sonarían hasta dentro de dos o tres meses, y tenía la impresión de ser ya un hombre hecho y de tener a lo menos treinta y cinco. Me doy mucha más cuenta de esto ahora que ya he alcanzado esa edad…

La paz que ha seguido me ha aportado muchas dulzuras. Pero nada es tan constructivo. Nunca he vuelto a hallar las mismas razones de vivir, la misma fe de amar, el mismo sentimiento de absoluto. Compruebo actualmente con horror que la paz sólo aporta monotonía. Durante los duros momentos de la guerra, se anhelaba la paz, a gritos. Durante las horas de paz no se puede, de todos modos, ni siquiera tímidamente, desear la guerra.

La estación era una especie de callejón sin salida. Frente a la explanada que remplazaba a los andenes, tres anchas vías rusas se juntaban un poco más lejos por dos agujas, en tanto que un tramo de raíl se perdía a quinientos metros, sin razón aparente. La nieve blanda amortiguaba los ruidos y hacía aparecer negro y frío lo que ella no había cubierto.

Algunos carretones, algunas cajas vacías estaban abandonados en aquel lugar particularmente desierto. Junto a la edificación principal, se alzaba un montón de cajas bien colocadas y marcadas con un MM. En el interior, en torno a una estufa al rojo, cuatro o cinco ferroviarios rusos inmóviles en sus asientos parecían muertos de aburrimiento. En ninguna parte donde mis ojos pudieron escrutar se veía tren alguno que saliera o llegara al horizonte, únicamente una gran locomotora apagada parecía abrumada por un servicio de un siglo. No guardo ningún recuerdo del nombre de aquella especie de estación. Tal vez no lo tenía, o había algún rótulo oculto en un rincón, como para escondernos, a los europeos, sus caracteres ilegibles. El paso de un tren por aquellos lugares parecía tan inseguro como el retorno de la primavera antes de un período muy largo.

A pesar del certificado de permiso que, en mi bolsillo, calentaba todo mi ser como un brasero bienhechor, me sentí de repente horrorosamente extraviado en aquella Rusia de espacio desmesurado. Instintivamente, me acerqué al edificio donde los empleados del ferrocarril ruso parecían más inertes que todos los empleados de correos que he podido ver en Francia. Sabía que no podría hacerme entender más que muy difícilmente, pues aunque alguno de ellos hablase alemán, yo lo hablaba tan mal que mi lenguaje era difícilmente comprensible para mis propios compañeros de armas. Pasé varias veces por delante de la puerta vidriera, requiriendo con la mirada una información cualquiera. Como nadie se movía, pegué la nariz a los cristales. Dentro, cuatro ferroviarios de paisano, que sólo llevaban un brazal mugriento, ni siquiera me miraron. Al lado de ellos, con gran asombro por mi parte, un militar canoso con uniforme de feldgrau parecía a su vez estar inmerso en la misma inercia. Miré otra vez para cerciorarme de que no estaba soñando. Efectivamente, un soldado del Reich dormitaba al unísono con el ocupado ruso. Nervioso, empujé violentamente la puerta, entré en la estancia donde un calor agradable me subió a las mejillas, y saludé con un gesto reglamentario. Intencionadamente, di un fuerte taconazo. El ruido repercutió como un tiro en la tibia calma de aquella estación singular.

Los rusos se sobresaltaron y se pusieron de pie lentamente. Mi hermanastro de raza y de uniforme únicamente cambió de sitio una pierna. Aparentaba cincuenta años.

—¿Qué deseas, camarada? —preguntó con el tono de un comerciante que piensa en vender su mercancía. Ante tamaña desenvoltura, me quedé un momento sin contestar.

—Pues me gustaría saber la hora de salida del próximo tren para la patria —dije, más alemán que nadie—. Voy de permiso.

El otro se levantó por fin. Sonriente, se apoyó en la mesa y, como un reumático, se acercó a mí.

—¿Te vas con permiso, hijo? —prosiguió con un tono jovial que me irritaba—. Buen momento el de los permisos.

—¿A qué hora tengo tren?

Yo quería atajar una conversación que veía venir. —Tienes un acento muy raro… ¿De dónde eres?

Otra vez me habían cazado. Sin duda mis mejillas se pusieron coloradas. —Tengo parientes franceses— dije, casi encolerizado. —Mi padre… He vivido toda mi juventud en Francia. Sin embargo, va para dos años que me bato por Alemania.

—¿Eres francés?

—No, mi madre es alemana.

Rechiné los dientes de nerviosismo, pero él no pareció darse cuenta.

—Pero es el padre el que cuenta en este caso. También él se ponía nervioso,

—¿Os dais cuenta? —dijo, dirigiéndose a los popov que, evidentemente, no lo entendían—. ¡Hasta han cogido chiquillos en Francia!

—¿A qué hora tengo tren?

—No te preocupes por los trenes. Aquí vienen cuando pueden.

—¡Cómo!

—No hay horario, ¿qué te has creído? Esto no es la Reichbahndienst.

—Pero…

—Llegan trenes de vez en cuando, sí, por supuesto, pero cuando menos se les espera…

Sonrió e hizo un gesto ampuloso.

—Siéntate con nosotros, tienes tiempo.

—Nada de eso, no tengo tiempo. He de marcharme. No voy a ponerme a dormir con vosotros.

—Como quieras. Si prefieres dar patadas en la nieve… O entonces ve andando hasta Vinitza. Allí suele haber más trenes. Sólo que, te lo advierto, hay setenta kilómetros a campo a través.

Y también hay amigotes de esos que no están conformes con Adolfo y que podrían muy bien poner término a tu permiso.

—¿Qué quiere usted decir? —pregunté cándidamente.

—¡Los partisanos, caramba!

—¿También hay canallas aquí?

Me miró, enfadado esta vez.

—Pero ¿qué te has creído? Los hay también en Rumania, en Hungría, en Polonia y quizá también en Alemania. Me quedé aterrado.

—Vamos, siéntate, hijo mío, qué tú no tienes nada que ver con toda esa historia. Sería demasiado bestia que te hicieras matar así, por ganar unas horas. He logrado tener buen café en la cocina. El gordo ese de… (mencionó un nombre) es un buen chico. También él está harto de jugar a soldados.

Volvió con una gran cafetera del Ejército.

—Aquí bebemos un café de locura —dijo mirando a los popov que seguían sonriendo.

Me quedé desconcertado. —¿Puedo saber cuál es su ocupación?

—¡Bah! —repuso él, molesto—. Tengo que vigilar ese montón de cajas (indicó las cajas WH), la estación y a esos pobres tipos (señaló los cuatro rusos). ¿Qué pinto yo a los cincuenta y siete años jugando al centinela cuando me acercaba a la jubilación? Porque he de decirle, joven, que llevo treinta años de servicios en la sociedad de ferrocarriles de Prusia y de Alemania. Y por esto me encuentro aquí tras haber sido movilizado en la Reichbahn. ¡La es-pe-cia-li-za-ción! ¡Nada de esfuerzos inútiles! Todo el mundo en su sitio. ¡La fuerza efectiva! Sieg Heil! ¡Estoy harto!

Dio un golpe con la cafetera en la mesa. Uno hubiera creído estar en una tasca parisiense. Yo estaba descompuesto.

—Ha cogido usted esa cafetera al Ejército —le hice observar siguiendo todavía mi idea primera.

El individuo me miró y dejó despacio el recipiente. Cogió un cubilete de hojalata en el que humeaba un café hirviendo y me lo tendió. Su cara había cambiado de expresión.

—Bébete eso, pequeño.

Hubo un momento de silencio, y luego prosiguió con ese tono sosegado y grave que difícilmente se interrumpe:

—Oye, pequeño, tengo cincuenta y siete años. Hice la guerra del 14-18 en Caballería, y estuve prisionero dos años en Holanda. Hace ya tres años y medio que vuelvo a llevar el feldgrau que estás viendo. Tengo tres hijos en los diferentes frentes que nuestra querida patria se propone defender. Soy un hombre viejo y, si he ardido en otras épocas por unas políticas ahora caducas, me río de la de hoy como de esta cafetera. Entonces, bebe ese café que ella nos ha permitido calentar y olvida un poco que tienes algo que ver con esa historia.

Yo estaba cada vez más aturdido.

—No soy ni spiess, ni hauptmann, ni el Führer. No soy más que un viejo empleado de ferrocarriles que han obligado a cambiar de uniforme. Puedes, pues, sentarte y beber ese café con calma.

—Pero lo que está usted diciendo es escandaloso. ¿Se da cuenta de que a cada instante mueren soldados alemanes por Alemania y que…?

—Si Alemania necesita algún servicio, estoy dispuesto a retrasar la hora de mi jubilación algunos años.

—Pero…

Yo me ahogaba. No encontraba palabras para expresar todo lo que el idealismo alemán había exaltado en mí. Había padecido largamente las demenciales servidumbres de la guerra, pero no podía concebir otro modo de vida que el que me habían enseñado. Sentía que lo esencial no llegaba a aquel hombre y que yo desgraciadamente no podía expresarme. Tal vez era yo demasiado joven para comprender, no estoy seguro de ello.

—No comparto sus opiniones —grité, fuera de mí—. Si todo el mundo pensara como usted, nada valdría la pena. Su razonamiento hace su existencia desprovista de importancia, sin valor.

Su fusil estaba abandonado en un rincón de la estancia.

—Esta arma podría caer en manos de sus amigos —le hice observar designando a los popov—. ¿Lo ha pensado usted?

Creí que iba a echarme fuera, pero su actitud distaba de ser conforme al reglamento. Sin duda sintió temor.

—Devolveré esa cafetera tan pronto la hayamos vaciado —dijo con una sonrisa amarga—. ¿Quieres un poco más?

Tendí mi vaso, contento de haber hecho volver un camarada al camino recto.

Tuve que esperar nueve horas en aquella maldita estación. Por fin, un tren que no esperaba me llevó.