En el mes de septiembre, Jarkov cayó de nuevo definitivamente en manos de los soviets. Todo el Frente Sur y Centro fue seriamente quebrantado y brechas importantes fueron practicadas en él. Por aquellas brechas arremetieron los corros enemigos que desmantelaron todo el sistema de defensa. El gran repliegue general comenzó, y los rojos cercaron muy a menudo divisiones enteras. Nuestra unidad fue, a este efecto, empleada en interceptar las penetraciones y fue equipada con material nuevo y rápido. La División Gross Deutschland hizo muchas veces prodigios que fueron citados en la orden del día. Allí donde aparecía, los combatientes de las trincheras recobraban esperanzas y, con nuestra ayuda, ponían en fuga al enemigo. Así fue como ocurrió por lo general, pero evidentemente nunca se habló de nuestras dificultades, de nuestro cerco, de la desesperación de los soldados que abandonaron su material en el océano de barro. Tampoco se habló de las sucesivas reformas de la unidad para sustituir a los regimientos aniquilados. No se habló del steiner ni del capitán Wesreidau volatilizado, del ayudante y de su sección hechos prisioneros y liberados demasiado tarde por nuestro comando, de la profunda desesperación que se abatió sobre los niños grandes que éramos nosotros y que debieron aprestarse a un segundo invierno de guerra, del puente humano sobre el Dnieper, del abandono de los regimientos de congelados, de la tierra quemada, de la semana pavorosa en Chernigov, de nuestras manos llenas de sabañones y de nuestra funesta resignación ante la idea de la muerte. Los generales han escrito, después, relatos sobre el conjunto de aquellos sucesos. Han situado las catástrofes, han escrito una frase o diez líneas sobre las pérdidas sufridas a consecuencia de enfermedad o de congelación. Pero nunca, que yo sepa, han expresarlo suficientemente el desamparo del soldado abandonado con frecuencia a una suerte que se procura evitar incluso a un perro tiñoso. Nunca han evocado las horas de zozobra añadidas a las miles de horas de zozobra, el resentimiento evidente del individuo perdido en un gran rebaño donde cada hombre, inmerso en sus propios tormentos, no puede tener en cuenta la desolación del otro. Nunca se ha hablado de estos rebaños tan gloriosos como vencidos y deshechos, abrumados por las reprimendas de los jefes del orden, hostigados por la rabia de otro rebaño de enemigos a los que se ha permitido volcar su odio «justificado» y que se confunde en el homicidio y la abyección, y la desilusión, más tarde, cuando se entera de que la obtención de la victoria no le ha devuelto ni mucho menos su libertad. Pues no hay libertad. No hay en el fondo más que el crimen físico de la guerra, el crimen hipócrita e intelectual de la paz. No se quiere al vecino por un simple impulso del corazón, se le quiere muy a menudo para tener una excusa más tarde cuando fatalmente se tenga que detestarle.
«¡Y yo que le tenía por un buen chico!», se dirá. No hay ya libertad en una sociedad en la que se empiezan a establecer límites. Sólo existe una ley precaria que previene amablemente que la libertad de unos termina donde empieza la de los demás. Puesto en guardia por esta sumaria profecía, el pequeño burgués, con sonrisa bondadosa, acecha con ojos inquietos al vecino que corre el peligro de caer del árbol casi medianero, sobre el seto de evónimo bien cortado que circunda la opulenta libertad. Los hombres de la prehistoria lo comprendían sin saberlo, y la libertad sólo existía para ellos en el radio de acción de su cachiporra. Más allá, siempre está la guerra posible, la asechanza, la vileza.
—Es por eso que os batís —nos dijo un día Herr Hauptmann Wesreidau—. No sois más que animales a la defensiva, aunque os veáis obligados a la ofensiva. Vamos, ánimo, que la vida es la guerra y la guerra es la vida. La libertad no puede existir. El capitán Wesreidau nos ayudó muy a menudo a soportar lo peor. Se entendía muy bien con su tropa.
El capitán Wesreidau no era de esos oficiales, imbuidos de sus galones, que miran y tratan al soldado como a un peón sin valor y con el cual se puede jugar sin escrúpulos. ¡Cuántas veces compartió con nosotros las sombrías veladas! ¡Cuántas veces lo encontramos en nuestras casamatas, donde conversaba extensamente con nosotros y nos hacía olvidar la tempestad de nieve que aullaba fuera! Me parece ver aún su cara delgada, apenas iluminada por un vacilante «Kerze», muy cerca de las nuestras.
«Alemania es un gran país —nos decía—. Hoy nuestras dificultades son inmensas». El orden en el que creemos más o menos, vale tanto como las consignas de enfrente. Aunque no aprobemos siempre lo que nos vemos obligados a hacer, debemos ejecutarlo en nombre de nuestro país, de nuestros camaradas, de nuestras familias sobre las que la otra parte del mundo se ensaña pretendiendo servir a la verdad y al buen derecho. La verdad y el buen derecho son tan relativos como la libertad. Todos sois ya bastante mayores para comprenderlo. He viajado por América del Sur y un día puse los pies en Nueva Zelanda. Después, he hecho la guerra en España, en Polonia, en Francia y hoy en Rusia. Puedo decir que en todas partes he encontrado las mismas hipocresías dominantes. La vida, mi padre, y las lecciones de los antiguos, me enseñaron a preparar mi existencia con rectitud y lealtad. He mantenido estas ideas a pesar de todas las dificultades y todas las canalladas que han sido puestas a través de mi ruta. Allá donde una espada ha sido necesaria, he seguido sonriendo o acusándome a mí mismo, pensando que los males venían de mí.
«Cuando disparé mis primeras ráfagas en España, pensé en suicidarme, pues no me parecía hecho para mí el ejercicio de la guerra. Después, he visto la ferocidad de los otros que, persuadidos de que servían a la buena causa, se ofrecían al homicidio como purificadores. He visto a los franceses frágiles y suaves que nos temían. Después, cuando les dimos confianza y les tendimos la mano, se envalentonaron y empuñaron las armas que no supieron sostener cuando era necesario. El mundo en general no acepta nunca aquello a lo que no está habituado. Un cambio cualquiera le sorprende y le asusta. Entonces acepta batirse para preservar algo de lo que se queja constantemente. A poco que unos brillantes oradores asentados en la blandura de una cómoda situación les hagan creer en la igualdad de los hombres, aunque esos hombres difieran de nosotros tanto como una vaca de un gallo, esos mundos fatigados y postrados en una libertad más que restringida se ponen a vociferar su convicción y avanzan amenazadores. No obstante, es bueno cubrir cuidadosamente a esas gentes y mantenerles la tripa llena, si se quiere obtener de ellas la décima parte del rendimiento previsto».
«Es un poco lo que ocurre al otro lado, camaradas. En nuestro país, el pueblo tiene la suerte de ser menos indolente, y cuando alguien grita: “Miraos vosotros mismos”, cada uno se atreve a mirarse. Nuestra condición no es absolutamente perfecta, pero aceptamos ver otra cosa. Entonces intentamos la aventura. Es escabrosa, insuficiente de seguridad. Se lanza una idea de unidad: no es rica ni comestible, pero la gran mayoría del pueblo alemán la acepta, se aferra a ella, la forja, la fusiona en un admirable esfuerzo de colectividad. Aquí intentamos la aventura. Procuramos, teniendo en cuenta la idea de sociedad, cambiar la faz del mundo, esperando hacer que vuelvan a surgir las viejas virtudes hundidas en la inmundicia de las villanías de los pueblos y de nuestros padres». «No somos pagados. Somos el Ejército desheredado y odiado. Mañana, si debemos perder la cara, la injusticia de los malos juicios se abatirá sobre los que vivan aún después de haber sufrido tanto. Se les arrastrará por los suelos, se les acusará de más homicidios aún, como si todos los que combaten no cometiesen los mismos actos en tiempo de guerra. Los que tengan mucho interés en ver el fin de nuestro idealismo, ridiculizarán nuestra actitud. Nada nos será ahorrado. Se destruirán incluso las tumbas de los héroes, y sólo serán conservadas, en nombre del respeto de las masas ante la muerte, las sepulturas de los caídos casuales que no se atrevieron a intentar verdaderamente la aventura. Con nosotros desaparecerá todo el heroísmo que debemos prodigar a diario, la memoria de los camaradas muertos o vivos, nuestra comunión de espíritu, nuestros temores y nuestras esperanzas. Nuestra historia no será siquiera narrada. Se hablará solamente de un sacrificio tonto e incalificable. Lo queráis o no, formáis parte de la aventura, y nada, después, corresponderá a los esfuerzos que habéis efectuado si queréis dormir en el cielo sosegado del campo de enfrente. No se os perdonará haber podido sobrevivir a los tiros. Seréis rechazados o bien conservados como animales raros escapados a un cataclismo. No tendréis ya amigos verdaderos. El perro y el gato nunca pueden dormir tranquilos. ¿Deseáis un fin semejante? Los que puedan acomodarse a él pueden cruzar nuestras líneas e irse sin temer nuestra venganza».
«Que aquel de vosotros que sufra de una preocupación semejante me lo diga, y pasaré noches tranquilizándolo. Que los otros se vayan, lo repito. No podemos esperar nada de ellos y nuestra aventura no tolera a los vacilantes. Creed que tengo plena consciencia de vuestras desdichas. Como vosotros tengo frío, como vosotros tengo miedo, como vosotros disparo, pues considero que mi grado de oficial me dicta hacer más que vosotros. Como vosotros anhelo vivir, aunque sólo sea para seguir luchando. Quiero que mi compañía tenga una homogeneidad de ideas y de práctica. Ya no soportaré, después, los desfallecientes ni a los que duden. No sufrimos solamente por una victoria final, sufrimos por una victoria cotidiana contra quienes se arrojan sobre nosotros sin descanso y solamente piensan en exterminamos sin comprender. Podéis contar conmigo en compensación. Yo no os expondré inútilmente».
«Destruiré e incendiaré poblaciones enteras para evitar que uno solo de nosotros muera de hambre. Aquí, perdidos en la estepa, sentiremos mejor nuestra unión. Más allá, sabemos que el odio y la muerte nos buscan, pero a la indisciplina y a la dispersión opondremos cada día nuestra cohesión perfecta. Quiero que no seamos más que uno y que nuestras ideas sean idénticas. Este es vuestro verdadero deber y si lo cumplimos, incluso muertos seremos vencedores».
Las conversaciones con el capitán Wesreidau penetraban profundamente en nuestras mentes. Al contrario de los discursos en los que se apelaba a nuestro sentido del sacrificio y que nos dejaban atónitos e incrédulos, la fe de nuestro oficial era tanta que los más reticentes aceptaban sus palabras. Se sometía a nuestras preguntas y las contestaba con inteligencia y claridad. Cuando el servicio no lo absorbía, estaba entre nosotros. Lo queríamos y lo considerábamos verdaderamente como un jefe y un amigo con el que podíamos contar. Herr Hauptmann Wesreidau era terrible para el enemigo y paternal para su compañía. En cada traslado o en cada operación, susteiner precedía nuestros vehículos.
Estuvimos a sus órdenes hasta la primavera de 1944. Un día que debíamos ir a un punto de refuerzo, su steiner pasó sobre una mina que mató a los cuatro ocupantes. Aterrados, nos precipitamos para socorrer a nuestro jefe que sufría unas veinte fracturas. Herr Hauptmann murió, adosado al talud de un camino de la frontera rumana y, hasta el postrer segundo, nos incitó a permanecer unidos y fieles a nuestra aventura.
Nadie lloró, por supuesto, porque hacía tiempo que no sabíamos llorar ya ante la muerte. Pero la compañía entera saludó y presentó armas a nuestro valeroso jefe cuyo rostro se inmovilizó en una sosegada sonrisa.
El veterano, que tenía sentido común, nos lo había hecho notar el día siguiente de Bielgorod, cuando de reposo en la retaguardia nos recobrábamos y curábamos nuestras heridas.
—He visto a nuestro capitán —nos dijo un día.
Me parece un hombre inteligente y comprensivo.
Entramos en fuego dos veces más antes de cruzar de nuevo el Dnieper a principios de otoño. Para ello hubo que equipar nuevamente a buen número de nosotros. Graves acusaciones se cernían sobre quienes habían regresado sin sus armas. Lindberg, el sudete y Halls, a pesar de estar heridos y reconocidos como a tales, volvieron la famosa noche de la derrota, desarmados, sin equipo y harapientos. Se concibe perfectamente que se deje olvidado el equipaje cuando se abandona precipitadamente un hotel en llamas. Pero allí, el soldado no debía separarse nunca de sus armas: tenía que morir con ellas, o seguir viviendo conservándolas fuese la que fuese la situación. En lo que a mí respectaba, guardé el fusil sin pensar en aquella orden, más bien como un ciego no deja nunca su bastón blanco. El veterano arrastró su pesada spandau por costumbre o disciplina. De todos modos, me faltaba el casco, la manta impermeable, el demonio de máscara antigás que nunca servía para nada y, naturalmente, lo que podía quedar de munición de la ametralladora del veterano de la que yo era sirviente.
Encontramos a Lensen que también había salido perfectamente del paso. No obstante, volvió sin lo esencial de su equipo y se tiraba de los pelos al pensar que podía perder su grado de obergefreiter.
El veterano, que también era obergefreiter, se reía de ello y sugirió a Lensen que la próxima vez procurase ser ascendido a un grado superior a título póstumo. Las cuitas de Lensen y nuestras bromas se ahogaban en la samahonka que un soldado listo había encontrado en el sótano de una casa rusa abandonada.
Unos y otros debieron, sin duda, al capitán Wesreidau no tener que presentarse ante el tribunal militar tan temible como los lanzabombas soviéticos.
Así pasamos tres buenas semanas de reposo en la retaguardia, en un poblacho de tristes casas de madera todas idénticas. Afortunadamente, hacía un tiempo espléndido y, aparte las dos breves escaramuzas que ya he mencionado, tuvimos un poco de calma. La aproveché para reanudar una voluminosa correspondencia con Paula, pero nunca le pude contar el miedo que pasé en Bielgorod. Halls había trabado amistad con una rusa y se entregaba con ella a ejercicios prácticos. No era el único, por lo demás, en visitar a la buena mujer. Una noche coincidieron tres; uno de ellos había sobrevivido al infierno y abusaba de los placeres terrenales, en descargo de conciencia, y porque escaseaban y quizás eran perdonados. Aquel gran canalla de Halls contó detalladamente la cama redonda bajo los edredones de la ruski. Fue para partirse de risa.
Todo fue bien hasta una mañana de fin de septiembre en que el ruido lejano del cañón vino a recordarnos de nuevo que no estábamos allí de jolgorio. En, realidad, el frente que nuestras tropas habían conseguido formar al oeste de Bielgorod acababa de derrumbarse y el gran trastorno que he anunciado más arriba comenzaba.
Nuestros generales, convencidos de que nuestras fuerzas podían, si no atacar, por lo menos mantener al ruso en el frente restablecido —me refiero al frente de antes de la tentativa sobre Bielgorod—, se dieron cuenta, un poco tarde, de que los regimientos empeñados estaban en vías de hacerse diezmar sólo para frenar el avance irresistible del formidable Ejército ruso que estaba atacando en todo el sector central.
Lo que debió haberse hecho, aun antes de pensar en reanudar la marcha hacia el Este, aparecía ahora como una realidad a la cual había que aferrarse, mientras ello fuese todavía posible. Entonces se dio la orden tardía del repliegue general a la orilla oeste del Dnieper. El Dnieper era Kiev en el eje central, Cherkassy en el eje meridional y Chernigov en el norte de Desna. Centenares de kilómetros que recorrer, perseguidos por un enemigo más móvil que nosotros, que estaba a punto de alcanzar, a cada instante, las riadas del ejército en retirada y sembrar un desorden implacable. Lo que todavía era posible antes de Bielgorod no lo era ya prácticamente ahora, si no era al precio de esfuerzos inverosímiles y de combates de retaguardia constantes. La Wehrmacht siguió una vez más las órdenes y pagó aquella retirada, iniciada demasiado tarde, mucho más caro de lo que le había costado su avance en una época anterior. Aquel otoño murieron muchos en la estepa ucraniana, murieron a millares, y los combates, que no fueron anunciados a son de bombo y platillos, como la toma de ciertas ciudades, consumieron héroes ciertamente más valientes. Las tropas del frente, perpetuamente en contacto con un enemigo sin cesar acrecentado, tenían una opinión formada sobre la evolución de las cosas. El más hermético de los soldados se daba cuenta de que, a pesar de toda su buena voluntad y su heroísmo, aunque lograse tumbar a un centenar de ruskis bajo el fuego de su ametralladora, otros cien reanudarían al día siguiente el asalto y así sucesivamente. El más ciego de los soldados sabía entonces que el ruso está animado, de vez en cuando, de un atrevimiento tal que una montaña de compatriotas muertos no le impediría ir a probar suerte a su vez.
Sabe que, en tales condiciones, el combate suele ser más favorable a la fuerza numérica que a la heroica tenacidad del feldgrau en batería. Entonces se desespera. ¿Cabe reprochárselo? El landser sabe que morirá casi con seguridad. Sabe que es para hacer posibles grandes movimientos de tropas. Sabe que es por la buena causa, y si su valor lo incita a la resignación durante algunas horas, las que seguirán y los días que seguirán lo verán con los ojos llenos de una tristeza sin lágrimas. Entonces el feldgrau dispara, dispara, se vuelve loco: no está de acuerdo en morir. Mata, destroza, como para vengarse de antemano de lo que inevitablemente le será infligido. Si muere, es con la rabia de no haberlo hecho pagar bastante caro a la Humanidad. Si se salva, estará loco y no podrá readaptarse nunca al mundo de los tiempos de paz. Entonces, a veces huye. Pero unas consignas, atinadamente lanzadas, lo calman como una inyección de morfina. «En el Dnieper todo será más fácil, el enemigo no podrá forzar la barrera, valor, camaradas, contened a Iván, si queréis que todo el mundo pase. Valor, en el Dnieper la ofensiva rusa se estrellará y nosotros reanudaremos nuestra marcha gloriosa cuando ellos estén agotados».
Entonces, a través del pánico y la desesperación, la orden se convierte en un deber. El valiente soldado alemán resiste con un frenesí que sorprende al adversario. De cien metros en cien metros, retrocede hacia la salvación, hacia el Dnieper. Frena al máximo el enemigo, ve caer a sus camaradas. El esfuerzo insensato se prolonga durante días y más días, en una línea de centenares de kilómetros. Cuando los supervivientes de las unidades de retaguardia llegan por fin a la orilla este del río, un enorme hormiguero humano se les aparece. Ejércitos enteros caminan hacia los pocos puentes que el cuerpo de Ingenieros ha logrado mantener. Chapotean por las orillas arenosas y se hacinan sobre todo lo que puede flotar. El ruso está ahí y hostiga la barrera de resistencia que se contrae terriblemente. La Luftwaffe está en todas partes y salva en parte la situación. Pero los Mig y los Jobo pronto son más numerosos. Lo que no cae bajo los cañonazos de la artillería de largo alcance, sufre el aullido de los cazas bolcheviques que llegan en jaurías cada vez más numerosas.
Entonces, aquellos que no han cruzado el río son reenganchados en las contraofensivas, a razón de uno contra cien. Una vez más, el resorte combativo del Ejército alemán se dispara. Todavía hace buen tiempo y se libran batallas obstinadas. Estas victorias no se celebran. Un Ejército que se bate por su salvaguardia, no puede hablar de victoria.
Sin embargo, son victorias. Más duras que las que se han librado para conquistar. Aquí, en la orilla este del Dnieper, no se lucha ya para tomar una ciudad o una zona petrolífera. Se lucha para evitar una catástrofe. Cada uno lo sabe, cada uno lo siente, y cada uno lucha desesperadamente. Hay horas, días de calma, pero el cerco es angustioso, hasta el punto que se vuelve a la batalla para descubrir al monstruo rojo que se siente en todas partes. Por fin la catástrofe es evitada. El Ejército del Centro ha pasado. Se da orden a los regimientos empeñados aún en replegarse. Por la noche, se destruye casi todo. Únicamente los hombres y las armas ligeras pasarán por los pontones de la muerte que han sido previstos para embarcar a los últimos que queden en el lado este. Al amanecer, los hombres extenuados llegan al río cubierto por la niebla otoñal. Se buscan, se llaman, y es el crepitar apagado de los subfusiles que contesta, pues Iván ya está ahí. En algunos sitios, ha llegado antes que los fugitivos, ha aprisionado a los pontoneros, ha echado a pique los pontones. Los hombres se arrojan al agua abandonándolo todo. Los ruskis abren fuego y disparan a las cabezas que asoman del agua como se rompen pipas de barro en los barracones de feria. Iván se ríe y bromea ruidosamente. Algunos quizá ganen la orilla oeste donde una sección acaba de reaccionar.
En otros sitios, se hacinan en precarios pontones que sufren también un nutrido fuego tanto desde tierra como desde el aíre.
Otros quedan cercados y luchan hasta el fin. Iván bromea y hace pocos prisioneros.
Por fin, ya estamos en el nuevo frente, la salvación, la orilla oeste del Dnieper. Bien afianzados en la orilla. Esta vez, Iván no pasará. Nieva, y el landser habilita su casamata. Sabe que está aquí para mucho tiempo. Se adapta, se calma, se organiza de nuevo y espera. Pero llega una noticia, y cunde con la rapidez del relámpago que sigue las bengalas de los soviets. El Estado Mayor lo ha hecho todo para que la tropa no esté al corriente. Pero la noticia es demasiado importante, demasiado fuerte: derriba la barrera de la discreción, rompe en la frágil esperanza de los feldgrauen y la barre con su embate tumultuoso.
El Ejército rojo sube desde Cherkassy al este y al oeste del Dnieper. Al norte, el Desna es atravesado, y numerosas tropas quedan cercadas en la confluencia del Dnieper con el Desna.
Llega el invierno. Una profunda angustia desciende con los copos de nieve y cubre una vez más a los soldados abatidos. ¿En qué riberas hallaremos la tranquilidad? ¿Dónde habrá que replegarse otra vez? ¿En el Pripet? ¿En el Bug?
—¿En el Oder? —se burla amargamente el veterano.
Esto nos parece espantoso. ¡Inimaginable!
—Dios nos libre de una catástrofe semejante —murmuró Wesreidau—. Sería tan horrible que ninguna imaginación puede concebirlo. Dios se digne a concederme la muerte antes que ver eso.
De todas las líneas anteriores, no se sacará más que una idea general de la situación, pero ningún detalle. No escribo en absoluto para componer mapas de los sucesos de la guerra germano-rusa. Me tiene sin cuidado todo eso, y sólo me preocupa todavía el recuerdo de las increíbles dificultades que los landser tuvimos que superar. No establezco un mapa por una sencilla razón: nunca tuve más que una idea aproximada de nuestros traslados y de nuestros puntos de operación. Sería ciertamente incapaz de trazar una línea del frente con exactitud de cualquier época de la guerra. Eso corresponde a los Estados Mayores disueltos. Por contra, puedo describir, sin olvidar nada, los menores detalles de ciertos momentos. Un simple olor despierta en mí todo un pasado trágico que muy a menudo me deja pensativo durante largos momentos.
Sé lo que significa la consigna «¡Valor!», lo sé por los días y las noches de inquietud y de resignación, por el miedo insuperable que la hace aceptar a pesar de todo, cuando vuestra mente ya no funciona normalmente. Lo sé por la inmovilidad en la tierra helada que os transmite su glacial contacto hasta la médula. Lo sé por el alarido del desconocido que se debate, muy cerca, en un hoyo parecido al vuestro. Sé también que se puede pedir ayuda a todos los santos del cielo aun sin creer en Dios. Es de todo eso que debo hablar, aunque tenga que sumirme de nuevo en la pesadilla durante noches enteras. A esto se limita, en realidad, mi tarea: retransmitir con la mayor intensidad posible los gritos del matadero.
Demasiadas personas traban conocimiento con la guerra sin ser incomodados por ella. Se lee tranquilamente en un sillón o en la cama la historia de Verdún o de Stalingrado, con las nalgas bien caldeadas, sin comprender, y al día siguiente se reanuda el apacible quehacer… No, estos libros hay que leerlos en la incomodidad, forzadamente, considerándose feliz de no verse obligado a escribir a los suyos desde el fondo de una trinchera, con las nalgas en el barro. Hay que leer esto en las peores situaciones, cuando todo parece ir mal, a fin de darse cuenta que los tormentos de la paz no son más que cosas fútiles por las cuales es un error que le salgan a uno cabellos blancos. Nada es verdaderamente grave en la paz confortable y hay que ser muy tonto para preocuparse por una subida de sueldo. La guerra, hay que leerla de pie, velando hasta muy tarde, aunque se tenga sueño. Como la escribo yo, hasta que amanezca y que mi ataque de asma haya soltado su presa antes que yo. Entonces, Dios mío, aunque la fatiga me pese, ¡qué suave me parecerá el trabajo de la paz!
Los que leen Verdún o Stalingrado y de ello sacan una disertación entre amigos en torno a una taza de café, no han comprendido nada. Los que saben leerlo, conservan una sonrisa silenciosa, sonríen al caminar y se consideran felices. Voy, pues, a reanudar el curso de nuestra vida en el poblacho que he citado más arriba, allí donde comenzábamos a revivir y a tranquilizarnos pese al lejano ruido del cañón.
—La vida es demasiado hermosa, aquí —murmuró el sudete, viendo acudir los transportes y otros vehículos que huían hacía veinticuatro horas.
Cada casa, y no eran muy numerosas, se convertía en el refugio temporal de unos grupos de oficiales que deliberaban precipitadamente sobre la suerte de la tropa que debían conducir. Entretanto, la tropa esperaba con toda su impedimenta cuyo volumen hacía diez veces el del edificio.
Para nosotros, que habíamos sido desalojados de nuestros acantonamientos, la espera se hacía bajo los árboles a la salida de la aldea. Toda la compañía estaba allí, agrupada en orden, con su material cargado en automóviles civiles. Un viento muy fuerte barría la estepa reseca y levantaba nubes de polvo que tapaban el horizonte desnudo.
—¡Nos han echado a la calle! —bromearon el veterano y un gran soplador apellidado Woortenbeck—, pero sólo les hemos dejado botellas vacías.
Se referían a las nuevas tropas en retirada que afluían hacia la retaguardia y que nos habían arrojado de las isbas rusas donde nos dábamos la gran vida.
—He metido bajo los asientos todo lo que quedaba de samahonka.
—Tienes razón, Woortenbeck —gritó un sargento flacucho—. El samahonka es para las unidades de élite como nosotros. Los demás beberán el agua de las preikas.
Trabé amistad con un chico de mi edad que hablaba bien francés. Helen Grauer había estado una temporada en Francia, en el 41, cuando estudiaba. Después, el Arbeitsdienst lo había alistado prometiéndole la continuación de sus estudios además de su indispensable presencia en el servicio de trabajo. Igual que a mí, el Ejército lo había entusiasmado y lo mismo que yo marchó al paso cantando Die Wolken Ziehn dahin, daher en las impecables formaciones de la Wehrmacht. Luego conoció una parte de Polonia, una extensión desmesurada de Rusia, Bielgorod y la mochila sobre la que estábamos sentados contemplando pensativamente el mundo en guerra.
Igual que yo, había esperado ser un gran aviador a través de los «JU-87». Y también igual que yo, de aquel ensueño alado sólo conservaba la visión de grandes pájaros bajando del cielo, aullando hacia el suelo. Como no podíamos hablar de humanidades, que no habíamos estudiado juntos, el sueño derrumbado y tan deseado, solía llenar nuestro infortunio.
Halls se dejaba ver poco aquellos últimos tiempos. La guarbarichka de la rusa con la que olvidaba que estaba en guerra, le acaparaba totalmente. Sin embargo, acababa de presentarse con un compañero de juerga. Una arruga de preocupación cruzaba su frente, y él no cesaba de rezongar. Nos mezcló, a Grauer y a mí, en sus cuitas.
—Si el capitán Wesreidau se niega a que Emi (era el nombre de la popov) nos siga, los rojos la matarán cuando lleguen. Esto no puede permitirse.
—Te comprendo —le dije a Halls. Woortenbeck y el veterano, que se divertían como si estuviésemos invitados a unas bodas bretonas, arreciaron sus risas.
—Si a todos los soldados les da por transportar a las chicas con las que se han acostado, todo el tren de la Gross Deutschland no bastaría.
—No se trata de eso, partida de idiotas.
—No llores. Harás «fik, fik» más lejos.
—Sois demasiado imbéciles para comprender.
Hubo una serie de risotadas que no le gustaron nada a Halls.
—¿Estás enamorado, Halls? —pregunté, de pronto, sabiendo a causa de Paula lo que eso significaba. Halls siguió tirando coces.
—Se puede muy bien enamorar de una puta.
—¿Por qué no? —dijo Grauer—, que sin duda estaba tan poco enterado como yo.
Halls se ablandó.
—Venid, muchachos —dijo, cogiéndonos a los dos por el hombro—. Con vosotros quizá sea posible discutir.
Una vez apartados, desembuchó. Incontestablemente, Halls se había enamorado de la «aliviadora» de la Wehrmacht y estaba convencido de que había de ser ella y no otra, nunca. No se le podía aconsejar nada. De rechazo, yo que tantos escrúpulos había tenido en hablar con alguien de los sentimientos que me inspiraba mi lejana pequeña berlinesa, lo volqué todo a los pies de Grauer y de Halls.
—¿Entonces era por eso por lo que tenías tan mala cara cuando volviste de permiso? —preguntó Halls—. ¿Por qué no me hablaste de ello? Te hubiese comprendido, hombre.
Conversamos largo y tendido de nuestros problemas amorosos y Halls dedujo que yo tenía mucha suerte.
—Tú, al menos, estás seguro de volver a verla —dijo, abriendo su tartera.
Cayó la noche y nuestros ojos henchidos de amor juvenil contemplaron ingenuamente las estrellas.
Al amanecer, nuestra compañía emprendió el camino hacia el oeste. Asistimos, durante la marcha, a un combate aéreo que nos dejó, a Grauer y a mí, atónitos en cuanto a nuestros destinos fallidos de aviadores. Los ME-109 llevaron las de ganar, y siete u ocho Jabo giraron en llamas como ruedas de fuegos artificiales.
A mediodía, llegamos a una base importante de la división. Treinta compañías, entre las cuales había la nuestra, fueron reagrupadas y formaban una gran sección motorizada y blindada.
Por primera vez, recibimos «monos» reversibles. Un lado era blanco y el otro camuflado. También pasamos una revisión médica inesperada y recibimos muchas provisiones. Un coronel de tanques mandaba el grupo llamado «autónomo».
Nos sorprendió ver el material nuevo con que se equipaba nuestra sección blindada. En todas partes, conductores y mecánicos ponían a punto sus máquinas y hacían roncar los enormes motores de los carros.
Carros Tiger sobre chasis Porsche rugían efectuando arranques nerviosos. Parecía la salida de una gran carrera automovilística. Esperamos dos horas antes de recibir la orden de embarque.
Halls, Grauer, yo y otros compañeros subimos a un camión recién salido de fábrica. El vehículo tenía ruedas delante y orugas detrás. Nos pusimos en marcha y llegamos a un bosque en los alrededores del campo de aviación. Todo era perfecto, excepto la increíble nube de polvo que levantaban los vehículos. Unos enormes filtros de aire habían sido añadidos por esta causa a los motores de los camiones y de los tanques. Algunos de aquellos filtros gigantes eran tan voluminosos que muchos capos no podían cerrarse. Las chapas de protección de los motores de los carros solamente pudieron responder en parte para poder fijar aquellos aparatos.
Bajo el follaje bienhechor, sacudimos nuestros uniformes grises de polvo. En tan poco camino, ya se había infiltrado por todas partes y sobre todo en nuestras sedientas gargantas.
—¡Maldito país! —rezongó alguien—. Ni siquiera el otoño es soportable aquí.
Un segundo grupo tan importante como el nuestro nos alcanzó y llenó la maleza en varias hectáreas. No muy lejos, Wesreidau acababa de reunirse con el grupo de mando que conferenciaba junto a un gran camión-radio cubierto por una gigantesca red camuflada. Era una obra impecable aquella red. No podía distinguirse del follaje. Tiras de telas del color del bosque estaban cosidas en la red y se agitaban al viento como si fuesen hojas.
Formábamos una unidad organizada y potente. Los dos grupos, en realidad sólo formaban uno que totalizaba seis o siete mil hombres y constaba de un centenar de carros, otras tantas autoametralladoras y varios camiones-taller. Tres compañías de caballería ligera, equipadas con sidecar extremadamente móviles, estaban encargadas de descubrir al enemigo y dirigir hacia él el grupo operante. En aquel período, ya harto crítico para el Ejército, el material había sido destinado a grupos blindados que debían apoyar aquí y allá a unas divisiones de Infantería que estaban muy desamparadas.
Lo seguro era que aquella abundancia y aquel material, impecable y bien concebido, habían fustigado condenadamente nuestra moral muy baja desde el fracaso de Bielsorod.
Los soldados iban de un grupo a otro con ese aplomo que tienen los hombres cuando todo parece ir bien. Salvo Halls que no se rehacía de haber tenido que abandonar a su Emi a una venganza casi segura por parte de los rojos. Estaba inconsolable y propendía a la neurastenia.
A la caída de la noche, el formidable tren blindado se puso en movimiento. Imponente espectáculo. Comprendí por fin el aspecto que debían de tener las largas columnas de panzer que arremetían al principio de la guerra contra los países que todavía ocupábamos.
Las masas estruendosas de los carros, cuyo escape dejaba ver, de vez en cuando, unas llamaradas vivas, adelantaban a los pesados vehículos que ocupábamos nosotros. Los carros se desplegaban en abanico por un terreno infinito y propicio. ¡Qué grandioso espectáculo!
La noche se extendió sobre la estepa invadida por el poderoso estrépito de la columna blindada que debía de oírse desde muy lejos. Como siempre, el soldado no sabía cómo iban las cosas, y para nosotros, jóvenes feldgrauen, aquella recrudescencia significaba que todo iba mejor. Nos sentíamos muy fuertes y, de hecho, lo éramos en aquel grupo. Ignorábamos que en todo el sector centro, es decir aproximadamente de Smolensko a Jarkov, se operaba un repliegue general y laborioso por divisiones enteras que representaban cientos de miles de hombres. Si, para nosotros, todo marchaba al ritmo de los motores, no era lo mismo para todo el mundo. Centenares de regimientos, carentes de lo más esencial, se replegaban a pie librando combates incesantes contra un enemigo increíblemente superior. Hasta caballos, de los que el invierno anterior hubo una hecatombe, faltaban para los enganches que, en principio, hubieran debido ser arrastrados mecánicamente. La falta de carburante, que había sido absorbido en las batallas de la primavera y del verano, se hacía notar. En todas partes, vehículos en perfecto estado ardieron en columnas enteras, para que no cayeran en poder del enemigo, mientras la infantería debía continuar, con sus stiefels sin tacones, el largo repliegue. En todas partes se corría el peligro de quedar cercados. El enemigo, que se daba cuenta de la zozobra de la Wehrmacht, no cejaba, esperando así descalabrar al Ejército central.
Las reservas todavía disponibles fueron puestas a disposición de ciertas unidades que se reformaron de punta a cabo y que tuvieron que superar situaciones alarmantes. Así fue como pudimos conocer aquella abundancia militar que nos hizo creer, durante unos quince días, haber vuelto a ser los dueños de la estepa. Un punto crítico, sin embargo, en lo que se refería al grupo autónomo: su aprovisionamiento, sobre todo en carburante. Ciertos sectores previstos, alcanzados demasiado tarde, pudieron con nuestra marcha de acero.
Al amanecer, el Panzergruppe se detuvo, gris de polvo. Habíamos llegado, sin duda de acuerdo con lo previsto, a un bosque que cubría el horizonte. Nos concedieron dos horas de reposo, que aprovechamos muy bien. Los vehículos que ocupábamos no tenían nada en común con los de la empresa Pullman, y estábamos bastante molidos. La orden de marcha se dio antes de que hubiésemos podido conciliar un sueño reparador. El tiempo era ideal. Un viento suave, casi fresco, soplaba sosegadamente en el follaje otoñal, y con aquel clima todo resultaba más fácil. Subimos sonrientes a nuestros artefactos. Hacia mediodía, los enlaces en moto, que siempre iban lejos por delante, alcanzaron la cabeza de la columna de la que formábamos parte. Hubo órdenes muy breves y una gran parte del grupo se encaminó hacia una aldea que no tardó en aparecérsenos. El ruido de armas automáticas llegó hasta nosotros y, antes de que hubiésemos podido darnos cuenta, unos quince carros Tiger arremetieron contra el pueblo echando chispas.
Nuestro gran tractor con orugas arrastraba una especie de órganos lanzacohetes hechos de dieciséis tubos. La orden de formación de combate fue dada y todo el mundo saltó a tierra, lamentando que aquella bonanza se viese turbada por una escaramuza.
No tuvimos que hacer nada. Los carros y una unidad de morteros giraron, a la manera de los sioux, en torno de la aldea que en un abrir y cerrar de ojos fue presa de las llamas. A lo lejos, la artillería rusa, cuya presencia no habíamos sospechado, abrió un fuego restringido. Varios grupos fueron destacados hacia ella. Volvieron veinte minutos después empujando ante sí a dos o trescientos prisioneros rusos. Después, la aldea calcinada fue cruzada por unos carros que derribaron todo cuanto seguía aún en pie. Todo ello no duró tres cuartos de hora. Los silbatos nos llamaron a nuestros puestos, y el grupo de acero prosiguió su ruta. Por la tarde pasamos igualmente por el tamiz dos posiciones soviéticas avanzadas, tan sorprendidas que sólo ofrecieron una resistencia ridícula.
Konotop fue alcanzado el segundo día, cuando el infernal hormigueo de tropas recorría la ciudad en todos sentidos en busca de algún medio de transportes. Nuestro grupo Gross Deutschland se desvió entonces hacia el este, o más bien el sudeste, al encuentro de un potente ejército bolchevique. Nos habíamos aprovisionado en parte en aquella ciudad ante los ojos atónitos de los oficiales de Intendencia que tuvieron que entregarnos hasta el carburante que guardaban para sus coches personales. Entramos en contacto con los elementos avanzados de los rojos veinte minutos después de haber salido de Konotop. Nos sorprendió encontrar tan pronto al enemigo siendo así que, en la ciudad, las tropas perdían tiempo para recuperar bicicletas. Los carros entablaron un breve combate y después se retiraron siguiendo órdenes.
Rodamos casi todo el día para llegar a un punto donde, sin duda, debíamos encontrar con qué continuar nuestra incursión. Llegamos unos minutos antes de que los muchachos de Ingenieros dinamitasen el conjunto. Un enorme silo lleno de conservas, bebidas y alimentos de todas clases iba a ser pasto, de un momento a otro, de las llamas. Nos llenamos los bolsillos y todos los rincones de los vehículos con todo lo que era posible llevarse. Quedó todavía de qué alimentar a la división durante unos días.
Y el fuego se tragó aquellos preciosos artículos que tanta falta hacían en otras partes.
Halls presenció el derrumbamiento del silo, con lágrimas en los ojos, mientras tragaba todo lo que podía. Toda la compañía y muchos más deploraron aquel incidente, mientras chupábamos los cigarros que habíamos encontrado con profusión. Nos tomamos cinco o seis horas de descanso, y luego el cuerpo blindado volvió al fuego. Entretanto, los rojos habían entrado en Konotop y la infantería alemana libraba una ruda batalla en las afueras de la ciudad.
Nuestra cuña ardiente penetró violentamente en el ala sur de la ofensiva rusa. Los carros nos abrieron paso una vez más entre las reservas enemigas, que se desparramaron antes de que hubiésemos podido ponernos en batería. Pero por la noche los rusos, que se habían apartado de la ciudad, concentraron sobre nosotros sus esfuerzos. Nuestros carros dieron media vuelta, dejando que media docena de ellos alumbrasen la noche con su incendio. Todas las armas transportadas fueron emplazadas. Por primera vez oí rugir los famosos lanzacohetes de los que he hablado más arriba.
Al mando del capitán Wesreidau, nuestra compañía fue destinada, con otras dos, a la protección del ala izquierda del destacamento blindado. Muchos de los camaradas partieron encaramados en las plataformas motorizadas de las geschnauz. El resto siguió, de cerca o de lejos, a los vehículos que avanzaban al paso de los hombres a pie. Resulta extraño como la sola idea de haber recuperado la iniciativa puede conducir a los hombres al encuentro de un peligro a menudo más fuerte que ellos. La marcha de nuestros panzer había sido tan irresistible, aquellos dos últimos días, que todo nos parecía asequible. A través de la noche relativamente fresca, nuestras tres compañías, en grupos de treinta hombres, progresaron entre los pequeños bosques achaparrados que cubrían la llanura en aquel paraje. No muy lejos, al unísono, el rugido de nuestros motores invadía la atmósfera y aportaba una nota tranquilizadora a nuestra operación. Sin duda el efecto fue contrario en los grupos soviéticos encargados de interceptarnos. De vez en vez, restallaban algunos disparos, sin duda sobre formas que huían en la oscuridad. Avanzamos así por lo menos dos kilómetros. Bruscamente, unas bengalas treparon hacia el cielo y arrojaron su pálida luz sobre nosotros. Todos, es decir ochocientos o novecientos hombres, echaron cuerpo a tierra de golpe. Brillaron destellos, singularmente en el acero de los cascos, a pesar de que habíamos procurado hacerlos mates. En un santiamén, las ametralladoras motorizadas penetraron en las zonas cubiertas de maleza y sus temibles cañones giraban silenciosamente en busca de una silueta móvil. Nosotros esperábamos a ver llover los proyectiles de los lanzabombas rusos y cada uno volvió a tener instantáneamente la fea crispación de los malos momentos. Dos bengalas violetas alemanas treparon en el cielo negro.
Todos sabíamos que significaban «adelante». Tuvimos un momento de estupefacción y de vacilación, pero nos obligamos a avanzar. Algunos se incorporaron y avanzaban doblados. Las bengalas rusas declinaban y lo aprovechamos para dar un salto adelante. En aquel momento yo me encontré en una pequeña hondonada bordeada de malezas cortas. Dos camaradas se unieron a mí y sus dos respiraciones ruidosas y precipitadas delataban la tensión nerviosa que les agarrotaba la garganta. No conozco nada tan inquietante como el avanzar de noche por un terreno frondoso donde, detrás de cada matorral, a dos metros, un blanco resplandor puede deslumbrarnos un instante antes de que un dolor violento nos haga olvidarlo todo en una tierra inhóspita. Era evidente que nuestra progresión a saltos resultaba ruidosa y que, para un mujik silencioso con el dedo en el gatillo, la ocasión no tardaría en presentarse.
No obstante, todo permanecía en silencio. El enemigo, sin duda muy cerca, no se decidía a mostrarse y prolongaba así nuestra inquietud. Lentamente, con precaución, nos pusimos a avanzar de nuevo. La sangre me golpeaba duramente las sienes y todo mi ser estaba tenso, pronto a la estirada que todos nos veríamos obligados a hacer de un momento a otro.
A la izquierda, a veinte o treinta metros, se dejó oír una voz. Los dos muchachos que estaban a mi lado y yo nos tiramos de cabeza en la hierba quemada. Por un instante creímos que ya estaba armada. Con los ojos entornados, como solíamos hacer para prevenir el primer estruendo, me apoyé la culata del mauser en el hombro. Nada ocurrió todavía, sin embargo. A la izquierda, allí donde acabábamos de oír el ruido, dos ruskis acababan de hacer «camarada» y de caer en manos de mis compañeros. Un poco más lejos, ocurría lo mismo, y numerosos rusos se dejaron apresar sin que nosotros pudiésemos comprenderlo. ¿Qué había pasado por las mentes de aquellos hombres encargados de pararnos? ¡Cualquiera lo sabe! ¿Acaso creían que su avance los había separado de sus retaguardias y les había entrado miedo? Desde luego, en aquella época, cuando todo no era más que odio y afán de venganza, los rusos tenía tanto miedo de los alemanes como los alemanes de los rusos. Incluso pensamos en una añagaza.
Una hora transcurrió antes de que nos llegase la orden de reagruparnos. Hacía también una hora que nuestros carros habían reanudado la acción y que los resplandores de sus disparos arrojaban destellos róseos sobre mis camaradas que se replegaban en silencio. A través de la oscuridad, llegamos a nuestros vehículos, y la división blindada pareció continuar su progresión. Los correos giraban en torno a nuestros pesados transportes. Delante, a unos tres kilómetros, nuestros carros parecían rechazar a un enemigo muy poco vigoroso.
El alba volvió a iluminar la columna o más bien las columnas, pues nuestros vehículos avanzaban tanto a quinientos metros a la izquierda como a la derecha.
Durante toda la noche no habían cesado las detonaciones de los cañones de nuestros elementos dé punta. A través de dos cortinas de niebla discernimos un burgo cuyo nombre no sabría decir. Los motorizados de la Gross Deutschland se encaminaron por las calles bordeadas de casas con los postigos cerrados. Nuestros vehículos avanzaron despacio, y en ellos nuestros soldados, con el dedo en el gatillo, estaban preparados para cualquier eventualidad. Llegamos a una plazoleta donde había un grupo de vehículos. Dos ambulancias figuraban en el grupo. Unos soldados alemanes entraban y salían de las casas circundantes. Unos treinta paisanos rusos estaban agrupados junto a una casa, vigilados por centinelas. Proseguimos nuestro camino. A la salida de la ciudad, encontramos unos tanquistas de nuestra unidad que estaban reparando algunos daños sufridos por sus máquinas. En los alrededores, los vetustos barrios estaban ardiendo. Detuvimos un instante nuestros vehículos junto a las míseras chozas de madera y de paja. Ninguna acera, ninguna orientación de las construcciones, y mucho menos alineación. Los arrabales de numerosas ciudades rusas parecen inmensos corrales de granja. Abrevaderos, opreikas obstruyeron bruscamente lo que pudiera ser eventualmente una calle, y cabe preguntarse qué ingenioso servicio de urbanización ha podido manifestar un afán estético parecido. Probablemente ninguno. Las aldeas perdidas en la estepa tienen mucha más prestancia con sus isbas que parecen volverle la espalda al norte. Los arrabales y gran parte de las ciudades que he atravesado, con excepción de Kiev, son de una tristeza desoladora.
Nos hemos detenido para aprovisionarnos de agua y de pasada lavarnos. El alto será breve, lo sabemos. Mientras algunos sacuden sus uniformes contra un árbol o la pared de una choza como se sacuden las alfombras, otros beben en el preika o hacen abluciones. Dista de hacer calor. Un viento vuelto húmedo no presagia nada bueno. Sin embargo, nos morimos de sed a causa de la increíble polvareda que levantan nuestros taxis transportándonos durante jornadas enteras. Las cantimploras alemanas son más pequeñas que las francesas, por ejemplo. Su contenido pronto es absorbido. Transportamos el agua en los recipientes más disparatados. El veterano y yo salvamos una cerca simbólica y nos acercamos a un grupo de árboles frutales. Unas peras flacuchas y sin madurar cargan a reventar las ramas del árbol más próximo. No importa, esos frutos ácidos refrescan la boca. Estamos ya en plena recolección cuando surge un ruso, como un diablo de su caja. Se ha atrevido a salir de su casa y se acerca a nosotros con una cesta de paja trenzada llena de peras semejantes a las que estamos mordisqueando.
Farfulla algunas palabras al veterano que se le ha acercado.
Su cara pálida intenta sonreír, pero sólo produce un rictus inquietante. Tiene los ojos clavados en el arnés que cubre el pecho de nuestro camarada y sobre todo en el subfusil. Davai! Davai!, dice el veterano. El ruso alarga el cesto y nuestro amigo saca una pera. La tira y coge otra, que tira igualmente, así como cinco o seis más. El veterano se pone a vociferar e insulta al popov quien retrocede a pasitos.
—Están medio podridas —berrea nuestro amigo al volver—. Ese tipo, temeroso por su huerto, nos ofrecía las que debía dar a su cerdo.
Inmediatamente nos ponemos a sacudir el árbol y llenamos de peras una lona de tienda.
El popov ha desaparecido en su antro. Hacia el noroeste truena el cañón. Nuestros elementos avanzados han establecido contacto. Nos dan la orden de marcha. Media hora más tarde volvemos a apearnos. Los silbatos nos instan a ponernos en formación de combate. Allá, a un kilómetro de nosotros se zurran de lo lindo alrededor de una aldea dominada por una especie de fábrica.
Wesreidau nos explica en un tiempo récord que hemos de neutralizar un importante grupo enemigo que resiste en el pueblo. El grueso del ejército no puede entretenerse y dos compañías son destacadas para esa misión.
Con el arma colgada del hombro, avanzamos a pie hacia aquel objetivo mientras nuestros tractores corren a emplazar los lanzacohetes y los Pak.
En un abrir y cerrar de ojos, los rusos, que desde sus atrincheramientos observan nuestros movimientos, nos arrojan una granizada de proyectiles propulsados por su condenado aparato lanzagranadas que podría acabar con nosotros. Afortunadamente, esos proyectiles no tienen mucha precisión y sólo contribuyen a hacer que todo el mundo corra hacia su refugio. Las dos compañías se despliegan y cercan en parte el punto fortificado. Tenemos casi diez minutos de calma, mientras nuestro capitán decide la maniobra y discute con sus subordinados al abrigo de un murete de piedras secas.
Después vienen los suboficiales y nos indican los puntos que hemos de alcanzar. Escrutamos en esas direcciones y nuestro instinto de combatientes nos hace percibir los menores repliegues detrás de los cuales podremos saltar. Todo está en calma y todo es irrisoriamente fácil.
No se mueve nada, y el silencio sería total si los vehículos de nuestro grupo blindado, traqueteando por un camino pedregoso más abajo, no apestaran la atmósfera con sus escapes y no ensordecieran con sus ruidos. Los rusos no se mueven y muchos de nosotros los consideramos ya fuera de combate. La presencia muy próxima de nuestros efectivos nos tranquiliza y a ese encuentro inminente le concedemos solamente la importancia de una escaramuza.
Y la orden de avanzar llega. De cada recoveco sale un feldgrau que va adelante agachado. Algunos se ríen. ¿Inconsciencia o fanfarronada?
Llegamos a las primeras chozas. Los rusos siguen silenciosos e invisibles. Acabo de reunirme con mi grupo, en el que se encuentra Halls. ¡Querido compañero! ¿Qué sería de mí sin él? En medio de los uniformes que nos hacen a todos parecidos, su pinta de buen chico rollizo se me aparece y me sonríe.
Esbozo una sonrisa dirigida a él y su guiño me dice más que todas las conversaciones que he podido oír después.
Para nosotros, la guerra ha cobrado otro aire desde que viajamos en el grupo de acero. Los malos recuerdos de la retirada del Don y de la de Bielgorod han entrado en el terreno del pasado. Un pasado que formó parte de los malos momentos que ya no volveremos a pasar. Cierto que seguimos en guerra, pero ¿acaso no estamos arrollando al enemigo desde hace siete u ocho días?
Desde donde estamos podemos presenciar la progresión de una treintena de los nuestros que se escabullen a saltos por entre el enredo de una fábrica de ladrillos. Cinco o seis granaderos bordean la casa principal.
Uno de ellos acaba de arrojar una granada por la ventana abierta del piso. La explosión sacude el aire un breve instante y es seguida de un quejido desgarrador. Hemos oído otros y nada distrae nuestra atención del objetivo que intentamos conseguir. Sin embargo, podemos ver una forma humana vestida de blanco que cae por la ventana y rueda hasta el pie de los granaderos. Es una mujer, una paisana rusa que se agazapaba en aquel tabuco y que, sin duda, rezaba a todos los santos del Cielo en espera de que aquello pasara. A pesar de su caída, la desventurada, que no parece herida, se levanta y corre hacia nosotros lanzando unos gritos estridentes. El subfusil de uno de los granaderos se ha levantado. Ya nos parece oír el ruido característico del arma. Pero no ocurre nada. La rusa en camisón huye gritando y atraviesa nuestros grupos hipnotizados.
Ninguna palabra se eleva entre nosotros y la guerra se queda en suspenso treinta segundos. Pero ya los granaderos echan abajo la puerta y están en la casa. Tres paisanos más, dos hombres y un niño salen de ella a su vez. Les vemos salir corriendo y atravesar una vez más por medio de los feldgrauen pasmados. Los rusos no han evacuado la población y habrá que contar con los paisanos. Wesreidau, que acaba de percatarse de ello, hace instalar un altavoz en un vehículo semioruga. Un trapo blanco es fijado en una vara y el vehículo avanza entre las edificaciones.
El altavoz ganguea ya y de él salen palabras rusas. A bordo del semioruga, cuatro hombres inquietos observan los alrededores y dirigen miradas angustiadas a los camaradas que se han quedado.
Sin duda invitan a los rusos a evacuar a los paisanos de la aldea o a deponer las armas. El camión no ha avanzado cien metros cuando se produce lo irreparable. El vehículo de los parlamentarios parece bruscamente levantado del suelo. Una sucesión de explosiones ensordecedoras retumba a la vez que cinco o seis chamizos se vienen al suelo. Nuestros parlamentarios acaban de pasar por un campo de minas y se producen varias deflagraciones en cadena.
Una densa nube de polvo y de humo tapa la aldea a nuestra vista. En el incendio del tractor dos siluetas gesticulan y aúllan de dolor bajo la mordedura de las llamas.
—¡Cuidado con las minas! —chilla alguien.
Pero ya la voz se apaga en medio del rugido de los morteros y de los Pak. Delante, los géiseres de llamas y de tierra se suceden. Techumbres de paja vuelan de golpe y descubren casas desmochadas como el cráneo de un calvo cuya peluca acaba de desprenderse.
Iván reacciona y utiliza por lo menos dos baterías de obuses pesados. Cada uno de sus proyectiles, aunque caiga a ciento cincuenta metros, hace retemblar el suelo bajo las botas y vacía el aire de los pechos. A pesar de la presencia segura de las minas, el silbato toca a asalto. Todo el mundo sale de su escondrijo y se precipita hacia el talud más próximo. Nuestros morteros machacan el terreno a treinta metros delante de nosotros, a fin de desorganizar la colocación de las minas y hacerlas estallar eventualmente. Se consigue en parte. Los rusos emplean ametralladoras cuádruples instaladas en camiones plataforma y abren un fuego de infierno sobre todo lo que se les pone por delante.
Lo que parecía fácil un cuarto de hora antes, se convierte en una dificultad infranqueable, y de pronto nadie se siente ya en seguridad. Somos cinco hombres, ocultos entre el fárrago de la fábrica de ladrillos, y nuestras jetas a ras del suelo trepidan al ritmo del estruendo. Detrás de un montón de ladrillos dispersos, un feld grita a voz en cuello que se haga fuego sobre todo lo que pueda verse. Unos después de otros, arriesgamos una ojeada más allá del atrincheramiento, pero los silbidos de los proyectiles hacen agachar la cabeza a los más temerarios.
Sólo los morteros y los lanzagranadas siguen disparando profusamente sobre el adversario que, hemos de admitirlo, tiene la iniciativa momentáneamente. A lo lejos, la torre metálica de la fábrica que vimos al llegar resiste curiosamente los obuses de Pak que seguramente la han atravesado varias veces de parte a parte. Una vez más, hay que saltar hacia un punto más avanzado. Algunos vociferan para darse valor. Otros, como yo, aprietan los dientes y crispan las manos sudorosas de emoción en el pesado fusil, como un náufrago en la soga que le arrojan.
Ruido sordo o estridente, resplandor blanco o furtivo, la tierra salta a la derecha, a la izquierda, delante, detrás, y a veces sobre un minucioso mecanismo humano vestido de soldado. Allá, a unos treinta metros a la izquierda, cinco camaradas que se habían refugiado detrás de un pequeño cobertizo de madera, sin duda destinado a herrar caballos, caen uno tras otro. No sabiendo ya hacia donde correr, los dos últimos lanzan miradas enloquecidas hacia atrás y frente a ellos, buscando al enemigo que les apunta. Amontonados, caen sobre los cadáveres de sus compañeros ya tendidos. Bajo la masa entremezclada, un gran reguero de sangre avanza sobre el polvo gris que la chupa como papel secante.
De pronto, a la izquierda de la aldea, entre cuatro o cinco cobertizos, aparece un poderoso incendio que se eleva en el cielo rugiente. La gigantesca llama ondula y se dilata a una velocidad fulminante. Sus anchos penachos coronados de humo negro trepan arriba, muy alto, y desprenden un calor que notamos desde nuestra posición.
Los camaradas que operaban en ese rincón refluyen rápidamente. Al impulso del fuego, los techados metálicos de los cobertizos vibran y se retuercen. Las isbas más próximas se incendian solas, dejando escapar una legión de hombres armados, paisanos o militares. Buen momento para nuestros grupos, que tiran contra los rusos como si fueran muros.
Un importante depósito de carburante ha sido alcanzado, sin duda, por uno de nuestros proyectiles. En ese sector se produce la desbandada del enemigo, que paga cara su imprudencia de haberse concentrado junto a un volcán semejante. En medio de la confusión, rusos enloquecidos corren levantando los brazos, pero a veces se apresuran hacia otros atrincheramientos.
El fuego de nuestros Pak se ha reagrupado sobre lo que puede llamarse el sector fábrica. Nos encomiendan la limpieza de los fugitivos del depósito de gasolina. El grano de centeno de mi punto de mira se pierde a menudo en la silueta saltarina de un Iván. Una ligera presión en el gatillo, una bocanada de humo que tapa un instante la punta de mi arma, y ya el tubo de acero del mauser busca otra víctima. ¿Seré perdonado? ¿Soy responsable?
Y ese pequeño mujik, que varias balas han rozado ya, ese pequeño mujik más extraviado que cualquier otra cosa a través del mortal estruendo, cuya razón de ser sin duda comprendía menos que yo, y que ha estado demasiado rato en el campo de tiro de mi fusil, ese pequeño mujik canoso que se ha llevado ambas manos al pecho antes de girar sobre sí mismo y de caer de bruces… ¿Seré perdonado? ¿Podré olvidar?
Pero la embriaguez que sucede al miedo trágico incita al más inocente de los muchachos, tanto si está a un lado como a otro de la barrera, a cometer lo inconcebible. De pronto, para nosotros ahora como para Iván hace poco, todo lo que se mueve en el decorado humeante y ensordecedor se hace odioso, y una necesidad de destrucción nos invade. Una necesidad inconsciente e irrazonable hasta el punto de que muchos feldgrauen pagan con su vida el impulso brutal que los lanza en persecución del enemigo despavorido.
El cañón retumba y pulveriza la parte alta de la aldea donde están atrincheradas las piezas de artillería rusa. En el empuje general, las míseras viviendas soviéticas que el fuego ha consumido casi enteramente caen una a una en nuestras manos de chiquillos criminales. Los posibles campos de minas están rebasados. Nada detiene ya nuestro ímpetu, nada detiene a mi compañero Halls que, a zancadas gigantescas, salva la cerca de una alquería y ametralla el grupo de ametralladores soviéticos que se empeña en hacer funcionar una máquina visiblemente encasquillada. Nada detiene ya a las gloriosas 8ª y 14ª Compañías de Infantería alemana. Como dirán los partes, «en un impulso irresistible, nuestras valientes tronas han reconquistado esta mañana la localidad de…». Nada detiene nuestro asalto de dementes, ni siquiera los lamentos desgarradores del obergefreiter Woortenbeck, que crispa sus manos temblorosas en la verja de hierro y que se resiste a la muerte que sube por él desde su sanguinolento vientre destrozado.
Consumimos unos cuantos camaradas más, y el objetivo fábrica está ante nosotros. Los Pak cesan el fuego, a fin de no volcarlo sobre nuestra infantería que va a establecer contacto con los defensores rusos hábilmente afianzados en lo que queda del burgo y en el sector de la fábrica.
Yo no sé exactamente lo que pasa. Me he unido, con mi grupo, al del veterano que hace un alto en una especie de depósito de cemento. Terminamos el agua de nuestras cantimploras sin conseguir apagar la sed. Todos estamos negros de polvo. Llega un telefonista y conversa con el grupo «Comandante Wesreidau». La lucha ha remitido un poco y las tropas alemanas se reagrupan para el asalto final. La sección del veterano posee un mortero además de sus dos ametralladoras. La nuestra está constituida por granaderos armados también de ametralladoras y fusiles. El sargento nos distribuye a lo largo del depósito y nos precisa los puntos que deberemos alcanzar cuando llegue el momento del asalto. Asentimos sin tener tiempo siquiera de dejar que el pánico vuelva a invadirnos. Lo más insoportable son los entreactos.
A través de una sucesión de andamiajes desmantelados, aparece un grupo de rusos enarbolando bandera blanca. Son lo menos unos sesenta. Paisanos, obreros de la refinería probablemente. Quizá sean partisanos que temen el resultado de la batalla y el paredón de ejecución. Vienen derecho hacia el grupo del veterano y se constituyen prisioneros. Momento patético para esos hombres cuya turbación se lee en sus bocas cerradas.
El veterano, que habla el ruso perfectamente, habla con ellos. A cubierto de la bandera blanca, cuatro soldados acompañan a los prisioneros a retaguardia. Curioso momento de calma durante el cual todos pensamos que sólo haría falta unas buenas palabras entre los dos adversarios para que, finalmente, todo cesara y para que rusos y alemanes juntos se fuesen a beber el licor que con seguridad debe de contener esa destilería.
Pero en nuestra existencia insensata, las cosas más sencillas suelen parecer dificultades insuperables. Y cada uno se sume de nuevo precisamente en lo que yo considero como necesidades incalificables. El símbolo de esos hombres que acaban de dar el primer paso hacia la vida sencilla y hasta que piensan de otro modo vuelven los ojos de fiera hacia el fárrago metálico de la fábrica, allí donde habrá que penetrar. Los animales, que tienen más buen sentido que los hombres, retroceden ante un incendio. Nosotros, los elegidos del Globo, nos hundimos en él con la misma estupidez que las mariposas de noche. A eso se le llama tener valor. Yo no debo de ser un hombre valeroso; pues el miedo me agarrota la garganta y me siento como un cordero en la puerta del matadero.
En realidad, sigo convencido de que no era el único en experimentar ese sentimiento. El chico que está a mi lado vuelve un instante su cabeza de carbonero y murmura:
—¡Si por lo menos esos canallas se rindiesen!
Poco importan nuestros sentimientos. El teléfono de campaña chirría. Suena una orden:
—¡Un tercio del efectivo adelante! Numeraos: uno, dos, tres. Uno, dos, tres… Uno, dos, tres… El número «uno» pasa sobre mí como un milagro del cielo. Me quedo en mi agujero, mi hoyo de cemento. ¡Qué bonito es! Su cemento es hermoso. Estoy bien en este hoyo. Ningún palacio podrá procurarme nunca tanta alegría. Es seguro mi hoyo, y me quedaré en él toda mi vida, puesto que, más allá, la muerte nos busca. No me atrevo a sonreír, quizás el sargento se aprovecharía para mandarme al campo del honor. ¡Gracias, buen Dios! ¡Gracias, Alá! ¡Gracias Buda! ¡Gracias, cielo! ¡Gracias, tierra, agua, fuego, árboles, lo que sea! Solamente creo en este hoyo de cemento que ha servido para recoger no sé qué inmundicias antes de ser mi refugio.
El muchacho de al lado ha tenido el número tres. ¡Al cuerno el número y la aritmética! El sargento no es listo, pero, de todos modos, sabe contar hasta tres.
¡Vaya cara pone el carbonero de al lado! Me mira. No me atrevo a mirarlo; no quiero que vea mi alegría. Contemplo la fábrica como si me dispusiera a avanzar, como si el número tres fuese yo. De hecho, todo es normal. El número drei mira a los compañeros. Ya tendrá tiempo de ver la fábrica. Después, se produce el gesto fatal. ¡Adelante! El valeroso soldado alemán salta fuera de su guarida en compañía de cien más.
Inmediatamente, el estruendo de las armas automáticas rusas retumba. Antes de desaparecer en el fondo de mi hoyo providencial, he visto los impactos de metralla levantar polvo en el camino de mi compañero que nunca más apreciará el número tres. Los hachazos de las ametralladoras y de las granadas llenan el aire hasta ensordeceros. Apenas se perciben los gritos de los que acaban de caer.
—Achtung! Nummer zwei, vorausl.
El veterano y su spandau suben a su vez.
Me va a tocar a mí, así como a todos los que han tenido la suerte de haber sido contados «uno».
Mientras todo estalla en el exterior, mi pensamiento se pierde en las cifras. Normalmente, se empieza por el número uno. ¿Por qué el número tres ha designado a los primeros que tendrían que morder el polvo? No tengo tiempo de ahondar ese problema.
—Nummer eins, nachgehen, los!
Después de una corta vacilación, salgo de mi refugio como un diablo movido por un resorte. Entonces me toca a mí hacer la loca galopada. Todo es gris de polvareda arremolinada. A través de esa niebla que obstruye las narices, aparecen unos resplandores. De unas zancadas llego junto a un chamizo derrumbado donde un soldado alemán se muere contemplando, con mirada turbia, el cerrojo abierto de su subfusil.
Es extraño ver cómo un hombre muere. Suele carecer de brillantez. Dos años atrás, vi una mujer arrollada por la camioneta de un lechero. Estuve a punto de desmayarme al ver a aquella mujer atropellada. Hoy, ya nada me impresiona. Cuando se ha conocido la batalla de Bielgorod, hasta las mejores novelas policíacas con un buen caso de asesinato son de un trágico irrisorio.
A través del humo que me pica los ojos, busco al enemigo a fin de cumplir mi deber.
Allí, a veinticinco metros de nosotros, saltan vagonetas hechas añicos, una tras otra. He visto pasar cuatro o cinco soldados. No sabría decir si eran alemanes o rusos.
Ahora estoy al lado de dos camaradas en un refugio hecho de leños y de tierra. Es un refugio que los Ivanes habían dispuesto para emplazar una ametralladora. Mis dos camaradas están más o menos sentados sobre los cadáveres de cuatro popov acribillados de metralla.
—Yo los he aliñado de un solo bombazo —ruge un joven soldado de la Gross Deutschland.
Una ráfaga de mortero cae sobre nuestro atrincheramiento. Nos estiramos unos encima de otros entre los muertos enemigos. Un proyectil pega en el borde de la casamata. Tierra y leños vuelan por el aire. Todo cae encima de nosotros. El muchacho que está metido entre un ruso muerto y yo se sobresalta. Me incorporo para huir. Otro morterazo estalla detrás del fortín que se derrumba entre mis piernas. Del choque, voy a valsar contra el otro muro pidiendo socorro a gritos. Tengo la impresión de que se me han roto las piernas y apenas me atrevo a moverlas, por miedo de encontrarme ante la horrible evidencia. El paño de mi pantalón tiene un desgarrón de veinte centímetros. Pero mis muslos lastimados siguen en buen estado. El choque ha sido violento y percibo, por el rasgón de mis calzones, la huella rojo-morado del condenado porrazo que he recibido en las patas.
Como un loco, me vuelvo a estirar entre los muchos rusos. Caigo encima del muchacho que se ha sobresaltado hace un minuto y con el choque le arranco un berrido de cerdo degollado. Me encuentro cara a cara con él mientras una avalancha de cascotes cae en nuestra guarida a nuestro alrededor.
—Estoy herido —gime mi compañero—. Algo me arde en la espalda. Llama a un camillero —suplica. Lo miro trastornado y vocifero:
—Sanftentrager! Sanftentrager!
Pero mi irrisoria llamada se pierde en el ruido ensordecedor de dos spandau que, no lejos, escupen fuego. El alto soldado de la Gross Deutschland grita a voz en cuello que debemos avanzar.
—¡Vamos allá, camaradas! Los compañeros están delante de las cubas.
Miro al herido, que me contempla con sus ojos ansiosos y me agarra de la manga. No sé cómo explicarle que no puedo hacer nada más por el momento. Me dirige una mirada suplicante. El alto infante acaba de saltar fuera del refugio. Me suelto brutalmente y vuelvo vivamente la cabeza. El herido me llama, pero ya he abandonado el refugio y sigo como un frenético al muchacho que me precede unos quince metros.
Llego a otro grupo que está emplazando a toda prisa dos morteros de trinchera. Ayudo a la maniobra y nuestros torpedos giran casi verticalmente. Un landser con la cara ensangrentada irrumpe y señala que los Ivanes se repliegan hacia la torre central. El veterano, a quien no había visto, lanza un grito salvaje:
—¡Tocado!
Al mismo tiempo, un resplandor blanco ilumina su rostro cubierto de una capa increíble de polvo. Un géiser de fuego envuelve la torre central.
La defensa rusa se desparrama y cae bajo el tiro de nuestro fuego graneado. Es el final para Iván. Nuestros grupos asaltantes cercan el lugar y neutralizan a los últimos resistentes. Un soldado alemán cae llevándose las manos a la cara. Todo ha terminado. Suenan todavía algunos disparos aquí y allá, pero es evidente que la escaramuza toca a su fin.
A mi vez, avanzo en compañía de los camaradas por lo que debió de haber sido una fábrica y que ya no parece nada. Somos, una vez más, victoriosos. No se oye, sin embargo, ninguna aclamación, no se advierte alegría. Abrumados por el ruido y la tensión nerviosa, los hombres vagan por entre los techados metálicos retorcidos y derrumbados. Un landser de cara demacrada recoge maquinalmente una chapa esmaltada con inscripciones rusas. Quizá la palabra «dirección» o «lavabo».
El burgo y su resistencia han sucumbido bajo nuestros golpes. Hay aproximadamente trescientos prisioneros y quizá doscientos muertos o heridos enemigos. Los suboficiales nos reagrupan y volvemos a bajar a la aldea entre ruinas humeantes. Herr Hauptmann Wesreidau revista sus dos compañías y hace pasar lista. Faltan unos sesenta camaradas. Nos apresuramos a recoger los heridos y reagruparlos en una explanada a fin de que los tres sanitarios les hagan las primeras curas. Son unos quince. Entre ellos está Helen Grauer, herido en la cabeza. Seguramente ha perdido el ojo derecho.
Hay que buscar agua. Los preikas están desmantelados. Hay que sumergir los calderos de la sopa en un pozo que hay entre las cenizas de una isba. El agua que se saca está negra de sebo. Los heridos deliran y berrean.
También hay heridos rusos, cinco veces más numerosos. Debemos socorrerles, en principio. Grave dilema para nuestro comandante, que tiene orden de unirse a la división una vez terminada la operación.
Se abandona, pues, a los heridos rusos. Se carga de cualquier modo a los nuestros en vehículos que no se parecen en nada a ambulancias ni siquiera a simples camiones. Son armones motorizados o tractores de artillería ligera. Estamos cansados, cochambrosos y sin reacción.
Se considera el transporte de los prisioneros. No pueden ocupar un sitio en los vehículos atestados. Un sidecar en el que hay instalada una ametralladora tendrá que empujar ante sí la lenta marcha de la cohorte de prisioneros. Finalmente, nos llevaremos cincuenta prisioneros que, por otra parte, tendremos que liberar dos días después, por no saber qué hacer con ellos.
Somos un grupo autónomo y nuestros problemas de avituallamiento son enormes. En principio, los vehículos que transportaban municiones y carburante deben encargarse del transporte del botín de guerra, tras haberse aligerado de su carga. La división ya tiene mil o mil cien prisioneros, no sabemos qué demonios hacer con ellos. Reanudamos la marcha con racimos de hombres amigos o enemigos cargados en nuestros transportes.
Todos miran el burgo, del que se eleva una densa humareda, cómo va desapareciendo en el horizonte. El cielo es gris, sombrío y amenaza lluvia. Mañana caerá sobre las tumbas sumarias de unos cuarenta de los nuestros sacrificados para neutralizar un punto de resistencia enemigo. Un punto que ni siquiera ocupamos, pues reanudamos la marcha hacia otra operación. No estamos conquistando. En realidad, protegemos el gran repliegue de nuestras tropas allende el Dnieper.
Nadie sonríe. Esta victoria no aporta gran cosa a la decisión de la guerra. Nada en cuanto a conquista. Quizás ha sido útil en relación con la estrategia militar. Por lo menos, nos consolamos pensándolo, A nosotros, simples feldgrauen, sólo nos aporta un temor más, la pérdida de numerosos camaradas y para mi compañero Grauer una irremediable mutilación.
Al lado del chófer del vehículo que me transporta con otros treinta soldados, apretujado entre dos compañeros grüngrau, un joven rubio de pelo sucio sopla en una armónica. Su música llega dulcemente a nuestros oídos casi insensibles. «Ante el cuartel, bajo el portal…, contigo Lilli Marlene…, contigo Lilli Marlene…». La música es lenta y llena de una nostalgia que pesa sobre nuestra fatiga. Halls escucha, y su boca entreabierta no expresa nada. Sus ojos no miran a ninguna parte.