Rodamos una hora antes de que sea de noche. Una hora representa aproximadamente cincuenta kilómetros. El viaje no nos descansa y aguardamos con impaciencia la orden de alto, a fin de poder sacudirnos el polvo que llevamos encima. Además, esperamos dormir. Sabemos que no está previsto ningún acuartelamiento y que habremos de dormir de cualquier modo, como de costumbre. ¡Qué agradable sería una buena cama después de tantas fatigas! Pero no importa cómo y dónde, nos tumbaremos en el suelo sucio y dormiremos sin sueños.
El cielo sombrío arrastra masas negras que se iluminan en sus franjas exteriores. Caen goterones al mismo tiempo que estalla la tormenta. Saludamos a la lluvia, que, sin embargo, nos ha sido funesta muchas veces, como una bendición del cielo. Chorrea ahora sobre nuestros rostros pardos de mugre que le tendemos. Se torna diluvio y se cuela dentro de los uniformes. Esta ducha providencial fustiga a amigos y enemigos y todos sonríen pensando en su bienestar. El paño gris verde empapado se pega a las guerreras pardas violáceas de los prisioneros apretujados con nosotros. Los hombres, sin distinción, cambian impresiones como los jugadores de dos equipos adversarios después del partido bajo la ducha bienhechora. La idea de odio o de venganza ya no roza a nadie. Cada cual piensa en la vida que ha conservado y en sus fatigas presentes. La lluvia se hace tan violenta que hemos de procurar resguardarnos. Las mantas se despliegan a través del hacinamiento y cubren lo mejor posible las cabezas y los hombros de los ocupantes del vehículo.
Rusos y alemanes se ríen bajo el refugio rudimentario. Nadie o muy pocos comprenden las palabras que brotan, pero los cigarrillos de Hannover son cambiados por tabaco de mazorca de la estepa de los Tártaros. Se fuma y se bromea así, por nada, ese «nada» que simboliza la alegría humana más absoluta que he conocido nunca. Ese nada, ese tabaco intercambiado que humea bajo las mantas y hace toser, esa risa sencilla y sin medida, ese islote de alegría extraviado en un océano de tormentos nos produce el efecto de una inyección de morfina. Olvidamos el presunto odio que nos separa y todo nuestro ser despierta a un sentimiento casi olvidado.
No comprendo nada y me río sin medida. Una extraña impresión recorre mis venas. Tengo la piel de gallina. Un poco como lo que se siente al escuchar una bellísima música que hace vibrar. La lluvia azota sin parar la chapa del capó y pronto cubre el ruido del motor. ¿Tendremos que fusilar mañana a esos hombres? ¡No es posible! ¡Ya no es posible!
Acabamos de alcanzar al regimiento de caballería motorizada que se ha parado en pleno campo. La lluvia chorrea por todas partes y brilla sobre los sidecar, alineados bajo los bosques de follaje empapado.
Wesreidau ha dejado su VW y con seguridad se ha puesto al habla con el comandante del regimiento de caballería. Los muchachos de los sidecar tienen unos largos chubasqueros que llevan puestos y les protegen perfectamente del chaparrón. En cambio, se ven obligados a permanecer en los charcos de agua, porque no traen consigo el material de campamento que se ha quedado abordo de los vehículos de transmisiones.
A través de la lluvia que cae a rachas, dos soldados encargados de la distribución de alimentos entregan apresuradamente una salchicha insípida a cada uno que se tiende. Después nos dan un chusco para ocho que repartimos con precisión. Los prisioneros no reciben alimento alguno. Su suministro está previsto en la base de la división acorazada.
La idea de irnos a comer nuestra magra pitanza más lejos pasa por nuestra mente, pero estamos todos hacinados en las cajas chorreantes y los rusos que han salvado la vida abren unos ojos febriles ante esa distribución que nos es imposible ocultar. Finalmente, unas manos sucias y empapadas parten el pan duro y lo tienden a quienes estuvieron a punto de matarnos hace unas horas.
Nuestros estómagos gorgotean de hambre tras el último bocado engullido de pie bajo la lluvia torrencial, cinco minutos después de la distribución. Todos tenemos sed y las cantimploras se vaciaron durante la refriega de esta tarde. Como borregos febriles, reclamamos el líquido. Sólo conseguimos la autorización de bajar de los vehículos y de espabilarnos. Estamos en pleno campo y no se ve ningún preika o abrevadero. ¿Qué importa? Agua no falta, cae del cielo a torrentes. La recogemos bajo la gotera de la tabla de un camión, bajo el chorreo de un ramaje, en el pliegue de un chubasquero. El agua abunda y podemos apagar nuestra sed. El convoy reanuda la marcha con el regimiento de caballería.
La lluvia cesa por fin y nos deja ateridos y cansados en la incomodidad de nuestros vehículos bamboleantes. Los relámpagos siguen rayando el cielo detrás de nosotros y sobre nuestras cabezas. La tormenta retumba y se aleja. Delante, otros relámpagos forman también destellos breves en el horizonte. Desgraciadamente, nada tienen que ver con el rayo celestial. Provienen de los órganos de Stalin que vuelcan un fuego poderoso sobre la división acorazada bloqueada detrás de Konotop. A medida que nos acercamos, la importancia del combate que se desarrolla nos es revelada por la intensidad del fuego que cubre el horizonte. Pronto, su trueno se deja oír, temible y continuo.
Esperábamos un refugio para terminar la noche, y de nuevo es un infierno lo que se prepara con su angustiosa incertidumbre de supervivencia. El implacable yugo de la guerra oprime de nuevo las sienes, que estallan de fatiga. El semblante juvenil del rubio que hace poco tocaba la armónica, se ha endurecido hasta el punto que tiene aspecto de hombre. ¿Es la voluntad de acabar de una vez o el cansancio? Ha envejecido súbitamente veinte años. Ahora estamos en la ciudad: todo está oscuro y abandonado. Los resplandores de la batalla que se libra en los arrabales del oeste iluminan el cielo a intermitencias. El trueno de las explosiones invade la atmósfera y hace caer las ventanas y los canalones de las casas de los alrededores.
Se ha puesto a lloviznar. La orden de dejar nuestros vehículos llega. Como sonámbulos, saltamos a tierra y el choque del contacto con el suelo repercute y nos lastima a lo largo de la columna vertebral. En rebaño, seguimos a nuestros jefes de fila mientras los vehículos se van por una calle adyacente. El sueño me pesa en los párpados hinchados. Medio inconsciente, sigo el chapoteo de las botas del camarada que me precede.
¿Qué ocurrió aquella noche en Konotop? No sabría decirlo. Hubo fuego, explosiones, casas que se derrumbaron todas del mismo fin en una calle oscura e indefinible. Hubo una cuneta con el agua que corría, y mis botas pesadas y duras que apenas podía arrastrar. Dentro estaban mis grandes pies flacos de muchacho que me parecían hacerse bruscamente pequeños, pequeños. Había una especie de fiebre que me golpeaba las sienes de una forma indeseable. Había mil toneladas de fatiga sobre mis flacos hombros aprisionados en una camiseta mugrienta, una guerrera arrugada y empapada de lluvia, un lío de correas de cuero y de cartucheras atiborradas de explosivos. Había un mundo incomprendido y hostil alrededor de mis flacos hombros y aquellos flacos hombros todavía debían levantarlo, empujarlo, seguir marchando, seguir reptando, seguir temblando.
Hubo al amanecer, tan pálido como el de los condenados a muerte, un sueño tan aplastante que se llevó mi pesadilla despierta y me hizo apreciar las losas de un zaguán donde la lluvia sólo entraba cuando el viento la empujaba verdaderamente. Entonces hubo algunas horas que pueden considerarse perdidas, si se pretende que el sueño es un despilfarro, o, por el contrario, ganadas porque, precisamente, me ofrecieron la nada por algunos instantes. Después hubo mi despertar y mi cara demacrada y pálida entre cien otras, que nuestros parientes más próximos sin duda no hubiesen reconocido enseguida. Mis ojos que me parecían hundidos lejos en la cabeza dolorida buscaron instintivamente lo que podía aportar de nuevo aquel día gris.
Frente al portal que nos había cobijado se alzaba una fachada de varios pisos. Desde las ventanas abiertas de par en par, largas tiznaduras ascendentes contrastaban con el gris del muro. Más lejos, unas míseras barracas, sólo cobijaban algunos gatos errabundos y unos feldgrauen en búsqueda de refugio. Su construcción, de apariencia mediocre, parecía haber sido ensuciada por no se sabe qué presencia.
Más arriba, la calle se encaramaba, pero estaba enteramente bloqueada por la sucesión de casas que se habían derrumbado sobre la calzada, anoche, cuando los cohetes rusos asolaron lo menos un cuarto de la ciudad.
Mi mirada buscó algo que pudiese aportar un solo instante de gozo. Algo que atrajese un segundo mi atención pendiente solamente de controlar el escalofrío que me sacudía enteramente. Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. El veterano volvía con dos latas llenas de sopa caliente que había ido a buscar no sé en qué refectorio. Observé sin proponérmelo a aquel camarada y los charcos de agua. Su uniforme era tan gris y tan sucio como el decorado y, bajo el pesado casco de acero, su rostro enflaquecido e hirsuto armonizaba perfectamente con el conjunto.
El cielo discurría lentamente sobre Konotop arrastrando hasta perderse de vista unas nubes grises como ropa sucia.
—Los que tengan hambre que se dignen abrir los ojos —dijo el veterano dejando sus latas.
Zarandeé a Halls que parecía estar como siempre sumido en un sueño indestructible. Se sobresaltó y cuando se dio cuenta de que ningún petardo le taladraba los tímpanos, se recobró, farfulló algunas palabras ininteligibles y se incorporó frotándose el cuerpo dolorido de agujetas.
—¡Dios mío, estoy harto! —gruñó con aire cansado.
¿Dónde estamos? ¿Qué demonios hacemos aquí?
—Ven a comer —dijo el veterano.
En silencio, tragamos la sopa de mijo que empezaba a enfriarse. Algunos prefirieron seguir roncando. Nadie obligó a nadie. Después, recibimos la orden de reanudar la marcha y proseguimos nuestro deambular por el sector devastado de Konotop. Estábamos demasiado cansados para percatarnos. Caminábamos sin mirar ni reflexionar. Cuando se oía una explosión o un avión, echábamos cuerpo a tierra sin precipitación. Después nos incorporábamos…, y así sucesivamente.
Yo estaba ciertamente enfermo. Una especie de calambre o un dolor me oprimía la cabeza y la espalda. Lo atribuí a la fatiga. Unos escalofríos me recorrían todo el cuerpo y probablemente tenía fiebre. De todos modos, no podía hacer nada. Si empeoraba, procuraría hacerme hospitalizar, pero por lo menos necesitaba ser víctima de un desvanecimiento.
Llegamos a un barrio particularmente devastado. Entre las ruinas, distinguimos un enorme carro Tiger que había trazado un ancho surco en los montones de escombros y que sin duda había terminado su carrera sobre una mina que le había arrancado la oruga derecha así como el bombo motor. A pesar de aquella parálisis, seguía intacto y su cañón escupía de vez en cuando un obús en dirección de las formaciones enemigas muy próximas.
Grupos de soldados se ocultaban en las ruinas y parecían acechar a los Ivanes que debían de estar agazapados por allí. Nos encaminaron con precauciones por entre los escombros y nos encontramos, Halls y yo, en un hoyo infecto, en alguna parte a través del fárrago que se extendía a un kilómetro delante de nosotros y a quinientos metros detrás. Refunfuñando, apilamos unas vigas y toda clase de porquerías para aislarnos del fondo del hoyo lleno de agua negruzca. Pronto nos vimos cara a cara, con una expresión atontada, sin saber qué decirnos. Nos lo teníamos dicho todo ya. No era cuestión más que de paciencia y la fuerza de las cosas nos la daba como para volvernos idiotas.
—La verdad es que tienes mala pinta —acabó por decir Halls.
—Estoy enfermo —repuse.
—Todos estamos enfermos —afirmó él contemplando un lugar de nuestro universo de cascotes.
Nuestras miradas despechadas volvieron a cruzarse y me pareció leer en la de mi compañero un gran cansancio y mucha desesperación.
A mí también me obsesionaba una idea. ¿Qué iba a ser de nosotros? Me parecía materialmente imposible que todo aquello pudiese durar mucho tiempo. Hacía más de un año que vivíamos con el alma en un hilo, más de un año que vivíamos como gitanos… ¡Qué digo! La vida de los gitanos debe de ser una vida de castillo comparada con la de los graben. ¡Cuántos camaradas había visto caer durante un año! Todos los recuerdos me vinieron a la mente. El Don, la «Internacional tres», Utcheni, los batallones improvisados, Ernst, Tempelhof, Berlín, Magdeburgo, el espantoso Bielgorod, la retirada y ayer mismo el ober Woortenbeck y su vientre rayado por una docena de hilillos rojos que le caían sobre las botas. ¿Por qué suerte increíble no había sucumbido yo todavía en una de aquellas explosiones gigantescas que habían triturado a tantos hombres ante mis ojos horrorizados, hasta el punto de preguntarme si lo que yo había visto había existido realmente? ¿Por qué milagro Halls, Lensen, el veterano y otros estaban todavía presentes en aquella unidad de maldición?
Por mucho que la suerte nos hubiese favorecido y salvado, esta suerte, esta increíble suerte, ¿no desaparecería bruscamente si debíamos sufrir el mismo trato mucho tiempo más? Mañana, quizás entierren al veterano, o a Halls, o…, quizás a mí. Un miedo violento me invade de repente. Empiezo a mirar en todas direcciones. Tal vez pronto me toque el turno. Estaré muerto, así, sin que nadie se entere. Sabía que mis camaradas se acostumbraban a todo. Me llorarán solamente hasta que otro caiga y siembre el olvido sobre los precedentes. El pánico aumentaba, y las manos me temblaban. Sabía la cara que se pone cuando se ha muerto. Hasta había visto muchos hombres caer de bruces en una charca fangosa y quedarse así. ¡La cara en el fango! Esta idea me petrificaba. ¡Y mis padres! ¡A mis padres tenía que volver a verlos, de todos modos! No puedo morirme así. ¿Y Paula…? ¡Paula…! Se me saltaron las lágrimas… Halls me miraba, inmóvil como aquel horrible decorado indiferente a todo, a la pesadumbre como a la muerte. No había nada que hacer, nada que hacer… Los gritos de espanto, los de los moribundos, la sangre que mana y que se mezcla con la tierra como un odioso sacrilegio… Nada, nada… Millones de hombres podían sufrir y llorar, gritar, implorar, que la guerra seguía implacable, sorda a los gemidos, cruelmente indiferente. No podía hacerse más que esperar… ¿Esperar qué? No morir con la cara en un charco fangoso. ¿Y la guerra, entonces? ¿Qué es la guerra? ¡No es más que una consigna! Una consigna que los hombres cumplen como un sacramento. ¿Por qué? En realidad, sólo existe el hombre… Entonces, ¿por qué los hombres…? Continué llorando y divagando delante de mi camarada impasible.
—Halls —murmuré—, tengo miedo. Hay que irse de aquí.
Halls me miró y luego echó una ojeada al horizonte.
—¡Irse! ¿Adonde? Duerme, estás enfermo.
De pronto miré a mi camarada con odio. El también formaba parte de aquella indiferencia inerte.
El carro, no muy distante, disparó un obús. Los rusos contestaron con media docena que dispersaron un poco más los montones de ruinas. ¿Habrían matado aquellos proyectiles también a dos o tres camaradas nuestros? ¿Acaso al veterano? Todo se volvió bruscamente más insoportable. Con las manos temblorosas me oprimía la cabeza como para aplastarla. La desesperación se apoderaba de mí y no me dejaba ninguna solución visible. Mis sollozos llamaron la atención de Halls, que me miró casi irritado.
—Duerme ya, hombre… No te tienes en pie.
—¿Qué puede importarte que duerma o que reviente de una vez? Todo el mundo se burla, el mundo se burla de todo.
—Desde luego… ¿Y qué más?
—¡Y qué más! Entonces, hay que hacer algo, ¿me oyes?, y no roncar despierto como tú haces.
Halls me miró, cansado. Su tormento era sin duda tan grande como el mío, pero por el momento todo era amorfo en él. El cansancio podía más que su cólera.
—Te digo que duermas. Estás enfermo.
—¡No! —grité esta vez—. Prefiero reventar enseguida.
Y, de repente, me levanté y salí del hoyo. No había dado dos pasos cuando Halls me cogió por la cintura y con toda su fuerza me metió en el refugio.
—¡Suéltame, Halls! —grité más fuerte aún—. Suéltame, ¿me oyes?
—¡Cállate ya de una vez! ¿Vas a estar quieto o no?
Halls apretaba los dientes y cerraba sus dos enormes manazas sobre el cuello de mi guerrera.
—Estás viendo que vamos a reventar todos, unos después de otros, ¿qué te importa?
—Me importa que necesito ver tu jeta de vez en cuando, como también la del veterano y hasta la de ese memo de Lindberg. ¿Entiendes? Si continúas, te sacudo hasta que te estés quieto.
—Pero si Iván me mete una bala en el pellejo, tú no podrás hacerle nada.
—Entonces lloraré, lloraré como cuando murió mi hermano pequeño Ludovik. Murió de enfermedad, sin quererlo, y tú tampoco lo habrás querido…
Un gran escalofrío me invadió. Siguieron saltándoseme las lágrimas y me dieron ganas de besar la sucia cara de mi pobre compañero. Halls me soltó y se irguió. Una ráfaga le obligó a agacharse. Me miró y nos sonreímos.
Al final de la jornada, nuestra tercera tentativa de progresión fracasó como las dos anteriores. El amontonamiento de ruinas que se perdía en el horizonte nocturno parecía estar perfectamente nivelado. Ninguna prominencia, ninguna silueta de chimenea —que, sin embargo, son las últimas que suelen quedar en pie— surgía del decorado.
La noche seguía siendo surcada por resplandores que se reflejaban en las retinas insensibles de mi compañero. Y comenzó otra noche interminable, hecha de un miedo constante, de un hoyo oscuro, húmedo, pedregoso, y de una fatiga pesada que hacía desear la muerte. Una noche en la que no pasó nada, si no todo. El fuego, las explosiones, los resplandores breves o largos que alcanzan al sueño detrás de vuestros ojos abiertos. Mil recuerdos de mi vida anterior que me parecía haber vivido un día. Recuerdos de Francia, de mi juventud tan lejana ya y, sin embargo, tan próxima, de una tontería, de un juguete, de una reprimenda, que me parecía dulce, de mi madre y también mi nueva razón de vivir, Paula…
No cruzamos ni siquiera diez palabras durante aquella noche. Pero sabía que tenía que vivir para mi compañero Halls.
Mucho antes de amanecer, unos violentos escalofríos anularon lo que me restaba de energía. En la luz gris, Halls me arropó con mi manta que yo no había tenido el ánimo de desenrollar.
—Trágate esto —murmuró tendiéndome una lata de conserva medio llena—. Tómalo, hermano, eso te reanimará.
Eché una mirada perdida al resto de mermelada mezclada con el polvo del macuto.
—¿Qué es?
—Come… Está bueno, ya verás. Siguiendo los consejos de Halls, junté dos dedos en forma de paleta y saqué la jalea del recipiente. Apenas había engullido la mitad cuando una violenta náusea me sacudió. Y mi vómito vino a añadirse a la sordidez de nuestro refugio.
—¡Mierda! —murmuró Halls—. Estás más enfermo de lo que me temía. Trata de dormir.
Tiritando de fiebre, me dejé caer francamente en el charco y busqué, apartando el barro con el codo y los pies, una postura adecuada para dormir. Pasaron unas horas sin que yo me diese cuenta. El relevo llegó por la mañana. Ayudado por Halls, obtuve más atrás otra cloaca donde dos compañeros me improvisaron una yacija con lo que quedaba de una escala. Enfrente, al otro lado de la ruina o de la callejuela, ya no me acuerdo, otros dos individuos estaban acostados en unas tablas puestas sobre piedras.
Detrás, más lejos, más lejos que mi cabeza y mis oídos zumbantes de fiebre, la tormenta que alimentaban los hombres hacía cuatro años y medio seguía rugiendo. Así estuve durante un tiempo indeterminado. Los escalofríos de fiebre persistían y me helaban a pesar del amontonamiento de mantas, capotes y objetos diversos, que los compañeros me habían echado caritativamente encima. Alguien me despertó suavemente y me dio un comprimido de no sé qué.
¿Cuánto tiempo transcurrió? Un día quizás. El caso es que, mientras yo luchaba contra la fiebre que no dejaba de hostigarme, otro combate mucho más importante se desarrollaba en el cinturón exterior de la ciudad. Tras haber bordeado las fuerzas enemigas al este de Konotop, nuestra marcha de acero, siguiendo su trayectoria y refluyendo hacia el oeste, se hallaba ya ante un muro de defensa que la cortaba de su retaguardia. Varias tentativas de progresión en el oeste habían fracasado y nuestro grupo autónomo, debilitado ya, libraba combates defensivos contra la presión bolchevique que se cerraba desde el norte, el oeste y el sur.
Mientras tiritaba sobre mi escala, la situación se había puesto en extremo tensa y nuestro Estado Mayor intentaba ahogar la palabra terrible que ganaba terreno rápidamente en nuestros grupos: «cerco».
La noche siguiente, me vi obligado a dejar mi escala para dirigirme apresuradamente, con mis piernas temblorosas, hacia un refugio más seguro en un sótano donde habían sido reagrupados unos cincuenta heridos y enfermos. Estuve a punto de verme rechazado en aquella enfermería improvisada. Afortunadamente, mi aspecto macilento incitó al servicio de ambulancia a meterme un termómetro en el pico y a comprobar que había rebasado los treinta y nueve grados y medio. Me concedieron, pues, un asiento en un rincón oscuro, donde esperé un día, antes de que se ocupasen de mi caso.
Fuera, la ciudad sufría un bombardeo de artillería y de aviación potente y los enfermeros tenían mucho que hacer con los heridos que iban llegando a un ritmo inquietante. Mis camaradas habían vuelto a subir en línea y resistían los asaltos furiosos e incesantes de las tropas enemigas. Hacia mediodía, los enfermeros, que me habían atiborrado de quinina, me incitaron a ceder el sitio a un individuo ensangrentado que no se sostenía de pie.
Deslumbrado, dejé el sótano oscuro por el exterior bañado de sol. Los últimos estertores del verano iluminaban el desastre. Por todas partes se elevaba humo en el cielo. Fuera, grupos de heridos leves lo escrutaban y discutían acaloradamente. Fue así como me enteré, por boca de aquellos chicos visiblemente asustados, que estábamos cercados.
La terrible noticia causaba casi tantos estragos como las bombas. Un viento de sálvese quien pueda ganó todos los ánimos y fue necesaria la autoridad y el puño férreo de nuestros oficiales para evitar una desbandada sin solución.
Pasó otro día. Poco a poco, el mal que se había adueñado de mí cedía terreno y, lentamente, yo me iba recuperando. La cabeza seguía dándome vueltas, sin embargo, como a un convaleciente recién salido de la cama. Desde mi rincón, que me guardaba muy bien de dejar y donde me acurrucaba como un mendigo hindú, me llegaban las noticias por los ecos de unos y otros.
—Cerco… Situación peligrosa… Los rusos han llegado a las proximidades de… Estamos en la ratonera… Se llama a la Luftwaffe. Pero en vez de Luftwaffe, eran los Yak y los Il que roncaban en el cielo azul pálido y los impactos de sus bombas eran lo que hacían vibrar, ininterrumpidamente, lo que quedaba de la ciudad.
¿Qué ocurría exactamente? Pocos de los nuestros lo sabían con certeza. El caso es que todavía me acuerdo de una llamada a formar que trajo a los suboficiales hasta el sótano-enfermería donde sólo pudieron quedarse los que por lo menos les faltaba una pata. Naturalmente, fui de los disponibles y llevado con compañeros llenos de vendajes a una zona de operaciones cercana.
En un vasto espacio desierto, bordeado de casas sin techo, se intentaba organizar apresuradamente una formación. Reconocí inmediatamente, entre los cinco o seis oficiales presentes, al Herr Hauptmann Wesreidau. No muy lejos, al nordeste, la borrasca de los órganos de Stalin no dejaba oír, con su ruido, ni las órdenes ni las conversaciones, y provocaba una marea difícil de dominar en nuestras filas. Yo todavía me sentía muy enfermo. Un desagradable sabor me llenó la boca. Únicamente las botas y el uniforme parecían sostener mi cuerpo enflaquecido y vacilante.
El estruendo, que no parecía querer interrumpirse para que nuestro oficial pudiese hablar, obligó a este a levantar mucho más la voz.
Sin duda hubiese querido pronunciar un discurso más explícito, pero el estruendo, el tiempo que apremiaba y el riesgo de ver surgir cuatro o cinco Jabo sobre nuestras tres compañías agrupadas en cuadro, le incitaron a ser breve.
—¡Camaradas! —gritó—. ¡Estamos cercados…! ¡Toda la división está cercada!
Ya lo sabíamos, pero nos horrorizó oírlo. Si el Estado Mayor lo confesaba, todo parecía mucho más grave. Allá, el ulular de los cohetes rusos se mezclaba con las explosiones. La tierra y el cielo rugían y parecían conceder más importancia aún a las declaraciones del capitán Wesreidau.
—¡Sólo nos queda una esperanza! —continuó.
Una brecha brutal y rápida en un solo punto con todas nuestras fuerzas. Ese punto no puede ser sino en el oeste y todas las unidades van a ser empeñadas a la vez. El éxito de esa tentativa estriba solamente en el valor de cada uno. No habrá más que una tentativa. Por consiguiente, debemos lograrlo. Poderosas unidades de infantería van a ser empeñadas igualmente al otro lado de nuestro cerco y acudirán en ayuda nuestra. Si cada uno se compenetra bien de su misión, romperemos la tenaza bolchevique, pues conozco la valentía del soldado alemán.
Wesreidau saludó y nos instó a estar preparados.
Las compañías se dispersaron y se situaron en los puntos precisos desde los cuales había de iniciarse el asalto definitivo. Entre nosotros había muchos heridos que necesitaban una cama caliente, enfermos como yo, y una inmensa mayoría de muchachos derrengados que arrastraban un cansancio infinito en sus ojos brillantes. A aquellas tropas les pedía un exceso de valor. Los valientes soldados alemanes parecían aquel día animales destinados al descuartizador.
Y, sin embargo, era necesario. Había que abrir una brecha o morir. Con el cautiverio no se podía contar en aquella época. Como siempre en vísperas de una acción dura, los hombres, sean del campo que sean, sienten un remozamiento de la camaradería y una unión mayor parece sostenerles.
¿De dónde provienen, si no, los buenos sentimientos que hacen aparecer bruscamente los últimos cigarrillos y el chocolate tan escaso que se mordisquea poco a poco y a escondidas y que incitan al canalla a hacernos confidencias, al suboficial, expequeño burgués mezclado en la mierda, a dar una palmadita en el hombro de todo el mundo y a hablar de confianza, siendo así que es él quien la necesita en realidad? ¿De dónde vienen, en un momento que, precisamente, nadie los necesita? Se exagera, se miente, se cree que el hecho de apretar los codos arreglará algo. Es posible que sí, en fin de cuentas. Yo no lo creo. Los sinvergüenzas volverán a ser sinvergüenzas, si logran salvarse. Quizás hasta serán los primeros en delatar nuestro comportamiento, cuando todo haya terminado y volvamos a experimentar las dulzuras de la paz.
A mí me da lo mismo porque ya estoy harto. Mi tripa gorgotea y me duele. Tengo frío. Busco a Halls o a otro cualquiera del grupo. Mis compañeros son invisibles. Sin duda han sido destinados a otro sitio. Ellos representan mi familia y su ausencia me pesa. Me siento muy solo entre esos medio-lisiados en busca de aliento y esperanza con sus treinta y ocho o treinta y nueve de fiebre. Yo sueño con una de esas camas sedosas de las que siempre habla el veterano. Sí, el veterano nunca ha conocido buenas camas. Incluso en la vida civil, antes de la guerra, debe de haber sido un desgraciado. Esto se comprende por su conversación. Pero sabe soñar. A veces, cuando su cuerpo huesudo reposa sobre los cascotes, sonríe de una manera que evoca el bienestar. Estoy seguro de que, en esos momentos, ya no siente la dureza, pues su sueño es más ardiente que la realidad. Yo todavía no estoy bastante entrenado. Mi ensueño no es bastante sólido para hacerme olvidar los escalofríos y la tenaza que oprime mis sienes.
Entonces, como un mal discípulo, contemplo con una mirada idiota el encerado de la vida, mientras me froto las manos sudorosas de inquietud.
Delante de nosotros, al oeste, la humareda se elevaba tanto que tapaba el cielo. El cinturón de fuego cercaba el horizonte más lejano. ¿Qué materia podía provocar un incendio semejante?
Unas compañías negras de polvo y de hollín afluían a paso ligero. La primera toma de contacto no nos había sido favorable, al parecer. Las tropas en retirada dejaron junto a nosotros cierto número de heridos con los que ya nadie sabía qué hacer.
Los servicios sanitarios, tan precarios ya, habían levantado el campo, se habían marchado o estaban a punto de hacerlo.
Lamentable espectáculo el de aquellos heridos implorantes, secándose ellos mismos la sangre que a menudo chorreaba de varias heridas a la vez. Cada uno procuraba prestar los cuidados irrisorios que podía. Las escenas más terribles se desarrollaron ante mis ojos incrédulos. Cuando estábamos cuidando a un herido en la cabeza echándole alcohol en la herida, vimos llegar en nuestra ayuda un gordo gefreiter que se expresó así:
—Vengo a ayudaros. He dejado a un muchacho que tiene una pierna hecha papilla. Berreaba demasiado. Prefiero los que están desvanecidos…
La especie de calle despejada que ocupábamos y donde esperábamos la orden de ataque, no sufría bombardeos por el momento. Enfrente, así como al nordeste y al sudeste, el fragor de la batalla invadía la atmósfera. Directamente al norte, a uno o dos kilómetros, un machaqueo de la artillería rusa revolvía las ruinas como un monstruoso arado.
Cuando acababan de llegar unos soldados de infantería y respiraban un poco entre los escombros, el bombardeo ruso se volvió hacia nosotros. Con rapidez, los impactos se acercaban como una guadaña gigantesca. Las vociferaciones cubrieron las órdenes. Con un pataleo infernal, todos echamos a correr en busca de un refugio.
Tumulto, llamadas desgarradoras, gritos de pánico, todo quedó cubierto por las explosiones. Todos los que podían correr habían corrido. La más pequeña prominencia había sido una esperanza. La muralla de fuego y de hierro pasó por encima de los dos mil feldgrauen estacionados en aquellos parajes. Los heridos, abandonados en medio de la calle, se arremolinaron en la polvareda. El ruido de los cuerpos descoyuntados que caían al suelo podía oírse a través de aquel estruendo. La tierra tembló como en Bielgorod, todo osciló, todo quedó impreciso en aquel decorado movible. Las manos de los enfermos que iban a morir arañaron la tierra una vez más. Caras pétreas, las de los veteranos que creían haberlo visto todo, adquirieron unas expresiones despavoridas y suplicantes. No muy lejos, detrás de un montón de tuberías, un obús ruso hizo un impacto inesperado. Once soldados germanos perecieron juntos, apretados entre sí como niños sorprendidos por la lluvia. El acero ruso cayó en medio de su grupo tembloroso, mezclándolos unos con otros, en medio de la tierra, y de las cañerías, en un gran charco de sangre.
La suerte, que seguía acompañándome, me llevó con otros tres compañeros de infortunio hasta la escalera de un sótano, a cielo abierto. Mil cosas cayeron sobre nuestro refugio. Las vigas y los ladrillos que caían casi nos cubrieron, pero gracias a nuestros excelentes cascos salimos indemnes, y algunos con ligeras contusiones. Cuando los gritos de los nuevos heridos llenaron el aire, que el estruendo ruso había abandonado momentáneamente, echamos una ojeada al exterior. El horror era tan completo que caímos paralizados sobre los peldaños imprecisos.
—¡Maldición de maldición! —exclamó uno de los nuestros—. No hay más que sangre.
—¡Tenemos que huir! —gritó otro, medio enloquecido.
Se precipitó al exterior y lo seguimos. Gritos inhumanos se elevaban por todas partes. Los que, como nosotros, habían tenido la suerte de escapar a la matanza, efectuaban un gran movimiento de reflujo. Todos huían hacia el oeste. El Oeste era la salvación, como siempre, y aquella vez era también el frente y la grieta por donde tal vez podríamos escapar. Cada uno ayudó a los que todavía podían sostenerse de pie. Los heridos se agarraban a los que corrían. Dos soldados, con la mirada extraviada, arrastraban por el suelo lleno de polvo a un individuo, un amigo sin duda, medio muerto. ¿Cuánto tiempo le arrastraron así? ¿Cuánto tiempo tardaron en separarse de aquel cadáver?
Nuestra galopada, nuestra huida, preciso es decirlo, continuó un cierto tiempo entre las ruinas anónimas en medio de la densa humareda y los rugidos de nuestro alrededor. Rusos situados Dios sabe dónde, tiraban con cañones del 50 y una gran precisión contra el hormiguero verde que formábamos nosotros. Con una rabia indecible, tuvimos que seguir, a pesar de todas las dificultades, transportando a los heridos.
Llegamos desordenadamente a una vía de ferrocarril en la que un tren desmantelado estaba parado sin esperanza de servicio. Entre los vagones, de los que apenas quedaban los chasis había cierto número de cadáveres de Ivanes, igualmente quietos.
Los pisoteamos con feroz alegría para vengarnos de sus malditos artilleros y de sus cañones del 50. La vía descendía en una zanja y nuestra galopada se canalizó en ella. Encontramos otro tren tan inmóvil como el primero. Al lado de aquel tren había estacionados unos vehículos del grupo de acero. Había muchos de los nuestros y, sobre todo, panzermanner. Caímos en manos de unos oficiales. Wesreidau, que no había dejado el grupo desde el primer momento, conversó con ellos. Tuvimos unos minutos de descanso, y cada uno se dejó caer donde estaba. Hacia el sudoeste, la traca aumentaba resonando en mi cabeza dolorida hasta hacerme perder el tino.
Después llegó el mazazo. Wesreidau, ayudado por dos suboficiales, corrió entre los grupos desinflados.
—¡De pie todos! —gritó—. Hay que pasar. De pie y ánimo, porque la división ha abierto una brecha. ¡De pie! ¡Pronto, si no, vamos a quedarnos en la ratonera! ¡De pie, demonios! Somos los últimos.
Los soldados medio muertos de fatiga se levantaban. Los suboficiales daban palmadas en el hombro a los sanos que se afanaban en ayudar a los heridos que habían traído desde los arrabales. Aquellas palmadas significaban: «No carguéis con los que pueden seguir. Necesitaréis todas las fuerzas que os queden».
Por esto, a pesar de los lamentos, a pesar de los gestos suplicantes, tuvimos que abandonar gran número de los nuestros a un destino inconcebible. Petrificados de terror y de miedo, unos hombres que habían perdido ya toda su sangre lograron incorporarse, incluso disimular sus sufrimientos y su debilidad para caminar al lado de los indemnes. Demasiado heroísmo a describir. Demasiada piedad, demasiada voluntad inaudita. Cobardes ayer convertidos hoy involuntariamente en héroes. Muchos no hicieron más que una parte del camino.
Y el grupo de pesadilla se adentró en la hoguera. Llegamos a la famosa carretera Konotop-Kiev, carretera trágica donde el grupo de acero Gross Deutschland perdió el cincuenta por ciento de sus efectivos. El avance duró nueve horas. Nueve horas de pavor, de carrera enloquecida, de un embudo de obús a otro. Lo más difícil había sido hecho, al parecer.
Estoy dispuesto a admitirlo a juzgar por los jalones que señalaban la carrera heroica que nos valió los honores de la nación. Jalones hechos con los cadáveres retorcidos de centenares de camaradas nuestros y con esqueletos ennegrecidos de los carros Panther y Mark-III.
Usted, que tal vez lea un día estas líneas, acuérdese. Una noche del otoño de 1943, los comunicados debieron de anunciar que las tropas alemanas cercadas en la bolsa de Konotop habían logrado romper valientemente la presión bolchevique. Era verdad.
Pero sin duda no mencionaron el precio. ¡Qué importa! Para vosotros la liberación se había conseguido.