Capítulo VI

Y ESTO FUE BIELGOROD

Una calurosa noche del verano 1943 nos encontramos en los alrededores inmediatos del frente. Bielgorod había vuelto a caer, hacía poco, en manos de los rojos que, desde entonces, instalaron sus avanzadillas más allá de los arrabales de la ciudad, en nuestras propias fortificaciones. La calma del frente era casi general, desde Jarkov a Kursk, pasando por Bielgorod. Los rusos, después de una agotadora campaña que prácticamente no había cesado desde que nos vimos obligados a evacuar el triángulo Bielgorod-Voronez-Jarkov, recobraban aliento y rescataban sus muertos incontables, antes de desbordar una vez más nuestras posiciones en septiembre. Jarkov seguía en poder nuestro a resultas de la carnicería de Slavianslc, y la penetración por el frente del extremo sur había sido detenida, por fin, en un inmenso encuentro alrededor de Krementchug y el mar de Azov.

Los soviéticos habían remontado la pendiente y habían obligado a las tropas rumanas y alemanas a retirarse de la estepa de los kalmukos y del Cáucaso. Nos habían rechazado al otro lado del Donetz, pero la situación no estaba todavía en sus manos y nuestros contraataques rotundos pulverizaron muchas veces sus esfuerzos insensatos. En la historia de aquellos contraataques del Ejército del Reich, figura el de Bielgorod que sigue a los de Jarkov y de Stalino. Sesenta mil feldgrauen participaron en la batalla de Bielgorod en la que me vi envuelto. Dieciocho mil Hitlerjugend habían acudido especialmente de los acuartelamientos de Silesia para recibir su bautismo de fuego en aquel desigual combate donde pereció un tercio de ellos. Me acuerdo de su llegada en columnas rozagantes, dispuestos a todo.

Algunas unidades enarbolaban banderines en los que se podía leer, bordada en letras de oro, la inscripción «JUNGE LÓWEN», o «EL MUNDO NOS PERTENECE». Vimos llegar secciones de ametralladores, regimientos de Infantería con los pechos cargados de cartucheras y granadas y motorizados con sus pesados atalajes. La llanura estaba cubierta de feldgrauen, y durante tres o cuatro días siguieron llegando más, y más…

Después, todo se calmó. Regimientos, secciones y grupos fueron encaminados hacia puntos precisos. Y fue la instalación y la vela de armas. Una vez más, hablo como si nosotros hubiésemos estado al corriente del futuro ataque. En realidad, asistíamos a todos aquellos preparativos como si se hubiera tratado simplemente de la agitación normal y cotidiana del frente.

Con mis compañeros, seguía siendo empleado regularmente, como en el pasado, en treinta y seis mil tareas que nos recordaban un poco los tiempos de la Rollbahn. Hacía un calor insoportable, y la hierba amarilla y reseca de la estepa no lograba fijar las nubes de polvo que el menor desplazamiento provocaba.

Por la noche, nos reuníamos alrededor de grandes fogatas para discutir o cantar. El frente estaba a unos veinticinco kilómetros, y nadie nos prohibía encender fuego. En aquella época tuve ocasión de mantener una correspondencia abundante con mi pequeña Paula a la que de ningún modo había olvidado.

Después, una tarde, hubo una gran formación para nuestro grupo. Nos distribuyeron ciento veinte cartuchos por fusil y cuatro granadas ofensivas. Fuimos constituidos en grupos de choque y de protección con ocho camaradas más y un suboficial. Halls, pues hacíamos todo lo posible para seguir juntos, fue nombrado ametrallador. Nuestro grupo estaba formado, pues, por dos ametralladoras spandau, tres fusiles entre los cuales había el mío, dos granaderos armados de subfusil y de un pesado paquete de granadas, y un suboficial. Fuimos conducidos en silencio y con mil precauciones a uno de los numerosos refugios que había junto a una granja, muy cerca de la línea del frente. Una sección blindada de la Gross Deutschland se encontraba también allí. Tanques pesados Tiger y grandes obuses remolcados por tractores, admirablemente camuflados, estaban allí, inmóviles bajo unos follajes reales o artificiales. Pasamos ante una mesa instalada al lado de las edificaciones, donde un chupatintas de uniforme anotaba nuestras filiaciones en un gran libro. En otra mesa, un oberleutnant de Caballería estudiaba un mapa, rodeado de sus oficiales de fuerzas panzer y de algunos suboficiales en posición de firmes. Siempre con precisión, y según lo indicaba el papel en el cual nuestro destino había sido trazado, fuimos conducidos fuera de la granja. Inmediatamente después del límite de un bosque, reconocí las anchas trincheras de comunicación que conducían a los blocaos de primera línea. Cada uno de nosotros pensó, sin duda, lo mismo: «¡Esta vez ya estamos!». Por todas partes iban grupos a tomar posiciones.

Formábamos la 5ª compañía. En ángulo recto nos encaminamos por una trinchera de comunicación que nos condujo al bosque. Los muchachos de ingenieros debían de haber sudado para abrir aquella trocha a través de las raíces. En todas partes, nos cruzábamos con secciones estacionadas en un refugio cualquiera que ellas mismas estaban perfeccionando. Eran aproximadamente las seis de la tarde y el calor agotador de la jornada comenzaba a atenuarse.

Seguimos la trinchera que salía del bosque y zigzagueaba a través de una leve ondulación en cuya cima se alzaban otros matorrales. Un oficial, sumido en la contemplación de un mapa, nos indicó nuestro camino. Torcimos a la izquierda, y nos encontramos de nuevo bajo la cobertura de los bosques. Allí hacía un calor peor todavía que en terreno descubierto. En todas partes, muchachos sudorosos se atropellaban y buscaban sus posiciones respectivas. Llegamos, por fin, a un gran refugio medio cubierto, atestado de jóvenes soldados de las juventudes hitlerianas.

—¡Alto! —ordenó el suboficial que nos guiaba—. Repartíos por ahí, iréis a ocupar vuestras posiciones cuando se os dé la orden. Vuestro feldwebel os explicará vuestro cometido.

Nos saludó y nos dejó con los Hitlerjugend. Estos, apretujados unos contra otros, sentados en el suelo o en cuclillas, conversaban alegremente. Me uní con Halls que acababa de dejar su MG-42 y se secaba el sudor de la frente.

—¡Vaya! —dijo—. El mauser me fastidiaba menos. Este demonio de artefacto pesa lo suyo.

—Me quedo contigo, Halls. Formamos parte del mismo grupo.

Y comparamos nuestras dos manos izquierdas en las que había sido marcado con tampón el mismo «5 K. 8».

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó Olensheim, que acababa de acercarse.

—Número de grupo, gefreiter —bromeó Halls—. Si no eres del octavo no te conocemos.

Inquieto, Olensheim se miró la mano.

—Número 11, gran cerdo… ¿Tú estás en el secreto militar?

—Yo, no —dijo Halls con igual tono guasón—, pero pregúntaselo al cabo Lensen, que debe de estar al corriente.

—Vamos de merienda —se burló Lensen, descontento en el fondo de que su grado no le permitiese estar en el secreto de los dioses.

Un joven hitleriano, bello como una chica (como una chica bella, por supuesto), se acercó.

—¿Son leales en el combate los soviéticos? —preguntó como un futbolista que se informa acerca del equipo adversario.

—¡Mucho! —exclamó Halls con el tono de una anciana señora en un salón de té.

—Os lo pregunto porque pienso que sois veteranos —dijo, a pesar de que estaba claro que teníamos la misma edad que él.

—Un buen consejo, joven —dijo Lensen a fin de que su minúsculo grado le sirviese de todos modos para algo—. Dispare usted sobre todo lo que sea ruso, sin reflexionar. Los rusos son los peores canallas que la tierra ha aguantado nunca.

—Entonces, ¿los rusos atacarán? —preguntó Olensheim, pálido.

—Nosotros atacaremos antes —contestó el guapo joven sin que lograse endurecer su rostro de madona.

Y se volvió hacia sus camaradas.

—¿Es que alguien nos pondrá al corriente, por fin? —preguntó Lensen con la intención de ser oído por el feldwebel.

—¡Cierra el pico ya! —gruñó un veterano de veras, que estaba tumbado cuan largo era—. Pronto sabrás en qué rincón la vas a palmar.

—¡Fuera! —gritaron los Hitlerjugend que estaban más cerca—. ¿Quién es el cagón que habla así?

—¡Que os zurzan a vosotros, mequetrefes! —continuó el veterano, un robusto mozarrón de unos treinta años que debía de llevar varios años de servicio a cuestas—. Ya os oiremos gimotear al primer rasguño.

Uno de los Juger Lówen se puso en pie y se acercó al veterano.

—Caballero —dijo con el tono de suficiencia que suelen tener los estudiantes de medicina o de leyes—, explíquese sobre esa actitud derrotista que mina la moral de todos.

—Déjame roncar —gruñó el otro, a quien la fina verborrea del guapo no parecía haber impresionado mucho.

—Le ruego una vez más que se explique —insistió el muchacho.

—Digo que sois unos mequetrefes y que cuando hayáis recibido un morrón empezaréis a reflexionar.

Otro de los jóvenes hitlerianos se puso de pie como impulsado por un resorte. Su semblante era regular y firme y sus ojos grises reflejaban una determinación inquebrantable. Creí que iba a abalanzarse sobre el veterano que no miraba a nadie.

—¿Cree usted que salimos de las faldas de nuestras madres? —dijo con una voz que no correspondía a su mirada—. Hemos aprendido a endurecernos por lo menos tanto como usted en nuestros campamentos. Todos hemos formado pelotones de aguante.

Y dirigiéndose a uno de sus camaradas, le dijo:

—Rümmer, pégame en la cara.

De un salto, Rümmer estuvo en pie. Su puño nervioso y robusto alcanzó la boca de su camarada. Este se tambaleó por el choque, y luego se plantó delante del veterano que se había decidido a mirarle. Dos hilillos de sangre clara resbalaban rápidamente de la boca a la barbilla del Juger Lówen.

—Los mequetrefes encajan tan bien como los burgueses cagones de vuestra clase.

—Ya está bien —dijo el viejo que no estaba dispuesto a recibir golpes antes de la hora H—. Sois unos héroes. Se volvió y trató de dormir.

—En vez de pelearos —dijo el feld de nuestro grupo—, escribid a la familia. El correo será recogido dentro de poco.

—Eso es verdad —dijo Halls—. Voy a escribir una carta para mis padres.

Hacía dos días que había empezado una carta para Paula que no había encontrado medio de acabar. Añadí algunas frases cariñosas y cerré el sobre. Cuando se tiene pánico, se piensa ante todo en la madre, y aquel pánico iba aumentando en mí aquella víspera de ataque. Como cada vez sentía más, decidí ponerle algunas letras a mi familia, a mi madre en particular, a la que tenía ganas de confiar mi angustia. Por escrito me resultaba más fácil. Cara a cara siempre me dio vergüenza confesar, incluso los pecadillos, a mis padres. A menudo les he reprochado no haberme ayudado nunca a hacerlo. Aquel día, por escrito, me atreví a expresarme.

Queridos padres y tú mamá:

Sé que me guardáis un poco de rencor por no daros más a menudo noticias mías. Ya expliqué a papá que la vida activa que llevamos aquí no nos dejaba mucho tiempo para escribir.

(Mentía, pues desde mi regreso de permiso había escrito lo menos veinte cartas a Paula y una sola a mi familia).

En fin, voy a intentar hacerme perdonar dándoos hoy explicaciones sobre mis actividades. Hubiese podido escribirte en alemán, mamá, pues hago auténticos progresos en esa lengua, pero pensar en francés me descansa un poco. Aquí todo va bien, hemos terminado el adiestramiento y ahora soy un soldado de verdad.

Me gustaría que vieras Rusia. No puedes imaginarte lo enorme que es. Cuando pienso en los trigales de la región parisina, me parecen un pequeño huerto al lado de lo que hemos cruzado.

Hace tanto calor como frío hizo este invierno. Deseo no tener que pasar otro igual. No podrías creer lo que aguantamos. Hoy acabamos de entrar en línea. Todo está en calma, y pienso que hemos venido simplemente a relevar a los camaradas.

Halls sigue siendo mi mejor amigo. Con él, el tiempo pasa alegremente. Te gustará mucho conocerle el próximo permiso, a menos que sea el final de la guerra. Todo el mundo piensa que va a terminar, porque es imposible que pasemos otro invierno como el anterior.

Espero que mis hermanos y mi hermana estén bien y que el pequeño no estropee demasiado mis cosas.

Papá me dijo que la vida era bastante difícil para vosotros. Espero que eso esté resuelto y que no os falte nada. No os privéis de lo vuestro para mandarme paquetes, que aquí eso marcha casi bien.

Querida mamá, te pondré al corriente tal vez de algo delicioso que me ocurrió en Berlín: ya hablaremos de ello.

Os reitero mis afectuosos pensamientos y os beso a todos.

Cerré mi carta rosa y la deposité con la de Paula en el saco del cartero militar, imitado por Halls, Olensheim, Kraus, Lensen…

Todo estaba efectivamente en calma aquella tarde del verano de 1943. Por la noche habría, desde luego, escaramuzas entre patrullas, y nada más.

¡Era la guerra!

Algunos de los nuestros fueron requeridos para el servicio de rancho, que tomamos tardíamente. Teníamos prohibido tocar las escasas latas de conserva que habíamos recibido y que constituían nuestra reserva.

El crepúsculo comenzaba a invadirnos cuando el feld responsable de nuestra sección nos hizo una seña para que nos acercáramos. Enseguida formamos a su alrededor un grupo atento. Entonces, el feld nos habló de lo que deberíamos hacer. Nos indicó en un mapa del lugar, a escala poco reducida, varios puntos del paraje que deberíamos alcanzar con mil precauciones cuando nos los ordenasen. Después tendríamos que ponernos en posición de tiro y proteger a la infantería que no tardaría en unirse a nosotros y a rebasarnos. Luego se trató de puntos de enlace y de otras precisiones que sólo comprendí en parte. Finalmente nos aconsejó descansar, pues no nos llamaría hasta mediada la noche.

Nos quedamos mirándonos unos a otros. Aquella vez estábamos informados, íbamos a participar de veras en un combate. Un sordo presentimiento pasó por nuestras mentes, aquel cálido anochecer de verano, acompañado de la certidumbre de que algunos de nosotros morirían pronto. También un ejército victorioso tiene sus muertos y sus heridos: el propio Hitler lo había dicho. En realidad, nadie podía imaginar su propio fin. De acuerdo, habría muertos, con seguridad, pero «yo los enterraría». Nadie, a pesar del peligro, podía imaginarse en serio mortalmente herido. No, había ocurrido a miles de otros, pero no me ocurriría a mí.

Y cada cual, pese al miedo y a la duda, se aferraba a aquella idea de conservación. Hasta los Hitlerjugend, que habían cultivado, durante años, la idea del sacrificio, no podían considerar a sabiendas su fin unas horas después. ¡No, no puedo creerlo! Podemos exaltarnos por una idea edificada sobre un razonamiento, estamos dispuestos a jugar fuerte, pero no podemos creer en lo peor. Si no, huimos, huimos a todo correr, porque la certeza de ser alcanzados no impide correr. Este mal cruel fue el que aquejó al Ejército alemán cuando los rusos cruzaron las fronteras rumanas, polacas, lituanas y arremetieron contra Prusia. Fue de esta certeza y de este miedo horrible que surgieron millares de héroes que, por no poder hacer nada más, tuvieron que aceptar, resignados por fuerza, morir por Alemania, por Europa, por la familia, por muchas esperanzas irrealizables y quizá también por el Führer. Así se comportaron heroicamente cuando, sin aliento, al no ser ya una solución la huida, tuvieron que aceptar el resistir a uno contra cien, sin otra perspectiva que la muerte, pues ni siquiera cabía esperar un cautiverio.

Y llegó la noche. Una suave noche de verano como todo el mundo las ha conocido. Una noche bienhechora que aportaba un poco de frescor después de una jornada tórrida. En todas partes, en los países no azotados por la guerra, las gentes debían de acomodarse frente a sus puertas y disfrutar, con algunos amigos, la dulzura de la estación. De chiquillo, con mis padres, me gustaba pasear un poco antes de acostarme. Mi padre solía decir que nunca se debía dejar pasar aquellas veladas de verano sin aprovecharlas hasta el máximo, hasta que el sueño cerrara verdaderamente los párpados. Halls me sacó de mis pensamientos.

—Mi viejo Sajer, tendremos que poner atención a nuestras cabezas, dentro de poco. Sería en verdad demasiado tonto hacernos cascar poco tiempo antes del fin de la guerra.

Todos estábamos persuadidos de que la guerra terminaría antes del invierno.

—Sí —le contesté—. Sería realmente idiota.

Tantas reflexiones obsesionaban las mentes de unos y otros de modo que no quedaba mucho espacio para las conversaciones. Cada uno se hacía la pregunta crucial: «¿Cómo escaparé yo?».

En el fondo del refugio cubierto, un Junger Lówen tocaba su armónica con sordina. Las voces melancólicas de sus camaradas tarareaban quedamente la tonada. Algunas detonaciones nos sobresaltaron.

—¡Ya está! —dijimos todos.

Pero no era más que una escaramuza entre patrullas. Se elevaron unas bengalas y hubo explosiones de granadas. Después todo se calmó otra vez.

Lensen se nos acercó.

—Las primeras líneas soviéticas están aproximadamente a cuatrocientos metros —dijo—. El feld acaba de decírmelo. ¿Os dais cuenta? ¡Ahí al lado!

—Entonces va bien —dijo el veterano de antes—. En Smolensko los hoyos de los popov estaban al alcance de tiro de granada. Podemos dormir tranquilos.

Nadie le contestó.

—Yo mando el grupo 6 —continuó Lensen—. Tengo que ir hasta las narices de los Ivanes para impedirles que reaccionen cuando las oleadas de asalto ataquen. ¿Os dais cuenta?

—Igual que nosotros —dijo el sargento que debía conducirnos—. Por lo que he comprendido, tenemos que situarnos en la línea de una de sus posiciones.

Todos escuchábamos con atención, esperando que nuestra misión no entrañase mucho peligro.

—Pero los centinelas rusos nos verán —exclamó, aterrorizado, un joven llamado Lindberg—. ¡Es una locura!

—Evidentemente, será lo más difícil. Esperemos que la noche siga oscura. Además, nos han recomendado no disparar antes del asalto. Hemos de tomar posición en silencio.

—Y os olvidáis de las minas —observó el veterano que, desde luego, no dormía.

—El terreno ha sido limpiado de minas en la medida de lo posible por los disciplinarios —replicó nuestro suboficial.

—¡En la medida de lo posible! —se burló el otro—. ¡Esto me gusta! De todos modos, desconfiad, y si veis un hilo ante vuestras narices, no tiréis.

—Si sigues haciéndonos la puñeta —gruñó Lensen amenazador—, te hago dormir hasta el ataque.

Le blandió el puño ante la nariz. El veterano sonrió y no rechistó.

—Y si nos tropezamos con los Ivanes —preguntó el granadero Kraus—, ¿no nos veremos obligados a hacer uso de nuestras armas?

—En último extremo, sí —repuso el suboficial—. Pero en principio, deberemos sorprenderlos antes de que nos hayan visto y liquidarlos silenciosamente.

¿Silenciosamente? ¿Qué quería decir?

—¿Con la culata o con la pala? —preguntó Halls, con una mirada inquieta.

—Pala, bayoneta o lo que sea. Tendremos que andar listos, pero evitando dar la alarma.

—Los haremos prisioneros —murmuró el joven Lindberg.

—¡Estás loco! —protestó el suboficial—. Un grupo de choque no tiene que cargar con prisioneros durante una misión. ¿Qué haríamos con ellos?

—¡Mierda! —murmuró Halls—. ¿Habrá que apiolarlos?

—¿Tienes miedo? —preguntó Lensen.

—¡Oh, no! —respondió Halls para probar que era un hombre, pero pálido como un muerto.

Mi mirada se quedó fija en el zapapico plegable que colgaba del costado de mi alto camarada. Un hauptmann y su escolta nos obligaron a ponernos de pie y ceder el paso.

—¿Dónde estamos, en definitiva? —preguntó ingenuamente el pequeño Lindberg.

—En Rusia —se burló el veterano.

Nadie subrayó la broma con una sonrisa, pero el suboficial trató de situar nuestra posición. Estábamos a cuatro kilómetros al nordeste de Bielgorod.

—Voy a intentar dormir —farfulló Halls, afectado por todos aquellos preparativos.

Sin desdoblar las mantas, nos tendimos unos al lado de otros. Un brillo casi mate refulgía sobre el acero de la spandau que Halls había montado a lo largo de la trinchera. Con todos los arreos puestos intentamos, durante unas horas, conciliar el sueño. No era la incomodidad de una noche al raso lo que nos impedía dormir, pues habíamos conocido muchas, sino la preocupación de lo que nos esperaba.

—¡Bah! Ya tendré tiempo de dormir cuando esté muerto —dijo en voz alta el granadero Kraus.

Se levantó y se puso a orinar contra el muro opuesto.

Mil pensamientos se arremolinaron algún tiempo más en mi mente. Finalmente logré dormirme, o mejor dormitar tal vez tres horas, hasta el momento en que desperté sobresaltado al oír el ruido lejano de un motor. Enseguida llamé a Halls y a Grumpers, el otro granadero, que dormía casi en el hueco de mi hombro.

—¿Qué pasa? —gimió, con el rostro bañado en sudor, como el mío.

—No lo sé. He creído que nos llamaban.

—¿Qué hora es? —preguntó Halls.

Eché una ojeada a mi reloj de colegial.

—Las dos y veinte.

—¿A qué hora sale el sol? —preguntó el pequeño Lindberg, que no había conseguido pegar ojo.

—Sin duda sale muy temprano en esta estación —contestó alguien.

Ruidos de motor seguían oyéndose en nuestro lado.

—¡Si esos imbéciles de motorizados siguen así, van a despertar a los ruskis!

Intentamos en vano volver a conciliar el sueño. Media hora después, hubo un ruido confuso más allá del refugio cubierto. En la oscuridad columbramos que eran unos muchachos que estaban recogiendo su material. Con las caras contraídas, intentábamos comprender lo que pasaba a veinte metros de nosotros en la prolongación de nuestra trinchera. Después se acercó un feld con uniforme camuflado.

—¡Grupos 8 y 9! —llamó en voz baja.

—¡Presentes! —contestaron los dos jefes de grupo.

—Dentro de cinco minutos vais a salir por el acceso C, y ocuparéis vuestras posiciones respectivas. ¡Buena suerte!

Con el índice señalaba un pequeño cartel casi invisible que, efectivamente, llevaba la letra C. Todas nuestras reflexiones pararon en seco, y por nuestras mentes, como bajo los efectos de una anestesia, ya no pasaba nada. Cada uno empuñó sus armas y comprobó el equipo, principalmente el barboquejo del casco, como nos había enseñado el hauptmann Fink. Mi gran compañero se cargó su pesada ametralladora al hombro. Lindberg, que era su proveedor, arrimó su frágil figura al soldado que había de servir. Únicamente el veterano actuaba como si hubiese olvidado las instrucciones del ejercicio. Era nuestro segundo ametrallador, y en sus preparativos no había febril precipitación. Una sonrisa de resignación vagaba por sus labios. El veterano sabía bastante más que nosotros. Apoyó la ametralladora en su pierna y esperó la orden de salir.

—Quiero creer que no vas a tener deficiencias mecánicas —bromeó dirigiéndose a su arma.

—¡Grupo 8! —llamó nuestro sargento que parecía recorrido por una corriente eléctrica—. ¡Adelante! ¡Detrás de mí y en silencio!

Dimos nuestros primeros pasos hacia el campo del honor. Nos encaminamos por el acceso C y seguimos, en fila india, la zanja que conducía a los puestos avanzados.

Nuestro suboficial iba en cabeza. Detrás de él, iban Grumpers el granadero, de unos veintidós años; después Halls, dieciocho años cumplidos, y su proveedor Lindberg, que se llamaba como un héroe de la aviación y tenía casi diecisiete años, y a continuación, nuestros tres fusileros, un checo de nombre incomprensible y edad indefinible, un joven sudete cuyo nombre terminaba en «a», y yo. Detrás de mí, el veterano y su proveedor, otro muchacho asustado. El granadero Kraus, seguramente mayor, cerraba la marcha del 8º Grupo, 5ª Compañía, de uno de los regimientos de la División de élite Gross Deutschland. Avanzábamos con orden, exactamente igual que donde tanto habíamos sudado.

Ruidos indefinibles, que venían de las líneas rusas o alemanas, llegaban a nuestros oídos aguzados. Pasamos a través de las trincheras repletas de infantes que dormían bajo aquella tibia noche de verano. Luego trepamos, siguiendo a nuestro suboficial, fuera de la trinchera, en pleno bosque. El joven Lindberg, cargado como una mula, resbaló en la pared de tierra, y los cargadores de la spelnclau que llevaban entrechocaron. El suboficial lo agarró por el correaje y le ayudó a trepar. Luego le arreó una patada en la espinilla y lo fusiló con la mirada. Siempre en fila india, llegamos al límite del bosque. El suboficial paró en seco y nos echamos más o menos unos encima de los otros.

—¡Qué oscuro está esto! —murmuró el veterano a mi oído.

Me pareció que nuestro guía, tras habernos hecho una seña de alto, seguía adelante. Nos quedamos allí un momento, agachados, en espera de la orden de avanzar. A pesar de nuestros esfuerzos para no hacer ruido, no conseguíamos evitar los choques de toda la chatarra que transportábamos.

El suboficial volvió y reanudamos la marcha durante unos breves instantes. En la linde del bosque había vigías en hoyos individuales, silenciosos como reptiles.

Nos dejamos caer en la cavidad de la corta zanja.

—¡Cuerpo a tierra! —murmuró el sudete, que en principio iba delante de mí—. Repite.

Uno tras otro salimos de las últimas posiciones alemanas reptando por la tierra caldeada del no man's land. Con los ojos fijos en las suelas claveteadas del sudete, intenté nerviosamente no perder de vista lo que podía distinguir de mi camarada. De vez en cuando, unas formas negras y reptantes se me aparecían, cuando los compañeros de delante se veían obligados a salvar un accidente del terreno. En otros momentos, las suelas del que me precedía se paraban a veinte centímetros de mi nariz. Entonces una horrible ansiedad me oprimía, ¿acaso el sudete había perdido de vista al compañero de delante? Un minuto después, proseguíamos la marcha y la confianza que instintivamente sentía en el grupo aliviaba mi garganta oprimida.

En estos momentos, hasta los tipos de un natural reflexivo sienten bruscamente vacía la cabeza y sólo cuenta la rama seca y crujiente que hay que aplastar bajo el vientre sin hacer ruido. Una acuidad inaudita e insospechada de los sentidos se produce en cada uno. La tensión es tal que se cree poder sofocar los latidos del corazón.

Lentamente, progresivamente, en un silencio apenas turbado por lejanos ruidos, avanzábamos con infinitas precauciones por aquella maldita tierra rusa que habíamos pisado ya tanto.

Tuvimos que bordear una pequeña extensión de arena clara para evitar que nos localizaran. Para ello, hubimos de aplastar con nuestros cuerpos una sucesión de zarzales que de momento tomamos por alambradas enemigas. Después, llegamos a través de la oscuridad a una hondonada musgosa donde hicimos una breve parada. Nuestro sargento, que poseía un innegable sentido de la orientación, iba mentalmente de deducción en deducción, y trataba de situarse. Un olor pestilente se elevaba de aquella hondonada arenosa. Cuando nos pusimos a reptar de nuevo, me sorprendió muchísimo ver a mi derecha, a dos metros, dos soldados inmóviles. Con un gesto se los indiqué al veterano que me seguía. Este me contestó sencillamente pellizcándose la nariz. Comprendí, con espanto, que acabábamos de tropezar con dos cadáveres que se estaban pudriendo tranquilamente en espera de la fosa común.

Me pareció reptar hasta China. Media hora aproximadamente después de haber salido, llegamos a las alambradas rusas. Con el corazón palpitante, mis camaradas de cabeza abrieron un precario paso a través de la red. A cada golpe de tenaza esperábamos ver el suelo levantado por la explosión de las minas. El sudor chorreaba de nuestras caras, que nos habían obligado a tiznar con el hollín del humo de los bidones de cantina. No sabría expresar la extrema tensión que a buen seguro nos hizo envejecer varios años en algunos minutos mientras nos escurríamos a razón de quince metros por hora entre la maraña de alambres de espino soviéticos.

Cuando todos nos hubimos desprendido, nos detuvimos apretujados y temblando involuntariamente. Ruidos casi distintos nos llegaron de las avanzadillas rojas. Nuestras miradas desorbitadas se cruzaron y asintieron. Ya habíamos aprendido a entendernos sin hablar. Avanzamos veinte metros más y llegamos a un montículo bajo con altas hierbas. Un rumor de conversación llegaba hasta nosotros. Las primeras líneas estaban allí, al alcance de nuestras manos, ya no cabía duda.

De repente, ante nuestros ojos incrédulos, apareció una silueta apenas clara. A quince metros aproximadamente, un patrullero soviético acababa de perfilarse y se inclinaba sobre un hoyo en el que sin duda, se encontraba uno de sus semejantes. Nuestras respiraciones se quedaron cortadas y, lentamente, con precauciones inauditas, las armas se levantaban en nuestras manos. Dirigimos una mirada a nuestro jefe, que parecía petrificado. El ruso avanzó sin inquietud hacia nosotros y en nuestras miradas hubo una fijeza indecible.

El imprudente popov se contoneó sobre sus cortas botas y volvió hacia su colega. Entonces el sargento se sacó del cinto un cuchillo cuya hoja brilló el espacio de un relámpago. Lo hincó despacio en el yermo ante la nariz de Grumpers y le señaló el ruso con un dedo.

Nuestro granadero abrió desmesuradamente los ojos. Su mirada enloquecida corrió del ruso al cuchillo y al sargento. Este le incitó con el gesto, y la temblorosa mano del landser apretó el mango del puñal. Dirigió una postrer mirada de súplica al grupo enmudecido y se puso a reptar hacia delante. Con una ansiedad que nos obligaba a apretar los dientes para no gritar, seguimos con la mirada la oscura forma de nuestro camarada que se esfumó en la maleza.

El ruso seguía conversando, como si la guerra estuviese a mil kilómetros de él. Después dio unos cuantos pasos. Más lejos, se dejaban oír otras voces.

Fueron unos segundos desmesurados durante los cuales cada uno de nosotros olvidó su propia existencia. Y la patrulla del ruski dirigió sus pasos hacia la maleza donde debía ocultarse Grumpers. El ruso se volvió por donde vino, pero una silueta se irguió en su seguimiento. Grumpers recorrió de un salto los tres o cuatro metros que le separaban del soldado rojo. Este se volvió, sin embargo. Hubo gritos roncos y un altercado. Desde el hoyo más distante, otros gritos rusos se elevaron. Entonces vimos distintamente la silueta de nuestro granadero rodar por el suelo.

Grumpers gritó en su desesperación:

—¡A mí, camaradas!

El ruso dio un salto de costado. El tableteo de su subfusil restalló al mismo tiempo que los relámpagos del arma rasgaban la noche. A mi izquierda, otra crepitación volvió a romper el silencio. Las balas del subfusil de Kraus persiguieron al ruso que corría aullando, hasta el montón de tierra de un refugio donde por último se desplomó.

De aquel hoyo se elevaron gritos:

Germanski! Germanski!

De un salto del que no se le hubiera creído capaz, el veterano se echó hacia delante, al mismo tiempo que una granada de mango abandonaba su puño derecho. El objeto se perdió en la noche por espacio de dos o tres segundos. Luego un resplandor blanco iluminó el hoyo del que salían los gritos. Todo calló, por un instante.

A todo correr, nos replegamos paralelamente a las alambradas, mientras se elevaba un rumor. A riesgo de acabar sobre una mina o de tropezar con un tirador mujik, nos precipitamos detrás de un montículo. Jadeantes y aterrorizados, nos hundimos en una posición de defensa entre los ramajes.

—¡Brutos! —gruñó el sargento dirigiéndose a Kraus y al veterano—. Yo no he dado orden de disparar. Ahora no saldremos nunca del atolladero.

Se cagaba en los calzones igual que nosotros.

—Estábamos descubiertos, sargento —contestó Kraus—. Ese pobre Grumpers ha fallado el golpe.

En un abrir y cerrar de ojos, una decena de cohetes iluminaron aquel paraje como sí fuera pleno día. Una descarga cerrada rusa taladró el aire por todas partes. Los popov arrojaron granadas al azar a su alrededor, igual que hubiésemos hecho nosotros.

—Estamos perdidos —lloriqueó el joven Lindberg.

—Pronto, una pala —reclamó el sudete—. Tenemos que prepararnos una posición. Van a degollarnos.

—No os mováis, partida de cagones —vociferó enérgicamente el veterano.

En nuestro desconcierto nos pusimos a obedecer al veterano cuya voz nos pareció tener más autoridad que la del sargento. Cada uno procuró estarse quieto hasta las cejas. Una bengala blanca se encendió encima de nosotros. Petrificados, aquellos cuya nariz no hurgaba el humus ucraniano distinguieron de golpe todo el decorado. Al fondo, el cadáver del ruso y el de Grumpers, cinco o seis hoyos antes de una posición de infantería en forma de V. Otras bengalas iluminaban igualmente los aledaños del bosque por donde habíamos empezado a reptar. Afortunadamente, un plano del montículo detrás del que estábamos refugiados escapaba a la mirada de los infantes soviéticos que se encontraban frente a nosotros. Por contra, desde las líneas más distantes, que habíamos vislumbrado al resplandor de las bengalas, podían vernos.

Esta vez, los rusos arrojaron granadas por medio de su incomparable lanzagranadas.

—¡Dios mío! —exclamó el veterano—. Si emplean eso, estamos listos.

—Tenemos que enterrarnos —gimió Lindberg.

—¡Vete a la porra! Excava con tu tripa, pero no hagas gestos. Si no nos movemos, nos tomarán por árboles muertos.

Algo cayó con un ruido sordo a cuatro metros delante de nosotros, al otro lado del montículo. Un resplandor recortó la cresta de nuestra defensa y la tierra llovió sobre nosotros.

Los rusos ya no tiraban bengalas y las que todavía se cernían sobre nuestras cabezas se iban apagando. La infantería soviética, como de costumbre, vociferaba imprecaciones contra los soldados germánicos.

Otra granada cayó a la izquierda, muy cerca de nosotros. En medio del ruido de su explosión, percibimos el silbido de la metralla. Alguien gruñó al lado del veterano.

—¡No chilles! ¡No chilles! ¡Aguántate! —susurró el veterano con los dientes apretados—. ¡Si no callas, estamos perdidos!

Se dirigía al chiquillo que le servía de proveedor. Este se arañaba las mejillas y sus manos le temblaban. Todo su rostro se contraía de dolor.

—¡No chilles! —prosiguió el veterano agarrando el antebrazo del niño—. ¡Ánimo!

Las granadas seguían lloviendo. El chiquillo se mordía los puños y los ojos le brillaban de lágrimas.

—¡Cállate! —insistió el veterano.

Las bengalas se apagaron y volvió a reinar una oscuridad opaca.

Más lejos, al norte, otro grupo habría debido de hacerse localizar, pues había un jaleo de mil demonios. Tuvimos un instante de tregua. Luego, ruidos diversos se elevaron frente a nosotros. A fuerza de dilatar las pupilas, acabamos por distinguir algunos hombres que avanzaban paralelamente a nuestra posición. Un sudor frío resbaló por nuestros espinazos. El veterano apretaba en el puño, a diez centímetros de mi nariz, una gran granada estriada. Una vez más, nos convertimos en estatuas de piedra. Las siluetas agachadas avanzaron hasta las alambradas y luego dieron media vuelta.

Empezamos a respirar otra vez. El chiquillo herido había hundido la cara en el suelo y procuraba sollozar lo más quedamente posible.

—Tienen tanto miedo como nosotros —murmuró el veterano—. Les obligan a ir a ver lo que ocurre, dan algunos pasos y se vuelven precipitadamente diciendo que no han visto nada.

—Despunta el día —musitó el suboficial—. Creo que podemos quedarnos aquí. La posición es buena.

—No, sargento, es mejor dispersarnos.

—Puede que sí. Tú —dijo designando a Halls— tomarás posición al ras de los alambres de espino. Allí, a veinte metros hay un refugio.

Halls y Lindberg se alejaron como serpientes.

—¿Qué tienes? —preguntó el veterano al chiquillo herido tocándole el hombro.

El muchacho levantó la cara manchada de tierra que sus lágrimas habían diluido.

—No puedo moverme —gimió—. Algo me duele mucho, aquí, en la cadera.

—¡Metralla, caramba! No te muevas, los nuestros vendrán y te curarán.

—Sí —dijo el chiquillo hundiendo otra vez la nariz en la tierra.

—Nuestras tropas de asalto estarán allí dentro de un cuarto de hora —siguió murmurando el suboficial, que acababa de echar una ojeada a su reloj—, si todo va bien.

La aurora surgía y enrojecía el horizonte. Era la hora del golpe de mano. Esperamos, febriles.

—Pero ¿no hay preparación artillera? —preguntó Kraus.

—Afortunadamente, no —dijo el veterano—. Las engancharíamos a dos carrillos tanto como los popov.

—No —precisó el sargento—. Las primeras oleadas deben tomar las primeras líneas por sorpresa. Estamos aquí para neutralizar la defensa enemiga.

—Pero nuestros compañeros pueden cargársenos si nos toman por rusos —se inquietó el sudete.

—Es un riesgo que hay que correr —se burló el veterano.

El vocerío de los rojos llegaba hasta nosotros como si estuviésemos en su propia trinchera.

—Por lo menos, no parecen preocuparse —comentó el checo—.

¿Para qué preocuparse cuando se habrá muerto dentro de una hora? —pensó en voz alta el veterano.

Rápidamente iba haciéndose de día. Todo era gris todavía, pero se distinguía perfectamente una parte de la posición en V rusa, que estaba recta en la alineación de la spandau del veterano.

A la izquierda, más abajo, una masa inmóvil: Halls, Lindberg y la ametralladora mediana.

—Oye tú, jovenzuelo —propuso el veterano, mirándome—, vas a sustituir al proveedor. Ponte a mi izquierda.

—De acuerdo —contesté escurriéndome.

Un instante después, tenía la nariz junto a la cinta de la ametralladora.

A cien metros delante de nosotros, la posición rusa comenzaba a dibujarse claramente. Desde el montículo que dominaba ligeramente el enemigo, veíamos de vez en cuando, como en una alucinación, la mancha blanca de un rostro. A mí me parecía imposible que los rusos no hubiesen ocupado aquella elevación. Es cierto que a nuestro alrededor se elevaban montículos en todas partes y los popov no podían acapararlo todo. Seguíamos vigilando, cuando la mano de nuestro jefe indicó una dirección a nuestra retaguardia izquierda.

—¡Mirad! —dijo, casi en voz alta.

Siempre con precaución, volvimos la cara hacia el sitio indicado. Unos hombres se arrastraban y trasponían la red de protección rusa. A lo lejos, en todas partes, por lo menos hasta donde alcanzaba la vista, el suelo hormigueaba le soldados que avanzaban a rastras.

—¡Son los nuestros! —dijo el veterano esbozando una sonrisa—. ¡Aquí están!

—Dispuestos a hacer fuego, si algo se mueve en el sector de Iván —continuó el jefe.

Me eché a temblar de una manera inquietante. No era especialmente de miedo, pero en el momento de culminación de nuestra misión, todo el nerviosismo y la inquietud que hasta entonces había dominado me agitaban el cuerpo de un modo incontrolable. Intenté cambiar ligeramente de postura, temiendo una anquilosis, pero no sirvió de nada. Con dificultad, pude abrir el cargador y ajusté nerviosamente el primer cartucho en el cerrojo del arma que el veterano mantenía abierto. No lo cerró completamente para evitar, todavía, hacer ruido.

Lejos, a la izquierda, empezó el baile. Un baile que sin duda hubiese inspirado a Saint-Säens y que duró días. Inmediatamente, entre las tropas alemanas que podían vislumbrarse, un muchacho tuvo sin duda la mala suerte de tirar de un cable atado a una sucesión de minas. Seis o siete explosiones increíbles hicieron temblar los alrededores, la posición rusa, los cadáveres de Grumpers y de su adversario, el montículo y nuestros corazones de feldgrauen. Creímos, por un instante, que toda la masa reptante que habíamos visto el minuto antes, había quedado volatilizada. Afortunadamente, aunque increíblemente mortífera, la guerra hace, a veces, más ruido que muertes. Por todas partes, los jóvenes Hitlerjugend, pues eran ellos, se pusieron de pie e intentaron arremeter a través de la inextricable alambrada de espino. Halls acababa de abrir fuego. El veterano hizo restallar el cerrojo y se ajustó el arma en el hombro.

—¡Fuego! —gritó el suboficial—. ¡Destruidlos!

Los rusos corrieron a ocupar sus puestos. Brutalmente, las balas del 7,7 se pusieron a desfilar por mis manos al mismo tiempo que sus explosiones me destrozaban los oídos.

Apenas podía distinguir nada. La spandau rebotaba sobre sus dos patas y sacudía furiosamente al veterano que rectificaba sin parar su postura. Los ladridos de nuestra arma remataban el enorme estrépito que acababa de desatarse al unísono. A través de las vibraciones y del humo, podíamos presenciar los horribles impactos que hacían nuestros proyectiles entre el tropel alocado de los soldados rojos en la trinchera, frente a nosotros. Sobre el frenesí general, salía el sol lentamente. Lejos, detrás de nosotros, la artillería alemana bramaba con todas sus bocas de fuego y machacaba las segundas posiciones enemigas. Los rusos, sorprendidos, intentaban una defensa desesperada, pero por todas partes los Junge Lowen, como surgidos de la noche, rompían sus oleadas en los atrincheramientos, pulverizando hombres y material. Un ruido insensato cubría la llanura cuajada de millones de explosiones.

Enfrente, a lo lejos, un burgo importante sufría el fuego de los hautsbitz. En densos paquetes de cincuenta metros, lentas volutas de humo giraban sobre el suelo, señalando vastos incendios. Un segundo cargador fue metido en nuestra máquina infernal, que seguía vomitando sus balas sobre los muertos y los vivos que abarrotaban la posición avanzada soviética. Pese al inimaginable estruendo, nos llegó el poderoso ruido de los blindados.

—¡Nuestros panzer! —gritó el checo con una risa demoníaca.

Halls abandonó su emplazamiento y corrió hacia nosotros haciendo una cabriola que nos hizo pensar que lo habían tocado. Halls y Lindberg se apartaron a tiempo para dejar que pasara un tanque que embestía deliberadamente las alambradas. La tierra removida seguía estremeciéndose por la explosión de las minas que, aquí y allá, inmovilizaban un pesado ingenio blindado o hacían voltear, a quince metros, un landser. El tanque, seguido por dos más, pasó cerca de nosotros y atacó a la defensa enemiga que nosotros rociábamos hacía unos minutos. En un momento, la zanja, casi colmada de cuerpos de los soldados rusos, fue franqueada. El segundo y tercer blindados se hundieron en el sangriento amasijo y siguieron hacia delante con unos restos horribles enganchados en los eslabones de sus cadenas. Nuestro suboficial vomitó involuntariamente. Pronto, los jóvenes soldados, recién salidos de las deportivas alegrías de los cuarteles, chocaron con la realidad inmunda. Hubo un grito de horror, seguido de otro de triunfo, y la oleada de asalto pisoteó aquellas tripas para continuar su progresión. Del bosque que había detrás de nosotros seguían surgiendo blindados. A cada momento, con un gran gemido de árboles quebrados o descuajados, un panzer salía del oquedal y embestía, casi encabritado sobre sus orugas, atravesando las compañías de infantería que debían dejarles paso apresuradamente. Desgraciados de los heridos que yacían en el suelo.

El comienzo del ataque tenía que ser efectuado como un relámpago y nada debía entorpecer el avance de los blindados. Un grupo de infantería acababa de unirse a nosotros y su jefe conversaba con el nuestro, cuando un carro llegó a nuestra posición. Todos dimos un salto de costado. Un joven infante se puso de pie y corrió hacia el blindado indicando su derecha con grandes gestos. Como un animal ciego, el monstruo prosiguió hacia nosotros y giró bruscamente con un gran chirrido de orugas a dos metros del montículo. En mi precipitación, tropecé con la spandau y me caí cuan largo era al otro lado del parapeto. La máquina se detuvo al borde de nuestra defensa y las alucinantes piezas de acero de sus orugas desfilaron solamente a dos metros de mis ojos extraviados.

¿Qué ocurrió después? De aquellos momentos terribles sólo guardo unos recuerdos confusos que aparecen bruscamente y de una manera indefinida en mi mente, como aparecen, entre las explosiones, las escenas, las visiones apenas imaginables. Es difícil tratar de acordarse de unos momentos en los que nada es reflexivo, nada está previsto ni comprendido. En esos momentos, cuando bajo el casco de acero sólo hay una cabeza increíblemente vacía con unos ojos que no expresan más que los de un animal que arrostra un peligro de vida o muerte, no hay más que el ritmo de las explosiones más o menos cercanas, más o menos violentas, los gritos de los violentos que después serán calificados, según el resultado del combate, de héroes o de asesinos. Los gritos de los heridos también, de los agonizantes, de los moribundos que todavía gritan contemplando con sus ojos extraviados una parte de su cuerpo destrozado, los gritos de aquellos a los que el choque de la batalla conmociona antes que a todos los demás y huyen en todas direcciones aullando como sirenas. Hay las visiones trágicas, increíbles, que hacen pasar de un sobresalto a otro. Tripas pegadas a la grava, salpicadas de un moribundo a otro. Vehículos llenos de remaches entreabiertos como el vientre de una vaca recién desollada y que arden mugiendo. Arboles destrozados, ventanas abiertas de las que salen torbellinos de polvo que dispersan en el olvido lo que fue la riqueza de un hogar…

Y después, los gritos de los oficiales y de los suboficiales intentando, a través del seísmo, reagrupar sus secciones, sus compañías. Así fue como, al oír que nos llamaban, pudimos tomar parte en el avance y llegar a los arrabales del norte de Bielgorod, siguiendo las nubes de polvo levantadas por nuestros carros. Todo fue rebasado, todo volvió a ser alemán o muerto. Ante los panzer y los granaderos panzer, una marea de soldados rojos se replegó una vez más en sus extensiones sin fin.

Hubo una miríada de prisioneros. Los proalemanes que inmediatamente pusieron en manos de los indiferentes combatientes las pruebas por escrito de aquellos a quienes debíamos fusilar. Hubo el parque de vehículos rusos en el que se ocultaron dos o tres mil soldados enemigos que decidieron frenarnos. Hubo la spandau del veterano, y yo que seguía haciendo cargar cartuchos. El de Halls. Los del grupo 10 diezmado y reformado que dispararon riendo para vengar a sus camaradas. Una lluvia de proyectiles de Pak sobre el parque, los alaridos de los soviéticos que no se atrevían ni a moverse, ni a rendirse, ni a atacar, y después el incendio que lo asoló todo y nos obligó a alejarnos, tan intolerable era el calor.

A mediodía, los soviéticos empezaron a reaccionar e hicieron caer sobre las oleadas de Jungen Lowen una lluvia devastadora. Pero nada detuvo momentáneamente a los jóvenes leones, y Bielgorod calcinado cayó la segunda noche en manos de los supervivientes.

Nosotros, enloquecidos, sin haber prácticamente tomado descanso, seguíamos ensanchando lateralmente la cuña que habían abierto las tropas alemanas en la masa del frente central soviético: ciento cincuenta mil hombres, según nuestros servicios pretendidos de información. En realidad, fueron cuatrocientos o quinientos mil ruskis los que arrollaron los sesenta mil feldgrauen empeñados en la lucha.

La noche del tercer día, cuando en medio del estruendo sólo habíamos logrado, esporádicamente, tomarnos algunas medias horas de sueño, conocimos la rabia de los desesperados. El checo y el sargento faltaban de nuestro grupo, y mientras yacían heridos o muertos en las ruinas, dos granaderos desperdigados se unieron a nosotros. Nuestro grupo, por otra parte, estaba formado por tres. El 11, en el que Alensheim sobrevivía aún, y el 17, que se había unido a nosotros. Un teniente mandaba el conjunto. Tuvimos por misión reducir los nidos de resistencia que se habían visto rebasados, pero que continuaban, muy a pesar suyo, defendiéndose (por no tener probablemente ya mando alguno) en medio de las pavesas de una barriada llamada Deptreoka, según creo. No importa: las ruinas que se consumen no necesitan ya nombre.

En la extensión desierta por la que avanzábamos, agachados, nuestras caras sucias de polvo, mugre y sudor buscaban más bien un rincón donde dormir en medio de aquel paisaje apocalíptico. Detrás de nosotros, los ecos de la batalla de progresión nos llegaban sin cesar y oprimían sin tregua nuestros pechos debilitados. Nadie hablaba. Únicamente un Halt! o un Achtung! nos arrojaban sobre la tierra ardiente. Derrengados, nos levantábamos cuando el fuego de nuestras armas automáticas había acabado con algunos hombres aislados que intentaban lo imposible atrincherados en un hoyo. A veces, era uno, dos o varios prisioneros los que salían de un escondrijo levantando los brazos al cielo. Cada vez se repetía la misma tragedia. Kraus derribó cuatro por orden del teniente, el sudete dos y el grupo 17 nueve. El pequeño Lindberg, aterrorizado desde el principio de la ofensiva y que no había dejado de llorar de miedo o de reír de esperanza, cogió el subfusil de Kraus y empujó a dos bolcheviques hacia un embudo de obús. Los dos infelices, bastante mayores, imploraron repetidas veces compasión al chiquillo. Seguiré oyendo mucho tiempo sus Pomoch! Pomoch! implorantes. Pero el niño, impulsado por su rabia incontrolada, disparó, disparó, disparó sin parar hasta que los dos moribundos callaron.

Y después, hubo la casa del pan, bautizada así porque en ella recogimos después de la matanza algunas míseras galletas sin sal que devoramos, deseosos de aprovecharnos todo lo posible de aquello que la guerra nos obligaba a hacer.

Estábamos locos, hostigados, fatigados, aniquilados físicamente, y sólo los nervios tensos hasta el límite nos permitían hacer frente a las alarmas sucesivas. Sólo podíamos hacer prisioneros a nuestro regreso. Sabíamos, además, que los rusos tampoco los hacían. Teníamos sueño y sabíamos que no podríamos dormir mientras quedase un bolchevique con vida en aquellos parajes. O ellos o nosotros. Y fue así como mi camarada Halls, yo y el veterano arrojamos granadas por las ventanas de la casa del pan sobre unos rusos que habían intentado enarbolar bandera blanca.

Cuando al final del avance, nos encontramos derrumbados en el fondo de un torrente, nuestras miradas asombradas y lastimosas se cruzaron largo rato antes que algunos de nosotros pudiese emitir un sonido.

Nuestros uniformes estaban deshechos, agujereados, cubiertos de un polvo que los hacía confundir con el suelo, y un olor a quemado flotaba en el aire que seguía retumbando. Cuatro de los nuestros habían caído y arrastrábamos a cinco o seis heridos entre los cuales estaba Olensheim. En el hoyo gigantesco producido por una explosión, unos veinte soldados aniquilados intentaban ordenar sus pensamientos, pero su mirada alelada seguía errando sobre la tierra quemada y sus mentes permanecían vacías de todo sentimiento.

Los comunicados anunciaron a son de bombo y platillos que la ofensiva sobre Bielgorod había sido coronada por el éxito y señalaba la reanudación de nuestro avance hacia el Este.

El tercer o cuarto día habíamos rebasado, sin saberlo, Bielgorod. Las oleadas de asalto recobraban alientos, e interminables hileras de infantes dormían en la vasta pradera llena de baches. Muy temprano, nos hicieron subir a un vehículo para ser llevados a una posición clave. No sabría decir por qué aquella aldea desmantelada ofrecía un interés estratégico, pero creí comprender que era desde aquel lugar, entre tantos otros, desde donde debía reanudarse la ofensiva. Líneas de defensa o trampolines de asalto se extendían por todas partes a través de los huertos que se dilataban a lo lejos en un terreno relativamente llano. Digo huertos porque los árboles achaparrados parecían los manzanos panzudos que pueden verse en Normandía. Hileras de sauces jalonaban igualmente riachuelos o quizás acequias. La región no era silvestre y evocaba unos rincones de Francia que yo conocía bien.

Nos situamos en medio de unas pobres casas casi destruidas que constituían la aldea y empezamos a habilitar nuestras posiciones. Tuvimos que sacar de entre los cascotes unos treinta cadáveres de bolcheviques que habían vertido su sangre un poco por todas partes en el suelo de su patria, y echarlos, confundidos, en un huerto que sin duda había sido cultivado antes. Hacía bochorno. Un sol tormentoso proyectaba unas sombras recortadas y alumbraba con una luz cruda nuestros rostros demacrados, obligándonos a parpadear. La misma luz inundaba las caras de los muertos rusos cuyos ojos fijos permanecían desmesuradamente abiertos. Era asqueroso.

—¡Tiene gracia! —comprobó apaciblemente el sudete—. Tiene gracia lo deprisa que crece la barba cuando se ha palmado. Fijaos —prosiguió dando la vuelta a un cadáver cuya guerrera estaba agujereada por siete u ocho impactos parduscos—. Ese seguramente se había afeitado ayer antes de hacerse apiolar… Bueno, pues fijaos, tiene una barba de ocho días.

—Pues ven a ver este —se guaseó otro muchacho, que con la ayuda de un camarada, vaciaba un caserón despanzurrado sin duda por un proyectil de mortero pesado.

Y tiraba de los pies a un soldado comunista que casi no tenía cabeza.

—Sería mejor que te afeitaras enseguida si quieres que mañana te reconozcan cuando la hayas espichado. Me estáis chinchando con vuestras observaciones estúpidas. Se diría que es el primer fiambre que veis.

El veterano se dejó caer sobre un montón de cascotes y abrió su tartera.

Un sótano servía de perfecto puesto de defensa. La ocupamos con nuestros dos ametralladores. Despejamos el tragaluz que el derrumbamiento de la casa había obstruido y además ensanchamos la abertura. Un vuelo de Stukas hizo parar un instante nuestros trabajos de arquitecto. No lejos, delante de nosotros, los Stukas lanzaron sobre Iván una granizada de bombas.

Halls se había hecho un hueco en la mampostería y estimaba las posibilidades de su tiro y Lindberg se alegraba de aquella protección. Todo lo que parecía ponerse a nuestro favor excitaba en el proveedor de Halls una extraña alegría. Por el contrario, en las callejuelas del arrabal norte había gimoteado y se había orinado y cagado en los pantalones bajo las inaguantables deflagraciones de la artillería roja. A tres metros, el veterano y yo instalábamos tranquilamente los puntales indispensables para sostener el tragaluz que no parecía muy dispuesto a aguantar.

Nuestros cascos rascaban sin parar el techo demasiado bajo del atrincheramiento. Detrás de nosotros, Kraus y dos granaderos improvisados quitaban los guijarros y las porquerías que sembraban el piso del sótano. Entraron una botella. Estaba vacía. Uno de ellos la dejó a un lado junto al muro con un gesto de paisano que prevé la vendimia.

Habíamos perdido, como he dicho, a nuestro suboficial, y el veterano, que poseía el título de obergefreiter, mandaba el grupo. Sin embargo, seguíamos a las órdenes de un gran imbécil de stabsfeldwebel que dirigía el conjunto de los tres grupos y que, por lo demás, murió el día siguiente, El animal aquel inspeccionaba nuestras posiciones con ínfulas de oficial superior, obligándonos a mejorar esto o deshacer aquello, ignorante de que solamente le quedaban cuarenta y ocho horas para hacerse el listo. Y el día transcurrió esperando y viendo desfilar compañías de infantería sudorosas. En el aire seguían resonando sordos disparos, estallidos y ruidos de todas clases.

Es precisamente en esos momentos cuando todo se hace más penoso aún. Poco a poco, nos íbamos rehaciendo y empezábamos a darnos cuenta con ansiedad de todo lo que había sucedido. De pronto, descubríamos con interés la ausencia del suboficial, de Grumpers, del checo, del chiquillo herido abandonado a la Providencia. Tratábamos de no volver a ver la trinchera rusa que habíamos ametrallado, los carros hundiéndose pesadamente en la masa de carne humana todavía palpitante, Deptroia, los bolcheviques caídos unos sobre otros, el machaqueo de la artillería enemiga sobre las callejuelas atestadas de Hitlerjugend… Demasiados detalles, inexplicables. Bruscamente, algo espantoso revoloteaba en nuestros pensamientos y hacía estremecer las raíces de nuestros cabellos. Ante aquellas evocaciones, mi cuerpo se hacía insensible y estaba dispuesto a admitir un desdoblamiento de mi personalidad. No podía creerlo, sabía que era incapaz de ello, no porque me creyese mejor que otro, sino porque sabía que no se puede hacer todo eso cuando se es un muchacho que ha conocido una vida normal como cualquiera de nosotros. No, no podía creerlo, ¡no es posible, no es posible!, pero mañana habrá que volver a empezar.

Cerca de la escalera, los tres granaderos discutían. El veterano, solo junto al tragaluz por el que entraba a raudales la luz celeste, hacía el inventario de sus bolsillos y extendía sobre una piedra plana míseras chucherías. Halls permanecía en silencio y tenía el corpachón encorvado sobre una especie de banqueta. Lindberg y el sudete miraban por las aberturas, pero su atención parecía estar muy lejos del huerto que contemplaban.

—¿Qué demonios hacemos aquí? —acabó por decir mi gigantesco amigo cuyas facciones se habían endurecido singularmente desde Bialystok.

Me contenté con hacer un gesto de ignorancia.

—Intento dormir, pero no hay manera —prosiguió él.

—Sí, hace tanto calor en este sótano como fuera.

—Salgamos, de todos modos.

Dimos unos cuantos pasos fuera. La luz era cegadora.

—Quizás haya agua fresca por allí —hice observar a mi camarada designando el huerto por el que discurría un arroyo.

—¡Bah! No tengo ni sed ni hambre —respondió él con gran sorpresa por mi parte.

Conocía el apetito gigantesco de mi amigo.

—¿Estás enfermo?

—¡No, sencillamente tengo ganas de vomitar…, y no serán esos imbéciles los que me pongan bueno! —dijo indicando el pequeño huerto donde estaban tendidos los treinta popov en marcha hacia la descomposición.

—Siempre serán otros tantos que no volverán a hacernos la puñeta nunca más —respondí con un tono que todavía me sorprende.

—Los nuestros han sido recogidos antes de que llegásemos —continuó Halls—. Hay tierra recién removida a la entrada del poblacho, ¿te das cuenta? ¿Cuántos muertos hemos tenido ya nosotros?

—Sin duda nos relevarán dentro de poco, Halls.

—Sí —dijo él—, eso espero. De todos modos, hemos sido unos grandes canallas por haber apiolado a los popov en la barraca del pan.

Halls estaba, evidentemente, atenazado por las mismas angustias que yo.

—No hay solamente la barraca del pan —respondí.

Todavía sentía desfilar los cartuchos entre mis manos. Volvía a ver su entrada en la spandau, el metal azulado y humeante del cerrojo y las partículas ardientes que se escapan a cada carga y que punzan dolorosamente las manos y la cara y los alaridos mezclados con el estrépito, los gritos: «¡Compasión! Pomoch! Pomoch!». Algo obsesionaba nuestras mentes, penetraba para siempre en nosotros y nos marcaba irremediablemente.

Todavía era de día, pero no teníamos ninguna idea de la hora. ¿Era por la mañana? ¿Por la tarde? Poco importaba, cada uno comía lo que podía, dormía cuando podía, empezaba a tratar de reflexionar cuando podía quitarse el casco. El casco impide reflexionar. Es extraño…

Era pleno día cuando un tiro de cortina enemigo asoló los huertos y las tropas de progresión que hacían pausa no muy lejos, delante de nosotros. Bajamos corriendo de nuevo a nuestro sótano-refugio y contemplamos con inquietud el techo que se desmoronaba cada vez más siguiendo la proximidad de las explosiones.

—Habrá que apuntalar todo eso —observó el veterano—. Si nos cae un pepinazo encima, todo esto se vendrá abajo sobre nuestra cabeza con toda seguridad.

El bombardeo duró lo menos dos horas. Algunos obuses soviéticos cayeron muy cerca, pero, en realidad, era a las oleadas de asalto que apuntaban. Los cañones de la Wehrmacht replicaron y, durante dos horas, el cielo perteneció a la artillería. Los proyectiles de los hautsbitz pasaban con un gran ruido retumbante por encima de nuestra ruina y contribuían tanto echar abajo nuestro techado como los disparos de los popov que a veces estallaban a treinta metros de nuestras troneras.

Mientras duró el bombardeo, estuvimos en una tensión extrema y agotadora. Algunos hacían deducciones que el minuto siguiente contradecía. El veterano fumaba nerviosamente y nos rogaba constantemente que cerrásemos el pico. Kraus, en un rincón, farfullaba solo. Tal vez estaba rezando.

Por la noche recibimos la visita de una unidad de contraataque. En aquella ocasión, instalaron entre las ruinas una pieza anticarro. Un coronel visitó nuestra chabola y palpó los maderos que habíamos agregado para prevenir un derrumbamiento del techo.

—¡Buena organización! —dijo.

Recorrió nuestro pequeño grupo que estaba en posición de firmes y nos ofreció un cigarrillo a cada uno. Después se fue más adelante con su unidad, una unidad de la Gross Deutschland.

Llegó la noche. Entre las siluetas destrozadas de lo que quedaba de los árboles del huerto, el horizonte aparecía rojizo del fuego de las explosiones. La batalla no había cesado y la extrema tensión que nos imponía era insoportable. Por turno, tuvimos que montar una guardia apretada en el exterior y nadie pudo dormir tranquilamente. Mucho antes de amanecer, nos hicieron formar y tuvimos que abandonar nuestro agujero para avanzar en territorio soviético. La progresión continuaba.

Descubrimos al avanzar una espantosa hecatombe de Hitlerjugend que el bombardeo del día anterior había mezclado con la tierra. A cada paso, descubríamos con horror lo que podía ser de nuestra mísera piel.

—¿Es que no hay nadie para enterrar todas esas piltrafas? —protestó Halls—. No es un espectáculo para los que todavía están vivos.

Unas risas extrañas se elevaron del grupo, como si se hubiese tratado de una gran broma.

Atravesamos una extensión donde los embudos se encallaban. Los cañonazos parecían haber caído tan abundantemente por allí que resultaba difícil imaginar que alguien hubiese podido salvarse. Cruzamos asimismo, detrás de un talud, un hospital al aire libre del que se elevaban unos berridos como de un matadero de cerdos. Nos quedamos realmente sobrecogidos por ciertas visiones. Sentí que iba a desmayarme. Lindberg lloraba de congoja. Atravesamos el recinto alzando los ojos al cielo y pensando intensamente en nuestras madres. Por esto únicamente vimos como en sueños a unos muchachos que lanzaban unos alaridos por tener los dos antebrazos aplastados. Los heridos en el vientre miraban con espanto e incomprensión el montón de sus intestinos que abultaba la lona sanguinolenta echada apresuradamente sobre su abdomen.

Inmediatamente después cruzamos un canal. El agua fresca nos llegaba al pecho y nos produjo un inmenso bienestar. Al otro lado, rusos tendidos cubrían la hierba. Un carro soviético, renegrido y retorcido por el fuego, estaba inmóvil junto a otra pieza, y sus sirvientes pulverizados. A la izquierda, al nordeste, la batalla arreció. Percibimos, sin embargo, un quejido entre los sirvientes de la pieza rusa. Nos acercamos a un ruski manchado de sangre que jadeaba apoyado en la rueda de un remolque. Uno de nuestros hombres destapó su cantimplora y alzó el rostro del moribundo. Este nos miró con ojos desmesuradamente abiertos por el terror o la estupefacción. Gritó algo y su cabeza cayó hacia atrás haciendo tintinear el metal de la rueda. Había muerto.

Nuestros pasos continuaron hasta hacernos franquear una sucesión de ondulaciones boscosas donde encontramos las primeras tropas en operación que se reagrupaban y respiraban a la sombra de los árboles. Eran muchos los que llevaban vendajes que habían sido blancos, pero que resaltaban singularmente sobre sus caras grises de polvo. Fuimos reagrupados rápidamente, reformados, llamados y enviados a puntos precisos.

Dos granaderos que se habían juntado con nosotros fueron reexpedidos a otro sitio mientras nuestro 8º Grupo era completado con dos otros aislados. Por desgracia nuestra, designaron al stabsfeldwebel que he nombrado más arriba, y que sólo tenía veinticuatro horas de jefe de grupo. Rápidamente nos agregaron a un grupo blindado que nos transportó, en la trasera de sus artefactos, al límite de una gran meseta que se dilataba hasta el infinito.

Saltamos de la trasera de los panzer todavía en marcha para unirnos presurosamente a un grupo de infantes tumbados en una vaga trinchera poco profunda. La artillería enemiga de tiro directo ya hacía llover aquí y allá algunos cañonazos del 50 que enseguida nos hicieron comprender que estábamos en primera línea. Los cinco carros cambiaron de rumbo, y desaparecieron en los oquedales a cincuenta metros detrás de nosotros.

Nos estiramos junto a los muchachos que ya estaban allí y que no parecían tener ganas de reír. El tiro ruso siguió a los carros y se perdió con ellos en la espesura. Nuestro gordo imbécil de stabsfeldwebel se preocupaba ya por las distracciones del rincón y discutía con un teniente jovencísimo. Después, el joven oficial hizo un amplio gesto a sus tropas, que lo siguieron corriendo, agachados, hacia el bosque. Los popov que debían de estar observando la posición, mandaron otros cinco o seis cañonazos directos, uno de cuyos pepinazos cayó muy cerca.

Volvimos a estar solos. Es decir, nueve tipos en un hoyo frente a las líneas soviéticas y con el sol perpendicular sobre nosotros.

—Ahondad ese agujero —vociferó el stabs como si se hubiese encontrado en un campo de maniobras.

Nos pusimos a excavar la tierra polvorienta de Ucrania con nuestros cortos zapapicos. Apenas tuvimos tiempo de cruzar algunas palabras. El sol nos aplastaba y acentuaba más nuestro cansancio.

—Acabaremos por reventar aunque sea de fatiga —refunfuñó Halls—. No puedo más. —Me duele la cabeza— le contesté suspirando.

El otro asqueroso seguía acuciándonos mientras contemplaba con expresión inquieta la llanura sin hierba que se extendía a lo lejos hasta perderse de vista.

Apenas habíamos terminado de emplazar correctamente nuestras dos spandau cuando el ruido de los blindados que abandonaban el soto nos hizo estremecer. Aquella hermosa tarde, los carros alemanes abandonaban una vez más las umbrías y corrían hacia el este. Detrás de ellos, regimientos enteros, agachados, nos rebasaron y se alejaron por una muralla de polvo que cubrió la vista. Cinco o seis minutos más tarde, se desencadenó un bombardeo de artillería rusa sin precedente. Todo se tornó opaco hasta el punto que el sol se quedó velado ante nuestros ojos agrandados por el terror. Únicamente los resplandores rojos que se perfilaban en hileras de ochenta o cien metros perforaban sin interrupción la tempestad de polvo. La tierra tembló como nunca. Detrás de nosotros, el soto se encendió en todas partes. Gritos de terror brotaron de nuestras gargantas resecas. Todo fue desplazado. La tierra volaba alrededor de nosotros, mezclada con el hierro y el fuego. Kraus y uno de los nuevos quedaron sepultados sin enterarse. Me hundí en lo más profundo del hoyo y contemplé sin comprender el arroyo de tierra que refluía hacia nuestro refugio. Me puse a gritar como un demente. Creímos que era el fin del mundo. Halls resguardó su sucia cabeza junto a la mía y nuestros dos cascos chocaron como dos escudillas viejas. Su rostro estaba transfigurado.

—Es… el… fin —farfulló.

Las palabras se entrecortaban por detonaciones que nos quitaban el aliento. Asentí, despavorido.

Al mismo tiempo, una forma humana se precipitó en nuestro hoyo. Tuvimos una crispación horrorosa. Una segunda masa, de un salto magistral, siguió a la primera. Tan sólo entonces, nuestros ojos desorbitados reconocieron a dos compañeros. Uno de los nuevos jadeaba y gritaba a pesar de su ahogo.

—Toda mi compañía está destruida. ¡Es espantoso!

Y cuando asomó prudentemente la cabeza por encima del terraplén, una sucesión de explosiones rasgó el aire junto a nosotros. Su casco y parte de su cabeza volaron a diez metros. Con un grito horroroso, se abatió sobre nosotros y Halls recibió la frente desfondada del infante entre sus manos. Quedamos salpicados de sangre y de fragmentos de carne palpitante. Halls rechazó lejos de sí el espantoso cadáver y volvió bruscamente el rostro hacia el suelo. Los cañonazos eran tan violentos que nos pareció como si la posición cambiase de sitio. Arriba, sobre la llanura trastornada, un motor aullaba sin poder pararse. Hubo una explosión más gigantesca aún, un inmenso relámpago barrió el borde de nuestra trinchera, haciendo recaer dentro nuestras dos spandau y una oleada de tierra.

Los que no habían enmudecido de espanto, gritaban como poseídos:

—¡Estamos perdidos!

—¡Mamá, soy yo!

—¡No, no!

—¡Vamos a ser enterrados vivos!

—¡A mí!

Pero ninguna súplica podía poner término al infierno que duró un tiempo interminable…

Una treintena de infantes fugitivos se precipitaron en nuestro refugio. Fuimos pisoteados, atropellados, cada uno quería hundirse en la tierra y todos los que no pudieron entrar fueron irremisiblemente alcanzados. A nuestro alrededor, desde miles de embudos, se elevaban los ruidos de los soldados en retirada que se habían refugiado en ellos. Pero la maldita tierra rusa era removida por nuevas descargas, y los que se creían a salvo seguían muriendo.

Un ronquido de avión taladró el estrépito. Un grito, «¡Viva la Luftwaffe!», se elevó, lanzado por mil pechos desesperados. El bombardeo continuó unos segundos y luego remitió claramente. Los silbatos de los oficiales que aún estaban con vida incitaron a la retirada. De nuestro agujero lleno escaparon los infantes bruscamente como conejos perseguidos por un hurón, íbamos a seguirles, cuando nuestro stabsfeldwebel, que todavía no había muerto, nos increpó ruidosamente.

—¡Vosotros, no! —vociferó—. Estamos aquí para detener la contraofensiva rusa. Emplazad vuestros trabucos en batería.

En el fondo de la trinchera, que había cambiado de forma, yacían seis cadáveres de Hitlerjugend. A la izquierda del extremo revuelto, las botas de Kraus asomaban bajo dos metros cúbicos de tierra gris y el otro granadero estaba completamente sepultado.

Con la ayuda del veterano cuya mejilla sangraba, volvimos a emplazar la ametralladora. La llanura estaba desconocida. El suelo aparecía lleno de protuberancias, como si topos gigantescos hubieran removido la tierra. Todo humeaba, todo ardía, las siluetas tendidas de los landser eran incontables. A lo lejos, a través de las volutas de polvo y de humo, percibíamos los géiseres de fuego que levantaban las bombas soltadas por los ME-110 sobre las posiciones de artillería rusa. Debían de haber alcanzado depósitos de municiones enemigos. El seísmo de sus explosiones invadía tierra y cielo con un resplandor y un desplazamiento de aire fantásticos.

—¡Los muy canallas! —vociferó el ober—. Cobran con la misma moneda.

Los ME-110 volvieron a picar al oeste y la artillería rusa inició el segundo acto. Machacaba sobre todo a los panzer que refluían desordenadamente. La mitad al menos, por lo demás, había sido aplastada.

Los infantes que se nos habían echado encima me rompieron el brazo izquierdo y si, de momento, no sentí nada, un dolor violento me atenazó después.

Yo sentía este dolor un poco como una presencia suplementaria, pero demasiado preocupado por lo demás, no le hacía mucho caso. El bombardeo continuaba al norte, continuaba al sur, volvía a pasar por encima de nosotros, prodigando sin cesar su calvario de espanto y de desamparo. Nuestro grupo atontado respiraba penosamente como un enfermo sin fuerzas y sin aliento que sale de una larga enfermedad. No teníamos nada que decirnos. Nada que pudiese expresar las horas que acabábamos de vivir. Nada que pudiese ser contado con la intensidad que haría falta. De todo ello, sólo subsiste en quienes lo vivieron un desequilibrio incontrolable. Una sórdida angustia que subsiste al cabo de los años sin menguar, aunque, como yo, se trate de escribirla, sin poder encontrar, por otra parte, las palabras exactas que deberían emplearse. Ahora sé que esa angustia no se escapará a través de estas líneas por las cuales había esperado liberarme. Me doy cuenta, desgraciadamente, de que esa angustia me perseguirá hasta el borde de la tumba y pido al cielo que me perdone no haber pensado en escribir más que egoístamente en vez de contribuir a la obra colectiva. Por lo demás, me quedo indiferente, a mi vez, a toda manifestación espiritual.

Abandonados por Dios, en quien, sin embargo, muchos de nosotros creíamos, permanecíamos postrados en nuestra especie de tumba, con la mente extraviada. Únicamente, de vez en cuando, uno de nosotros asomaba la cabeza por encima del parapeto y escrutaba la estepa polvorienta hacia el este, desde donde podía surgir la muerte. Ya no había en aquel agujero, en el este de Bielgorod, más que seres enloquecidos que habían olvidado que los hombres están hechos para otra cosa, que existe una noción del tiempo, de la esperanza y unas sensaciones muy distintas de la angustia. Que la amistad puede no ser efímera, que el amor a veces puede existir y que la tierra puede ser fértil y no servir únicamente para cubrir los muertos de los campos de batalla.

En aquel agujero sólo había locos que actuaban sin poder reflexionar ni esperar. Con los miembros entumecidos por las horas que habíamos pasado acurrucados, empujaban al camarada muerto o vivo que ocupaba demasiado espacio. El stabsfeldwebel nos repetía maquinalmente que nos mantuviésemos en nuestras posiciones, pero cada vez una serie de explosiones nos mandaba al fondo de la madriguera. La noche nos sorprendió sin que nos hubiésemos dado cuenta del transcurso de las horas. Con ella, el espanto volvió a dominarnos. Lindberg, en un estado nervioso alarmante, tuvo un prolongado desmayo que le permitió ignorar el infierno durante un momento. Lo mismo le ocurrió al sudete, que se puso a temblar como un poseso y a vomitar durante un tiempo interminable. La locura penetraba en nuestro grupo y ganaba terreno rápidamente. Vi, en una especie de delirio, a un gigante, que se había llamado Halls en otra época, saltar sobre su ametralladora y disparar como un insensato hacia el cielo de donde seguían derramándose el hierro y el fuego.

Vi también el stabs, presa de una furia demente, golpear el suelo a puñetazos y después apalear deliberadamente al último granadero que creíamos lúcido, que por toda reacción se deshizo en lágrimas. Oí con una precisión infernal un millón de ecos que repercutía la tierra. Sentí también que iba a desvanecerme. Entonces me puse a dar gritos de una manera diabólica. En un estado de inconsciencia total, me levanté y lancé mil imprecaciones contra el cielo. No podía más, estaba al borde del abismo, como todos mis compañeros. Mi furia quemó como un fuego de paja las últimas fuerzas que me quedaban. La cabeza me dio vueltas y caí de cara sobre el borde de la trinchera. Mi boca muy abierta mordió la tierra, que entró en ella masivamente. Me puse a vomitar y tuve la impresión que así me iba a vaciar completamente. Chapoteando en lo que había vomitado, mis manos temblorosas intentaron agarrarse al muro de tierra que se desmoronaba sobre mí. Algo de color blanco iluminó, como en una pesadilla, la noche que nos había invadido completamente. Y aquel resplandor me salvó quizá del desmayo. Entonces, lentamente, mis ojos enrojecidos se alzaron hacia el reborde para seguir la bengala rusa que declinaba hacia el suelo. De pronto tuve una sensación extraña. Creí encontrarme en casa y que nada de todo aquello existía. Sólo una estrella descendía del firmamento.

Permanecí probablemente mucho rato en aquel amodorramiento. Las explosiones continuaban oprimiéndome el pecho. Transcurrieron más horas durante las cuales, resignados, algunos se adormecieron, pero con los ojos muy abiertos. Por fin, hacia medianoche, todo cesó.

Ninguno de nosotros, sin embargo, se movió. Todos los que quedábamos con vida seguíamos aniquilados hasta el punto de no poder hacer ningún movimiento. De todos modos, el veterano nos pidió que prestásemos atención.

—No os quedéis dormidos, muchachos. Ahora es cuando Iván va a atacar.

El stabs lo miró con sus ojos enturbiados y se puso de pie apoyándose en el talud. Cinco minutos después, se le dobló la cabeza hacia delante y se sumió en un sueño próximo al letargo.

El veterano siguió exhortándonos. Pero los seis supervivientes no le contestábamos más que los ocho cadáveres. Amontonados, el sueño nos aplastó como habían intentado hacerlo los cañones. Si los rusos hubiesen atacado en aquel momento, tal vez se habrían ahorrado muchas vidas, pues, entre las avanzadillas de interceptación que formábamos, no hubieran encontrado más que cadáveres u hombres desvanecidos de sueño. Hubo, sin duda, más cañonazos y más bengalas, pero durante cuatro horas por lo menos nuestros oídos no percibieron los aullidos de la guerra.

El stabsfeldwebel fue el primero en despertar. Cuando abrimos los ojos, lo encontramos inclinado sobre el sudete que dormía a su lado. Este acababa de lanzar un grito plañidero. Sin duda el stabs lo había despertado bruscamente. Estábamos molidos de fatiga, y los movimientos que hicimos para ponernos de pie nos provocaron muecas de dolor. Una vez más, el día enrojecía el horizonte y la llanura visible nos revelaba el espectáculo de su caos. Recobramos consciencia del paraje en el que nos hallábamos. Todo estaba perfectamente en calma. Ni el menor eco. Nuestras miradas vagaron mucho rato sobre la inmensa extensión llana. La línea del horizonte casi nos rodeaba e iba a perderse, tanto al norte como al sur, en el límite muy nítido del bosque que formaba como una barrera detrás de nosotros. Cruzamos unas palabras y las latas de conserva salieron de nuestros macutos.

—Tomad fuerzas —bromeó el stabs, que estaba viviendo sus últimos momentos—. Me extrañaría que esta calma durase mucho tiempo.

—No es seguro —dijo alguien—. El follón de ayer debió de haber consumido bastante gente. Creo, por el contrario, que tendremos dos o tres días de tranquilidad.

—Me chocaría —repuso el stabs—. El Führer ha dado orden de marchar hacia el Este, y nuestras tropas ahora ya no se detendrán. La ofensiva va a reanudarse, sin duda, antes de que el sol esté muy alto.

—¿De veras, stabsfeldwebel? ¿Usted cree? —preguntó el pequeño Lindberg, alegrándose como siempre cuando algo parecía ponerse a favor nuestro—. ¿Nuestras tropas van a desalojar a esos malditos cañones rusos?

—Si eso vuelve a empezar —me murmuró Halls—, me volveré loco.

—O estaremos muertos —dije yo quedamente—. No es posible que tengamos siempre tanta suerte como ayer. Halls me miró sin dejar de masticar.

El stabs, Lindberg, el sudete y el último granadero seguían conversando. Halls y yo cambiábamos impresiones pesimistas. Únicamente el veterano engullía en silencio y sus ojos, enrojecidos por el insomnio, contemplaban la salida del astro.

—Vosotros dos —mandó el stabs, designando a Halls y a mí— vigilaréis atentamente durante dos horas, mientras vuestros camaradas y yo intentamos dormir un poco. Pero antes que nada tenemos que sacar de aquí esos fiambres.

Y señaló con una expresión de asco los ocho cadáveres mutilados sobre los cuales empezaban ya a zumbar grandes moscas azules.

Con el rabillo del ojo, asistimos al despojo de los muertos. ¡Por una vez que no jugábamos al enterrador! La guardia nos pareció buena. Siempre se proferían las mismas blasfemias, cuando los vivos se veían obligados a recoger a los compañeros caídos.

—¡Vaya, lo que pesa el tío!

—¡Oh, Dios mío! ¡Más le ha valido reventar enseguida! ¡Mira esto!

Y el ruido metálico de la placa de identidad que se quita del cuello.

—¡Uf, ha cagado en todas partes!

Volvíamos la espalda con indiferencia. El drama de la vida y de la muerte había perdido importancia. Estábamos acostumbrados.

Mientras los otros removían la carne muerta, Halls y yo seguíamos discutiendo acerca de nuestras posibilidades de supervivencia.

—Lo que más duele son las extremidades… En cambio, es menos grave.

—Me pregunto qué le habrá pasado a Olensheim.

—Un brazo roto, según he oído decir.

—¿Y el tuyo?

—El hombro me duele mucho.

Detrás, los otros continuaban su sucia faena.

—Heinz Veller, 1925, soltero… ¡Pobre chico! ¡Mala suerte!

—Enséñame el hombro —prosiguió Halls—. Tal vez tienes una herida seria.

—No creo… Es un porrazo —dije, desabrochándome toda la impedimenta.

Iba a sacar el hombro de la guerrera, cuando un enorme estruendo sacudió el aire puro de la mañana. Casi instantáneamente cayó por todas partes otra granizada de obuses rusos. Una vez más, nos desplomamos en el fondo del agujero, aterrorizados.

—¡Dios mío! —gritó alguien—. ¡Ya vuelven a empezar!

Halls se me acercó mientras una lluvia de terrones caía sobre nuestra posición. Abrió la boca para decirme algo, pero el estrépito de una explosión muy próxima se llevó el sonido de su voz.

—Eso no se acabará nunca —prosiguió—. Valdría más que nos largásemos.

Cayó un proyectil tan cerca que la llamarada rojiza iluminó la tierra gris del otro lado de la trinchera. Una espesa humareda nos envolvió y la tierra se abatió por metros cúbicos. Se oyeron unos gritos de espanto, y después la voz del stabs.

¿Algún herido?

—¡Dios mío! —gimió el veterano, tosiendo—. ¿Qué demonios hace nuestra artillería?

El pequeño Lindberg volvía a temblar. De pronto, el fuego ruso paró. Prudentemente, el veterano arriesgó una mirada, y nuestras siete cabezas se asomaron y escrutaron la llanura por la que todavía se arrastraban lentamente unas nubes de polvo. Allá, junto al bosque, alguien berreaba como un novillo degollado.

—Sin duda están cortos de municiones —se burló el stabs—. Si no, no habrían parado así de pronto.

El veterano lo miró largamente con aquella mirada resignada que siempre tenía.

—Acababa de pensar lo mismo a propósito de nuestra artillería, stabsfeldwebel. Me pregunto por qué no tira.

—Los nuestros preparan la ofensiva y por eso callan. Con seguridad no tardaremos en ver surgir nuestros carros… El veterano contemplaba el horizonte.

—Sigo convencido —continuó el stabs— de que nuestra ofensiva va a reanudarse…

Pero nosotros nos fijábamos en el veterano. Sus ojos se agrandaban cada vez más, así como su boca, que parecía pronto a lanzar un alarido. El stabs calló también y todos siguieron la dirección de la mirada de nuestro ametrallador.

A lo lejos, muy lejos, una delgada faja negra que iba de un punto del horizonte al otro se desplazaba a la manera de una ola corriendo hacia la orilla. Estuvimos un momento contemplando la faja compacta e inverosímil. Luego el veterano soltó un rugido que nos paralizó de aprensión.

—¡Ya están aquí! —gritó—. ¡Ya están aquí los siberianos! ¡Son un millón!

El veterano agarró la culata de su ametralladora y una risa demente brotó entre sus dientes apretados. A lo lejos, un rumor producido por miles de pechos aumentaba como el viento de una tempestad.

—¡Todo el mundo a su puesto! —gritó el stabs cuya mirada seguía fascinada sobre la marea soviética que avanzaba irresistible.

Con gestos de autómata, cada uno de nosotros empuñó sus armas y se acodó en el parapeto. Halls temblaba como una hoja y su proveedor, el pequeño Lindberg, no lograba acercar correctamente la cinta de 7,7.

—Acércate más —rugió Halls a su sirviente—. Acércate o te mato.

El semblante de Lindberg se contraía, como si estuviese a punto de llorar. El veterano ya no gritaba. Tenía el arma calada en el hombro, un dedo en el gatillo y los dientes apretados como para romperse.

El rumor seguía aumentando y nos llegaba más distinto de minuto en minuto. Era como un prolongado grito ahogado por su amplitud.

Nos quedamos petrificados ante el peligro por no poder concebir de golpe la importancia del mismo. Nuestro estupor era demasiado grande y estábamos un poco en la actitud de un ratón ante una culebra. Pero alguien dio la señal de desamparo. Fue, naturalmente, Lindberg.

Se echó a llorar y a gritar. Abandonó su puesto y se acurrucó en el fondo de la trinchera.

—¡Nos matarán! ¡Nos matarán! ¡Nos matarán!

—¡De pie! —gritó el stabs—. Vuelve a tu puesto o te mato ahora mismo.

Lo levantó literalmente, pero Lindberg se había vuelto un guiñapo que no paraba de llorar.

—¡Canalla! —gritó Halls—. ¡Revienta! ¡Ya me las compondré solo!

Esta vez, los gritos de los rusos nos llegaban claramente. Un enorme «¡Hurra!» brotaba sin interrupción. Yo murmuré quedamente: «¡Mamá!».

Hurre! Hurre pobieda! —vociferó el veterano—. ¡Acercaos, canallas, acercaos un poco más!

La oleada estaba aproximadamente a cuatrocientos metros. Un ronroneo aumentó progresivamente. Arriba, en el cielo ya luminoso, tres siluetas de aviones eran apenas visibles.

—Hay aviones allá arriba —precisó el sudete cuando los habíamos visto ya todos.

Nuestras miradas ansiosas dejaron un momento la marea rusa que subía. Los motores de los aviones rugían, descendían a toda marcha.

—¡Son Messerschmitt! —vociferó el stabs—. ¡Messerschmit! ¡Ah, muchachos valientes!

—¡Hurra! ¡Hurra! —repitió el grupo—. ¡Viva la Luftwaffe!

Efectivamente, los tres cazas batían en enfilada la enorme cuña rusa, produciendo sin duda una incalculable cantidad de muertos. Fue como una señal. Desde la maleza, unos morteros que habían largado el tiro abrieron fuego. A nuestro alrededor, las spandau que habían sobrevivido al bombardeo escupieron su mortífera carga.

Los cazas picaron otra vez, insuflándonos un coraje febril. Las balas de la ametralladora pasaban por mis manos a una cadencia vertiginosa. Agotamos un cargador, metimos otro. Algunas piezas de la Wehrmacht acababan igualmente de abrir fuego y sin duda conseguían impactos espantosos entre las filas bolcheviques que cargaban como en la época de Napoleón.

A pesar de todo, la marea seguía acercándose, haciendo correr un escalofrío horrible por nuestros cabellos sucios que el peso del casco impedía que se erizaran. La idea de la muerte ya no nos asustaba siquiera, y mis ojos sólo miraban el metal humeante de la ametralladora que el veterano manejaba sin cesar. Los cartuchos trepidantes avanzaban en una danza agitada al ritmo de un estruendo titánico.

—¡Preparad las granadas! —gritó el stabs que disparaba con su luger apoyada en el brazo izquierdo.

—Es inútil —gritó aún más fuerte el veterano—. ¡Es inútil! Todo lo que nos queda de municiones no bastará para detenerles. Ordene la retirada, stabsfeldwebel… ¡Pronto, mientras todavía hay tiempo!

Nuestras miradas enloquecidas estaban pendientes de los labios de los dos hombres. El Hurre pobieda! rugía furioso y muy cerca. El numeroso enemigo disparaba con el arma apoyada en la cadera sin dejar de correr. Las balas taladraban el aire.

—¡Está usted loco! —rugió el stabs—. Nadie puede moverse de aquí. Los nuestros están al llegar… ¡Seguid tirando!

Pero el veterano ya había cargado con su ametralladora y había recogido el último cargador.

—¡Es una locura, stabs! Los nuestros llegarán demasiado tarde. Reviente aquí, si usted quiere.

—¡No, no! —gritó el stabs.

Pero el veterano acababa de saltar y se arrastraba hacia el bosque, llamándonos. Como locos, recogimos nuestras armas.

—¡Huyamos! —gritó el sudete.

Todo el mundo siguió. Pasamos un momento de terror como para perder el juicio. Con el pecho abrasado, alcanzamos los primeros árboles destrozados en medio del silbido de las balas que los rusos disparaban afortunadamente a bulto. Seguíamos siendo siete y aquello parecía inverosímil. El stabs nos siguió, pero persistía en vociferar.

—¡En posición de tiro inmediatamente, partida de cobardes! Os matarán sin que hayáis intentado resistir.

Pero el grupo seguía corriendo por el bosque destrozado.

—¡Alto! —continuaba el jefe—. ¡Alto, miserables!

Alcanzó al veterano que respiraba un poco detrás de lo que quedaba de un árbol. Yo estaba a su lado.

—¡Miserable! —bramó el suboficial—. Le costará a usted caro.

—Ya lo sé —repuso el veterano jadeando—. Usted me hará fusilar, pero prefiero el pelotón a las bayonetas de Iván.

Y echamos a correr otra vez. Trepamos a un montículo arrasado y limpio de malezas.

—¡Ay, ay, ay! —berreó el veterano.

Las balas de los popov hacían sordos impactos en la tierra del talud.

—¡Pronto, stabs! —gritó el veterano a nuestro jefe que no acababa nunca de escalar—. Verá usted cómo les pararemos cuando hayamos alcanzado las líneas de infantería.

Apenas el veterano había terminado su frase cuando nuestro suboficial se irguió bruscamente profiriendo un grito horrible. Sus brazos agitaban el aire de una manera cómica. Luego bajó otra vez casi corriendo el montículo y al llegar cayó de bruces.

—¡Condenado stabs! —dijo el veterano—. ¡Y eso que le dije que se diese prisa!

Sin jefe por segunda vez, el 8º grupo siguió huyendo entre las malezas. Bajo el peso del material, nos tambaleábamos a cada paso.

—Detengámonos un momento —dije—. No puedo respirar.

Halls se dejó caer y ya no se ocupó más que de controlar su respiración. El follón continuaba detrás de nosotros. De vez en cuando, un proyectil alemán caía hacia el Este.

—Y es con eso que cuentan detener a Iván —dijo el veterano—. ¡Entonces es que no hay nadie ya para explicarles de qué se trata, Dios mío! Vamos, en marcha, muchachos, no debemos entretenernos.

—Afortunadamente, te hemos tenido a ti —dijo Halls al veterano—. Sin ti, a estas horas estaríamos todos muertos.

—Seguro —dijo nuestro salvador—. ¡Hala, daos prisa!

Reanudamos la marcha a pesar del agotamiento que nos impedía, de vez en cuando, comprender la importancia de cada paso que dábamos. Tres landser más se unieron a nosotros.

—¡Menudo pánico nos habéis hecho pasar! —no pudieron por menos que decirnos—. Os hemos tomado por bolcheviques.

Desembocamos en un pequeño calvero. En realidad, no se trataba precisamente de un calvero. Los obuses rusos debieron de haber alcanzado el día antes el depósito de municiones de una pieza de Pak del que hallamos por casualidad algunos vestigios, por haber sido volatilizado el conjunto, lo cual explicaba la desnudez del bosque en aquel sitio. Sobre un árbol tumbado, carne humana deshilachada colgaba todavía a cuatro metros del suelo. Por fin, llegamos de improviso junto a una compañía entera de feldgrauen equipados para el ataque. Un espigado teniente se precipitó a nuestro encuentro.

—¿Jefe de grupo? —preguntó sin perder un segundo.

—Caído en combate —replicó el veterano cuadrándose más o menos.

Teufel! —exclamó el oficial—. ¿De dónde salís? ¿Cuál es vuestra compañía?

—8º Grupo, 5ª Compañía, Grupo de Interceptación Gross Deutschland, Herr Leutnant.

—21° Grupo, 3ª Compañía —añadieron los tres tíos que acababan de unirse a nosotros—. Somos los únicos supervivientes.

El oficial nos miró y no insistió. Continuaba el jaleo y los ruidos de los siberianos nos llegaban de vez en cuando.

—¿Dónde está el enemigo? —preguntó el teniente.

—En todas partes delante de usted, Herr Leutnant. Inundan la llanura: los hay a cientos de miles —afirmó el veterano.

—Seguid replegándoos. No somos de la Gross Deutschland. Os reincorporaréis cuando encontréis un regimiento vuestro.

No dejamos que nos lo dijera dos veces. De nuevo, nos hundimos en los matorrales mientras el oficial volvía hacia sus tropas vociferando órdenes. Nos cruzamos con bastantes grupos más que se dirigían al matadero y llegamos, por fin, a la aldea donde habíamos organizado, poco antes, un puesto de defensa en un sótano. Allí nos detuvieron, pues una unidad de nuestra división había ocupado el puesto. Ningún rastro, sin embargo, de la 5ª Compañía. Nos abrumaron a preguntas, primero el mando, luego la tropa ansiosa. Sin embargo, nuestro pequeño grupo pudo disfrutar de algunos instantes de reposo a la sombra de unas ruinas y nos dieron de beber. En todas partes, los soldados de infantería hostigados cavaban hoyos de defensa, instalaban protecciones, establecían camuflajes y revisaban lo que ya estaba hecho. A mediodía la batata volvió a acercarse. Aguantamos otro tiro de artillería rusa que nos hizo correr al sótano que ya conocíamos. En ella, un soldado gordo, un veterano de la Gross Deutschland, saltaba y bailaba cuando las explosiones sacudían el cielo y la tierra. Todos sus camaradas lo miraban con indiferencia.

—Está loco —dijo Halls.

—Está así desde que lo conocemos —dijo un landser dirigiéndose a nosotros—. Ese condenado Oldner es nuestro gracioso.

No prestamos atención más tiempo a aquella gran barrica que saltaba imitando el French-Cancan. —Me fastidia— murmuró Halls.

Pero el gordo, pese a las miradas de desaprobación, seguía gesticulando.

Por la tarde, cinco o seis carros salieron al encuentro de los rusos. Grupos de granaderos les seguían de muy cerca. Hubo, a lo lejos, un combate que duró una hora larga y luego vimos volver a los granaderos, así como una nube de infantes en retirada. El bosque, allá lejos, al final de los huertos, estaba rojo de fuego. Proyectiles espaciados caían un poco en todas partes, y en ninguna nos sentíamos seguros. Por todas partes, retrocedían infantes sin resuello arrastrando con ellos camaradas heridos.

Comprendimos que pronto estaríamos otra vez en el frente de combate. La batalla, con sus explosiones, su crepitar y sus rumores volvía a acercarse de cuarto de hora en cuarto de hora. Con ella, una angustia que debíamos superar sin demora nos oprimía. Los contraataques de los regimientos con los cuales nos habíamos cruzado, así como los de los carros, habían sido engullidos por la irresistible marea rusa para la que las pérdidas más incalculables no parecían contar.

La aldea era ya un verdadero punto estratégico cuajado de nidos de ametralladoras, morteros y había hasta una pieza anticarro. Esto explica, sin duda, el infierno que aún hubimos de soportar durante las treinta y seis horas que siguieron.

Delante de nosotros, a unos sesenta metros, dos hoyos arreglados ocultaban dos spandau que precedían en cierto modo a los del veterano y de Halls que habíamos vuelto a emplazar en nuestras posiciones de la antevíspera. A nuestra derecha, protegida por unas ruinas, una gran geschnauz estaba emplazada sobre un corto vehículo todoterreno. Alrededor de ella, unos cincuenta fusiles, subfusiles, lanzagranadas y otras armas de infantería estaban diseminadas entre los restos de cuatro o cinco cobertizos, al abrigo de unas pilas de leña y de unos vallados. Más lejos todavía, detrás de una sucesión de muros pequeños, los infantes en retirada acababan de ser reagrupados y preparaban con mucha prisa nuevos atrincheramientos. A nuestra izquierda, en una trinchera pegada a la única construcción todavía más o menos intacta, una sección de mortero había tomado posición. La sección se había visto engrosada, por otra parte, con la infantería en desbandada que se iba instalando por los alrededores. Detrás de nosotros, a la izquierda, en lo alto del camino que cruzaba la aldea, un anticarro del 50, protegido por una verdadera casamata de tierra, apuntaba su cañón amenazador hacia los huertos.

Detrás, más abajo, una camioneta radio estaba estacionada junto al tractor de la pieza. La habíamos visto al llegar, cuando nos autorizaron a descansar un poco.

Las órdenes nos llegaban sin cesar desde nuestro sótano-refugio. Los oficiales reagrupaban a todos los fugitivos, reorganizaban grupos de urgencia, prolongaban la defensa más allá de la aldea donde debía de haber, sin ningún género de duda, un puesto de mando bajo la autoridad de un oficial superior.

De vez en cuando, un cañonazo, que los rusos tiraban verdaderamente a bulto, obligaba a un grupo a echarse cuerpo a tierra. En realidad, nada de alarmante después de lo que habíamos aguantado la víspera. Únicamente a lo lejos, en el extremo de los huertos, es decir casi a un kilómetro, un conato de fuego persistía entre nuestras últimas líneas en retirada y unos grupos rusos avanzados.

El veterano asentía escuchando el estruendo de allá arriba.

—¡Vaya! Están reconstruyendo la línea Sigfrido. ¡Aquí detendremos al ruski! Oye tú, predicador —dijo dirigiéndose a un katolischerfeldprediger, a ver si le pides a tu buen Dios que mande el rayo celeste para sustituir a nuestra artillería que falla.

Todo el mundo se rio, hasta el cura, que estaba menos seguro de sus argumentos desde que, a su vez, había visto a las criaturas del buen Dios despedazarse entre sí frenéticamente y sin el menor remordimiento. Un feld vino corriendo a nuestro refugio.

—¿Qué demonio hacéis veinticinco ahí dentro?

—8º Grupo de Interceptación, 5ª Compañía, feldwebel —dijo el veterano designándonos a los seis—. Los demás son invitados para la jira campestre de dentro de un rato.

—Vale —dijo el feld—. Que todos los demás salgan de ahí. En otro sitio hay refugios vacíos.

Los hombres se levantaron refunfuñando.

Feldwebel, por favor, déjenos por lo menos a dos o tres individuos para sustituir a nuestros muchachos cuando Iván nos haya metido plomo entre ceja y ceja. Es preciso que el fortín resista.

—Está bien —dijo el feld.

No había tenido tiempo de designar a alguno de aquellos hombres cuando el barrigudo se ofreció.

—He sido ametrallador ante Moscú, Herr Feldwebel, y no hubo queja de mis servicios.

—Está bien. Quédese aquí, y ese también. Los demás vengan conmigo.

El barrigudo, a quien habíamos bautizado French-Cancan, se quedó con nosotros y también se quedó un tipo flaco y moreno.

—Ustedes perdonen —dijo French-Cancan, dirigiéndose a nosotros—, ustedes perdonen que ocupe demasiado lugar con mi voluminosa persona. Hubiera tenido que remover demasiada tierra para hacerme un refugio individual.

Y se puso a hablar de otras cosas. De vez en cuando, una explosión le obligaba a entornar sus ojos porcinos, pero, una vez pasado el peligro, seguía hablando tan campante.

—No te preocupes por el hoyo que haré para enterrarte —le espetó el veterano sin reírse—. Algunos cascotes sobre tu gran depósito de cerveza bastarán.

—Bebo cerveza muy de tarde en tarde —replicó French-Cancan, pero Halls le interrumpió:

—Hay follón por allá. Veo dos carros nuestros que vuelven.

Der Teufel! —blasfemó el veterano—. ¡Qué me dices! ¿Nuestros carros? ¡Dos T-34! Vaya, con tal de que los muchachos del anticarro los hayan visto.

Nuestros rostros crispados estaban vueltos hacia los dos monstruos que llegaban a treinta o cuarenta por hora a la aldea fortificada.

—¡Maldita sea! —exclamó Halls—. No hay modo de acabar con esos trabucos.

Y agitaba la pesada ametralladora. El ruido distinto de la geschnauz se dejó oír. Vimos levantarse pequeños paquetes de tierra a lo largo del camino por el que trepaban los carros. Unos impactos luminosos fueron visibles igualmente sobre el blindaje de los T-34, que no parecieron sufrir en demasía por ellos. Vimos, sobre todo, los largos tubos de sus cañones oscilar y balancearse lentamente recordando un poco a la trompa de un elefante. Una fuerte detonación nos hizo desaparecer de nuestro observatorio, y un proyectil ruso pasó a ras de ruinas antes de ir a perderse detrás de nosotros. Los carros acababan de frenar, y el segundo parecía que iba a dar marcha atrás. La geschnauz seguía envolviendo con sus tiros a los dos monstruos que, con un gran aullido de su motor, hacían lentamente marcha atrás a sacudidas. Un segundo proyectil ruso impactó contra la pared a nuestra izquierda, haciendo temblar todo el interior del sótano.

Hubo otras explosiones, pero no nos atrevíamos a mirar por la tronera. Un «hurra» procedente del exterior nos devolvió la confianza. El primer tanque acababa de ser alcanzado por nuestro anticarro y retrocedía zigzagueando. Atropelló al segundo que giró y ofreció el flanco a la geschnauz. Una espesa humareda salió pronto del segundo blindado. Los dos T-34 dañados dieron media vuelta y se alejaron. De uno de ellos un penacho de humo negro aumentaba sin cesar. Sin duda no llegó muy lejos. Los «hurras» de los landser arreciaron.

—¿Habéis visto, muchachos, cómo se le hace dar media vuelta a Iván? —clamaba el veterano.

Una risa crispada iluminaba nuestros rostros sucios.

—¿Y tú no te ríes? —preguntó Halls al muchacho sombrío y flaco que se había quedado en el sótano con Fre nch-Cancan.

—Estoy enfermo —contestó el interpelado.

—Tienes pánico —dijo el sudete—, consuélate, nosotros también.

—Sí, un miedo raro. Cada vez que he de agacharme en un rincón, es sangre lo que me sale del culo.

—Hazte hospitalizar —aconsejó el veterano.

—Ya lo he intentado —murmuró el muchacho que sin duda arrastraba una fuerte disentería—, pero el médico militar ni siquiera me ha reconocido como enfermo. Eso no se nota, ¿comprendéis?

—Evidentemente, valdría más que tuvieses un brazo menos o un agujero en la tripa… Es más espectacular.

—Procura roncar —sugirió el veterano—. Por el momento no haces falta.

Habían llegado unos calderos de rancho a la aldea y una escudilla colmada fue servida a quienes se atrevieron a salir de su agujero. El hecho de que llegara el suministro nos devolvió la confianza. Nos sentíamos en contacto con la retaguardia. Pero a la caída de la noche volvió el terror.

La lucha se reanudó en lontananza con una violencia acrecentada. No tardamos en ver replegarse lo que quedaba de las tropas alemanas ante la horda rusa. Y esta llegó en persecución de los últimos landser que cayeron antes de haber alcanzado la línea de defensa de la aldea.

Por todas partes, por los huertos destrozados, incontables siluetas de mujiks surgieron aullando. Corrían, se echaban al suelo y se incorporaban otra vez sin dejar de vociferar. El estruendo de nuestras armas cubrió sus «hurras» y la más espantosa hecatombe comenzó.

En el sótano, invadido por el humo de nuestras dos spandau, el aire apenas era respirable. El estrépito del anticarro, que debía de estar al rojo, desmenuzaba el techo del refugio que caía como lluvia sobre nuestros, cascos.

—Disparemos uno después de otro —gritó el veterano a través del estruendo—. Si no, van a fundirse nuestros trabucos.

Lindberg, tan verde como su uniforme, se metió tierra en las orejas para no oír. Los cartuchos de un quinto cargador desfilaban por mis manos doloridas y se sumían en la máquina ardiente que el veterano seguía haciendo rugir.

Uno de los dos nidos de ametralladoras, delante de nosotros, acababa de ser aniquilado por un disparo de lanzagranadas. Del segundo proseguía el tiro y barría a los frenéticos soviéticos que se amontonaban en todas partes. A pesar de sus esfuerzos insensatos, las vociferantes oleadas de rojos venían a morir bajo el fuego de los morteros y de las spandau. ¿Qué pasaba más lejos? Delante de nosotros todo reventaba a una cadencia vertiginosa.

Dos o tres «freeee» penetraron por las troneras, pero milagrosamente nadie había sido tocado todavía.

Un sordo fragor atronó de pronto los oídos de los combatientes y dos o tres mil feldgrauen agacharon un poco más la cabeza. Frente a nosotros, entre los rusos muertos o vivos, surgieron incontables resplandores. Nos quedamos aterrados un instante.

—¡Es nuestra artillería! —gritó alguien—. ¡Sí, es nuestra artillería!

—¡Dios mío! —exclamaron Halls y el veterano—. Ya no contábamos con ella… ¡Ánimo, muchachos, no pasarán!

Efectivamente, la artillería de la Wehrmacht se había reagrupado por fin y hacía llover sobre los asaltantes un diluvio de hierro. En nuestro sótano, oscuro y lleno de humo, las caras se iluminaban.

—¡Ah, qué bien! —se reía el gordo French-Cancan—. Y fijaos que arrean donde conviene. ¡Bravo!

Citó el nombre de un compañero suyo artillero. Delante de nosotros, la tempestad rugía y removía el suelo.

Sieg Heil! —bramaba Lindberg en una crisis epiléptica.

Evidentemente, los rusos no podían aguantar aquella avalancha, igual como la víspera nuestras tropas no resistieron el huracán que ellos habían desatado sobre nuestras oleadas de asalto.

La artillería alemana alargó el tiro y persiguió a los rusos enloquecidos hasta la región boscosa. Los Hurre pobieda de los bolcheviques se habían apagado, pero los estertores de sus miles de moribundos llenaban la atmósfera de una lamentación espantosa.

Y los defensores de la aldea se creyeron salvados.

—¡A beber! —vociferó el veterano—. Esto hay que celebrarlo. En toda la campaña no he visto nunca una hecatombe semejante. Vamos a estar tranquilos un rato, muchachos, os lo digo yo. Vete a buscar bebida, tú, en vez de lloriquear —continuó, sacando a Lindberg de su rincón.

Lindberg se había vuelto loco. Era visible. Tan pronto reía como lloraba.

—¡Hala, fuera! —dijo Halls que le tenía ojeriza—. Corre a buscar bebida.

Y le arreó una patada en el culo.

El muchacho se fue cogiéndose la cabeza con las manos. —

¿Dónde queréis que encuentre bebida? —preguntó, atemorizado.

—¡Nos importa un pepino! Ve a ver a los radios. Esos chicos suelen tener botellas escondidas. Espabílate, pero no vuelvas con las manos vacías.

Fuera, otros landser clamaban su satisfacción de haber tumbado a tantos popov. En nuestro sótano, la alegría aumentaba. French-Cancan se puso a bailar y nosotros le imitamos.

—La verdad es que creía que no los detendríamos. Afortunadamente, la retaguardia y sus artilleros no nos han abandonado.

—¡Claro que no! —exclamó risueño el granadero que estaba con nosotros hacía tres días.

Por nuestras mejillas negras de mugre resbalaban lágrimas de alegría de los ojos enrojecidos y doloridos. El veterano cantaba y seguía reclamando bebida. Teníamos confianza en el veterano, pues nos había salvado aquella misma mañana. Si el veterano se alegraba, podíamos alegrarnos nosotros también. Él conocía las manías de los rusos. Había combatido mucho. Teníamos por delante un buen rato de tranquilidad, según nos decía. Pero esta vez se equivocaba. Los tiempos habían cambiado. Las unidades rusas habían engrosado desmesuradamente. Ya no eran aquellas divisiones desamparadas que la Wehrmacht había arrollado desde Polonia en centenares de kilómetros. Los tiempos habían cambiado y el veterano se equivocaba. Más allá del sótano, más allá de la aldea y de las trincheras alemanas en pleno jolgorio, más allá de los miles de cadáveres de mujiks, la masa soviética atacaba otra vez, pisoteando sus propios muertos y los nuestros, más poderosa que nunca con centenares y centenares de cañones ruedas contra ruedas. Y los Hurre pobieda ahogaron nuestras risas.

Entretanto, en el sótano medio derrumbado ya no había más que cinco pares de ojos despavoridos que contemplaban el claro oscuro del vergel donde resplandecían mil y un destellos breves. Por tercera vez, la infantería soviética se lanzó al asalto de las líneas alemanas y tres veces seguidas los landser la contuvieron a costa de esfuerzos inauditos. Entre cada asalto, los cañones rusos araban nuestras posiciones y las de nuestra artillería que continuaba valientemente y, en la medida de lo posible, disparando sus últimos obuses contra los atacantes. Hacía cuatro o cinco horas ya que nuestras risas habían enmudecido y que los órganos de Stalin se abatían sobre nuestras posiciones, inutilizando buena parte de sus defensores. La artillería y los lanzabombas mataron o enloquecieron a los demás, y los que, como nosotros, teníamos la suerte de estar en un buen atrincheramiento seguíamos arrojando las municiones que nos quedaban. Nuestro techo había cedido, naturalmente, y una gran abertura a través de los escombros nos hacía de tubo de ventilación que permitía evacuar la densa humareda. El alto muchacho flaco con disentería había sustituido a Halls unos instantes en la spandau. Una bala o un trozo de metralla le había alcanzado precisamente debajo de la visera de su casco y ahora descansaba tranquilo, al lado de los otros tres infantes moribundos que nos habían traído al refugio para proteger sus últimos momentos. La ametralladora de Halls se encasquilló y únicamente el veterano, contraído en su fatiga, continuaba, sostenido por French-Cancan, el sudete y yo, descargando su arma contra todo lo que parecía moverse delante de él.

Una horrible desesperación se abatió sobre nosotros cuando las bengalas rusas levantaron enfrente y encima de la trinchera de los morteros una cortina de fuego blanco. La geschnauz quedó desmantelada y los servidores del antitanque debían de estar fríos hacía rato. Nuestras armas principales estaban destruidas y solamente algunas spandau, apoyadas por armas ligeras de infantería, seguían impidiendo a las vociferantes jaurías el acceso a la aldea. En todo momento corríamos el peligro de ser desbordados o cercados. A nuestra izquierda, la infantería libraba un último combate profiriendo gritos inhumanos.

—Vamos a tener que morir —dijo el veterano—. ¡Tanto peor para nosotros! No veo otra solución.

Delante de nosotros, a través de los resplandores, podíamos distinguir, de vez en cuando, el heroico nido de ametralladoras que persistía en sobrevivir.

Los rusos siguieron atacando casi sin descanso y, con las primeras luces del día, aparecieron los carros. Sus proyectiles tocaron a muerto para todo lo que quedaba aún en pie a un metro del suelo. Un proyectil de obús hizo saltar lo que quedaba de nuestra protección y nos mandó a rodar amontonados al fondo. A nuestros alaridos de desamparo se añadieron los del nido de ametralladoras que había frente a nosotros y luego los gritos vengadores de los hombres del tanque ruso que nivelaron el agujero mezclando los dos héroes con la tierra maldita.

Halls se quedó fascinado un momento ante aquel espectáculo. Era el único de pie todavía que podía ver lo que ocurría. Las orugas patinaron un rato sobre el hoyo, según nos dijo más tarde, y los tanquistas gritaban: Kaputt soldat germanski. Logramos abandonar la posición diez minutos antes que los rusos la ocupasen. Era inútil correr, pues nos habían abandonado completamente las fuerzas. Nos arrastramos, Dios sabe cómo, a través de los muertos, del caos y de los resplandores. Nuestros oídos sólo percibían el fragor constante de las detonaciones y el silencio parecía que no debía existir nunca más. Halls caminaba detrás de mí, con la mano roja de sangre, pero aquella sangre le salía del cuello. Lindberg se tambaleaba delante y por fin permanecía callado. El veterano iba detrás, lejos de nosotros, y vociferaba como un poseso refiriéndose a la artillería, a los rusos, a la guerra. El barrigudo andaba a mi lado y no paraba de repetir cosas incomprensibles. El fragor arreció, el cielo se iluminó por todas partes y nosotros nos esforzamos en aligerar el paso.

—Sajer, estamos perdidos —gritó Halls—. Nos atraparán.

Me eché a temblar y a gritar. La cabeza me dolía horrorosamente. Hubo una serie de explosiones y de tiroteos. Nos caímos más que echarnos. Después reanudamos la marcha como fantasmas. De pronto, French-Cancan se puso a gritar. Volví hacia él mis ojos cansados y me pareció soñar. Seguí mirando a French-Cancan sin cambiar de expresión y poniendo dificultosamente un pie delante del otro.

—¡No me abandones! —suplicó él con una expresión implorante.

Con las manos apretaba el vientre y algo inmundo, como suele verse en el suelo de los mataderos. Salí un instante de mi entorpecimiento y miré a Oldner.

—¿Cómo puedes estar aún de pie con eso? —pregunté medio inconsciente.

French-Cancan profirió un prolongado gemido y se quedó doblado.

—Ven —dijo el sudete como un hombre borracho—. No podemos hacer nada por él.

Proseguimos la marcha como sonámbulos. Oímos el ruido de un motor detrás de nosotros e intentamos ver qué nuevo peligro podía surgir. Una masa oscura, con las luces apagadas, avanzaba rápidamente traqueteando.

Con lo que nos quedaba de voluntad procuramos dispersarnos. Las explosiones a nuestro alrededor arrojaron unos reflejos sobre el camión que ya nos había alcanzado.

—¡Subid, camaradas! —gritó un alma buena.

Nos acercamos tambaleándonos. Tres muchachos de la aldea habían conseguido poner en marcha el vehículo todoterreno de la geschnauz y huían en él. Logramos encaramarnos en la exigua plataforma ocupada por la ametralladora pesada desmantelada. El tanque reanudó la marcha y transportó su carga embrutecida por la fatiga a través de mil baches. Acabábamos de llegar, sin duda, al emplazamiento de la artillería. Unos soldados despavoridos, que estaban junto a sus piezas sin municiones, nos hicieron señas.

—¡Atrás! —gritó el chófer de nuestro vehículo—. Iván llega.

Un tractor de artillería acababa de consumirse. ¿Fue aquel resplandor lo que cegó a nuestro chófer? El caso es que el todoterreno se metió en un profundo embudo. Todos fuimos proyectados fuera y yo creí haber atravesado el parabrisas. Sentí un dolor violento en el hombro ya maltrecho y me encontré doblado sobre mí mismo contra una rueda delantera del vehículo.

—¡Mierda! —gruñó alguien—. ¿Dónde nos has metido?

—¡Vete a paseo! —protestó el chófer—. Seguramente me he roto una rodilla.

Me incorporé apretándome el hombro. Mi brazo derecho parecía paralizado.

—Tienes la boca llena de sangre —dijo el sudete mirándome—. Solamente me duele el hombro.

Vi el corpachón de Halls tumbado en lo alto del montículo. Mi pobre compañero, herido ya, había sido proyectado lejos y estaba atontado.

—¡Halls! —exclamé zarandeándolo.

El gigantón se llevó una mano al cuello. Afortunadamente, no había muerto.

Alguien trató de sacar el taxi del pozo donde se había metido. Las ruedas araron la tierra, pero aquel demonio de trasto se mantuvo quieto. Desolados, nos acercamos a una posición de artillería que se disponía a levantar el campo. Los muchachos nos cargaron con todo su material, y por fin partimos para otro punto más tranquilo.

En lontananza, el cielo era rojo.

—¿Venís de esa hoguera? —preguntó un artillero.

Se dirigía al veterano. Ese no contestó. Acababa de sumirse en un sueño anestésico. Nuestro grupo de pordioseros se quedó dormido a pesar de las rudas sacudidas del potente vehículo, únicamente Halls y yo seguíamos más o menos despiertos. El hombro descoyuntado me impedía moverme y me hacía sufrir enormemente. Alguien se inclinó sobre mí. Yo tenía la cara inundada de sangre. El cristal del parabrisas me había hecho mil cortes y mi rostro enrojecido hacía pensar que aquella sangre manaba de una profunda herida.

—Ese va a palmar —dijo el muchacho que me había mirado.

—¡No! —contesté exhalando un suspiro.

Más tarde se preocuparon de hacernos bajar. Cada movimiento me repercutía en el hombro izquierdo y el dolor, a causa de la fatiga, me producía náuseas. Eché el bofe. Dos feldgrauen me ayudaron a caminar hasta el pie de una casa donde había tendidos numerosos heridos. Halls, cuyo cuello estaba rojo de sangre, vino a verme, así como el chófer del todoterreno que saltaba sobre una sola pierna.

—¿No te encuentras bien, muchacho? —preguntó Halls al verme vomitar—. No vas a reventar, ¿eh, Sajer?

Las palabras me llegaban lejanas a través de un zumbido.

—Quiero irme a casa —murmuré entre dos hipos.

—A mí también me gustaría mucho —dijo Halls.

Y se tumbó boca arriba y se quedó dormido.

Con el día nos despertó el servicio sanitario que acudía a separar los muertos de los vivos. Un tipo con las manos frías me levantó un párpado y miró mis ojos.

—Eso marcha, amigo —dijo—. ¿Qué te duele?

—El hombro… No puedo moverme.

El enfermero me desabrochó el correaje haciéndome berrear de dolor.

—No hay herida aparente, Herr doctor —declaró a un tipo alto con gorra.

—¿Qué tiene en la cabeza?

—No veo nada —prosiguió el otro—. Tiene la cara llena de sangre, eso es todo. Una luxación en el hombro…

El muchacho me removió el brazo izquierdo y yo proferí un grito. El médico hizo solamente una seña con la cabeza y el enfermero me prendió un trozo de cartón blanco en el pecho. Lo mismo hizo con Halls y el chófer. Pero al chófer lo metieron en una ambulancia con otros más. Halls y yo nos quedamos en el suelo. A mediodía, dos individuos se ocuparon de los que, como nosotros, nos habíamos quedado durmiendo en la acera. Intentaron ponerme en pie.

—¡Ya está bien, muchachos! Yo puedo andar. Lo que me duele es el hombro.

Los que podíamos sostenernos de pie formamos una fila y todos fuimos conducidos hacia la cantina.

—¡En cueros! —ordenó el feld.

Me costó enormemente desnudarme. Dos compañeros me ayudaron y mi hombro hinchado y lastimado quedó al descubierto. A todos nos pusieron una inyección en el muslo. Después los enfermeros lavaron las heridas con éter y pegaron un poco de esparadrapo por todas partes. Junto a la puerta, ponían puntos de sutura a un pobre chico que tenía una condenada herida en la espalda y que berreaba por la mordedura de los instrumentos quirúrgicos. Después, dos tipos con gafas se ocuparon de mí y se aferraron como osos a mi hombro sensible. Por mucho que chillé y les insulté, no hicieron ningún caso de mis gritos. Con un crujido que me hizo daño hasta la punta de los dedos de los pies, pusieron en su sitio mi miembro dislocado y pasaron al caso siguiente.

Fuera encontré a Halls. Acababan de pegarle un trozo grande de esparadrapo y un paquete de algodón a la izquierda del cuello. Mi compañero había recibido un feo trozo de metralla tres centímetros más abajo de la primera herida que había tenido en Jarkov.

—La próxima vez dejaré la cabeza —dijo Halls.

Más lejos encontramos al veterano, al sudete, a Lindberg y al granadero que roncaban ruidosamente sobre la hierba de un talud. Nos tumbamos junto a ellos y nos pusimos a hacer lo mismo.

Así terminó para nosotros la batalla de Bielgorod. Habíamos retrocedido en relación con nuestro punto de partida. La ofensiva alemana había vuelto a perder el terreno tan duramente conquistado durante una decena de días, y aún más. Un tercio de los efectivos empeñados se había hundido en el infierno. Entre ellos, muchos jóvenes leones, los Hitlerjugend.

¿Qué habría sido del guapo muchacho con cara de madona, de su amigo el de ojos claros y leales y del estudiante que hablaba tan bien? Probablemente yacían en la tierra mutilada de Rusia, lo mismo que el melancólico tocador de armónica que en su canción decía que querría volver a ver su valle verde y apacible aunque fuese para morir en él.

No hay sepultura para el feldgrau caído en Rusia, como decía el veterano. Un día, un mujik removerá nuestros restos y los meterá, con estiércol, en su surco, para sembrar después semillas de girasol.