Capítulo IX

EL PASO DEL DNIEPER

La lluvia llegaba a rachas desde el horizonte. Entre cada una de aquellas rachas, un claro precario nos permitía ver la siguiente con su cortina turbia que corría sobre la estepa chorreante. Llevaba dos días lloviendo sin parar y a pesar de la molestia que podía ocasionar, esperábamos que durase dos días más por lo menos. Al cabo de dos días, con un poco de suerte, a condición de que nuestra lenta cohorte pudiese hacer cincuenta kilómetros cada veinticuatro horas, estaríamos en el Dnieper.

Con la lluvia, ninguna posibilidad para la aviación y, por lo tanto, nada de Yak o casi. Si los Yak no aparecían, centenares de los nuestros quedarían con vida. Lo que había hecho la potencia incontestable de la Wehrmacht hasta el presente, su notable movilidad, había desaparecido ya totalmente en aquellos parajes. Las interminables columnas de infantería del ejército del centro se replegaban hacia el Dnieper a cinco kilómetros por hora. La movilidad que siempre nos había dado superioridad con respecto a las enormes pero lentas formaciones soviéticas, no era más que un recuerdo. Nos encontrábamos empeñados en un combate desigual hasta el punto que ni la huida podía estar garantizada. Por si fuese poco, el Ejército rojo se veía dotado, cada vez más, de regimientos motorizados muy móviles y formados de tropas frescas. Para rematar nuestro desasosiego, las tropas soviéticas ocupadas en mantener a nuestro grupo en la bolsa de Konotop, quedaban eximidas de aquel cometido y podían lanzarse a placer en nuestra persecución a causa de nuestro lento repliegue.

Además, la aviación alemana, demasiado ocupada en el sector sur de Cherkassy, dejaba el cielo libre a los Yak que, aprovechando la ocasión, hostigaban sin tregua la retirada alemana. Por esto, pese al paño pesado y empapado, pese a las botas agujereadas, pese a la fiebre, pese a la imposibilidad de tumbarse en otro sitio que la tierra esponjosa, bendecíamos el cielo gris y las cataratas que de él descendían. Sin embargo, cinco aviones bolcheviques surgieron por la mañana.

Los hombres derrengados tuvieron un impulso de autodefensa y de conservación. Millares de ojos habían contemplado la estepa lisa como una trampa y habían comprendido en el acto que no había posible salida alguna. Entonces, las compañías directamente expuestas pusieron rodilla en tierra y ejecutaron el ejercicio «defensa antiaérea». Aquellas compañías recibieron el fuego de los Yak y vieron a los camaradas destrozados por los impactos. De todos modos, lograron alcanzar a uno de los cazas. Por desgracia, el aparato tocado subió unos instantes en cirio y luego picó irremediablemente sobre el convoy. El avión ruso se estrelló sobre un carromato atestado de heridos, abriendo un cráter de veinte metros lleno de carne despedazada. No hubo un grito, apenas algunas miradas. Cada uno recogió su carga y continuó. Los hombres agotados seguían sin reaccionar. Nada podía ya conmover a nadie. La guerra nos había hecho ver demasiadas cosas. En mi mente enferma, la vida había perdido sentido, no tenía importancia. Ya sólo parecía el impulso que se da a una marioneta para que se agite unos instantes. Cierto que existía la camaradería. Estaba Halls, por supuesto, y también estaba Paula, pero detrás de todo ello, inmediatamente detrás, había tripas. Tripas rojas, amarillentas y malolientes. A montones, casi tantos como de tierra. La vida podía extinguirse así, por una insignificancia, y después las repulsivas tripas quedaban ahí, mucho tiempo, demasiado tiempo. Y se quedaban fijas en el recuerdo.

Seguíamos caminando. Delante, la interminable cohorte describía un arco de círculo y parecía no moverse. El Dnieper, al que contábamos llegar en cinco días, no se veía aún. Hacía ya cuatro días que chapoteábamos en el lodo a una media horaria que no debía de rebasar los tres o cuatro kilómetros por hora. Nunca un país me pareció tan grande, tan desierto, tan insensatamente vasto. Los vehículos motorizados y provistos de carburante nos habían adelantado todos hacía bastante tiempo y tan sólo los pencos tambaleantes que todavía no nos habíamos comido, arrastraban vehículos que normalmente hubiesen debido ser propulsados por el motor de explosión… De vez en cuando, un camarada dejaba su sitio en el steiner; atestado y arrastrado por dos caballos, para continuar a pie el repliegue hacia el oeste. Se había dado una orden: no debíamos abandonar el material bajo ningún pretexto. Debía llegar un suministro de carburante de no sé dónde, del cielo probablemente, para que pudiéramos continuar al ritmo de los motores. Efectivamente, una mañana cayó algo del cielo. Dos JU-52 soltaron ocho grandes fardos de sogas que recuperamos con desdén. Según el Estado Mayor, aquellas sogas iban a ser empleadas para remolcar nuestros vehículos sin gasolina. En espera de la gasolina ausente, unos caballos de costillas salientes tiraban forzadamente de los vehículos atascados en la pista recién trazada por el paso de treinta regimientos en retirada. Nuestro steiner, en el que había cargado toda mi impedimenta, era tirado por dos caballos renanos, arrancados sin duda un año atrás a su apacible trabajo de labranza. Uno de ellos estaba lleno de llagas y su mirada demasiado brillante denotaba una fiebre intensa.

Dos días más tarde, en el infernal tumulto de la orilla del Dnieper, nuestro buen caballo, después de haber resistido valientemente la fiebre, recibió el pago de sus esfuerzos. Un obergefreiter de caballería lo abatió de un balazo en la cabeza junto con otros diez. Raros fueron los caballos que subieron a los pontones, insuficientes incluso para los hombres. Además, no debíamos dejar nada que pudiese ser utilizado por el enemigo. Fue, en cierto modo, el principio de la «tierra quemada».

El número de enfermos aumentaba con una rapidez espantosa. «Mente sana en cuerpo sano», había dicho nuestro jefe supremo. Allí, no se sabía ya si había quedado afectado primero el cuerpo o la mente… El caso es que, en una proporción de un cincuenta por ciento a lo menos, a los hombres que estaban allí ya no les quedaba nada sano.

El mal tiempo cubrió afortunadamente nuestra retirada. Tanto peor para la fiebre, para los enfermos subalimentados, deshidratados, tanto peor para las heridas mal curadas y purulentas, tanto peor para los muertos de fatiga, que apenas si fueron sepultados. Mejor fueron las borrascas de lluvia y las sucias nubes que se arrastraban hasta el suelo, pues disimulaban un poco nuestro vergonzoso y lamentable cortejo. Fue mejor la bruma que tapó una parte del espectáculo, tanto al enemigo como a nosotros mismos. Cada claro trajo la muerte brotada del cielo al ritmo lancinante de las Nahmaschinen[10] que se cebaban como cuervos sobre un cadáver. Indiferente a todo, nuestro lento caminar continuaba.

Dos o tres veces al día, se formaban grupos de cobertura que tomaban posición para esperar y retardar al enemigo que debía seguirnos sin darse prisa. Los hombres designados cavaban apenas lo suficiente para ocultar una cuarta parte de sí mismos y aguardaban, resignados, al rodillo compresor que los aplastaría en el suelo.

No volvimos a verlos ni supimos qué había sido de ellos. En otros sitios, regimientos enteros fueron alcanzados y aniquilados por los blindados soviéticos. La retirada costó muy cara. La apoteosis se situó en las mismas orillas del río, donde, un agolpamiento inverosímil cubrió hectáreas arenosas y dónde cada proyectil ruso hizo un máximo de destrucción. Una mente sana en un cuerpo sano sin duda hubiese evitado aquella confusión sin nombre y digna de un rebaño de borregos febriles.

Las más terribles escenas se desarrollaban ante mis ojos habituados a lo peor. En un pánico indescriptible que se apoderó de todo, cuando habíamos llegado al borde de nuestra salvación, hubo que pisotear y ahogar a los camaradas para encontrar sitio a bordo de una embarcación que apenas flotaba y que zozobró varias veces antes de haber alcanzado la otra orilla.

El octavo día, después de haber bordeado una gran colina, llegamos al borde del río o más bien al borde de la aglomeración de los landser que ocultaban su orilla. A pesar del barullo, nos llegó el ruido de los motores que nos devolvió un poco de confianza, pues si había motores en marcha, había gasolina. Sabíamos que únicamente los motores podían reducir la inmensidad del país, aunque hubiese que ir a poca velocidad, dadas las carreteras, caminos o pistas inverosímiles que habíamos encontrado un poco por todas partes. Si los motores marchaban, la reorganización se reanudaría. En el compacto gentío, numerosos vehículos, que habían sido arrastrados hasta allí a pesar de todo, aguardaban entre las altas hierbas que suelen crecer en las dunas, a la orilla del mar. En realidad, como pudimos comprobar después, el ruido de motores provenía de las barcas, insuficientes en número y en tamaño, que los pontoneros empleaban sin parar para pasar la mayor cantidad posible de hombres al otro lado. Se dio prioridad, en la medida en que podía ser embarcado, al material. Cargar camiones, cañones y carros ligeros en pontones destinados al paso de carretas de heno no resultó fácil. Afortunadamente, la mano de obra no faltaba. Allí, de pie bajo la lluvia torrencial, había casi cien mil hombres sólo en aquel lugar. Aquella masa sustituyó las grúas de los puertos y apuntaló a fuerza de brazos embarcaderos improvisados. Mantuvo, hasta que el agua llegó a la barbilla de los remeros, precarias embarcaciones que se fueron a pique tan pronto las hubieron soltado. Se ahogó en parte, pero persistió de todos modos en sus esfuerzos insensatos y dio prueba de una paciencia sin límites. Cuando, dos días después de nuestra llegada, el material qué podía ser embarcado lo hubo sido, se procedió a pasar urgentemente cinco divisiones en una decena de barcas que podían contener veinte hombres a lo sumo cada una, cuatro chalanas averiadas remolcadas por turno por otras dos barcas equipadas con motores amovibles BMW, y cuatro peligrosos pontones que conseguían transportar ciento cincuenta hombres.

En aquel lugar, el Dnieper, muy quieto, alcanzaba probablemente sus buenos ochocientos metros de anchura. Para colmo, nuestro punto de travesía había sido fijado al sur de Kiev. Al norte de esta ciudad, el río no rebasaba en un punto determinado los cien metros… Además, aguas arriba de nuestra posición, una zona muy fértil, poblada y organizada, habría podido sin duda poner a disposición de nuestras tropas en retirada, una flotilla de embarcaciones de todas clases. Después, en Kiev había puentes. Muchos debían de estar destruidos, pero, de todos modos, alguno quedaría. La noche del tercer día de nuestra llegada, diez mil hombres por lo menos habían pasado al oeste. Primero se pasó a los heridos, y recuerdo que pude cerciorarme de que algunos heridos leves y algunos enfermos, a pesar de su lamentable estado, cedían su pasaje a casos más graves. Aunque el tiempo apremiaba, la lluvia persistía y estábamos todos hartos de comer únicamente carne de caballo muy a menudo cruda, nos tomábamos nuestras desventuras con paciencia y aprovechábamos todas las ocasiones para descansar y recuperarnos un poco.

Durante la noche del cuarto día todo volvió a estropearse. Como habíamos temido, al cesar de la lluvia, volvió el ruido de la guerra. Primero sordo e impreciso: el fragor lejano de los carros que maniobraban lentamente a través del fango.

De momento sólo se oyó aquello, pero fue suficiente para que una oleada de terror pasase sobre los ochenta y cinco mil hombres bloqueados junto al río. Por la noche, en las colinas cubiertas de hombres medio muertos de cansancio, millares de cabezas se irguieron y captaron el eco monstruoso.

«¡Los carros!», murmuraron las bocas entreabiertas. Y las miradas escrutaron ansiosamente lo que aún no se veía. Permanecieron inmóviles treinta segundos, y luego las siluetas se animaron a un ritmo que se iba acelerando. «¡Los carros!». Cada uno de nosotros recogió apresuradamente sus trastos, y enseguida se produjeron los primeros conatos de huida. Todos corrieron hacia lo que sabían que era un obstáculo infranqueable. Sin embargo, corrían esperando que las barcas que no habían cesado en sus idas y venidas los transportarían a todos de una vez.

Nuestra compacta multitud se agolpó junto a la orilla, y el ruido de las exclamaciones se juntó al sordo fragor de los carros que llenaba la noche. En nuestro grupo enloquecido, hubo hombres que abandonaron todas sus cosas en la orilla y emprendieron la gran travesía a nado. Millares de pechos dirigieron una llamada desgarradora hacia el Oeste, hacia el agua gris, hacia la orilla opuesta donde por fin debíamos hallar reposo. Hubo hombres que penetraron en el agua helada hasta perder pie. Las súplicas y las imprecaciones arreciaban hasta el punto de que los tripulantes de las barcas en servicio titubearon antes de abordar por miedo a verse sumergidas. La locura ganaba las mentes con una rapidez de pólvora ardiendo. Hubo veinte minutos de insensato desconcierto. Inconsciente de fatiga, excedido por la multitud vociferante y los acontecimientos, permanecí obstinadamente inmóvil, sentado sobre varios hatillos abandonados por Dios sabe quién en la hierba mojada. Cinco o seis soldados extraviados como yo estaban igualmente sentados. Aquí y allá, otros grupos se hallaban estacionados parejamente y sólo se agitaban cuando pasaba el gentío quejumbroso que lo barría todo en su galopar inmoderado.

Oficiales que todavía conservaban un poco de sentido común, ayudados por soldados más o menos conscientes, procuraban, saliendo al encuentro de aquellas jaurías, encauzar su enloquecimiento, igual que los pastores tratan de contener un rebaño en desbandada. Pudieron reconstituir así algunos grupos y los situaron en las colinas para tratar de interceptar, si se terciaba, a los carros soviéticos. Nuestra dilatada masa se extendió a lo largo de la orilla del Dnieper ofreciendo así menos posibilidades de destrucción a los T-34 que aparecieron inopinadamente al cabo de una hora y media. Afortunadamente sólo vinieron en pequeñas cantidades y no se entretuvieron, pues el verdadero objetivo era Kiev donde se estaba desarrollando un duro combate.

Me hallaba sentado en los hatillos en compañía de algunos extraviados cuando tuvimos noticia de que una balsa, construida con neumáticos sacados de unos vehículos estacionados en aquellos parajes, iba a poder embarcar cierto número de landser. No se debía propagar la noticia, pero inmediatamente nos pusimos en busca del arca de Noé que iba a salvar la situación, al menos para nosotros. Tras haber recorrido algunos centenares de metros aguas arriba del río, distinguimos, efectivamente, un grupo bastante nutrido que se atareaba al borde de las oscuras aguas. Rápidamente nos acercamos a él. Había un centenar de individuos chapoteando en el limo. En el centro de aquella masa humana, doce soldados se entregaban a un trabajo curioso, que consistía en quitar las ruedas para sacar los neumáticos y juntarlos para formar una balsa, desde luego insuficiente para transportar a los soldados que había allí. Nos dirigieron una mirada de desaprobación y ninguno de ellos nos alentó a quedarnos ni a esperar nada en absoluto. Finalmente, cansado ya, un alto y robusto mozarrón que también presenciaba la construcción de la balsa, se dirigió a nuestro grupo:

—Estáis viendo que ni la mitad de los que están aquí podrán embarcarse en eso. Id más lejos, que posiblemente encontraréis algo.

El muchacho debía de haber dicho ya lo mismo a los que nos habían precedido, pero muchos seguían allí esperando subir de grado o por fuerza en el improvisado esquife. Unos minutos después habría bofetadas para compartir la inseguridad de la balsa. Yo no me sentía con fuerzas para pelearme por un puesto en un artefacto que seguramente se hundiría enseguida, así es que, pese al fragor distante que el viento nos traía de vez en cuando, seguí arrastrando mi impedimenta en compañía de dos artilleros extraviados.

Y así anduvimos en la bruma densa y húmeda, entre los juncos empapados, entre los grupos enloquecidos que corrían, que se cruzaban y se volvían a cruzar, que no paraban de recorrer la interminable orilla del río. La niebla, que se hacía cada vez más espesa, cubrió pronto totalmente el paisaje y los fugitivos parecían sombras chinescas. No sabíamos en qué dirección íbamos. La inquietud de caminar en sentido inverso nos invadía constantemente. De vez en cuando, afortunadamente, un camarada encontraba la orilla y gritaba en la oscuridad unas palabras reconfortantes.

Ach gut! Das Wasser ist da.

Y continuamos avanzando. Avanzando sin reflexionar. Ignorábamos incluso que si seguíamos avanzando por aquella orilla mucho tiempo nos exponíamos a llegar a Kiev, punto central de la batalla. Ninguna idea lógica parecía iluminar a ninguno de nosotros. La fatiga, el miedo constante, la amenaza terrible de los carros nos hacía andar sin descanso. Huir, huir, donde fuese, como fuese, pero huir.

Después, la noche opaca fue horadada por unos grandes resplandores y el ruido del cañón. Comprobamos con estupor que aquellos resplandores eran visibles desde la orilla del río a nuestra izquierda. Un grupo muy próximo, pero invisible, gritó en la niebla:

Achtung! Ivan! Achtung!

Desesperado, dirigí una mirada suplicante al spiess de artillería que cojeaba a mi lado desde hacía una media hora larga. Sólo encontré su mirada de bestia acosada. Ni él ni yo comprendíamos nada. Creíamos tener los rusos a la derecha, detrás de las colinas, y el fuego se elevaba por la parte del río, es decir a nuestra izquierda.

Temerosos del tiro ruso, que indudablemente no tardaría en apuntar hacia nosotros, echamos a correr en busca de un agujero cualquiera donde refugiarnos. Una vez acurrucados en una especie de charca de ranas, hicimos deducciones. Con toda seguridad, según el suboficial, los popov patrullaban en barca y nos zumbaban. A juzgar por los destellos de las deflagraciones, separadas a veces por varios centenares de metros, algunos barcos debían de patrullar por el Dnieper. El rumor de las tropas alemanas en desorden se elevaba sin tregua en la noche.

Obuses disparados desde el oeste caían en alguna parte del este, detrás de las colinas. Ello nos condujo a una deducción consoladora. Puesto que los obuses caían detrás de las colinas, caían sobre los rusos. Entonces, aquel tiro venía de la orilla izquierda, o sea de nuestras baterías. Efectivamente, el spiess artillero que chapoteaba a mi lado tuvo una sonrisa de suficiencia.

—Son nuestras piezas las que disparan. Conozco sus ladridos.

—Esta ayuda es inesperada —repuso un feldgrau que acababa de unirse a nosotros.

Finalmente, el tiro era poco importante y sólo duró unos diez minutos. Probablemente era de poco efecto sobre el enemigo, localizado de una manera vaga. La niebla se espesaba cada vez más reduciendo seriamente la luminosidad de los disparos del 77. Su resplandor aparecía mucho más lentamente y desaparecía del mismo modo. Teníamos la impresión de estar viéndolo a través de algodón, a pesar de todo transparente. No solamente se espesaba la niebla, sino que se iba haciendo increíblemente fría, con grave daño para los pulmones, que debían de llenarse de ella a cada inspiración.

—Está helando —dijo alguien.

El agua, que nos cubría casi media bota, parecía menos fluida. Sin duda, el termómetro no andaba lejos de cero. Pese a su notable impermeabilidad, las stiefels se tornaban esponjosas y mantenían los pies como en un frigorífico.

—La posición ya no puede resistir —murmuró el spiess artillero—. Larguémonos de aquí, o reventaremos. Además, ¿qué podemos temer de nuestros propios cañones?

Mis botas pesaban una tonelada cada una, una tonelada de un cuerpo denso y sólido que, sin embargo, contenía el noventa y cinco por ciento de agua.

La fatiga que arrastrábamos desde muchos días y muchas noches se añadía al miedo que ya no podíamos resistir. Aquel miedo aumentaba la fatiga, pues exigía una tensión importante del oído y de la vista. Habíamos aprendido a ver de noche, como los gatos. Pero aquella noche, ninguna mirada, por penetrante que fuese, habría logrado atravesar aquel nebel digno de una de las más bellas noches londinenses. Mi nariz congestionada me impedía respirar normalmente y yo sólo dejaba pasar entre mis labios apretados un poco de aquella mezcla hecha probablemente de agua y de azufre. Cada inspiración me helaba y parecía darme un golpe en el fondo de mi estómago vacío.

Las lecciones del veterano me volvían a la memoria. No pudiendo hallar ningún objeto caliente y seco, me puse a pensar en algunos buenos momentos que me parecía haber pasado, hacía mucho tiempo.

Pero yo estaba lejos de ser un soñador y sólo me venían a la memoria malos recuerdos. La espalda encorvada del soldado que caminaba delante de mí no se convertía en la de mi madre atareándose en las veladas de invierno familiares. Como tampoco en la de mi hermano o de alguien del tiempo de paz. Seguía siendo una silueta de la historia de la guerra, una silueta de Rusia, y los recuerdos de mi juventud no podían insertarse en momentos tan rudamente vividos. La guerra marca a los hombres para toda la vida. Se olvidan las mujeres, el dinero, la felicidad, y, en cambio, no se olvida nunca la guerra. La guerra lo echa todo a perder, incluso la alegría que vendrá con la victoria. La risa de los hombres que han vivido la guerra tiene algo de desesperada. Por mucho que se diga que ahora conviene aprovecharse de él, el mecanismo ha funcionado excesivamente y está averiado. La risa tiene ya tan poco valor como las lágrimas.

La espalda de ese soldado me inspira compasión y respeto. A veces también me exaspera. Me dan ganas de golpearlo, de pegarle hasta que se caiga al suelo, sí, de golpearlo para estar más en situación con la guerra. No importa que esa espalda se derrumbe, pues otra surgirá inmediatamente, volverán a surgir instantáneamente millares de espaldas encorvadas, infladas de niebla ácida. Rusia está llena aún de siluetas de esas, de siluetas que ya no saben soñar. Todavía le costará mucho trabajo, a la guerra, hacer que se derrumben todas esas espaldas.

Aquel ruido aumentó como el de un tren que va acercándose. El de las ametralladoras también. No podíamos distinguir nada. Un enorme fragor sucedió al ruido y nos quedamos quietos, con la boca entreabierta que dejaba escapar un leve vapor. Busqué una explicación en los semblantes lívidos de mis compañeros, pero ellos estaban tan sorprendidos como yo, que sin duda no había cambiado mucho de expresión, desde el momento que busqué el olvido en los recuerdos. Como las sorpresas de la guerra no pueden ser más que peligrosas, buscamos inmediatamente un refugio. No encontré más que la orilla y me metí hasta medio muslo en un agua invisible que casi me pareció suave comparada con la terrible frialdad de la atmósfera.

Ya había perdido desde hacía mucho rato mi retazo de sueño nocivo y escrutaba febrilmente el velo negro e impenetrable que me ocultaba el espectáculo, como un telón el escenario. El estruendo de los carros se amplificaba terriblemente y hacía temblar la superficie del agua de la que, de todos modos, aún podía distinguir una pequeña parte.

Cuando llega el peligro, después que el miedo ha acuciado a uno durante muchas horas, se experimenta una sensación de liberación. Se cree saber, por fin, de qué se trata y, aunque el peligro sea terrible, la idea de que pronto pasará todo es como una caricia. Si dura mucho, entonces el miedo se hace insoportable y ni siquiera una crisis de lágrimas nos salva. Y si se prolonga muchas horas, noches enteras, como en Bielgorod, sólo cabe esperar la locura precedida de alucinaciones y desequilibrios nerviosos. Después, se vomita y se vuelven a sufrir ataques de desesperación hasta que se cae en un completo marasmo, como si la muerte se hubiese adueñado ya de uno.

Por el momento, permanecí calmo. El río nos cortaba obstinadamente el camino, pero al mismo tiempo nos abría una perspectiva de salvación. Ahora bien, yo estaba metido en el agua hasta más arriba de las rodillas. La niebla me ocultaba su temible anchura y pensé que si la cosa se ponía demasiado fea, yo me deslizaría sobre el agua como un fuego fatuo sobre la tierra. Aquella estupidez fue ahincándose en mi mente y llegué a estar seguro de que no me hundiría. Después volvieron a producirse resplandores, detonaciones como de granadas y crepitaciones adornadas con puntitos amarillos en algún lugar a mi derecha. Cinco o seis soldados irrumpieron junto a mí, jadeantes.

—Son esos imbéciles de artilleros que los han atraído hacia aquí —dijo alguien.

Unos gritos espantosos cubrieron el rugido de los motores. Eran unos gritos tan prolongados y tan horribles que se me heló la sangre y el agua aún me pareció más fría en las piernas.

Mein Gott! —murmuró una voz.

Después hubo un tiroteo y unas explosiones mucho más cercanas. Una galopada puntuada con gritos enloquecidos resonó en la niebla.

El algodón fue súbitamente horadado por unos individuos que saltaron como fantasmas en el agua negra. Chapoteos precipitados indicaban que estaban tratando de nadar. Nos quedamos petrificados. Una masa terrible y rugiente pasó no lejos e hizo vibrar tierra y agua. Un potente faro atravesó por fin la niebla. No pudimos discernir su progresión. Se movía, y esto era todo. Hubo un momento de terror que nos hizo refugiar unos contra otros como niños. Nos apartamos un poco de la orilla y nuestro grupo resbaló en el barro. Me quedé sumergido un instante y cuando volví a sacar la cabeza, la orilla y las hierbas me ocultaron lo esencial. Unas ametralladoras cercanas trituraban el aire a través del chirrido de las orugas. El monstruo pasaba y trazaba sin duda un surco sangriento entre los que se habían quedado petrificados ante el horror. Más arriba, otros dos faros apenas visibles buscaban víctimas.

Los carros sólo hicieron una pasada. Eran una decena, según las estimaciones que se hicieron el día siguiente. Su objetivo era Kiev y por esto no se entretuvieron allí.

Sin embargo, la tensión fue tan fuerte que nos quedamos un buen rato en el agua sin poder hacer un movimiento, a pesar del infecto lodo líquido que había penetrado bajo nuestros cascos, en nuestros cabellos erizados de terror.

Con toda certeza, el tiro de nuestras piezas, situadas al otro lado del agua, había atraído a los tanques bolcheviques provocando la horrible muerte de buen número de los nuestros.

Los gritos de «¡A nosotros, camaradas!» nos incitaron a salir del lodazal y acudir en socorro de los moribundos. No sobrevivieron. Una vez más, vimos cosas espantosas. Apenas imaginables. Hubo varios tiros de gracia, a pesar de estar prohibidos. Después, con la aurora, la niebla se disipó y un sol casi primaveral nos trajo otra jornada de sinsabores. La aviación rusa, igual que la Luftwaffe, gustaba del cielo claro.

Se formaron grupos de enterramiento obligados que se entregaron refunfuñando a su macabra tarea. Todos los que no fueron retenidos se habían alejado del horror e intentaban dormir y calentarse. Mis ropas, que en parte se habían secado, estaban tiesas después de haber sido como papel secante. Me sentía desazonado y enfermo. Pero la fatiga, que me pesaba en los ojos y me hacía inaguantable la luz del sol, me impidió darme cuenta de que lo mejor hubiese sido desnudarme enteramente, lavarme en el río y hacer que mi cuerpo molido disfrutase de los rayos bienhechores. Permanecí allí, embrutecido de sueño, contemplando, a través de los párpados semicerrados, mi uniforme grüngrau que progresivamente se iba poniendo amarillento. Había conseguido dormirme cuando, una vez más, llegaron a mis tímpanos, a pesar de ser poco sensibles, unos fuertes gritos.

Abrí los ojos sobre el azul pálido e infinito del cielo. El cielo tenía un ruido, un ruido de motor de aviación. Todos mis miembros crujieron y me incorporé sobre un codo, pero no vi nada anormal, a no ser los montones que formaban mis camaradas dormidos entre los juncos. En todas partes, rostros velados de sueño se erguían y buscaban a su vez. Un tipo con gorra corría y chillaba como un sordo:

—¡Formación de defensa antiaérea! ¡Despertad, partida de muertos!

Una ametralladora ligera abrió el fuego detrás de mí. Tardamos un rato en sacudirnos la modorra. Cuatro aviones rusos giraban como avispas a unos mil metros sobre nuestro infortunio. Los gritos de los hombres se añadieron a las voces de mando de los enloquecidos oficiales.

—¿Es que queréis reventar todos? —gritó un teniente andrajoso, no muy lejos de nosotros—. ¡Haced al menos un gesto para defenderos!

Febrilmente, empuñamos nuestras armas y, rodilla en tierra, esperamos al enemigo que no tardaría en precipitarse desde las nubes. No obstante, los Yak se fueron. Como era inconcebible que los hubiésemos asustado, dedujimos que debían de estar faltos de carburante. Nos frotamos los ojos y respiramos un instante. La vigilancia, precaria ya, se abandonaba, y cada uno intentó nuevamente recuperar sus noches de insomnio anteriores. Entonces, la ametralladora pesada giró rápidamente sobre su afuste y abrió fuego hacia el norte. Todos nos volvimos en aquella dirección antes de echar cuerpo a tierra. Los cuatro aviones surgían en vuelo rasante, escupiendo fuego con todas sus armas. A través de sus aullidos, las palabras del teniente, muy cerca, apenas eran audibles.

—¡Fuego, hatajo de cobardes! —chilló.

Los aviones pasaron. Vi al teniente rodar por el suelo, incorporarse y, mientras con una mano se apretaba el vientre, con la otra disparaba su pistola contra los aviones. Luego hizo una mueca, cayó de rodillas y se encogió sobre sí mismo. Las balas sólo lo habían alcanzado a él, al menos en nuestro emplazamiento. El mortífero fuego iba dirigido sobre todo a las chalanas atestadas y casi inmóviles que ofrecían un blanco admirable.

—¡Ayudadnos, por aquí! —vociferaron unos soldados que habían acudido en socorro del teniente.

—¿Por qué se habrá quedado de pie? ¡Maldita sea! —juró un individuo de rostro descarnado.

—Se ha portado como un héroe —vociferó un feld—. Ha sido el único que ha reaccionado. Deberíamos avergonzarnos.

El individuo de rostro descarnado ayudaba al transporte del moribundo hacia la orilla. Yo lo seguí, llevando algunos efectos del teniente.

—Poco importa la vergüenza aquí —suspiró el tipo de cara esquelética.

No estábamos abandonados del todo. Lejos, desde la otra orilla, unas piezas antiaéreas abrieron fuego sobre los buitres que giraban en el cielo. Sobre el agua, las dos chalanas desamparadas continuaban, sin embargo, su peligroso tránsito. Debía de haber numerosos muertos y heridos a bordo de ella, a juzgar por la agitación que podía distinguirse desde donde estábamos.

Los aviones rusos volvieron a picar sobre la tierra llena de gritos, de llamadas de socorro, de juramentos vengadores. Se ensañaron con las embarcaciones haciendo una matanza abominable.

Cada vez que el peligro se alejaba un instante y echábamos un vistazo por encima de los cañaverales, podíamos ver la tragedia. Casi todos los ocupantes de las barcas o chalanas que no habían sido inmovilizados por una herida o por la muerte, se habían arrojado al agua e intentaban, enloquecidos, huir a nado. Los aviones hicieron una cuarta pasada. Todos los fusiles y las spandau de la playa los acogieron poniendo, un poco tarde, fin a la ronda infernal. Después se elevó un gran clamor, pues uno de los aviones bolcheviques acababa de ser alcanzado y ascendía en cirio desprendiendo un enorme penacho de humo negro. Hizo una cabriola y picó irremediablemente hacia el río. Algo se desprendió de él, probablemente el piloto, que intentaba el gran salto. Su paracaídas, si es que lo tenía, no se abrió. Hombre y aparato picaron a la misma velocidad y se desparramaron al contacto del agua. Los «hurras» cubrieron un instante los gritos de los heridos en las chalanas. Al mediodía, la aviación rusa volvió a aparecer. Esta vez se trataba de unos cazabombarderos. Eran, por lo menos, una docena.

Entretanto, nos habían obligado a cavar hoyos individuales. Desde aquellos fútiles refugios, no escatimamos los cartuchos contra los pájaros de mal agüero. Los rusos volvieron a ensañarse con nuestra flotilla de paso. En el momento del ataque, las chalanas se hallaban cerca de la otra orilla. La Flak trató de mantener los cazas a distancia, pero estos picaron a pesar de todo.

Impotentes y pálidos de cólera, vimos desgranarse las bombas en la superficie del agua. Una chalana quedó destruida con su carga humana haciéndonos llorar de rabia. Nuestra flotilla se agotaba y el baile no había hecho más que empezar. Los 7/ tomaron altura para picar mejor. A mi lado, un soldado lloraba gritando a voz en cuello.

Las manos sudorosas removían nerviosamente la tierra, manejaban los cerrojos.

—¡De esta no saldremos! —gritaba mi compañero—. ¡Van a aniquilarnos!

Y, sin embargo, se produjo un milagro que cambió el tono de nuestros gritos:

Sieg! Sieg! ¡La Luftwaffe!

Sí, nueve Messerschmitt 109-F acababan de aparecer y atacaban en línea recta a los aviones rusos que se habían puesto en posición de ataque.

—¡Viva la Luftwaffe! —gritábamos con entusiasmo.

Los aviones rusos, conscientes de su inferioridad técnica, se replegaban a toda velocidad. Las ráfagas llenaron el cielo y nosotros tuvimos la alegría inmensa, una alegría que nos hizo salir de los refugios, la alegría salvaje movida por un sentimiento de venganza, de ver a dos aviones bolcheviques girar en el aire como perdices alcanzadas por el tiro del cazador. Los gritos redoblaron. Cinco aviones popov pasaron sobre nosotros sin que nos percatásemos del peligro que corríamos. Blandimos los puños a su paso:

—¡Viva la Luftwaffe! ¡A ellos, muchachos, no dejéis que se larguen! ¡Hurra!

El tipo de al lado que hacía poco rugía de rabia, ahora rugía de alegría. Parecía loco.

Efectivamente, los cazas alemanes se lanzaron en persecución de los aviones que huyeron rasando el suelo. La jauría desapareció detrás de las colinas, privándonos del espectáculo. Percibimos ráfagas y una explosión sorda. La noche llegó sin que tuviéramos nada más que hacer que animar a los heridos.

Y la noche cubrió la tierra.

El día siguiente, nos despertamos bajo la lluvia. Casi nos sentimos dichosos por ello.

El transbordador, que no paraba nunca, había hecho todo lo posible durante la noche. Sin embargo, todavía quedaba muchísima gente en el lado oriental. ¿Cuántos días llevábamos esperando? Ya no teníamos consciencia de ello. En medio de nuestros sinsabores, de todos modos habíamos logrado reorganizarnos en parte. Los hombres pertenecientes a tal o cual unidad se habían reagrupado por sí mismos.

Los oficiales situaron hombres armados en las colinas para el caso de una sorpresa por parte de Iván. Lo sabíamos muy cerca y estábamos nerviosos, inquietos y asombrados también de no haberlo visto todavía. Era muy probable que la batalla por Kiev lo absorbiese totalmente.

Ahora me encontraba formando parte de un grupo constituido en su mayoría por elementos de la Gross Deutschland y supervivientes de un regimiento de infantería que había acudido en nuestra ayuda cuando la brecha de Konotop. Los oficiales allí presentes, entre los cuales tuve el innegable gusto de encontrar a Herr Hauptmann Wesreidau, pretendían que nosotros hubiésemos debido ser los primeros en embarcar hacia el oeste mientras que soldados pertenecientes a una división de élite que, además, estaba especializada en operaciones ofensivas y no defensivas. Incluso afirmaban que iríamos en el próximo viaje.

Las palabras de nuestros oficiales fueron bien acogidas, y todo el mundo estaba de acuerdo en pasar al otro lado del río cuanto antes. Algunos preconizaron de nuevo el sistema que muchos de nosotros habíamos pensado en usar desde un principio. Consistía en atar con varios cinturones haces de cañas y servirse de ellas como flotadores. Aquel procedimiento había servido repetidas veces, pero no permitía llevar, o hacía perder en el camino, los objetos indispensables a todo soldado para no ser considerado desertor.

La acogida debió de haber sido tan poco amable en el otro lado que los oficiales nos prohibieron emplear aquel sistema. De todos modos, les resultó difícil dar órdenes a los hombres paralizados por el miedo y dispuestos a la vez a afrontar el peligro. Muchos se largaron, muchos se hundieron o perecieron de congestión. Muchos, quizá, tras haber rozado lo peor, conocieron el consejo de guerra.

Como yo no sabía muy bien a qué punto habíamos llegado, aquel género de tentativa me dejaba indiferente y ponía toda mi obstinación en conocer, por los soldados de nuestra unidad todavía presentes allí, noticias de mis camaradas. Tal vez, entre aquellos tres mil hombres, Halls o Lensen esperaban también con el culo en el barro. Tal vez, en medio de aquella aglomeración humana, el veterano soñaba con un bienestar utópico, indiferente a la lluvia que debía de chorrear sobre su rostro resignado.

Mis gestiones resultaron vanas, mis preguntas quedaron sin respuesta. En un momento dado, creí reconocer dos caras de nuestra disuelta compañía. Interrogué a los dos soldados y me contestaron evasivamente que no se acordaban en absoluto de lo que había pasado. Estaban verdaderamente abatidos y mis preguntas parecían fastidiarles. Una sola idea obsesionaba sus mentes debilitadas: cruzar el río… únicamente un hombre podía estar más enterado: Herr Kapitan Wesreidau. Pero el respeto y el temor que nos imponían los oficiales me impidieron dirigirle la palabra. Algunos soldados de más edad se permitían esta audacia. Pero yo no me atrevía. Debo decir que las ganas de hablar con el capitán me daban tanta comezón, que debían leerse en mi cara, Además, siempre andaba merodeando en torno de él o de su grupo. Me encontraba sentado sobre mi hatillo a cierta distancia de Wesreidau y de dos o tres oficiales más entre los cuales había un comandante, cuando el hauptmann se dirigió hacia mí. Miré, aturdido, la silueta de largo abrigo de cuero brillante de lluvia, pronto a levantarme para ponerme en posición de firmes. Con un gesto, el capitán me instó a no moverme y me quedé con la mirada fija en la elevada estatura que me pareció más alta aún por estar sentado.

—¿A qué regimiento pertenece, hijo mío? —preguntó el oficial.

Farfullé el número así como la compañía improvisada en la que había ingresado en último extremo al huir de Konotop en llamas. Me tomó por checo. Entonces le informé acerca de mi origen.

—¡Hum, hum! —murmuró solamente—. Las compañías improvisadas fueron las últimas en pasar. Yo me encargué de varias.

—Lo sé, Herr Hauptmann —dije poniéndome colorado—. Lo vi a usted.

No me cabía en la cabeza que un capitán se hubiese puesto a hablar conmigo,

—¡Ah! —exclamó Wesreidau—. Entonces tenemos recuerdos comunes. Recuerdos difíciles.

Ja, Herr Hauptmann.

Buscó un cigarrillo en una cajetilla vacía. ¿Querría, acaso, invitarme a fumar?

—Mañana pasaremos, muchacho, y creo que tendrá usted un largo permiso.

La palabra permiso bailó en mi mente como una burbuja de champaña.

—¡Un permiso! —murmuré.

—Así lo creo. Y no lo habremos robado.

Surgieron recuerdos que creí que nunca reviviría. Todo cuanto había ocultado en el fondo de mí mismo con tanta amargura reapareció imperceptiblemente. ¿Sería posible…? Sí, aquello siempre había sido posible, desde luego. ¿Por qué preguntárselo? De golpe, calibré la importancia de mi desesperación. Había desesperado. Me puse a pensar tímidamente, muy dulcemente, en Paula… Desde la operación «grupo de acero», el correo no había llegado. Aunque habíamos llevado una vida endiabladamente agitada, aquella falta de noticias me había pesado terriblemente. Por otra parte, ante tanto infortunio, terror y asco, las palabras amor, ilusión y sentimiento habían perdido, desgraciadamente, importancia. Todo lo que había vibrado en mí parecía haber quedado sepultado bajo el polvo de las casas derrumbadas por el ruido y los lamentos infinitamente mucho más intensos que mis cuitas de enamorado. A veces llegué a pensar que si salía de aquello, no le exigiría mucho a la vida. ¿Cómo puede un hombre tener queja de la existencia por un pasajero devaneo fracasado, cuando lo que le preocupa es si logrará salvar el pellejo? Si me hubieran hecho prometer que me haría cura, lo habría jurado sin vacilar. Desde Bielgorod, el terror había trastornado todas mis concepciones humanas y el mercado de la vida tenía una cotización tan elevada que ya no sabía bien qué poner en el otro platillo para equilibrarlo. Aún no había logrado habituarme a la idea de la muerte. En mi fuero interno había prometido, en los momentos más duros, renunciar a la fortuna, al amor, hasta a una pierna, con tal de sobrevivir.

Presentí que el capitán Wesreidau iba a alejarse. Entonces le pregunté por mis camaradas. El capitán sólo se acordaba del veterano. Hasta dijo su verdadero nombre.

—La compañía a la que pertenecía August Wiener apoyó a una batería de obuses de hautsbitz al principio de la ofensiva. Los primeros que intervinieron sufrieron mucho —dijo, pensativo—. Fue muy duro. De todos modos, los que pasaron fueron sin duda dirigidos hacia Kiev. Allí era donde debíamos reagrupamos si hubiésemos estado motorizados.

Me quedé silencioso. El capitán se alejó haciéndome una breve seña con la cabeza.

—Mañana pasaremos —dijo.

La posibilidad de un permiso llenaba mi mente a la vez que la angustia de haber perdido a mis camaradas. ¿Qué había sido de ellos? Tal vez me habría cruzado con sus cadáveres calcinados en la calzada arrasada Konotop-Kiev. ¿Sería posible que hubiera perdido también mis compañeros de miseria? Los sabía tan desvalidos que el afecto que les tenía parecía autorizado, tan desinteresado y gratuito era. ¿Debía olvidar también, sin remordimientos, lo que habían sido Halls, Lensen y hasta aquel cretino de Lindberg?

Si mis amigos habían desaparecido, el veterano acaba de dejarme una herencia, una facultad. Medité acerca de todos mis recuerdos. Los buenos momentos me volvían a la memoria acompañados de una angustia insuperable. Permanecía allí, inerte, insensible a la lluvia que mi gorro empapado no lograba ya contener y que se me metía por el cuello dejándome la cara mojada. Aquella lluvia que me resbalaba por las mejillas sustituía a las lágrimas que hubiera debido verter.

La lluvia duró todavía mucho. Duró toda la noche y se prolongó hasta el anochecer del día siguiente. El suelo empapado sobre el que estábamos obligados a esperar se había transformado en una esponja. Los montones de cañas que no habían recibido la lluvia se mojaban en el suelo. Estábamos tan calados que algunos pensaron desnudarse bajo la lluvia. La mayor parte del tiempo estábamos de pie, con la lona de la tienda sobre los hombros y con los ojos fijos constantemente en el interminable ir y venir de nuestras embarcaciones de salvación.

Hacia mediodía, en el cielo bajo y gris apareció, a pesar de las malas condiciones atmosféricas, una escuadrilla de Il. Maldijimos una vez más a aquellos pájaros de mal agüero que nos obligaban a echarnos de cabeza en aquella mierda viscosa de las orillas del Dnieper. Hicieron tres pasadas y rociaron de bombas y de metralla todo lo que la lluvia les dejó entrever. Se produjo una vez más un pánico que sólo terminó después que la lista de muertos y heridos se hubo ampliado un poco.

Por fin, a eso de las seis de la tarde, con la noche que llegaba, el servicio de tránsito se encargó de nuestro grupo. Se nos dio la orden de reunir nuestros efectos y bajar ordenadamente a las playas de embarque que los incesantes bombardeos de los aviones rusos habían transformado en una marisma impresionante.

Con armas y bagajes, nuestra cohorte chorreante emprendió su camino de Damasco, a pesar del barro que amenazaba sepultarnos.

Con una disciplina y una paciencia heroicas, cada uno de nosotros esperó su turno sin quejarse de la lluvia torrencial que nos hacía confundir el cielo con el río. Con los pies en el barro y el agua que los stiefels ya no lograban aislar, todos estuvimos en posición de firmes durante largos momentos. Los últimos estuvieron horas.

Una sonrisa vagaba por los semblantes desfigurados. Por fin íbamos a cruzar el río. Al otro lado, todo habría terminado. Por fin podríamos secarnos, dormir tal vez cómodamente y dejar de tener miedo. Desde luego, había que aferrarse a una idea cualquiera… Un último miedo subsistía. El de la travesía. Aquellas embarcaciones crujientes y deterioradas, ¿no se partirían bajo nuestro peso, hundiendo consigo a un centenar de desesperados? Y además los Jabo… ¡Como apareciesen los aviones rusos…! Todavía nos acordábamos de las ráfagas del día anterior.

Caía la noche. Los aviones rusos raramente aparecían por la noche. Quizá ya estábamos salvados.

Luego me tocó a mí. Con un centenar de soldados, embarqué en una chalana cuyo tablazón parecía roído por el paso de millares de botas claveteadas. No fue sin angustia que vi llegar el agua a unos treinta centímetros apenas del borde, de tan cargados como íbamos.

—Basta ya, barquero —dijo un suboficial cuarentón—. ¿Quieres que nos vayamos a pique?

—Todos los que quepan, Herr Spiess —se burló el pontonero—. Estamos acostumbrados. ¡Vamos! ¡Lina docena más!

Cuando ya estábamos a punto de zozobrar, los barqueros largaron amarras y saltaron sobre un espacio de veinte centímetros que quedaba libre, igual que salta un corzo sobre un picacho. Progresivamente, el motor amovible, ridículamente pequeño para nuestra embarcación, se puso a roncar.

Despacio, casi sin que nos diésemos cuenta, la chalana avanzó por el agua apenas rizada por el desplazamiento. Nadie se atrevía a moverse, por lo precario de la flotación. La orilla maldita, difuminada por la niebla, se fue alejando de nosotros. Permanecí apretujado hacia el centro de la embarcación, entre dos desconocidos, un teniente jovencísimo del regimiento de Infantería que vino de refuerzo a Konotop y un infante de nuestro grupo, de una edad indefinible y que parecía estar dormido de pie.

Era el único sumido en una tal indiferencia. De una a otra parte, miradas y oídos estaban atentos, sobre todo vigilando el cielo lluvioso en el que no teníamos ninguna confianza. Una barca mucho más pequeña, pero equipada con un motor igual que el nuestro, nos adelantó trabajosamente. Su cargamento era proporcionalmente tan importante como el nuestro.

¿Cuánto duró la travesía? Quizás un cuarto de hora. Pero nos pareció mucho más larga. El agua se deslizaba con regularidad a lo largo del casco con una lentitud despreocupada como para darnos rabia.

Había tipos que contaban, sin duda, los segundos, o quizá contaban porque sí, para esperar. Un poco como se cuentan corderos un matarife.

De pronto, unas voces anunciaron la orilla oeste. ¡Nuestra salvación! ¡El fin de nuestro tormento! Se presentó a los ojos de los pasajeros de proa toda envuelta en niebla. La sangre aceleró su paso por nuestras venas. Moralmente, intentábamos dar un impulso más franco al motor. Llegábamos a la meta. ¡Íbamos a salvarnos! ¡Deprisa! ¡Deprisa! El cielo sigue calmado…

Una chalana vacía, que iba hacia la orilla este, se cruzó con la nuestra. La miramos amargamente. Toda marcha hacia el este nos hacía estremecer. Después, la orilla estuvo a veinte metros. No nos atrevimos todavía a movernos temerosos de que entrara agua. Una alegría inmensa, no obstante, que nos habría impelido a gritar y a saltar de contento, nos embargaba. Estábamos salvados…, ¡salvados, después de tantas horas, de tantos días de espera y de desesperación!

Nada más que diez…, nada más que cinco metros. El motor hace marcha atrás para frenar. Abordamos un pontón hecho de ramas entrelazadas. Nos recomiendan que procedamos despacio y ordenadamente. Sin precipitación, con la sensación de haber conseguido un privilegio, desembarcamos en tierra firme. De hecho, es un lodazal comparable al embarcadero de enfrente. No nos importa, porque el barro nos es familiar. Los corazones nos palpitan hasta estallar. ¡Hemos pasado! La orilla oeste es la seguridad, es la barrera en Iván y nosotros. Hemos soñado tanto con este salvamento, hemos reflexionado tanto acerca de él, que tenemos la impresión de haber alzado una barrera entre nosotros y la guerra. Los comunicados han sido formales. ¡En el Dnieper resistiremos! El enemigo no rebasará este límite y, en primavera, la ofensiva alemana lo rechazará más allá del Volga… Durante nuestra larga y penosa retirada hacia el río, mientras aguardábamos interminablemente el paso, nuestra esperanza frágil cristalizó en esta idea. Para nosotros, soldados exhaustos, poner pie en la orilla oeste es el fin de nuestras desgracias: es la reorganización, la ropa limpia, los permisos y la certeza de que no estamos todavía perdidos. La orilla oeste es, desde luego, todavía Rusia, pero es asimismo la parte de Rusia que nos aclamaba unos años atrás. La Rusia que nos es favorable. Entonces, en nuestras mentes fatigadas, idealizamos. La orilla oeste es casi la madre patria.